El presente artículo, desarrollado en el marco de una investigación sobre distintos conflictos socioambientales,1 analiza tensiones identitarias entre las etnias kichwas y huaorani en la comunidad de Limoncocha, al noreste de la Amazonía ecuatoriana. Específicamente, se discutirá sobre los conflictos y las representaciones que surgen a partir de la construcción dicotómica salvaje/civilizado, que opone a ambos grupos. Este análisis resulta relevante ya que en dicha oposición se encuentra el origen de la construcción de un discurso dominante que constituye y moviliza las subjetividades y las acciones políticas de los dos grupos indígenas.
La parroquia de Limoncocha, en la que se sitúa el caso de estudio, está ubicada en la región amazónica del nordeste del Ecuador, en la provincia de Sucumbíos (figura 1), con una extensión de 61 811 hectáreas y una población aproximada de 6 817 habitantes en 2014 (Junta Parroquial, 2015). La región históricamente fue habitada por distintos grupos pertenecientes a ocho grupos etnolingüísticos: shuar, achuar, kichwa, huaorani, záparo, siona, secoya y cofán, por lo que el estudio de las relaciones interétnicas en la zona se convierte en un factor relevante para entender las relaciones y los conflictos sociales que allí se generan. Para el análisis propuesto se estudian las autorrepresentaciones que los kichwas2 han construido sobre sí mismos en relación con otros grupos habitantes de la zona y las representaciones que construyen sobre estos grupos y en particular sobre los huaoranis, a quienes de alguna manera se les atribuyen las características antagónicas del “otro indígena”, el indígena salvaje. De igual forma, el artículo analiza el discurso hegemónico de instituciones y actores sociales, que reivindica a los kichwas como grupo dominante en la configuración étnica de la parroquia, tanto en número como en representación política. Este análisis de autorrepresentaciones, representaciones y atribuciones dadas por las estructuras de poder, permite estudiar las subjetividades políticas del grupo (Brubaker y Cooper, 2000).
Es evidente que en las relaciones entre los grupos indígenas de la región, y entre éstos y las autoridades políticas, el acceso al poder se ha dado de manera desigual. Dependiendo del nivel de organización de los grupos, éstos se posicionan de manera distinta frente a los gobiernos; en el caso ecuatoriano, el régimen reconoció los derechos de las minorías étnicas desde finales de la década de los años noventa. Los niveles de organización determinan tanto acciones políticas como clientelistas que han hecho que históricamente unos grupos hayan estado más cerca o más lejos de lo político, lo cual ha configurado un mapa dispar en el reconocimiento de derechos a los distintos grupos indígenas. En este sentido, como señala Gastón Gordillo (2009), las relaciones de dominación en las comunidades indígenas han generado lo que denomina una “clientelización de la etnicidad” que produce espacios de control, así como espacios de resistencia y acomodamiento, desde los cuales los indígenas canalizan sus demandas como actores activos. Desde este punto de vista, estas prácticas de resistencia y acomodamiento frente al poder hegemónico no son acciones externas a las relaciones de poder, sino constitutivas de éstas. Para el caso que nos ocupa, partiremos de estas premisas entendiendo que los distintos grupos que habitan la zona han establecido dinámicas de posicionamiento frente al ejercicio del poder, pero que éstas difieren según el grupo del que se trate.
Para analizar estos aspectos, el concepto de campo social, de Pierre Bourdieu y Loïc Wacquant (2005: 156), resulta especialmente útil:
En un campo social, los agentes y las instituciones luchan constantemente, de acuerdo con las regularidades y reglas constitutivas de ese espacio de juego (y, en determinadas coyunturas, por esas mismas reglas), con distintos grados de fuerza y por ende diversas posibilidades de éxito, por apropiarse de los productos específicos en disputa dentro del juego. Los que dominan un campo dado están en posición de hacerlo funcionar para su conveniencia pero siempre deben enfrentarse a la resistencia, las pretensiones, la discrepancia, “política” o de otro tipo, de los dominados (Bourdieu y Wacquant, 2005: 156).
En este sentido, dado que nos interesan los conflictos interétnicos, partimos de la idea de que existe una desigualdad de posicionamiento de las distintas comunidades indígenas en el campo social de la parroquia de Limoncocha. Estos posicionamientos están marcados por diferencias en la organización, el acceso al poder, y en los reconocimientos y las reivindicaciones de los distintos grupos. Además, el origen de estas diferencias está enmarcado en las características de las dinámicas de poblamiento históricas de la zona, bajo las cuales se crean representaciones y autorrepresentaciones que favorecen las diferencias y. por lo tanto, el grado de conflictividad entre los grupos que cohabitan en la parroquia.
Para complementar este análisis es necesario conceptualizar la subjetividad y explicar la articulación entre el carácter estructural de las relaciones de poder y las representaciones de los distintos grupos étnicos, de acuerdo con la ya amplia discusión propuesta por Michel Foucault (1988; Foucault et al., 1992), para quien los procesos en que los individuos se vuelven sujetos están atravesados por relaciones de poder, debate sobre el cual la antropología ha profundizado ligándolo a la manera en que se construyen las identidades. Stuart Hall (1996) afirma que los procesos de subjetivación están en la base de la determinación de las identidades políticas. Para este autor, la identidad se construye a partir de la tensión entre los procesos de sujeción (definición de los individuos por parte de otros y por estructuras de poder) y de subjetivación (definición de los individuos por sí mismos). Estas tensiones no se encuentran desligadas y las subjetividades son muchas veces el producto de los procesos de sujeción determinados por los actores hegemónicos en un campo social. Más adelante, Rogers Brubaker y Frederick Cooper (2000) demostrarán la complejidad de entender las identidades a partir de la subjetividad, y afirmarán que existen diversos procesos o formas de relaciones de poder determinantes en la compresión de las identidades. Para nosotros es interesante retomar este planteamiento, según el cual la subjetividad se compone de factores como la autodeterminación, las representaciones que sobre los individuos tienen los otros (la alteridad) y el poder de subjetivación que tienen los actores hegemónicos en un determinado campo social, volviendo a la terminología bourdieuana. Para esta investigación es relevante retomar la taxonomía propuesta por Brubaker y Cooper (2000), ya que se analiza el conflicto interétnico a través de la construcción de subjetividades de los kichwas que implican las tres dimensiones antes mencionadas. Por una parte, se analizarán las autorrepresentaciones de los kichwas como indígenas que se autorreconocen como civilizados; por otra parte, se estudiarán las representaciones que éstos construyen de los otros grupos indígenas, que les ayudan a reforzar esta imagen mediante la “salvajización” de los otros, y finalmente, el respaldo que encuentran en un discurso dominante por parte de las autoridades políticas, que en distintos momentos de la historia los reivindican en esta posición de superioridad y privilegio frente a los otros grupos. Ésta es una construcción que también es genealógica, nuevamente en un sentido foucaultiano, ya que para entender la manera en que se va consolidando esta identidad kichwa es necesario reconstruir la trayectoria de estas representaciones en el tiempo, lo que se intentará hacer a lo largo de este artículo.
