En la discusión acerca de partidos políticos, un tema recurrente son los modelos de partido y la posibilidad de un cierto tipo imperante. Tal debate pretende plasmar en un tipo ideal los diferentes cambios de los partidos. El modelo llamado partido cartel no es la más reciente tipología al respecto, pero sí la que en los últimos años más debate provoca.
Quiero aprovechar aquí la propuesta del partido cartel, publicada en 1995 por Richard Katz y Peter Mair, para pensar los partidos a partir de este influyente modelo. Después de su documento inicial, Katz y Mair refinaron su idea en otros tantos textos escritos de manera conjunta y separada. Tomo también estos insumos para realizar una revisión crítica de su modelo. Son dos los aspectos que esta revisión examina: 1) los problemas de construcción teórica y metodológica del concepto; 2) el movimiento teórico que dentro de la ciencia política se expresa en la figura cartelizada de los partidos y su relación con la democracia y la política. Si el primer punto evalúa los atributos de una categoría falta aún de mayor precisión, el segundo conforma un ejercicio especulativo sobre las probables causas y efectos de esta categoría.
El texto inicia con una síntesis del concepto partido cartel, antecedida por una breve recreación del panorama que encuadra a esta hipótesis. Un segundo apartado presenta las críticas teórico-metodológicas publicadas ya por otros autores, así como una elaboración propia de estos problemas. En el tercer apartado, analizo el deslizamiento de Katz y Mair de un enfoque cercano a la sociología de las organizaciones hacia una perspectiva definida por la economía política del sistema de partidos. En este cambio, su hipótesis asciende de un modelo cartel de partidos a un modelo cartelizado de política, reflejando ciertas evoluciones de la ciencia política y del vínculo partidos-democracia.
La estructura del texto tiene el acotado objetivo de argumentar que las dificultades teórico-metodológicas del concepto partido cartel son las suficientes para debatir la fortaleza del término y la necesidad de mayores controles empíricos que “controlen” (refuten o validen) su hipótesis. Al ser este ensayo un avance de una investigación en curso sobre la forma en que la bibliografía especializada representa la transformación de los partidos durante 1990-2015, sus alcances están en sintonía con ese periodo y pretenden enunciar algunas de las ideas cuyo mayor acabado articularían esa agenda investigativa.2
1. El concepto partido cartel (y su contexto)
Este apartado delinea el concepto de partido cartel siguiendo los distintos trabajos en los que Katz y Mair lo definieron. A efecto de situar el término dentro del contexto documental que lo engloba, esbozo antes un direccionado estado del arte con antecedentes útiles.
El concepto y su contexto
Entre las vertientes de estudio de los partidos, dos constantes son su relación con la democracia y las teorías del cambio, temas que han dado pie a diferentes hipótesis. Las teorías del cambio partidista, por ejemplo, son ordenadas por Herbert Kitschelt en tres tipos: realineamiento, desalineamiento, cartelización.3 Esta diversidad teórica forma agrupamientos en perspectivas de investigación. Entre aportes clásicos y recientes, existen ejercicios clasificatorios que ligan los distintos conceptos de estudio con la perspectiva utilizada.4 En un balance de 2014, Kitschelt conjuntó estas múltiples miradas en un bloque sociológico y otro económico. Su defensa de la teoría de realineamiento, en contra de la cartelización como origen del cambio partidista, residía en el uso de una base sociológica.5
Otra constante prominente es la sugerida por Otto Kirchheimer, para quien los partidos de masas serían relevados por los partidos catch-all en la década de 1960. Esta hipótesis es notable por: a) advertir tempranamente el cambio; b) relacionarlo con crisis estructurales del Estado y la sociedad; c) entrever una adaptación partidista que renuncia a la penetración e integración sociales e ideológicas; d) vislumbrar un partido dominado por líderes profesionales. Mucha de la bibliografía sobre el cambio partidista tendrá en Kirchheimer una de sus fuentes intelectuales.
Junto a las opciones teóricas, corre otra constante referida a la metodología de análisis. En su fase conductista, la ciencia política avanzó una teoría política empírica con conceptos observables. Esta noción fue sostenida en el estudio de los partidos y la democracia por Giovanni Sartori. Pero este enfoque sería relegado por desarrollos para los que la economía figuró como su centro. Antecedidos por la obra de Anthony Downs, esos aportes minimizarían la perspectiva sociológica. La deducción, sumada al individualismo metodológico, la racionalidad instrumental y la modelización, mostraron así una prominencia tampoco exenta de críticas. El neoinstitucionalismo, como teoría y metodología adversas al reduccionismo, aparecería entonces como un intento de reconciliar la interacción de las estructuras, las reglas institucionales y las preferencias de los actores. El estudio de los partidos forma parte así de una ciencia política plural y heterogénea.
Dos últimas impresiones pueden fijarse ahora. Primera: la disciplina es rica en enfoques, pero no en debates ideológicos luego del final de la Guerra Fría y el consenso respecto a la democracia liberal. La forma en que se piensa el nexo entre partidos y democracia está determinada por ese consenso. La segunda: en el estudio de los partidos, algunos de “los cambios definitivos” parecen ser otra vuelta a tendencias ya existentes. La marginación de activistas por políticos gerenciales, la práctica de la política como profesión, la pérdida de representatividad de los partidos por su responsabilidad de gobierno, el tratado de éstos como variables secundarias son dilemas que un amplio estado de la cuestión registraría. La falta de una perspectiva histórica impide dimensionar esas tensiones. Analizado con más detenimiento, afirma André Krouwel en su libro sobre modelos partidistas, el partido cartel podría formar parte de una trayectoria más compleja.6
La hipótesis de Katz y Mair
Dentro del contexto ya delimitado, el partido cartel ofrece una representación conceptual de los patrones de cambio en las relaciones entre el Estado, la sociedad y los partidos. La primera propuesta del concepto data de 1990,7 y se cuestiona por la estrategia adaptativa de los partidos ante estos desafíos. Este apartado detallará la génesis y evolución del concepto.
