Introducción
De los diversos ángulos de la problemática de salud a considerar en los estudios de población, el de la salud mental no puede ser descuidado. A juzgar por las observaciones realizadas desde uno y otro campo, la salud mental y los fenómenos poblacionales guardan entre sí intrincadas relaciones (Híjar et al., 1996; Medina-Mora et al., 2001; Jiménez y González-Forteza, 2003; Masseroni y Sauane, 2004; Palloni, 2006; Marín et al., 2007; Boardman et al., 2008; Harris, 2010). En este trabajo, en primer lugar, subrayo la importancia de atender a ellas, pese a las múltiples dificultades que su estudio impone; y en segundo, exploro de manera preliminar algunas posibilidades de aproximación que ofrece el examen de las variaciones de la mortalidad por suicidio.
Comienzo con una reflexión sobre las complejidades que plantea el abordaje de los vínculos entre los procesos poblacionales y la salud mental. A continuación reviso algunos elementos relevantes para esta discusión, recabados en varios de los trabajos sobre mortalidad por suicidio realizados en México. Luego exploro las variaciones de la mortalidad por suicidio, con un rápido reconocimiento de los principales cambios registrados en el país, de principios del siglo pasado a principios del actual, y una más detenida revisión de sus principales variaciones sociodemográficas y geográficas de 1990 a 2008. Finalmente comento los rasgos sobresalientes del panorama que emerge de esta indagación, y menciono las líneas de búsqueda hacia las que apunta este ejercicio, simultáneamente reflexivo y exploratorio.
Salud mental y dinámica poblacional: una intrincada relación
Los diversos procesos que forman parte de la dinámica demográfica y la salud mental de la población se entrelazan en formas complejas y abigarradas. Uno de los aspectos que ha llamado la atención en la época reciente es el de la migración, con sus posibles repercusiones sobre la salud mental de quienes la protagonizan (Bhugra y Minas, 2007; McGuire y Martin, 2007). Pero en el ámbito de la reproducción ocurren también múltiples experiencias con efectos potenciales sobre la salud mental: el embarazo temprano, el aborto espontáneo o provocado, la infertilidad, las implicaciones y riesgos de la maternidad (desde la depresión postparto y la psicosis puerperal hasta la mortalidad materna, con sus consecuencias para la salud mental de los huérfanos), la paternidad con todos sus significados, y los distintos tipos de expresiones del comportamiento sexual, con su cauda de consecuencias (Amuchástegui y Rivas, 2002; Lerner y Szasz, 2008). El tipo de padecimientos y lesiones que conforma hoy día la estructura de la así llamada mortalidad por causas, impone igualmente serios desafíos para la salud mental tanto de los enfermos como de sus allegados, por la carga de tensión y sufrimiento que acompaña a la patología crónica, algunas veces de alta letalidad, y el significado traumático que conllevan los fallecimientos ocurridos en forma violenta. Por su parte, los trastornos mentales acarrean serias complicaciones para la vida de los integrantes de las familias (Garley et al., 1997; Brabant y Martof, 1993). Problemas tan serios y preocupantes como la violencia familiar pueden entenderse, simultáneamente, como consecuencia y causa de determinadas perturbaciones psíquicas (Loredo-Abdalá, 2002; Crempien, 2007; Lerner y Szasz, 2008). El análisis de la violencia social con sus diversas manifestaciones, desde la pobreza misma hasta las precarias condiciones de inserción laboral que caracterizan el mercado de trabajo en nuestros días, requiere la confluencia de las miradas de los estudiosos de la población y de la salud mental (Patel y Kleinman, 2003; Martínez, 2009 y 2009a). Al aproximarse a las complejas relaciones que existen entre los eventos poblacionales y la salud mental, se revela como un tema de especial relevancia la influencia de los distintos tipos de organización y funcionamiento de las familias sobre la estructuración psíquica de las personas (Martínez et al., 1985; González-Forteza y Andrade, 1995; Cottle, 2000; Rohner y Britner, 2002; Páramo y Chávez, 2007; Martínez, 2008).
Sin embargo, el análisis de estas interrelaciones enfrenta numerosos obstáculos. Por el lado de los estudios de población están las dificultades conceptuales y prácticas que impone el seguimiento de los procesos de los que se ocupan, siempre en movimiento y con profundos significados subjetivos, insoslayables cuando se trata de la investigación sobre el comportamiento humano. En cuanto a la indagación sobre los problemas de salud mental, no es fácil delimitar con precisión al conjunto de los fenómenos que esa heterogénea categoría abarca: desde algunos padecimientos de índole predominantemente neurológica (como la epilepsia) hasta otros de compleja etiología (las adicciones, por ejemplo), algunos con importantes perturbaciones del comportamiento (los trastornos psicóticos) y otros que quizá pudieran considerarse simplemente como reacciones inherentes a la sensibilidad humana ante ciertas vivencias que se experimentan como emocionalmente traumáticas (como algunos de los llamados trastornos depresivos y de ansiedad) (APA, 2000; OMS, 2001; DHHS, 1999). La identificación de las constelaciones causales que podrían dar cuenta de la presencia y distribución de los trastornos mentales es otro de los temas que suscita grandes controversias (Ionescu, 1994; Kessler, 2000; Álvarez, 2008).
Desde una perspectiva teórica, el desafío involucra la elaboración de modelos interpretativos que nos permitan postular el papel que en la salud mental juegan, junto con las predisposiciones constitucionales mediadas por la genética, las particularidades de crianza de los niños, las condiciones de vida de los distintos segmentos de la población y las circunstancias (más o menos traumáticas) a las que sus integrantes se ven expuestos a lo largo de su ciclo vital; todo ello en conjunción con las encontradas corrientes constituidas por la dinámica de los procesos poblacionales. A la vez, el reto es también conocer cómo influye la salud mental sobre las posibilidades de los integrantes de cada grupo de la población para desplegar sus potencialidades en medio de tales vicisitudes (Martínez, 2008).
Pero las dificultades conceptuales no son el único obstáculo a enfrentar. En países como el nuestro, un problema adicional es el de la poca disponibilidad de información, al parecer más grave aún en lo que se refiere a los problemas de salud mental que en lo que toca a la dinámica demográfica. Por ahora sólo se cuenta con algunas noticias sobre el tipo de trastornos mentales que aquejan a la población, presentadas en los reportes de las instituciones de salud, en algunos estudios parciales sobre ciertos grupos y en ciertas encuestas, algunas levantadas con periodicidad (como las que se ocupan de los comportamientos adictivos), y otras sólo en forma ocasional (Caraveo, 1985; Medina-Mora et al., 2003). Ante la carencia de fuentes de información sobre los problemas de salud mental, algunos autores han sugerido que los registros de mortalidad por suicidio podrían emplearse como una fuente para intentar un seguimiento sistemático de los cambios en el tiempo y en el espacio que se observan para este peculiar modo de morir, que se ha considerado vinculado con cierto tipo de trastornos mentales (OMS, 2000; OPS, 2002). Se trata de una alternativa que a partir de la publicación del estudio clásico de Durkheim (2004), ha sido aprovechada desde diversas perspectivas disciplinarias.1 En el ámbito de los estudios de población, uno de los autores más destacados que se ha ocupado del análisis de la mortalidad por suicidio es Ruzicka (1976, 1996, 1998; Ruzicka y Choi, 1993, 1996; Ruzicka, Choi y Sadkowsky, 2005).
