Desde el principio de su Tratado de las supersticiones y costumbres gentílicas que oy viven entre los indios naturales desta Nueva España (1629), Hernando Ruiz de Alarcón no oculta su voluntad terapéutica -si podemos calificar de ese modo su intención inquisitorial, moral y médica a un tiempo-, ni deja de señalar la principal “abominación” que cree descubrir en los indios, anterior incluso al empleo de las plantas consideradas diabólicas: “la embriaguez como al presente [...] corre entre ellos”; “perjudicial y cruel enemigo”; “que es oy el mayor de sus vicios, la total destruición de la salud de sus cuerpos”; “la total causa de acabarse los indios”; “peccado manifiesto”, menor al “vicio oculto” de la “ydolatría” (127). Recordemos que la embriaguez posee, sin embargo, una doble significación en los tiempos de Alarcón:
Embriaguez. Turbación de los sentidos causada por la abundancia del vino y su demasiado uso. Es del latino Ebrietas, que significa lo mismo. Bernardo Aldrete, Antigüedades de España: “De lo qual vinieron las embriagueces, torpezas impuríssimas, sacrilegios, etcétera” [...]. Por metáphora vale transportación y embebecimiento del ánimo causado por algún objeto, lo que principalmente sucede al alma quando se transporta y embebece en el gozo de cosas espirituales y divinas. Latín: Ecstasis. Santa Teresa, Conceptos del amor de Dios: “Dichosa embriaguez, que hace suplir a el Esposo lo que el alma no puede” (Dicc. Aut.).
Ebriedad y éxtasis. Conexión exacerbada cuando abordamos la obsesión raigal del Tratado de Alarcón: la planta, la lucha contra el ángel y el demonio. Combate anfibológico, como dentro de Takiwasi,2 adonde se combate la adicción con los rituales y con las visiones de la ayahuasca. Alarcón no combate las drogas sino a las “plantas diabólicas”. Ni combate al vino o al aguardiente con el peyote. Pero se sumerge en el universo terapéutico del peyotl y del ololiuhqui. Investiga sus rituales, a sus especialistas y sus conjuros. Y el fuego central de su poética o su etnopoética, que he analizado en otra parte, y sus vínculos complejos con la performance y la traducción.3 Pero la “terapéutica” que queremos revisar aquí no atañe a la ebriedad del vino, ni a las alucinaciones producidas por los enteógenos, ni a la revelación mística. Tiene que ver con otros “peligros”: esos que Alarcón llama “daños del deseo”.
I. Conjuros sexuales
La cuarta parte del Tratado de Alarcón corresponde a las enfermedades del alma -o que tienen su raíz en la pasión- y está compuesta de tres capítulos: “Del conjuro y palabras que usan para aplacar enojo”; “De otro conjuro para atraher y afiçionar” y, en fin, “De los males y enfermedades que proçeden de amores illíçitos”.4 El último conjuro involucra una escena psíquica -e incluso psicoanalítica- en los rituales mágicos, por su carácter terapéutico (“la superstición de la cura y remedio de las dichas enfermedades y daños”) y su raíz imaginaria (“la ficçión [subrayo el término empleado repetidas veces por Alarcón] de las enfermedades y males que llaman o intitulan de amores y deseos illíçitos”). Porque, aduce Alarcón, “entre las supersticiones gentílicas que han quedado entre los indios, no es la menos perjudiçial la ficçión de que ay enfermedades causadas de amor illíçito y deseos prohibidos”. Y de ella se desprenden dos daños: “que aya muchos que apetescan este officio” (el oficio de los “falsos médicos”), y que las gentes se persuadan de “que es bueno peccar”, pues el Demonio “sólo finge este daño corporal y temporal [como la histeria] por partiçipación [o contagio] en los assistentes y occurrentes [pacientes o víctimas del mal], no haciendo caso de los del alma y eternos en los delinqüentes”. Es decir, “el Demonio” -entidad nada extraña a Freud-5 sólo “finge” el “daño corporal y temporal”, como supuestamente lo hacían ante Charcot y Freud las histéricas de La Salpêtrière, y lo produce por un fenómeno misterioso y casi mágico que recuerda al “contagio” psíquico y Alarcón llama “participaçión”, el cual opera en el ritual y a consecuencia del ritual: terapéutica y patológica, pero también performáticamente -como lo ha hecho notar Didi-Hubermann en La invención de la histeria-,6 como operación teatral en el marco hospitalario, es decir, como actuación ante los ojos de los médicos-fotógrafos. “No haciendo caso de los [castigos] del alma y eternos en los delinqüentes”, anota Alarcón; pues tal es la intención diabólica: “Persuadir males de culpa para evitar los de pena”. Como esas dos enfermedades -la gota coral y la alfereçía-, vinculadas a la posesión demoníaca:
Gota coral. Enfermedad que consiste en una convulsión de todo el cuerpo, y un recogimiento o atracción de los nervios, con lesión del entendimiento y de los sentidos, que hace que el doliente caiga de repente [...]. Epilepsia (Dicc. Aut.).
Alferecía. La primera especie de enfermedades convulsivas, que consiste en una lesión y perturbación de las acciones animales en todo el cuerpo, o en alguna de sus partes, con varios accidentes, como son el de apretar y rechinar los dientes, echar espumarajos por la boca. Epilepticus morbus, Epilepsia, etcétera (Dicc. Aut.).
