Obra ineludible en el campo de la sociología de las clases sociales, La barrière et le niveau fue publicada por primera vez en 1925 en París por la editorial Alcan.1 La Primera Guerra Mundial y un duelo familiar que afectó a su autor, Edmond Goblot, retrasaron su publicación a lo largo de 12 años, ya que el manuscrito fue finalizado en 1913. Este libro consta de dos características fundamentales. En primer lugar, se trata de un trabajo sociológico realizado por un filósofo cuya trayectoria se vincula esencialmente a la historia y filosofía de las ciencias, al igual que a la lógica. Si bien Goblot (1858-1935) escribió numerosos artículos y libros morales, políticos y pedagógicos destinados al gran público, no resulta fácil comprender por qué de repente se dedicó a un estudio sociológico focalizado en las costumbres de la burguesía francesa. La segunda singularidad de La barrière et le niveau es su frecuente reducción, en la actualidad, al rango de un simple texto anunciador. Goblot sentó las bases de una sociología de la distinción social, perspectiva que tuvo un gran impacto gracias a los trabajos de Pierre Bourdieu (1979). Sin tomar cabalmente las condiciones de producción de su obra, muchos comentaristas se conforman en calificar a Goblot como un “precursor”.
Con el objeto de seguir un camino diferente, este artículo propone examinar los principales motivos que permitieron la aparición de La barrière et le niveau. El objetivo es trabajar sobre las condiciones de posibilidad de una obra sociológica tomando la obra de Goblot como estudio de caso. Para poner en práctica tal sociología crítica, mi hipótesis se basa en que dos tipos de explicación deben ser movilizados al mismo tiempo. Por un lado, es necesario considerar los factores externos que contribuyeron a la fundamentación de una teoría social, es decir, los marcos institucionales (familiares, escolares, políticos, religiosos, etcétera) dentro de los cuales fue concebida. Con este fin, la atención estará orientada hacia la interacción entre la carrera de un filósofo vuelto sociólogo y una tesis -la de la distinción social- que tendría un amplio impacto en la comunidad sociológica. La segunda condición es de carácter interno. Es necesario considerar el contenido y la coherencia de los argumentos usados por Goblot para comprender la dinámica propia de su obra y su capacidad para esclarecer el mundo social en segmentos diferenciados. Para tales fines, propongo leer La barrière et le niveau por medio de un prisma nunca utilizado hasta el presente: el de la lógica, disciplina en la que Goblot era especialista.
Un extenso corpus documental me servirá para sostener la demostración. Gracias a Viviane Isambert-Jamati, profesora de sociología y nieta de Germaine Goblot, una de las hermanas del autor de La barrière et le niveau, pude consultar casi mil cartas intercambiadas entre la familia de Goblot (sus abuelos, padres, tíos y tías, hermanas, él mismo…) durante las décadas de 1860 hasta 1910. Utilicé, por otra parte, un segundo corpus de archivos, no clasificados, depositados por Jean-Jacques Goblot, un nieto de Edmond Goblot, en la biblioteca de la Escuela Normal Superior de la calle Ulm en París. Compuesto de seis grandes cajas, el conjunto documental contiene esencialmente las huellas de la carrera de Goblot (notas de clases, manuscritos preparatorios, separatas de artículos, opiniones sobre Goblot y sus escritos, correos intercambiados con algunos pares, clases de medicina…), así como los índices de sus compromisos múltiples al servicio de la música, de la moral, de la escuela laica… La lectura de la integralidad de la obra de Goblot, o cerca (11 libros, más de 50 artículos y ponencias científicas, varios centenares de artículos de periódicos y revistas de carácter no científico) ha sido completada con numerosos trabajos de filósofos y sociólogos de la Tercera República francesa.2
En este artículo comenzaré por brindar algunos elementos sobre la familia de Goblot y su modo de vida, al igual que ofreceré de forma sumaria algunas indicaciones sobre la carrera del autor de La barrière et le niveau. Me basaré asimismo en los trabajos que Goblot dedica a las clases sociales y a la burguesía, para mostrar que, a pesar de que las tesis sostenidas y las formulaciones cambian ligeramente de un texto a otro, éstas ilustran la existencia de una estrecha vinculación entre su experiencia personal ligada con su condición de burgués y su teorización sociológica. En otras palabras, esto significa considerar las condiciones externas de producción de la teoría de la distinción social. Luego examinaré la dinámica interna de la obra con la apuesta intelectual de que La barrière et le niveau puede ser leída como un ejercicio de lógica aplicada al mundo social. En consecuencia, propondré una interpretación de los trabajos fundadores de Goblot sobre la cultura burguesa y contribuiré in fine a una sociología crítica del conocimiento que eluda el escollo del relativismo.
Una estrategia colectiva al servicio de la ascensión social
Goblot nació en una familia cuyos miembros aspiraban a hacer carrera dentro de una clase social, la burguesía, la cual conoció un ascenso político y un mayor reconocimiento social con la Revolución de 1830. Esta clase se benefició ante todo del auge económico del ferrocarril y la industria textil. La función pública, la propiedad de la tierra, las administraciones locales, produjeron también hombres y mujeres predispuestos a forjar un espíritu y un modo de vida típicamente burgués, caracterizado tanto por la sacralización de la educación como por los valores que se cristalizaron en modos de vida comunes (Daumard, 1987; Perrot, [1961] 1982). En este mundo social, por ejemplo, el mobiliario en el interior de una residencia es objeto de códigos precisos. La disposición, en particular la del salón, debe evitar el alarde ostentoso del que son habituales los advenedizos y desmarcarse al mismo tiempo de los excesos de la vieja aristocracia. Las familias burguesas empleaban también a criadas. Entre 1841 y 1846, entre 12% y 13% de los matrimonios parisinos se beneficiaban de los servicios de empleadas domésticas. El uso del idioma era otro rasgo distintivo. El burgués se expresa claramente, con precisión y con un escrupuloso respeto de las reglas de la gramática. Ni mundano ni popular, sabe adornar sus palabras con toda una civilidad adecuada para evitar una promiscuidad social juzgada como inoportuna.
Desde su primera infancia Goblot estuvo sumergido en este universo, del cual percibe muy temprano que requiere estrategias colectivas para alcanzarlo y mantenerse en él. Tercero en una familia de cinco hijos, Edmond Goblot vino al mundo durante el otoño de 1858. Su padre, Arsène Goblot, se desempeñaba por entonces como agente departamental a cargo de los caminos vecinales. Su madre, Augustine Dubois, realizaba tareas de docencia en el medio privado antes de consagrarse enteramente a las labores domésticas y a la educación de sus hijos. Las dos ramas familiares provenían de Normandía: los Goblot y los Dubois eran nativos de Pont-Audemer (una pequeña ciudad del Oeste de Francia) y de sus cercanías. El estatus social de las dos familias no era, sin embargo, similar (Kergomard, Salzi y Goblot, 1937). El padre de Arsène murió precozmente, su madre era una campesina adinerada con apenas algunos arpendes de tierra. La familia de Augustine era de un rango superior. Ella pertenecía al segmento social que se denomina la burguesía de las “capacidades”, es decir, los profesionales del saber, las artes y los oficios (docentes, arquitectos, responsables administrativos, etcétera) que no buscaban el enriquecimiento a cualquier precio, sino que sacralizaban el éxito escolar. Unidos por fuertes lazos de solidaridad, los siete hermanos y hermanas Dubois simbolizan en sí mismos la emergencia de una nueva generación que, a fines de la Monarquía de Julio y bajo el Segundo Imperio más aún, aspira al reconocimiento social.
