Un nuevo campo
Toda experiencia de violencia tiene un final, incluso en aquellos procesos en los cuales una guerra dura decenas de años. Y ese final es también un inicio: el salir de la violencia, que a menudo es un proceso largo y caótico.
En ciertos casos, los dos momentos son sucesivos en el tiempo; en otros, se traslapan. En algunos, la culminación del proceso de salir de la violencia está muy alejada en el tiempo respecto del fin de la violencia propiamente dicha. Así, por ejemplo, es posible decir con cierta precisión que la era de la dictadura sangrienta de Pinochet, en Chile, concluye con el referéndum de 1988 y abre una fase de transición que culmina con la restauración de la democracia en 1990. Inicia entonces un período histórico de salida de la violencia, con sus debates, tensiones y esfuerzos tendientes a promover la justicia y permitir que la memoria de las víctimas sea expresada y reconocida. En Colombia, en cambio, se emprendió un proceso de paz entre el poder y la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), algunas de cuyas importantes negociaciones se realizaron en Cuba. Ese proceso ha coexistido con prácticas de violencia que, al momento en el que escribimos esto, no han acabado. Por otra parte, entre el final del Terror, durante la Revolución francesa (que podemos fechar con la caída de Robespierre, en 1794), y el final de las pasiones que la propia Revolución suscitó en Francia, por decir lo menos, tuvieron que pasar dos siglos: no fue sino hasta la década de 1980 cuando el historiador François Furet pudo afirmar: "La Revolución francesa ha terminado",2 (afirmación que le valió intensas críticas y que, como es obvio, no significa que todas las violencias ocurridas entre 1789 y 1989 hayan tenido su origen en la Revolución). Asimismo, en ciertos casos se observa -con mayor o menor claridad- el inicio de una nueva era de violencia política, que a medida que pasa el tiempo muestra una diversidad de intensidades en la que los recursos locales disponibles aún no permiten prever una salida en el corto o mediano plazo; hoy en día, el caso sintomático en este sentido es Medio Oriente: Irak, Siria, Irán, etcétera.
El salir de la violencia es mucho menos estudiado que la violencia en sí misma. Constituye, sobre todo, una preocupación política, jurídica y ética, casi siempre práctica y concreta, incluso aplicada, que comenzó a adquirir importancia durante los años de la posguerra y al calor de los procesos de Núremberg -que en muchos sentidos fueron los precursores de los debates contemporáneos sobre esta problemática-. No obstante, el debate teórico en torno a la salida de la violencia es menos animado que cuando se problematiza la violencia en sí misma -si bien es obvio que el tema es de la mayor importancia-.
En este caso, lo abordaremos indicando de entrada el marco y, por ende, los límites de este texto: nos abocaremos a analizar el salir de la violencia social o política -incluso geopolítica- cuando ésta ha sido en extremo mortífera, manifestada sobre todo en la forma de genocidios, masacres en masa, guerra civil o terrorismo. Dejaremos de lado el tema de la violencia simbólica, tal como ha sido teorizada por Robert Castell o Pierre Bourdieu. Tampoco trataremos de frente la violencia criminal o delincuencial -aunque frecuentemente todo esté imbricado o parezca indiferenciable- en tanto que ésta usualmente se ve favorecida en el contexto de guerra civil, de guerrilla o de terror, de modo que en muchas experiencias contemporáneas se ha vuelto imposible separar el crimen organizado de la violencia política. El narcotráfico puede ir de la mano de la guerrilla y las terribles prácticas ejecutadas en nombre del Yihad en Irak o en Siria, ir acompañadas de tráficos criminales de todo tipo; así, los mismos islamistas que matan y destruyen las marcas de la civilización y de la historia por cuenta del Estado Islámico saben muy bien cómo comercializar en el mercado occidental las antigüedades de las que se apropian.
Un tema complejo. Cambio de paradigma
Los primeros esfuerzos significativos de la filosofía política en las sociedades occidentales por reflexionar sobre el salir de la violencia se remontan, sin duda, a Hobbes (1651). Para él, en efecto, los hombres en estado de naturaleza son necesariamente violentos, incapaces de limitar o restringir sus pulsiones agresivas: homo homini lupus . La respuesta que propone consiste en confiar al Estado, el Leviatán, la tarea de administrar la violencia al declarar incompetentes a los individuos en esa materia. A partir de ese momento, desde cualquier ángulo que se le considere y durante casi tres siglos, salir de la violencia en el mundo occidental será un asunto de Estado.
Podríamos referir aquí un historial más preciso, pasando -por ejemplo- por los trabajos de Norbert Elias (1975), quien en su estudio del proceso de civilización explica cómo, a partir de Luis XIV y de la Corte, las pulsiones agresivas son canalizadas, controladas y pacificadas; o por las contribuciones de Max Weber (1919), autor de una fórmula célebre que atribuye al Estado el monopolio legítimo de la violencia, hasta llegar a Michel Foucault y Vigilar y castigar (1975). Es así que, a partir del final de la Segunda Guerra Mundial, salir de la violencia se volvió una temática que escapó a ese espacio dominado por el Estado, expandiéndose hacia arriba y, después, hacia abajo.
