La historia de las traducciones de la poesía de Virgilio al español comienza con una versión en prosa, la de la Eneida terminada en 1428 por don Enrique de Villena, pero el verso castellano se impone como opción ampliamente mayoritaria desde Gregorio Hernández de Velasco hasta el siglo XIX.2 En 1842 publica el licenciado D. F. V. una versión de la Eneida que es la primera en prosa que se imprime desde la de Diego López (1601), varias veces reeditada.3 Y en 1869 salen de los tórculos de Rivadeneyra las Obras completas de Virgilio Marón traducidas al castellano por don Eugenio de Ochoa, con las que se consolida no sólo la inversión de la tendencia sino también la idea de que la preferencia por la prosa es más acorde con la voluntad de fidelidad.4 El subsiguiente “triunfo de la prosa” (Castro de Castro 2013) fue ciertamente notable en España, pero no así en el ámbito hispanoamericano, donde todavía se llevaron a cabo cuatro traducciones completas de las tres obras mayores de Virgilio en verso, que son la de Miguel Antonio Caro (Bogotá, 1873), la de Joaquín Arcadio Pagaza (Jalapa, 1913), la de Aurelio Espinosa Pólit (México, 1961) y la de Rubén Bonifaz Nuño (México, 1963, 1967, 1972 y 1973a).5 En las páginas que siguen haremos ver cómo la exigencia de fidelidad con la que se tendió a justificar la opción por la prosa no fue en modo alguno ajena a la labor de los traductores mexicanos Pagaza y Bonifaz, que a este respecto siguieron la dirección apuntada ya en el siglo XVIII por el novohispano José Rafael Larrañaga, autor del segundo Virgilio completo traducido en verso al español;6 y también cómo la exigente complejidad del trabajo de traducción acaba comprometiendo en la práctica los planteamientos teóricos que de manera taxativa oponen la fidelidad a la libertad.
El 13 de junio de 1786 se hizo saber a través de la sección de “Encargos” de la Gaceta de México (Valdés y Murguía 1786a, pp. 139-140) que don José Rafael Larrañaga buscaba suscriptores para publicar periódicamente “una traducción fiel, erudita y en rigoroso verso castellano” de todas las obras de Virgilio en dieciocho tomos -uno con las Églogas y uno por cada libro de las Geórgicas y de la Eneida, incluido el Supplementum de Maffeo Vegio-, que en un posterior anuncio impreso en la misma Gaceta el 24 de octubre del aquel año (Valdés y Murguía 1786b, p. 232) se vieron reducidos a cuatro tomos -el primero habría de englobar las Églogas y las Geórgicas y cada uno de los tres restantes cuatro libros de la Eneida, incluido en el último el Supplementum de Vegio-. Los tres primeros salieron de las prensas de los Herederos de José de Jáuregui con pie de imprenta de 1787 y el cuarto con pie de imprenta de 1788 y colofón de 15 de abril de 1789. Y en las palabras “Al lector” del primer tomo, a pesar de que el autor asegura haber desistido de su idea inicial de “dar un diseño en este Prólogo de lo que es Traducción” (Larrañaga 1787a, p. [XV]),7 se encuentran suficientes aseveraciones concernientes a dicha cuestión como para que pueda afirmarse que la de Larrañaga es, junto con la de los cuatro primeros libros de la Eneida por Tomás de Iriarte 1787, una de las primeras traslaciones españolas de la poesía del Mantuano que de manera expresa proponen la fidelidad como fundamental principio teórico.
Lo característico de la exposición de Larrañaga, si se la compara con algunos prólogos antepuestos a traducciones anteriores de la Eneida, es precisamente que el novohispano se preocupa más de incidir en la voluntad de fidelidad que de excusarse por lo inevitable de la infidelidad.8 No desconoce que el haber optado por traducir en verso, y en un verso concreto -el romance endecasílabo “con inviolable ley de asonancia” (Larrañaga 1787a, p. [XVI]) 9-, obliga inevitablemente al traductor a alejarse del original en cierta medida.10 Mas ello no obsta para que el principio del verbum pro verbo se proponga sin ambages como precepto positivo implícito en el precepto negativo dado por Horacio (Ars, 133-134) a propósito de la imitación literaria:11
Los que dijeren que [la traducción] está muy esclava, acuérdense del precepto que da Horacio en su Arte v. 133 al Poeta imitador.