Es el caso del susto: el de “los niños que suelen asombrarse y dar gritos como que viesen alguna cosa espantoça; quando despiertan dando voçes y llorando como espantados; quando, sin acçidente esterior, suelen perder el sentido y quedar como muertos” -“y otros”, añade, “hiriendo”-. Se trata, siempre, de males psíquicos, de “daños del amor y del deseo”, aunque sus consecuencias desborden ese ámbito particular y se contagien como una plaga a muchos otros aspectos de la vida doméstica, familiar, social, económica y de la naturaleza:
Y assí, qualquiera enfermedad o achaques de los [que] nuestros médicos comúnmente juzgan por incurables, estos embusteros diçen que provienen por exçeso de delitos en el consorte, o ya sea su muger o marido, o ya sea su amigo o amigos. Y a este género de enfermedades reduçen y agregan las que nosotros solemos llamar desgraçias y trabajos, como pobreça y malos suçeços -verbigracia elarse las sementeras, anublarse la semilla, haçer daño los animales en los maýces y trigos, perderse las bestias y desbarrancarse, no hallar salida a las mercancías y no medrar en los contratos, y aun no coserse bien sus comidas y brevajes, cosas que, una o otra, no abrá persona que escape dellas.
Esa frase -“por exceso de delitos en el consorte”- se reitera poco más adelante, en una suerte de etiología médico-judicial que ve en el “exçeso” amoroso o sexual el origen de todos los males. Obsérvese, por el “exçeso del consorte”, o sea, “por dependençia de otro”:
Estas, pues, llaman enfermedades y daños causados por exçeso de delitos del consorte [...], y en la lengua mexicana los llaman tlacolmiquiztli -quiere decir: daño causado de amor y deseo-, [...] [y] netepalhuliztli, que querrá decir: dependençia de otro, y más interpretado: daño por dependençia de otro.
Lo que opera aquí, por lo tanto, es una transferencia de la culpa a través del deseo. Así, sobre las causas de “estos daños y enfermedades” se dice que, cuando los adultos están “casados o amançebados”, son “el exçeso de adulterios o amançebamientos en el conçorte”. Y “si los adultos enfermos ni son casados ni andan en malos pasos”, pueden ser dos causas, ambas interpretadas como una transferencia o un contagio psíquico, libidinal, pecaminoso:
la primera porque, estando el enfermo en compañía de otros, llegó a su presençia o a mesclarse con ellos algún otro de mal vivir o que andava en pasos malos o amançebamientos; la segunda causa diçen ser porque, estando el tal enfermo en compañía de otros, alguno de ellos deseó alcançar alguna mujer y cudició alguna cosa o agena, y que, porque el no conseguir su deseo aquel tercero causa de ordinario en él mucha melancolía y tristeça, diçen que, como los phisolósophos [sic] afirman, por simpatía y redundançia infiçionan al compañero y le causan aquel mal de irse enflaquesiendo y secando, y a este llama[n] netepalhuiliztli.
En esta explicación se trasluce una nosología médica que describe a la enfermedad como una forma de la “melancolía y tristeça” que perturba, como ya vimos, no sólo la vida psíquica del paciente, sino también su circunstancia exterior, semejante a la de un apestado. Una compleja red de correspondencias subyace a ese sistema explicativo y descriptivo. Así, “por simpatía y redundancia” (elementos mágicos, analógicos, repetitivos, que sería posible asociar a una poética) se producen las enfermedades, surge el mal: por sobra, “abundancia” o “excesso” de deseo. “Excesso” -como también se escribe la palabra exceso- que infecta, “inficiona”, contagia, como define aquella época el vocablo inficionar (inficere): “llenar de calidades contagiosas, perniciosas u pestíferas, u ocasionarlas” (Dicc. Aut.), causando “aquel mal de irse enflaquesiendo y secando” al “compañero”. Netepalhuiliztli: “melancolía y tristeça”. Un mal de raigambre diabólica cuyo origen psicopatológico es “el no conseguir su deseo”.
A todas estas enfermedades, afirma Alarcón, aplican los indios una misma “fingida cura” y “un mismo remedio, que es el que llaman tetlaçolaltiloni, como si dijéssemos: baño para enfermedad causada por amores o por aficçión”. Aquí no intervienen, aparentemente, ni el ololiuhqui ni el peyote. Ni siquiera el tabaco o piçiete -al que el fraile llama “levadura general de estos amacijos” (162)- es empleado en el caso de esos males por los curanderos, de acuerdo con los detalles bastante precisos y posiblemente exhaustivos que el pesquisidor inquisitorial vierte en su informe acerca de la ceremonia de curación y la performance ritual del conjuro. “El embustero”, anota Alarcón, aludiendo al brujo, “se previene el fuego, copal y agua, y tendiendo un lienzo limpio sobre una estera, pone çerca della en pie al enfermo”:
Ven acá, tú,
el que tienes los cabellos
como humo y como neblina,
y tú, mi madre la de las nahuas preciosas,
y tú, la muger blanca.
A diferencia de los editores de Alarcón, transcribimos el conjuro en líneas, como si se tratara de un poema o un canto destinado a recitarse o a pronunciarse, de modo ritual, en voz alta o en forma de salmodia, conforme a un ritmo sonoro, interior, encantatorio, oscuro, a pesar de las imágenes que iluminan la antigüedad de la diosa, su belleza, su transparencia. Lo mismo hacemos con la transcripción del texto náhuatl transmitido por Ruiz de Alarcón:
Las imágenes son fundamentales en un conjuro en que el traductor se expresa casi exclusivamente a través de metáforas y alegorías, o de una “metáfora continua”, como dice Alarcón en su prólogo (128). La continuación muestra cómo la traducción implica, siempre, un elemento de transculturalidad: los dioses o diosas del amor, en la interpretación europea. Pero también cómo toda traducción traiciona profundamente el gesto mismo que la funda:
Al pronunciar estos nombres, el médico ejecuta una serie de gestos terapéuticos en los que pone en movimiento la fuerza de los elementos rituales -fuego, agua, copal, “lienzo limpio” y estera-. El nombre posee fuerza mágica y los elementos se ungen como “dioses”: “Y en nombrándolos, coge luego el fuego y échale el copal y sahúma el enfermo, como que le ofrese aquellos dioses que ha nombrado”. El agua lo limpia: “Y luego le baña con el agua preparada y le passa inmediatamente sobre el lienço que está sobre la estera como que ya ba limpio del mal que tenía, o por lo menos en mejor disposición”. Acto seguido, se renueva la enunciación del conjuro y, con ella, su interpretación etno-poética y su escenificación ritual:
Y mientras está haçiendo todos estos embustes y fiçiones,
no para en el conjuro, sino que continúa a lo de arriba diçiendo:8
Diosas nombradas, assistidme,
y vosotras, enfermedades de amor,
parda, blanca y verde.