Hacia arriba, con la noción de los derechos humanos que transcienden a los propios Estados, y en consecuencia con de una justicia supranacional, cuya primera expresión concreta, independientemente de las críticas que se le han podido hacer, fue dada por los procesos de Núremberg antes mencionados; y hacia abajo, sobre todo a partir de la década de 1970, cuando tomar en consideración a las víctimas, a los atentados que sufrían las personas en su integridad física y moral, -y no solo el orden en sí y los daños causados al Estado y el cuestionamiento de su legitimidad- se convirtió en lo importante.
Se ha convertido en algo común poner de relieve a las víctimas, hasta el punto que la crítica llegó a denunciar que esta tendencia puede contribuir, desde esta perspectiva, a la pérdida de responsabilidad y a la desmoralización general de las sociedades occidentales.
Así, desde hace medio siglo han surgido todo tipo de movimientos en el espacio público de algunas sociedades, que ponen en evidencia los daños sufridos en un pasado más o menos remoto por grupos humanos sometidos al genocidio, a masacres masivas, el comercio de esclavos, y la esclavitud -entre otras- y que están en la memoria no sólo del grupo, sino también de los individuos que lo conforman. Recordemos, además -y esto debe ser tomado en cuenta- que en Occidente la evolución pudo haber tomado otros caminos y que las categorías utilizadas no son las mismas.
Víctimas o culpables
El salir de la violencia comienza cuando la violencia real ha terminado o es posible preparar su final por medio de vías distintas a las que ésta ofrece, como puede ser el caso de la realización de procesos de negociación secretos. Salir de la violencia es intentar, con éxito o sin él, llevar a cabo los esfuerzos necesarios para generar las transformaciones que permitan a una persona, un grupo o una sociedad entrar en un período histórico en el que la violencia, sin que los recuerdos desaparezcan, pase de ser eso que debe ser afrontado concretamente, a aquello cuyos efectos exigen un trabajo, esfuerzos o modificaciones considerables.
En ello están implicados, en primera instancia, dos protagonistas principales: las víctimas y los culpables. Pero muy rápidamente las cosas se embrollan. ¿Quién resuelve o decide quién está en verdad implicado? ¿Las víctimas son simplemente las personas o grupos que fueron física, práctica, directa y personalmente afectados por un episodio de violencia? ¿Sus hijos, sus descendientes tienen (y hasta qué punto) legitimidad para reclamar, reconocimiento que exigir, demandas de reparación que hacer valer, como cuando los negros estadounidenses requieren que se tome en cuenta su pasado de esclavos y de víctimas de un intenso racismo para que se apliquen políticas de reconocimiento y compensación? ¿Y qué decir de los hijos y descendientes de los culpables? ¿El Estado debe tomar su lugar para asumir los errores del pasado? Detrás de tales preguntas se perfilan otras, que atañen a las categorías mismas que son utilizadas. Entre el vocabulario de la vida cotidiana y de los medios de comunicación -burdamente político, moral y a menudo religioso- y el vocabulario conceptual de las ciencias humanas y sociales, la regla es la confusión, más que el esclarecimiento.
¿Acaso no son necesarias categorías distintas a las de "víctimas" y "culpables" para conseguir un abordaje científico?
Además, existe una gran asimetría entre, por una parte, los descendientes de las víctimas, que aún pueden considerarse victimizados, que siguen sufriendo mucho tiempo después de ocurridas las violencias que sufrieron sus padres o antepasados, sentirse castigados por ellas -como lo destacan, por ejemplo, todos aquellos que reclaman reparaciones al Estado por un genocidio, por masacres masivas, o un pasado de esclavitud- y, por otra parte, los descendientes de los culpables, que no tienen responsabilidad personal alguna por los actos de sus antepasados.
No todo está siempre claro en los procesos de violencia. Ocurre a veces que una misma persona es a la vez víctima y culpable, o fue primero lo uno y luego lo otro; que una familia se vea atravesada por ese dilema; que la violencia de unos pueda explicarse por la violencia anterior de los otros y que el origen de la violencia y, en consecuencia, las responsabilidades sean difíciles o incluso imposibles de determinar -el problema del inicio siempre es delicado-. Ocurre a veces que los individuos o grupos, atrapados entre dos fuegos por una violencia que los sobrepasaba hayan actuado de manera heterónoma y acorde a las circunstancias; que se haya practicado una violencia extrema, pero en forma legítima, pues fue exigida o cuando menos sugerida por una jerarquía que era en efecto legítima, y que después condujo a conductas erráticas y agresivas, destructivas y autodestructivas, como se ha visto en Estados Unidos con los antiguos combatientes de la guerra de Vietnam. Por último, las dimensiones personales, díganse subjetivas, de la violencia no deben impedir que se tomen en consideración sus dimensiones mundiales o globales, sociales, políticas, económicas, culturales; de ahí que sea conveniente distinguir, en primera instancia, cuatro niveles. Dicha distinción es analítica; en la realidad, esos niveles están entreverados.