Finalmente, otro concepto que resulta relevante en este análisis es el del nativo ecológico, de Astrid Ulloa (2001), categoría que se construye en el marco de la ecología política, corriente de la antropología que analiza las relaciones de poder que se desatan en relación con la competencia que existe entre diversos actores por dominar o proteger los recursos naturales. Esta corriente se ha centrado en analizar los conflictos socioambientales desde distintas perspectivas, tanto en su versión más ecológica, analizando las afectaciones de la acción humana en la naturaleza, como en su versión más social, develando las estrategias y las estructuras por las cuales grupos de actores se enfrentan en relación con el manejo de recursos naturales. Dentro de esta última aproximación se inscriben los estudios de Ulloa y su análisis de las tensiones entre grupos nativos y otros actores:
Los indígenas ahora son vistos por la comunidad académica, las organizaciones en pro del medio ambiente, los medios masivos de comunicación y el público en general, tanto en Colombia como en el ámbito internacional, como los guardianes de la naturaleza, eco-héroes o nativos ecológicos que protegen el medio ambiente y dan esperanza a la crisis ambiental global (Ulloa, 2001: 5).
Esta categoría resulta de relevancia para este análisis ya que, como veremos más adelante, en la construcción de subjetividades indígenas en la zona estudiada también ha existido esta representación ligada con algunos grupos indígenas.
Metodológicamente, esta investigación parte de estos conceptos y toma las variables de las representaciones y autorrepresentaciones de los kichwas en sus discursos y el de sus representantes, y en los discursos de académicos y de autoridades que en distintos momentos han interactuado en la zona. Para realizar este análisis se han estudiado las instituciones, los agentes y sus prácticas en el campo social, desde una perspectiva etnográfica. Es así que el artículo intercalará el análisis de las variables, tanto en documentos como en los diálogos y extractos de entrevistas y observaciones en campo.
El indígena civilizado frente al salvaje
Entender la categoría de indígena y todas las subcategorías y contradicciones que el concepto integra requiere una reflexión previa sobre la lógica de poder en la que se constituye. El indígena surge como categoría social y política bajo las leyes del racionalismo científico moderno que define a la naturaleza como una instancia presocial.
El pensamiento moderno se fundamenta, por lo tanto, en una lógica en la que la cultura, basada en la racionalidad, se constituye como opuesto, excluyente jerarquizado frente a una naturaleza descontrolada y caóticamente peligrosa, que se resiste a la subordinación civilizatoria. Sobre esta premisa los principales teóricos del contrato moderno coincidieron al establecer un modelo de sociedad moderna civilizada fundamentada en el control de una naturaleza salvaje. Sistematizando las concepciones de naturaleza de dos de los principales contractualistas, Thomas Hobbes ([1651] 2006) y Jean-Jacques Rousseau ([1775] 2012), se puede observar cómo su construcción de naturaleza, ya sea con una esencia “positiva” o “negativa”, se fundamenta en la necesidad de controlarla, ordenarla y domesticarla.
Así, en Leviatán, Hobbes considera que todo poder político es, por definición, poder absoluto, y que es precisamente en este estado de naturaleza, es decir, en la ausencia del contrato social, donde todos los seres humanos ambicionan el poder de manera implacable. Define así el filósofo inglés una naturaleza “negativa” en estado de guerra permanente (“el hombre es un lobo para el hombre”), en la que los individuos dependen de su fuerza e ingenio para vivir. Rousseau, en cambio, nos presenta una naturaleza bondadosa, inocente, “positiva”, resultado de una humanidad que en un estado salvaje primigenio era esencialmente “buena” y “feliz” porque no había sufrido todavía las terribles desigualdades que genera la civilización. Al no existir la sociedad, no existía moralidad; luego, no podía distinguirse el bien del mal. Al igual que un niño, el hombre presocial poseía una inocencia primitiva. Ambos autores coinciden, en definitiva, en las premisas y las conclusiones de sus argumentaciones: la naturaleza presocial debe ser sometida al orden civilizatorio. Bajo esta lógica racionalista, el indígena queda circunscrito en los principios presociales naturales, ya sea en su estado positivo (“buen salvaje”) o negativo (“un lobo para el hombre”) pero en cualquier caso debe ser controlado, sujetado y civilizado.
Los principios establecidos por este racionalismo moderno quedan claramente expresados en los procesos civilizatorios de las misiones religiosas sobre las poblaciones amazónicas. Estas instituciones civilizatorias debían “pacificarlos” y “controlarlos” a través de las reducciones. La evangelización, en este sentido, jugó un papel fundamental en el establecimiento de relaciones de control a través de sus distintos discursos: pacificador, evangelizador, defensor del indígena o alfabetizador, entre otros.
La historia de los kichwas amazónicos no está exenta de este control de la Iglesia y su origen está igualmente marcado por una narración que comienza con su “descubrimiento”.
El kichwa amazónico: la representación del indígena civilizado3
La historia de los kichwas amazónicos ha estado marcada por los desplazamientos forzados y los consecuentes procesos “civilizatorios”. La presencia española en esta zona de la Amazonía, en la actual provincia de Sucumbíos, se estableció a través de las órdenes franciscanas (y su continuidad con los capuchinos) y jesuitas, que desde el siglo XVII y hasta el XIX establecieron su control misional a través de las conocidas “reducciones” de los indios a la fe cristiana.
Existe poca información sobre las etnias que habitaban la zona de Sucumbíos durante el periodo de presencia colonial. Según los estudios de Santiago Valarezo (2002) , probablemente provenían de los omaguas, grupo que fue diezmado durante las diversas incursiones conquistadoras a la Amazonía en los siglos XVII y XVIII; igualmente, se señala que podrían haber habitado la zona grupos uitoto, quienes fueron las principales víctimas de la violencia cauchera en toda la zona durante las tres primeras décadas del siglo XX; descendientes de este grupo aún habitan el sur de Colombia en el Putumayo, Caquetá y el Ampiyacu peruano, todas zonas fronterizas a la provincia de Sucumbíos (Pineda Camacho, 2000). Los orígenes kichwas amazónicos, en cambio, involucran a varios grupos étnicos clasificados como quijos, záparos y kichwas de la sierra. Esta nacionalidad abarca a los napos-kichwas y a los canelos-kichwas, descendientes de los quijos, con un sistema social y cultural similar a los de los kichwas andinos.