Katz y Mair publicarían a posteriori los antecedentes de su hipótesis de 1995. El origen fue la recolección de datos empíricos (para doce democracias europeas y Estados Unidos) al respecto del estado de los partidos en varias dimensiones: militancia, financiamiento, estadística electoral, staff de burócratas, técnicos y profesionales, programas ideológicos, procedimientos de democracia, balance interno de poder. Este último aspecto, quién mantiene el poder interno, avanzó su idea sobre el ascenso de lo que llamaron el partido en las instituciones públicas (parlamentarias y gubernativas). Según sus datos, este crecimiento se habría dado en perjuicio del partido en la organización central y, particularmente, del partido como organización de afiliados.8 La jerga analítica, inspirada en V. O. Key, proponía la división de los partidos en tres caras.9 Resultado de esa tripartición heurística, el relativo declive de los partidos, limitado a la caída de militantes y de sus cuotas, sirvió para contrarrestar la hipótesis de la crisis terminal o absoluta.
En efecto, la caída de sólo una cara partidista no continuaba en las otras dos. Por el contrario: entendidos como la cúpula directiva o sus órganos en el poder público, los partidos mostraban un evidente fortalecimiento. Tal condición, especularon Katz y Mair, podría ser efecto del progresivo financiamiento del Estado a estas organizaciones. Años después de la Segunda Guerra Mundial, este hecho es irrefutable: los partidos, padeciendo el descenso de cuotas de sus menores afiliados, compensaron esa pendiente con los dineros públicos de las legislaciones electorales. Ese apunte empírico sería el disparador de la hipótesis de los partidos cartel. Ese ángulo analítico y la maduración de la hipótesis puede rastrearse en los libros de Richard Katz y Peter Mair: Party Organizations: A Data Handbook on Party Organizations in Western Democracies; How Parties Organize: Change and Adaptation in Party Organizations in Western Democracies; o en sus ponencias y artículos: “Three Faces of Party Organization: Adaptation and Change” y “The Evolution of Party Organization in Europe: Three Faces of Party Organizations”.
En una de sus reformulaciones, Katz y Mair advierten que el financiamiento estatal fue la observación que detonó el concepto, pero que éste ha progresado en su construcción. En mi descripción del partido cartel, incorporaré también esos posteriores añadidos.
A cada etapa histórica, con su particular sentido y práctica de la democracia, ha correspondido un modelo de partido capaz de adaptarse a su ambiente. Conforme a esta sencilla premisa, los antecedentes del partido cartel habrían sido los consabidos modelos de partidos de cuadros, partido de masas y partidos catch-all.10 Hacia la década de 1970, la crisis del partido catch-all sería así el preludio de la emergencia del partido cartel, caracterizado por Katz y Mair de la siguiente manera.
Interpenetración entre los partidos y el Estado, facilitada por el financiamiento público que los partidos legislaron en su interés. En el extremo de esta tendencia, los partidos dejarían de ser intermediarios entre la sociedad civil y el Estado para convertirse en “agencias semi-estatales”.11 Los partidos cartel pronunciarían su desapego de la sociedad; sus tareas de expresión y representatividad serían derogadas por un reequilibrio en favor de las funciones gubernativas.12 Esto es posible, a decir de Katz y Mair, gracias a un momento histórico en que la política deviene una actividad autorreferente y mediática, una profesión y no más una vocación en la era de la “democracia de audiencia”.13
Un patrón de “competencia” interpartidista, así, entrecomillada, por la propensión a competir bajo una lógica más cercana a la convivencia (o incluso colusión) que al enfrentamiento programático. Según los autores, se ha dejado de competir en torno a paquetes diferenciados de políticas y más alrededor de sutiles distinciones dentro de un marco político-económico reducido. Este acercamiento entre partidos habría sido posible por el desvanecimiento de la frontera entre el gobierno y la oposición; por el hecho de que la gran mayoría de los “partidos principales” accedieron al gobierno y comparten más similitudes. Aunque los autores han matizado la idea de autoconciencia conspirativa y clase política homogénea, el propio concepto cartel, extraído de las prácticas empresariales oligopólicas, conlleva ese sesgo. Reunidos en la élite que conduce el Estado, los partidos cartel viabilizarían la prestación estatal de elecciones para desahogar el dilema social de la sucesión de gobernantes. Las elecciones podrían convertirse de este modo en una suerte de ritual una vez que los partidos, implícita o estratégicamente, acordaran no poner en ellas demasiado en juego y no arriesgarse a excesivas pérdidas de financiamiento.
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Definidos en primer lugar por un rasgo sistémico (el patrón de competencia del sistema de partidos que reseñé arriba), los partidos cartel supondrían también un nuevo tipo de conformación organizativa dentro de los partidos individuales que integran el cartel interpartidista.14 Resumo las señas intrapartidarias de esta asimilación:
Devaluación del valor y recursos que la militancia aporta al partido, en razón asimismo de la práctica de campañas electorales intensivas en capital y medios tecnológicos más eficaces y en algún sentido “menos costosos” que el trabajo de los afiliados.
La conversión del partido en un equipo de líderes profesionales. El partido son sus líderes, llegan con mucho exceso a afirmar los autores.15 Su figura sería así la de una estratarquía con autonomía de los líderes nacionales. Las bases locales del partido tolerarían ese arreglo por disfrutar también de autonomía en sus propios espacios.16
El avance de prácticas de democracia interna que, paradójicamente, reforzarían el aislamiento de los líderes. Establecer el sufragio universal para simpatizantes en general, sean o no miembros, favorecería disminuir las constricciones sobre los líderes. Votaciones mediante métodos indirectos acortarían también la incidencia de los activistas organizados. La recurrencia a encuestas pagadas por teléfono sería una muestra ejemplar de esa disminución del militante y de la rendición de cuentas entre líderes y sus bases.17
La economía política del cartel, o lo que en una de sus precisiones Katz denomina la “restricción del espacio político-económico de competencia”.18 Según esto, una estricta atmósfera ceñiría los márgenes de política partidaria y estimularía la adopción del modelo cartel. Discutiendo con algunos de sus críticos, Katz ha propuesto que el Equilibrio de Nash es la forma adecuada de entender por qué los partidos tienen incentivos para participar de un cartel que compromete sus ofertas político-económicas.19 Con la misma pretensión, Mair ha hipotetizado que la muerte del partido de masas trae como secuela el fin del gobierno de partidos capaz de influir sobre resultados económicos.20 Los síntomas de la adaptación partidista a esta realidad económica serían para Katz: a) el discurso y práctica de una estrategia de reducción de expectativas electorales; b) la externalización o transferencia de decisiones económicas a agencias blindadas contra el juego político; c) la transformación de las relaciones entre los partidos y sus electores hacia una variante en la que los partidos “contratarían” a sus votantes para obtener sus fines.