Cuatro niveles. El individuo
El primer nivel remite a la persona en singular; aquella a la que una violencia burda, vivida personalmente y de la cual pudo escapar, le ha afectado en su integridad física y/o moral o intelectual. También remite, simétricamente a aquella que fue culpable, responsable o generadora de actos de violencia. Casos como éstos son innumerables y tan solo los relatos de los sobrevivientes de grandes dramas históricos, de genocidios o masacres masivas, por ejemplo, o de quienes aceptan decir que contribuyeron a tales experiencias (como en el curso de un juicio) ponen de manifiesto una gran diversidad de experiencias individuales. Esa diversidad atañe tanto al episodio como al proceso de la violencia en sí mismo, pero también a la forma como cada víctima logra escapar de ella o no, o como cada culpable asume o no sus actos, sus responsabilidades.
Desde la Primera Guerra Mundial, Sigmund Freud se interesó por la neurosis traumática de guerra3 y, desde entonces, el tema no ha dejado de ser estudiado por psiquiatras y psicólogos. Se refiere a las víctimas directas, pero también a todos aquellos que pudieron ser afectados en su existencia, sin que hayan recibido necesariamente un daño físico, pero en virtud de haber experimentado angustia, miedo o sentimiento de abandono, así como otros más complejos, como los tormentos de la culpabilidad o la vergüenza por haber sobrevivido, como es el caso de muchos sobrevivientes de los campos de exterminio nazis. Los trastornos atañen también a los autores, cómplices o culpables, sobre todo si tienen el sentimiento de haber sido superados por la violencia a la cual pudieron haber contribuido, lo que puede alimentar el "síndrome post Vietnam" experimentado por los excombatientes estadounidenses, síndrome caracterizado por episodios de agresividad, de pérdida de humanidad, de una inmensa desorientación, etcétera. Aquí se trata de salir de una violencia que no necesariamente se sufrió, sino que se causó a otro, en condiciones extremas, así como el sentimiento culpabilizante de haber participado en una guerra y de haberse salvado cuando otros no regresaron.
Salir personalmente de la violencia, tanto de la que se causó como de la que se padeció, de forma pasiva o más o menos activa, es un proceso siempre difícil, que puede tomar diversos caminos, proceso en el que el trabajo sobre uno mismo corre el riesgo de no ser nunca suficiente y en consecuencia, siempre hay terceras personas involucradas. Implica reconstruirse como sujeto capaz de dominar su propia experiencia, de darle o devolverle un sentido, aun cuando no se disponga de los mismos recursos que antes, sean estos morales, intelectuales, físicos y/o económicos. Es, para los culpables, tener que tomar una decisión, que a veces puede ser incierta o difícil, incluso imposible, entre pedir perdón o aferrarse a la idea de que la violencia practicada en el pasado tuvo fundamento, desmoronarse, etcétera.
El grupo, la comunidad
El segundo eje de análisis no refiere ya a la persona individual, sino al grupo o a la comunidad a la que pertenece y que ha sido afectada por un episodio de violencia: una ciudad destruida, una cultura aniquilada, la expulsión sin retorno o el exilio de tipo diaspórico, lo cual a su vez remite a aquellos otros grupos que perpetraron la violencia y, por medio de ellos, a los responsables políticos que a fin de cuentas fueron quienes diseñaron la acción.
Del lado de las víctimas, salir de la violencia concierne a un conjunto de individuos que mantenían lazos sociales, culturales, religiosos, que pertenecían a un mismo territorio, a un poblado, ciudad, región, que compartían una historia, un idioma, recursos económicos, etcétera. Salir de la violencia no puede ser sinónimo de recuperar lo que fue destruido. Casi siempre es difícil, incluso imposible de reconstruir, en todo caso de manera idéntica. Es correr el riesgo de caer en la nostalgia o la melancolía, la obsesión por un pasado que nunca volverá. Pero salir de la violencia tal vez sea también ser capaz de reinventar una cultura, nuevas formas de vida religiosa; de volver a dar vida a un idioma o a un territorio, sin estar exclusivamente vueltos hacia el pasado. Es, a veces, prepararse para ejercer una violencia de grupo que devuelva la confianza a lo que aún queda de comunidad o de cultura, en parte destruidas. Pero, ¿se puede decir entonces que se ha salido de la violencia? Aquí, también existen múltiples caminos y entre ellos se distinguen, en particular, dos grandes familias de posibilidades, según sea que la acción colectiva empuje a sus actores hacia la reconstrucción más fiel posible del pasado, o hacia la invención de un futuro en el cual el pasado ocupa apenas un lugar limitado.
Las dificultades no son menores si se trata de los culpables o de los responsables: ¿es posible reintegrar en una comunidad, por ejemplo nacional, así como también en un pueblo o localidad, a aquellos que se alzaron contra ella, por medio de una guerrilla, del crimen organizado o de una guerra civil? ¿La justicia puede tener aquí sentido y, de ser así, hasta dónde? Estas preguntas son particularmente delicadas cuando víctimas y culpables cohabitan en la misma ciudad, el mismo barrio o el mismo edificio, como fue el caso reciente de las violencias vividas en la ex Yugoslavia o en Biafra.
La sociedad, la nación, el Estado
Las violencias que nos ocupan aquí por lo general involucran a un país, con su Estado, su nación, su concepción de sí mismo como sociedad. La violencia afecta al lazo social, a la capacidad de vivir juntos. También pone en duda la unidad de la nación y la capacidad de garantizar que el manejo de sus tensiones y conflictos sea democrático, negociado e institucional. Son ejemplos de ello cuando una minoría es diezmada, o bien, cuando la guerra civil causa estragos, cuando un régimen racial de exclusión brutal separa al país en dos o tres grandes grupos, o una dictadura hace correr ríos de sangre, o cuando bandas organizadas combinan crímenes y tráficos con discursos políticos revolucionarios o religiosos, o un poder totalitario siembra el terror y pretende controlar incluso las conciencias individuales, etcétera.