El análisis de la correspondencia intercambiada en el seno de la familia Dubois-Goblot revela que a través de un apoyo colectivo recíproco y casi sin fisuras es como el núcleo íntimo puede inscribirse de manera perdurable en un movimiento de ascensión social que favorece el aumento del número de funcionarios y el auge de las grandes obras de infraestructura. Estudiar constituye la primera vía para acceder al rango de burgués. La solidaridad es la otra vía para lograr el éxito colectivo. Aunque las condiciones de vida llevaron a que se dispersaran en distintas partes de Francia, incluso más allá de las fronteras del hexágono, los miembros de la hermandad Dubois quedaron vinculados de manera fuerte y duradera. Augustine y sus dos hermanas siguieron prestándose múltiples servicios durante un largo tiempo. Aquellas que tenían una mejor posición, o que solamente tenían la oportunidad, hacían llegar regularmente alimentos y otros objetos materiales (vajillas, costureros, etcétera) a las otras. De igual forma, organizaban pequeñas compras por encargo, se encomendaban misiones puntuales e intercambiaban informaciones diversas. Encontrar una empleada doméstica era el tipo de problema recurrente que la ayuda mutua permitía resolver.
Las mujeres no eran las únicas en apostar por la solidaridad. Ocurre que, a diferencia de sus cuñados y cuñadas, Arsène, el padre de Edmond Goblot, apenas frecuentó las aulas escolares. Rápidamente integrado al clan Dubois, se benefició del sostén familiar para organizar su ascensión social. Al calor de su familia política, alimentó ambiciones profesionales que evoca regularmente en la numerosa correspondencia que envió a unos y otros. Apenas un año después de su casamiento, Arsène Goblot manifestaba por primera vez su intención de subsanar sus carencias escolares. Para lograr su objetivo, hacía referencia a las competencias y los apoyos de sus cuñados. La estrategia sería fructífera, puesto que el padre de Edmond Goblot terminaría su carrera en un puesto de funcionario a cargo del sistema vial del departamento de Maine-et -Loire, con un sueldo acomodado y funciones dignas de los ingenieros graduados en las mejores escuelas. Gracias al respaldo de la hermandad Dubois, el padre de Edmond Goblot accedió entonces al mundo de la pequeña burguesía provincial.
La trayectoria escolar y profesional de Edmond Goblot coincide perfectamente con las esperanzas de las capacidades que una familia de la burguesía procura alcanzar para sus hijos. Brillante alumno, Goblot ingresó en su tercera tentativa a la sección Letras de la Escuela Normal Superior en 1879. Sólo cuatro filósofos se recibieron ese mismo año: Émile Durkheim, Edmond Goblot, Victor Hommay y Pierre Janet. El año anterior, Henri Bergson fue reclutado junto con Jean Jaurès y Gustave Belot. En la escuela de la calle Ulm, Goblot prosiguió sus estudios de filosofía y preparó el concurso de agregación.3 En 1882 fue nombrado profesor en el colegio de Bastia en Córcega. Luego ocupó cargos similares en distintas ciudades de provincias. Después de haber defendido sus dos tesis en 1898, la mayor en francés sobre la clasificación de las ciencias y la menor en latín sobre la música en los filósofos griegos, Goblot alcanzó el cargo de profesor de universidad. Enseñó en un primer momento en Caen, y luego, a partir de 1906 y hasta el final de su carrera, en la universidad de Lyon. Goblot nunca se contentó, sobre todo a partir del momento que entró en la universidad, con su rol de profesor. Músico, dreyfusard (partidario de Dreyfus), militante de la causa laica, ferviente sostén del movimiento scout, etcétera, Goblot multiplicó sus actividades extraprofesionales. No obstante, su estatus de profesor fue el que a lo largo de su carrera le permitió estar en primera línea para observar de cerca las costumbres y los modales de la burguesía provincial, a la cual él mismo pertenecía pero con la cual mantenía siempre una cierta distancia.
Distanciación y reflexividad: Edmond Goblot, analista de la burguesía
Los trabajos que Goblot dedica a las clases sociales integran numerosos elementos biográficos cuya pertinencia sociológica no se limita a su condición de filósofo y el de su entorno. Desde este punto de vista, dos textos merecen una particular atención: un artículo titulado “Les classes de la société” que publicó en la Revue d’Économie Politique en 1899, y el ya citado La barrière et le niveau. En el primero, Goblot expone en 30 páginas la mayor parte de las ideas que desarrolla algunos años después en su obra de 1925. Las introducciones de cada uno de los textos revelan la continuidad de sus discursos. En ambos casos, Goblot constata que la Revolución francesa puso fin a los privilegios pero que no había borrado las desigualdades sociales. Al comienzo del artículo de 1899, Goblot escribe por ejemplo: “Por más que seamos demócratas, no tratamos a todos nuestros semejantes como iguales. Cuando hablamos coloquialmente, decimos a uno: mi querido amigo, al otro: mi bonachón . Hacemos una diferencia entre un hombre y un señor, entre una mujer y una dama” (Goblot, 1899: 30). En las primeras páginas de La barrière et le niveau, el autor se instruye de la misma idea. “Se distingue a un burgués de un hombre de pueblo solamente mirándolos caminar por la calle. No se confunde a un ‘señor’ con un ‘hombre’, menos a una ‘dama’ con una ‘mujer’” (Goblot, [1925] 2010: 2). En términos generales, para sostener la tesis de la distinción, las ilustraciones utilizadas en el artículo son casi sistemáticamente recogidas en el libro.
