INTRODUCCIÓN
Hay pliegues en todas partes: en las rocas, en los ríos, en los bosques, en los organismos, en la cabeza o en el cerebro, en las almas o en el pensamiento, en las llamadas obras plásticas… Pero eso no significa que el pliegue sea universal. Me parece que fue C. Lévi-Strauss quien señaló la necesidad de distinguir entre dos proposiciones: “sólo difieren las semejanzas”, y “sólo las diferencias se parecen”. En el primer caso, lo primero es la semejanza entre las dos cosas, y en el otro es la cosa misma la que difiere, y difiere en principio de sí misma. Las líneas rectas se parecen, pero los pliegues varían, difieren. No hay dos cosas que estén plegadas de la misma manera, ni dos rocas, y no hay un pliegue regular en una misma cosa. Por eso, aunque hay pliegues en todas partes, el pliegue no es universal. Es un “diferencial”, un “diferenciante” (Deleuze, 1996, pp. 247-248).
Por medio de una relación diferencial y diferenciante sobre el pliegue es posible emprender un elogio de la patología de la piel, que, desde François Dagognet (1993), hace parte de una propuesta filosófica, de antropología médica, de historia de las ciencias y de los sistemas biomédicos moderados por lo que él llama una dermociencia, pues sentir y conocer se llevan a cabo en el campo de la membrana, en la piel, en el punto de interface entre el adentro y el afuera, dos mundo inseparables que se recubren y se implican. Por ello, Dagognet invita “a estar en contacto, ser impresionado (por la presión sobre sí) pero no en ser alterado ni tampoco padecido, en suma, ser sensible, frágil pero igualmente resistente. La epidermis tendrá que resolver esta contradicción objetiva” (Dagognet, 1993, p. 17). En este sentido, Michel Serres (1983) sugiere pensar la vida como un trabajo de plegado:1
El conocimiento está replegado sobre sí como un cordaje, como una proteína, o como un tejido, se invagina también y así se vuelve denso, se llena de complexiones, se llena de información, si va hacia el saber. Va hacia la deflación. La obra es recubrimiento de escamas o de hojas, cebolla o alcachofa, feto, como una sucesión de automorfismos. El análisis escama la cebolla, la destruye, deshace el corazón de su complexión, diluye lo denso, desaprieta (p. 65).
Conocer a partir de las huellas dejadas por la enfermedad en la piel, pone de manifiesto una preocupación por los espacios del pensamiento donde el plegar es leer las superficies parlantes de la profundidad. De esta forma, los documentos visuales y las descripciones clínicas de las enfermedades de la piel que se recopilan en este artículo, procedentes de archivos médicos colombianos y españoles de la segunda mitad del siglo XIX, integran un corpus explicativo de las experiencias corporales de la salud y la enfermedad, donde la primera constituye un estado idealizado de armonía orgánica (Canguilhem, 1971; Goffman, 2010; Le Blanc, 2010) y la segunda un ruido que conmueve lo que el médico francés René Leriche (1879-1955) planteaba como el silencio de los órganos, ya que la enfermedad es un movimiento parásito que enturbia la circulación ordinaria del organismo manifestándose en el quejido de los órganos. Por ello, Michel Serres (1980) afirma:
Volvamos al enfermo, olvidemos el discurso médico. La enfermedad es un ruido. Nosotros decíamos una sombra. ¿Metáforas? No. ¿Ese ruido, es el dolor que produce el quejido, es el miedo, la angustia o el estrangulamiento que hacen aullar o delirar a los locos? Sí y no. La enfermedad, cualquiera que sea, intercepta un funcionamiento, es un ruido que enturbia los mensajes en los circuitos del organismo, parasita su circulación ordinaria. Dudo de que se pueda dar una definición más general. Vale desde el cáncer hasta la neurosis, desde el infarto del miocardio hasta la esclerosis múltiple. Las interceptaciones pueden, en efecto, darse a lo largo de los filamentos nerviosos de la circulación sanguínea, en los espacios sinápticos, entre las membranas de células vecinas, sobre la cadena del código genético, y así sucesivamente. La enfermedad en general es parásita. Y ese parásito interviene en uno u otro nivel. No dudo de que el dolor y el grito, de que la angustia y el aullido sean traducciones diversas de esos ruidos numerosos. Seguramente, el lenguaje es otro de ellos, que asocia, en su fuente, las vocalizaciones de placer inducidas por la silenciosa salud. La enfermedad es un ruido parásito. Y el médico come de la traducción de ese ruido (p. 265).
Las caracterizaciones de las enfermedades de la piel y sus iconografías constituyen, en el plano del gesto y la palabra (Leroi-Gourhan, 1971), operaciones discursivas que le dan sustrato epistemológico al conocimiento médico en tensión problemática entre salud y enfermedad. En este sentido, Georges Canguilhem (1971) sostiene:
Por más que se conserve la confianza tranquilizante de la teoría ontológica en la posibilidad de vencer por medios técnicos al mal, se está muy lejos de creer que salud y enfermedad sean opuestos cuantitativos, fuerzas en lucha. La necesidad de restablecer la continuidad, para conocer mejor, es tal que en última instancia el concepto de enfermedad desaparecería. La convicción de poder restaurar científicamente lo normal es tal que termina por anular lo patológico. La enfermedad ya no es objeto de angustia para el hombre sano, sino que se ha convertido en objeto de estudio para el teórico de la salud. En lo patológico, edición en grandes caracteres, se descifra la enseñanza de la salud, un poco como Platón buscaba en las instituciones del Estado el equivalente agrandado y más fácilmente legible de las virtudes y de los vicios del alma individual (p. 20).
Desde una dimensión histórica y antropológica, hablar de salud o enfermedad no remite sólo a higiene o salubridad, sino también a maneras de sentir, padecer y adaptarse a lo que una sociedad concibe como norma, por tanto, como regla a seguir para cuerpos y conductas; es decir, remite también a una política. La práctica médica se encuentra inmersa en este reflujo de determinaciones, en la medida en que aquello que se desvía, lo anormal, alcanza estatuto médico a partir de usos del lenguaje vinculados con posiciones de semejanza (metáforas) y de contigüidad semántica (metonimia), dando visibilidad y soporte enunciativo a la enfermedad2 que tiene sus evidencias en la piel y su representación en las formas del ver y del decir de la medicina, la cual no se encuentra al margen de los marcos sociales de vida desde donde emana una concepción de hombre normal. Así, “toda mi vida se me presenta como un juego con la norma, ni completamente adentro de ella ni completamente afuera” (Le Blanc, 2010, p. 13).