Aquí, salir de la violencia es una tarea institucional y en alto grado política. Unos querrán el olvido para proteger a los posibles culpables, evitar el retorno a la guerra civil o, simplemente manejar la imagen de una unidad nacional, siguiendo el espíritu de Ernest Renan (1881), quien en una célebre conferencia declaró que una nación debe saber olvidar. Otros van a privilegiar la justicia y otros más, generalizando una práctica inaugurada en Sudáfrica durante el post-apartheid, intentarán concertar de manera legal el establecimiento de la verdad y la reconciliación. Algunos apelarán al perdón pero, ¿es posible perdonar lo imperdonable, como se pregunta el filósofo Jacques Derrida?4 ¿Es posible recurrir a un concepto puro, absoluto de perdón? A veces, un museo viene a contribuir a tales procesos; otras veces, un jefe de Estado o un destacado responsable religioso conmemora o pide perdón en una escenificación un tanto teatral. En estos casos, también, no existe un "one best way", sino prácticas diversas y siempre difíciles de evaluar.
Internacionalización, globalización
Por último, las experiencias de violencia pueden exigir un tratamiento internacional, es decir, involucrar la participación de dos o más países, o tener una dimensión global, o sea, pensado e implementado a un nivel directamente supranacional.
En algunos casos, solo la intervención de uno o varios países externos a aquel en el que se perpetró una violencia extrema permite el retorno a una vida colectiva pacífica. Puede tratarse, por ejemplo, de intervenciones militares que pronto se transforman para instalar la paz, de "nation building", de la supervisión internacional de los procesos electorales. A veces, en articulación con las intervenciones militares, puede tratarse de la acción de organizaciones no gubernamentales especializadas que aportan sus recursos, sus redes y sus conocimientos -también su ideología- para implantar un proceso de justicia, iniciar la reconstrucción económica y social, o para reactivar la cultura.
Desde esta perspectiva, la investigación debería interesarse en los éxitos y limitaciones de aquello que, a finales de los años 1980 e inicios de los 1990, se conoció con el nombre de "intervención humanitaria" como medio para salir de la violencia (sobre todo en los casos del Kurdistán iraquí, la ex Yugoslavia y ciertas regiones de África). También tendría que examinar la "justicia transicional", sus logros y fracasos. Si bien Sudáfrica sigue siendo un caso exitoso, tantas veces evocado y citado como ejemplo -de hecho relativo- no ocurre lo mismo con el caso iraquí. No hubo, luego de la ruptura de 2003, un tipo similar de mecanismo que haya podido acompañar el fin de la violencia por medio de una terapia jurídica e institucional que preservara a los grupos que formaron un Estado y que evitara que éste se lanzara en una lógica de venganza generadora de una violencia sin fin, y tal vez, como es con el Estado Islámico, del surgimiento de un nuevo Estado. El Oriente Cercano y el Medio constituyen, desde este punto de vista, un importante laboratorio que reúne la problemática de la violencia y, hasta la fecha, la del fracaso para salir de ella.
En este cuarto nivel, la existencia embrionaria, pero no despreciable, de un derecho global y de instituciones de justicia internacional puede jugar un papel importante. Y aquí también la práctica es muy diversa e igualmente controversial, polémica. Pues, por ejemplo, ¿la justicia internacional no será acaso y en primera instancia la justicia de los vencedores, aun cuando se trate de juzgar crímenes contra la humanidad?
Un campo de investigaciones por construir
Estado actual de la investigación
Empecemos por considerar -lo cual no constituye sino solo una parte del problema- aquello que la literatura geopolítica especializada denomina "conflictos"; de hecho, se trata de experiencias de violencia política de cierta magnitud. En el largo plazo, el número de conflictos aumentó de 1945 a 1991, luego disminuyó durante un par de decenios para volver a incrementarse desde el año 2003 (Iraq). En el 2015, el número de conflictos conexos alcanzó un grado casi sin precedentes. Esto refleja las tendencias subyacentes (el crecimiento demográfico y la oleada neoyihadista -el Sahel, Oriente-, el repliegue de ciertos Estados y las crisis del ejercicio de las funciones soberanas básicas -Nigeria-, así como el complejo de minoría de la mayoría sunita) cuya comprensión es indispensable para toda estrategia encaminada a salir de la violencia.