En 1899, Goblot empieza por denunciar un doble error: el de los socialistas que oponen de modo demasiado simple y categórico a los trabajadores y a los capitalistas, y el de la Monarquía de Julio, que ha confundido a la clase dirigente con la clase pudiente. Partiendo de la constatación de que la clase determina las condiciones de vida y el destino de los individuos (su matrimonio, sus ideas, sus necesidades, sus ingresos, etcétera), Goblot propone trabajar la noción de clase social y mirar cómo se establecen las fronteras entre los grupos que dependen de tal definición. Con el objeto de esclarecer en primer lugar la naturaleza del vínculo entre clase y profesión, Goblot se apoya en un ejemplo que no le es desconocido (se trata del universo profesional de su padre), es decir, en una localidad cabecera de departamento en la cual se puede inventariar una multiplicidad de mundos que no se entremezclan (comerciantes, empleados, obreros, etcétera) y que conforman más precisamente algunos “estratos superpuestos”. En este caso, la diferencia social se debe a la educación. Pero la demarcación está también moldeada por la opinión. Dicho de otro modo, las clases existen asimismo gracias a algunas “señales superficiales” (vestimenta, lenguaje, modales, etcétera) que oponen unos a otros. Esto no significa, por lo tanto, que cada grupo sea homogéneo. En cada uno de ellos se encuentran tanto “espíritus superiores” como “imbéciles”. Pero el hecho es que en cada clase todos se tratan como iguales.
En segundo lugar, luego de haber distinguido la casta (grupo cerrado dotado de privilegios hereditarios) de la clase (grupo abierto que se beneficia de ventajas), Goblot muestra que si bien la riqueza desempeña un papel en la distinción entre las clases, no constituye un criterio de discriminación pertinente. Para definirse y reconocerse, los burgueses no tienen en cuenta las diferencias de fortuna que los separan a unos de otros. La consideración de la que pueden llegar a gozar es, al contrario, un criterio decisivo. En consecuencia, conviene no confundir las desigualdades de riqueza con las desigualdades de clase. Al llegar a este punto del razonamiento, Goblot afirma que toda clase tiende a clausurarse y enuncia sus tesis más originales. “Las marcas notorias de una clase social no deben estar al alcance de todos, pero deben ser las mismas para toda una clase. Como la diferencia específica de los lógicos, estas marcas tienen que ser a la vez especiales y comunes, distintivas e igualitarias” (Goblot, 1899: 52).
En el mismo artículo de 1899, el bachillerato sirve para ilustrar la tesis de la dualidad de los atributos burgueses que Goblot quiere defender.
El bachillerato, que es como la consagración oficial del burgués, su título, su pergamino, tiene ese doble carácter. No está al alcance de todos porque supone largos años de estudio, que no todo el mundo tiene los medios o la voluntad de proseguir hasta el final; supone asimismo en la familia el sentimiento de su necesidad y una educación que lo previene. Al mismo tiempo, es igualitario, pues no tiene grados y no genera ninguna diferencia entre el alumno brillante que lo consigue con maestría y el mal alumno que se recibe por compasión a la quinta o sexta tentativa. Es a la vez una barrera y un nivel (Goblot, 1899: 52).
Es en este párrafo ubicado en la vigésima segunda página del artículo en que, por primera vez, Goblot utiliza la expresión “barrera y nivel”. Por otro lado, aparece una sola vez más en el texto, sin que en ninguno de estos dos momentos el autor le atribuya el estatus emblemático propio de la obra de 1925.
No es para nada anodino que una metáfora tan significante como la de la barrera y el nivel sea utilizada por primera vez por Goblot para evocar un diploma del que sabemos hasta qué punto permaneció durante mucho tiempo siendo la prerrogativa de una pequeña élite. La historia del filósofo está ella misma colmada de desafíos precoces relacionados con el éxito escolar. Goblot tuvo siempre mucho empeño en dar cuenta de sus triunfos ante los suyos, que nunca se privaron de felicitarlo calurosamente. Coronado de una serie de premios obtenidos al finalizar su tercer año de estudios superiores, Goblot recibió, por ejemplo, una carta de su tío graduado de la Escuela Politécnica. “Eso es bueno, mi querido Edmond; me entero con mucha alegría de tus éxitos y te felicito desde el fondo de mi corazón” (carta de Edouard Dubois a Edmond Goblot, París, 19 de agosto de 1872). Viviane Isambert-Jamati (1995) señala que las apreciaciones elogiosas y los testimonios de estima de los que los miembros de la familia están gratificados en razón de sus éxitos escolares, no son objetos de una gradación. Todo el mundo está al mismo nivel, sea el tío Edouard, brillante primero de su promoción en la Escuela Politécnica, sea Edmond Goblot el doctor en filosofía, o sea su hermano Léon, conservador de las hipotecas, etcétera. Al igual que la barrera, la idea de nivel no es una pura abstracción para Goblot. Desde su infancia y su adolescencia pudo medir su importancia.
El salón como signo de distinción
En el artículo de 1899, Goblot evoca otro signo de distinción propio de la burguesía moderna. Se trata del salón, “la habitación más bella y mejor decorada” que sirve a la “insípida y absorbente labor de recibir y visitar”, mientras que en otras partes de la casa “nos amontonamos en habitaciones demasiado chicas, escasamente amuebladas” (Goblot, 1899: 54) . Aquí, nuevamente, el ejemplo no es ajeno a la condición que comparte el autor con numerosas familias de la burguesía francesa. En 1854, los padres de Edmond Goblot solicitaron un préstamo a Edouard, hermano mayor de su madre y el más adinerado de los hermanos Dubois. El objetivo era remodelar el salón, entendiendo que
en una “posición” bastante honorable como la de responsable del sistema vial en una subprefectura, sentía la obligación de recibir a tal visita de improviso, a tal persona que viene por cualquier trámite, en una habitación amueblada de manera adecuada y ordenada. La cuestión era mantener “su rango”, ese rango muy recientemente adquirido porque los cargos ocupados por Arsène hasta ese momento estaban ligados a roles puramente técnicos (Isambert-Jamati, 1995: 42).
Edmond Goblot retendrá la lección. En una carta que envió a su tía en 1878, describió esta situación que hubiera podido figurar in extenso en su artículo de 1899 o en su obra de 1925. “Tu comedor debe estar perfecto hoy en día, tu salón te clasifica, todo esto no debe dejar nada que desear” (carta de Edmond Goblot a Eugénie Dubois, París, 5 de enero de 1878).
A lo largo de su carrera, Goblot frecuentó, por otro lado, numerosos salones de amigos, colegas y conocidos. En Toulouse, la élite intelectual de la ciudad se encontraba regularmente en los salones de la Academia con motivo de las recepciones organizadas por el rector. Goblot se cruzaba particularmente allí con su colega filósofo Frédéric Rauh. En Caen, cuya burguesía fue probablemente la más inspiradora para sus escritos sociológicos, Goblot se reunía semanalmente con un grupo de músicos en casa del secretario general de la Prefectura. Cuando se instalaron en Lyon, los esposos Goblot se integraron nuevamente en una red de contactos en los cuales el salón era un espacio de sociabilidad privilegiado. La pareja se frecuentaba regularmente con otras familias para tocar música en la calma y el silencio de las moradas burguesas. En ocasiones, Goblot realizaba lecturas de textos de autores e incluso de artículos propios, como su ensayo sobre la pornografía. Por otro lado, Goblot se acercó al hijo de un pastor con el cual había tenido un intercambio epistolar cuando era todavía alumno de la Escuela Normal Superior. A través de esa mediación, fue acogido por un grupo, los Amis du Plateau, que gustaba encontrarse en salones de unos y otros para realizar lecturas de obras variadas, hablar de política o de asuntos personales… Allí nuevamente Goblot frecuentaba la élite local compuesta por docentes, religiosos, artistas o incluso miembros de profesiones liberales.