A finales del siglo XIX, esta región nororiental amazónica comienza a ser atractiva para las empresas caucheras, que trasladan a miles de kichwas desde la zona del río Napo como trabajadores-esclavos, en uno de los episodios más trágicos de la historia de la población indígena de Ecuador (Jaramillo Alvarado, [1925] 1954; Ayala Mora, 1985). Esta historia poco documentada para el caso ecuatoriano, pero ampliamente estudiada en el contexto amazónico, ha mostrado que los desplazamientos de poblaciones en el interior de las selvas fue una práctica extendida y necesaria para la explotación cauchera, con múltiples efectos de intercambios y choques entre grupos, así como el confinamiento de los grupos étnicos nómadas y semi-nómadas habitantes de estas zonas, la casi desaparición de algunos grupos y el tener que mantener un flujo constante de mano de obra proveniente de otras zonas (Pineda Camacho, 2000).
La segunda corriente migratoria se produce en la década de los años cincuenta, con la llegada de las empresas multinacionales petroleras, lo que, como señalan Pablo Ortiz et al. (1995), es un proceso dirigido por el Estado que, a través de la presencia de misiones evangélicas con el objetivo de “pacificar” a los indígenas, facilitaron la penetración de capital en la zona. Es en esta década cuando se establece el pueblo de Limoncocha con la llegada del Instituto Lingüístico de Verano (ILV) (Summer Institute of Languages, SIL)4 en 1957. La llegada del ILV supuso el traslado de los kichwas del Tena a la orilla del lago Limoncocha en el cantón de Shushufindi, construyendo un pueblo y toda una infraestructura de carreteras, casas, aeropuerto, escuelas y zonas de cultivo. El ILV dio tierra a los nuevos colonos kichwas (50 hectáreas por familia) gracias a la cesión de las tierras que hizo el Estado a la institución evangélica (Konecki et al., 2013: 74). Los habitantes de Limoncocha sitúan el origen de su historia en la llegada del ILV y el control de una zona selvática salvaje y peligrosa. Su historia es narrada como una misión civilizatoria, de la mano del ILV:
En el primer vuelo entramos 30 personas por primera vez a la laguna de Limoncocha. Se quedaba loca de nuestra presencia, las boas grandes salían y nosotros estábamos dentro del avión temblando por el miedo. Dormimos al frente de la orilla pero en la noche no nos dejaban dormir porque hacían mucho ruido los animales de la laguna (Don Simón, anciano y líder de la comunidad, 2016, Limoncocha).
El control de la laguna y de los animales salvajes de los alrededores -pumas, jaguares, anacondas y caimanes- marca la historia de una comunidad que queda definida por el cometido de civilizar a un medio caótico. En estas narraciones sobre su origen, llama la atención la historia sobre la resistencia de la laguna, y especialmente una parte de ella, la Laguna Negra, que se resiste al control:
La gente quería ingresar a la Laguna Negra, decían que la Laguna Negra tenía más pescados y empezaban a entrar con las canoas […]. Una vez que la canoa pasaba hacia allá, decían que comenzaban a salir las burbujas por debajo del lago, y la gente como no sabía por qué salen las burbujas por debajo del agua comenzaba un poco a seguirle a la canoa; entonces ellos iban avanzando más y más para poder lanzar la dinamita, y ahí es cuando se dan cuenta y sueltan de la canoa y lo van siguiendo, avanzan; cuando después empezó ya a batir la lancha y hacer tipo olas y ya se dan cuenta de que algo estaba ocurriendo y algo los iba a atacar, y el clima comenzó a variar con aguas, vientos y rayos y le espanta a la gente […]. Desde ese entonces la gente comenzó a comunicar a los niños que no ingresen más a la Laguna Negra, porque eso era, para la gente nuestra, un espíritu de la Laguna Negra, y eso era lo que comentaba la gente… (Don Fernando, anciano y líder de la comunidad, 2016, Limoncocha).
La Laguna Negra “descontrolada” se encuentra ligada con la laguna de Limoncocha a través de un canal conocido como Caño que actualmente se encuentra en un estado de eutrofización avanzada y presenta un aspecto de pantano, ya que ha perdido su espejo de agua (Valdiviezo et al., 2012), de manera que prácticamente ha desaparecido como cuerpo hídrico superficial, pero la leyenda sobre su ferocidad aún se mantiene. Ese pequeño espacio de resistencia es un recordatorio permanente del proceso de lucha contra la naturaleza, una manera de mantener presente el origen de la comunidad de Limoncocha, marcada por su lucha contra una naturaleza salvaje.
La comunidad kichwa queda así definida como una cultura civilizadora que ha sido, a su vez previamente civilizada por el ILV. Se reproduce así una lógica de poder, en la que el indígena civilizado asume su espacio de acomodamiento en esta lógica de control y los misioneros evangélicos se presentan como “salvadores” y guías civilizatorios:
El Instituto vino a Limoncocha a buscar personas indígenas analfabetas para darles educación porque el gobierno nacional no pensaba nada, sólo daba trabajo a los que son preparados, y los pobres indígenas estaban aislados (Don Simón, anciano de la comunidad, 2016, Limoncocha).
La civilización empezó con los Institutos Lingüísticos y con misioneros y monjitas (Don Fernando, anciano y líder de la comunidad, 2016, Limoncocha).
Este proceso civilizatorio se desarrolló y consolidó durante más de dos décadas hasta la expulsión del ILV en 1980, durante el gobierno de Jaime Roldós Aguilera. Esta expulsión se justificó por diversas acusaciones relacionadas con vínculos con la Central Intelligence Agency (CIA) y con las compañías petroleras estadounidenses, así como la organización de campos de entrenamiento contra la guerrilla e incluso llevar a cabo esterilizaciones forzadas entre la población indígena (Stoll, 1985).
Para los kichwas, la presencia del ILV tiene un significado relevante, ya que se privilegió el trabajo evangelizador con esta comunidad, la que, como herencia de esta relación, aún hoy en día se autodefine como evangélica, y es ésta la religión que se practica en la parroquia. Evidentemente, la huella que dejó el ILV a través de sus prácticas religiosas es un marcador de identidad determinante, un marcador civilizador frente a otros grupos étnicos de la zona. Sin embargo, la relación con el ILV es ambigua, ya que las historias relacionadas con las esterilizaciones, a las que hace referencia David Stoll (1985), denotan imaginarios negativos, al igual que los relatos sobre experimentos para el mejoramiento de la raza, que no son del todo desaprobados en el imaginario colectivo.
