Aun en pleno auge, la pandemia de la Covid-19 ya ha suscitado la formulación de innumerables propuestas sobre el mundo que deja atrás. Sin investigación sistemática, trabajo de campo, exploración a fondo, observacion a largo plazo -participante o no-, hay quienes sostienen que será igual al anterior, y mientras otros auguran uno peor, otros profetizan una ruptura antropológica, una mutación profunda. Efectivamente, sólo con el tiempo, en un futuro más o menos lejano, podremos medir plenamente las consecuencias de este fenómeno. ¡Seamos pacientes! Hay que reconocerle a Alexis de Tocqueville haber esperado cincuenta años para publicar su célebre obra sobre la Revolución francesa en 1856 (De Tocqueville, 1985), para la cual se basó no en unas cuantas impresiones y datos periodísticos, inmediatos o casi inmediatos, sino en una profunda exploración de los archivos.
Esta observación no debe impedirnos examinar lo que la pandemia de hecho cambia o, más bien, qué es lo que ya no es exactamente igual dentro de su contexto.
Así, tras la euforia de los 90 a la que le dieron forma los ideólogos de la “globalización feliz” y del neoliberalismo (Minc, 1999), tras las críticas y las denuncias de quienes allí concentraron sus preocupaciones intelectuales, científicas o políticas, la globalización parece un fenómeno lento o ralentizado; los mismos modos de pensar globales o globalizadores se perciben frenados y hasta culpados por el proceso. Después de una fase global que duró unos cuarenta años, a partir de la llegada de Margaret Thatcher al poder en el Reino Unido en 1979 o la de Ronald Reagan en Estados Unidos en 1981, después del triunfo de Milton Friedman y los Chicago Boys, ¿acaso no entramos en un nuevo periodo histórico, en tiempos de desglobalización? Esta interrogante no puede limitarse a las consideraciones sobre la evolución de la economía: también concierne a la vida de las ideas, y en este caso, entre otras áreas, los acercamientos a las ciencias humanas y sociales.
I Pensar global
En 1993, la Fondation Maison des Sciences de l’Homme de París festejó su quincuagésimo aniversario organizando un coloquio internacional con la consigna de pensar global (Wieviorka, Levi-Strauss y Lieppe, 2015). Demostraba así su lealtad a su principal fundador, el historiador Fernand Braudel, quien en los años 60 había sido un pionero al interesarse en las “economías mundo” y quien había entablado muy rápidamente un fructífero diálogo con el historiador Immanuel Wallerstein, quien por su parte hablaba del “sistema mundo”.1 En 1993, el tema de la globalización llevaba quince años al centro de las grandes transformaciones de las ciencias humanas, políticas y sociales, pero Francia, que unos 20 o 30 años antes había sido un centro de la vida científica e intelectual a nivel mundial, estaba rezagada respecto a la evolución de los conceptos, los paradigmas y los acercamientos relevantes a la globalización. Este coloquio también pretendía que París volviera a encontrarse en el centro del movimiento general de las ideas.
De hecho, al terminar la Guerra Fría, el tema de la globalización se impuso a nivel mundial, antes que nada, en términos económicos. El mundo ya no estaba organizado en torno a un conflicto estructural; el filósofo político estadounidense Francis Fukuyama, ante la caída del Muro de Berlín en 1989, habló del fin de la Historia y del triunfo generalizado de la democracia y el mercado (Fukuyama, 1992): según el pensamiento dominante del momento, ya no quedaban alternativas creíbles que pudieran oponerse a ello. Más tarde volveremos sobre la asociación de la democracia y el mercado que propuso Fukuyama al ver ambos elementos reunidos como un solo movimiento.
La noción de la globalización estuvo, a partir de entonces, asociada a las imágenes de una economía planetaria que no se regía por las fronteras estatales y remitía a un orden neoliberal, a las fuerzas desatadas del dinero.