Este artículo estudia la representación del cuerpo enfermo desde el registro de la dermatología clínica en la segunda mitad del siglo XIX en Colombia y España. Aquí se sostiene que la mirada dermatológica pone en obra una pendiente exteriorizada, es decir, materiales de conocimiento médico suministrados por una lectura de la piel. Retomando la consigna antropológica de Paul Valéry (1988) , según la cual lo más profundo de lo humano es la piel, tanto las descripciones clínicas como las puestas en escena en imágenes de enfermedades de la piel permiten situarse en la epidermis convertida en lenguaje médico. En este horizonte discursivo tiene lugar una ciencia general del orden, que le da sustrato a una preocupación por clasificar y distribuir en cuadros nosográficos organizados por identidades y diferencias. Un conocimiento del Orden pone en juego una mathesis que dispone las naturalezas simples por medio de una combinatoria algebraica, y una taxonomía que ordena las naturalezas complejas y las sitúa en representaciones que soportan un sistema de signos. Lo que es lo mismo, “los signos que el pensamiento mismo establece constituyen algo así como un álgebra de las representaciones complejas; y a la inversa, el álgebra es un método para proporcionar signos a las naturalezas simples y para operar sobre estos signos” (Foucault, 2001a, p. 78). Con ello, las relaciones de orden fundan un régimen de representaciones articuladas por percepciones, deseos y pensamientos, que, en la práctica específica de la historia natural, permitirá el entrecruzamiento de un sistema de los signos en el cuadro de las identidades y diferencias en el contexto de la dermatología clínica de la segunda mitad del siglo XIX. Se leerá el orden de la naturaleza a partir de un conjunto de caracteres instaurados por un cálculo de las igualdades y una génesis de las representaciones.
Las superficies patológicas o relieves perturbadores que inquieta a la mirada médica ponen de manifiesto las complejas formas de lo que se agita en el espesor de la membrana:
El muro que voy recorriendo termina en la arista vertical, luego en la segunda, en el sentido del grosor, finalmente en la tercera, en el mismo remate; siete u ocho molduras se dibujan en relieve; en sus piedras se abre la ventana, con sus ángulos, sus arcos y sus goznes […] oquedades, surcos, resaltes, bordes y ejes de todo tipo, son pliegues, bien definidos por sólidos que les dan la forma en la que los percibimos o cuya amplitud, a veces, permite que habitemos en su curvatura […] un volumen aparece bajo un pliegue, como implicado por sus bordes. No volveré a habitar su casa como antes […] ni el mundo, sus valles y sus montañas, ni las arrugas ni los vientres de la piel (Serres, 1994, pp. 45-46).
En este despliegue entre cuerpo, lenguaje y acontecimiento es posible examinar las proyecciones del discurso dermatológico en el saber de la enfermedad en Colombia y España durante la segunda mitad del siglo XIX. Veamos entonces cómo se pone de manifiesto la construcción en el campo epistemológico de la medicina de las enfermedades de la piel, teniendo como horizonte comprensivo un campo de enunciación clínica de la sífilis.
LA SÍFILIS, UN TERRITORIO DE MÚLTIPLES MANIFESTACIONES EN LA MIRADA DERMATOLÓGICA
El concepto de sífilis es posible rastrearlo retrospectivamente hasta finales del siglo XV en lo que concierne a su caracterización como una entidad nosológica de ocurrencia epidémica, crónica y de síntomas cutáneos circunscritos habitualmente a los genitales. En esta medida, el médico alemán Juan Federico Fritze sostenía en su Compendio sobre las enfermedades venéreas (1796) -traducido al toscano por Juan Bautista Monteggia y de este al castellano por Antonio Lavedan- que
el veneno venéreo nunca nace por sí mismo en el cuerpo, o por una espontánea corrupción de los humores; y así siempre deriva de contagio comunicado de una persona a otra, esta infección no se comunica por medio del aire, o por la vía del estómago a manera de varios otros miasmas; ni el veneno es apto para infeccionar por otro medio, como las viruelas, la peste, etc., y así siempre es preciso que toque inmediatamente y por algún espacio a alguna parte del cuerpo, la cual esté cubierta de una delgada sobrecutis [sic], o sin ella. Pertenece aun a las condiciones, bajo las cuales sucede fácilmente la infección, que el veneno se aplique al cuerpo con el vehículo de alguna materia fluida, y principalmente el muco puriforme [sic], o a lo menos que la parte tocada por él sea húmeda en su superficie (p. 9).
Por su sintomatología, la sífilis se ha visto a partir de una amalgama de diversas enfermedades (dermatológicas o constitucionales generales), tales como lepra, sarna, tuberculosis de la piel, de los huesos y de las glándulas, viruela, micosis de la piel, gonorrea, chancro blanco, linfogranuloma inguinal o gota. Es así como la sífilis ofrece un ejemplo de una enfermedad que en la historia ha cambiado en cuanto a su frecuencia y en cuanto a la delimitación de sus manifestaciones clínicas. Las transformaciones que ha experimentado en el nivel de su caracterización patológica en el transcurso de los siglos, son de la siguiente manera:
Aparecida en Europa bajo su forma venérea a finales del siglo XV, esta treponematosis fue ante todo una enfermedad muy aguda. Tomó luego aspectos más crónicos, manifestándose mediante estados patológicos variados y, gracias a los tratamientos eficaces, deja al fin de ser una endemia masiva de ciertas poblaciones, al mismo tiempo que resiste siempre bajo formas esporádicas (Grmek y Sournia, 1999, p. 29).
La sífilis es una enfermedad que cumple el cuadro propuesto por Charles Nicolle (1866-1936) para el estudio de las enfermedades desde una perspectiva histórica de evolución permanente. Nicolle se preocupó por los contextos sociohistóricos y epidemiológicos donde emergen nuevas enfermedades. La existencia de nuevas enfermedades es inevitable, dice, pero nunca podrían ser localizadas en sus orígenes porque cuando se sabe la presencia de esas enfermedades ya están formadas, son adultas. Y aparecerán como apareció Atenea, saliendo armada desde la cabeza de Zeus. Las nuevas enfermedades se camuflan con los síntomas de enfermedades existentes y sólo después podrán ser clasificadas como un nuevo tipo patológico en el cuadro taxonómico de las enfermedades ya catalogadas. Siguiendo este esquema epistemológico, las enfermedades manifiestan su destino histórico: “hay algunas que ‘nacen’ a causa de la modificación de las relaciones entre el hombre y los gérmenes, mediante la exposición del organismo humano a factores físicos y químicos nuevos o mediante acontecimientos de orden genético; otras ‘mueren’, por razones desconocidas o por la eliminación de las causas materiales o sociales” (Grmek y Sournia, 1999, p. 30). Sin embargo, la desaparición de una enfermedad no es posible determinarla con precisión, lo que hace necesario, como dicen Grmek y Sournia, hablar más bien de su emergencia o su declive que de su novedad o desaparición.