La presencia del ILV y su misión evangelizadora están íntimamente ligadas con la entrada de las primeras empresas petroleras en la zona. Trece años antes de la expulsión de los evangélicos del ILV, en 1967, se estableció a un kilómetro de Limoncocha la primera base de la petrolera de la empresa Texaco (Cabodevilla, 1999: 390), aunque la presencia permanente de una multinacional petrolera no llegará hasta 1985, bajo el gobierno de Febres Cordero, cuando Occidental Oil and Gas Corporation (Oxy), la productora más grande de Estados Unidos, adquiera el Bloque 15 y comience a trabajar en Limoncocha. Este cambio de los actores implicó que se atribuyera a las petroleras el significado de un nuevo motor civilizador.
Una vez iniciada la explotación, la población de Limoncocha fue logrando puestos de trabajo en la compañía (mecánicos, guardas, servicios de limpieza y alimentación), al tiempo que los líderes negociaban gratificaciones (edificios, casas comunitarias y aportaciones económicas) a cambio de la extracción, perforación de pozos y construcción de oleoductos en sus tierras (Konecki et al., 2013: 80). La intervención, que además es potente a través del trabajo (recursos económicos individuales), pero también mediada por los aportes económicos colectivos, fue un impulso determinante para el desarrollo económico de la comunidad. Sin embargo, nuevamente esta situación benefició principalmente a la población kichwa, población que ya había sido alfabetizada en el castellano principalmente y que además, al haber estado en las escuelas evangélicas, conocía mejor las costumbres y las prácticas de los extranjeros. Por otra parte, se trataba de la comunidad más organizada de la zona, por lo que fueron el grupo más proclive a recibir los beneficios de las explotaciones. Es importante resaltar que para entonces no se producen negociaciones entre las petroleras y las comunidades, sino dádivas en forma de instalaciones comunales y compensaciones económicas, lo cual refuerza el imaginario del indígena dócil.5 En 2006, con la finalización del contrato de explotación del Bloque 15 de la petrolera, Oxy fue sustituida por la compañía estatal Petroamazonas. Los kichwas de Limoncocha continuaron trabajando en la petrolera estatal, hasta que en 2015 la caída del precio del crudo hasta un mínimo de 53 dólares por barril supuso la reducción de la actividad de la compañía y, en consecuencia, del número de trabajadores. Para la comunidad de Limoncocha, la disminución de la actividad petrolera no sólo significó la pérdida de empleo de al menos un tercio de la población, que trabajaba directamente en el Bloque 15, también la pérdida de toda una serie de negocios en torno a la petrolera, como servicios de alimentación, limpieza y asistencia mecánica, principalmente. En la actualidad, los discursos sobre la crisis económica continúan articulándose en torno de la misma lógica civilizatoria:
La gente joven quiere salir para ser más avanzados. No hay tantos trabajos, no se puede encontrar rápido, sino sólo los que ya están estudiados, y a los que no estamos tan avanzados, el gobierno nos va quitando poco a poco los trabajos que tenemos… [La solución] es que vengan más extranjeros. Sí sería bueno para seguir avanzando (mujer joven de la comunidad, 22 años).
De manera que el extranjero-civilizado continúa aún hoy representando para las nuevas generaciones kichwas el agente imprescindible para “avanzar” y “civilizarse”. Esta misma lógica ya se expresaba en la encuesta realizada en 2013, en la investigación de Krzysztof Konecki et al. (2013) sobre el espíritu comunitario en la comunidad de Limoncocha, en la que ante la pregunta “¿Cree usted que Limoncocha necesita ayuda externa o puede el pueblo resolver sus propios problemas por su cuenta?”, 88.4% respondió: “Alguien debería darnos el conocimiento y enseñarnos cómo resolver nuestros problemas”.
Este recorrido histórico muestra que la construcción del kichwa-amazónico está marcada por un proceso civilizatorio frente al salvajismo, un discurso que se instaura a través de prácticas de acomodamiento frente al control, de negociación y demandas. Esta representación construida por los misioneros blancos muestra que el grupo dominante tiene el poder de adjudicar a cada grupo un lugar en el campo social de la comunidad de Limoncocha, lo que genera una distribución de roles, subjetividades e identidades muy arraigadas en las relaciones sociales actuales. A través de la relación cercana entre los kichwas y los misioneros, se establece una escala de valoración que determina las jerarquías y las autorrepresentaciones de cada uno de los grupos (Brubaker y Cooper, 2000).
El proceso colonizador, evangelizador y civilizador que se genera en esta primera etapa de poblamiento de la zona tiene entonces una fuerza que permanece hoy en día en la construcción de las identidades. En muchos de los relatos se destaca cómo los kichwas, a diferencia de los otros grupos de la zona, no cazan y son indígenas labradores de las tierras adjudicadas. Evidentemente, si los otros grupos indígenas no cuentan con los mismos recursos, difícilmente pueden adoptar otras formas de vida, con lo cual el imaginario se sigue retroalimentando. Es el caso de los huaoranis, etnia que convive en el cantón de Shushufindi, y cuya historia, desde los primeros contactos establecidos por lo misioneros franciscanos en el siglo XVII, ha estado marcada por resistencia, rechazo y violencia frente al “extranjero” y toda institución que represente la civilización (petroleras, misioneros, instituciones estatales, etcétera).
El huaorani: la representación del indígena salvaje
Son numerosos los estudios amazónicos que consideran a los huaoranis, como referentes de salvajismo frente a otras comunidades indígenas “pacíficas”,6 especialmente en su historia de violencia frente al agente civilizador. Concretamente, son dos los episodios que marcan la construcción del huaorani-salvaje en esta zona: la Operación Auca (1956) y las muertes del sacerdote Alejandro Labaka Ugarte y la religiosa Inés Arango (1987), ambos ataques a religiosos representantes de la civilización con interpretaciones divergentes a pesar de la similitud de los hechos.
La Operación Auca, como intento de “pacificación” de los huaoranis, es una de las historias misioneras más conocidas en la Amazonía ecuatoriana y una de las de mayor trascendencia internacional. Se trata de un suceso que comenzó en septiembre de 1955 y terminó en enero de 1956, con la muerte de cinco misioneros del ILV que iniciaron una serie de localizaciones aéreas de comunidades, ofreciendo regalos (desde una cesta suspendida de una avioneta) a comunidades huaoranis.