El ejercicio de las variaciones de la mortalidad por suicidio en México que presento, explora algunos elementos que pueden orientar la búsqueda de las vinculaciones entre algunos componentes de los procesos poblacionales y ciertas alteraciones de la salud mental. Pero antes de revisar los resultados de este ejercicio, haré referencia a algunos estudios sobre el tema que se han realizado en el país a lo largo de varias décadas.
Salud mental y suicidio. Algunas investigaciones en México
En el caso mexicano, un relativamente reducido número de investigadores, predominantemente epidemiólogos, se ha ocupado desde mediados del siglo pasado del seguimiento de la mortalidad por suicidio a nivel poblacional (Cabildo y Elorriaga, 1966; Elorriaga, 1972; Híjar et al., 1996; Borges et al., 1996; Gómez y Borges, 1996; González-Forteza et al., 1996; Mondragón et al., 2001; Jiménez y González-Forteza, 2003; Borges et al., 2005). Ocasionalmente se han publicado también algunos trabajos que examinan la situación en algunas entidades federativas (Gutiérrez y Solís-Cámara, 1989; García y Tapia, 1990; Celis y Valencia, 1991; González-Forteza et al., 2002; Espinosa et al., 2003; Chávez et al., 2004; Páramo y Chávez, 2007).
Al igual que otros estudiosos del tema en distintas partes del mundo, muchos de estos autores se han interrogado sobre la relación entre el suicidio y la salud mental, y han observado la frecuente presencia de algún padecimiento psiquiátrico entre quienes atentan contra su vida (González-Forteza et al., 1996; Puentes et al., 2004; Borges et al., 2005). Este tipo de defunción se ha relacionado con los trastornos depresivos (en especial la depresión mayor), los trastornos de ansiedad (que combinados con los depresivos, multiplican el riesgo), los trastornos de personalidad, el trastorno bipolar, el esquizoafectivo y la esquizofrenia misma (Gómez et al., 1991; Espinoza et al., 2003; Puentes et al., 2004; Gutiérrez et al., 2006; Gutiérrez y Contreras, 2008). Se ha hablado también de las adicciones, y en especial la del alcoholismo; al parecer existe una confluencia de situaciones que favorecen el surgimiento tanto del trastorno mental como del alcoholismo, los cuales finalmente llegan a potenciarse para dar lugar al suicidio (Terroba et al., 1987; González-Forteza et al., 1996).
Los autores que examinan esta problemática destacan la importancia de diferenciar cuidadosamente los distintos tipos de comportamientos suicidas: la ideación, el intento y el suicidio consumado (Gómez et al., 1991; González-Forteza et al., 1996 y 2002; Mondragón et al., 2001; Borges et al., 2005). Muchos de sus hallazgos sugieren que aun cuando la ideación suicida y sobre todo los intentos, son un importante predictor del suicido consumado, el significado de uno y otro tipo de comportamiento podría ser diferente. Pero prácticamente todos sostienen que los determinantes de los comportamientos suicidas a nivel poblacional son multifactoriales y complejos (Gutiérrez y Solís-Cámara, 1989; Jiménez y González-Forteza, 2003; Espinoza, 2003; Gutiérrez et al., 2006). Se han estudiado así los más diversos tipos de fenómenos, desde los neurofisiopatológicos hasta los psicológicos y los sociales.2 Entre los primeros, una de las teorías más aceptadas es la que apunta a una disfunción en el sistema de regulación de la serotonina (Jiménez et al., 1997; Espinoza et al., 2003; Gutiérrez y Contreras, 2008). Como factores psicológicos se han identificado a la desesperanza, la impulsividad y las dificultades con el manejo de la agresividad (Bedrosian y Beck, 1981; Terroba et al., 1987; González-Forteza et al., 1996; Gutiérrez et al., 2006). Por lo que se refiere a los problemas sociales, se habla de todo aquello que origine “estrés psicosocial”, desde la ausencia de uno de los padres, hasta las más severas situaciones de desorganización de la vida familiar, con el consecuente descuido, abandono o maltrato de los niños, la violencia entre sus integrantes, el abuso sexual, y numerosas situaciones traumáticas con serios efectos emocionales, en especial para quienes se encuentran en las etapas más tempranas de la vida (Martínez et al., 1985; Puentes et al., 2004; Páramo y Chávez, 2007). Por último, ocasionalmente se menciona que la presencia de alguna enfermedad física, sobre todo si es incurable o terminal, también puede precipitar el comportamiento suicida (SSA, s.f.; Espinoza et al., 2003; Puentes et al., 2004).
Una exploración de las variaciones de la mortalidad por suicidio en México
En una línea cercana a la de algunos de los trabajos de epidemiología descriptiva antes mencionados, en esta sección presento un rápido atisbo de lo ocurrido en el país con las muertes violentas de 1922 hasta nuestros días, como antecedente para enmarcar una exploración más amplia de las principales variaciones de la mortalidad por suicidio en México de fines del siglo pasado hasta comienzos de éste (1990 a 2008).3
Para ello utilizaré la siguiente información. La descripción del panorama de 1922 a 1980 está basada en los datos que aparecen en el cuadernillo Causas externas de traumatismos y envenenamientos (SSA, s.f.). Lo ocurrido de 1990 a 2008 será examinado a partir de las cifras de mortalidad por causas publicadas por el INEGI (2009 y 2010) en su hoja web, y las bases de datos sobre mortalidad para 2000 a 2008 proporcionadas por el SINAIS en la hoja web de la Secretaría de Salud (SSA, 2009 y 2010), además del volumen Mortalidad 1995 publicado por esa misma institución (SSA, 1996).4 Los denominadores para el cálculo de las tasas de mortalidad correspondientes a los años 1990, 1995, 2000 y 2005 están tomados de la información recogida por los censos y conteos de población correspondientes (INEGI, 1993, 1996, 2001 y 2006),5 y para las de los años 2006 a 2008, de las proyecciones de población a mitad del año publicadas en la hoja web del Conapo (2006).