Advertid que he venido,
yo el sacerdote, el príncipe de encantos.
Verde y blanca terrestridad,
no os lebantéis contra mí,
ni de rrecudida enbistáis conmigo.
Yo en persona soy el que lo mando,
el sacerdote, el príncipe de encantos.
La separación en líneas y estrofas, una vez más, es mía, y obedece únicamente al ritmo:
Xinech itztimamaniqui,
yayauhqui tlaçolli,
iztac tlaçolli,
xoxouhqui tlaçolli.
Onihuallanitlamacazqui,
ninahualtecutli.
Xoxouhqui tlaloc,
iztac tlaloc,
ma noca techuat,
ma noca timilacatzoti.9
Nomatca nehuatl nitlamacazqui,
ninahualtecutli.
El ritmo de la lengua original se manifiesta a pesar de nuestro desconocimiento de sus significaciones semánticas. La composición, no obstante, tiende a aclarar el sentido y la eficacia de la operación. Las estrofas y las líneas se redistribuyen casi naturalmente. Hay un sentido distinto -genético, orgánico- que surge del interior, de ese flujo rítmico. Imágenes, símbolos y alegorías proliferan bajo la superficie, dando cuenta de un original “preñado” de símbolos. Aquí están, personificadas -en la traducción- las “enfermedades de amor”: esas, precisamente, que constituyen el campo de lucha del ritual y del conjuro. Los colores ofrecen su irradiación simbólica: “enfermedades del amor, / parda, blanca y verde”; “verde y blanca terrestridad”, aliada a Tláloc. Imágenes que son irradiaciones pero también operaciones. La función fática del lenguaje se conjuga con la función poética -y con el poema-, en vista de una eficacia mágica o simbólica. Las “operaciones” son latentes pero estructuran el conjuro de manera performativa, mostrándonos “cómo hacer cosas con palabras”, cómo se cura con palabras. Predominan las órdenes y, más allá del contacto buscado, el poder de las palabras. Son imperativos: “Assistidme”, “Advertid que he venido”, “No os lebantéis contra mí”, “Ni de rrecudida10 embistáis conmigo”. Un sujeto enunciador, un “Yo” poderoso, las dicta. Pero no es el yo del médico, brujo o curandero, sino la voz de otra entidad vehiculada por la voz, o el canto, del conjuro. El chamán es vehículo de otra voz. “Yo es otro”: “Je est un autre”:
“Príncipe de encantos” o chamán, la denominación sería secundaria si no fuera por sus connotaciones diabólicas. El Diablo es el “príncipe de los encantos”, y el agente formal de estas curaciones mágicas. Su mandato es en sí mismo demoníaco, inconsciente, infernal, imperativo y extrasubjetivo o sujeto a las obediencias hipnóticas propias de un sueño ritual. Es una fuerza exterior que provoca la enfermedad en el paciente, pero también es exterior al curandero: es una pura exterioridad mágica, descontrolada y autoritaria a un mismo tiempo. Pero, si nos detenemos un momento, veremos cómo la glosa del conjuro (o la interpretación latente en el comentario del pesquisidor) es más exacta y penetrante, además de pragmática:
Esto postrero parece que diçe el tal embustero para que estimen más la cura y se la paguen mejor, pues da a entender que el echar él aquellas enfermedades del paçiente puede ser causa bastante para que, sanando el enfermo, se pase todo el mal al médico, como si el Demonio, echado de un cuerpo, se apoderasse del mismo que le echó. Eso diçen aquellas últimas palabras: “Verde y blanca terrestridad, no os levantéis contra mí, etcétera”. Y assí las remata con essotras: “Yo en persona lo mando, el sacerdote, el príncipe de encantos”, como si dixera: “No tenéis poder contra mí, por el grande que yo tengo contra vosotras”.
Y es que, aunque el pesquisidor interpreta estas palabras como otro “embuste” más del hechicero y lo atribuye a un interés estrictamente pecuniario -“esto postrero parece que diçe el embustero para que estimen más la cura y se la paguen mejor”-, se adivina en ellas, o en el señalamiento de este aparente pretexto, de ese supuesto riesgo en el que incurriría el médico, o el “falso médico”, una segunda observación más fina, como de segundo grado: la de un peligro latente en la magia como en el psicoanálisis: el de ser “infiçionado” a su vez o contagiado en el acto terapéutico mismo por la enfermedad de su “paciente”, esto es, en una suerte de contratransferencia.11 El poder del brujo radicaría justamente en su control contra ese riesgo, como si sus palabras lo hicieran gozar de protección contra esos males sagrados:
Da a entender que el echar él aquellas enfermedades del paçiente puede ser causa bastante para que, sanando el enfermo, se pase todo el mal al médico, como si el Demonio, echado de un cuerpo, se apoderasse del mismo que le echó.