Salvo raras excepciones, las instituciones oficiales, los centros de investigación y las organizaciones no gubernamentales que están involucradas o estudian los conflictos asignan muy pocos recursos para hacer frente a las salidas de la crisis con la distancia que ofrecen las ciencias humanas y sociales. Las lecciones aprendidas a partir de la experiencia están ausentes, a pesar de que la revisión sistemática de los procesos de finalización de los conflictos sería muy útil a quienes se consagran a ello (diplomáticos, mediadores, instituciones). Los bancos de datos o sus equivalentes -relativos sobre todo a las masacres masivas o a los genocidios- son usualmente resultado de aproximaciones empíricas más que de la producción de un verdadero saber científico, como si la acumulación de hechos pudiera ocupar el lugar de una genuina producción de conocimiento. Así, la realidad y la dinámica de los conflictos son objeto de numerosos análisis contemporáneos producidos por instituciones de intermediación internacional -como la Organización de las Naciones Unidas (ONU), la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE) y la Unión Europea (UE)-, así como por estructuras de vigilancia como el International Crisis Group (ICG) (que elabora diagnósticos de terreno y recomendaciones para las partes en conflicto), y algunos pocos centros universitarios especializados como el Stockholm International Peace Research Institute (SIPRI), especializado en el estudio de los gastos militares y la seguridad global, o el Heidelberg Heidelberger Institut für Internationale Konfliktforschung (HIIK), con su barómetro anual de los conflictos). Pero son pocos los estudios, investigaciones e instituciones que se ocupan de analizar la salida de la violencia, sobre todo si se trata de tomar en cuenta los cuatro niveles que acabamos de definir. El ICG es quizá la única estructura que intenta hacerlo, abordando las dimensiones sociales y económicas de los conflictos (por ejemplo, en relación con los problemas territoriales y la ganadería en la República Centroafricana, uno de los motores de conflicto que se ha generalizado a toda la sociedad), nombrando a los actores que participan en los conflictos y a quienes se dirigen sus recomendaciones. En cuanto a la labor de los think tanks internacionales -entre los cuales los más influyentes son los angloamericanos- éstos presentan un sesgo analítico en la calificación de los conflictos, inducido por la problemática de las intervenciones militares occidentales -de ahí el uso excesivo de los términos "terrorismo" y "yihadismo", que constituyen una categoría híbrida o casi un concepto, ya que a falta de una explicación o contextualización concreta, nunca se sabe muy bien si esos términos tienen una definición científica o se desprenden del discurso político y mediático-.
La ONU gestiona quince operaciones de paz; el ICG sigue de cerca la situación en ochenta Estados; el HIIK identifica en su último informe 414 casos de conflicto, en 221 de los cuales está incluido el uso de violencia: 21 guerras (más de 1 000 muertos y 360 000 refugiados), 25 guerras limitadas (menos de 60 víctimas por mes y menos de 20 000 refugiados), y otros 77 conflictos que tienen lugar entre Estados. El HIIK hace un recuento muy detallado de los factores de conflicto, entre los más importantes son los motivos ideológicos, la rivalidad por los recursos, la ambición de predominio regional, el objetivo de autonomía o de secesión, y por último, las cuestiones de fronteras y territorios, todos ellos pueden estar entremezclados. EL HIIK es el único que dedica un lugar para los procesos de resolución de conflictos: las operaciones de mantenimiento de la paz (ONU, UE, Unión Africana) y las mediaciones, negociaciones (por ejemplo, las FARC o Serbia/Kosovo) y tratados, así como las sentencias de la Corte Internacional de Justicia.
De hecho, en lo que a los temas que nos interesan se refiere, la investigación se encuentra -en el mejor de los casos- limitada, aplicada, encapsulada en las preocupaciones concretas más inmediatas y apoyada por organizaciones cuyo propósito no es producir conocimiento en las ciencias humanas y sociales.
Estas precisiones muestran la magnitud de la obra pendiente a realizar para conseguir que el salir de la violencia sea un verdadero objeto de análisis sociológico.
La tarea es inmensa: el salir de la violencia implica un considerable conjunto de retos. Se mezclan constantemente temáticas vinculadas con la democracia , la capacidad de vivir juntos, la memoria -que rivaliza con la historia en lo que toca al establecimiento de la verdad , y que moviliza actores que son ellos mismos muy diversos-; y el perdón , que no es necesariamente la justicia . Y para abordar esos retos no solo no está de más apelar a todas las disciplinas de las ciencias humanas y sociales, sino que debe hacerse consciente que la contribución de otros saberes y de otros puntos de vista es a menudo decisiva; por ejemplo, en ocasiones se ha señalado la importancia de la literatura y, en particular, de la poesía, o la relevancia de las artes, sobre todo de la música y la pintura, en los procesos para salir de la violencia, tanto a nivel individual como colectivo. Pero, también cabe destacar que si bien la literatura es a menudo clamada para comprender la violencia -Dostoievski con Los demonios , Tourgueniev con Padres e hijos , o Camus con El hombre rebelde , por ejemplo-, al mismo tiempo es ignorada cuando se trata de comprender cómo salir de la violencia.
La imposible marcha atrás y las asimetrías
Cualquiera que sea el nivel considerado, el salir de la violencia no es jamás una especie de marcha atrás, un proceso regresivo que consistiría en rehacer o hacer que se rehaga en sentido inverso el recorrido que logró que los actores se volvieran culpables o víctimas de la violencia. Es claramente un proceso que posee sus particularidades, aunque solo sea porque la violencia transforma a fondo tanto a quienes la practican como a quienes la sufren, por lo que un retorno puro y simple al statu quo ex ante debe ser del todo evitado. La temporalidad tampoco es la misma: el ascenso de la violencia, su realidad se sitúa en el tiempo bajo una modalidad instantánea, que no permite retroceso alguno, aun cuando su preparación o instalación hayan involucrado procesos muy largos; la salida, en cambio, puede darse en el largo, muy largo plazo.