Al trabajar con las así llamadas causas de muerte, hay que recordar que su identificación no es nunca un asunto simple, y que puede suscitar numerosas interrogantes. Pero cuando se trata de un suceso tan cargado de ominosos significados como es el suicidio, el problema es aún mayor. Esta modalidad de fallecimiento, como bien lo apuntan Borges et al. (1996), involucra una investigación legal a cargo del Ministerio Público, pese a lo cual no logra producirse una información del todo fidedigna. Este problema ha sido señalado por numerosos investigadores (Celis y Valencia, 1991; Híjar et al., 1996; Espinoza et al., 2003; Chávez et al., 2004). Algunos de ellos se han acercado a examinar más directamente la producción de estos datos y han podido observar algunas de las conflictivas circunstancias que pueden conducir a este subregistro (Gutiérrez y Solís-Cámara et al., 1989; García y Tapia, 1990). Como mostraré al examinar los resultados de esta exploración, la proporción de casos para los cuales se consignan como datos no especificados tanto el lugar en el que se produjo la lesión como aquél donde ocurrió la defunción, así como el porcentaje de muertes para las cuales se admite que no hubo necropsia, indican que la calidad de la información es deficiente. Los fallos en su fidelidad se evidencian constantemente dadas las discrepancias en el total de suicidios referidos en las distintas fuentes y publicaciones.6 Sin embargo se trata de un problema que ni con los más sofisticados procedimientos estadísticos lograría ser salvado; requiere a su vez su propia indagación. Entre tanto, como también lo han sugerido algunos autores (Puentes et al., 2004), parece conveniente seguir examinando estos datos que alguna idea dan de la situación que guarda el fenómeno en estudio. Para el caso de esta exploración, quisiera destacar que las descripciones que ofrezco no pretenden ser más que meras aproximaciones, a manera de una suerte de evocación del panorama. No quisiera alimentar en ningún momento la ilusión de que nos encontramos frente a datos que reflejan en forma precisa la situación.
En consecuencia, este acercamiento está basado en cálculos sumamente sencillos. Los cambios de 1922 a 2008 son descritos mediante la participación proporcional del subconjunto de las muertes violentas dentro del conjunto de las defunciones, y la de los accidentes, homicidios y suicidios en el subconjunto de las muertes violentas. A partir de ahí me concentro exclusivamente en los años que van de fines del siglo pasado a principios de éste (1990-2008). En primer término examino las distribuciones porcentuales de la mortalidad por suicidio para las variables sociodemográficas recabadas en los certificados de defunción en cada uno de estos años. A continuación contrasto lo observado con lo que se aprecia a través de las tasas de las variables, para cuyo cálculo me fue posible disponer de algún denominador: escolaridad y estado conyugal para los mayores de 12 años en los años censales (1990 y 2000); tamaño de la localidad para 1990, 1995, 2000 y 2005 (datos recogidos en los dos censos y los dos conteos); y condición de derechohabiencia (que fue interrogada en el censo de 2000 y el conteo de 2005).7 Para facilitar la percepción de los cambios en las tasas, incluyo algunas comparaciones por cociente para los años considerados. En esta parte del examen dedico también un pequeño apartado al tipo de lesión que ocasionó la muerte y al lugar de ocurrencia tanto de la lesión como del fallecimiento. Además, destaco especialmente las variables referentes al acceso a la atención médica.
Para concluir este ejercicio exploratorio efectúo un análisis de las variaciones de la mortalidad por suicidio por entidad federativa durante el periodo en estudio, observadas desde tres ángulos: la participación proporcional del suicidio dentro del subconjunto de las muertes violentas, la razón de masculinidad de los fallecimientos por suicidio, y las tasas de mortalidad por cada cien mil habitantes. Con el propósito de facilitar la apreciación de los cambios registrados entre el inicio y el final del periodo considerado incluyo, una vez más, las comparaciones por razón. Finalmente, presento una clasificación tentativa de las entidades federativas a partir del comportamiento de estos tres indicadores por medio de un análisis de conglomerados jerárquico, elaborado con el método de aglomeración de Ward, utilizando como medida de distancia el cuadrado de la euclidiana, con las métricas estandarizadas con los puntajes de z (Hartigan, 1975; Gnanadesikan et al., 1995).
Accidentes, homicidios y suicidios: vicisitudes de un siglo
De 1922 a nuestros días, la participación proporcional de las muertes accidentales y violentas dentro del total de las defunciones en el país ha ido en franco aumento (gráfica 1): de 2.6% de todas las muertes registradas en 1922, a casi 11% en 2008, con un salto importante que las llevó a un máximo de 15.5% en 1980, y una muy leve tendencia a disminuir a partir de entonces.8
En cuanto a la distribución proporcional de los accidentes, homicidios y suicidios dentro del subconjunto de las denominadas muertes violentas, el cambio de 1922 a 2008 ha sido sustancial. En el periodo que siguió a la lucha revolucionaria solían predominar los fallecimientos por homicidio, y esto continuó hasta mediados de siglo. Pero a partir de 1960, ya en una etapa de creciente industrialización y urbanización del país, la proporción de defunciones por homicidio empezó a ser superada por las causadas por accidentes (con una proporción máxima en 1970), situación que prevalece hasta nuestros días.9 En lo que se refiere al suicidio, aun cuando su participación proporcional dentro del subconjunto de este tipo de defunciones ha sido la menor a lo largo de todo el siglo pasado y lo que va de éste, su incremento ya para 1990 es evidente, y a partir del año 2000 el ascenso continúa.
Distribución diferencial de la mortalidad por suicidio: 1990-2008
Entre 1990 y 2008 el número de suicidios registrados se elevó de 1 941 a 4 681. Durante estos años pueden observarse ciertas diferencias y variaciones en la distribución proporcional de la mortalidad por suicidio para los distintos segmentos de la población. Entre los rasgos más visibles pueden mencionarse los siguientes (cuadro 1):
a Para cada variable, la diferencia con el 100 % está dada por los no especificados.
b Incluye al pequeño número de fallecidos por suicidio menores de 12 años.
c Además de los no especificados, la diferencia con el 100 % está dada por los casos para los cuales la consideración de esta variable no aplica por tratarse de menores de 12 años.
d Este porcentaje se calculó sobre el total de los reportados en la categoría trabaja, para los cuales se registró la ocupación. Se hicieron algunas equivalencias para los años en los cuales hubo clasificaciones diferentes. Excluye las categorías no trabaja, no aplica y no especificado.
e Según año de registro.
a) La mayor proporción de suicidios se produce en la población masculina, si bien el porcentaje de mujeres registra un evidente aumento.
b) La mayor cantidad de suicidios se da en el grupo de 15 a 34 años de edad, que aporta poco más de la mitad de estas defunciones.
c) Durante todo el periodo los porcentajes más altos correspondieron a quienes tenían educación primaria y secundaria. Hubo una disminución en la participación porcentual de las personas sin escolaridad y con primaria incompleta, y un incremento en la proporción de quienes tenían niveles de escolaridad intermedia (secundaria y preparatoria o sus equivalentes).
d) La mayor parte de los suicidas eran solteros y, en segundo término, casados. La proporción de los últimos disminuyó a lo largo de estos dieciocho años (de 41.8% en 1990 a 34.3% en 2008). En contraparte, el porcentaje de quienes se encontraban en unión libre fue en aumento (de 7.5% en 1990 a 16.4% en 2008). El de divorciados o separados y viudos, relativamente reducido, no varió mucho durante este periodo.