Para la epidemiología del siglo XIX, dentro del registro de una expectación epidérmica, la lepra, la tuberculosis y la sífilis, enfermedades infecciosas crónicas, son paradigmáticas en el panorama de la mirada médica. La primera porque, según Grmek (2002) , fue eliminada de la patocenosis (los diversos estados mórbidos presentes en una población) de los países industrializados; la segunda porque tomó un lugar dominante en el ámbito de la epidemiología, y la tercera porque sufrió un cambio radical en su caracterización clínica y visualización patológica. Tres patologías que constituirán tres metáforas vivas (Ricœur, 1980) de tensión constante en el campo de saber de la clínica en la segunda mitad del siglo XIX. La enfermedad cuando comporta transformaciones vistas como monstruosas gira a una metáfora de lo repulsivo, desde la cual se asume lo anormal en el seno de un orden de leyes y normas biológicas, médicas y jurídicas: cada cosa en su lugar para salvaguardar la moral y el bien social; he aquí una ambición científica y moral de los médicos colombianos y españoles de la segunda mitad del siglo XIX proyectada en sus descripciones y observaciones clínicas. Lo monstruoso, al hacer ruido, “recuerda que toda sociedad fabrica un conjunto de peligros a los cuales controla y devora en una obsesión por lo normal” (Cardona, 2012, p. 65). La metáfora viva de la enfermedad deformante está presente en las manifestaciones dermatológicas de la sífilis, las cuales tienen su materialidad discursiva en la práctica discursiva de la clínica que aquí se analiza.
Según Grmek, una enfermedad sólo existe en el contexto de una idea general de lo mórbido que otorga a todas las posibles expresiones concretas una atmósfera discursiva de unidad. Con el concepto de patocenosis se proyecta una reflexión epistemológica de la enfermedad a partir de la cual, más que indicar la existencia de enfermedades aisladas, se comprende “lo mórbido como sistema dinámico donde la manifestación de una enfermedad depende de la presencia y distribución del conjunto de enfermedades que le son contemporáneas y propias de una población y un espacio determinado” (Bacarlett, 2004, p. 285).
El concepto de sífilis como enfermedad venérea emerge a finales del siglo XV en un contexto de pensamiento regulado por la astrología que contribuyó, como dice Ludwik Fleck (1986) , a darle el carácter de venérea en tanto su differentia specifica. Esta relación astrológica fue construida en los siguientes términos:
La conjunción de Saturno y Júpiter el 25 de noviembre de 1484, bajo el signo de Escorpión y en la Casa de Marte, fue causa del mal venéreo (Lustseuche). El buen Júpiter sucumbió ante los malignos planetas Saturno y Marte. El signo de Escorpión, al que están sometidas las partes sexuales, explica por qué fueron los genitales el primer punto afectado por las nuevas enfermedades (según I. Bloch, citado por Ludwik Fleck, 1986, p. 46).
La temporalidad coincide, siguiendo a Grmek, con la emergencia de una enfermedad nueva a partir de la introducción de una región a otra y por mutación de las treponemas en el siglo XVI. Los intercambios de microbios entre los Dos Mundos, propiciado por el descubrimiento y conquista de América, permitió la introducción en Europa de la sífilis venérea y la llegada a América de la viruela y de un síndrome gripal mortal, que al diezmar la población americana dio paso a una verdadera guerra biológica aliada de los conquistadores europeos, sin que esto lo hubieran pretendido.
Pero, en una época de saber inscrita en una episteme de la semejanza, no sólo la astrología contribuyó a formular la naturaleza venérea de la sífilis (morbus venereus); otros dos factores ayudaron a su caracterización dermatológica: a) el saber terapéutico de los médicos empiristas de los siglos XV y XVI, quienes utilizaban el mercurio y comprendían sus efectos farmacológicos, tanto en la sífilis como en la lepra y la sarna, y b) las tensiones epistemológicas que generó su conceptualización patológica. En esta dirección, el médico Juan Luciano Murrieta, profesor de clínica de la Universidad de Madrid, sostenía en 1848 que la caracterización clínica de la sífilis se ubicaba en el siglo XV:
Los primeros síntomas con que apareció en Europa la sífilis fueron las erupciones venéreas; pues que los primeros autores que escribieron de ella al fin del quinceno siglo, hacen mención de las pústulas costrosas, húmedas y ulcerosas parecen indicar que en ese tiempo ya se conocían muchas especies, las que confundidas con el sin número de formas diversas que puede revestir la sífilis, atravesaron muchos siglos sin llamar casi la atención, sino de tiempo en tiempo y muy ligeramente, a la mayor parte de autores; pero al principio del siglo XIX las erupciones venéreas fueron separadas y distinguidas con el nombre de sifílides; y esta denominación comprendía todas las alteraciones de la piel producidas por el virus venéreo, las que estaban agrupadas comúnmente, bien según sus diferentes estados, bien según su forma accidental, sin tomar en consideración los elementos primitivos, reuniendo variedades de todo tipo diferentes, y admitiendo especies enteras, como la sifílide ulcerosa, sobre caracteres del todo secundarios (la ulceración), que pueden ser consecuencia de diferentes alteraciones (1848, pp. 264-264).
De esta forma, tres horizontes enunciativos se ponen en juego, uno ético-místico del mal venéreo, otro empírico-terapéutico y otro experimental-patológico de definición de la enfermedad. Un ejemplo claro de que las condiciones histórico-culturales suponen una elección epistemológica que fusiona diversas perspectivas o estilos articulados por conceptos en mutua relación. “La historia enseña que pueden producirse fuertes disputas sobre la definición de los conceptos. Esto demuestra en qué poca medida a las convenciones posibles, iguales desde un punto de vista lógico, se les otorga un valor similar, y esto independientemente de razones utilitarias de cualquier tipo” (Fleck, 1986, p. 55). En esta medida, la agrupación de las enfermedades venéreas bajo el concepto de mal venéreo fue una conexión activa, dice Fleck, de fenómenos explicables histórica y culturalmente.