Pero, una vez hechas estas observaciones, debemos añadir que el salir de la violencia es imposible si quienes intervienen para propiciarla, acompañarla o hacerla posible, no tienen una comprensión puntual y precisa del proceso que condujo a la violencia y del estado de avance de ese proceso en el momento en el que fue interrumpido. Por ejemplo, en el caso de un culpable, una cosa es que haya participado en una guerrilla por años, que ahí se haya endurecido y encontrado su única forma de existencia económica posible al tiempo que no sepa hacer otra cosa que manejar las armas, y otra muy distinta es que la experiencia personal solo haya durado unos cuantos meses. Así también, en el caso de un culpable, una cosa es que llegara a perder la conciencia al punto de haber hecho de la violencia un fin en sí mismo -con lo que la violencia se convierte en crueldad- y otra cosa es haberla ejercido de una manera instrumental y restringida. Y lo mismo aplica cuando se habla de las víctimas, siendo distinto que hayan sufrido violencias físicas terribles o que las hayan padecido de manera marginal, o bien que se hayan visto atrapadas durante mucho tiempo en una lógica de deshumanización o simplemente hayan sido testigos de ello; o bien que existan, o no, formas de acción colectiva en las que puedan al fin reconstruir su capacidad de actuar.
La violencia siempre es fuente de sentimientos complejos, entre los que pueden estar, por ejemplo, el envilecimiento personal y la vergüenza en el caso de las víctimas, la omnipotencia en el caso de los autores. Pero para una víctima una cosa es haber sido tratada en forma deshumanizada, haber sido animalizada, objetivada, cosificada, y otra es haber sido sometida a una violencia instrumental, limitada o controlada. Y, finalmente, en el caso de un culpable muy distinto es haber practicado una violencia sin límites, desenfrenada, de haber actuado dentro de un marco en el que había ciertas barreras contra los peores excesos.
Subjetivación, des-subjetivación
Ya sea que se trate del actor violento o de su víctima, el salir de la violencia puede oscilar o situarse de manera más estable entre dos extremos.
El primero es el del olvido: los hechos del pasado son acallados, reprimidos en lo más hondo posible de la memoria, no son conmemorados ni evocados en público, hasta que, ya edulcorados y sosegados, puedan entrar sin mayor problema para los vivos en los manuales de historia y en el relato nacional. Salir de la violencia es, entonces, cubrirla con el velo del silencio más espeso posible. Una lógica semejante tiene un costo, en primer lugar para las víctimas, que no pueden poner de relieve aquello que destruyó al menos parcialmente su existencia, también la de su grupo, su pueblo, su cultura. En el mundo contemporáneo, esa lógica es cada vez menos aceptada, aun cuando ofrece la ventaja de evitar el retorno al pasado en la forma de un resurgimiento de la violencia, al tiempo que puede ser una opción que se elija democráticamente. En Uruguay, por ejemplo, donde la dictadura militar de la década de los años 70 fue particularmente criminal, la población en general no quiso que se abrieran los expedientes de ese pasado cuando la cuestión fue planteada en un contexto plenamente democrático.
El segundo polo es aquel en el que, al contrario, se hace todo lo posible para que las violencias del pasado sean tratadas, incluso en el espacio público. Ese tratamiento puede asumir muy diversas formas: conmemoraciones, memoriales, museos, reconocimiento, reparaciones, indemnizaciones, debates, investigación que conjugue memoria e historia; comisiones que garanticen la justicia y la reconciliación, etcétera. En todo caso, el núcleo es entonces la consideración práctica de los procesos de subjetivación y de des-subjetivación.5
Hay subjetivación cuando una persona, una comunidad o un grupo poseen cada vez mayor capacidad para afirmarse como sujeto, para controlar su experiencia presente y futura, hablar del pasado sin encerrarse en la melancolía, y sin olvidar -haciendo el duelo, si se quiere utilizar un vocabulario psicoanalítico-. Hay des-subjetivación cuando, por el contrario, una persona, una comunidad o un grupo no logra construirse o reconstruirse como sujeto de su propia existencia.
Salir de la violencia, en este contexto, implica comprender la dimensión de los procesos de des-subjetivación y subjetivación que estuvieron presentes al momento del ejercicio de esa violencia, en las opciones o decisiones que se tomaron al momento de participar en ella -a veces incluso de manera poco deliberada o consciente-, en las formas de des-socialización o socialización limitada que ella permite, en los fenómenos de pérdida de conciencia que ha producido o acompañado. ¿Cómo revertir las lógicas de des-subjetivación para recomponer la re-subjetivación de los antiguos actores de la violencia? ¿Cómo evitar, en el mejor de los casos, que ellos terminen sus días en prisión, y en el peor, en la naturaleza o incluso en la paz de un presente que ya no se interesa por ellos? ¿Qué hacer, por ejemplo con los guerrilleros en varios países de África o de Colombia, cuando su experiencia concluya? ¿Qué les proponemos? ¿Qué hacer frente a una juventud en busca de referencias y sentido, que ha elegido encontrar la aventura en Siria o al lado de la yihad y que regresa a Europa, como lo vemos hoy, con planes de llevar a cabo matanzas contra occidentales y semitas? ¿Cómo, más allá de la represión por sí sola, se puede dar apoyo para una posible resocialización?