Pero el movimiento de las ideas no se limitaba a la economía; más ampliamente, las ciencias políticas, humanas y sociales se renovaron proponiendo mil y un maneras de pensar global. Fue un progreso considerable, tomando en cuenta el anterior encierro de las disciplinas dentro de los límites del Estado nación y, eventualmente, su extensión a las así llamadas las relaciones “internacionales”. Así, el sociólogo alemán Ulrich Beck desarrolló su crítica del “nacionalismo metodológico”, esto es, a los procesos de la investigación limitadas únicamente al interior del Estado nación, e intentó promover lo que, por el contrario, llamaba “cosmopolitismo metodológico” (Beck, 2006). Los historiadores, en el mundo anglosajón antes que en el latino, se concentraron en la historia global para eventualmente asociarla al tema del declive de Europa, como en los textos de Dipesh Chakrabarty (2007) o, en otros casos, como la historia conectada de Sanjay Subrahmanyam, presentar una historia que relaciona diversas historias nacionales (Subrahmanyam, 2014). La antropología, en ciertos sentidos, también se volvió global, principalmente con la propuesta de Arjun Appadurai de nuevas herramientas y conceptos para abordar los fenómenos culturales, incluyendo la construcción de imaginarios transnacionales (Appadurai, 2015). En términos más generales, la investigación, cuando se enfocaba en pensar global se esforzó por romper con el etnocentrismo occidental y con el proyecto de expandir a todo el mundo la reflexión sobre un universalismo que durante mucho tiempo no se había cuestionado de una forma tan frontal: “pensar global” era criticar los conceptos dominantes de lo universal, no para abandonarlo sino para renovarlo teniendo en cuenta las críticas cada vez más fuertes que venían de las sociedades occidentales y de más allá de ellas, frecuentemente ligadas con diversos análisis de la colonización y descolonización, lo que podría llamarse pensamiento poscolonial o decolonial.
“Pensar global” entonces no se trataba, o al menos no únicamente, de estudiar la globalización de la economía o de cualquier otra área de la vida colectiva, como la religión tal cual -como el judaísmo, el cristianismo y el islam-, y después verlas como todo un fenómeno a nivel planetario. Se trataba de abrir y desarrollar dos tipos de acercamientos y de investigación.
Por una parte, se trataba de considerar lógicas de acción o realidad de problemas a distintos niveles: mundial, planetario, al más íntimo y al más personal, pasando por el local, el nacional y el regional -Europa o América del Sur, por ejemplo-. El concepto de cosmopolitización de Beck cabe perfectamente aquí, e implica admitir que una cuestión local, se entiende mucho mejor si se toman en cuenta las distintas lógicas de todos los niveles que contribuyen a su existencia, e incluye la idea de que los individuos y los grupos, no sólo los investigadores, piensan y viven cada vez más de un modo “cosmopolita”.
Por otra parte, se trataba de desarrollar análisis que consideraran todas las dimensiones que conciernen a un objeto preciso, lo cual permitió establecer lazos con las temáticas de la complejidad explorada especialmente por Edgar Morin. Él -con quien coincidimos plenamente- hizo suya la expresión de pensar global para desarrollar sus ideas sobre la necesidad de adoptar el conocimiento del humano como individuo, como especie, como ser vivo y como elemento del universo a la vez, a lo que llamó complejidad (Morin, 2015). Este concepto era inseparable de la idea de que la investigación tenía que ser multidisciplinaria y, por lo tanto, movilizar o convocar todo tipo de disciplinas, saberes y competencias.
Una consecuencia fue la distinción clara de los acercamientos globales a los procesos comparativos que parten de experiencias nacionales, en los que se compara precisamente a partir de ciertos aspectos: la comparación clásica, desde el punto de vista metodológico, queda inscrita dentro de las categorías del nacionalismo metodológico.
Pero todo cambió después de las décadas de los 2000 y 2010, al punto en que fue necesario preguntar: ¿pensar global no corresponde a un momento preciso o a una fase histórica? ¿No hace falta reconocer que este momento o fase ya pasó, y que el pensamiento se reinstala cada vez más al nivel principal de los Estados nación, recuperando ese liderazgo que le fue disputado tras la caída del Muro de Berlín? ¿No hay que deshacerse, al menos en parte, de ese pensar global y desglobalizar las ciencias humanas, políticas y sociales que apenas se embarcaban en su propia mundialización para poder concebir el mundo del modo en que éste se está trasformando frente a nuestros ojos? Los argumentos a favor son abundantes.
II La des-mundalización
Los análisis de globalización económica prosperaron en un mundo huérfano por el conflicto principal que hasta entonces permitía estudiar las relaciones internacionales. Una vez desarticulado el imperio soviético, Estados Unidos se encontraba en una situación hegemónica indisputada, sin adversario que le hiciera frente.
La crisis de las hipotecas de alto riesgo en 2008-2009 les dio una fuerte sacudida a las ideas excesivamente confiadas de los partidarios de la globalización económica, sobre todo porque a partir de ahí, el comercio internacional se estancó, o en todo caso dejó de intensificarse a un ritmo lento. La pandemia ha brindado la oportunidad de recorrer un largo camino en la revisión de la hegemonía de las ideas pro-globalización. Primero, llevó a subrayar aún más claramente el tremendo progreso de una China que el presidente estadounidense, Donald Trump, había percibido como un serio competidor por la hegemonía planetaria, una visión que comparte el nuevo presidente estadounidense, Joe Biden.
China ya no representa 10 % del PIB mundial, como hace tan sólo quince años, sino el doble, casi 20 %. Tal evolución empezó desde los 90, y mucho antes de la epidemia de la Covid-19 ya había quedado claro que la influencia china no hacía más que crecer tanto económica como geopolíticamente con, por ejemplo, las nuevas “rutas de la seda”, el pronunciado aumento de acciones e intereses económicos en un sinnúmero de actividades y países, además del impacto cultural del auge del Instituto Confucio. Cabe notar en este momento un punto importante sobre la investigación de fenómenos migratorios: los espacios donde se concentran grandes cantidades de inmigrantes chinos ya no son lo que Louis Wirth llamaba guetos (Wirth, 1928), el punto de partida de los migrantes que aún no se integran en una nueva sociedad y que les da solidaridad, seguridad y protección antes de poder tener éxito, lo cual incluye salir del gueto. Los territorios habitados por chinos en el extranjero son espacios por los que transitan la influencia y la expansión económica de China.
La manera en que China enfrentó la pandemia originada en su territorio y su capacidad de controlarla sin sacrificar crecimiento ni producción dejaron estupefactos a los observadores. China se mostró como una potencia industrial de la que Occidente se volvió dependiente en muchos aspectos, como lo reveló su capacidad de producir los cubrebocas que hacían falta en el resto del mundo o los componentes base de los medicamentos más comunes. También es considerada una potencia científica y médica de primer nivel. Las declaraciones de sus dirigentes y los análisis de los observadores a nivel mundial llevaron a una imagen que presentaba a China como un país que en un futuro cercano podría presentar un reto mayor para Estados Unidos, llegando a ser capaz aun de despojarlo de su posición hegemónica. Hablar de una segunda Guerra Fría resultaría excesivo, pero hay que reconocer que un nuevo conflicto de este tipo está configurando el mundo contemporáneo.
Mucho antes de la pandemia, corrientes militantes intentaban promover una desglobalización económica al proponer, bajo la insistencia de Walden Ballo, la figura pionera del movimiento (Bello, 2002), una fuerte crítica al libre mercado y a la ausencia de reglamentación concerniente a las finanzas. Pedían que se priorizaran la producción y los mercados locales respecto a la exportación. Su argumento era que la desglobalización podría beneficiar a los países más pobres, principalmente al Sur, pero también a los del Norte, cuyos asalariados ya no tendrían que sufrir el dumping y los precios sumamente bajos de los productos exportados. Estas ideas se acomodan a cierto proteccionismo, a que los Estados nación se cierren sobre sí mismos.
La pandemia aportó otros argumentos a la desglobalización. De facto, redujo masivamente algunas actividades económicas ligadas directamente a un mundo abierto: el turismo, los cruceros, el transporte aéreo; creó lógicas de enclaustramiento y valorizó las relaciones locales concretas dentro de un entorno limitado, así como los modos de consumo y producción adaptados a esa lógica. También ha generado cierta búsqueda de referentes y de sentido en la gente, que puede tomar varios caminos, entre ellos la alternativa del pensamiento ecológico. Esto se traduce en esfuerzos colectivos, pero también individuales, para respetar a la naturaleza, y, en algunos casos, llevan a conductas ejemplares y modos de vida inscritos en la lógica de la desglobalización.
Además, la pandemia afectó los fenómenos migratorios que son parte de la globalización que se han visto reducidos, al igual que las remesas.
Asimismo, evidenció la complejidad y fragilidad de las cadenas de valor mundiales que se extienden por varios países: basta con que un eslabón se debilite, en un solo país, para que toda la actividad se paralice. Reinició los debates y las presiones sobre los responsables políticos a favor de la independencia y la soberanía no sólo política sino económica, exacerbando las pulsiones nacionalistas y los populismos. Adicionalmente, fomentó la exigencia de que el Estado interviniera para apoyar a las empresas debilitadas, lo cual se opone a las teorías neoliberales que exigen una intervención estatal mínima. Al contrario, la crisis sanitaria favorece el retorno de un poder público fuerte, las funciones exclusivas del Estado y las fronteras.
Contrariamente a lo que ocurrió en 2008-2009, la pandemia no suscitó un cataclismo financiero y bursátil: con altibajos, los mercados financieros resistieron. Sin embargo, los resultados, como se vieron cotidianamente en los índices principales, no deben ocultar las diferencias. Hay empresas que quiebran o atraviesan serias dificultades mientras que otras florecen -en especial laboratorios farmacéuticos y el sector salud en general, así como las digitales como Google, Apple, Facebook, Amazon y Microsoft-. Este punto es de particular importancia.
Hasta ahora, estas empresas gozaban de una gran autonomía que les permitía extender sus actividades por todo el planeta sin tener que preocuparse mucho por Estados ni fronteras. Sabían evitar regímenes fiscales demandantes y sortear la censura y el control de sus contenidos. No obstante, las críticas se incrementaron en el contexto de la pandemia y cada vez se intenta reglamentar más sus actividades, lo cual pasa por el nivel nacional, principalmente en Estados Unidos, donde sus monopolios se ven cuestionados, o por acuerdos internacionales como el que busca promover la Unión Europea. La forma en que Twitter eliminó la cuenta del presidente Donald Trump en los últimos días de su cuatrienio después de haber acompañado su ascenso y mandato ilustra la omnipotencia de las empresas, que intervienen en el juego democrático como ellas lo entienden. Pero aquí lo más interesante es que esta decisión dio lugar a un formidable debate que bien podría soldarse con el inicio de una reglamentación estricta o aun la responsabilización de los monopolios que las empresas digitales tienen.
La globalización se extendió sobre la desreglamentación, y la desglobalización avanza, simétricamente, sobre el regreso de la reglamentación. Esto no necesariamente implica la regresión del intercambio económico a escalas supranacionales, pero sí indica que podría estar más controlado, más regulado y sometido a los Estados, al derecho y a convenciones internacionales.
En términos generales, la pandemia ha favorecido las evoluciones que llevan a una desglobalización asegurada. Ésta ya se veía venir en algunos países, particularmente en Occidente: Estados Unidos con Donald Trump, el Reino Unido con el Brexit, pero también las presiones proteccionistas nacionalistas y populistas en otros países que piden el retorno de las fronteras y el apoyo del poder público a la economía nacional. La pandemia indudablemente reforzó esas tendencias.
Esto nos conduce a una cuestión de suma importancia: ¿la desglobalización que estamos viviendo es compatible con la democracia? ¿No resultan ortogonales? Cuando cayó el Muro de Berlín se dijo que el pensamiento neoliberal iba acompañado de propuestas que apoyaban fuertemente la idea democrática: triunfaría el mercado y, al mismo tiempo, tras la desintegración de la Unión Soviética, no había una alternativa creíble ni realista a la democracia. La desilusión fue inevitable: en todo el mundo las desigualdades se intensificaron, aumentaron el desempleo y la precariedad, los sistemas políticos clásicos colapsaron, los populismos y los nacionalismos prosperaron. La aceleración de las críticas a la globalización por la pandemia puso en primer plano el modelo chino, o sea, la idea de un nexo entre la eficacia para afrontar la crisis sanitaria y el autoritarismo del régimen. La desglobalización fue amasando influencia paralelamente al llamado a la soberanía del Estado nacional.
Las ideas proteccionistas en efecto van de la mano de los proyectos del Estado. Pero ¿todo esto va en el sentido de la democracia? Una cosa es pedir más regulación en los intercambios internacionales, cierto control de GAFAM (Google, Amazon, Facebook, Apple y Microsoft), el cierre de las fronteras; otra cosa es asociar esos objetivos a un nacionalismo o nacional-populismo autoritario. Seamos precisos: en conjunto, los soberanismos exigen más en términos de tentaciones autoritarias que de una democracia viva que le devuelve la vitalidad a sistemas políticos de representación. La globalización no trajo más democracia, aunque parece que la desglobalización tampoco lo hará. La globalización es -o fue- el triunfo de la economía sobre la política, y la desglobalización podría convertirse en el triunfo del autoritarismo.
III Las ciencias humanas, políticas y sociales
Después de la Segunda Guerra Mundial y hasta los 80, las ciencias humanas, políticas y sociales presentaron una expansión caracterizada por un aumento en el número de estudiantes, profesores e investigadores en todo el mundo, no sólo en los países donde ya habían sido implantadas; se dio una internacionalización de la vida científica e intelectual bajo la hegemonía anglosajona pero con una considerable presencia latina, en especial francesa; una capacidad y una voluntad por parte de los investigadores para participar en los debates generales, políticos, más allá de su especialidad; una confianza en el futuro y en el papel de sus respectivas disciplinas.
Posteriormente, las tendencias demográficas universitarias fueron confirmadas. El inglés se impuso a nivel masivo, pero también las orientaciones que favorecían pensar global se vieron equilibradas por otras en sentido inverso que buscaban la creciente hiperespecialización disciplinaria y el encierro de los investigadores en una burbuja de objetivos y problemas precisos, sumamente limitados, en que cada uno domina una cuestión sin aventurarse nunca a explorar perspectivas más amplias. El gusto y la capacidad de participar en debates e intercambios más allá de las disciplinas y objetos de estudio de cada uno, de generalizarse, disminuyeron y el impacto de las ciencias humanas, políticas y sociales en el debate público dejó de ocupar el lugar que había tenido hasta los 70. El caso de Francia es extremo, pero no es ni único ni excepcional (Wieviorka y Moret, 2017).
Además de las transformaciones ya mencionadas, en materia económica y geopolítica hay otras recientes que tienen que ver con la historia y en la que conviene detenernos un momento.
En muchas sociedades, la historia se ve interpelada por las memorias, sobre todo las de las víctimas tanto individuales como colectivas: genocidios, masacres masivas, violencia sexual y otros ejemplos más recordados por las víctimas o sus descendientes que eventualmente les exigen a las instituciones encargadas de responder por ello y cambiar. Estos cambios podían ser globales, porque se observan en varios países y pueden responsabilizar a instituciones supranacionales como la Iglesia católica, que se ha visto sacudida a nivel mundial por el tema de los abusos sexuales. Pero el debate sobre todo se ha llevado a cabo dentro del contexto de los Estados nacionales, incluido el de la Iglesia católica: si se hizo, por ejemplo, en 2018 una comisión independiente encargada de los abusos sexuales en la Iglesia en Francia, fueron los obispos franceses quienes lo decidieron.
Al mismo tiempo, la historia, como gran relato, no podía ser siempre (o sólo) global, pues su deber era dar cuenta de cada caso, de cada nación, de cada Estado, del sufrimiento y la violencia a la que fueron sometidos ciertos pueblos por otros y cuyos efectos se siguen sintiendo aun hoy. Pensar global no se usa tanto si se trata de la colonización y la descolonización, aunque puedan ser estudiadas globalmente al punto de poder hablar de la expansión de Europa, o de Occidente, por la colonización, además de que la trata de esclavos con frecuencia ignoraba las fronteras. Pero tanto la colonización como la descolonización fueron ante todo el resultado de los Estados nacionales y de diversos actores que operaban en su marco. No obstante, estos grandes fenómenos son de crucial importancia desde el punto de vista de las ciencias humanas, políticas y sociales. Cada país se enfrenta a un pasado propio, y la vida de cada uno se ve significativamente afectada por las consecuencias de ese pasado. Y cada país considera lo anterior al construir sus debates.
La composición de una sociedad concebida, aunque sea sólo parcialmente, en términos de origen nacional, étnico, racial o religioso resulta diferente de la de otras sociedades -por cercanas que sean- que se dibuja en términos de clases sociales. No obstante, desde los años 70 se ha dado un reconocimiento o visibilización de las minorías cuya sola existencia impone cada vez más una política de identidad que, en caso necesario, arremete contra el universalismo en nombre de su memoria y de la historia. Para analizar el racismo y la discriminación, así como los fenómenos migratorios, para comprender las principales movilizaciones del momento, hace falta incluir, o al menos comentar, progresivamente categorías ligadas al pasado colonial y a la descolonización de la sociedad considerada, así como la forma en que los eventuales descendientes de los grupos conectados a ese pasado encuentren en ellas su lugar. Esto es muy cierto virtualmente en todas partes, como en las Américas y Europa, inclusive, al tratarse de esta parte del mundo, durante el periodo en el que muchos países estuvieron sujetos a la dominación soviética. Esta evolución trajo consigo nuevas categorías, como la interseccionalidad, nuevos paradigmas descoloniales o poscoloniales que pueden llevarse de un país a otro. Pero la investigación no se lleva a cabo realmente más que en el marco del Estado nación, en el que se crea la historia (Solomos, 2020).
La pandemia no tiene nada que ver con colonización ni descolonización, pero juega cierto papel en la renacionalización y, por ende, la desglobalización de la historia. Le da un elemento trágico a la vida colectiva y enfrenta a las sociedades de nueva cuenta a la vida y a la muerte, suscitando respuestas que ante todo se construyeron dentro del marco nacional. Los esfuerzos internacionales aquí fueron menores que las de los Estados, Estados Unidos bajo Donald Trump pudo salirse de la Organización Mundial de la Salud sin que pareciera una catástrofe en la gestión de la crisis sanitaria. Los múltiples investigadores de todo el mundo que quisieron estudiar el impacto de la Covid-19; las vivencias de la población; la transición de crisis sanitaria a crisis general, económica, política, cultural; las movilizaciones sociales, culturales o políticas del periodo, o más bien las políticas públicas, trabajaron sobre todo en el marco de su Estado nación o desarrollando comparaciones internacionales que sabemos que son ajenas a la historia global o conectada.
Todos reconocen que la pandemia es planetaria, que el virus circula ignorando las fronteras, que el conocimiento científico circula también a escala mundial y que las tecnologías modernas de comunicación permiten que sea inmediata e interactiva, lo que puede valer para trabajos en los confines de las ciencias humanas, políticas y sociales, como por ejemplo la epidemiología. Pensar global no se ve completamente destruido por la pandemia, que vino a sumarse a procesos anteriores, como se vio con la historia. Las ciencias humanas, políticas y sociales siguen unidas, al menos cuando ya lo estaban, a la multidisciplinariedad. Pero el contexto no favorece en lo más mínimo la búsqueda de su globalización. Al contrario, por un lado, la urgencia científica de la lucha contra el virus y, por el otro, las medidas públicas o privadas como reacción ante el daño causado no suscitan apoyo en general, y menos si se trata de pensar global, lo que recuerda la gran crisis de 1929 en Estados Unidos y el New Deal: Charles Camic demostró que las ciencias sociales presentaban poca intervención en esa época, pero mucho desarrollo (Camic, 2007).
Por otra parte, a las dificultades de los profesores e investigadores aumentadas por la crisis sanitaria se suman las limitaciones y necesidades del confinamiento. La eliminación de invitaciones y viajes internacionales y la casi imposibilidad de comunicarse más que por plataformas en línea empobrecen inevitablemente la vida intelectual, reducen los encuentros, coloquios, congresos y demás seminarios o talleres en que se pueden descubrir nuevos universos, donde se puede conocer gente que de otro modo no habría sido posible conocer y retrasan sine die las estancias en el extranjero. Todo esto no puede sino perjudicar las lógicas de pensar global, sin mencionar la imposibilidad de llevar a cabo investigaciones de campo, como la observación participante.
A corto plazo, la pandemia fomenta cierta desglobalización económica, al tiempo que aleja las ciencias humanas, políticas y sociales de pensar global. Pero no hay que confundir el presente y el largo plazo, la longue durée, pues hay que darle cierta oportunidad al emancipatory catastrophism del que habla Ulrich Beck en su último libro póstumo (Beck, 2016) y, por ende, también a la posibilidad de que de la catástrofe resulte el progreso o la emancipación: a mediano o a largo plazo, los considerables retos que la pandemia le plantea al pensamiento podrían en términos generales propiciar acercamientos, paradigmas, conceptos que completamente renovaran nuestras concepciones del mundo, la relación entre el hombre y la naturaleza, la acción pública, la contestación, etcétera. Ni el fenómeno ni la tendencia se han hecho presentes en las ciencias humanas, políticas y sociales, pero quizá pecamos de impaciencia y tenemos demasiada prisa por presentar un diagnóstico de los tiempos actuales mientras que ni siquiera sabemos cuándo -o si- saldremos de la pandemia, o en general de este tipo de riesgo o amenaza.