¿Encontraría a Penélope? Y antes de ella y si la encontró, ¿habría hallado a Calipso y antes a Circe? Y en el interludio ¿qué escuchó en la isla de las Sirenas? Del lado de acá Oliveira, del lado de allá, Odiseo: a la mitad del camino un Boutes arrojándose al mar para morir abrazado por las olas y con el canto de las Sirenas. Como los especialistas y los lectores ávidos de Cortázar lo saben, Rayuela (1963) fue etiquetada como una especie de antinovela o contranovela para señalar la separación de la escritura de la novela tradicional en cuanto a su estructura. En todo caso, fue un novedoso ejercicio narrativo en el marco efervescente de la literatura latinoamericana de la segunda mitad del siglo XX. Y también como es sabido, Cortázar explicó a sus lectores en el “Tablero de dirección” rutas posibles mediante las cuales se debe jugar la rayuela,1 es decir, claves y reglas para leer la novela. Sin embargo, colocar las reglas del juego es una manera de indicar las variables del resultado de la lectura. Las indicaciones son básicas cuando se trata de establecer cómo se deben de conducir los jugadores-lectores. Esto constriñe la lectura, pues el juego para que resulte adecuado requiere de principios básicos, y lo más probable es que Cortázar también estuviera jugando al poner tales reglas. La rayuela sigue cada uno de sus estancos y se debe respetar también cuando uno de ellos se encuentra ocupado y, entonces, el lector que juega debe saltar: salto adelante y vuelta atrás y vuelta adelante. Los capítulos de Rayuela construyen diversas formas de llevar el proceso del juego. Si se piensa en un lector acostumbrado a la lectura lineal del relato y a las teorías sobre el arte de narrar y sus acercamientos estéticos tradicionales, esto es, el resultado de los relatos que se escriben teniendo en cuenta algunos mecanismos de la oralidad, entonces la colisión con una novela fragmentada que, siguiendo las reglas del juego dispuestas por el mismo Cortázar, resulta una lectura cuya fragmentación debía tenerse presente para no perderse. También para muchos críticos, Rayuela es muestra de los afanes de la vanguardia, del surrealismo en especial, de esa manera de ver la realidad con una óptica desmarcada de la tradición estética y fragmentada, para dar otra arista de las situaciones narradas.2 El tal surrealismo no es otra cosa más que la mirada oblicua del artista sobre la realidad y su manera de proyectarla, procedimiento que ha existido desde siempre sin ese nombre o con otros adjetivos: la novedad es su teoría, el interés genuino o no por resultar original sin revisar, quizá la más de las veces, las páginas del pasado.3 Por el contrario, Cortázar puede ser tan vanguardista como lo habría sido un poeta épico arcaico.
En efecto, Rayuela es una puesta en práctica del profundo conocimiento de Cortázar en torno a la cultura clásica griega. Retórica, poética y estética de aquel mundo tan lejano y tan presente a la vez, le fueron plenamente familiares al escritor argentino,4 pero, sobre todo, fue un gran lector de los mitos, de su savia y de su intención didáctica que transformó en una mitopoiesis lúdica. Grecia y Roma fueron un horizonte que Cortázar recreó en tema y estructura en sintonía con los afanes de un escritor moderno, concebido del principio al fin como un hombre de letras en búsqueda de la innovación narrativa que sólo es posible con las bases cimentadas en la Tradición clásica.5 En este sentido, Cortázar es alumno de los antiguos griegos en Rayuela y en otras narraciones memorables.6