De ahí el poder de esas órdenes vehiculadas, como en ventriloquía, en forma de un conjuro diabólico. En esas palabras se expresa un mandato mágico, la prohibición dirigida a las fuerzas de la enfermedad para que no contagien mágicamente al hechicero. Y en ellas se incluiría una cláusula elidida en la glosa del conjuro: “Ni de rrecudida enbistáis conmigo”:
Eso diçen aquellas últimas palabras: “Verde y blanca terrestridad, no os levantéis contra mí, [ni de rrecudida enbistáis conmigo]”. Y assí las remata con essotras: “Yo en persona lo mando, el sacerdote, el príncipe de encantos”, como si dixera: “No tenéis poder contra mí, por el grande que yo tengo contra vosotras”.
Aquí también opera lo que el pesquisidor designa, en el título que le da al conjuro, como los “daños del deseo”. Y otra vez es el contagio el que le sirve para propagarse, como si el deseo se confundiera con una enfermedad, o con la enfermedad misma, o con su fuerza de propagación: fuerza del mal, fuera de control, de afuera -“parte maldita”, de Bataille.
Concluido el conjuro, apunta Alarcón, y “estando ya el enfermo sobre el lienso que está este.ndido sobre la estera” -lo que parece indicar que el paciente se ha recostado, desde la acción ritual previa (“le passa inmediatamente sobre el lienço que está sobre la estera”)-, y así, yacente ya y con la mirada dirigida al cielo, el médico “convierte la plática” o cambia la dirección de su interlocución mágica “hassia el cielo”, “encomendando”, como interpreta el fraile, “a la Vía Láctea, que es lo que llamamos Camino de Santiago, a el enfermo”. Aquí el curandero habla como si el paciente estuviera en trance de convertirse en cadáver. Al aire de oración cristiana se le yuxtapone una interpelación astrológica que asocia a la Vía Láctea o al Camino de Santiago con la imagen guadalupana de la “saya estrellada”, sin cancelar en ese mismo gesto la acción diabólica de interrogación a la “madre” contra sus propios hijos:
La versión castellana es fiel al sentido y al tono interrogativo de la poética náhuatl. La composición léxica y la combinación rítmica son las claves poético-sonoras del conjuro:
La cura “remata”, concluye Alarcón, “con haçer ayre al enfermo con el huipil, si es muger la curandera, y si es varón háçele ayre con la manta con que de ordinario se cubren”, y ello a modo de purificación, “como quien le soplase para quitarle el polvo exterior, y para comunicarle buenos y saludables ayres y librarse de los inficionados en que está embuelto”. Esta cura puede repetirse “todas las veçes que les pareçe” y dos resultados pueden derivarse de ella. “Çi el enfermo acaso sana, quedó el tal embustero acreditado por el mejor médico y zahorí13 del mundo”. Pero “si el enfermo, o no mejora o muere,14 que es lo más ordinario [y no deja de asombrar la afirmación de que los “daños del deseo” tengan como consecuencia, ordinariamente, la muerte], se escusa el tal curandero inventando [porque aquí todo es cosa de ficciones, fingimientos e invenciones] otro embuste a su imaginación”. Este otro embuste -semejante a las ficciones poéticas del mentiroso protagonista de La verdad sospechosa, de Juan Ruiz de Alarcón, hermano de Hernando, y autor también de varias “comedias mágicas” como La cueva de Salamanca- tiene cuatro posibilidades: “o que el enfermo no se guardó” (no se cuidó o no respetó las prohibiciones), “o no tuvo fe con la cura” (efecto placebo), “o que comunicó con otros de mal vivir” (lo que automatiza nuevamente el efecto de contagio, reactivado en el momento o en el plano ya no de lo patógeno sino de lo terapéutico), “o que andaba en malos pasos” (lo que reactiva la infección originaria, pecaminosa o culpable). “Y esto”, termina comentando Alarcón, “basta para satisfaçer a gente tan bárbara y tan ciega”.
Esta es la cura general que estos miserables usan para todos estos males que intitulan de amores, o por redundançia y excesso de delitos en el consorte [...]. Remedio que sólo pudo salir del infierno y sus republicanos, de donde se originan todos estos fingimientos y supersticiones ydolátricas.15
2. Tetlazolaltiloni: “baño de basura ajena”
Los ya clásicos estudios de Alfredo López Austin sobre el Tratado de Alarcón constituyen un antecedente fundamental para su futura edición crítica. Los dos primeros obedecen a una figura clasificatoria, léxica o tipológica: “Términos del nahuallatolli” y “Cuarenta clases de magos del mundo náhuatl”, y los siguientes, “Conjuros médicos de los nahuas” y “Conjuros nahuas del siglo XVII”, se abocan a la traducción más literal (o “a la letra”) de los conjuros:
Ruiz de Alarcón tradujo los conjuros en forma que satisfizo, seguramente, los requerimientos de los misioneros; pero la versión está distante de proporcionar la información suficiente a los estudiosos actuales. La falta de una traducción más apegada a la letra me impulsó a hacer la mía, de la que ofrezco al lector lo que corresponde a la primera mitad de los textos en nahuallatolli -el lenguaje náhuatl esotérico- que aparecen en la obra del párroco pesquisador (1972: s/p).
Los criterios de edición16 se apuntan en el primer corpus de versiones de conjuros:
Antes de cada apartado explicaré en muy breves palabras la actuación del médico, indicando, la primera vez que aparecen, los nombres mágicos que da a enfermedades, partes del cuerpo, medicamentos y demás personajes del conjuro. En algunos casos, lo reconozco, la aclaración será provisional (1970: s/p).