El 8 de enero de 1956, los cinco misioneros aterrizaron en la Playa de Palmas en el río Curaray, afluente del río Napo. Sus cuerpos fueron encontrados despedazados al día siguiente (Cabodevilla, 1999). La noticia ocupó la primera página de todos los diarios del país, en los que los huaoranis eran descritos como “los indios más sanguinarios […], bestias humanas sin más propósito que el satisfacer su sed de sangre” (El Comercio, 12 de enero de 1956, citado en Cabodevilla, 1999: 327). Las iglesias evangélicas difundieron el incidente como una muestra del sacrificio de los misioneros en su llamada hacia la fe, convirtiéndolos en mártires de la evangelización. Aún hoy este episodio es narrado como un acto de pacificación de esta comunidad originariamente “salvaje”.7
Es de resaltar que el término “auca” significa “salvaje” en lengua kichwa; ya está en desuso por su connotación peyorativa para referirse a este grupo étnico. Pero esta denominación no es anodina: los habitantes de la parroquia, en su mayoría kichwas, cuando quieren referirse a prácticas de indígenas que ellos no realizan, hacen referencia a que son los indígenas de la “selva” y del “bosque” quienes tienen rituales diferentes (como comer mono o cazar con lanzas y cerbatanas), dando a entender que son dos tipos de indígenas completamente diferentes. Este imaginario se refuerza con la historia misionera y la historia del traslado de indígenas del Tena y de la sierra como estrategia de poblamiento de estas zonas con indígenas más dóciles o más civilizados, las dos atribuciones que los misioneros impusieron desde su posición hegemónica a los kichwas y que ellos reproducen y reivindican en sus construcciones subjetivas.
En este sentido, esta ideología hegemónica producida desde las instancias de poder - Iglesia y Estado principalmente- es resultado de un proceso histórico en el que se constituyen las relaciones de dominación y resistencia. Como señala Perry Anderson (1981) en sus análisis del concepto desde una visión gramsciana, el sistema hegemónico se define por el grado de consenso que asumen las masas dominadas a través de un conjunto de ideologías transmitidas por las instituciones culturales (escuela, iglesia, asociaciones, intelectuales…), que generan un tipo de subordinación pasiva.
El segundo episodio de salvajismo del pueblo huaorani sucedió el 22 de julio de 1987, cuando el obispo capuchino Alejandro Labaka Ugarte y la religiosa Inés Arango descendieron hacia territorio tagaeri8 (Izquierdo Peñafiel, 2000). Al igual que los misioneros del ILV, interpretaron el intercambio de regalos a través de cestas como un signo de amistad, y al igual que sus antecesores murieron lanceados.
Encontramos entre ambos sucesos dos diferencias fundamentales: la interpretación del martirio de la institución eclesiástica por una parte, y la presencia de una voz indígena que los reivindica, por otra. Vemos que se produce un viraje ideológico en la conceptualización del indígena “salvaje”, que tiene una explicación exógena. Sin embargo, en los imaginarios locales, como se puede observar en una pequeña muestra etnográfica en el museo de la misión capuchina de Pompeya (localidad vecina de Limoncocha), este evento sigue marcando el imaginario local del salvajismo de los huaoranis, representados como guerreros, cazadores, asesinos y sin doctrina.
La lectura que la orden religiosa dio a la muerte de Labaka Ugarte quedó en el ideario capuchino a través de una frase pronunciada por el obispo antes de morir: “Si no vamos nosotros, los matan a ellos” (Diario Hoy, 23 de julio de 1987, citado en Cabodevilla, 1999: 432). Labaka Ugarte difiere de la misión “pacificadora” de los evangélicos del ILV al no presentarse como un conciliador, sino como un salvador, que quiere evitar el exterminio de los huaoranis a manos de las petroleras que pretendían realizar extracciones en la zona. El martirio, en su caso, no está movido por el llamado de la fe, sino por su vocación salvadora. Muestra de ello es el tratamiento que los periódicos dieron a la noticia:
El obispo de Latacunga manifestó que no se está haciendo ningún juicio de valor sobre las actividades que se realizan en la amazonia ecuatoriana, que hay que entender que los aucas no han atacado por malos o salvajes, sino que se sienten lesionados cuando advierten la presencia de extraños (Hoy, 23 de julio de 1987, citado en Izquierdo, 2000: 38).
Las organizaciones indígenas Confederación de Nacionalidades Indígenas de la Amazonía Ecuatoriana (Confeniae) y Confederación de Nacionali-dades Indígenas del Ecuador (Conaie) no sólo justificaron la acción tagaeri como “defensa legítima ante la presencia de extraños en su territorio” (El Comercio, 24 de julio de 1987, citado en Cabodevilla, 1999: 435), sino que además utilizaron el suceso para reivindicar su proyecto como nación en los medios de comunicación: “No planteamos la autonomía estatal, pero dentro de la unidad de los diferentes pueblos indios y de la nación hispanohablante, reclamamos espacio para desarrollar nuestros elementos nacionales esenciales” (Hoy, 25 de julio de 1987, citado en Cabodevilla, 1999: 435).
Se puede observar cómo, en un periodo de apenas dos décadas, el indígena sanguinario se convierte en un niño inconsciente que reacciona ante el temor a lo que interpreta como una agresión. Queda así evidenciado el paso del salvaje-violento (Hobbes: “lobo para el hombre”) hacia el “buen salvaje” rousseauniano, inocente, infantil y vulnerable, que no distingue el bien del mal, y que reacciona de manera violenta presa del pánico.
Como ya se mencionó, esta trasformación es exógena, pero va a tener una connotación importante en la manera en que los distintos grupos indígenas van colocándose políticamente ante la evolución de las relaciones reivindicativas frente a las petroleras y los gobiernos.
Queda evidenciado que existe una construcción histórica de identidades políticas por parte de los kichwas, relacionada con una imagen de indígena civilizado y dócil, que contrasta con los grupos originarios de la zona, a quienes los discursos hegemónicos de los foráneos califican como salvajes. Es así como en los imaginarios se constituye una taxonomía discriminatoria entre los distintos grupos que habitan la zona y que el grupo dominante, los kichwas, acepta y reproduce; sin embargo, como veremos a continuación, frente a un cambio ideológico que ya se enunció al final del apartado, esta posición traerá consecuencias negativas para las reivindicaciones políticas de estos indígenas civilizados.