En el artículo de 1899, la proximidad entre la argumentación que despliega Goblot y su propia experiencia social alcanza su apogeo apenas algunas líneas después de evocar el salón. El filósofo alude a las vicisitudes que impone tal dispositivo: visitas fastidiosas, lujo de apariencia que condena al ahorro sobre otros registros esenciales como la comida, etcétera.
Traté, por mi parte, de romper esta cadena; quise liberarme de estas obligaciones de la vida mundana: no más salón, no más visitas, algunos amigos, pero ninguna relación de conveniencia. Lo que habría ahorrado así de tiempo y dinero, lo habría utilizado en libros y goces intelectuales. Tuve que renunciar prontamente. Puede ser posible para un soltero; un hombre de estudio siempre puede hacerse ermitaño: desde su profundo retiro, está en sociedad con los que escriben y leen. Eso es imposible para un hombre casado: hubiera hecho bajar a mi esposa y mis hijos algunos grados en la escala social (Goblot, 1899: 54).
Distinguirse para posicionarse
Apoyado en algunos otros ejemplos, el artículo de 1899 confluye finalmente en la siguiente tesis:
En el vestido, el lenguaje, los modales, este objeto sutil que llamamos tan justamente distinción es un conjunto de caracteres, sin duda superficiales pero muy importantes, por los cuales nos posicionamos en la “buena sociedad”. La distinción está hecha de matices, pues no se trata de singularizarse. Un hombre distinguido no es un original; no se queda afuera de toda sociedad, sino afuera y arriba de cierta sociedad. Siempre la barrera y el nivel (Goblot, 1899: 54).
Adivinamos entonces toda la dificultad que tiene una clase, la que no existe en superficie más que por la opinión y manipulación de signos artificiales, para mantener duraderamente su superioridad. De hecho, constata Goblot, la burguesía francesa se encuentra en una pendiente en declive. A diferencia de su alter ego inglesa, no tiene conciencia de sus deberes (particularmente cuando se trata de ayudar a los más pobres), pierde cada día prestigio y respeto, su poder político se desploma, etcétera. En La barrière et le niveau , la conclusión será un poco distinta. En efecto, no es tanto el final de la burguesía francesa que predice E. Goblot sino el de las clases en su conjunto. Constatando una vez más el carácter ficticio de las distinciones sociales, el filósofo estima que las “nivelaciones engañosas” van a difuminarse para dar lugar a las “desigualdades naturales, las de la inteligencia, del saber, del talento, del gusto, de las virtudes y los vicios. En una palabra, el mérito personal triunfa sobre las clases” (Goblot, [1925] 2010: 90). Como muchos otros congéneres bajo la Tercera República, empezando por su antiguo condiscípulo Durkheim, Goblot afirma únicamente allí la creencia compartida por una franja de la burguesía culta en las virtudes del sistema educativo y el mérito individual.
Por lo que toca al resto, La barrière et le niveau más bien amplía y profundiza, con el desarrollo de ciertas temáticas nuevas, la tesis enunciada en “Les classes de la société”. En términos que no dejan ninguna ambigüedad, Goblot afirma desde el inicio de su obra que “la ventaja del burgués reside enteramente en la opinión y se reduce a juicios de valor” (Goblot, [1925] 2010: 2). A falta de poseer títulos y prestigio que, como en el caso de los nobles, pueden separarlos del común, los burgueses deben elaborar por completo su clase de pertenencia. Se benefician por ello de los juicios de opinión que les otorgan cierta consideración. La dificultad, y Goblot habla ahí una vez más con conocimiento de causa, es que es imposible ascender solo hacia el rango de burgués. “Es por medio de su familia que el nacido burgués es burgués; es junto con su familia que se trata de devenirlo. Hay que ascender con su esposa, su padre y su madre, sus hermanos y hermanas, sacudir su entorno, romper con ciertos amigos o mantenerlos a distancia” (Goblot, [1925] 2010: 4). Segunda dificultad: por otro lado, la demarcación entre las clases es, a diferencia de las castas, fácilmente franqueable. Es necesario entonces saber producir la distinción; dicho de otra manera, utilizar algunos atributos exteriores y fácilmente reconocibles, artificialmente adquiridos y, en consecuencia, suficientemente sutiles desde el punto de vista de sus usos, para que la imitación no sea sencilla.
Como en el artículo de 1899, en La barrière et le niveau, Goblot considera primero la riqueza y la profesión. Ninguno de estos dos elementos produce la distinción. Los dos posicionan, pero no clasifican. La primera, la riqueza, es una noción muy relativa. En efecto, es rico aquel que detenta una fortuna superior a la que es requerida para vivir comúnmente dentro de su clase de pertenencia. Existen obreros ricos y burgueses pobres. La fortuna, entonces, no clasifica. La profesión tampoco determina la clase. De manera inversa, es la clase la que influye sobre la elección de la profesión. Hay oficios que jamás ejercitará un burgués, empezando por los que ensucian o que, por razones únicamente pecuniarias, imponen demasiada dureza al cuerpo. “El burgués no tiene más miedo que cualquier otro al esfuerzo físico, a condición de que sea voluntario y gratuito. Se ruborizaría de encontrar ahí sus medios de existencia” (Goblot, [1925] 2010: 27). En todas partes, agrega Goblot, la superioridad del burgués se debe al hecho de que tiene el poder de ser atendido, no tanto para economizar sus esfuerzos sino por significar su superioridad social. Goblot sabe una vez más lo que está diciendo. Su familia recurrió, como todas aquellas de la misma condición, a los servicios del personal doméstico. En 1877, al describir el estado de su madre enferma de gripe, exhibe su adhesión a los códigos y las representaciones burguesas, de las cuales al mismo tiempo será el primer crítico. “Necesitaría una criada que trabajase mucho y bien, y hoy en día es más fácil tragarse el mar que encontrar esto” (carta de Edmond Goblot a Eugénie Dubois o Aurélie Dubois, Angers, 5 de abril de 1877).
En los últimos capítulos de La barrière et le niveau, Goblot se interesa por otros dos hechos sociales, la moda y la educación, que permiten al burgués distinguirse con eficacia. A pesar de situaciones heterogéneas, la moda sirve más que nada de “barrera movediza” para la burguesía francesa. El traje y el vestido hacen mucho más que crear apariencias, forjan enteramente una identidad social. Para eso, nada está asegurado. Apenas se saben imitados, los burgueses deben trocar lo antiguo por lo nuevo: para preservar la distancia, es imposible vestirse como el común de los mortales. Pero la moda no es solamente una barrera, es también un nivel. No diferencia a un individuo, concierne a una clase entera.