(Id est) ut facit, vel ut facere debet, fidus interpres. Y así no censurarán el apegarme lo posible al Verbum pro verbo(Larrañaga 1787a, p. [XVIII]).
El concepto de fidelidad verbum pro verbo que esgrime Larrañaga es -claro- bastante menos restrictivo que el que se suele tener hoy. Pero es esta la perspectiva bajo la que debemos entender el trabajo del novohispano, quien, seguro de haber cumplido con la fidelidad en la medida en que este amplio concepto de ella lo permite, mandó imprimir el texto del original latino “careado” con el suyo para facilitar la comparación. Pudo, además, exponer con un caso práctico sus ideas acerca de los límites que la fidelidad impone al traductor gracias a la ocasión que le brindó enseguida la malevolencia de José Antonio Alzate.
Habían transcurrido apenas cinco días desde que, en la Gaceta de México del 10 de julio de 1787 (Valdés y Murguía 1787a, p. 384), se había anunciado la salida del primer tomo de la traducción de Larrañaga cuando, el 15 del mismo mes, hacía imprimir Alzate en el número 10 de sus Observaciones sobre la Física, Historia Natural y Artes útiles (pp. 79-86), una versión de la Égloga octava en endecasílabos pareados compuesta -según información que él mismo aportaba- por Diego José Abad, junto con una nota en la que menospreciaba sibilinamente los méritos del nuevo traductor invitando a comparar el trabajo de este con el del exjesuita.12 Y el ataque fue pronto acusado por Larrañaga, quien, en una Respuesta impresa por los Herederos de Jáuregui ese mismo año de 1787, desarrolló en veintitrés puntos una pormenorizada crítica de la traducción publicada por Alzate -negándose, eso sí, a creer que fuera realmente Abad el autor-.13 Bastará tomar aquí como ejemplo el punto 14 para ofrecer una muestra del tenor de las observaciones de don José Rafael:
14. Sigue Alfesibeo, verdaderamente alternándose a Damón porque también sabe añadir, quitar, y variar. v. g.
Ay Amarilis, sabe mi tormento,
(No me cabe en el alma el sentimiento),
Sabe que Dafnis el esposo mío
Padece un amoroso descarrío:
Loca estoy, no sé que haga, no te espantes,
Hechizarlo pretendo. Ven; pero antes
Cuando pienso reconvenir a esta traducción preguntándole de dónde sacó estos seis versos parece que me responde: Es un bellísimo preludio con que debió comenzar Virgilio; y ya que a él no se le previno una sola palabra de ello, entrando tan intempestivo con efer aquam, le suplo yo esta falta. Cinge haec altaria molli vitta: no quiere decir: eslabona esos floridos ramos, y corona con ellos ese altar: la Maga pedía una venda de lana, no de flores, que ni se pronuncian. El mascula y pingues, epítetos de incienso y de verbenas, no parecen en el castellano (Larrañaga 1787d, p. 16).
Efectivamente, Abad había ocupado el lugar de dos hexámetros virgilianos (effer aquam et molli cinge haec altaria vitta, / verbenasque adole pingues et mascula thura, Ecl., VIII, 64-65)14 con diez endecasílabos, añadiendo por un lado de propia minerva el “bellísimo preludio” al que se refiere irónicamente Larrañaga y apartándose por otro del original al suprimir dos adjetivos y entender de manera inexacta como “floridos ramos” el molli ... vitta del v. 64.15 No incurrió don José Rafael en la inelegancia de confrontar la traducción de Abad con la que él mismo acababa de poner en manos de sus suscriptores, pero no estará de más que, obedeciendo a la invitación de Alzate, lo hagamos ahora nosotros a fin de poder sopesar la coherencia de la práctica traductora del zacatecano con los principios teóricos cuya exposición plantea en el prólogo a su Virgilio y amplía en la Respuesta recién citada, que se abre con comparaciones como la de la pintura y la del espejo16 y se cierra con un recuerdo de la polémica que enfrentó a San Jerónimo con San Agustín por causa de la traducción de un pasaje del libro de Jonás.17
El comienzo del conjuro de la Égloga octava fue trasladado por Larrañaga como sigue:
Trae, Amarilis, agua, y los altares
con esta blanda venda ve ciñendo:
enciende yerbas en aceite imbuidas,
quema el más puro y excelente incienso (Larrañaga 1787a, p. 106).