Del indígena salvaje al nativo ecológico
La articulación de los discursos sobre la protección ambiental y la promoción de los derechos indígenas han tenido un desarrollo histórico simultáneo. En 1946 la Organización de Naciones Unidas (ONU) creó la Comisión de Derechos Humanos, y un año más tarde instauró la Subcomisión de Prevención de Discriminación y Protección de las Minorías; pese a no citar expresamente a los pueblos indígenas, dicha institución servirá para la organización de nuevas políticas internacionales en relación con estas culturas. Pero no fue hasta la década de los años setenta cuando se produjo un auge de ambos movimientos: respecto a los foros internacionales en temas ambientales, en 1971 se firmaron el Convenio Ramsar (Convención Relativa a los Humedales de Importancia Internacional especialmente como Hábitat de Aves Acuáticas) y el Programa sobre el Ser Humano y la Biosfera, que intenta manejar la base científica para mejorar la relación de la humanidad con el ambiente. Ese mismo año, la Subcomisión de Prevención de Discriminación y Protección de las Minorías comienza un estudio para establecer medidas de erradicación de la exclusión social y política de las poblaciones indígenas.
En las siguientes dos décadas, los convenios internacionales se vertebran en torno de dos ejes centrales: el cambio climático y el desarrollo sostenible, unificando los temas puramente ambientales con las cuestiones de reconocimiento de derechos de los pueblos indígenas. Ejemplos de ello son la Comisión Mundial sobre Medio Ambiente y Desarrollo Sustentable de las Naciones Unidas (1987), el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo sobre Pueblos Indígenas y Tribales (1989), la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo (1992) y el Convenio sobre la Diversidad Biológica (1993). Surge así una redefinición de la Amazonía como el “pulmón del mundo” en las nuevas políticas frente al calentamiento global, que supondrán igualmente un cambio en la definición del papel de las etnias amazónicas. Estos cambios supondrán el paso de una naturaleza violenta y descontrolada a una naturaleza vulnerable, que debe ser protegida. Como resultado de este escenario, los gobiernos de los estados amazónicos se verán obligados a incorporar en sus agendas normativas y nuevas instituciones dirigidas a la protección de esta nueva “naturaleza” en peligro. En este sentido, Germán Palacio Castañeda (2007) define que la construcción de esta nueva Amazonía está caracterizada por la excentricidad y la asincronía, esenciales para comprender la situación actual y los posibles escenarios futuros. El autor señala que las políticas extractivistas de los estados amazónicos, primero de quina y después de caucho, han recorrido un proceso temporal ajeno al desarrollo del resto del territorio.
La proclamación de la selva y de los indígenas como objetos globales en sí mismos reproduce un imaginario edénico que se configura desde la década de los años ochenta, debido a la reivindicación de sus valores ecológicos (sus reservas de agua dulce, el bosque húmedo tropical o su papel estabilizador del clima global, entre otros). En este contexto, con la biodiversidad como telón de fondo, surge el protagonismo de la conservación con fines utilitarios dirigidos a la aplicación de los principios activos en diversas industrias, como la farmacéutica y la cosmética.
Paralelamente, en el ámbito político latinoamericano se produce un giro importante: los países que antes defendían sus identidades nacionales a partir del proceso de mestizaje, y en algunos casos promoviendo políticas de “blanqueamiento” de la raza que habían estado presentes desde el siglo XVI en las cartas constitucionales, se transforman presionados por nuevos actores políticos que generarán casi de manera simultánea el reconocimiento de un nuevo paradigma en la constitución de los Estados nacionales: la multiculturalidad. Esta transformación promueve el reconocimiento de los derechos de las comunidades indígenas, descendientes de los habitantes originarios, que seguían resistiendo a la cultura occidental que se había impuesto desde tiempos coloniales. El nuevo planteamiento en defensa de las minorías étnicas tendrá consecuencias importantes en el reconocimiento de derechos y, por lo tanto, en la construcción de nuevas identidades que reclaman la subalternidad como discurso de reivindicación; de allí se desatan una serie de procesos de sujeción y subjetivación, en términos de Stuart Hall (1996), que cambiarán las relaciones de estos grupos con el Estado y, en el caso de los grupos amazónicos, con las firmas explotadoras de recursos, en particular del petróleo.
En el caso del Estado ecuatoriano estos cambios se verán reflejados en la Constitución de 2008, que reconoce a la naturaleza como sujeto jurídico y, en consecuencia, con capacidad para ser sujeto de derechos, como recoge el capítulo séptimo del texto constitucional, “Derechos de la naturaleza”, específicamente en el artículo 71: “Toda persona, comunidad, pueblo o nacionalidad podrá exigir a la autoridad pública el cumplimiento de los derechos de la naturaleza”, y en el artículo 72: “La naturaleza tiene derecho a la restauración”. El mismo texto constitucional define al Estado ecuatoriano como intercultural y plurinacional, ampliando los derechos colectivos de los pueblos indígenas que ya constaban en la Constitución de 1998, desarrollando un concepto más amplio de derechos colectivos y reconociéndolos como sujetos de derecho (capítulo cuarto: “Derechos de las comunidades, pueblos y nacionalidades”).
La Constitución actual de Ecuador expresa la culminación de los debates de los años setenta y ochenta sobre la(s) identidad(es) relacionada(s) con conceptos como ciudadanía, diversidad cultural, igualdad de derechos o multiculturalidad, vinculados con los discursos y el auge de los movimientos ecologistas y los discursos de protección y reconocimiento de los derechos de una naturaleza vulnerable. Es en este contexto que se constituye el nativo ecológico de Ulloa (2001), quien deberá asumir la tarea de salvar el planeta Tierra (la madre tierra), mantener la “vida” (los recursos energéticos) y ayudar a la reproducción de las especies. Esta nueva categoría del indígena, que no deja de ser homogeneizadora y estática (como ya lo era el indígena salvaje), redefine un campo social, donde se generan nuevas relaciones y tensiones entre las distintas comunidades amazónicas que se disputan los espacios de poder y negociación con los poderes hegemónicos públicos y privados (Estado y petroleras principalmente).