Pues bien, el capítulo 36 de Rayuela presenta la singularidad del pensamiento mítico griego en torno a la katábasis. No se trata de una fotografía de este ritual tomado de la antigüedad griega, sino de una relectura cortazariana, producto de las relaciones entrecruzadas a lo largo de la tradición literaria de la katábasis.7 En este caso, la noción del juego como premisa creativa y de lectura lúdica atraviesa todo tópico que aparece en Rayuela. Como en Los Premios, donde el viaje se torna juego inverosímil en el que la popa del barco es la meta a la que llegan los personajes navegando en su interior, Rayuela supone una bajada al infierno -y su regreso- en la que, de igual manera, cada estación implica un acercarse al sí mismo y, recíprocamente, un alejarse del otro. Entre Oliveira y la Maga, katabantes en el capítulo 36, sucede lo que Monterroso desentrañó como misterio último de la Odisea: ¿Penélope teje para que Odiseo se marche a la mar, o bien Odiseo anda navegando para que Penélope no cese de tejer?8 Se trata, pues, de una katábasis en la que el personaje no busca devolver a la Maga hacia ningún lado. Si la estructura de Rayuela sugiere un aparente infinito en el tejido de los relatos que la componen, entonces la katábasis es mera potencia porque realmente su límite son las posibilidades de la narración misma.9
En el contexto de la antigüedad griega, la katábasis describe la bajada al inframundo, el espacio donde moran los muertos, por un individuo que se encuentra vivo. Para aclarar: arribar al Hades es un proceso natural en el imaginario de los griegos antiguos, pues significa el final de la vida. Una vez acabada la existencia, el camino hacia el mundo de los muertos supone un ritual que conecta ambos espacios en el tránsito que emprende el difunto. Lo que debe llamar la atención es el registro de casos en los que el descenso es hecho por un humano o, incluso, por una deidad que no han muerto. Y si se regresa con vida de ese lugar, entonces el ser humano es un héroe, porque se considera que ha hecho una aportación cultural a su pueblo por la posible revelación de los misterios que implica el viaje al más allá, como es el caso de Odiseo, quien buscando el modo de regresar a su entrañable Ítaca bajó al Hades con las indicaciones de Circe. Esta diosa le revela paso a paso a Odiseo lo que debe realizar para ir al encuentro con Tiresias en el inframundo.10 Otros casos menos afortunados como los de Orfeo y de Sísifo,11 quienes no regresaron del inframundo como hubiesen deseado, junto con el de Odiseo son la base de una estructura literaria, originalmente religiosa, que ha tenido profundo eco en el imaginario de Occidente en torno a la katábasis.12
Así pues, Rayuela por completo es un relato que puesto en el juego que implica su naturaleza es una katábasis sin principio ni fin, ni temática, ni estructuralmente. La voz de Oliveira es la de un narrador moderno, una especie de intelectual snob, que en su contexto emula a la épica arcaica, aparentemente ya caduca, pero que responde a la integración de los fragmentos del relato. Guardadas las distancias, el narrador de Rayuela se asemeja a un rapsoda en el sentido lato del término: alguien que hilvana cantos. No es gratuito que la segunda voz en concierto sea la de Traveler, amigo de Oliveira, y que éste haga alusiones al retroceso, al viaje hacia el pasado como una manera terapéutica, tan cercana al psicoanálisis, cuyos hitos son muy comunes en cuanto a la interpretación de los mitos griegos. En la estructura dispuesta por el narrador existe la unidad que se fragmenta al verter el relato como juego, como piezas de un rompecabezas nunca acabado de armar y como rememoración constante de la katábasis como búsqueda del sujeto. Para una mayor claridad y guía del lector Oliveira define la katábasis en la rayuela:
La rayuela se juega con una piedrita que hay que empujar con la punta del zapato. Ingredientes: una acera, una piedrita, un zapato, y un bello dibujo con tiza, preferentemente de colores. En lo alto está el Cielo, abajo está la tierra, es muy difícil llegar con la piedrita al Cielo, casi siempre se calcula mal y la piedra sale del dibujo.13
Para subir al cielo primero hay que bajar al infierno: Odiseo fue maestro de Dante, y un sinnúmero de katabantes en la literatura occidental reprodujeron el modelo hasta llegar a Horacio Oliveira et caetera. El viaje de este personaje es la suma de los intentos por hallar una senda de ida y de vuelta al inframundo, pero la estructura de Rayuela deviene en laberinto, a pesar de su representación geométrica y de las instrucciones establecidas por Cortázar. Por ello se subraya la subida y la bajada, el arriba y el abajo, como en la antigua cosmogonía órfica.14 Una vez establecidos esos puntos de referencia, el abajo y el arriba, el sujeto debe pasar por la tierra, pues es el punto de referencia obligado que determina el lugar del infierno y del cielo. Hay que tener en cuenta que la katábasis en el pensamiento antiguo no refiere específicamente el inframundo, sino al viaje en sí mismo, de manera que, al trasponer esta imagen con la situación de Oliveira, se puede decir que él no ha salido ni saldrá de tal espacio, pues su viaje a la parte baja del puente donde se encuentra con Emmanuèle, la vagabunda que vincula las zonas sagradas del espacio, por más inmundas que éstas sean -ella es la Gran Madre, acaso la evolución de Gea y Astarté-,15 indica una paralización paradójica en virtud del constante ir y venir por Paris. El motivo del viaje es la búsqueda de la Maga, quien no se encuentra en el Club de la Serpiente, pues éste ya ha desaparecido,16 de manera que la geografía que marca la utopía conduce a Oliveira al inframundo. En el camino, habría de comprender que no llegaría nunca al cielo, porque, cuando alguien ha arribado a él, se pierde de golpe la infancia y viene la caída. Jugar a la rayuela significó en la infancia de Oliveira la posibilidad de ascender, pero para llegar a ello había que hacer el viaje al infierno y, al no haber un Virgilio mistagogo para él, se pierde en las navegaciones de un viaje sin retorno. La geografía, en efecto, se torna caóticamente estructurada en la cabeza de Oliveira, de manera que, además del laberinto de las calles de París, hay un trastorno en el que de pronto convergen Buenos Aires y la mítica Grecia, y todas las ciudades y barrios se agolpan en el símbolo del juego, la rayuela que es el subir y bajar como mera ilusión porque su trazo yace en el suelo de cualquier ciudad.
Al inicio de esta reproducción de una katábasis,17 Oliveira dice “Pero no hay que olvidarse de Orfeo”,18 preludio del descenso en busca de nada, aunque el pretexto sea ir tras la Maga y quiera huir de sí mismo. En lugar de rescatar a su Eurídice, acaso a la Maga, Oliveira sale de la parte baja del puente a punta de golpes de la policía junto con Emmanuèle, ebrios los dos y habiéndose solazado de una Afrodita decadente; si se traspone el mito de Orfeo, pleno de las características de un ritual escatológico in illo tempore, la escena resulta obscenamente jocosa. Los cantos de los personajes, borrachos sin la voluntad dionisiaca y sin alcanzar ya no el cielo, sino una minúscula oribasía, lo único que atraen es a la policía que los golpea y los lleva detenidos por alterar el orden. Bajar al puente y subir al vehículo de la policía refleja, también, la imagen de la katábasis como un procedimiento lúdico. El infierno se encuentra en el mismo nivel en el que París cobija a estos émulos de Orfeo y Eurídice y denota cómo la locura es lo que prima en una katábasis desnuda, pues todos los elementos rituales están ausentes.19
Así como Circe, una deidad chamánica,20 le indica a Odiseo la manera de bajar al inframundo y de subir para no quedarse ahí entre los muertos, Oliveira, fuera de todo ámbito mistérico y soteriológico, describe un proceso semejante a manera de manual para la ejecución de una katábasis. Seguir al pie de la letra las instrucciones es importante para continuar el viaje. Piénsese, por ejemplo, en la minuciosidad de los rituales de Eleusis.21 Odiseo lo logra, Oliveira fracasa. Lo que en el mito es ritual, en el imaginario cortazariano es relectura y juego de esos elementos rituales: la música órfica de Oliveira y Emmanuèle haría morir a los muertos, la manera de acercarse a los linderos del inframundo parisino pasa por la “deseducación de los sentidos, abrir a fondo la boca y las narices y aceptar el peor de los olores, la mugre humana”,22 y escanciar el vino sin derramar al suelo para abrir el verdadero inframundo. Si fuese el caso, una verdadera afrenta para los dioses infernales:
Conteniendo la náusea Oliveira agarró la botella, sin poder verlo sabía que el cuello estaba untado de rouge y saliva, la oscuridad le acuciaba el olfato. Cerrando los ojos para protegerse de no sabía qué, se bebió de un saque un cuarto de litro de tinto. Después se pusieron a fumar hombro contra hombro, satisfechos. La náusea retrocedía, no vencida pero humillada, esperando con la cabeza gacha, y se podía empezar a pensar en cualquier cosa.23
La escatología de esta escena vinculada con Heráclito, el Oscuro, es una magistral analogía cortazariana: el pensamiento del filósofo, trasvasado en juegos de palabras que han hecho aun más oscuro su pensamiento, murió, en efecto, envuelto en mierda vacuna, queriendo con ello curarse de su hidropesía.24 Heráclito, al no poder escapar del estiércol murió devorado por los perros.25 Oliveira vive la mugre, el aliento fétido, los malos olores y el convite de vino con Emmanuèle: esta katábasis atraviesa necesariamente por la inmundicia humana, de ahí el carácter escatológico y existencial de Rayuela.26
Perdidos los puntos de su geografía, la Maga y el Club de la Serpiente, Oliveira halla en la escatología bajo el puente la iniciación del que desciende al inframundo y puede regresar para contarlo, pero por el puro azar, porque la vida se concibe como un juego, pues de introducirse en el ritual en sí, Oliveira sería un Sísifo o una Psique, condenados éstos en el Hades por su conciencia. Al contrario, Oliveira es un Odiseo parisinamente intelectual, cuyos afectos y dolores lo conducen a dicha circunstancia, no porque exista un motivo trascendente que necesariamente lo mueva a tal proceso, pues sólo le queda vivir saltando de aquí para allá, seguir brincando en el dibujo de la acera para sucumbir. De Heráclito, Cortázar sólo recuerda el infierno. Pasa por alto el corazón del pensamiento del filósofo de Éfeso que es mucho más trascendental:
Somos el tiempo. Somos la famosa
Parábola de Heráclito el Oscuro.
Somos el agua, no el diamante duro,
la que se pierde, no la que reposa.27
Esto es, el agua que no cesa: la dialéctica que da el movimiento al hombre y su contexto, pensamiento que condensa el soneto de Borges. La paradoja, trayendo a colación el razonamiento del Oscuro, es que él murió estacionado en el estiércol, cuando su pensamiento estaba asentado sobre el movimiento perpetuo reflejado en el tránsito constante de las aguas del río. El soneto de Borges es útil para marcar el contraste simbólico de esa dicotomía: la inmovilidad escatológica frente al movimiento dialéctico. Así, resulta interesante observar cómo los componentes de la katábasis transitan por diversas lecturas hasta perder por completo su carácter ritual.
El río de Heráclito es todas las aguas en movimiento, por lo tanto el Sena es y no es el río del Oscuro. Es porque las aguas siguen su marcha, como dice Borges: “Somos el vano río prefijado / rumbo a su mar”, y no es porque Oliveira se ha hundido en el estiércol que no camina, que limita y consume: la náusea que paraliza y desnuda a los individuos. Heráclito tenía razón: el agua es la dialéctica de la naturaleza toda, pero en un momento dado, esa humedad se transforma en el catalizador de la inmovilidad. Si existe el movimiento es porque existe su contrario. El agua inmóvil es muerte, su vida es correr hacia el mar, no encarcelarse en un río muerto. De este modo, en la cabeza de Oliveira resuena el “panta rhei” heracliteo,28 muy lejos de la dialéctica del Oscuro y más cercana al existencialismo que lo confronta ante el rostro de Emmanuèle, una bacante que cubre la cara de la Maga, y a su vez una Penélope que acaso espera a Odiseo Oliveira junto con su hijo Telémaco Rocamadour. Y el Sena también queda inmóvil, pues bajo sus puentes los katabantes no acaban de transitar hacia la otra orilla. En la cabeza queda, acaso, la geografía descrita por Circe, cuando le indica a Odiseo cómo bajar al inframundo en busca de Tiresias.29
Sin embargo, las alusiones indirectas al tópico de la katábasis que remiten al espacio de la Antigüedad clásica son prolijas: la simple referencia “in vino veritas”, mencionada a propósito de la borrachera de Emmanuèle y Oliveira, remite a Plinio el Viejo y su explicación sobre el hecho de que el vulgo le atribuye a esta bebida el poseer la verdad: “vulgoque veritas iam attributa vino est”,30 cuestión que señaladamente para el escritor latino no pasó de ser un mero dicho sin guardar relación con las cuestiones médicas de la bebida, tema del que trata en su escrito. El dicho ya conformado en los adagios de Erasmo de Rotterdam ha pasado a la posteridad bajo la idea de que la verdad emerge de quien bebe. Sin embargo, la semilla se halla en la ritualidad de lo dionisiaco, de lo cual hay una parodia en esta katábasis, pues, si bien están presentes otros elementos del antiguo ritual, como el placer sexual y la locura, habría que escalar a otra dimensión más allá incluso de la misma katábasis, pues como veíamos ya en la descripción de la rayuela como axis mundi, la novela por completo está atravesada por esta idea. Es por ello que quizás, al menos en lo concerniente a la estructura, Cortázar practicó nuevamente la fragmentación como recurso narrativo en 62/Modelo para armar.31
Una vez que concluye el tránsito de la katábasis se llega al infierno de los hombres, donde “el laberinto se desplegaría como una cuerda rota de reloj haciendo saltar en mil pedazos el tiempo de los empleados”,32 porque la piedrita que se lanza con la punta del pie en el juego de la rayuela debe pasar por el ojo del culo, que es la ventana desde donde se mira el todo, la Tierra y el Cielo, lo bajo y lo alto de la rayuela misma: el axis mundi. La inmensidad del espacio de la naturaleza se condensa escatológicamente en la intimidad del cuerpo, y acaso sus excrecencias sean también signo del humano pensamiento. La katábasis de Oliveira significa colocarse en el absurdo del contexto concreto e imaginado y desde ahí juega con la reflexión de su miseria humana.33
Así, el capítulo 36 de Rayuela es, en más de un sentido, una clave para comprender la estructura y el tema de esta novela por completo. La katábasis cobra simbolismo pleno a través de la accidentada búsqueda de la Maga que emprende Oliveira y que lo lleva a experimentar la estancia en un Hades imaginario bajo uno de los puentes que cruzan el Sena. Cortázar teje, entre salto y salto de los estancos de una rayuela, los hilos de la memoria de la tradición griega y, en menor medida, latina, los cuales recupera a través de Oliveira. Este personaje es un katabante con las máscaras de Orfeo, Dionisos y Heráclito, reinventando la bajada al infierno sin ritual alguno, acaso sólo como una manera de expresar una vitalidad que fenece y ansía saber, sin tener conciencia de ello, qué aguarda bajo la tierra, en el inframundo, pero para ello primero se debe saber qué hay abajo del individuo, bajo la piel. Oliveira al saltar la rayuela cae en el estanco de bajo el puente y, desde ahí junto con Emmanuèle, desciende aún más a causa de la combinación etílica, sentimental y pasional. En suma, la katábasis de factura griega deviene en despropósito escatológico porque Cortázar relee y recrea el viaje al infierno hilvanando retazos de antiguos rituales y filosofías, trazando con ello estancos de una katábasis huérfana de lo sagrado, pero plena de existencialismo.