Llama la atención la sensibilidad filológica (y poética, se diría) del etnohistoriador. Más profunda, en todo caso, que la de críticos e historiadores literarios que no han sabido, o querido, escuchar las voces y los cantos de los rituales indios. Como Alarcón, López Austin no se resigna a renunciar al sentido de esos conjuros y emprende otra traducción y edición:
Transcripción que elige redistribuir las cláusulas en una forma más horizontal, sin construir verticalmente un ritmo reiterativo y percutivo, configurando ecos que se alargan a lo largo de algo más semejante al verso, y un “verso” de más largo aliento, de más énfasis y suavidad. El difrasismo tiende a extenderse en la línea, que configura dísticos19 que empero no duplican la estructura retórica, sino que la “desenvuelven”, en vez de repercutir como un tambor. Dos formas de mostrar en la escritura el ritmo como continuum (cfr. Meschonnic):
Dignaos venir, cabellera de niebla, cabellera de humo,
madre mía, la de la falda de jade, la mujer blanca.
Dignaos venir, vosotros, los dioses de la basura,
tú Cuato, tú Caxochtli, tú Tláhuitl, tú Xapelli.20
Esta hermosa traducción, creemos, no le resta valor a la traducción barroca, e inquisitorial, de Alarcón. Al contrario, sería necesario y fascinante reconstruir el proceso de la obra como un continuum -o work in progress-: desde la existencia de los conjuros en su forma oral y ritual, hasta el Tratado de Alarcón, con sus prolongaciones novohispanas, y la versión y los trabajos de Alfredo López Austin, su más auténtico y profundo continuador.
Y es también necesario mencionar la continuidad de estos trabajos en relación con el tema que deseamos abordar, y que no es otro que el deseo, o “los daños del deseo”, en su significación mágica, médica, poética y ritual. Porque si Alarcón arriesgaba una descripción ceremonial y un comentario de la performance poético-ritual de los conjuros, López Austin también arriesga una doble definición, en el título del conjuro y en su presentación, y habla, interpolando una palabra no incluida por Alarcón, de “las enfermedades provenientes de los deseos ilícitos y de las transgresiones sexuales ajenas”, antes de introducir la terapia ritual:
Los males que creían derivados de la influencia dañina de los transgresores sexuales o de los simples deseos ilícitos de personas que habían estado próximas recibían un común tratamiento: el ‘baño de la basura ajena’: Tetlazolaltiloni (II).
El “baño de la basura ajena” serviría para curar los “daños” de las “transgresiones sexuales ajenas”, en una operación mágica motivada por el deseo y la culpa, el inconsciente y la sexualidad. Es la “mitad del mundo” (Galinier 2009) asociada a la basura, a todo lo inferior:
El conjurador tiende un lienzo limpio sobre una estera, pone cerca de él al enfermo, junto al fuego, invoca al fuego (cabellera de niebla, cabellera de humo), al agua (la de la falda de jade), al copal (mujer blanca), a divinidades del amor (dioses de la basura), a seres que tal vez sean sus propios dedos (Cuato, Caxochtli, Tlahuitl, Xapelli); sahúma al enfermo; lo baña con el agua preparada; lo pasa sobre el lienzo de la estera; pide a los males (basura morena, basura blanca, basura verde) que vean que es poderoso (sacerdote, señor de las transformaciones); pide a dos tlaloque (Tláloc verde, Tláloc blanco) que tal vez sean seres adversos a los que da el nombre de los dioses, que no se levanten contra él. Por último, invoca la protección de Citlalcueye (la de la falda de estrellas) para el enfermo, y le hace aire con sus propias ropas (II).
3. Enfermedad y deseo
Más allá de la lectura del Tratado de Alarcón, y más allá de su reivindicación como texto o documento etnopoético, lo que quisiera postular aquí es la conexión o la confluencia de una escucha poética en sintonía con una visión en trance y una “eficacia mágica”21 -y al mismo tiempo con una terapéutica y una etnoteoría que los psicoanalistas tendrían que abordar.22
En un trabajo fascinante titulado “La canoa de Xbalanqué o el origen del veneno”, Hans Braakhuis inquiere acerca del origen de la enfermedad y la magia invasiva, y sobre la conexión entre la “imaginería mitológica” y la “retórica de la enfermedad” entre los mayas-kekchís, concluyendo que su “teoría de la enfermedad” parte del principio básico de que “el exceso sexual provoca el surgimiento de los agentes mórbidos” (173).23 La consecuencia de la cohabitación de la Luna con El Malo es el aborto o un parto de “víboras, sapos, lagartijas y escorpiones”. “La violación sexual [sexual intrusion] que resulta de la cohabitación con la víctima puede verse como forma específica de generación de la enfermedad por intrusión”:
Un ejemplo tzotzil de Chenalhó (Guiteras 1961: 254) conecta directamente el seudoembarazo con la cohabitación con un hechicero. Una mujer que sufre del abdomen y con dificultades para defecar tiene sueños terribles en que “aparece un niño que se convierte en un hombre con el que copula”. Su esposo le dice que el responsable de sus males es Tentación. Tentación es otro nombre del Malo (185).
Pero será en el apartado “La ‘lujuria de la creación’ y el origen de la enfermedad” donde resurjan esas “víboras, lagartijas, avispas y hormigas”. Allí se afirma que “tanto en el mito kekchí como en el Ritual de los bacabes,24 estos agentes mórbidos son la consecuencia última del exceso sexual” (185). Según Braakhuis, la etiología de la enfermedad involucra a los agentes invasivos: “víboras en el vientre, avispas en la cabeza y gusanos en los dientes”, o causas más generales como las mordeduras o las picaduras de sabandijas como esas. En el mito kekchí y el Ritual, “la idea del envenenamiento está implicada” [the idea of posioning is implied], y en ambos casos se narra que “el agente de la enfermedad ha recibido el veneno de un dios” (186). Venenum, como demostró el filólogo Robert Schilling, tiene su origen en la misma raíz que Venus y significó antiguamente encanto o filtro amoroso (Schilling: 43).