El zacatecano vierte los dos hexámetros virgilianos en cuatro endecasílabos, guardando la proporción que en él es la acostumbrada;18 de estos los dos primeros traducen literalmente el latín del original mientras que los dos segundos introducen modificaciones ciertamente leves. Que el imperativo adole se traduzca dos veces -por “enciende” primero y por “quema” en el verso inmediatamente siguiente- hace redundante la expresión sin alterar en nada el contenido; y el reemplazo de la especie por el género que convierte en simples “yerbas” el verbenas del v. 65 está autorizado por el comentario del padre Juan Luis de la Cerda, que Larrañaga (1787a, p. [x]) tuvo por “el mejor de todos”.19 Quedan así puestas de manifiesto, al menos en la traslación de este breve pasaje, no sólo la coherencia del traductor con su voluntad de fidelidad, sino también la atención que, según lo que afirma en el prólogo, ha prestado a las aportaciones de los comentaristas.20 Al mismo La Cerda se remonta la traducción de mascula thura por “el más puro y excelente incienso”,21 y a Ascensio que el adjetivo pingues se interprete como “en aceite imbuidas”.22 No puede, pues, negarse, que la versión de Larrañaga es “erudita”, tal como él había prometido en el primer anuncio que publicó en la Gaceta de México, ni que la estudiosa preocupación con que privilegió la búsqueda de la exactitud sobre la pretensión de brillo literario resulta, desde un punto de vista filológico, bastante más cercana a las prácticas actuales que las libertades que Abad se había tomado.23
Hay, desde luego, lugares en los que Larrañaga altera el original en mayor medida de lo que lo hace en el pasaje que hemos analizado -y no siempre por causa de las constricciones de la versificación-, de manera que sería necesario hacer un cotejo exhaustivo del español con el latín para comprobar hasta qué punto observó una práctica constante.24 De lo que no cabe duda es de que, con su insistencia en un concepto de fidelidad que, aun siendo más amplio que el que ha llegado a manejarse posteriormente, pone límites considerables a la arbitrariedad del traductor sin renunciar por ello a la traducción en verso, dejó sentada la línea teórica que iban a seguir, con variaciones en la práctica, las otras dos versiones mexicanas de las tres obras mayores de Virgilio.25
La carrera de monseñor Joaquín Arcadio Pagaza, obispo de Veracruz, como trasladador del Mantuano es particularmente interesante porque permite seguir en la obra de un solo autor el camino que lleva de la libre paráfrasis al afán creciente de fidelidad. En 1887 publicó bajo el título de Murmurios de la selva unos “ensayos poéticos” que reunían varias poesías originales junto con una “traducción parafrástica” de las Églogas virgilianas en metros variados (pp. 1-78), que para los versos 64-65 de la octava -vertida en endecasílabos sueltos- reza como sigue:
El agua dame, y ciñe aquestas aras
Con blancas tocas; quema las verbenas
Mejor logradas y el incienso macho (Pagaza 1887, p. 66).
Lo primero que cabría pensar a la vista de esta traducción es que Larrañaga la habría considerado bastante fiel; o, viceversa, que Pagaza habría tildado de “parafrástica” la traslación del zacatecano -a pesar de que este no manejó el concepto de “paráfrasis”26-. De hecho, las únicas variaciones notables con respecto al original latino -dado que “blancas” debe de ser errata de imprenta por “blandas”- residen en que effer se traduzca por “dame” en lugar de por “trae” y en que el adjetivo pinguis se parafrasee como “mejor logradas”. Y estos son precisamente dos de los lugares que saldrán corregidos cuando, en 1913, incluya Pagaza en el primer tomo de las Obras completas de Publio Virgilio Marón vertidas al castellano por Clearco Meonio su segunda versión completa de las Églogas, empleando ya para todas ellas el endecasílabo suelto:27
Trae el agua, y ciñe estos altares
Con blanda venda; pingües las verbenas
Debes quemar y másculos inciensos (Pagaza 1913, p. 44).