Los imperativos de la educación burguesa
La demostración es similar para la educación moral de la burguesía. Tramados a partir de la educación y de preceptos religiosos básicos, los buenos modales se adquieren en la familia. Puesta a prueba durante la vida cotidiana, la moral no garantiza la virtud. Por ejemplo, no excluye la mentira. Es más, “mentir es un arte difícil, que no se sabe sin haberlo aprendido; pero la familia burguesa es, en este aspecto, una excelente escuela” (Goblot, 2010 [1925]: 57). Ésta es una barrera, invisible, es cierto, pero muy eficaz. La educación intelectual también separa y une al mismo tiempo. Reservado a una élite, el bachillerato -Goblot vuelve nuevamente sobre eso- hace la diferencia entre un burgués que tiene instrucción y un hombre del pueblo que se alejó temprano de las aulas escolares. Barrera, el diploma es de igual modo un nivel, pues su posesión borra las desigualdades entre los buenos y los malos alumnos. La educación estética finalmente ha sido objeto de opiniones variables. La antigua burguesía, la de las dos monarquías, tenía a las artes en baja estima. Para ser considerado, el burgués tenía que parecer digno y serio. Trabajaba, poseía cargos y responsabilidades, no podía entonces perderse en diversiones vanas. Su esposa podía dedicarse a la literatura y las artes plásticas. Pero no poseía la educación suficiente para aprovechar plenamente tales actividades. Luego, a fines de los años 1800, las cosas cambiaron: “El arte se puso de moda, al igual que la literatura e incluso la filosofía y la ciencia” (Goblot, [1925] 2010: 83).
Respecto al artículo seminal de 1899, La barrière et le niveau innova, por otro lado, de una doble manera. En primer lugar, la obra no vehiculiza ya algunas opiniones políticas tan radicales como antes. En un periodo alterado por todos los excesos, desde el boulangerismo hasta el caso Dreyfus, en la Revue d’Économie Politique Goblot deploraba el debilitamiento de una burguesía incapaz de afrontar sus responsabilidades y siempre más tentada por abandonar
a lo popular la conducción de los asuntos públicos. No obstante, el pueblo es un detestable político. Está casi siempre despreocupado y no sabe ni siquiera lo que está pasando; pero por momentos, se entusiasma con una idea o un semblante de idea, con una palabra, un nombre; y es en un instante, de un lado al otro del país, una exaltación que llegaba hasta el frenesí. Hemos visto el boulangerismo, vemos el antisemitismo; ¿veremos alguna horrible revuelta campesina? (Goblot, 1899: 58).
La obra de 1925 enmienda esta concepción clásica del pueblo-niño a favor de otros interrogantes que se vinculan más con las preocupaciones de principios de siglo.
La cuestión de la mujer entra así en el análisis de Goblot. Esta cuestión, que atormentó a las sociedades industriales de fines del siglo XIX y principios del siglo XX, transmitía numerosas angustias masculinas frente al surgimiento de figuras femeninas desconocidas: la trabajadora, la burguesa, la prostituta, la “nueva mujer”, etcétera (Wobbe, Berrebi-Hoffman y Lallement, 2011). Con ellas surgieron una gran cantidad de preguntas relacionadas con las identidades sexuales, las condiciones de igualdad entre hombres y mujeres en todos los ámbitos, los usos legítimos de los cuerpos y los placeres, etcétera. Goblot no escapaba al espíritu de su tiempo. Más precisamente, mostraba que no se puede pensar en las clases sociales desconociendo las fronteras que separan a los hombres y las mujeres. Aunque nunca duda en citar a Durkheim cuando le parece pertinente, Goblot se apropia sin tapujos de una terminología y un razonamiento simmeliano para afirmar la existencia de “dimorfismos sexuales”. La constatación vale primero respecto a la moda. El vestido burgués se debe combinar con seriedad, austeridad, ascetismo. Por su esplendor, la vestimenta y las joyas de la dama burguesa emanan, por el contrario, el lujo y la voluptuosidad. Expresan el desahogo de una clase social en la que sólo los hombres ejercen una ocupación profesional. Los gustos estéticos, señala Goblot, fluctúan de igual manera de un sexo a otro.
En materia de educación moral, la relación con la religión marca también una diferencia: “Una mujer devota es respetable, un hombre devoto es ridículo” (Goblot, [1925] 2010: 55). La constatación es similar una vez más a propósito de las cuestiones sexuales a las cuales Goblot consagró distintos escritos, de los que un texto de 1929 sobre la castidad fue recibido por la muy seria Revue Philosophique. Se tolera, advierte en La barrière et le niveau, que el hombre peque de adúltero, mientras la mujer que es simplemente sospechosa de cometer tal sacrilegio es rechazada en todos lados. Como él mismo lo puede constatar de visu en Lyon, los jóvenes burgueses pueden disfrutar discretamente de los placeres del libertinaje visitando a prostitutas, pero sus hermanas están condenadas a la pureza antes del casamiento.
Lógica y juicios de valor
Incansable observador de sus contemporáneos, Goblot era también, y ante todo, un especialista en lógica. Es en este terreno donde el filósofo manifestó más claramente su inclinación por la abstracción y el rigor intelectual. Es también allí que se puede poner a prueba la importancia de las condiciones internas que permitieron la elaboración de una teoría de la distinción social. Ante todo, es necesario aclarar que la elección de la lógica no es el fruto del azar, sino la expresión de una tensión estructurante. Alejado tempranamente del catolicismo dentro de una familia donde la madre, el hermano y las hermanas tomaron distancia de la religión dominante, Goblot entabló una relación duradera con el protestantismo durante su juventud, se hizo masón en los años 1880, se instruyó en la sociología positivista, asoció moral y razón, etcétera. No obstante, la filosofía enseñada en la Escuela Normal Superior, bajo la dirección de Émile Boutroux, Jules Lachelier y Léon Ollé-Laprune, fue dominada por un espiritualismo que no logró disimular su tropismo católico. La especialización intelectual elegida por Goblot lleva la marca de esta tensión existencial. Desde su trabajo de tesis, se interesó por la ciencia con una visión asociada directamente con su socialización familiar. El peligro no fue menor. “El señor Goblot desconfía de la metafísica”, escribe, por ejemplo, Dominique Parodi, “y apunta ante todo a la ‘positividad’: de ahí numerosas concesiones al psicologismo, el pragmatismo o el sociologismo” (Parodi, 1915: 400).