Braakhuis se refiere, al final de su apartado “La lujuria de la creación”, al hecho de que una variante oral del mito de la canoa de Xbalanqué alude a que el veneno proviene del jugo del tabaco -“levadura general de estos amacijos”, en la frase de Alarcón-, y convierte al tabaco mismo en posible cura del mal. El tabaco se presenta, de ese modo, como remedio y como enfermedad. Y como comparación instructiva vinculada a ese punto nodal, se alude a un ritual curativo del asma que asocia la canoa -llena de veneno- de Xbalanqué con otra canoa -llena de jugo de tabaco- mencionada en esta última curación. La palabra empleada en ambos casos, dice Braakhuis, es chem(il), que significa, a la vez, ‘canoa’ y ‘abrevadero’. Y la terapéutica del sueño juega, asimismo, un papel central en ese otro ritual de curación:
El agente mórbido adquiere su veneno bajando a varios lugares hacia el este, el último de los cuales es una canoa. Sigue siendo virulento hasta que llega, al final del circuito ritual, a la canoa del sur. “Entonces llegó a la entrada del bebedero [o canoa], su entrada. Por cuatro días tenía que beber jugo de tabaco rojo, de tabaco blanco, de tabaco negro. Entonces tenía que dormirse, que acurrucarse” (186).
Pero el estudio que mejor ha explorado el universo de la sexualidad prehispánica y su “supervivencia en el México colonial” es el de Noemí Quezada: Amor y magia amorosa entre los aztecas. Para concluir este recuento, cuya intención, como dije antes, es solamente indicar las conexiones entre poética, etnología y psicoanálisis en la “trama” de los conjuros, o la posibilidad de una etnopoética y un etnopsicoanálisis no limitados a la idea de un vago reconocimiento del “otro”, sino capaces de una radical heterogeneidad extendible a nuestro propio horizonte antropológico, psíquico, poético (toda poética, y para comenzar la nuestra, sería una etnopoética, y todo psicoanálisis un etnopsicoanálisis, lo que equivaldría a borrar, efectivamente, este prefijo etno, si no fuera porque así borraríamos nuestra heterogeneidad interior -“Yo es otro”-, y la conexión incesante de lo poético, lo psíquico, lo etnológico),25 quiero señalar la presencia, en el estudio de Quezada, de un concepto psicoanalítico crucial. Un concepto al que he aludido antes y que Freud elaboró en un trabajo escrito después de la Gran Guerra: Más allá del principio del placer (1920). Me refiero a la pulsión de muerte.26
En el apartado titulado “Los pecados sexuales y sus penitencias” -cuyas nociones reiteran sin duda sus correspondientes figuras cristianas, como lo había hecho Sahagún-, la etnóloga apunta que esas “penas” están marcadas por el legalismo y por algo más: “el deseo de dejar a la sociedad misma la responsabilidad en la represión de los delitos sexuales”. “La forma física que toma la represión”, agrega, “no parece tener relación directa con el delito”. Estos señalamientos (Quezada 2000: 48) muestran una represión social claramente internalizable o exteriorizada, y una manifestación física del “pecado” sin relación aparente con el “delito”. Y aunque la autora parece referirse a la “venganza individual” como castigo, condenada por los mexicanos, o más precisamente, a las correspondencias de los crímenes y los castigos -por ejemplo, la castración como castigo del “pecado sexual”, al estilo cristiano y europeo-, las frases subrayadas podrían articular, más bien, una explicación del mecanismo psíquico y cultural del “contagio”, tal y como se construye en los conjuros alarconianos. Una represión que “toma” una forma física; un castigo sufrido por el delito cometido por otro, a la manera de una hitchcockiana “transferencia de la culpa”; un “deseo” de diseminar en la sociedad, o de exorcizar de ese modo, “la responsabilidad en la represión de los delitos sexuales” (48).
Hay un vínculo inconfesado entre la carnalidad y la ebriedad -si queremos recobrar los prolegómenos del Tratado de Alarcón-. Quezada cita, por ejemplo, una definición de la “mujer carnal”, según Sahagún: “las desvergonzadas que ya han perdido la vergüenza y aun el seso, que andan como locas y borrachas; estas se llaman rameras” (2000: 50). Y es que la sexualidad “mal reglamentada” o “incontrolable” remite a la embriaguez (54): “La puta es mujer pública [...] y anda como borracha y perdida” (55); “administrar alucinógenos afrodisíacos era una práctica corriente entre las prostitutas y las celestinas”. Era un hechizo: “Algunas de ellas dan hechizos en la comida o en la bebida para provocar la lujuria” (56).
El capítulo “La sexualidad sancionada” reincide en el elemento de la “represión” y el castigo. “Un castigo de naturaleza mágica o médica”, apunta Quezada, “va a afligir a los autores de los excesos sexuales”, en consonancia con “una concepción muy próxima a la de la burguesía occidental del siglo XIX [la propia antropóloga parece asimilar, sin fundamento a mi juicio, los “daños del deseo” que conjuran los brujos de Alarcón en su Tratado con las enfermedades sexuales que asolaron a Europa en aquellos tiempos y obsesionaron, después, desde el XIX, a los psiquiatras y criminólogos positivistas], que erige un cuadro aterrador de las gentes libertinas trastornadas por la locura, capaces de todas las degeneraciones físicas y morales” (57).27 “Los más directamente aludidos”, señala la antropóloga, “son los males del cuerpo, es decir, los que sufren el castigo de la enfermedad sexual” (58; los subrayados son míos). Pero los “males del cuerpo” no son necesariamente los de “la enfermedad sexual”, ni implican, por fuerza, de acuerdo con la idea cristiana de pecado, un “castigo”. Por lo que se refiere, en cambio, a la ya mencionada exteriorización de la culpa, el “daño” y el deseo, hay que señalar dos aspectos de esa singular proyección. El primero tiene que ver con la idea de que, en el mundo indígena, “la simple represión legal ha sido, probablemente, menos eficaz que este ambiente general de brujería” (57), es decir: que ese ambiente de represión sexual. El segundo apunta a la subjetividad, pero tiene que ver con un desastre natural y subjetivo; como puede observarse en un fragmento citado anteriormente (12-13).