e) La proporción de quienes no trabajaban se incrementó hasta llegar a ser la más elevada en 2008 (de 19.7% en 1990 a 27.7% en este último año). La distribución porcentual según la ocupación del fallecido fue, quizá, una de las que mostró la mayor variación en los años estudiados. En ésta destaca que el porcentaje de trabajadores agropecuarios disminuyó, y el de trabajadores en el sector del comercio, los transportes y servicios aumentó.
f) La mayor proporción de suicidios según tamaño de la localidad de residencia habitual del fallecido se dio, a lo largo del periodo examinado, en aquellas que tenían entre cien mil y menos de un millón de habitantes y, en segundo término, en las de menos de dos mil quinientos habitantes; al sumarlas, en estos dos tipos de localidades residían poco más de la mitad de los suicidas durante esos años. Las variaciones muestran un aumento en la participación porcentual de la mortalidad por suicidio de los residentes en las localidades más grandes (aquellas con cien mil habitantes o más), y una disminución en la de quienes vivían en las más pequeñas (aquellas con menos de quince mil habitantes).
Lesiones que ocasionaron la muerte
Además de las características sociodemográficas antes descritas, hay otras dos cuestiones que ameritan nuestra atención: el tipo de lesión por medio de la cual los fallecidos pusieron fin a sus vidas, y los lugares donde se produjo la lesión y donde ocurrió el deceso.
Como se observa en el cuadro 2, las tres modalidades más frecuentes por las cuales se ha producido el suicidio a lo largo de estos dieciocho años en el país fueron, en primer lugar, el ahorcamiento, estrangulamiento o sofocación; en segundo, el disparo de arma de fuego o explosivos; y en tercero, el consumo o exposición a diversos tipos de sustancias químicas. Otras formas (como el uso de objetos cortantes, el salto desde lugares elevados, el ahogamiento o sumersión, etc.) fueron mucho menos frecuentes. En cuanto a las variaciones en las tres formas más comunes, aunque no hubo cambio en el orden de frecuencia, sí lo hubo en la distribución porcentual. La primera (ahorcamiento, estrangulamiento o sofocación) se incrementó de 49.2 a 75.9% a lo largo del periodo. Las otras dos (por armas de fuego o explosivos y por sustancias químicas) disminuyeron.
a Lesión autoinfligida intencionalmente por ahorcamiento, estrangulamiento o sofocación. Incluye el código X70 de la 10a. Clasificación Internacional de Enfermedades (CIE-10).
b Lesión autoinfligida intencionalmente por disparo de armas de fuego o explosivos. Incluye los códigos X72 a X75 de la CIE-10.
c Envenenamiento autoinfligido intencionalmente por exposición a diversas sustancias químicas. Incluye los códigos X60 a X69 de la CIE-10.
d Las demás: incluye los códigos X71, X76 a X 84 y Y87 de la CIE-10.
e La diferencia con el 100 % está dada por los no especificados.
f Incluye: trabajo, centro de recreo, edificio público, institución residencial, escuela u oficina pública, área comercial o de servicios, área industrial y granja.
g Las casillas vacías indican que ese dato no se encontró disponible.
h Según año de registro.
FUENTES: Defunciones de 1990 a 2008: INEGI, 2009 y 2010. La variable causa de la defunción se tomó, para el año 1990, de SSA, s.f.: 65. Para 1995, de SSA, 1996: 195. Para 2000 a 2008 se analizaron las bases de datos Mortalidad, correspondientes a los años reportados, provistas en formato xBase, SSA, 2009.
El lugar señalado como aquél en donde con mayor frecuencia se produjo la lesión fue el hogar, con un porcentaje en aumento conforme se avanza en el periodo. Entre 4.7 y 7.2% está registrado como ocurrido en la vía pública, y otros sitios aparecen con frecuencias menores. En una proporción considerable de casos (arriba de 10%) el lugar no fue especificado. 10 El sitio más común en el que tuvo lugar la defunción fue, como sería de esperar, el hogar (con porcentajes que se mueven entre 47.4 y 62.5 a lo largo del periodo). Pero una pequeña proporción de los decesos (entre 9.2 y 15.8%) ocurrieron en una unidad médica -en su mayor parte pública-, si bien esta proporción se ha ido reduciendo al paso de estos años. Una vez más para el caso de esta variable, hubo cierta proporción de fallecimientos para los que no se especificó el sitio de ocurrencia de la defunción (entre 6.7 y 16.3%, según el año).
Acceso a los servicios de atención médica
Una última distribución porcentual particularmente relevante es la que se refiere al acceso a la atención médica que tuvieron en vida quienes finalmente se suicidaron. Como se ve en el cuadro 3, alrededor de la mitad de quienes fallecieron por suicidio carecía de toda derechohabiencia. Para un porcentaje considerable (entre 12.7 y 25.6%, según el año) no se especificó siquiera si la tenían. Entre quienes tenían alguna cobertura de la seguridad social, la mayor parte (alrededor de 20% de los fallecidos) era derechohabiente del imss, y proporciones mucho menores lo eran de otras instituciones.
a Las casillas vacías corresponden a los años en los cuales esta figura aún no existía.
b Según año de registro.
FUENTE: Defunciones 1990 a 2008: INEGI, 2009 y 2010.
También resulta interesante revisar si en el momento de la lesión se llegó a disponer de este tipo de atención. De acuerdo con los registros, menos de la quinta parte de quienes fallecieron de esta forma contaron con asistencia médica.11 Dada la naturaleza del fallecimiento, la mayor parte (de 98.2 a 100%) tuvo certificación médica (que, como se ha mencionado anteriormente, se esperaría que fuera siempre por un legista). En un creciente porcentaje de los casos se realizó la necropsia, pero no en todos todavía.
Sin embargo, no hay que apresurarse a sacar conclusiones respecto a la influencia sobre la ocurrencia del suicidio de las variables antes descritas a partir de sus distribuciones porcentuales. Aun cuando estos porcentajes y sus cambios constituyen una información digna de ser tomada en cuenta, no hay que desestimar que en ellos se refleja lo que ocurre con las distribuciones poblacionales. Para lograr cierta aproximación al riesgo de cometer un suicidio conviene examinar las tasas, al menos para aquellas variables para las cuales puede disponerse de algún denominador apropiado para calcularlas.
Los hombres y las mujeres de distintas generaciones frente al suicidio, 1990-2008
Lo que dejan ver las tasas por grupos de edad y sexo es, en primer término, que entre el principio y el final de este periodo hubo un incremento en los niveles de mortalidad por suicidio para la población en su conjunto, y para los hombres y las mujeres de cada grupo de edad; en segundo término se constata que las tasas son bastante más altas para los hombres que para las mujeres (gráfica 2). Pero a diferencia de lo que podría pensarse con base en la distribución proporcional antes descrita, se observa que son los integrantes de los grupos de mayor edad quienes han mantenido las tasas de mortalidad por suicidio más elevadas a lo largo de estos dieciocho años, con las personas de 75 años o más a la cabeza y el grupo de 65 a 74 -al menos hasta 2007- aproximándose. Sin embargo puede verse también el inquietante incremento producido en los últimos años para las personas de 15 a 34 años, que para 2008 se aproximan a los niveles de los adultos mayores (gráfica 3).