Más literal es, desde luego, traducir effer por “trae” y pinguis por “pingües”,28 y quizás “venda” sea más preciso que “toca” por vitta. Pero verter mascula tura por “másculos inciensos” en lugar de por “incienso macho” contribuye a una mayor literalidad sólo en la medida en que mantiene el plural del latín, pues en nada varía el sentido entre el adjetivo puramente español de la primera versión y el latinizante de la segunda.29 Sin embargo, trasladar aras por “altares” parece menos apegado al latín que trasladarlo por “aras”, como había hecho Pagaza en su primera versión, y “debes quemar” por adole es sin duda más parafrástico que el “quema” inicialmente preferido. De manera que, al menos aquí, no se percibe de manera neta la oposición entre versiones parafrásticas y literales bajo la que se ha venido enfocando el estudio de la labor de Pagaza como traductor.
Es cierto, sí, que Ayala (1930, p. 77) reconoció que, en el caso de la égloga octava, las dos versiones -de las cuales la primera es presentada por él como “parafrástica” y la segunda como “literal”- “campean por su fidelidad, tanto la primera como la segunda”, y que ya Rafael Ángel de la Peña había señalado en el prólogo de Murmurios de la selva que allí se contenían algunas versiones “fieles” de las Églogas y otras “parafrásticas” (Pagaza 1887, p. XV). Basta, de hecho, comparar los poemas entre sí para comprobar que, aun cuando el vallesano endosó el marbete de “parafrástica” a la entera traducción de las Églogas incluida en Murmurios, hay entre las traslaciones más cercanas al original y las más libres una notable distancia ligada siempre a la métrica. El poeta que en la academia romana de los Árcades recibió el sobrenombre de Clearco Meonio no debió de plantearse en ningún momento la opción por la prosa, que no fue eludida por Rafael Ángel de la Peña en el prólogo de Murmurios;30 pero de su práctica puede inferirse que sí puso a prueba las posibilidades de la versificación en relación con la literalidad hasta que terminó decidiéndose por el endecasílabo suelto como vehículo más apto para aproximarse a esta.31 En el caso de la Eneida, publicó primero en Algunas trovas últimas(1893) una traslación inacabada del libro cuarto en octavas reales que más tarde apareció completa en Virgilio. Traducción parafrástica de las Geórgicas, cuatro libros de la Eneida (1º, 2º, 4º y 6º) y dos Églogas(1907). Las demás versiones virgilianas incluidas en este volumen -las dos églogas son la segunda y la sexta- están, en cambio, en endecasílabos sueltos, y son ya muy cercanas a las que aparecerán después -ya sin la etiqueta de “parafrásticas”- en las Obras completas de Publio Virgilio Marón (1913). Lo llamativo es que, en el título del Virgilio de 1907, Pagaza llamaba por igual “parafrásticas” a todas las traducciones -al igual que había llamado “parafrástica” a su traducción de las Odas de Horacio publicada en 1905-, sin diferenciar unas traducciones “literales” a las que parece que no se refirió nunca con este término; y que las traducciones que en 1907 Pagaza llamó “parafrásticas” resultan a veces más literales que las de 1913. En la reelaboración continua de estas versiones se da una evolución cuya tendencia a la literalidad es muy perceptible en algunos casos,32 pero no siempre unidireccional.33 La distinción tajante entre traducciones parafrásticas y literales -según la cual se considera, además, “literales” las traslaciones en endecasílabos de 1907, que el propio autor reputó “parafrásticas”- reduce, pues, la complejidad de un prolongado quehacer que parece haberse orientado hacia la fidelidad por presiones de las amistades de Pagaza,34 quien progresivamente buscó como traductor la cercanía al original con la misma laboriosidad con la que como poeta se afanó por lograr la perfección formal de los versos.35 No debe dejarse de lado que en la etiqueta de “parafrásticas”, que don Joaquín Arcadio puso reiteradamente a sus traslaciones -y que desapareció sólo en las Obras de 1913, pero no para ser sustituido por alguna referencia expresa a la literalidad-, reside una clave importante para entender hasta qué punto, en la época en que escribía el obispo de Veracruz, la idea de la fidelidad al original se había restringido notablemente con respecto a la que pudo haber tenido un José Rafael Larrañaga. No concedió Pagaza cabida a reflexiones acerca de las virtudes de la traducción en ninguno de los volúmenes que dio a la imprenta, pero se diría que el solo hecho de que haya persistido en llamar “parafrásticas” a versiones en las que la voluntad de aproximarse al original resulta ya manifiesta delata un cierto escrúpulo o precaución frente a una exigencia de fidelidad cada vez más severa, de la cual no exime haber optado por el verso en lugar de la prosa.