Por lo tanto, Goblot no renunciará nunca a su identidad de filósofo. Cuando practica la lógica, ciencia del rigor por excelencia, sigue los pasos de su maestro Jules Lachelier (1896). Para entender las consecuencias de tal decisión, es imprescindible recordar que, cuando Goblot escribió su tesis y los distintos artículos sobre el silogismo y el juicio que publicó principalmente en la Revista de Metafísica y Moral entre 1909 y 1913, la lógica estaba en plena evolución. Luego de los trabajos de Auguste de Morgan y George Boole, la filosofía hacía un giro logicista que rompía con la vieja tradición aristotélica. Con la excepción notable de Louis Couturat, los filósofos franceses no se involucraron masivamente en aquellos debates. Sin desconocer estos abundantes trabajos, los pocos espiritualistas que obraban como lógicos siguieron enmarcando sus reflexiones dentro del horizonte aristotélico. Aquellos filósofos trataron de acercarse al pensamiento razonado y las secuencias de afirmaciones para sacudir las evidencias y defender la necesidad de una filosofía del libre albedrío.
El caso típico es el de Lachelier, que no se identificaba con el formalismo y la tecnicidad promovida por el movimiento logicista. Idealista de corazón, kantiano por razón, el filósofo ambicionó obrar hacia una aproximación ontológica de la lógica. Goblot adoptó una postura comparable que consiste en trabajar el razonamiento racionalista para sondear los implícitos, los intereses, pero también las carencias y las insuficiencias. Más precisamente, Goblot recibe de Lachelier la herencia de un programa de investigación que propone enriquecer y superar la tradición aristotélica. Así, el Traité de logique que Goblot publicó en 1918 desarrolla una teoría de los juicios cuyas hipótesis fundadoras derivan explícitamente de su profesor. No se puede en algunas líneas exponer con precisión la densidad de este tratado, obra que retoma también ciertos temas tan centrales para un lógico como la manera de definir un concepto o el estatuto de la inducción y la deducción. El punto clave es que Goblot trabaja allí, y de manera muy original, una lógica de las “relaciones” que toma en serio el vínculo que los hombres mantienen con el mundo. Es por eso que inmediatamente, desde el primer capítulo, Goblot está atento a los juicios empíricos (de diferencia, de identidad, de comparación), cuya característica es imponer una verdad por medio de una necesidad causal y no a través de una necesidad lógica. Pero el verdadero paso adicional, que lleva a Goblot más cerca aún de una teoría de las clases sociales, es perceptible en el corto capítulo XVII, que el autor consagra a los juicios de valor, cuya verdad o falsedad depende, según Goblot, de las reglas de la lógica.
Apenas esbozadas en el capítulo XVII del Traité de logique, las reflexiones sobre los juicios de valor constituyen el objeto de otra obra, La logique des jugements de valeur, que Goblot publica en 1927. El libro está dividido en dos partes: una teórica, que ofrece las primeras coordenadas de una teoría lógica de los juicios de valor, y otra compuesta por una serie de ejercicios lógicos. Desde la introducción, Goblot señala que el tema le interesa por razones que se deben tanto a la singularidad de algunas propuestas de la lógica no formal, como a los efectos de su enunciación en materia metafísica, moral y social. Resulta que los juicios pueden llevar algunos silogismos que pasan inadvertidos para la mayoría de la gente. No obstante, son juicios que conciernen a la lógica común. Para investigar, Goblot empieza con algunas distinciones elementales. Los juicios de valor pueden ser positivos (“esto es bueno”, “eso es malo”) o comparativos (“esto es mejor o peor que eso”). Los juicios de compensación (“esto es mejor que eso que es malo”) y los juicios superlativos (que expresan un óptimo, una perfección absoluta) pertenecen a la segunda categoría.
El recorte fundamental que propone Goblot se funda en una división que, por lo menos desde su mirada, corresponde a distintas maneras de probar y refutar. La partición distingue tres tipos de valores: las perfecciones (clase A), los medios (clase B) y los fines (clase C). Después de haber debatido con precisión el caso de cada una de estas clases, Goblot logra un resultado mayor. Sólo los juicios de valor de la clase B, es decir, los que tratan de los medios, son susceptibles de dar sustento a una demostración. Eso no vale para los otros dos casos, por una razón muy simple: un fin no se demuestra, porque vale por sí mismo.
Cuando no separamos con rigor estas tres clases de valores, se abre muy grande la puerta a los paralogismos. De hecho, observa Goblot, los paralogismos son esos errores que envenenan e invalidan los juicios de valor, salpican tanto las obras sabias como los discursos comunes. En el caso de la metafísica (clase A), por ejemplo, el argumento ontológico de René Descartes corresponde típicamente a este engaño del pensamiento. Como lo notó Immanuel Kant, demostrar la existencia de Dios derivando el ser de la idea es una práctica improcedente desde el punto de vista de la razón.
La búsqueda de una escala de las perfecciones de los seres naturales o de los modales (valores que conciernen a algunos juicios sobre los fines no universales, clase C) puede desembocar también en algunas trampas. Goblot utiliza para este asunto una imagen extraída del mundo político en el cual los hombres y los partidos son clasificados desde el más izquierdista al más derechista o desde el más reaccionario al más progresista. Sin embargo, las diferencias de concepciones y programas no se dejan captar por medio de indicadores que podríamos libremente objetivar y homogeneizar. Se trata, en pocas palabras, de un “sofisma parlamentario” que sustituye la cantidad por la calidad. En relación con la clase B, en fin, “uno de los errores más graves que se puede hacer en lógica es considerar la ley como una generalización de la relación de causalidad, como si se pudiera pasar de la causa a la ley” (Goblot, 1927: 36). La lógica, concluye finalmente Goblot, debe tratar solamente de la apreciación de los medios para lograr un fin (esto es un medio más seguro o más rápido que éste para realizar tal fin). No obstante, los fines no emergen de la inteligencia. Son el producto de nuestra condición de seres vivos, sensibles, activos y sociales. Por esa razón, es imposible separar de otra manera más que abstractamente la lógica de la sociológica.
Un ejercicio de lógica aplicado a los juicios de valor
Con los principios y los resultados anteriores en la cabeza, resulta pertinente volver sobre los trabajos que Goblot consagra a las clases sociales. En la introducción de La logique des jugements de valeur, Goblot explica claramente que es conveniente colocarse los lentes de lógico para leer sus trabajos sobre la burguesía.
Mi reciente librito, La barrière et le niveau, es una serie de ejercicios lógicos sobre los juicios de valor. Se ha presentado al público como un estudio de sociología sobre la burguesía contemporánea. El subtítulo no es inexacto, pues había escogido como materia para mis análisis algunos juicios colectivos que constituyen una clase de la sociedad. Así el lógico se hizo casualmente sociólogo, como se hace casualmente geómetra cuando, para estudiar el razonamiento deductivo, toma ejemplos de la geometría (Goblot, 1927: 70).