Si bien Katz y Mair reconocen que el partido cartel es un tipo ideal condicionado por una tradición de pactismo, amplio financiamiento estatal, gobiernos de coalición y gabinetes compartidos,21 los adelantos de su hipótesis parecieran llevar a resoluciones no siempre sólidas. Las dificultades de la adaptación partidista a nuevos desafíos, planteados de modo notable en sus primeros trabajos, encontrarán después salidas menos convincentes. “The Cartel Party Thesis: A Restatement” es el texto más ilustrativo de cierto viraje en su análisis. Para el caso específico de Peter Mair, estas etapas han sido detectadas por quienes comparten o cuestionan sus avances.22 A efecto de hacer más visible la progresión de la hipótesis cartel, cierro este apartado glosando algunos recientes juicios de Katz y Mair.
En la última etapa de su carrera, interesado en hilar las discusiones de la gobernanza y el cambio partidista, Mair bosquejó una imagen de los partidos como redes de coordinación de políticas y de políticos, sin coherencia organizativa y definidos en términos de élites profesionales: “the leaders become the party, and the party becomes the leaders, or the teams of leaders, that are themselves constitutive of a party network”.23 Convencido de que el ciclo de party government ha concluido, Mair transitaría al estudio del patronazgo partidario como un producto del modelo cartel y la redefinición estatal de los partidos. Richard Katz, por su parte, abundaría en un artículo de 2014 en la estrategia adaptativa de los partidos basada en el nuevo eje competitivo de la eficiencia administrativa, la no corrupción y el sentido de autoridad. Dado que la política está en retirada de las campañas electorales, concluye Katz, los partidos deben enfatizar su habilidad gerencial.24
2. Problemas teórico-metodológicos de construcción conceptual
La propuesta de un partido cartel luce atractiva, entre otras cosas por su plausible lazo con un entorno de desafección hacia las instituciones políticas. Pareciera adecuado asociar el desencanto con la democracia con esta forma de partido. Según reportes críticos de la insatisfacción ciudadana, esta conexión no sería directa.25 A pesar de ello, la persuasión terminológica del cartel suscita el riesgo de convertir a este nuevo modelo en una metáfora de fácil contagio, aun cuando la hipótesis no haya sido examinada teóricamente o controlada en el plano empírico. El arco de reacciones académicas incluye así interpretaciones para las que los casos mexicano y ruso comprobarían la cartelización de los partidos.26 Agrupar ambas democracias bajo una categoría sin revisar su pertenencia a un mismo género provoca el fallo de comparar objetos de estudio poco o nada denotados. Esa prisa metodológica se encuentra también en análisis que niegan la existencia de partidos carteles tomando datos demasiado singulares y hasta arbitrarios.27 En lo que hace a dudas, reajustes o rechazos más reflexivos, las críticas pueden distinguirse en dos grupos:
Internas: validan la hipótesis, pero sugieren matices como: a) el financiamiento estatal no lleva a la cartelización partidista ni bloquea la entrada o éxito de nuevos competidores; b) el ingreso de los partidos al Estado no motiva su control sobre cargos y roles de la administración pública; c) la ausencia de patronazgo partidario no extingue la estructura de los partidos, pues resulta en varios casos el inicio inesperado de una organización.28
Externas: contradicen que la adaptación partidista ocasione un modelo cartel. Herbert Kitschelt es el autor más destacado en este renglón. Sus discrepancias son varias: a) los partidos conservan la opción de elegir una estrategia competitiva y buscan nichos programáticos; b) el enfoque económico malentiende la reestructuración capitalista y los retos de la representación política; c) la complejidad de trayectorias históricas de los sistemas de partidos supera un patrón estable; d) la teoría de realineamiento posee mayor potencia analítica que la de cartelización; e) la correlación entre financiamiento estatal y menos representación social de los partidos no tiene consistencia empírica.29
En este ámbito de réplicas a Katz y Mair, quiero proponer tres niveles de problemas teórico-metodológicos. Un primer nivel, sugerido por Ruud Koole, radica en la estrechez con que se plantea la relación Estado-sociedad.30 Esta relación es antecedente del concepto cartel. Recordemos que para Katz y Mair los partidos se alojan en el Estado porque, antes de ello, la distancia entre Estado y sociedad se habría reducido en los años setenta. Como de esa premisa Katz y Mair derivan después la supuesta lejanía social de los partidos, discutir el momento previo de “estatalización de lo social” tiene sentido.
Cuando Koole afirma que la sobreimposición entre esferas estatales y sociales es previa a lo que Katz y Mair indican, recuerdo dos análisis que habían afirmado ya esto. Roger Bartra en Las redes imaginarias del poder político ubicaba ese crecimiento del Estado en los años sesenta para Europa Occidental.31 Para esa misma zona, Otto Kirchheimer vio desde 1954 la misma inercia de expansión estatal.32 El hecho que estos autores señalizaban era el ascenso de los Estados de bienestar a partir de 1945.
El tema es significativo, tanto que Katz y Mair concedieron a Koole la necesidad de repensar los referentes empíricos del concepto “sociedad”. ¿Es a la sociedad como un todo fragmentado, o a la “sociedad civil” como un conjunto parcial de grupos de interés y presión, de la que los partidos se habrían distanciado? La propia cercanía Estado-sociedad civil tendría, en la propuesta alternativa de Koole, el efecto inverso al diagnosticado por Katz y Mair, esto es, una mayor intersección entre los partidos y la sociedad. Si bien el nexo Estado-sociedad merecería otro ensayo, sus implicaciones son cruciales para las transformaciones partidistas. Enlisto tres de esas derivas.
Que los partidos estén más próximos o distantes al Estado es un problema para el que el planteamiento diferente de Kitschelt resulta útil.33 Hacia los años sesenta, sugiere éste, existía una regular tendencia de fusión entre los partidos, los movimientos sociales y los grupos de interés de la sociedad civil. Tenía que ver ello con la hasta entonces reinante concepción de los partidos de masas, adentro de los cuales su subcultura política contaba con la participación de sindicatos y otros conjuntos de la sociedad. Efecto de lo que los sociólogos denominaron “advenimiento de la sociedad postindustrial”, “postmaterialismo postmoderno” o “revolución cognitiva de los ciudadanos”, esa fusión entre partidos, movimientos sociales y grupos de la sociedad civil comenzó a romperse. La participación política de la ciudadanía activa superó entonces su canalización bajo formas tradicionales como los partidos. El escepticismo por parte de movimientos y grupos sociales hacia los partidos fue la consecuencia de aquella desunión. (Des)partidizar la lucha social, recurrir al antipartidismo o a la “antipolítica”, tendría esos orígenes. Si aceptamos por dada, e incluso venturosa, la decisión de muchos movimientos y grupos sociales de no aceptar su encapsulamiento bajo un partido, la distancia partidos-sociedad civil parece menos un desaire cínico de los partidos hacia aquélla y más un proceso de tensiones y mutuos recelos. Por esa pérdida de coordinación sobre los movimientos y los grupos sociales, en la visión de Kitschelt los partidos estarían hoy más preocupados en mantenerse cercanos a la sociedad. Pero la conexión, en una sociedad sin los clásicos clivajes partidario-sociales, será contingente, desleal, efímera, precisamente por la capacidad de los movimientos sociales de buscarse otras formas de participación política.34
De este mismo asunto, hay otra visión que yo llamaría melancólica. Me refiero a la de Kirchheimer y su radar analítico proveniente de la Escuela de Frankfurt. La expansión del Estado de bienestar, según su óptica, gestaría la (des)ideologización y la (des)politización de la política. Democracias dispuestas para la reproducción del orden establecido, y no más para su cambio profundo, serían saldos de este proceso dentro del que los partidos cumplirían el rol de agregar el mínimo indispensable de legitimación para la estabilidad del sistema político. En el concepto catchall de Kirchheimer, los partidos sufrirían un doble cambio:35a) reducción drástica de su bagaje ideológico y b) debilitamiento organizativo al funcionar como un equipo de líderes y no una asociación de miembros.36 Partidos, además, absorbidos por el Estado y por sus compromisos de gobierno, que recortarían sus tareas de representación social a favor de la más específica, y bastante desencantada, nominación de candidatos electorales. Es de una clarividencia increíble que Kirchheimer llamara desde 1954 “cartel” a este fenómeno de partidización del Estado y pérdida de radicalidad social de los partidos. Melancólica resulta esta mirada, para la cual la erosión de los partidos de masas es una reforma errática, pero inevitable.
Un estudioso de la melancolía como Roger Bartra aprecia el mismo solapamiento Estado-sociedad, pero sin el sentimiento trágico por lo que dejó de ser. El problema para él es otro y radica en un debate, no por lo que en las democracias pudo extraviarse, sino por lo que no ha acabado de resolverse en ellas. Para esta visión, la expansión del Estado en las democracias capitalistas estaría aquejada desde los años sesenta por el avance de formas de gobierno posdemocráticas, libres de la inspección y control ciudadanos, ya sea mediante organismos tecnocráticos y contramayoritarios o por ideologías populistas y clientelares. Los partidos cartel, cosa que Katz y Mair reconocen, se habrían adaptado utilitariamente a esta lógica. Pensar hacia futuro la democracia, como un orden civilizatorio que cuestione esas formas posdemocráticas y neoconservadoras de poder, sería para Bartra otra salida a la actual y desvaída relación Estado-sociedad.
De menor escala y más detalle, habría otros dos reparos a la propuesta de relaciones Estado-sociedad de Katz y Mair. Uno es una lectura incompleta de Kirchheimer, concretamente sobre la sombría encrucijada que para la democracia significa el giro catchall de los partidos. Este sesgo fue compensado un tanto en posteriores ensayos de Peter Mair.37 El segundo es la forzada separación entre los modelos de masas y catch-all. Kirchheimer proyectó el catch-all party como una modalidad del partido de masas. La frontera artificial que Katz y Mair introducen entre estos dos tipos de partido les resulta funcional para sugerir, de modo algo teleológico, el relevo de los partidos catch-all por los cartel parties una vez que los catch-all hubieran enterrado previamente a los partidos de masas. Como si a los partidos costara menos entrar en el Estado y apartarse de la sociedad, porque la tendencia pasó ya antes por el partido catch-all como puente. Señalado “este salto” por sus críticos, Katz y Mair puntualizarán que los partidos carteles conservan aún rasgos híbridos del partido de masas y el catch-all. Hans-Jürgen Puhle, rechazando incluso la sustitución de los catch-all por los partidos cartel, mantiene la hipótesis de que los partidos son hoy una suerte de catch-all plus.38
Quiero situar ahora un segundo nivel de problemas en lo que serían déficits de orden metodológico o dificultades relacionadas con el tipo de explicación. Mi impresión sobre ello es que las reelaboraciones de la propuesta han hecho más evidentes estos apuros. Es en un texto posterior donde Katz y Mair aclararían que el suyo es “un argumento estructural”.39 Se encontraba esto ya latente en la idea de que el fenómeno cartel, primero como un patrón de competencia, terminaba por moldear después a los miembros de ese sistema. Ese estructuralismo explicativo deviene en los últimos aportes de Katz y Mair en una suerte de neofuncionalismo. Llama esto la atención porque su programa inicial pretendía rescatar el estudio de los partidos como organizaciones, esto es, como “un sistema político en miniatura” con capacidad de decisión autónoma y estratégica.
El relato que entonces propusieron es conocido: luego de Ostrogorski, Weber, Michels o Duverger, los partidos dejaron de estudiarse en sí mismos; ésa era una veta que Katz y Mair querían recuperar.40 Distintos aspectos de su trabajo ulterior asumieron a los partidos como variables dependientes. La respuesta de Katz y Mair subraya una adaptación ex profeso de los partidos a un entorno desafiante. No afirmo que estén equivocados, pero sí que ciertas dimensiones del cambio partidista ameritan una discusión sobre la lógica explicativa de sus argumentos. Problematizaré algunas de esas explicaciones.
La idea general de que cada periodo histórico, y dentro de éste cada concepto y ejercicio de la democracia, se correspondería con un determinado tipo de partido. Esta especie de evolucionismo funcional ha sido muy criticado en la discusión sobre el tema.41
La noción de que, dados ciertos cambios económicos (neoliberalismo) y socioculturales (expresiones políticas emergentes), la tendencia de adaptación de los partidos pudiera ser discernible a partir de la formación de partidos carteles remotos de la sociedad y sin antagonismos ideológicos. Como si el ajuste de los partidos al cambio estructural no pudiera seguir otra pauta, esta proposición ha sido criticada por su incompleta lectura del cambio en las preferencias políticas de los individuos y por su desatención a la diversidad de reconfiguraciones de los sistemas de partidos.42
La estipulada similitud entre los partidos a partir de un fondo de financiación estatal es razonada por Katz y Mair como una reacción instrumental dada su cohabitación en una clase política. Pero igualmente interesada podría ser la opción contraria: salirse del cartel, siempre que esa salida pueda significar más votos. Una situación así, plantea Kitschelt, es viable cuando en el sistema de partidos existen competidores sustitutos que atraigan a los votantes que los partidos principales descuidarían por asemejarse entre sí. De la cooperación interpartidaria a la colusión, creen Katz y Mair, el paso sería razonable. Pero lo será, especialmente, desde una lógica determinista de explicación.
Los afiliados del sector medio y local de los partidos, postulan Katz y Mair, liberan de ataduras a los líderes nacionales, pues en una estratarquía ello les recompensa con su dominio sobre intereses particulares. Pero este trade-off luce demasiado idealizado y carece de “microfundamentos de la explicación”.43 ¿Por qué para los militantes resultaría así de simple ceder el control a sus líderes? Por esa falta de microfundamentos explicativos, Kitschelt juzga que Katz y Mair aprecian a los partidos como oligarquías más cerradas que las que Michels denunció. Uno de los factores de la oligarquía micheliana, recuerda Kitschelt, era un elemento psicológico por el que los líderes se reconocían como miembros de un grupo compacto. Katz y Mair, continúo con Kitschelt, reactualizan esa conciencia grupal para establecer por qué, dentro de un cartel sistémico, los diferentes líderes partidarios convendrían en limitar el acceso de otros competidores a esa zona privilegiada. Para el caso del gobierno intrapartidario, esa base psicológica aplicaría como una causa del comportamiento de líderes dispuestos a reconocerse mutuamente zonas diferenciadas de control. ¿Alcanza, sin embargo, esta conjetura para dar sentido a la dimisión de control por parte de los militantes y líderes locales ante la élite nacional del partido? El argumento es atendible, pero deja ver las costuras de su asumido estructuralismo.
Si pensamos en la política y sus resultados como el concurso contingente y conflictivo de las: a) estructuras, b) instituciones y c) elecciones,44 la explicación de Katz y Mair no recorre de manera equilibrada estos tres niveles analíticos y empíricos. Desde la perspectiva de Jon Elster, un crítico de las explicaciones de corte neofuncionalista, la hipótesis de Katz y Mair carecería de mecanismos causales, es decir, de mayores y mejores razones para comprender la decisión de los actores.45 Llevado al exceso, el argumento estructural exhibe necesariamente la ausencia de un individualismo metodológico para completar el recorrido de su explicación. En términos clásicos, invoco a Weber y la idea de una comprensión causal e interpretativa de las acciones individuales y sociales.
Un último problema metodológico, sobre el que es justo recordar que la súbita muerte de Peter Mair dejó inconclusos su trabajo con Richard Katz, es la ausencia de claros indicadores empíricos para verificar su hipótesis. La operacionalización del concepto partido cartel es insuficiente. Pero quizá el problema central sea anterior y radique en que en la hipótesis las relaciones de causalidad no terminan de transparentarse. Conforme avanzaron sus publicaciones, Katz y Mair sugirieron la idea de que el partido cartel era un fenómeno multidimensional cuyos aspectos no podían expresarse en un esquema sucinto de variables. Puede que así lo sea, pero hasta antes de esa afirmación los autores vacilaron en identificar al financiamiento del Estado como un prerrequisito y/o un indicador, a la proximidad de las políticas interpartidarias como una variable explicativa y/o dependiente, al cambio económico y sociocultural como una precondición y/o una variable interviniente.
Mi tercer nivel de críticas teórico-metodológicas discute la versión demasiado estilizada de los partidos. Me refiero con ello a la disipación de los partidos como organizaciones con diferentes visiones de la política que encarnan en disputas por la dirección interna. El fraccionamiento intrapartidario está ausente en el modelo cartel.46 Al enlazar los “partidos por dentro” con su tesis de un patrón sistémico, Katz y Mair desestiman los problemas de gobernabilidad intrapartidaria. Resulta extraña esta apuesta, pues en sus investigaciones precedentes no obviaron el factor de las divisiones en los partidos. Pensados como entes homogéneos, los partidos aparecen como asociaciones de políticos profesionales y no de ciudadanos. Pero que los partidos contengan esos índices de profesionalización no es un antecedente del cual, como condición necesaria y suficiente, se desprenda que han dejado de estar tensionados por debates internos en torno a sus políticas, configuración organizativa o distribución de poder. El reconocimiento de la casi inevitable formación de fracciones internas desajustaría, ciertamente, la secuencia mediante la que Katz y Mair infieren que, a partir de partidos uniformes en las preferencias de líderes y militantes, cabría admitir que ese consenso hacia adentro está vinculado con cierto patrón de conducta en el nivel exterior del sistema de partidos.
El consenso interpartidario, según una premisa de los autores, antecedería al modelo intrapartidario de política cartelizada. Aunque los partidos y los sistemas de partidos tienen obvias afinidades, es reconocido que no dejan de conformar dos objetos distintos. Entendido como una estructura recurrente de competencia, el sistema de partidos puede estimular determinadas preferencias en los partidos que lo integran.47 Discernir, sin embargo, que un sello actual de la política partidista es la ya consumida adopción de una estratarquía organizativa es una afirmación que: 1) debería agotar el análisis interno de los partidos y 2) aportar mayor evidencia empírica para concluir que las disputas entre fracciones quedaron rebasadas. Sin los datos que verifiquen esa conjetura, puede repetirse aquí el déficit de un insuficiente grado de complejidad para apreciar a los partidos y sus interacciones menos simples con los sistemas de partidos.
Katz y Mair tienen razón al responder a sus críticos que entre sus variables analíticas no está atribuir a los políticos un móvil conspirativo; no es ése el instrumento, sino un argumento estructural mediante el que infieren un patrón cartelizado en los partidos y sus sistemas. Lo que sí es claro es una explicación centrada en la figura de los líderes partidarios (elite-centred party48). Incluso para ello no carecen de justificaciones, pues en sus anteriores trabajos establecían ya la devaluación significativa de los militantes.49 Con todo, lo que no puede inferirse (al menos no sin problemas) es que del descenso de la militancia una consecuencia forzosa sea asimilar a los partidos con el único espacio de sus líderes nacionales; ni tampoco que su élite (aun y cuando se hallara liberada de sus bases o de sus electores) constituya un grupo con el mismo orden de preferencias.
3. La ciencia política, los partidos y la democracia
En la sección anterior recordé cómo la investigación de Katz y Mair apostaba por la centralidad analítica de los partidos y cómo ese énfasis ha venido cambiando. En ésta última, sugeriré cómo dicho cambio de énfasis puede observarse dentro de ciertos enfoques de la ciencia política y la manera en que éstos conceptúan la democracia y la política.
En las intenciones originales de Katz y Mair destacaba recolectar datos empíricos para sostener una posición dentro de una polémica circunscrita. Los partidos, defendieron Katz y Mair dentro del debate de la crisis partidaria, no sufren un declive; su “crisis”, reflejada sólo en su desplome como organización de afiliados, era más bien una adaptación a los retos de la sociedad postindustrial. Fue Peter Mair quien más argumentó que la adaptación de los partidos arrojaba un balance opuesto a los tratados pesimistas del declive. El modelo de partido cartel, reconocidas sus debilidades políticas y democráticas, representa ese nuevo estadio evolutivo en el que los partidos se transforman y fortalecen.50
Una década después, la merma de efervescencia del debate por la crisis “declive versus adaptación”, deriva en otro contexto y otras preguntas de análisis. Como si la implícita victoria de la corriente que teorizó la transformación de los partidos hubiera obligado el replanteamiento de las interrogantes, el acento en Katz y Mair parece desplazarse de ¿por qué los partidos sortearían su crisis? a ¿por qué los partidos renovados no pueden alterar el orden democrático del que son parte?51
Entre 2004 y 2006, Mair publicó interesantes autorevisiones para declarar haber subestimado el efecto que sobre la democracia tiene el reajuste de los partidos cartel.52 Como si ese movimiento, caracterizado por la distancia entre los partidos y la sociedad, pudiera ser sólo una estrategia temporánea forzada por la (des)partidización de lo social. Se justificaba así la cercanía de los partidos al Estado y lo que Katz había llamado “partidización de lo estatal”.53 Creo que aquel autoexamen funciona como parteaguas en la inclinación teórica de los autores hacia una visión más “realista” de los partidos.
“Democracias más allá de partidos” o “democracias en la era de los postpartidos”, son las fórmulas con las que Katz y Mair denominan los años transcurridos desde su hipótesis cartel en 1995. Este movimiento teórico no está definido por matices de grado, sino por diferentes posiciones académicas y políticas. En concreto, Katz y Mair pasarían de defender la salud de los partidos a plantear su mayor intrascendencia en un orden económico-político que, paradójicamente, los partidos habrían contribuido a establecer vía la barrera legislativa de reservas económicas a la política partidaria. La retórica realista de la política, la fijación de compromisos económicos internacionales, la disciplina fiscal, la creación de bancas supranacionales u otros órganos contramayoritarios estarían restando relevancia a los partidos dentro del modelo cartelizado de política. Con el crédito que Katz y Mair fueron concediendo a Kirchheimer en sus reformulaciones, los últimos de sus avances se encuentran más afines a la melancólica profecía de Kirchheimer: más allá de su formal pero limitada importancia, los partidos se convierten en aparatos impotentes ante otros poderes que operan lo necesario (procesos electorales) para tutelar el orden. La política, por el camino que Katz y Mair han tomado, tendría como horizonte preservar el statu quo. Son ésas las palabras que los autores eligen en sus revisiones.54
Kirchheimer -quiero con esto plantear una segunda discusión- fue seguramente un reacio lector de Anthony Downs y la idea de los partidos como equipos de líderes que buscan poder, votos o cargos.55 De hecho, fue hasta su última e inconclusa versión del partido catch-all donde Kirchheimer incrusta la referencia a Downs para comprender por qué los partidos de masas dejarían de ser comunidades de integración social. Downs no aparece en el primer ensayo de Katz y Mair, pero sí está muy presente en sus reformulaciones. En estas últimas entregas, la teoría económica de la política es el fundamento de: a) el concepto de partido, b) las relaciones partido-democracia y c) la explicación racionalista del proceso que desemboca en partidos y sistemas cartel.
Los partidos son sus líderes, o los sistemas partidistas no compiten por programas políticos; son cualidades racionales que los autores imputan a los partidos. La relación de éstos con la democracia sigue los mismos cauces: la democracia requiere de los ciudadanos su voto y no otra implicación; la democracia es una prestación del Estado a la ciudadanía; la democracia premia los estilos gerenciales. La “economía política del cartel”, finalmente, es la estrategia adoptada por Katz para aducir, a través de la teoría de la elección pública, por qué el ambiente estimula que los partidos ingresen a los carteles políticos.
Este movimiento teórico de Katz y Mair no es menor. Las primeras publicaciones de los autores, que presentaban su objetivo de recuperar el valor analítico de la vida interna de los partidos, fueron próximas al neoinstitucionalismo sociológico de corte organizativo. Ese afán ganó relieve por su contraste con enfoques que aprecian al partido como un producto de ambiciones personales o de empresarios políticos. Incluso dentro de la propia teoría de la elección racional existen lentes que, comparados con los últimos reportes de Katz y Mair, evitan subsumir la complejidad organizativa de los partidos en los intereses de sus líderes o en la sola orientación por los votos o los cargos públicos.56
No siendo Katz y Mair los autores más consistentes en el uso de la elección racional, mi impresión es que su deslizamiento hacia ahí tiene afinidades con un síntoma de la política comparada que Gerardo Munck denomina “el fuerte consenso liberal-democrático”.57 Este síntoma consiste en la imposibilidad de pensar los objetos de estudio fuera de cierto acuerdo sobre las exigencias de la democracia liberal y el sistema económico. Bien reconocen Katz y Mair que su propuesta es indisociable del término de la Guerra Fría y los impactos de la globalización. A partir de ahí -es Mair quien lo indica en un estado del arte de la política comparada- se impone un tipo metodológico de comparación restringida a áreas con las mayores similitudes y constantes en el análisis. Este recorte de la realidad, luego del fracaso de los conceptos y comparaciones de rango ubicuo, era influido por el paradigma neoinstitucionalista.58 Limitar las comparaciones a zonas semejantes permitiría devolver a la política su condición autónoma de variable independiente. Se conseguiría esto acotando las comparaciones mediante una teoría de alcance medio que cambiase las premisas de estudio, interrogando no por los factores que producen resultados diferentes (la política como efecto), sino por los diseños institucionales que inducen consecuencias diferenciadas (la política como causa).
Cotejada con este esquema teórico-metodológico, la refinada propuesta de un partido cartel comporta desfases o irregularidades que se pueden polemizar: a) paulatina desaparición de la capacidad de los partidos para incidir en programas políticos e ideologías (partidos asumidos como variable dependiente y no explicativa de la política partidista); b) falta de claridad sobre la definición, dimensiones e indicadores del partido cartel. Un “amplio concepto” y un “proceso multidimensional” aún en desarrollo, han sido las réplicas de Katz y Mair a la crítica por su poca discriminación analítica.59
Esta indefinición no es inédita en el estudio de los partidos. Duverger siguió ese camino en su obra clásica y Panebianco razonó incluso las ventajas de eludir una definición formal. Situar este tema en la ciencia política, específicamente en la evolución de la política comparada como uno de sus campos, resulta interesante por encontrar ahí cierto clima académico para el que la posesión de lenguajes especializados y conceptos claros pareciera ser menos imprescindible. O quizá, valga la ironía, no lo habría sido nunca sino en la mente de algunos fundadores de la disciplina como Giovanni Sartori.60
Para ilustrar este tercer movimiento teórico dentro la ciencia política, quiero recordar el enfado con el que Sartori escribía en los años setenta contra la tendencia a comparar lo incomparable gracias a una errada formación de los conceptos.61 El recorrido de esta crítica llevó a Sartori a trazar que la ciencia política perdió el rumbo por la falta de lógica, adecuada clasificación y verificaciones empíricas de sus conceptos.62 Pese al ruido que el politólogo italiano introdujera, su reclamo no varió mucho las cosas. Un reciente estado de la cuestión elaborado por Leonardo Morlino identifica, de hecho, una nueva generación de comparativistas para la que la rigurosa formación de conceptos, o el uso de la comparación como control empírico de las hipótesis, no es ya un procedimiento común.63 Sucede esto, agrega Morlino, porque la corriente teórica prevaleciente no es hacia la elaboración de teorías de rango medio, sino hacia la creación de marcos teóricos globales, sin conceptos ni hipótesis causales cuidadosamente precisadas, pero sí abundantes en plausibles relaciones entre los fenómenos de estudio.
Si el dictamen de Morlino es acertado, la propuesta de Katz y Mair pareciera recoger lo menos sólido de distintos cursos académicos: 1) el partido cartel no es un concepto claro y operacionalizado para su medición empírica; 2) no facilita su propia falsación; 3) pretende rebasar los límites de una teoría de alcance medio.
El concepto de partido cartel sugeriría así un deseo de teoría general. Apoyo esta conjetura en dos extractos puntuales del trabajo de Katz y Mair. Primero, los autores han pasado de caracterizar a los partidos a partir de su penetración en el Estado y un patrón de competencia, a atribuir esas propiedades, no ya a los partidos, sino a la política democrática y los regímenes democráticos. No es éste un lapsus, sino una más amplia caracterización de los rasgos del tipo de política al que los partidos cartel pertenecerían. Segundo, Katz y Mair transitan de la primigenia idea de partidos y sistemas de partidos cartel hacia el más modelo cartel de la política, o cartelización de la política, como ellos redactan.
Parece improbable que este desplazamiento progresivo de niveles no sea revelador. Mi intuición es que en este otro movimiento teórico los autores anudan los cambios en su propuesta. Como si la mayor ambición de la teoría de elección racional, el recorte de la complejidad organizativa de los partidos o la lógica de su argumento estructural desembocaran en la meta-noción de un estado cartelizado de la política. En este supuesto hay un ascenso del subnivel de los partidos al macro nivel de la democracia y la política.
Los intentos de Katz y Mair por explicar la irrelevancia de los partidos en las disyuntivas económicas de los gobiernos se expresan así al derivar un concepto y forma globales de la política, en una visión estrecha de la democracia y de los partidos. Fruto de esa tendencia, los partidos son bloques de líderes en los que la militancia constituye un vestigio; las democracias son regímenes en los que el papel de los partidos es ofertar los líderes más eficaces; y la política misma deviene en un ejercicio autorreferente cuyo sentido es vigilar el statu quo dado que el valor del cambio dejó de estar en sus objetivos.
Por el camino del timón economicista sobre el plano de lo político, escribía Roger Bartra, el resultado es un concepto despolitizado de la política.64 La invasión gerencial del Estado, traducida en marcos teóricos de la gobernanza, era para Guillermo O’Donnell también una manera de despolitización.65 Esta crítica a los mapas cartelizados de la política no es extraña, pues desde el mainstream de la bibliografía autores como José María Maravall o Herbert Kitschelt plantean que: 1) la política partidista sigue afectando el rumbo de la desigualdad social; 2) el reajuste de estatalidad es un proceso diferenciado según el tipo originario de Estado de Bienestar; 3) las teorías del fracaso del Estado, implícitas en la tesis de la cartelización, son más abundantes en su fatalismo que en sus pruebas empíricas.66
Es claro que Katz y Mair no celebran la crisis de la política, como lo es también que esta crisis es real. Lo que no deja de ser discutible es la fuerza de seducción de cierto clima intelectual por el que Katz y Mair parecen verse atraídos. Insertas en sus trabajos las tentadoras ideas del postmaterialismo y la era de los postpartidos, el consenso ortodoxo alrededor de la democracia liberal -con las adaptaciones que ello imponga a los partidos- gravita sobre la evolución y reformulación argumentativas de los autores. A efecto de ello, el juicio de que los partidos anticarteles representarían una reacción equivocada al encarnar las furias extremas del racismo, la xenofobia o la antiglobalización es una conclusión excesiva en sus textos. No me interesa defender aquí algún modelo alternativo de partido, mucho menos cuando la categoría “anticarteles” resulta más indefinida que la hipótesis de Katz y Mair. Mi punto es otro: las teorías de cambio social usadas por estos autores, su apreciación del vínculo entre el Estado y la sociedad, o su mirada sobre la política y sus representaciones, han recibido los suficientes cuestionamientos para repensar si por afuera de los carteles los partidos ponen en peligro su supervivencia y la de la democracia.
Conclusiones
La discusión académica de los partidos políticos constituye un inmenso territorio de estudios y publicaciones, en cuyos recuentos no es inusual reconocer cierto etnocentrismo.67 Pero hay otro rasgo en ella menos obvio. Me refiero a la visible autorreferencia con la que la comunidad de autores distingue y dialoga entre sí los productos de su invención. El concepto de partido cartel ha encontrado en ese ambiente las mejores resonancias para convertirse en el modelo hipotéticamente dominante en las democracias modernas. Richard Katz y Peter Mair, responsables de esta propuesta, han meritoriamente alcanzado así un sitio importante en el debate de los partidos. Pero aunque sólida y pertinente, su proposición no ha sido inmune a evaluaciones críticas. Este ensayo forma parte de esas revisiones. Democracy and the Cartelization of Political Parties, libro de Katz y Mair de futura aparición, abundará probablemente en este tipo de reexámenes, como Mair lo hiciera ya con Ruling the Void. La definición de los propios autores del partido cartel como un concepto en progreso es el origen de esta apertura bibliográfica.
Como un rastreo de esta bibliografía abierta, en este ensayo problematicé en su primera parte la fortaleza teórica y metodológica del partido cartel para delimitar los atributos empíricos que denotarían a los partidos así conceptualizados. ¿Qué tanto la categoría en cuestión logra ese objetivo? ¿Consigue el concepto ser un adecuado contenedor de datos empíricos, verificables y generalizables?
Mi intuición, desahogados en el texto distintos problemas de orden teórico y metodológico, es que la tarea no está terminada, que el concepto precisa de mayores pruebas y controles que validen su lógica explicativa y definan su por ahora nebulosa causalidad probabilística.
En una de sus recientes revisiones, Richard Katz tentó el camino explicativo de la elección racional para demostrar sus argumentos. Pero su intento fue parco y apenas introdujo la referencia al Equilibro de Nash y otras consideraciones genéricas. Insistir en esa vía, dada la exigencia de hipótesis parsimoniosas familiares a la elección racional, quizá favorezca la depuración de demasiadas variables cuyo incierto lugar en la explicación resta fuerza teórica y metodológica al concepto de partido cartel. A medio camino entre una lógica originalmente inductiva y la alternativa de una demostración racional-deductiva, la categoría no está así por encima de revisiones críticas que vigoricen su connotación y sus contornos para la mejor recolección sistémica y comparable de datos.
En su segunda parte, este ensayo tocó un tema diferente, pero relacionado con la formación tipológica del partido cartel. ¿Cuáles son las consecuencias de este tipo de partidos para la democracia? Se trata ésta de una pregunta sobre la que Peter Mair ha reflexionado y descubierto tendencias poco reconfortantes. No obstante haber resistido duros desafíos y cumplir funciones gubernativas imprescindibles, los partidos carteles ahondan la crisis de legitimidad social de las organizaciones partidarias.
Frente a un panorama así, resulta llamativa la representación teórica de los partidos como instrumentos incapaces de remontar un determinado orden que pareciera confinarles a labores por debajo de las expectativas ciudadanas sobre el sentido de la democracia. Aunque muchas de estas expectativas suelen ser inconsistentes o contradictorias, racionalizar la decreciente representatividad social de los partidos conforma una resolución poco satisfactoria, al menos si la democracia se piensa y teoriza como una tensión irresoluble entre los hechos y los valores, entre su realidad empírica y su propio ideal prescriptivo.68 Una clave interpretativa de este desequilibrio podría estar en cierto consenso alrededor de la democracia liberal como un régimen que los partidos deben reproducir sin mayores transformaciones sustantivas. Partidos dispuestos sólo para ese cometido, concluye Peter Mair en Ruling the Void, contribuyen a consolidar democracias despolitizadas en las que el efecto popular de las elecciones disminuye. Muchas de las hipótesis de la agenda de investigación de la calidad democrática nacen, justamente, de un afán de respuesta al patrón partidista descrito por el concepto cartel party. La apertura de este otro debate justifica también la revisión crítica que este ensayo propuso.
En 1967, Leon Epstein publicó una obra interesada en refutar la visión de los partidos que Duverger teorizó en su libro de 1951.69 No todos los partidos son clasistas, ideológicos y de masas, ni todas las democracias necesitan partidos de ese tipo, planteó Epstein para recordar la pluralidad de los modelos partidistas. Esa variedad es entrevista también por Katz y Mair, quienes no dejan de advertir las reacciones que el dominio del partido cartel engendraría. Pero la existencia de partidos anticarteles enfrenta la sospecha de que por afuera de ciertas directrices los partidos podrían amenazar la democracia, o, mejor dicho, su construcción parcial dentro del liberalismo. Discutir la inacabada concreción de la democracia y su tensión con los partidos es, finalmente, otro motivo para revisar críticamente los modelos partidistas dentro de la discusión.