Al revisar más detalladamente la distribución por edad para los integrantes de uno y otro sexo aparecen otros rasgos interesantes (gráficas 4 y 5). La población masculina muestra, en efecto, que los niveles más altos corresponden a los grupos de mayor edad, seguidos muy de cerca por los de 25 a 34 años, cuyos niveles rebasan en algunos años a los de 65 a 74. Se percibe también un incremento importante para el grupo de 15 a 24 años. Por su parte, entre la población femenina el grupo notablemente más afectado es el que se encuentra entre los 15 y los 24 años, seguido por el de 25 a 34. Por último, una situación especialmente preocupante es que tanto para los hombres como para las mujeres, aun cuando los más pequeños (de 5 a 14 años) mantienen todavía los niveles más bajos, el suicidio continúa en aumento.
Otras tasas de mortalidad por suicidio, 1990-2005
El examen de las demás tasas que pudieron ser calculadas para otras variables sociodemográficas, si bien esta vez sólo para algunos años, sugiere lo siguiente (cuadro 4):
a Las casillas vacías corresponden a años para los cuales no se dispone del denominador para calcular la tasa.
b No se restó de ningún numerador al pequeño grupo de fallecidos menores de 12 años (8 para 1990 y 31 para 2000).
c Incluye sin escolaridad y con preescolar o jardín de niños.
d Incluye estudios técnicos o comerciales con primaria terminada.
e Incluye estudios técnicos o comerciales con secundaria terminada, preparatoria y normal básica.
f Incluye técnico con preparatoria terminada, estudios profesionales y posgrados.
g No incluye a los menores de 12 años.
h No derechohabiente del Seguro Popular, sino de alguna institución de Seguridad Social.
i Con derecho solamente al Seguro Popular, no a otras instituciones de Seguridad Social.
FUENTES: Defunciones de 1990 a 2005: INEGI, 2009. Denominadores para calcular las tasas: para 1990: INEGI, 1993; para 1995: INEGI, 1996; para 2000: INEGI, 2001; para 2005: INEGI, 2006.
a) Entre 1990 y 2000 podría haberse producido, para la población mayor de 12 años, un incremento importante entre quienes habían estudiado la primaria completa o algunos años de secundaria; un aumento menos pronunciado entre quienes tenían sólo la primaria completa y los que carecían de instrucción primaria; y una disminución entre quienes contaban con la secundaria completa.
b) En lo que al estado conyugal se refiere, considerando aquí también sólo a la población mayor de 12 años, las tasas más elevadas en los dos años de referencia (1990 y 2000) fueron para los divorciados (no así para los separados), pero la tasa de suicidio durante estos diez años muestra un incremento para las personas en todos los estados conyugales, si bien en forma algo más pronunciada para los solteros y en unión libre.
c) El tamaño de localidad fue la única de estas variables para la cual pudieron calcularse las tasas correspondientes a 1990, 1995, 2000 y 2005. Estos cuatro importantes puntos de referencia nos permiten constatar, una vez más, el incremento generalizado de la mortalidad por suicidio en el país durante el periodo. Las tasas más altas para estos cuatro momentos se registraron en las localidades de quince mil a cien mil habitantes. Sin embargo, el mayor incremento entre 1990 y 2005 se produjo en las localidades mayores (en primer lugar en las de un millón de personas o más, y en segundo, en las de entre cien mil y un millón de habitantes), seguidas por las más pequeñas (de menos de 2 500 habitantes).
d) Por lo que se refiere a los cambios entre los derechohabientes de la seguridad social y los que no lo son, las tasas sólo pudieron calcularse para los años 2000 y 2005. Lo que muestran es un leve incremento de los niveles de suicidio entre los no derechohabientes, y niveles más bajos y estables para los derechohabientes.
Variaciones geográficas de la mortalidad por suicidio en los últimos dieciocho años
Revisemos ahora los cambios registrados en la mortalidad por suicidio de 1990 a 2008 en cada una de las 32 entidades federativas desde las tres perspectivas aquí propuestas: la participación proporcional del suicidio dentro del subconjunto de las muertes violentas, la razón de masculinidad de la mortalidad por suicidio, y las tasas de mortalidad observadas.12
Mencionaré brevemente algunos de los rasgos más perceptibles de cada una de ellas para presentar, por último, el resultado del análisis de conglomerados.
En el cuadro 5 puede observarse que en todas las entidades -con la única excepción de Tabasco13 la participación de la mortalidad por suicidio aumentó, desde un mínimo de 1.2 veces más en 2008 en relación con 1990 (en Baja California Sur), hasta un máximo de 4.8 veces más (en el Estado de México). En más de la mitad de las entidades el aumento en la participación porcentual del suicidio ascendió a más del doble. En algunas del sur, como Yucatán, Quintana Roo, Tabasco y Campeche, y en otras del norte, como Coahuila, Baja California Sur y Sonora, esta participación empezó a rebasar, en los primeros años de este siglo, al 10%. Al observar estas cifras para las 32 entidades federativas se evidencia el incremento generalizado en la proporción de defunciones por suicidio dentro de las muertes violentas, y la enorme diversidad regional que exhibe este fenómeno.
a Entidad federativa de residencia habitual del fallecido.
FUENTE: Defunciones 1990 a 2008: INEGI, 2009 y 2010.
En el cuadro 6 aparecen las razones de masculinidad para este tipo de fallecimientos en cada entidad durante el periodo. Las fluctuaciones de este indicador son grandes, con muchos altibajos a lo largo de estos dieciocho años.14 Pero aun así se evidencia la sobremortalidad masculina en todos los momentos y lugares. Puede observarse también que en la mayor parte del territorio nacional se produjo, entre el inicio y el final del periodo, una disminución en la razón de masculinidad, lo que muestra el incremento de la participación femenina. Para el final del periodo, sólo en seis entidades los suicidios de hombres se incrementaron en relación con los de mujeres: Quintana Roo, Estado de México,15 Jalisco, Tamaulipas y (en menor medida) Guanajuato.
a Razón de masculinidad: hombres fallecidos por suicidio / mujeres fallecidas por suicidio en cada entidad federativa.
b Entidad federativa de residencia habitual del fallecido.
c Las casillas sin datos corresponden a los años en los que no se registró ningún suicidio de mujeres en la entidad (lo que convierte en 0 al denominador).
FUENTES: Defunciones de 1990 a 2008: INEGI, 2009 y 2010.