En cuanto a la definición de la sífilis como una entidad nosológica patogénica y como una entidad etiológica diferenciada, se tienen varias singularidades histórico-epistemológicas. El mecanismo de las asociaciones patológicas se fundó en la teoría de las discrasias, de la mezcla de los humores perniciosos y corruptos, en donde se formula la idea de la sangre corrupta de los enfermos de sífilis (alteratio sanguinis, decía Thomas Sydenham en el siglo XVII) como consecuencia de la mezcla de los humores. La teoría de las discrasias tiene su importancia en la definición de la enfermedad en el horizonte de comprensión de la dermatología del siglo XIX. En las Lecciones sobre dermatología y nociones sobre sifilografía dadas por Enrique Slocker en la Facultad de Medicina de Valencia en 1890, se definen las discrasias como
padecimientos generales en que la nutrición está perturbada, originando alteraciones moleculares de carácter químico (siempre por falta de adecuación entre la energía individual y las influencias cósmicas), acompañadas de modificaciones de estructura. Las referidas alteraciones se hallan sobre todo en el medio interno (sangre) y se producen por infinitas causas. Las dermatosis que originan han sido en su mayoría estudiadas; suelen ser agudas y a ellas pertenecen casi todas las erupciones pseudo-exantemáticas ya conocidas (Slocker, 1890, p. 290).
El énfasis en la sangre alterada por la presencia del virus sifilítico muestra en un contexto científico como el de Slocker (finales del siglo XIX) la persistencia de un neohipocratismo ligado a una medicina de los humores caracterizada por el control de los efectos mórbidos de la materia orgánica, el temor al contagio por lo maloliente, el proyecto de una taxonomía nosológica de las enfermedades, la percepción de lo fétido como factor epidémico y la organización de un espacio salubre que garantice la circulación de los elementos y las personas, además de la emergencia de los sistemas químicos y mecánicos (los cuales permitieron la constitución de una fisiopatología), el desplazamiento de la mirada médica a realidades más objetivas, rechazando todo registro de especulación o campo de hipótesis o de opinión, posibilitando el establecimiento de constituciones médicas, entendidas como la reunión en un mismo estudio de las enfermedades, vistas en tanto un todo ante las reacciones de la naturaleza o natura o fuerza medicatrix, definida en sus notas explicativas por Joan Giné y Partagás en su novela científica Misterios de la locura (1890) como una “supuesta fuerza, a la cual la escuela vitalista atribuye la dirección de los movimientos curativos del organismo” (Giné y Partagás, 1890, p. 338).
Como se aprecia, la presencia de la teoría de los humores para explicar el asiento de la enfermedad es reiterativa.3 Esta teoría, en los siglos XVIII y XIX, pone en juego una correspondencia isomórfica entre el orden del cosmos y el equilibrio del organismo expresado en un poder natural de corrección de los desórdenes; he aquí la vix medicatris naturae. Elementos como el aire, el agua y los lugares, son centrales en la medicina humoral, donde la influencia de las estaciones climáticas, los vientos, el sol, el régimen alimentario, el modo de vida y las costumbres de los habitantes de una localidad son decisivos para la ocurrencia de enfermedades. En este espacio discursivo que reactualiza el saber hipocrático o galénico de los dos tipos de pneuma de una teoría de los humores: el pneuma zotikon o pneuma vital, transmitido a todos los órganos del cuerpo por la sangre arterial desde la parte izquierda del corazón, este pneuma es el agente activo de la respiración y de la combustión, el principio de la vida; el pneuma psychikon o spiritus animalis, el cual llena el corazón y sus lóbulos, pero no es el alma sino el producto del flujo de la sangre que llega al cerebro. Todos estos son alimentados por las venas y las arterias: las venas transportan el alimento, y las arterias, el espíritu vital. En esta explicación, el aire puede llegar al cerebro por las cavidades nasales, órgano independiente del corazón, las arterias y los pulmones. Así, una fisiología del cuerpo humano integra cuatro elementos y una doble cualidad, cada uno relacionado con cuatro humores: lo cálido, lo húmedo, lo frío y lo seco se ponen en función en todos los ámbitos de la física y de la fisiología. En el cuadro 1 podemos ver cómo funcionan estos elementos y humores.
Norte | ||||
FRÍO | Agua | HÚMEDO | ||
Invierno | ||||
Flema | ||||
Flemático | ||||
Oeste | Tierra | Elemento | Aire | Este |
Otoño | Estación | Primavera | ||
Bilis negra | Humor | Sangre | ||
Melancólico | Temperamento | Sanguíneo | ||
SECO | Fuego | CÁLIDO | ||
Verano | ||||
Bilis amarilla | ||||
Colérico | ||||
Sur |
Fuente: elaboración propia.
Teniendo en cuenta los puntos anteriores para explicar una enfermedad como la sífilis, se buscará lo específico, lo común en la sangre corrupta, ya que la erupción sifilítica se considerará como el intento de la naturaleza de manifestarse en un afuera, buscar una salida para expulsar la sustancia patógena, a través de la piel, para purificar o suavizar la sangre. Con ello, emerge la teoría de la sangre sifilítica que traerá consigo las investigaciones biológico-químicas de la sangre de los sifilíticos para establecer diagnósticos que apoyaban la constitucionalidad o contagiosidad de la enfermedad. En esta dirección podría ubicarse la definición de sífilis de Maximino Teijeiro, catedrático de la clínica médica de la Universidad de Santiago, en 1880: “es una enfermedad eminentemente contagiosa, de curso crónico (uno a tres años) y que consiste en una infección de la sangre, ocasionada por la introducción en nuestra economía de pus o de sangre de un sifilítico, y que se manifiesta por una o muchas erupciones, ya papulosas, ya en forma de placas mucosas principalmente” (Teijeiro, 1880, pp. 31-32).