Aunque aparezca solamente en filigranas, la idea central que estructura La barrière et le niveau es, como lo vimos, simple pero fuerte: a pesar de estar dotada de títulos o de bienes, la clase burguesa existe sólo por medio de los juicios de valor; en otras palabras, por medio de las opiniones comúnmente compartidas que a pesar de, o mejor dicho, en razón de los numerosos paralogismos que conllevan, tienen un valor instituyente. ¿Cómo, para ser más preciso aún, el lógico realiza su demostración? Para responder a semejante cuestión, es necesario constatar primero que la ambición lógica de Goblot se afirma aún más en el libro de 1925 que en el artículo de 1899. En “Les classes de la société”, el término “juicio” se usa dos veces. El de “juicio de valor” no aparece nunca; tampoco el de “lógica”. En La barrière et le niveau, en cambio, Goblot multiplica las frecuencias: “juicio de valor” aparece bajo su pluma muchas veces como, más puntualmente, “juicio empírico”, “juicio de existencia”, “juicio místico”, “juicio de razón”, “juicio de clase”, etcétera. El sustantivo “lógico” también aparece al igual que la fórmula de “mentalidad prelógica” explícitamente extraída de Lucien Levy-Bruhl (1922). Esta evolución semántica se entiende fácilmente; va acompañada de la fuerte atención otorgada por Goblot durante las dos primeras décadas del siglo XX a los aspectos de lógica. Cuando redacta en la preguerra La barrière et le niveau , Goblot no tiene ninguna dificultad para relacionar sus preocupaciones iniciales sobre las clases en la sociedad con sus preocupaciones de lógico. La obra de 1925 es totalmente explícita sobre el asunto.
Para ser más preciso aún, Goblot sigue las huellas de Aristóteles. Encuentra en Refutaciones sofísticas (1995) del filósofo griego una serie de comentarios sobre la potencia de las palabras y los engaños que su uso puede provocar. Aristóteles se interesa entonces por los sofismas, pero también por los paralogismos, razonamientos erróneos enunciados sin intención de burlar y cuyos autores son igualmente víctimas. En el caso de la burguesía, conjunto de yoes sociales insatisfechos que componen un mundo con fronteras tan permeables, el interés de los paralogismos para el programa de trabajo que elabora Goblot salta a la vista más aún, cuando esta clase
acusa, exagera, subraya, inventa si es necesario las desigualdades que la hacen existir por medio de la distinción. Niega, subestima o finge ignorar las que tenderían a dislocarla a través de gradaciones y subclases. La nivelación es el complemento indisociable de la distinción. La barrera y el nivel llevan algunas inconsecuencias extrañas en la consideración de las cosas: los juicios de clase hacen referencia a una lógica, o más bien a una mística, en la que la contradicción es a menudo una necesidad y, en consecuencia, una regla (Goblot, [1925] 2010: 9).
La obra de 1925 puede ser leída entonces sobre la base de esta constatación fundadora: para existir como clase, la burguesía desmultiplica los juicios de valor sin temer chocar contra las reglas de la lógica; todo lo contrario. Los paralogismos sirven para imponer y mantener una ficción que se encarna en los espíritus, las prácticas y las instituciones del mundo social.
Dos clases de paralogismos
A pesar de que Goblot no los distingue ni los nombra nunca de forma explícita, dos clases de paralogismos fueron puestos en evidencia y criticados por el autor de La barrière et le niveau, a los que nombraré respectivamente “paralogismo de los criterios” y “paralogismo de los juicios”. El primero equipara dos propuestas complementarias: uno permite reunir (criterio de nivel) y el otro separar (criterio de barrera). Goblot constata que la confluencia de estas dos exigencias lleva sistemáticamente a una contradicción. En buena lógica, una característica importante, y una sola, debe servir para reunir y oponer. Sin embargo, los dos juicios de valor hacen siempre referencia a distintas características importantes, lo que anula de inmediato la operación de clasificación. De ahí la evidencia de que la clase burguesa existe solamente gracias al poder de la ilusión.
En cuanto a la vestimenta, el razonamiento burgués confunde así la originalidad y la excentricidad, que son rasgos individuales, con la distinción, que tiene un valor colectivo. Goblot observa, en otro registro, que todos los niños de la burguesía reciben una educación religiosa, aunque sus padres fuesen devotos o librepensadores. El filósofo sabe de qué se trata. “Siendo niño, estaba perturbado por ver que mis padres me obligaban a aprender lo que ellos mismos no creían y practicar lo que no practicaban. Nunca hablé del tema, pero realmente esto me ha atormentado desde los 10 a los 20 años” (carta de Edmond Goblot a Eugénie Dubois o Aurélie Dubois, Lyon, 17 de enero de 1911, archivos de la familia Goblot). El aferrarse a lo religioso parece aún más extraño cuanto la burguesía cortó con sus raíces éticas para cultivar solamente algunas virtudes intermedias, como la cortesía. El burgués es, desde este punto de vista, tan escasamente virtuoso como el hombre ordinario. Se distingue en cambio por medio de su delicadeza moral. Un hombre “como es debido” debe saber dar prueba de elegancia, fineza, sutileza, etcétera, en todas las ocasiones. Sin embargo, la religión, que algunos burgueses desaprueban, tiene poco que ver con el aprendizaje de tal comportamiento.
La amalgama de algunas características importantes es similar en materia de educación puesto que, como para la moda de los vestidos, el burgués confunde intereses individuales con interés colectivo. “¡Enséñennos cosas que nos sean útiles! Dicen [los burgueses] cuando sueñan con la futura profesión. Entréguennos una enseñanza de lujo; ¡no dejen caer la educación que nos distingue!, dicen cuando piensan en la defensa de su clase” (Goblot, [1925] 2010: 71). El arte, en fin, cuando se puso de moda entre los burgueses, se impuso rápidamente como el terreno de todas las confusiones que la moda suele traer. A fines del siglo XIX, la cultura artística y literaria fue vista como una barrera que exigía “cierta calidad de cultura”, que en realidad el burgués no poseía. Para convencerse, basta con considerar las flojas exhibiciones musicales de las que los salones eran escenarios, o también el triste espectáculo que ofrecían los bailes en los que, a falta de bailar, cada uno se meneaba y se empujaba con los otros. “La intromisión del espíritu de clase en los juicios del gusto introduce la moda en lugar del estilo, la distinción en lugar de la originalidad. Sin embargo, la distinción, que se confunde a menudo con la elegancia, es un concepto antiestético” (Ibid: 85). Sea en términos de vestimenta, de educación intelectual o de gusto por el arte, la exigencia de unicidad de los criterios de definición de la característica importante no es nunca respetada. Porque burla sistemáticamente la regla de la característica importante, la burguesía es la reina de los paralogismos.