Y assí, qualquiera enfermedad o achaques de los [que] nuestros médicos comúnmente juzgan por incurables, estos embusteros diçen que provienen por exçeso de delitos en el consorte, o ya sea su muger o marido, o ya sea su amigo o amigos. Y a este género de enfermedades reduçen y agregan las que nosotros solemos llamar desgraçias y trabajos, como pobreça y malos suçeços -verbigracia elarse las sementeras, anublarse la semilla, haçer daño los animales en los maýces y trigos, perderse las bestias y desbarrancarse, no hallar salida a las mercancías y no medrar en los contratos, y aun no coserse bien sus comidas y brevajes, cosas que, una o otra, no abrá persona que escape dellas.
Como señala Noemí Quezada, cuando la represión social del deseo, o el “ambiente general de brujería”, se proyecta en la maldición de los campos, la “represión” toma formas “trágicas”. Todo ello alrededor de la figura del curandero, de su “control del terreno sexual” y de lo sexual extendido descontroladamente a los campos -ámbito al que alude el título de la gran obra surrealista de André Breton sobre El arte de los locos, la llave de los campos-. Los “daños del deseo” se extienden no sólo a una contagiosa subjetividad, a una interacción deseante y culpabilizante, sino también al ejercicio del deseo en su sentido más libre: deseo libidinal que reúne las inspiraciones, pulsiones y compulsiones, supersticiones, invenciones y creencias de una heterodoxia, de un imaginario ya no criollo sino indoplebeyo que arraiga en la miseria de los marginados y significa un peligro latente en el seno del orden colonial.
Así es como esos “achaques” que “provienen por exceso de delitos en el consorte”, por “el exceso de adulterios o amancebamientos en el consorte”, o indirectamente, “porque estando el tal enfermo en compañía de otros, alguno de ellos deseó alcanzar alguna mujer y codició alguna cosa ajena”, bastan para producir los males que, “en la lengua mexicana [...] llaman tlaçolmiquiztli, [y] quiere decir: daño causado de amor y deseo” (ápud Quezada 2000: 58-59).28 Daños que, evidentemente, y como su nombre al parecer lo dice, provienen del deseo y tienen, por lo tanto, un origen psíquico, libidinal, imposible de sustraerse del ámbito de lo psicoanalítico, como en efecto lo entiende, aunque de una manera esporádica o subterránea, Noemí Quezada hacia el final de su libro, y más claramente al acercarse a las conclusiones. “No está prohibido releer”, como escribe la antropóloga al final de su lectura de un proceso inquisitorial vinculado, él mismo, al “resultado de un deseo” (104), su propia interpretación de la magia amorosa como un proceso asociado al inconsciente. Así, en la misma página en que se habla de ese proceso inquisitorial, se apuntan dos cosas: que “la magia no constituye sino un pretexto inconsciente” y que “el verdadero deseo del sujeto aparece como exterior a él mismo por medio de un objeto mágico” (104-105; yo subrayo), explicaciones que pueden satisfacer o no la interrogación psicoanalítica pero que, en todo caso, introducen la pregunta y abren un campo de investigación del objeto con derivaciones etnográficas y poéticas tales como las indagaciones del “objeto surrealista”, la obsesión por los fetiches del “surrealismo etnográfico” o las teorizaciones lacanianas del “objeto a” como objeto causante del deseo.29
Las últimas líneas del libro de Noemí Quezada, antes de las conclusiones, apuntan a unas consecuencias poco mencionadas en el resto de la obra. En ciertos conjuros coloniales, dice la antropóloga, “los deseos sexuales son expresados de manera clara, sin las reticencias que el pudor católico trata de imponer frecuentemente [...]. Así [...] resurge en nuestros días la fuerza del erotismo prehispánico” (106). Erotismo y deseos sexuales que resurgen de una represión secular no únicamente circunscrita a las prácticas sociales, pues alcanza, también, a los saberes antropológicos. En efecto, si Quezada llama a distinguir lo sexual y lo erótico como fenómenos que no hay que confundir y hay que estudiar por separado, asociándose lo sexual con lo “práctico” y lo erótico “con la palabra deseo”, al principio de las conclusiones recuerda que “los estudios sobre la sexualidad propiamente dicha [o las prácticas], entre los mexicas, no existen”, y que, aun las “técnicas del cuerpo”, cuya importancia había señalado “ya Marcel Mauss”, habían sido, hasta la fecha en que escribe el libro (1975), “casi siempre descuidadas por los especialistas del mundo prehispánico”.30 Esa vuelta de lo reprimido que se implicaba en un resurgir de “la fuerza del erotismo prehispánico” tenía ya su contraparte en los conjuros del Tratado: expresión, asimismo, de los deseos sexuales y de su represión.
Para Noemí Quezada, los alucinógenos representan un “componente muy particular de la magia amorosa azteca” -presente en la brujería europea- que invita a introducir otros aspectos relacionados con el psicoanálisis. “Lo real” y “lo fantasmagórico”, o “imaginario”, se mezclan en las operaciones mágicas. La “visión” alucinógena expresa, como el sueño, un “saber que no llega a la conciencia”. Sus símbolos, sin embargo, pertenecen, según Quezada, “al efecto real de la droga” -la “aparición de culebras”, por ejemplo-, aunque combinen al mismo tiempo, de manera sincrética, “imágenes sociales” provenientes del mundo cristiano y del azteca. Así funciona la “eficacia mágica”: “un medio alucinógeno [peyote, ololiuhqui] da la palabra al inconsciente que toma sus temas de un inconsciente socializado” (111-112). Lo real, lo imaginario y lo simbólico entretejen sus nudos, como en la topología lacaniana.