Como resultado de este proceso se genera una visión de los indígenas protectores de la naturaleza y guardianes defensores del ecosistema y la biodiversidad. El nativo ecológico es, por lo tanto, el producto de las interacciones entre la política cultural y ambiental de los movimientos indígenas, las políticas nacionales e internacionales, y los distintos discursos de los agentes sociales (academia, ambientalistas, etcétera). En este sentido, Ulloa retoma a Manuel Castells (2004) en su propuesta de las fuentes a través de las cuales se originan los movimientos indígenas. En primer lugar, señala el sociólogo español, es necesario hablar de una identidad legitimadora, es decir, del reconocimiento de los indígenas como actores sociales y, en consecuencia, como sujetos de derecho desde las instituciones estatales dominantes. En este sentido, la incorporación de los derechos de los pueblos y las nacionalidades indígenas recogidos en la Constitución de 1998 y ratificados en la Constitución de 2008 supondrá, paradójicamente, para los kichwas amazónicos de Limoncocha la pérdida de un espacio privilegiado de negociación con las instancias de poder del que habían disfrutado desde sus orígenes de la mano del ILV. Muestra de ello es, por ejemplo, la creación por parte del Estado de una escuela secundaria en la localidad una vez expulsado el ILV, ya que durante la presencia de los evangelizadores ellos formaron varios grupos de profesores y, por lo tanto, en la comunidad existía un capital humano importante que permitió a los kichwas seguir gozando de una percepción de grupo mejor cualificado frente a otros grupos y que se mantiene aún después de la partida del ILV y hasta el presente. Otro ejemplo de este estatus privilegiado es el reconocimiento de la propiedad de la tierra de la comunidad obtenido a través del Instituto y del que no gozaban el resto de las comunidades de la zona, que no verán reconocidos sus derechos sobre la tierra hasta la aprobación de la Constitución de 1998.
Castells (2004) considera igualmente como fuente de conformación de los movimientos indígenas la consolidación de una identidad de resistencia, frente a las instituciones de dominación (Estado y petroleras, en este caso). Los kichwas amazónicos, en su rol “civilizador”, no se autorrepresentan en una narración de resistencia, al contrario, se definen como comunidad “pacífica”, a diferencia de los huaoranis, cuya historia marcada por episodios de violencia frente a los misioneros y las petroleras les otorga un estatus de “guardianes de la Amazonía”.
Resultado de estas transformaciones en el campo social y en los actores que en él interactúan es la presencia del pueblo huaorani en la escena internacional a partir de la década de los años noventa, con el apoyo de numerosos grupos indigenistas y ecologistas que impulsan campañas contra las intervenciones de las petroleras en la Amazonía, especialmente en la zona del Yasuní.9
En los últimos cinco años la presencia mediática de los huaoranis ha dado lugar a reconocimientos y premios internacionales por su labor en la conservación y en los valores de la Amazonía. Así, en junio de 2011 el líder huaorani Moi Enomenga ganó el premio National Geographic Society/Buffet al Liderazgo en la Conservación en América Latina. Curiosamente, la misma revista, en la década de los años cincuenta, había definido a los aucas como los “indios más sanguinarios del mundo”.10 En mayo de 2015, las mujeres huaoranis recibieron el reconocimiento Equator Prize por su trabajo a favor de la preservación del bosque en el Yasuní, premio que recibieron del representante del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) en Ecuador.11
Finalmente, Castells habla de una identidad de proyecto, basada en las tradiciones ancestrales articuladas en un discurso de la globalización, la diversidad cultural y el desarrollo alternativo. En este caso, la posición de los kichwas amazónicos queda de nuevo evidenciada en una historia marcada por los desplazamientos, y cuyas costumbres y leyendas originarias apenas cuentan con 60 años de antigüedad y están directamente vinculadas con las instituciones de dominación o, en su defecto, con un folklore que emula las tradiciones de las comunidades autóctonas, como en el caso de las danzas con lanzas o la elaboración de la chicha12 de manera tradicional. En definitiva, los kichwas amazónicos civilizados quedan redefinidos como un mero instrumento de producción y asentamiento para conquistadores, caucheros, jesuitas, evangélicos, multinacionales y el propio Estado.
Siguiendo esta línea secuencial, el pueblo huaorani, tras un peregrinar por las construcciones de la naturaleza (salvaje-agresiva e inocente-inconsciente) ha sido designado como el nativo ecológico de la Amazonía ecuatoriana, cumpliendo con los requisitos que Castells propone como fuentes originarias de identidad colectiva: reconocimiento del Estado, resultado de un proceso de resistencia, y una identidad de proyecto basada en las tradiciones y los discursos nacionales e internacionales. Este posicionamiento en el espacio de la insubordinación otorga al indígena huaorani un reconocimiento político y, por lo tanto, un lugar de enunciación.
Este cambio en el escenario de juego y el papel de los actores que participan supondrá el paso de un indígena-civilizado a un dócil instrumento del poder que no tiene espacio en una nueva Amazonía en la que se configura un nativo ecológico que reivindique y represente a la nueva naturaleza vulnerable. El kichwa ocupa el espacio territorial en la Amazonía ecuatoriana, pero “pierde” su posición de privilegio en el espacio discursivo con la constitución del nativo ecológico como protagonista del nuevo espacio simbólico. No es el protagonista en una Amazonía vulnerable que hay que proteger; por el contrario, el kichwa amazónico se caracteriza por sus actividades de caza, pesca y deforestación para la siembra.
Conclusión
A lo largo de este recorrido histórico se puede apreciar que el kichwa amazónico se va construyendo en una relación de subordinación-identificación con los distintos poderes occidentales -iglesias, Estado, petroleras-, desde un principio civilizatorio, estableciendo simultáneamente un discurso identitario basado en un principio de alteridad con el opuesto salvaje.
Muestra de ello es cómo los líderes kichwas narran los conflictos con los salvajes huaoranis, en los que se posicionan como instrumento de control:
Los huaoranis no siembran, ellos se dedican más al pescado y la carne […], ellos demandaron hacer carne ahumada. Y los precios son exagerados. Y existe tráfico de carne, nosotros regularizamos esto (Don Simón, anciano y líder de la comunidad, 2016, Limoncocha).
El kichwa-civilizado así “regulariza”, controla y sanciona las prácticas salvajes fuera de la legalidad racional. En esta línea las narraciones locales hablan de los conflictos históricos con sus opuestos salvajes:
Con los huaoranis se conformó una comuna y con los pueblos que vivían en las riberas del río se conformó la Confeniae. Las comunidades comenzaron a posesionarse en sus territorios y los huaorani comenzaron a atacar para adueñarse de más tierras. El conflicto se llevó a lado del río Napo por Pompeya (Don Fernando, anciano y líder de la comunidad, 2016, Limoncocha).
Conviene señalar que a pesar de que el estudio se centra en los conflictos entre kichwas y huaoranis, en la zona de Shushufindi y concretamente en la parroquia de Limoncocha conviven numerosos grupos indígenas: secoyas, cofanes, shuar, shiwiar, záparos (Valarezo, 2002:19). Así, por ejemplo, los ataques huaoranis se repiten también en las narraciones de las comunidades secoyas:
Nosotros nos consideramos gente pacífica, pero respondemos a los ataques para proteger nuestro territorio. Han existido enfrentamientos con huaoranis porque entraban a robar a nuestros niños, las mujeres y el territorio secoya […]. Nosotros estábamos antes que los kichwas (Don Walter, líder de la comunidad secoya, 2016: Limoncocha).
Si bien entre los secoyas la percepción del huaorani como invasor-salvaje reproduce la lógica kichwa, ellos se posicionan como comunidad ancestral reivindicando su identidad de proyecto basado en una tradición fundamentada en su reconocimiento territorial.
La relación de los kichwas con las comunidades indígenas con las que conviven, no sólo con los huaoranis, sino también con los secoyas, los shuar o los cofanes, también se articula en torno a una lógica civilizatoria:
Con los shuar tenemos conflicto porque invadieron tierras kichwas con armas de fuego y entregaron tierras para quedar en paz. Con los cofanes hay muy poco contacto […]. Nosotros hacemos nuestros trabajos en la casa, y tenemos una costumbre en la cual las mujeres trabajan mucho más que los hombres. Como dice el dicho: “Las mujeres son las primeras en levantarse y las últimas en acostarse”. Los shuar son medio vagos, y los hombres trabajan y las mujeres no se dedican mucho a la agricultura, salen mucho a la calle. Los cofanes son parecidos a los kichwas, pero tienen diferentes tradiciones. Las mujeres no preparan chicha, sólo chicha de guineo (machacan el guineo y toman). Los huaoranis tienen contactos con los colonos y ellos demandan hacer carne ahumada. Y existe tráfico de carne, nosotros regularizamos esto (Don Fernando, anciano y líder de la Comunidad, 2016, Limoncocha)
Se observa una gradación desde el indígena más civilizado kichwa, pasando por el cofán (parecido al kichwa), seguido de los shuar (medio vagos), hasta llegar al huaorani y, aún peor, los colonos:
Nosotros no queremos que los mestizos vengan porque traen costumbres occidentales y vienen a hacer que se pierdan las nuestras (Don Fernando, anciano y líder de la comunidad, 2016, Limoncocha).
En este sentido, nos encontramos lo que Peter Gow (1991: 56) ha denominado el continuum civilizatorio, desde el “indio salvaje” al civilizado, en su estudio sobre las comunidades en el Bajo Urumbaba en la Amazonía peruana. “Ya somos civilizados”, afirma la comunidad amazónica que estudia Gow, y establece “tipos de gente” o “razas” en una gradación en que la comunidad que narra preside el orden civilizatorio junto al “extranjero blanco”. Algo similar encontramos en la comunidad kichwa: el salvaje huaorani se sitúa en la franja inferior junto al colono que trafica con carne e incumple la ley occidental de la reserva protegida. Igualmente, se sitúa por encima de los shuar y los cofanes, vecinos cercanos a la civilización, pero en cualquier caso más alejados que los kichwas de la producción y el trabajo occidental.
Continuando con la construcción del kichwa frente al salvaje, la muerte del sacerdote Labaka Ugarte es también narrada como un episodio más de salvajismo huaorani:
Contaban que las monjitas llegaron a los pueblos huaoranis. Las monjitas tenían programaciones para socializar con los no contactados. Subieron al río del Yasuní aguas arriba, para seguir socializando con la gente y abrir camino […]. Los huaoranis no estaban de acuerdo en la evangelización de patas coloradas (Don Fernando, anciano y líder de la comunidad, 2016, Limoncocha).
La muerte de Labaka Ugarte no es sólo contada, también está expuesta en el Museo Cicame13 en Pompeya, situado a orillas del Napo y a pocos kilómetros de la comunidad de Limoncocha. En el Museo se muestran lanzas y cerbatanas huaoranis frente a imágenes pacíficas y familiares de los kichwas. Igualmente, una de las salas está dedicada al “avance” de la zona gracias a la presencia de las petroleras, en una retrospectiva fotográfica.
A pesar de la lógica civilizatoria que vertebra la identidad kichwa, la comunidad, a través de sus líderes, trata de incorporar los discursos ecologistas y de proyecto tradicional (frente al occidental), en un intento de acercamiento al nativo ecológico:
Nosotros como nacionalidades kichwas somos los que cuidamos y conservamos la naturaleza. Mientras que la gente colona son los que trafican la tierra y las venden (Don Fernando, anciano y líder de la comunidad, 2016, Limoncocha).
El curaca era el líder máximo de una comunidad, pero ya se ha perdido porque la invasión occidental nos ha impartido sus leyes y nosotros antes íbamos donde el curaca y lo que él decía era válido, él era la autoridad por toda la vida (Don Enrique, líder de la comunidad, rector del colegio, 2016, Limoncocha).
De esta manera, mientras el salvajismo huaorani ha ido posicionándose como una ideología de insubordinación y resistencia, generando un espacio de reconocimiento de proyecto nacional, el kichwa civilizado ha quedado relegado a la docilidad.
Los huaoranis-salvajes, ahora reconvertidos en representantes de la resistencia ecológica, cumplen con los requisitos que señala Ulloa (2001): identidad ante el Estado (y la comunidad internacional); identidad de resistencia (frente a los religiosos, el Estado y las petroleras); identidad de proyecto (tradición y ancestralidad).
Retomando la hipótesis de partida, los discursos dominantes construyen representaciones de los grupos dominados que se constituyen en ocasiones, como en el caso de los kichwas, a través de conflictos con otros grupos dominados, los huaoranis. La representación inicial del indígena “civilizado” frente al “salvaje” en un campo de luchas y disputas por los espacios de negociación con el poder pasa a una nueva redefinición, en la que el kichwa “disciplinado” se convierte en un súbdito “dócil” frente al nativo ecológico huaorani.
En este sentido, la autorrepresentación de la comunidad kichwa amazónica en una lógica de la alteridad se constituye como opuesta al “salvaje”. Este orden “civilizatorio” permitirá a la comunidad, en los primeros años de su historia, ocupar un espacio de cierto privilegio con las instancias de dominación en relación con otras comunidades no civilizadas, pero la reordenación de los discursos sobre los indígenas y la aparición del nativo ecológico supondrá una pérdida en su posición negociadora con el poder en este campo de tensiones y competencias. Este reordenamiento no supone en absoluto un debilitamiento de las instituciones de dominación ni de la lógica del poder hegemónico, al contrario: refuerza el control sobre todos los actores y los recursos de esta zona amazónica, a través de distintas estrategias. El paso de la “civilización” a la “docilidad” de los kichwas amazónicos, respecto a la transformación desde el “salvajismo” a la “insurrección” de otras comunidades como los huaoranis, supone una pérdida de posiciones en las luchas de poder en el campo social, en el que las estrategias de acomodamiento pierden capacidad de negociación en esta nueva lógica de “clientelización étnica”.