1. Introducción
El sociobiologismo1 es una corriente en Bioética que hunde sus raíces en la evolución del ser humano. Parte de la base de que somos un eslabón más en la cadena evolutiva y que, por ende, la posibilidad de seguir evolucionando es infinita.
Para esta corriente el ser humano es una realidad material que cambia constantemente gracias a la intervención de fenómenos -naturales o artificiales- que la “empujan” más allá de sí misma, desplegando en ella nuevas y distintas formas de realidad. Por ello, y si la materia es intrínsecamente tendiente al cambio pero éste sólo le puede venir de lo que ella misma es, entonces el ser humano no ha terminado de evolucionar y probablemente nunca lo haga: siempre podremos ser más y mejores.
De igual manera y desprendido de lo anterior, bajo este esquema de pensamiento incluso los valores inmateriales del ser humano en su relación con otros manifestados como cultura serán igualmente materiales y tendrán su origen en la misma materia que constituye la realidad humana. Por ende, se irán configurando y transformando a medida que lo va haciendo el ser humano en su avance evolutivo; es decir, no serán categorías supremas y absolutas que rigen la vida de los seres humanos en orden a trascendentales derivados de su esencia, sino que serán, igualmente, meros procesos evolutivos.2
Ahora bien, por mucho tiempo se ha concebido3 que existe un componente no material en los seres humanos. Esta dimensión, que escapa al ámbito de lo observable, es lo que da cuenta de ciertos fenómenos o experiencias personales que no se pueden medir o cuantificar, cuanto menos ubicar en un espacio físico determinado o en un tiempo específico; no obstante, aunque no se puedan localizar, se sabe que suceden y que son ciertas.
Con esto, la dimensión de lo humano puede entenderse ya sea como un conjunto de interacciones entre elementos materiales que determinan la esencia misma y todo lo que de ella se desprenda, o bien como “algo más” que, si bien parte de una base biológica, no se queda únicamente ahí, sino que se despliega en muchas interacciones que producen sensaciones, emociones, pensamientos, etcétera, que trascienden los límites de lo material. Por mencionar un ejemplo: somos capaces de producir pensamiento y de generar ideas en torno a problemas complejos, y sabemos que la base para esto es la conexión neuronal que tiene lugar en nuestro cerebro; sin embargo, el pensamiento no es un producto visible y observable que se desprende y que ocupa un lugar físico y material concreto; por ende, el pensamiento no es el cerebro ni la conexión neuronal establecida para generarlo. Otro ejemplo es el amor: reacciones químicas, sí, pero no solamente eso.
Tanto el amor como el pensamiento son fenómenos que existen y que no están en una parte corpórea de nosotros, aunque necesitamos nuestro cuerpo como base para generarlos.
Con este panorama ha surgido la neurociencia4 como interdisciplina, la cual estudia el comportamiento y la interacción neuronal bajo el supuesto de entender la conducta humana a la luz de lo que el cerebro brinda como posibles respuestas ante las incógnitas del ser humano. Sin embargo, su estudio ha abierto debates interesantes.
A continuación se tratarán sólo dos de las vertientes hacia donde dicho debate puede dirigirse.
2. El reduccionismo biológico ante la reflexión filosófica
La aproximación antropológica de la persona puede hacerse desde su naturaleza material o desde la concepción sustancialista. Este último será el enfoque utilizado en el presente capítulo. Aristóteles decía que la ousía:
“Es la causa inmanente del ser de los entes que no se predican de un sujeto; por ejemplo, el alma es causa inmanente de la existencia del animal…”7
El hombre es sustancia, y por ello de él se pueden predicar entonces todas sus cualidades: tamaño, peso, color, edad, sexo, etcétera. Esta concepción sustancial del hombre hace pensar que éste se va formando a través de sus diversas experiencias con otros hombres que, al igual que él, son sustancias; es decir, el hombre está abierto a otras relaciones con otros seres humanos y en ellas se va forjando a sí mismo.
El hombre se percibe como no creado por sí mismo y, por lo tanto, como trascendencia que conlleva la mortalidad que, a su vez, lo inclina a pensarse como autosuficiente pero dependiente de otro ser mayor. Kant ya perfilaba esto cuando se preguntaba qué es el hombre en forma de tres interrogantes: “¿Qué puedo conocer? ¿Qué debo hacer? ¿Qué me cabe esperar”8? De ellas se derivaban tres cualidades del ser humano: libertad, conocimiento y apertura a la trascendencia.
Así, ante estas afirmaciones, con los avances de las neurociencias se corre el riesgo de creer que la unidad y sustancia que es el ser humano pueda ser físicamente ubicada en alguna estructura física y, más concretamente, en el cerebro humano. Con ellos surgen diversas controversias, ya que estos hallazgos harían pensar que dicha dimensión trascendente en el ser humano que le hace sujeto de realidades intangibles es mera fantasía o ilusión; más aún, pensar que el ser humano ha dejado de ser “misterio” para ser un “resultado” medible, cuantificable y observable que tiene su base en estructuras cerebrales y en las operaciones realizadas por éstas.
Una de las consecuencias mencionadas anteriormente es, sin duda alguna, el tema de la identidad, que se abordará a continuación.
2.1 La formación la identidad: proceso social o potenciamiento cerebral
Para algunos10 la identidad se forja con base en dos elementos: la base sobre la que descansan los procesos y dinámicas de formación de la identidad que es propiamente la “sustancia” y la “esencia” (también llamada identidad numérica11) del ser humano tanto en su dimensión corporal como en la espiritual y, en segundo lugar, la plasticidad (identidad narrativa)12 de la misma, que le permite adaptarse y desarrollar mecanismos de ajuste según la circunstancia lo vaya dictando. De esta manera, la identidad sería algo que depende de la esencia -única, fija e indivisible- del ser humano y descansa sobre ella, pero también el aspecto dinámico de su ser persona y ser social, que la modifican conforme se va avanzando en el desarrollo mismo de la persona.
Para otros, en cambio, se prescinde del elemento fijo e inamovible para situarla únicamente en su dimensión cambiante; es decir, se afirma que la identidad del ser humano no está pre-fijada, sino que se va construyendo con el entorno en que éste se va situando y -con los nuevos hallazgos de la neuroética- con distintas intervenciones que la van moldeando según distintos intereses y necesidades, incluso hasta el punto de alterarla mediante estas intervenciones.13
Es algo constatable -y lo es desde los presocráticos- que se preguntaban por el problema de la identidad en el cambio, de lo uno en lo múltiple,14 que todas las cosas sufren constantes y muy diversas modificaciones, y que son precisamente éstas las que permiten su adaptación al medio y, en consecuencia, su sobrevivencia. Sin embargo, también se ha admitido que estos cambios no alteran un componente fundamental, que es el de la esencia, entendida ésta como el contenido universal y necesario de las cosas que les permite ser lo que ellas son en sí mismas. Así, pues, sin que alteren la esencia, los cambios permiten la adaptación al medio y vienen dados por las influencias externas que se presentan y que exigen una postura -acción o reacción- frente a ellas.
Esto mismo sucede con la identidad en el ser humano: la esencia que lo hace ser “ser humano” es inalterable, y precisamente en función de ésta la persona se va desarrollando en una trama de relaciones sociales, culturales, económicas, políticas e incluso medioambientales, que le van desplegando distintas formas de estar en la realidad y de interactuar con ella, pero no por ello cambia su esencia. Así, pues, la identidad se va forjando conforme el ser humano va siendo “afectado”15 por el entorno en donde se inserta y va creciendo.16
Así, ante la posibilidad de concebir que la identidad es tan plástica como plásticas sean las intervenciones que se hagan sobre ella, como se afirma actualmente en algunas corrientes de las neurociencias,17 hay que decir que una consecuencia directa sería el hecho de perder el componente “esencial” de las “sustancias” y, por ende, concebir toda la realidad como algo sujeto al devenir eternamente.
Pensar que la identidad es algo alterable y modificable permite pensar en la posibilidad de fortalecer las relaciones humanas, potenciar habilidades que le permitan un mejor desarrollo, habilitar adaptaciones de sobrevivencia y un sin fin de aspectos positivos, pero si se pierde de vista que en la base de todo ello hay un elemento único de contenido específico que es inamovible, entonces las posibilidades enunciadas en sí mismas perderían el sentido de ser incluso, ya que estarían modificando cualidades que le son “accidentales” al ser humano, y no estarían modificando al “ser humano” en cuanto a su ser sustancia; así, durarían tanto como duren determinadas circunstancias, pero se desvanecerían en cuanto éstas también se modifiquen.
El cambio por el cambio mismo no aporta ningún beneficio. Sin un sentido de orientación, la mejora no es mejora sino azar. Así, pues, la posibilidad de intervenir sobre estructuras que permitan una mayor adaptación al medio, una mejor comprensión de la conducta social y de nuestra injerencia sobre el entorno con vistas a mejorarlo, serían acciones que las neurociencias abrirían con una evaluación y un juicio positivo, todas ellas, a su vez, dirigidas y orientadas internamente a un contenido al que le conferimos una razón de ser lo suficientemente fuerte como para ser pensada en términos de sus repercusiones sociales.18
2.2 Determinismo conductual y predicción del comportamiento: la antesala para el fatalismo
Otro debate que ha aparecido ante los hallazgos de la neurociencia es aquel que apunta a afirmar que la conducta humana tiene, por base, una estructura orgánica situada también en el cerebro. Si se le concede razón a la propuesta anteriormente mencionada, entonces se tendría que afirmar también que el hecho de que se actúe19 -bien o mal, ética o no éticamente- depende de tener estructuras cerebrales determinadas que permitan dicha conducta, pero no sólo eso, sino que se puede intervenir sobre las mismas con vistas a mejorar o alterar la conducta esperada de un sujeto.
Este aspecto es crucial en la reflexión sobre temas de ética: ¿qué es la ética? ¿se nace con la inclinación natural al bien o se aprende y modifica según las experiencias del individuo y el entorno circundante? Según la respuesta, se podrá apostar o no por mínimos éticos que permitan la convivencia humana, o bien por el determinismo puro y radical y, por ende, por la cancelación de la libertad humana.
La teoría aristotélico-tomista20 afirma que los seres humanos tenemos una inclinación natural al bien, entendido éste como todo aquello que conserve y proteja nuestra vida y nuestra especie.21 Ahora bien, esto se traduce en nuestros días en lo que denominamos “conciencia” que, aunque no se ubica físicamente en ningún lugar de la estructura cerebral, informa a ésta para la deliberación de los actos que se deben ejecutar y aquellos que conviene evitar. Así, pues, la conciencia es aquello que advierte antes de actuar; esto es, por inclinación natural tendemos al bien, pero por la conciencia discernimos los medios para llegar a éste.
Esta conciencia, en los seres humanos, va evolucionando y desarrollándose según vaya creciendo y desarrollándose el propio ser humano. Por tanto, esta conciencia va siendo constantemente transformada según distintos factores: educacionales, culturales, económicos, políticos, sociales, etc., de tal manera que puede irse fortaleciendo o bien debilitando según el entorno en que el sujeto se vaya insertando. Lo que resulta interesante aquí es que, con independencia de las circunstancias y de su dinamismo interno, la conciencia, como medio de deliberación interna, nunca se pierde; esto significa que siempre será posible retornar a ella y redireccionarla porque siempre está presente, incluso cuando se piense que se ha perdido por completo.
Con lo anterior se quiere plantear la reflexión de pensar que la posibilidad de actuar bien o, en otras palabras, de actuar éticamente, siempre existe en el ser humano por su misma estructura ontológica, aunque de hecho no siempre se actúe bien ni éticamente.
Ahora bien, ante lo anterior, existe la postura contraria; es decir, la que afirma que el actuar bien o mal, ética o no éticamente, depende de tener ciertas estructuras cerebrales y que éstas operen adecuadamente. Así, entonces, existe un determinismo que permitiría a unos actuar éticamente y a otros no. Además, se plantea actualmente la posibilidad de intervenir en dichas zonas del cerebro para potenciar la conducta humana en orden a lo que de ella se quiera obtener.22
Lo anterior, por extraordinario que pudiera sonar, implica también una enorme consecuencia en la persona humana: la cancelación de su libertad.
El argumento es el siguiente: si bien existe una tendencia natural al bien detectado por la inteligencia humana (como condición ontológica dada per se), se requiere de la libertad para obrar en consecuencia; es decir, a la persona no le basta con detectar un posible bien, sino que necesita poner en marcha su libertad para acercarse a él y ejecutarlo y, una vez que opera en él su libertad, entonces es capaz de actuar éticamente. Pero si se parte de la base de que el actuar bien o no depende de la estructura cerebral y de las conexiones que en ella se realicen, entonces no cabrá este espacio de deliberación en donde el ser humano, libremente, se dirija a él; mas bien todo dependerá de la existencia y funcionamiento del cerebro, y no de una decisión tomada en conciencia propia de un acto libre.
Llevado al extremo, este argumento clausura la posibilidad de actuar libremente e incluso, la responsabilidad sobre sus acciones,23 pudiendo entonces justificar casi cualquier conducta, argumentando el correcto o incorrecto funcionamiento de las estructuras cerebrales.
El determinismo de la conducta humana, la cancelación de la libertad y de la responsabilidad y la apertura de posibles justificaciones de actos incluso inhumanos, son algunas de las consecuencias que se desprenden de pensar que es posible ubicar e incluso predecir la conducta del ser humano estudiando y analizando su cerebro.
3. Conclusión
Tanto en el tema de la identidad como en el de la conducta humana, se debe velar por conservar elementos ontológicos, contenidos universales y necesarios que permitan los cambios y las modificaciones necesarias, ya que, de no tenerlos, se perdería el mismo sujeto humano en un mar de posibilidades azarosas y arriesgadas. Las posibilidades de cambio lo son únicamente sobre la base de algo sólido que las permita; por ello, es posible armonizar tanto la idea de la esencia humana como contenido universal como aquella que apunta a la construcción siempre variante de sí mismo.
Quizá se esté avanzando en el conocimiento de las infinitas posibilidades de la ciencia, pero si ésta no se entrelaza con la reflexión ontológica y ética se corre el riesgo de dejar de ser lo que somos, de perder la identidad que nos constituye como seres humanos. Así, tanto la ética en cuanto reflexión filosófica como la neurociencia como avance científico son deseables y necesarias, siempre y cuando ambas caminen a la par y de la mano.