Será con la reacción de Wassermann,4 a comienzos del siglo XX, que se establecerán nuevas fronteras en la formación del concepto de sífilis, en cuanto a sus estadios secundario y terciario, particularmente sobre la tabes dorsal y la parálisis progresiva. Con esta reacción se definirá la sífilis hereditaria y la sífilis latente, se refutará las conexiones de la sífilis con otras enfermedades como tisis, raquitismo o lupus, se impulsará igualmente el desarrollo de una nueva disciplina llamada serología, y repercutirá sobre el concepto etiológico de esta enfermedad venérea. Es así como M. Henri Leloir (1855-1896), de la Facultad de Medicina de Lille, sostenía en sus “Lecciones acerca de la sífilis dada en el hospital de San Salvador”, 5recurriendo a una tautología, que:
El virus sifilítico es uno; este es un hecho demostrado de una manera indudable. No hay diversos virus sifilíticos, como no hay muchos virus variolosos, vaciníferos [sic], ni muermosos, etc. El virus sifilítico inoculado a un individuo sano reproduce siempre una enfermedad idéntica a la que ha suministrado los productos que han servido para la inoculación. La sífilis da lugar siempre y únicamente a la sífilis (Leloir, 1885, p. 159).
La serología se relaciona con el principio de la vacunación que para finales del siglo XIX originó el tratamiento profiláctico y terapéutico llamado seroterapia, consistente en la utilización de suero modificado por el contacto con un agente infeccioso para ser inyectado en un paciente y provocar en él la inmunidad pasiva y la curación. En este registro, la emergencia de la inmunología encuentra su estatuto de cientificidad, al incorporar la relación de tipo pasteuriano entre organismo vacunado y virus en la relación más general entre anticuerpo y antígeno (véase Fantini, 1999). Entre los médicos colombianos y españoles de finales del siglo XIX era recurrente la aplicación del uso de la seroterapia para el tratamiento de enfermedades como la tuberculosis, la sífilis y la lepra. Así, la experimentación de este tratamiento para la lepra, una enfermedad de desarrollo lento, se aprecia en la tesis de medicina y cirugía, presentada a la Facultad de Medicina y Ciencias Naturales de la Universidad Nacional de Colombia por Julio Martín Restrepo (1896) llamada Estudio sobre la lepra y su tratamiento por la seroterapia.
Un punto importante a resaltar es el que se relaciona con el imaginario médico del virus, que vuelve a la escena con los estudios de la serología. La medicina admite sus objetos de conocimiento a partir de un régimen de visibilidad y enunciabilidad que le dan sustrato a lo que se configura como ciencia en una época. Este es el caso del denominado virus sifilítico visto como agente patógeno de la enfermedad venérea. Se recuerdan las investigaciones del médico escocés John Hunter (1728-1793), maestro de Edward Jenner (1749-1823), quien se inoculó pus gonocóccico para llegar a la falsa conclusión de que blenorragia y sífilis eran una misma enfermedad (Laín Entralgo, 1963); por ello el conocido chancro duro o de Hunter, que es la úlcera que constituye la lesión primaria de la sífilis. Hunter fue quien le dio sustrato epistemológico en el saber médico a la noción virus sifilítico. Antonio Prart y Bosch afirmaba en 1861 que el virus sifilítico era una
substancia desconocida en su esencia, reconocible empero por sus efectos. El pus de un chancro no se distingue del común ni por sus propiedades físicas, ni por sus cualidades químicas, ni por sus caracteres microscópicos; diferenciase tan sólo por el modo como obra sobre el organismo. No es extraño por lo mismo que la escuela fisiológica negase su existencia a pesar de la gran confusión que esto debía necesariamente introducir en la patogenia de la sífilis (Prart y Bosch, 1861 p. 21).
En este mismo sentido, José González Olivares, en un artículo llamado “Estudios clínicos sobre la sífilis”, publicado en El Siglo Médico (Boletín de Medicina y Gaceta Médica) editada en Madrid en 1856, ya caracterizaba a la blenorragia como una inflamación de las mucosas de los “órganos de la generación del hombre y de la mujer”, caracterizada por la formación de moco-pus y que tiene como causas en el hombre el vicio reumático, escrofuloso y herpético, el abuso de cerveza y de sidra, la “demasiada longitud del miembro viril”, el agrandamiento de meato urinario, el “abuso de la venus”, la suciedad, el celibato, la masturbación, el sexo femenino, entre otras, los cuales unidos a la presencia del pus virulento, virus sifilítico, son el terreno ideal para la presencia de la blenorragia, que sería una inflamación catarral simple de los genitales producto “después de un coito impuro”.
Con la apertura de este nuevo registro de experimentación, se puede apreciar cómo la historia de un campo de saber se constituye por una serie de tensiones problemáticas que le dan sustrato a la formación de un concepto,6 como es el caso del concepto de sífilis,7 en el que la atribución del agente de la enfermedad ha tenido varias formulaciones: las ideas del espíritu simbólico-místico y del gusano como causantes de ella; la idea del tóxico y del contagium vivum; y el lugar de la bacteria Spirochaeta pallida identificada en 1905 por el zoólogo Fritz Schaudinn (1871-1906) y el dermatólogo Erich Hoffmann (1868-1959) como agente causal. Sobre esta última formulación, un terreno de inestabilidades epistemológicas se pone en juego, pues la sola presencia de un agente no quiere decir necesariamente el estar enfermo. Así, Fleck insiste: “Puede afirmarse hoy [1935] bastante impunemente que el ‘agente causal’ es meramente un síntoma -y, desde luego, no el más importante- entre los muchos que causan una enfermedad. Su sola presencia no es suficiente, ya que, a causa de la ubicuidad de muchos microbios, puede darse su presencia sin que tenga lugar en el huésped la enfermedad” (Fleck, 1986, p. 62).
Una crítica al reduccionismo bacteriológico se encuentra en este párrafo, precisamente apoyada por los contenidos de saber de la inmunología y con ella de la serología, que le dio un registro de enunciabilidad a la reacción de Wassermann. Hasta la misma estructura biológica de la Spirochaeta pallida ofrece dificultades para su diferenciación microbiológica, ya que es similar a otras espiroquetas como cuniculi, pallidula o dentium, lo cual demuestra el alto grado de variabilidad de las bacterias que no permite su clasificación precisa por especies. Este dilema es reportado por el médico colombiano Antonio J. González (1905) en su tesis sobre sífilis, cuando sostiene que
hoy el mundo científico está por aceptar como agente de la sífilis, el microorganismo descubierto por F. Schaudinn y Hoffman. En sus investigaciones microscópicas acerca de la sífilis, Schaudinn notó la presencia de verdaderas espiroquetas no solamente en la superficie de las pápulas y chanchos, sino también en el espesor mismo de los tejidos; pero como microorganismos análogos habían sido señalados en diferentes afecciones de los órganos genitales y aún en el esmegma prepucial [sic] como lo manifestaron los trabajos de Álvarez y Tavel, los autores alemanes no quisieron emitir sus opiniones al principio. No tardaron en convencerse después que en sus preparaciones existían dos especies distintas de estos microorganismos: el uno más grueso, que toma una coloración más pronunciada, al cual designan con el nombre de Espiroqueta refringens; y el otro, más delicado y difícilmente colorable, al cual dieron el nombre de Espiroqueta pálida (p. 16).
Los planteamientos de González revelan lo vertiginoso de la investigación científica a finales del siglo XIX y comienzos del XX y su incidencia en la práctica médica, ya que la publicación de la tesis de González está a la par de los trabajos bacteriológicos de Schaudinn y Hoffman sobre la Spirochaeta pallida, lo cual deja ver una circulación eficaz del conocimiento científico entre las comunidades médicas en Europa y en América. Esto se aprecia, además de las tesis de medicina, en las revistas científicas de la época en la sesión de correspondencia.8
Sin embargo, epistemológicamente no se puede hablar de que la sífilis se defina sólo por la Spirochaeta pallida, pues, como dice Fleck, la idea del agente causal de la sífilis es removido por la incertidumbre del concepto de especie biológica, un campo que es constantemente cuestionado por los descubrimientos de la patología, la microbiología y de la epidemiología.
Este tipo de precisión etiológica, en el registro de la epistemiología médica, se aprecia en la definición de la sífilis que ofrece Antonio J. González en su tesis presentada en la Facultad de Medicina y Cirugía de Medellín en 1905. Allí sostiene, recurriendo al dermatólogo francés Jean-Alfred Fournier (1832-1914), que la sífilis “es una enfermedad específica, de carácter infeccioso y exclusivamente propia de la especie humana, introducida en el organismo por el contagio o por la herencia, esencialmente intermitente en sus manifestaciones y constituida por una innumerable serie de síntomas o de lesiones que pueden bajo formas muy variadas interesar todos los sistemas de la economía” (González, 1905, p. 10).
Estas citas muestran que el devenir histórico del concepto de sífilis es un campo de enunciación permanente o en apertura a explicaciones etiológicas. Por ello, Ludwik Fleck sostenía en 1936 que,
El desarrollo del concepto de sífilis como enfermedad específica no está, por tanto, concluido y es imposible que lo estuviera, pues participa en todos los descubrimientos de la patológica, microbiología y de la epidemiología. En el curso del tiempo el carácter del concepto se transformó desde el místico hasta el etiológico, pasando por el empírico y el patológico, con lo que no sólo adquirió un gran enriquecimiento de detalles sino que perdió también muchos aspectos concretos de las teorías anteriores. Así, enseñamos y aprendemos hoy muy poco o nada sobre la dependencia de la sífilis del clima, de las estaciones y de la constitución general de los enfermos, mientras en los escritos antiguos podían verse muchas observaciones sobre estos puntos. Por otra parte, con la transformación del concepto de sífilis surgieron muchos problemas y nuevos campos de saber. Lo único seguro es que nada está definitivamente cerrado (Fleck, 1986, p. 66).
A pesar de todo, con la caracterización bacteriológica de la espiroqueta, los trabajos de August von Wassermann sobre su diagnóstico serológico, el tratamiento por mercurio y sales de bismuto, la sintetización quimioterapéutica del Salvarsán9 en 1909 por Paul Ehrlich (1854-1915) y Sahachiro Hata (1873-1938) y la administración de la penicilina, hicieron que la sífilis retrocediera de la patocenosis de los países occidentales. Sin embargo, como afirman Grmek y Sournia (1999) , cuando “las enfermedades sexualmente trasmisibles parecían pertenecer al pasado, bruscamente la emergencia del SIDA las vuelve a poner al orden del día” (p. 15).
A la caracterización de la sífilis como una enfermedad venérea se unirán, en el siglo XIX, el alcoholismo y la tuberculosis en un cuadro patológico asociado, en el imaginario colectivo de los países occidentales, a la degeneración y declive del hombre moderno. De esta manera, se perseguirá a la prostitución, sindicada de la propagación del mal gálico, con el fin de controlar los efectos degenerativos de la sífilis en la sociedad. “Las administraciones de la mayoría de los Estados se movilizan: se promulga leyes que facilita la lucha contra las enfermedades sexualmente transmisibles, se defiende la información del público sobre los medios de prevención, se abren dispensarios y se asegura la gratuidad de los cuidados” (Grmek y Sournia, 1999, p. 15). La sífilis implicará entonces, tanto en el ámbito político como en el médico, un juicio moral relacionado con la transgresión sexual y con la prostitución.10
Las condiciones de vida de las prostitutas se medicalizarán a partir del ejercicio de la mirada médica y jurídica decimonónica, desde donde se estigmatizan sus taras físicas y morales. En este sentido, hablar de medicalización hace referencia a los procesos mediante los cuales problemas no médicos son tratados como si lo fueran, para justificar en términos policiales un fenómeno visto como enfermedad, desviación o trastorno en el orden social. Así, se medicaliza la condición humana estigmatizando y judicializando comportamientos o sentimientos asimilados como desagradables, perniciosos o anormales vinculados indefectiblemente al hecho social de ser persona (véase Chodoff, 2002). Según Michel Foucault (1990) , la medicalización concierne al hecho de que la existencia, la conducta, el comportamiento y el cuerpo humano se incorporan a una red de relaciones capitalista emergente desde el siglo XVIII, donde la medicina determina el funcionamiento del cuerpo normal según una biopolítica de la población, en la que aparece una medicina social. De esta forma, Foucault (1990) llega a sostener que
con el capitalismo no se pasó de una medicina colectiva a una medicina privada, sino precisamente lo contrario; el capitalismo, que se desenvuelve a fines del siglo XVIII y comienzos del XIX, socializó un primer objeto, que fue el cuerpo, en función de la fuerza productiva, de la fuerza laboral. El control de la sociedad sobre los individuos no se opera simplemente por la conciencia o por la ideología sino que se ejerce en el cuerpo, con el cuerpo. Para la sociedad capitalista lo importante era lo biológico, lo somático, lo corporal antes que nada. El cuerpo es una realidad biopolítica; la medicina es una estrategia biopolítica (p. 125).
La medicalización médica y jurídica de la sífilis propició que los riesgos vinculados primero a la miseria de la prostitución condujeron a la formación de la noción de grupo de riesgo, en el que, como sugiere François Delaporte (2002) , “la enfermedad bascula una concepción que es a la vez social y moral, por medio de la cual se convierte en el punto culminante de un proceso de degradación” (p. 100). En este orden del discurso se modula la posición de Alexandre Parent du Châtelet (1790-1836), para quien la sífilis constituye un problema que golpea a la juventud y amenaza degenerar a las generaciones futuras, debilitándola para la procreación e imposibilitándola para cualquier actividad social y vital. De allí la serie de medidas de salubridad pública para proteger a los inocentes que este médico francés proponía:
Sus estragos [de la sífilis] no tienen interrupción. Esta enfermedad ataca preferentemente esta parte de la población que, por su edad, hace la fuerza así como la riqueza de los Estados. La sífilis debilita esta población en el momento mismo de su existencia en que, por las leyes de la naturaleza, se encuentra en estado de procrear seres vigorosos. Y si dicha enfermedad no vuelve estéril esta población, los desafortunados procreados con su estigma forman una raza bastarda, impropia tanto para las funciones civiles como para el servicio militar, convirtiéndose, en definitiva, en un peso para la sociedad. Finalmente, la inocencia y la virtud más puras, no están protegidas en nuestras sociedades de dichos ataques. Cuántas nodrizas, cuántas esposas virtuosas, cuántos niños en estado de amamantamiento son, de año en año, cruelmente atacados por esta enfermedad.11
Sífilis y prostitución representarán un mismo problema para la medicina de la primera mitad del siglo XIX, momento en el que emerge la vigilancia sanitaria de las prostitutas según un proceso de medicalización de los cuerpos sifilíticos. Con el conjunto de medidas que se ejercen sobre las horizontales (como las llamaba Cesare Lombroso desde su perspectiva de la antropología criminal), la prevención ya no sólo se dispone bajo los muros de un establecimiento, sino que se extiende a toda la sociedad, por medio de una vigilancia constante en todo lugar en el contexto urbano.12 “Para lograr esto, es necesario recibir apoyo de las instancias de control, multiplicar los medios de vigilancia, los puestos de registro y los lugares de control sanitario. En resumen, se hace necesario asegurar la visibilidad del medio de la prostitución” (Delaporte, 2002, p. 101). La casa de tolerancia tendrá aquí toda su función panóptica, pues allí se concentrará el mal en un solo punto haciéndose transparente. La dama de la casa, vigilante y reguladora de las conductas, asegurará el estado sanitario, la decencia y la limpieza de las muchachas inscritas en ese lugar, así como la puesta en marcha de dispensarios donde los médicos examinarían los cuerpos de las prostitutas y la posible presencia de la sífilis.
En este sentido, Antonio Prats Bosch, en su texto La prostitución y la sífilis, publicado en Barcelona en 1861, sostenía que una de las plagas más temibles de la “mísera humanidad” eran las “enfermedades sifilíticas” transmitidas por el virus sifilítico que degrada, afea y descompone el cuerpo del desdichado contagiado. Por ello -según este médico- el compromiso moral de la medicina de enfrentarse a las enfermedades sifilíticas, lo que constituye una aplicación medicalizadora y biopolítica sobre el cuerpo social, es decir, la población. Para Prats Bosch (1861):
No son pocos por desgracia los matrimonios que gozando ayer una tranquilidad completa, se han convertido en un centro de disgustos y sinsabores desde que la sífilis ha arrojado en medio de ellos la tea de la discordia. La casta esposa manchada con un virus que sólo debía ser patrimonio de la prostitución, comprende la infidelidad de su marido al mirarse cubierta de una dolencia que aja su hermosura y amenaza al tierno ser que lleva en sus entrañas. El disgusto y la antipatía reemplazan al amor que poco a profesado a su consorte, y desechos ya los lazos con que entrambos estaban unidos, estalla una guerra doméstica que sólo termina por el divorcio y el consiguiente descuido de la educación moral y religiosa de los hijos (p. 10).
Según este autor, para que una enfermedad sifilítica se propague de una persona a otra sería indispensable que “uno de ellos tenga una cantidad mayor o menor de pus específico y lo traslade al individuo sano” (p. 11); con ello, aseguraba que la ocurrencia del contagio se debía a dos condiciones: por un lado, la existencia del virus sifilítico, y por otro, su inoculación, la cual se llevaba a cabo por “cópula impura” ligada a la prostitución. Así, para Prats Bosch, era preciso, siguiendo los planteamientos de Parent-Duchâtelet, rectificar las costumbres de la sociedad que ha caído en el vicio venéreo a través de una férrea educación moral, reconociendo igualmente la desgracia de muchas mujeres que por el libertinaje, el lujo, la mezcla de sexos en las fábricas, la miseria y el abandono de la sociedad del siglo XIX cayeron en la prostitución. He aquí la importancia de la existencia de casas de tolerancia y dispensarios para controlar la propagación de la sífilis y el desarrollo de la vigilancia regular y sanitaria de las prostitutas a través de registros de sanidad o certificados de higiene corporal de las mujeres que ejercían esta profesión, realizados por médicos en tres lugares diferentes:
a) Visitas a las prostitutas del dispensario, realizando una inspección de sus cuerpos, valiéndose para ello del ascenso a los peldaños de una silla para medir el umbral del dolor soportado por ellas: “Esta ligera elevación de los peldaños tiene su objetivo; existen algunas afecciones, particularmente las que tienen que ver con bubones inguinales, que dificultan la subida de un peldaño y que producen dolores violentos cada vez que se deba levantar el pie, aun a una ligera distancia del suelo.”13
b) En las casas de tolerancia las directoras del embellecimiento asignan un lugar para que el médico diagnostique el estado de los cuerpos de las prostitutas, y si se encontrara presencia de una afección contagiosa, se las envía al dispensario para su reclusión y después son transferidas al hospital para ser tratadas de su venérea.
c) En el depósito de la prefectura de policía, las mujeres que representen un posible peligro de propagación venérea son internadas, con el objeto de establecer un control sanitario de las prostitutas clandestinas.
La vigilancia y la obligación de las visitas médicas a las prostitutas tendrían su eficacia, según los médicos del siglo XIX, en tanto medidas policiacas para detener la propagación de las enfermedades venéreas. Con ello, una concepción de lo normal a lo patológico pasa por una consideración de los grupos de riesgo que pone en tensión a la medicina en el orden de la desviación y de lo patológico. “Del hombre modelo, respetuoso de la higiene, a la miseria primera de las epidemias se pasa, desde entonces, por los grupos sociales que, por su tipo de vida, son condenados” (Delaporte, 2002, p. 105). La medicina del siglo XIX tendrá que ver más con un proyecto de normalidad que con el de salud o curación. Este proyecto de normalidad de la medicina del siglo XIX hace pensar en el ensayo de Georges Canguilhem, “¿Es posible una pedagogía de la curación?”, (2004), donde se reflexiona la relación entre médico y enfermo en el acontecimiento de la curación que en última instancia no ha importado a la práctica médica (lo que sí se le pide al curandero ligado a la eficacia simbólica de la magia), ya que ve en ella un elemento de subjetividad, mientras que, desde un aparente punto de vista objetivo, la curación es vista por la medicina “en el eje de un tratamiento validado por el recuento estadístico de sus resultados” (Canguilhem, 2004, p. 69). Así, si para el enfermo la curación es lo que aspira de la medicina, para el médico lo que le debe el enfermo a la medicina es el tratamiento que pudo llegar, sin ser su pretensión, a la curación. Leibniz ya sostenía en 1710 en sus Ensayos de Teodicea que
no me sorprende que los hombres estén enfermos alguna vez, pero me asombra que lo estén tan poco, y que no lo estén siempre; y además esto debe hacernos apreciar el artificio divino del mecanismo de los animales, de los que el autor hizo máquinas tan endebles y sujetas a la corrupción y sin embargo tan capaces de mantenerse; pues quien nos cura es la naturaleza, antes que la medicina (cita de Canguilhem, 2004, pp. 74-75).
Con el tránsito del siglo XIX al XX, “la imagen del médico hábil y atento de quien los enfermos singulares esperan su curación va siendo ocultada, poco a poco, por la de un agente ejecutor de las consignas de un aparato de Estado encargado de velar por el respeto del derecho a la salud reivindicado por cada ciudadano, como respuesta a los deberes que la colectividad declara asumir por el bien de todos” (Canguilhem, 2004, p. 79).
Por ello la medicalización y moralización del cuerpo de la prostituta. Este proyecto de normalidad tiene sus resonancias en una concepción de la delincuencia que pretende ser tratada y separada según los márgenes de la legalidad. Sobre este punto, Michel Foucault (1998) sostiene que precisamente la delincuencia, expresada en la corporalidad de la prostituta, constituye un ilegalismo subordinado, pues todas las vigilancias que ella implica garantizarán su docilidad: “La delincuencia, ilegalismo sometido, es un agente para los ilegalismos de los grupos dominantes” (p. 284). Los sistemas de control de la prostitución lo evidencian:
los controles de policía y de sanidad sobre las prostitutas, su paso regular por la prisión, la organización en gran escala de las mancebías, la jerarquía puntual que se mantenía en el medio de la prostitución, su encuadramiento por los delincuentes-confidente; todo esto permitía canalizar y recuperar por una serie entera de intermediarios los enormes provechos sobre un placer sexual que una moralización cotidiana cada vez más insistente condena a una semiclandestinidad y volvía naturalmente costoso (Foucault, 1998, p. 285).
Un puritanismo interesado, dice Foucault, ha sido cómplice del medio delincuente, en la formación de un precio del placer, de un provecho de la sexualidad reprimida y su recuperación “un agente fiscal ilícito sobre prácticas ilegales”.
De esta manera, la sífilis se erige a la categoría de amenaza social, vinculada por las campañas de prevención al problema de la degeneración de la raza. “El punto álgido no era el tratamiento de las enfermedades venéreas, para lo cual habría bastado las campañas de prevención, el diagnóstico temprano y la terapéutica adecuada, sino su propagación, sinónimo de prostitución” (Pedraza, 1999, p. 143). Al medicalizar y moralizar el cuerpo de la prostituta se intentará reglamentar la prostitución, tanto para frenar las enfermedades venéreas como para salvaguardar la moral pública; sin embargo, para los higienistas el papel de la prostituta seguirá siendo el de válvula para evacuar el exceso seminal que acumula la sociedad (véase Corbin, 1991). Así, se la estigmatiza y se impulsa su actividad en un juego de doble moral sexual, imponiendo el certificado médico prenupcial y la educación sexual.
CONCLUSIONES
El lenguaje de la piel se pone al descubierto en las superficies parlantes del cuerpo enfermo, donde confluyen el tacto y la mirada. He aquí dos dimensiones del cuerpo sensible que confluyen en este artículo: el enlace entre la mirada y el tacto en la dermatología clínica que se conjuga en la experiencia corporal de lo mórbido. Por ello, las superficies corporales de la enfermedad ponen en juego una piel historiada de aquello que puede ser comprendido como patológico, además de hacer visible y decible una experiencia del rostro ante la enfermedad. Esto se pone de manifiesto en las revelaciones abstraídas por la dermatología clínica de una enfermedad como la sífilis, en las que la configuración de la máscara queda impresa en el papel o identidad social de la noción de persona enferma. Lo que se percibe en la caracterización y descripción de casos clínicos es un teatro social personificado por una ontología corporal en los márgenes de lo que puede ser comprendido en el plano del lenguaje como normal o patológico. Toda una máquina abstracta de rostridad (pregonada por Deleuze y Guattari, 2004) del estado patológico en los dispositivos de saber médico del ver y del decir, presentes en las expresiones de las emociones y en las estéticas del asombro y del reconocimiento de lo otro en la persona-máscara del enfermo. Así, la enfermedad es un campo de inmanencias de las emociones, los miedos, las repugnancias, los estados de ánimo y los trastornos, que tiene su coreografía en la piel y su revelación en los rostros retratado por la dermatología clínica en Colombia y España en la segunda mitad del siglo XIX.
Para concluir en el pliegue de un retorno reflexivo evoquemos al poeta francés Charles Baudelaire (1821-1867), cubierto, ya para 1860, por las lesiones cutáneas de la sífilis que padecía desde los 25 años. Los intensos dolores los intentaba mitigar con el consumo de opio (láudano) y hachís, experimentando su primera parálisis en 1865 y una grave afasia junto con una hemiplejía del lado derecho de su cuerpo un año después; muere posteriormente en 1867 recordando, quizá, el poema que dedicó a Sarah, su amante apasionada, que él nombraba como La Louchette (La Bizca) y que publicó en su libro Las flores del mal (2011):
Une nuit que j’étais près d›une affreuse Juive,
Comme au long d’un cadavre un cadavre étendu,
Je me pris à songer près de ce corps vendu
À la triste beauté dont mon désir se prive.
[Durante una noche junto a una horrible judía,
como un cadáver tendido, pensaba
al lado de aquel cuerpo vendido,
en esta triste belleza de la cual mi deseo se priva.]