El cuadro 7 muestra las tasas de mortalidad por suicidio por cada cien mil habitantes observadas en cada entidad federativa para los años 1990, 1995, 2000 y 2005 a 2008. Puede constatarse que, incluso con las importantes diferencias que estos niveles registran en las diversas entidades, prácticamente todas las tasas se incrementaron durante los dieciocho años examinados. Entre las entidades con los niveles más elevados para 1990 figuraban Tabasco y Campeche; para 2008 ambas eran aún de las que tenían las tasas más altas, si bien Quintana Roo ya las había rebasado. En el otro polo, los menores niveles para 1990 eran los de Guerrero, Hidalgo, Puebla, Chiapas y el Estado de México, entidades que todavía para 2008 se encontraban entre las que tenían niveles relativamente reducidos en comparación con las demás. En cuanto a las variaciones entre el inicio y el final de estos dieciocho años, pueden percibirse incrementos importantes en Guerrero, Guanajuato, Nayarit y Oaxaca. Sólo en Tabasco se registró una leve disminución.16
a Entidad federativa de residencia habitual del fallecido.
FUENTES: Defunciones de 1990 a 2008: INEGI, 2009 y 2010. Población por entidad federativa: para 1990: INEGI, 1993; para 1995: INEGI, 1996; para 2000: INEGI, 2001; para 2005: INEGI, 2006; para 2006 y 2007: Partida, 2006.
Dicho de la manera más sintética, lo que desde estos tres ángulos se observa es que de fines del siglo pasado a lo que va del actual se produjo un rápido incremento en la participación de los suicidios en las muertes violentas, un aumento en las tasas de mortalidad por este motivo, y una reducción de la razón de masculinidad, es decir, una cada vez mayor participación de las mujeres en esta modalidad de defunción; todo esto con ritmos por demás heterogéneos en las distintas áreas del territorio nacional.
El análisis de conglomerados elaborado con base en esta información permitió construir una propuesta clasificatoria preliminar que subdivide a las 32 entidades federativas en tres grandes grupos, de acuerdo con el comportamiento de los tres indicadores examinados.
Al primero de ellos pertenecen las entidades con las medias más bajas para la proporción de suicidios dentro de las muertes violentas, para las tasas de mortalidad por suicidio (si bien, como ocurre para todas las entidades, ambos indicadores se encuentran en ascenso a lo largo del periodo) y para las razones de masculinidad. A este conglomerado pertenecen 12 entidades, que parecerían ser las menos afectadas por el problema del suicidio, y sin embargo, son las que tienen la participación femenina más alta: Oaxaca, Chiapas, Guerrero, Michoacán, Hidalgo, Puebla, Tlaxcala, Morelos, Estado de México, Querétaro, Nayarit y Durango.
El segundo conglomerado, con niveles intermedios para las medias de los tres indicadores examinados, quedó integrado por 14 entidades, la mayor parte de ellas ubicadas en el norte del país: Baja California, Sonora, Chihuahua, Coahuila, Nuevo León, Sinaloa, Zacatecas, Jalisco, Colima, Aguascalientes y San Luis Potosí, pero las otras tres se encuentran en el centro y en la zona del Golfo: Guanajuato, Distrito Federal y Veracruz. En este grupo las medias de la participación proporcional del suicidio dentro del total de muertes violentas va paulatinamente en ascenso, y las de las razones de masculinidad, que comienzan elevadas al principio del periodo, van disminuyendo hacia el final.
El tercer conglomerado agrupa a las entidades cuyos niveles promedio en la participación proporcional del suicidio dentro del total de muertes violentas fueron los más altos, al igual que los de las tasas de mortalidad por suicidio. Pero las medias de sus razones de masculinidad son sumamente fluctuantes, en forma tal que aun cuando durante la mayor parte del periodo mantuvieron un nivel intermedio respecto a las de los otros dos grupos, en ciertos años llegaron a rebasar a las del grupo anterior, que es el que en general registró las más altas. En síntesis, este conjunto se caracteriza por una elevada participación de suicidios en las muertes violentas, altas tasas de mortalidad por suicidio y razones de masculinidad fluctuantes, aunque en ciertos años las más altas. Pertenecen a este grupo seis entidades, cuatro de ellas en el sureste: Tabasco, Campeche, Quintana Roo y Yucatán; y dos más en el norte: Baja California Sur y Tamaulipas.
Mortalidad por suicidio: un escenario cambiante
Las variaciones de las muertes accidentales y violentas registradas de principios del siglo pasado a comienzos del actual parecen cercanamente vinculadas con los cambios en las formas de vida que la población ha ido experimentando. Pero incluso cuando en el transcurso del siglo XX no faltaron situaciones difíciles en la vida de la población, el suicidio se mantuvo en niveles bastante reducidos, como si se tratara de un fenómeno frente al cual los habitantes del país se encontraran relativamente bien resguardados. No fue sino hacia los años noventa cuando diversas voces comenzaron a alertar sobre su incremento (Híjar et al., 1996; Borges et al., 1996). En el momento actual, sin que México se encuentre aún entre los países con tasas de suicidio particularmente elevadas, es ya evidente que éstas son cada vez mayores y no hay quien al estudiar el fenómeno no eleve una voz de alarma (OMS, 2001; Chávez et al., 2004; Puentes et al., 2004). El panorama que aquí hemos revisado muestra a las claras que por donde quiera que se lo examine, durante las últimas dos décadas los niveles de suicidios se han elevado.
¿Qué es lo que ocurrió para generar este preocupante vuelco? Puesto que no parece probable que se haya suscitado un cambio tan súbito en la genética de la población, se antoja prudente dirigir la atención a los cambios que están experimentando los distintos grupos de la población para tratar de averiguar qué es lo que conduce a sus integrantes a precipitarse a este tipo de muerte.
Como en muchas otras partes del mundo, en México también son los hombres los que con mayor frecuencia llegan a quitarse la vida, aunque diversos estudios muestran que son las mujeres las que realizan la mayor parte de los intentos. El significado de las distintas modalidades de comportamientos suicidas parece ser bastante distinto para uno y otro género (Saltijeral y Terroba, 1987; OMS, 2000 y 2002; Friedman y Kohn, 2008). Una indagación más profunda sobre la forma en que los integrantes de cada género se estructuran psíquicamente, se vinculan socialmente y enfrentan las dificultades de su existencia en cada contexto sociohistórico y cultural, ayudaría seguramente a comprender mejor estas diferencias. Sin embargo, los datos que hemos examinado muestran que las tasas de mortalidad por suicidio para las mujeres están aumentando en todo el país, lo que hace imperativo indagar con más cuidado qué es lo que las está colocando en situaciones cada vez más riesgosas.
La distribución diferencial de este tipo de muerte por grupos de edad describe también diversas tendencias en distintos contextos, lo que seguramente apunta a las circunstancias en las que en cada lugar y época nacen, crecen y viven los integrantes de cada generación (Levi et al., 2003; Friedman y Kohn, 2008; Zayas y Pilat, 2008). Al igual que en otras partes del mundo (OMS, 2002), en México los niveles más altos han sido para los adultos mayores. Pero durante estos dieciocho años las tasas se incrementaron en todos los grupos de edad. Los autores que se han ocupado del tema han alertado reiteradamente sobre el aumento en los niveles de suicido en la población joven (González-Forteza et al., 1996; Gutiérrez et al., 2006), tendencia que de acuerdo con la información aquí examinada, continúa al menos hasta 2008.