En la medida en que se sustrae al imperio de la rima, el endecasílabo suelto puede favorecer la fidelidad de la traducción allí donde la opción por las octavas o el romance obligaba a consonancias o asonancias que a veces corrían el riesgo de caer en el ripio.36 Sin embargo, no se hace fácil suprimir toda amplificación cuando los versos han de ser isosilábicos, y es muy perceptible aun en la versiones consideradas “literales” la tendencia de Pagaza a añadir adjetivos que, juzgándolo mejor poeta original que traductor, le reprochó Manuel Toussaint 1939, pp. 41, 45, 47. Rubén Bonifaz Nuño 1973b celebró, en cambio, la evolución del obispo de Veracruz hacia la literalidad -no sin antes haber criticado ásperamente las libertades que este se había tomado en algunas de las primeras paráfrasis de las Églogas-; pero, a la hora de acometer él mismo la tarea de traducir en verso la obra del poeta de Mantua, prefirió “remedar” el hexámetro latino con un verso que en la introducción a su versión de las Géorgicas para la Bibliotheca Scriptorum Graecorum et Romanorum Mexicana describe como sigue:
Buscando el número de sus sílabas y las partes donde admite sus acentos, remedé el hexámetro virgiliano con un verso de medida variable entre las trece y las diecisiete sílabas, de cesura móvil. Usé solamente dos acentos fijos, que, si se consideran las últimas cinco sílabas de cada verso como grupo aparte, recaen en la primera y la cuarta, para copiar el ritmo del dáctilo y el espondeo obligatorios al final de cada hexámetro (Bonifaz Nuño 1963, p. XXXVII).
La variabilidad del número de sílabas -trece y diecisiete son respectivamente el mínimo y el máximo que puede tener un hexámetro latino- permite sortear con bastante fortuna las constricciones del isosilabismo. Y la reproducción de la cadencia adonia de la cláusula del hexámetro mediante la colocación de los acentos de intensidad del español en la primera y la cuarta de las cinco últimas sílabas resulta perceptible aunque se carezca de familiaridad con la métrica grecorromana -pues fue el ritmo del antiguo verso de arte mayor castellano-. De este modo, Bonifaz se ha forjado un verso de ritmo silábico-acentual que, de manera sencilla, responde bien a la rigurosa exigencia de fidelidad que él mismo se impone desde que comienza por las Geórgicas su traducción de la poesía del Mantuano:37
He pretendido atenerme servilmente al original; en esto fundo mi única esperanza de galardón. No he querido inventar nada, nada he procurado explicar. He trabajado tan sólo por poner, frente a cada palabra latina, el espejo de una palabra española. He imitado en lo posible, dentro del espíritu de nuestra lengua, la construcción latina; he tratado de seguir el giro de las frases y la manera de la versificación latina, y lo seguí tanto como lo permitieron mis fuerzas (Bonifaz Nuño 1963, p. XXXVII).
Es, de hecho, Bonifaz el primero de nuestros tres traductores que emplea de manera expresa el término “literalidad”, y lo hace para establecer la literalidad como medio y la fidelidad como fin al introducir la traducción de las Bucólicas con las palabras siguientes:
He procurado hacerla lo más literal que es posible, porque pienso que la literalidad en el traslado de un clásico es el mejor camino para alcanzar la fidelidad, y que la traducción fiel de la palabra incluye naturalmente la fidelidad en la traslación de la idea (Bonifaz Nuño 1967, p. XLVIII).
Entre metáforas y comparaciones como la del espejo o la del velo va trazando Bonifaz un deslinde terminante entre traducción e interpretación.38 Sus declaraciones al respecto van desde el escueto “nada he procurado explicar” de la introducción a las Geórgicas arriba citada hasta la abierta vituperación de “la costumbre de interpretar los textos clásicos en lugar de seguirlos con rectitud y humildad” que inserta en la introducción a las Metamorfosis de Ovidio (Bonifaz Nuño 1979, p. XI), y son reiteradas a propósito de las versiones virgilianas de Pagaza (Bonifaz Nuño 1987, pp. 313-315). Pero tan claras distinciones teóricas no pueden menos que chocar a veces con las eventuales complejidades de una práctica que, como ya había advertido Larrañaga (Valdés y Murguía 1786a, p. 140), requiere no sólo voluntad de fidelidad sino también erudición.