En la cultura burguesa hay un segundo tipo de razonamiento que, si seguimos la argumentación de Goblot, se puede denominar paralogismo de los juicios. Éste es el producto de un juicio de valor y un juicio de experiencia cuya combinación permite definir una característica importante para la clasificación de lo burgués/no burgués. En este caso, el paralogismo se debe al hecho de que el burgués adopta e impone para un juicio de experiencia lo que en realidad es un juicio de valor. Un juicio de experiencia es verdadero, en efecto, por la doble condición de imponerse necesariamente y a todos. “Un juicio de experiencia es lógicamente válido”, escribe Goblot en su Traité de logique, “cuando está enteramente y exclusivamente determinado por la representación que hace de su materia” (Goblot, 1918: 46). Pero, agrega inmediatamente, “lo que es cierto sólo para mí no es verdad” (Ibid.). Lo que es cierto solamente para el burgués, queremos concluir enseguida, no es verdad.
Tal es el modo de razonamiento desplegado por Goblot cuando, en los capítulos 2 y 3 de La barrière et le niveau, impugna a la riqueza y a la profesión la característica de variable discriminante útil para la definición de una clase social. En el primer caso, subraya Goblot, no es tanto la riqueza sino su uso la que hace barrera. Sobre todo, “no es dentro de las clases populares que se encuentran los pobres avergonzados; es detrás de las puertas cerradas del burgués sin fortuna. Se soporta con paciencia la pobreza mientras se la disimula, mientras no es más que privación o incluso sufrimiento; cuando es humillación se vuelve intolerable” (Goblot, [1925] 2010: 19-20). Los burgueses toman como cierta, por otro lado, la idea de que existirían desde siempre algunos “bajos oficios, o ridículos” (labores repugnantes, penosas, manuales en general). Éstos no son para ellos. Una doble consecuencia se puede extraer de tal convención. Primero: el burgués no puede ejercer más que las profesiones que le convienen a su rango. No obstante, refuta Goblot, “no se encuentra en la superioridad de la inteligencia y la cultura la explicación suficiente de la demarcación entre las clases. Se debe a que las profesiones, como los ingresos, posicionan pero no clasifican” (Goblot, [1925] 2010: 32). Segundo: en la medida en que el burgués piensa que su condición es ser elegante y ser atendido, el empleo de domésticos es una característica importante que le parece muy natural. En realidad, ignorando la sabiduría proverbial (no hay oficios tontos, sólo hay personas tontas),4 el burgués se persuade sin demasiados prejuicios. En vez de reconocer que tiene suficiente fortuna para poder delegar a otros los “oficios tontos”, prefiere tener por verdad evangélica el hecho de que los oficios hacen la clase.
Para terminar, una última ilustración: el trato del cuerpo femenino. Los burgueses comparten una misma concepción puritana de la familia, de la cual una de las consecuencias es la condena del adúltero. Se observa sin embargo que, junto a la evolución de las costumbres, el “libertinaje de la juventud masculina” se ha vuelto una práctica aún más “lícita” y “confesable”, donde la presión social no ayuda a reprimir el instinto sexual. Para Goblot, este juicio no tiene nada de necesario; no puede entonces pretender el título de juicio de experiencia. ¿Por qué no es necesario? Simplemente porque la historia nos enseña que tal inmoralidad no es una fatalidad. Es, al contrario, el producto de una lucha social en que las costumbres constituyen la principal apuesta. La consecuencia es “este ejército innumerable de prostitución urbana, que crece de un año a otro. Es la burguesía que la usa y la paga; es para ella que existe. Se recluta casi exclusivamente en la clase obrera (en una proporción de 96%) donde trae la corrupción” (Goblot, [1925] 2010: 62). La ironía, pero ahí Goblot no hace más que reafirmar su diagnóstico del devenir de la sociedad francesa, es que la burguesía será ella misma víctima de esta inmoralidad sexual que terminará por matarla.
Conclusión
El objetivo de esta contribución fue iluminar las condiciones de producción externas e internas de una teoría sociológica, la de la distinción social de Edmond Goblot. Para ello, se pusieron en evidencia dos modelos de socialización: uno de origen familiar, otro vinculado con sus maestros en filosofía. Estos modelos estructuraron de forma duradera, no sin tensiones y contradicciones, las opciones intelectuales del autor de La barrière et le niveau. Sobre el plano externo, el entorno doméstico de Goblot desempeñó un papel mayor. El filósofo es originario de una familia francesa de la pequeña burguesía provincial que supo beneficiarse de la movilidad social que estimularon las mutaciones del Segundo Imperio y la Tercera República. Goblot no forjó una teoría social de las clases por puro azar, tampoco en cualquier condición. La familiaridad que entabló cotidianamente con el mundo burgués le permitió desarrollar una teoría de la distinción social que tuvo un gran impacto.
Respecto de las condiciones internas de producción de su teoría de la distinción social, la opción elegida fue ubicar la obra de Goblot dentro de un espacio intelectual, el de la filosofía francesa de la Tercera República, espacio tensionado entre un deseo de ciencia y una defensa de la metafísica. Es dentro de este marco que Goblot desarrolló una lógica formal de las relaciones que le sirvió de fundamento para probar hasta qué punto la burguesía abusa y abusa de sí misma cuando utiliza los paralogismos con el objeto de convencer y convencerse de que consta de un estatus de clase social. Como se puede observar, la oposición clásica entre teoría tradicional y teoría crítica (Horkheimer, 1937) no sirve para dar cuenta de las condiciones de posibilidad de una teoría social como la de Goblot. La crítica que he formulado permite mostrar de manera más acabada la existencia de complementariedades y tensiones entre factores externos e internos. En otras palabras, es posible considerar la influencia de los mundos sociales en los cuales nacen las teorías sociológicas, sin por ello reducir su valor heurístico a los intereses situados.
La perdurabilidad de la teoría de Goblot nos demuestra que la sociología crítica no está condenada al relativismo, como muchas veces se la asocia. Mas allá del caso particular de la burguesía, el filósofo comprendió la importancia de descifrar los usos de los razonamientos con el objeto de evaluar sus potenciales implicaciones sociales. En un periodo político tormentoso, Goblot intentó, por ejemplo, esclarecer los implícitos contestables de algunos discursos mediáticos.
Un periódico expresaba recientemente la fórmula de su opinión sobre el caso Dreyfus y su razonamiento se sintetizaba de tal manera: “Nunca admitiremos la ilegalidad de la condenación de Dreyfus porque, si Dreyfus fuese condenado ilegalmente, tendría que ser liberado; no obstante, es precisamente lo que no queremos porque es un traidor”. No es ciertamente la lógica la que determinó la convicción de este periodista. Podría haber dicho, si hubiera conocido profundamente su propio pensamiento: “Antisemitas convencidos, estuvimos muy felices de saber que un judío cometió una traición; no consentiremos fácilmente reconocer que el autor fuera otro” (Goblot, 1898: 5).
De este trabajo de lógico preocupado por los errores del mundo y la manera en que ciertas corrientes los utilizan para hacer negocio por medio de paralogismos contestables, los sociólogos actuales tienen, sin ninguna duda, todavía mucho que aprender.