Así, aun cuando la enorme brecha que separa los niveles de mortalidad para hombres y mujeres está lejos de desaparecer, las diferencias en el comportamiento por grupo de edad para cada uno de los sexos nos obliga a tratar de averiguar cuáles son las amenazas que los integrantes de uno y otro género están enfrentando en cada etapa de su vida. ¿Por qué mientras los hombres mayores (de 75 años en adelante, con un rápido ascenso en los últimos años para el grupo de 65 a 74 años) tienen las tasas más elevadas, las mujeres registran las más bajas a partir de los 55 años? ¿Por qué los niveles más altos para ellas se dan en la adolescencia y la juventud (15 a 24 años)? ¿Qué ocurre con la población de 25 a 34 años de ambos sexos, que la convierte en uno de los grupos más afectados? ¿Y qué podría explicar el reciente incremento de la mortalidad por suicidio en los menores de 14 años de ambos sexos? Habrá que estudiar cómo la configuración de la identidad de género en las distintas generaciones, en combinación con las circunstancias a las que los integrantes de cada uno de esos grupos están expuestos, participan en esta elevación de la mortalidad por suicidio. Las incógnitas sobre lo que estas variaciones expresan son numerosas y complejas.
En cuanto a las demás variables sociodemográficas revisadas, observamos la influencia de la distribución poblacional en los porcentajes de la mortalidad por suicidio. De ahí que el intento de calcular algunas de estas tasas al menos para los años de los censos y los conteos de población, pese a las relativas imprecisiones en las que pueda incurrirse, resulte un ejercicio interesante. Si los cálculos aquí realizados lograron ser aproximadamente correctos, podrían plantearse algunas especulaciones para dar lugar a ulteriores indagaciones, si bien las vías por las que pudieran estar produciéndose las interrelaciones sugeridas no dejarán de ser motivo de debate. Cabrá preguntarse, por ejemplo, si es la situación expresada en ciertas variables la que participa en la gestación del suicidio, o bien es algo más, quizá incluso ocurrido en épocas previas, lo que genera tanto la propensión a encontrarse en situaciones difíciles como la mayor vulnerabilidad a cometer un suicidio cuando éstas se presentan. Evidentemente este ejercicio exploratorio no permite responder a esas complejas interrogantes. Pero quizá pueda contribuir a formular algunas de ellas.
Entre 1990 y 2000 los niveles de suicidio se incrementaron para las personas con menores niveles de escolaridad (en especial las que terminaron la primaria pero no la secundaria). Cabría preguntarse por la relación que esto pudiera tener con las dificultades para la obtención de empleos mejor remunerados y, con ello, la falta de expectativas económicas y sociales. Sin embargo, la forma como se presenta la ocupación de los fallecidos en las fuentes consultadas impide diferenciarlos de acuerdo con su condición de actividad y, debido a ello, tampoco es posible calcular tasas por grupo ocupacional, incluso cuando en la información censal podrían encontrarse denominadores adecuados.17
Para todos los estados conyugales parece haberse producido un incremento en los niveles de suicidio, con los divorciados en el nivel más elevado. Esto podría sugerir un aumento en las tensiones experimentadas por la población, quizá aún más intensas para ese grupo. Pero algunos de los cambios se dieron en un sentido inesperado, con el menor incremento para los viudos y el más pronunciado para los solteros y los que se encuentran en unión libre. Habrá que averiguar por medio de análisis más detallados si se trata de un efecto de la distribución por sexo del estado conyugal, ya que dada la mayor sobrevivencia femenina podría haber más mujeres que hombres en estado de viudez, y hemos visto ya que las mujeres -en especial las de las edades mayores- son las que registran las menores tasas de suicidio. Una vez más asoma la importancia de revisar cómo los integrantes de cada género y generación atraviesan por los distintos momentos y circunstancias en cada etapa de su ciclo vital.
Por último, la única variable para la que pudieron calcularse las tasas para cuatro puntos de referencia en el tiempo fue el tamaño de la localidad. Estas tasas apuntan hacia la posibilidad de riesgos más elevados para los habitantes de los asentamientos de mayor tamaño, y luego para los más pequeños. Por lo demás, no hay duda de que, al igual que lo que ocurre con la edad, los cortes que se planteen pueden hacer variar el panorama. Habrá que aguardar a la llegada de las cifras del censo de 2010 para continuar con el cálculo de todas estas tasas y averiguar si algunos de los cambios que aquí se apuntan se consolidan, o si podemos encontrar para ellos significados adicionales.
Un aspecto en el cual se hizo énfasis fue el referente al acceso a la atención médica. Se ha observado que los suicidios y otros comportamientos suicidas suelen presentarse con mayor frecuencia en personas con cierto tipo de trastornos mentales, de manera que el acceso a la atención psiquiátrica podría constituir un recurso importante para la protección de sus vidas, y quizá de su salud mental (Espinoza et al., 2003; Borges et al., 2005). Como es sabido, en México el acceso a la atención médica es bastante restringido (Leal y Martínez, 2003), y peor aún lo es para la atención psiquiátrica (Medina-Mora et al., 2003; Borges et al., 2005). Sin que nos haya sido posible precisar si quienes se suicidaron tuvieron acceso a esta última, podemos inferir, con base en los bajos niveles de cobertura de la seguridad social de quienes perdieron la vida de esta manera y el incremento en la tasa de suicidio de los no derechohabientes entre 2000 y 2005, que la condición de desprotección de las personas en riesgo de suicidarse es creciente.
También pudimos percatarnos del cada vez más pequeño porcentaje de los fallecidos por suicidio para quienes se busca atención médica. Esto podría deberse, en parte, a la ya mencionada falta de acceso, pero como afirman otros autores, lo más probable es que obedezca sobre todo a la naturaleza de las lesiones, tan violentas y eficaces que conducen a la muerte en forma casi inmediata (Híjar et al., 1996; Puentes et al., 2004). Aun así, pudimos ver que en algunos casos se reportó la presencia de atención médica para el suicida, y que el deceso no se produjo en el sitio de ocurrencia de la lesión, sino en una unidad médica; esto ocurría con mayor frecuencia en el caso de las mujeres que en el de los hombres, lo cual podría atribuirse, como lo apuntan Puentes et al. (2004), a la menor letalidad de los métodos empleados por ellas, lo que abriría cierto margen a la posibilidad de recibir auxilio.18 Esta situación podría llevarnos también a considerar si en el caso de las mujeres habrá mayor conexión con los familiares y allegados, lo cual quizá permitiría advertir el riesgo e intentar intervenir en el momento del evento.
En lo que se refiere a la diferencia de lesiones que conducen a la muerte, aunque no la presenté aquí, salta a la vista que los hombres suelen recurrir con mayor frecuencia a métodos violentos y letales como el ahorcamiento y el disparo de arma de fuego, en tanto que las mujeres se valen más del envenenamiento con diversas sustancias químicas (Híjar et al., 1996; Puentes et al., 2004). Lamentablemente, como lo hacen notar Puentes et al. (2004), el porcentaje de mujeres que recurren al ahorcamiento estaba ya en aumento para 2001, en forma tal que había rebasado en frecuencia al envenenamiento. Esto podría sugerir que algunos de los resquicios relativamente protectores en los cuales solían guarecerse las mujeres, están desapareciendo.
Por último, en lo que toca al estudio de las variaciones geográficas, el análisis de los patrones espaciales de distribución de los problemas de salud tiene una larga tradición dentro de la epidemiología descriptiva y ha constituido un valioso auxiliar en la búsqueda de indicios sobre las situaciones que contribuyen a entender su ocurrencia (Elliot et al., 1997). En un intento de enfilar en esa dirección, ensayé aquí una clasificación de las entidades federativas según el comportamiento de la mortalidad por suicidio desde los tres ángulos propuestos (la participación porcentual del suicidio en las muertes accidentales y violentas, la razón de masculinidad, y las tasas observadas de mortalidad por suicidio). Este ejercicio me permitió examinar algunos de los cambios en la distribución geográfica de este tipo de defunción desde la última década del siglo pasado hasta casi el final de la primera de éste (2008). Para los tramos comparables con algunos periodos estudiados por otros autores, los resultados sobre la distribución en el tiempo y en el espacio apuntaron en direcciones bastante similares, pese a la utilización de muy distintos procedimientos de análisis (Híjar et al., 1996; Puentes et al., 2004).
El ejercicio aquí propuesto permitió, además, identificar tres grandes grupos de entidades por medio de un análisis de conglomerados. El que queda ubicado en la situación más preocupante, con los mayores niveles promedio para los tres indicadores examinados, está constituido por cuatro entidades del sureste (Tabasco, Campeche, Quintana Roo y Yucatán) y dos del norte (Baja California Sur y Tamaulipas). El que podría considerarse en la mejor situación porque exhibe los niveles promedio más bajos para estos tres indicadores (lo que, sin embargo, significa una más elevada participación femenina en este tipo de muerte), está conformado por cuatro entidades del sur (Oaxaca, Chiapas, Guerrero y Michoacán), seis del centro (Hidalgo, Puebla, Tlaxcala, Morelos, Estado de México y Querétaro), y dos más del norte (Nayarit y Durango). Entre los dos anteriores hay un tercer conglomerado, con niveles intermedios para los tres indicadores, formado por once entidades del norte (Baja California, Sonora, Chihuahua, Coahuila, Nuevo León, Sinaloa, Zacatecas, Jalisco, Colima, Aguascalientes y San Luis Potosí), dos del centro y una en el Golfo (Guanajuato, Distrito Federal y Veracruz). La intención de esta propuesta clasificatoria no es más que la de contar con un primer punto de referencia para orientar la elaboración de preguntas sobre las posibles relaciones entre ciertos cambios que podrían haberse suscitado durante estos años en las condiciones de vida en estas entidades, y las variaciones de la mortalidad por suicidio, entendido a su vez como un evento posiblemente vinculado con cierto tipo de perturbaciones mentales. Pero como lo he reiterado a lo largo de estas páginas, este ejercicio no pretende ser más que un primer paso hacia futuros análisis en los que habrá que estudiar más cuidadosamente la evolución de los niveles de mortalidad por suicidio y sus posibles relaciones con algunos indicadores de los procesos poblacionales.
En ruta hacia la búsqueda de modelos más integradores
Estas reflexiones y el ejercicio exploratorio que las acompaña surgen de mi interés por estudiar las múltiples y complejas relaciones que existen entre los procesos poblacionales y los problemas de salud mental. La propuesta interpretativa que encamina mi exploración se funda en las perspectivas teóricas que postulan que las vicisitudes por las que atraviesan las personas a lo largo de su ciclo vital, juegan un importante papel en la configuración de las constelaciones de riesgos que conducen a la ocurrencia de los problemas de salud física y mental (Martínez, 1999; Martínez y Leal, 2002). Sobre todo para el caso de esta última, hay que considerar en forma especial los cuidados materiales y emocionales recibidos en las primeras etapas de la vida, en tanto que la estructura psíquica, con su mayor o menor capacidad para enfrentar las experiencias difíciles de la vida, se fragua en el entorno inmediato en el que las personas pasan sus primeros años (Dolto, 1992; Bion, 1997; Green, 2001). Ese entorno no es ajeno a los embates de los diversos sucesos inherentes a los procesos poblacionales, a su vez profundamente influidos por el lugar que las familias ocupan en el mundo social y cultural del que forman parte, en el que se gestan las condiciones que dan lugar a las experiencias traumáticas a las que sus integrantes se verán sometidos en el transcurso de su vida (Martínez, 2008). Cuando alguno de los integrantes de la familia se ve aquejado por un trastorno mental -producto de tales exposiciones, en conjunción con las predisposiciones genéticas-, se añaden nuevos elementos de tensión a causa de las dificultades para el desarrollo de la vida tanto de quien lo padece como de sus allegados, con efectos transgeneracionales que no pueden desestimarse.
Ante las dificultades para disponer de fuentes de información que permitan un estudio sistemático de la aparición de los trastornos mentales en la población, y el análisis de sus posibles enlaces con la dinámica sociodemográfica, en este trabajo se decidió ensayar con una muy sencilla y preliminar exploración de las variaciones de la mortalidad por suicidio en las últimas dos décadas, con el único propósito de tratar de averiguar si podría ser de alguna utilidad en la búsqueda de indicios sobre las circunstancias subyacentes a su ocurrencia.
Trabajar con la mortalidad por suicidio para intentar aproximarse a las relaciones entre la salud mental y los procesos poblacionales mostró ser una vía no libre de dificultades. No sólo por razones prácticas como las que atañen a la precisión con la que se registra la información sobre este peculiar tipo de muerte, sino también -y preponderantemente- por razones conceptuales. Evidentemente la distancia entre los postulados teóricos antes mencionados y el sencillo ejercicio aquí presentado es abismal, y prácticamente todos los enlaces están aún por ser construidos. Para hacerlo, habrá que estudiar más a fondo cómo participan los eventos que pueden ser identificados desde las perspectivas epidemiológica y sociodemográfica en la intrincada trama de relaciones que se tejen entre la dinámica poblacional y los problemas de salud mental. Al recorrer esta ruta habrá que integrar, sin duda, los aportes de la investigación clínica y de la indagación cualitativa. Pero por ambiciosa que pudiera parecer esta tarea, no habría que dejarla de lado si deseamos entender mejor cómo se conjugan dos dimensiones tan complejas como son la poblacional y la psíquica.