Bonifaz vierte así los versos 64-65 de la Égloga octava:
Saca el agua, y estos altares ciñe con cinta flexible,
y verbenas pingues e inciensos machos enciende
Podría preguntarse tal vez si “flexible”, que viene bien en el lugar que ocupa para reproducir acentualmente la cadencia adonia al final del verso, significa exactamente lo mismo que “blanda”; pero, por lo demás, la traducción alcanza un alto grado de fidelidad, sin que esta resulte grandemente menoscabada por la adición de dos figuras etimológicas -“ciñe con cinta” e “inciensos [...] enciende”- que no se daban en el original. Y a traducir adole por “enciende” podría llegarse, quizás, aun sin haber tenido a la mano el comentario de Servio;39 pero, cuando se encuentra nuevamente con el mismo verbo adolere en el libro primero de la Eneida (quinquaginta intus famulae, quibus ordine longo / cura penum struere, et flammis adolere Penates, 703-704), Bonifaz 1972, p. 21, opta por traducirlo de un modo (“incensar los penates con flamas”) que recuerda enseguida la respectiva nota de La Cerda.40 Este ejemplo es relevante en la medida en que prueba que, aun cuando Bonifaz opuso reiteradamente “traducción” a “interpretación” en términos de fidelidad frente a infidelidad, la secular historia de la interpretación de un texto como el de Virgilio constituye a menudo para el filólogo un apoyo inexcusable a la hora de traducirlo, y que la práctica del fundador del Centro de Traductores de Lenguas Clásicas no fue inmune a esta realidad. No pocas veces la elección entre interpretaciones discordantes de un pasaje difícil constituye, como bien notó ya Larrañaga (1787a, p. [xi]), una de las tareas más tormentosas entre aquellas a las que debe enfrentarse el traductor de los clásicos. Y esta constatación debería servir para ponernos en guardia frente a concepciones demasiado elementales de las posibilidades de la literalidad, puesto que con mucha frecuencia el trasiego de contenidos y formas desde la lengua de partida a la de llegada no resulta tan automático ni tan lineal como pudiera parecer a primera vista.
El “triunfo de la literalidad” que, en acertada expresión de Carlos Mariscal de Gante 2021, p. 68, constituyen las traducciones de Bonifaz Nuño demuestra que es posible verter a Virgilio en verso manteniendo con respecto al original latino una cercanía no menor -e incluso mayor- que la que han guardado algunos de los traductores que han preferido la prosa, de manera que la elección entre prosa y verso no es necesariamente paralela al dilema entre fidelidad y libertad.41 La disyuntiva teórica entre traducción e interpretación planteada por el mismo Bonifaz resulta, sin embargo, simplificadora con respecto a su propia práctica como traductor, como lo es la falsa dicotomía entre literalidad y paráfrasis que ha entorpecido la cabal apreciación de la evolución de Joaquín Arcadio Pagaza. En ninguno de los dos casos puede darse una alternativa pura, a pesar de que como tal se ha venido planteando en estos o análogos términos desde que Cicerón (Opt. gen., 13-14) deslindó el convertere ut interpres del convertere ut orator.42 Los tres poetas mexicanos que tradujeron en versos castellanos las tres obras mayores de Virgilio se propusieron, sí, el gran dilema teórico para optar por la primera de las posibilidades, ya fuera de manera previa y explícita, como hicieron Larrañaga y Bonifaz, o de manera implícita y progresiva, como hizo Pagaza. Pero el desarrollo práctico de las tres traducciones hace ver que sería más preciso hablar de distintos grados de fidelidad, o de proporciones variables de fidelidad y de libertad, aun a lo largo de la obra de un mismo traductor -tal es el caso de Pagaza- o en el seno de una misma traducción -como hemos podido comprobar revisando algunos pasajes de Larrañaga y de Bonifaz-. Porque, cuando se trata de obras poéticas escritas en una lengua de corpus, no hay traducción que -en prosa o en verso- no se vea obligada a dar cierta cabida a la interpretación, ni es dable alcanzar un nivel de fidelidad tan extremado que no quede un espacio más o menos amplio para la libertad.