Cuestiones diferentes conciernen a las víctimas, sus descendientes o parientes. Algunas también afectan a la lógica de subjetivación y des-subjetivación. La violencia vivida o sufrida es una pérdida, una privación, un atentado a la integridad de la persona, del grupo y de la sociedad; como vimos antes, puede conducir también a una percepción totalmente negativa de la experiencia humana, en general; es factor de des-subjetivación al punto de que, a menudo, después de haberla sufrido la vida parece imposible -la víctima se hunde en la desesperación, que puede llevar al suicidio, como fue aparentemente el caso de Primo Lévi-.
En conclusión, un nuevo campo de investigación
Así, se abre un nuevo campo de investigación en las ciencias humanas y sociales, el cual está tan cerca de las preocupaciones de los responsables de la acción pública que los investigadores que quieran dedicarse a él corren un riesgo considerable: el de subordinar su trabajo a las demandas o mandatos que impone la actualidad y que emanan de los actores, los poderes y las autoridades de turno. El reto en este caso es evitar tal heteronomía sin, por tanto, aislarse del todo de las demandas sociales y políticas; inventar modalidades de articulación que permitan la independencia de la investigación, garanticen los medios para que se desarrolle, respetando su temporalidad -a veces muy larga- al tiempo que los actores involucrados puedan acceder a los conocimientos en buenas condiciones, de tal suerte que su acción se beneficie con su posible esclarecimiento. Esta observación puede ser ampliada de dos maneras.
Por una parte, se inscribe en la reflexión más general sobre la relación que puede o no entablarse concretamente entre la investigación en ciencias humanas y sociales, y la acción. A veces, los investigadores simplemente rechazan esa relación, apelando a la pureza de la producción de conocimiento, que no debe de ninguna forma debatirse con otros que no sean ellos mismos, sus pares o sus estudiantes. Esa postura puede ser conveniente para temas o asuntos alejados del debate público; para trabajos de erudición, pero es difícil mantenerla frente al reto social y político mayor y crucial que plantea el salir de la violencia. Otras tradiciones científicas, por el contrario, preconizan la fusión de las lógicas del análisis y de la acción, como por ejemplo, en el caso de la "investigación-acción", en la cual el investigador, en relación directa con los actores, es parte activa de los cambios cuyas condiciones de realización está estudiando. Esta postura lleva a que se confundan los papeles y se corre el riesgo de hacer que el investigador se convierta en un auxiliar de la policía o la justicia, o bien, usando la expresión popularizada por Antonio Gramci: un intelectual orgánico al servicio de una organización no gubernamental.6
Si se quieren evitar esos dos escollos: el de la exterioridad absoluta y el de la fusión de los registros, es preciso contemplar dispositivos en los cuales los investigadores, sin abandonar su papel de productores de conocimientos, acepten y pongan en práctica interfaces con los actores, estando ellos mismos interesados por tal perspectiva. Por ejemplo, pueden establecer lugares de encuentro o procurar que su medio profesional tenga oportunidades frecuentes de intercambio y debate con los responsables políticos y judiciales, miembros de organizaciones no gubernamentales humanitarias, etcétera. Tales dispositivos exigen buena voluntad por parte de todos los implicados y un cuidado constante de no mezclar los papeles: un actor no es un analista, y viceversa. Es posible que se tope con prejuicios y hábitos de desconfianza recíproca; en muchos países, los investigadores se mantienen a distancia de los militares y de los policías, y de igual forma, estos últimos desprecian o ignoran la investigación en ciencias sociales y humanas.
Por otra parte, el desarrollo de un campo de investigación dedicado al proceso de salir de la violencia no implica solo centralizar datos empíricos ni sistematizar un saber práctico adquirido -por ejemplo- por un psicólogo o sociólogo que ha trabajado con víctimas como parte de alguna organización humanitaria. Sin duda, ese conocimiento siempre es valioso, pero no es válido como conocimiento científico. Si bien es cierto que la violencia constituye un campo inmenso dentro del cual los enfoques teóricos son muy diversificados (y es posible que se debatan entre ellos, siendo cada uno susceptible de producir o documentar trabajos más concretos), también es cierto que la investigación sobre el salir de la violencia requiere de esfuerzos considerables. Si no lleva a cabo tales esfuerzos, seguirá siendo un auxiliar de poca utilidad para quienes tengan la intención de actuar.
La paradoja radica en que es tomando distancia, altura, asegurando la reflexividad y develando la complejidad de los asuntos que aborda como podrá de hecho contribuir mejor a iluminar a los actores: la luz sociológica, histórica, psicológica, política o antropológica será en este caso más viva en la medida en la que más se aleje de la práctica y no se ciña a ella.
La tarea pendiente por encarar es gigantesca. Se trata, en efecto, de producir las categorías y de inventar los métodos que permitirían hacer de los investigadores no militantes de la justicia ni consejeros del Príncipe ni de sus fuerzas policíacas; tampoco "almas bellas" o periodistas más o menos informados, sino científicos. Se trata, por ejemplo, de pensar en los juegos de actores que pueden intervenir en los procesos del salir de la violencia; de analizar las condiciones que los hacen o no eficaces; de reconstruir la historia de tal o cual experiencia concreta; de establecer las comparaciones. Así, el salir de la violencia ocurre de manera muy distinta según el lugar y la importancia que ciertos actores de la sociedad civil puedan haber tenido en la resistencia a la violencia; o bien, lo cual puede estar ligado, según que existan o no grupos más o menos organizados que logren contribuir a superar la victimización, haciendo de este reto un asunto que no sea tratado exclusivamente por los responsables políticos, jurídicos y policiacos o militares. Ahí donde fuertes movilizaciones permitieron el fin de las dictaduras -por ejemplo en algunos países de América Latina, como Argentina (con las madres y abuelas de Plaza de Mayo)- y ahí donde la lucha por los derechos humanos desempeñó algún papel, las transformaciones de la sociedad civil pueden seguir influyendo en los procesos políticos o institucionales y en la existencia o no de los debates públicos: es necesario entonces, considerar cómo llevarlo a cabo. De igual forma, el tipo de Estado, su historia, y la cultura política de la sociedad considerada ameritan ser estudiados desde el ángulo que nos interesa.
El estudio de la salida de la violencia debe ocupar un vasto espacio de las preocupaciones, pues debe tomar en consideración lo analizado anteriormente: las lógicas supranacionales, los actores institucionales nacionales, las fuerzas del orden, el sistema judicial y el juego de los partidos políticos, al tiempo que se analizan las conciencias individuales, los actores colectivos que exigen ser reconocidos, que claman por medidas de reparación o de justicia. Cuando, por ejemplo, una comunidad india o los familiares de desaparecidos o secuestrados se movilizan en rechazo a la violencia -incluida aquella que ellos habrían estado tentados de practicar- ejercen un impacto significativo en la forma como transcurre el salir de la violencia desde la base, en el territorio, en el seno de la opinión pública. La reflexión teórica debe mantenerse aquí en contacto con la filosofía política, por ejemplo para ubicar los retos del salir de la violencia en relación con las preocupaciones éticas o con los conceptos de democracia o de justicia, que pueden variar de una cultura a otra y, sin embargo, adquirir un alcance universal, como lo mostró sobre todo el economista Amartya Sen.7 También debe organizar el trabajo de campo con su propia especificidad: por ejemplo, llevando a cabo un ejercicio de observación etnológica de los tribunales responsables de la misión de reconciliación y verdad; desarrollando encuestas sociológicas al interior de los movimientos de víctimas, etcétera.
La investigación en ciencias humanas y sociales es necesariamente crítica, al contrario de la especialización, que aporta proposiciones para resolver una cuestión u otra. Ahora bien, la especialización domina hoy el campo que nos ocupa, lo cual quiere decir que cualquier grado de poder que gane la investigación científica generará tensiones, pero quizá también formas inéditas de cooperación con el universo de la especialización, de los think tanks y de los consultores. Y si la investigación debe desarrollarse aquí, esto también tendría que llevar finalmente al surgimiento de un campo de debate en el seno mismo de las ciencias humanas y sociales -al respecto existen ciertas perspectivas fascinantes, así sea tan solo por ver cómo se enfrentan los grandes paradigmas8 y las orientaciones contemporáneas no solo con respecto a la violencia,9 sino también respecto al salir de la violencia-.
En este caso, la investigación puede ser difícil o incluso imposible. El investigador no necesariamente tiene acceso a los archivos de los Estados y aún menos a ciertos terrenos delicados, como por ejemplo: cuando se trata de estudiar el impacto de las medidas políticas o institucionales sobre el diálogo de los actores, algunos de los cuales no han abandonado aún la violencia política. El conocimiento histórico, si es hecho público, puede avivar o reactivar lógicas de violencia que se esperaba estuvieran apagadas u olvidadas; las memorias, lo sabemos bien, son fuerzas activas que pueden correr en sentidos opuestos, e impedir también el trabajo de investigación propiamente dicho u orientarlo hasta lo más alejado de las realidades, de una manera extremada y exageradamente selectiva, etcétera. A su vez, los mediadores -pues a menudo el salir de la violencia debe mucho a terceros- no son necesariamente muy afectos a hablar; sin embargo, una sociología de la mediación sería en este caso sumamente valiosa.
Lo que producen los investigadores siempre corre el riesgo de ser instrumentalizado por unos, negado o rechazado por otros, o incluso percibido como una amenaza; a su vez, no es fácil la independencia en un centro de investigación consagrado -como el de Bogotá- a retos como los que se presentan en un contexto que aún está "caliente".10 Los conocimientos que puede aportar la investigación no están destinados a esclarecer -o rara vez lo pretenden- directa e inmediatamente una experiencia u otra de salir de la violencia. Pero, en la medida en que se desarrolle ese campo, los trabajos se multiplicarán y los actores dispondrán de un tejido espeso de conocimientos que podrán aportar referencias útiles, modos de análisis y saberes que puedan guiar su propia reflexión. Las ciencias humanas y sociales, en este campo como en otros, pueden contribuir a incrementar, con su aportación, la capacidad de acción de los actores, siempre que ubiquen con claridad sus objetivos, su vocación y sus funciones, que es producir conocimientos.