Pero la noción psicoanalítica central, en este análisis del deseo, es la de pulsión de muerte. Lo que más inquieta a la antropóloga -como un “lugar común” que perturba ya las obras de los misioneros- es “el aspecto cruel de un gran número de ceremonias que honran a las deidades del amor” (yo subrayo). “Negar tal crueldad, o minimizar su importancia”, le parece “una solución demasiado fácil” (subrayo de nuevo). Y aquí recuerda “las relaciones del erotismo o de la sexualidad con la guerra”, bajo la forma de mujeres muertas en el parto y asimiladas a los guerreros muertos, o de las “relaciones sexuales rituales” entre guerreros y sacerdotisas: “Es difícil saber si se justifica el empleo de la palabra sadismo para describir el sacrificio humano, pero es necesario constatar, al menos, que pocas culturas en la historia han otorgado un papel ceremonial y simbólico al acto de correr la sangre humana” (112):31
Así, para todos los textos morales, el erotismo es un exceso nefasto de la sexualidad. Pero aparece como indispensable cuando la sociedad misma tiene algo de excesiva: mientras la prostituta es condenada, la sacerdotisa resulta socialmente aceptada, acompañante obligatoria de los jóvenes gue-rreros, hombres cuya función es dar o recibir la muerte (113; yo subrayo).
Erotismo y muerte, pero erotismo como “exceso nefasto de la sexualidad”. Aquí, la noción de exceso puede ser referida a la obra de Georges Bataille, esencialmente a La parte maldita, y a través de ella al Ensayo sobre el don, de Marcel Mauss. Pero, en la sociedad de los aztecas, ese “exceso nefasto” corresponde a una realidad “excesiva”, aproximándose a la noción de sacrificio que el propio Bataille desarrolla en el capítulo “Sacrificios y guerras de los aztecas”, y en especial en el apartado “Los sacrificios humanos en México”, de La parte maldita. “La prostituta es condenada”, dice Noemí Quezada, reproduciéndose ese ambiente general de represión al que aludía al analizar los conjuros contra “los daños del deseo”. “La sacerdotisa”, en cambio, “resulta socialmente aceptada”, en su condición de “acompañante” de los guerreros -“exceso nefasto” y erótico que asocia sexo y sacrificio, y hace que lo real se exceda a sí mismo-, destinados, dice la antropóloga, a “dar o recibir la muerte”, es decir: que viven para la muerte, asocian el deseo y la muerte, manifiestan una pulsión de muerte.
Todo lo cual se conjuga en las últimas líneas de la obra, indirectamente vinculadas con los “daños del deseo”, y con la implícita visión de una transmisión general de los males a partir de la sexualidad y el deseo. Males que esos conjuros efectivamente exorcizan, curan o conjuran, expresando subterráneamente un “erotismo excesivo” y “libre” -una “expresión de los deseos que ninguna realidad podrá satisfacer jamás”, como en la teoría de Lacan, con un objeto del deseo “vacío” y un sujeto obsesionado por el miedo y por el deseo de muerte:
El erotismo excesivo es libre, la expresión de los deseos que ninguna realidad podrá satisfacer jamás se plantea nuevamente. Esta aspiración apasionada e insatisfecha hacia el otro y lo diferente, conscientes, sin embargo, de que no llenarán el vacío, no encuentra su equilibrio sino en un componente esencial en la sociedad azteca y mexicana: la obsesión del miedo y del deseo de muerte.32
Coda infernal
Se ha discutido mucho cómo debe ser considerado el Tratado de Alarcón: si como fruto de una curiosidad casi científica y como una indagación etnológica avant la lettre, o como una pesquisa policial que no repara en métodos de “investigación”, ni se detiene siquiera ante la tortura para obtener la información deseada por el pesquisidor. Ambas hipótesis tienen algo de verdad, y ambas se relacionan de algún modo con la pulsión de muerte. Una muestra de que existe una atracción confundida con la curiosidad científica por el lado oscuro y demoníaco que surge de los conjuros mágicos. La otra se abandona a esa pulsión en una puesta en acto agresiva de la materia misma de la indagación, que no es otra que el deseo expresado como curiosidad. Pero lo más curioso es cómo Alarcón se entrega, por así decirlo, a esa atracción infernal: cómo existe en él una fascinación por su objeto o sus objetos de investigación, que no solamente lo llevan a enfrentar una verdadera guerra contra las “plantas diabólicas”, sino también a sumergirse en el mismo universo diabólico que deseaba “extirpar” y “perseguir”. Su obra entera es un fruto del deseo, distorsionado, desviado o derivado, bajo la forma de la persecución: fruto perverso; condenado y deseado; expresión heterodoxa de un judío, y una curiosidad diabólica, en sí misma, como diabólica es la analogía que cifra su interpretación barroca de los conjuros, proyectada en una poética general de las metáforas y las alegorías.
En cuanto a los conjuros sobre los “daños del deseo”, descubrimos o vislumbramos ahí al deseo como agente peligroso, vehículo de transmisiones, transferencias y contagios, o como instrumento de una terapéutica del deseo y de su transmisión mágica o psicoanalítica: diabolización o demonización del deseo sexual que se desdobla en la tecnología o el control del deseo como fuerza exterior, intersubjetiva o extrasubjetiva: conjunción del deseo sexual y la pulsión de muerte. Eros y Tánatos. Deseo y veneno. Muerte y sexualidad. Contagio. Lo que está en juego aquí, como escritura, es nada menos que el deseo de Alarcón, el deseo del inquisidor, el deseo del converso en relación con el poder efectivo de las magias indígenas.
Contra la “brujería” de los indios, postularíamos el “proverbio” de Blake, que dice: