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Estudios de cultura maya

versión impresa ISSN 0185-2574

Estud. cult. maya vol.61  Ciudad de México  2023  Epub 26-Jun-2023

https://doi.org/10.19130/iifl.ecm/61.002x4856001sm02 

Reseñas

Enrique Juan Palacios, En los confines de la Selva Lacandona, estudio introductorio de Haydeé López Hernández

Carlos Navarrete Cáceres* 

*Instituto de Investigaciones Antropológicas, Universidad Nacional Autónoma de México, México

Palacios, Enrique Juan. En los confines de la Selva Lacandona. estudio introductorio de Haydeé López Hernández, 2ª ed, México: Dragón Rojo, 2021.


En 1953, en una práctica de campo en Amecameca, el maestro Eduardo Noguera, catedrático de Cerámica Prehispánica en la Escuela Nacional de Antropología e Historia, nos condujo a conocer una roca-altar grabada con numerales y diseños mexicas. “Es una representación solsticial -dijo-, la publicó Enrique Juan Palacios”. Fue la primera vez que escuché hablar de él, sin percatarme aún de lo que significaba en la historia de la arqueología mexicana.

Al año siguiente la revista Yan, dirigida por la arqueóloga Carmen Cook de Leonard, publicó dos trabajos dedicados a Enrique Juan Palacios: una cariñosa semblanza escrita por el arquitecto Ignacio Marquina y un recuento bibliográfico debido al antropólogo Lauro José Zavalá, en que suma 116 títulos, entre ellos El relieve solsticial de Ameca, publicado originalmente en la revista Universidad de México (1931: t. II, No. 9, 181-197). Volví a Ameca a confrontar el relieve con el artículo, dando principio hasta la fecha a un peregrinaje de sitios siguiendo sus escritos: Tajín y el extraño Yohualinchan, la “piedra del escudo nacional del Museo de Antropología”, la interpretación de los Chac moles, Huaxtepec y sus monumentos, el relieve de la Malinche en Tenancingo, sus dibujos inéditos de rocas grabadas en el área del Pedregal de San Ángel y cuantos etcéteras se puedan agregar. Escribe Marquina:

Hombre dotado, además, de gran fuerza de voluntad y excepcional resistencia física, emprendió constantes viajes y puede decirse que conoció durante ellos todos los monumentos arqueológicos descubiertos, aun aquellos que se encuentran en los peores climas y en lugares de difícil acceso, y para confirmarlo basta recordar el recorrido que realizó desde el Estado de Chiapas hasta el norte de Yucatán y que relataba en su interesante libro “En los confines de la Selva Lacandona”.

En efecto, para la década de 1920 en un México con regiones aún no pacificadas, de naturaleza más agreste y con pésimos caminos, sus empeños de arqueólogo viajero son reflejo de una época en que la cultura mexicana se avocaba en recuperar sus raíces históricas, en restaurar viejas tradiciones y conformar un nuevo imaginario acorde con la política cultural impulsada por los gobiernos revolucionarios. Época en que surgen las “escuelas mexicanas”: de pintura, de danza, de música; el cine se ruraliza y el muralismo formula denuncias sociales. La recuperación del pasado precisa de investigaciones que den temporalidad y fijen estilos regionales, encaminados a comprender formas diferentes de explicar el universo y de transitar caminos por donde pasaron mercancías y deidades. Tareas en las que la participación de los arqueólogos se bifurcaba en tareas de investigación y restauración, ésta con el propósito de crearle al pueblo mexicano conciencia y orgullo de su pasado. Los afanes de don Enrique Juan Palacios se encaminaron en ambas direcciones.

Entender al hombre que fue y el tiempo en que Palacios vivió profesionalmente -al margen del acierto de reeditarlo- es uno de los puntos positivos de la “Introducción” debida a Haydee López Hernández: prolija al máximo, profusamente documentada con un completo manejo bibliográfico. Atinadamente y como antecedente referencial, le da seguimiento histórico al desarrollo de la disciplina arqueológica a través de investigadores nacionales: Rovelo, Leopoldo Batres -igualmente de amplitud territorial- y con proyectos que involucran a otros fundadores: Galindo y Villa, Moisés Sáenz, Manuel Gamio con la Escuela Internacional de Arqueología y Miguel Othon Mendizábal, para después ofrecer destellos de su vida personal, de las ideas políticas que sostuvo, de su labor pedagógica y laboral, hasta ingresar al Museo Nacional y sus primeras publicaciones. La introducción no evade el cambiante entorno histórico en el que se movió: el final del porfiriato, la década de 1910 y la lucha armada, los esfuerzos de los investigadores durante las presidencias de Carranza y Obregón. La década de 1920 señala el despegue -hoy diríamos “académico”- de Palacios.

Considero que un comentario bibliográfico no debe constituir una reseña repetitiva de párrafos y conceptos y deberá comunicar la sensación reflexiva que la lectura provoca. En este caso da gusto destacar el acucioso trabajo que, a través de publicaciones, archivos, entrevistas, colecciones fotográficas y fuentes documentales, se percibe en la “Introducción”.

Es de señalar -y no como defecto-, que no es lectura fácil, es texto “apretado”, en el que los personajes y las instituciones, las fechas y lugares aparecen y desaparecen y vuelven a presentarse; se entrecruzan, cambian de ruta y se adentran en veredas de variada geografía.

En el fondo Fernando Castañón de la Universidad de Ciencias y Artes de Chiapas se conservan fotografías de las estancias de don Enrique. Hay una en la que figuran el naturalista chiapaneco Eliseo Palacios, el profesor Marcos E. Becerra -pedagogo, historiador y lingüista-, con el enigmático escritor Torsvan o Ret Marut o B. Traven y otros miembros de la Comisión Destructora de la Langosta en México. Personajes de amplitud laboral y cultural, capaces de desplazarse en espacio y tiempo.

Me detengo en un párrafo:

Pese a su relevancia, la obra nunca volvió a editarse y cayó en el olvido, obliterada en gran medida por los relatos de otros expedicionarios que también recorrieron aquellas tierras del sureste (en su mayoría extranjeros) y hoy nos resultan más conocidos (p. ej. Frans Blom).

El hecho de que el libro de Blom Tribes and temples (1926), cobrara tal fama, no quita el respeto de autor a autor que el explorador “extranjero” guardaba por Palacios, cuyo volumen me recomendó leer una tarde de 1958 en que el mítico explorador danés lo sacó de su biblioteca en Na- Bolón: “Léelo si quieres empezar a conocer la historia antigua de Chiapas”, me dijo.

Leyendo otros proyectos en que Palacios participó, mencionados por Haydee, considero que si En los confines… ha sido considerada la obra mayor de Palacios, no debe dejarse de lado su contribución a la monografía Tenayuca (1935), la cual contiene los resultados de los trabajos llevados a cabo en la famosa pirámide. En dicha obra colaboraron ocho estudiosos de la arqueología mexicana: -Miguel Ángel Fernández, Alfonso Caso, Eduardo Marquina, Eduardo Noguera y el ingeniero Raygadas Vertiz quien fungió como director de campo-. Puede asegurarse que el gran animador del proyecto fue don Enrique. De doce artículos cinco le pertenecen, entre los que destacan la interpretación de los glifos expuestos en la pirámide y de la orientación astronómica que señalan las cabezas y crestas de las serpientes que la flanquean.

La introducción da razón de sus aportaciones a la arqueología maya, en la que destacó como epigrafista, en esos años centrada en problemas calendáricos y de sincronología, y del más importante descubrimiento de campo que realizó: Santa Elena Poco Uinick.

En 1986, inspirados en la descripción del sitio hecha por Palacios, tres arqueólogos -Carlos Álvarez Azomosa, Tomás Pérez y el que escribe- emprendimos viaje hacia Santa Elena siguiendo las indicaciones de Eduardo Martínez, delegado del Instituto Nacional de Antropología e Historia en Chiapas, quien había inspeccionado el sitio. Desde Palacios ningún otro funcionario lo había visitado, ni lo ha vuelto a visitar.

Partimos de Las Margaritas rumbo al aserradero de Campo Alegre, siguiendo una brecha terraceada; descendimos una empinada barranca al cruzar el río de La Soledad, en donde recordamos a Rosario Castellanos; en el camino de subida pasamos por un inmenso bosque muerto, secos y desramados los árboles: visión de otro mundo; pasamos por el caserío Momon bordeando el cerro Yalhuitz y seguimos por Plan de Ayala y la colonia Betel, habiendo dejado el vehículo en un lugar llamado La Pomarrosa. Continuamos a pie por una larga bajada al cruzar un afluente del Tzaconeja, corriente que limita el territorio de habla tojolabal. Subimos una empinada y fatigosa cuesta hasta un plan en donde se ubica el rancho de un señor de apellido Castellanos, quien nos indicó la ubicación del sitio.

Por el poco tiempo que disponíamos sólo pudimos visitarla en tramos despejados, pero suficiente para constatar el gran esplendor que Santa Elena Poco-Uinic guarda. La minuciosa descripción de Palacios materializándose ante nuestros ojos. Las “ruinas” permanecen enmontadas, con algunas evidencias de saqueo. Completos el juego de Pelota y los monumentos esculpidos, entre ellos la Estela 3 -de 5 m de largo-, única en registrar un eclipse solar, cuyo descubrimiento lo enorgullecía. El conjunto arquitectónico orientado al cerro Yanchoj, en donde, según informes, existen cuevas con altares antiguos y contemporáneos. En términos arqueológicos: todo por hacer. Actualmente Santa Elena está en territorio zapatista. Saben que resguardar el pasado es un arma de resistencia social justa. Lo cuidan bien.

Es de preguntar por qué los editores suprimieron la preciosa perspectiva reconstructiva a colores de Santa Elena. La gráfica muestra el equilibrado ordenamiento de las estructuras arquitectónicas que conforman el centro ceremonial, y el que se da entre la orientación del lugar sagrado y el entorno geográfico. Pudo haberse reducido de tamaño y publicarse en blanco y negro.

Otras imágenes se amplificaron a página completa, pero diluidas por una impresión apagada, que imposibilita observar los detalles. Así ocurre con las urnas-efigie de la zona huave con la figura de Tlaloc (Palacios, 2021: 56). Igual con el precioso dibujo rescatado por Palacios en Chiapa, básico para la historia de las transformaciones urbanas del centro de la ciudad y por ende de la pila colonial de estilo mudéjar. Aparte de darle el mismo y difuso tratamiento la separaron en dos partes: una en la página 86 y la otra en la lejana 228. Malabares modernistas de diseñadores. Lo señalo para apuntar que la expresión gráfica de la arqueología tiene sus medidas, sus encuadres y formas propias de resaltar lo descrito. Sin que estos señalamientos demeriten el esfuerzo editorial.

Con esta edición retornamos a brechas abiertas en el monte, a caminos empedrados o polvorientos, paupérrimos alojamientos, alentados por los asombros o frustraciones que la ruta va ofreciendo. El derrotero trazado en el libro principia en el largo trayecto entre Veracruz y Tonalá en la Costa de Chiapas, a través del Itsmo de Tehuantepec y el territorio huave, en donde registra las dos urnas con la efigie de Tlaloc. En nuestros días continúa siendo una valiosa aportación el dibujo que hizo con los diseños de estilo “mexicano” de la Peña del Encanto, importante evidencia de las influencias tardías del Centro de México hacia Centro América. De Tonalá documenta la arquitectura y los monumentos del sitio Iglesia Vieja.

Cruza la Sierra Madre hacia la Depresión Central, se detiene en Chiapa y sube a Ciudad Real con su arquitectura virreinal. En Comitán va a los llanos, visita Chinkultic y Tenam Puente, describe el Monumento 7 del primero y la “piedra de la Aduana” proveniente de otro centro hasta hoy inédito: Tenam Rosario. Documenta sitios actualmente alterados o destruidos: el cerro Guc y la famosa “Piedra Parada”. Baja a las fincas situadas a lo largo de Las Cañadas por las que corren los ríos que bajan a la Lacandonia. Llega a Ocosingo, puerta a la selva, y apunta a Toniná. Su publicación le dio presencia a un sitio fundamental.

Desde la cumbre de Tumbalá bajó a Palenque, siguiendo el estrecho y pedregoso sendero que a mediados del siglo XIX transitaron Stephens y Charnay. De sus peripecias y medios de transporte dice Haydee López Hernández: “un arqueólogo que usa el tren, viaja en Dodge y monta a caballo…”

En pláticas ocasionales don Antonio Pompa y Pompa contaba, cuando el nombre de don Enrique era mencionado, de la vasta cultura que poseía, de su capacidad de lectura, de sus méritos literarios y de los idiomas que dominaba: inglés, francés, latín, griego, atento a los estudios del sanscrito. En palabras de Zavala:

Cuando se haga el recuento de su obra literaria […] se recogieran otros trabajos igualmente valiosos, esta vez en el dominio de la estética y hasta de la dialéctica […] Traducciones directas del latín a verso castellano, de aquellas obras maestras de Virgilio y Horacio, acompañadas de un documentadísimo comentario. Esto último es un ejemplo característico de su conocimiento en las Humanidades y su gran facilidad para versificar.

Es de felicitar a la arqueóloga Hay­dee López Hernández por su contribución a revivir la memoria de uno de los mayores estudiosos de nuestro pasado, y a los editores e instituciones culturales que lo han revalorado.

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