Vamos ya, recapitulemos, rehaciendo desde
el principio al fin, eslabón por eslabón, el
lógos del nombre del arte del político.
Platón (Político, 267a)
1. Introducción1
A las ideas, dice Platón, solo se llega a través del lógos. La dialéctica es una ciencia que se realiza en y con el lenguaje; es por eso -y porque es el terreno de disputa central con los sofistas- que Platón se ve obligado a reflexionar sobre él. El escenario principal de esa reflexión es el Crátilo, que, como muchos otros diálogos, plantea ya desde el principio su tema: la orthótes onomáton, la “exactitud” o “adecuación” de los nombres con respecto a aquello que nombrarían. El diálogo se abre con el encuentro entre Sócrates y dos personajes que defienden posturas en principio opuestas sobre aquella adecuación. Hermógenes2 sostiene una posición convencionalista, según la cual la adecuación de un nombre es relativa al individuo o la comunidad que nombra; es decir, depende de una convención. No hay, para Hermógenes, un nombre natural y único para cada cosa, sino que el nombre que corresponde en cada caso es el que le dan quienes nombran, y este puede variar entre comunidades -e incluso entre individuos- sin que un nombre sea más adecuado que otro. Por el contrario, Crátilo3 sostiene que para cada cosa existe desde el principio un único nombre, una única palabra que la nombra adecuadamente, e, incluso, que el nombre de cada cosa es el que nos enseña lo que la cosa es. Para conocer algo, por lo tanto, hay que investigar su nombre, la palabra en que está cifrada su naturaleza. ¿Pero por qué la orthótes onomáton? El procedimiento es uno común en Platón: más que partir de su propia reflexión, parte de inquietudes de los interlocutores de Sócrates; toma el tema de los otros. Parte de un debate de moda, un tema caro a los sofistas (aunque no solamente a los sofistas), y lo despliega con su dialéctica; lo anima, desde Sócrates, con dos objetivos: por un lado, poner en ridículo las diferentes posiciones, hacer evidentes sus errores, y, por otro lado, en el transcurso de esa refutación, dar a ver la necesidad de pensar la cuestión de otra manera, insertando elementos que dan cuenta de la necesidad de la dialéctica y de las ideas.4
Pero hay una cosa que es difícil de descifrar en ese diálogo: ¿hay, más allá de las propuestas de Hermógenes y Crátilo, aunque sea la indicación de una posible “adecuación” de los nombres propiamente platónica?, ¿cómo sería? El diálogo, en sus últimas páginas y con su carácter en principio aporético, parecería indicar que no la hay. Pero, ¿acaso no pregunta Platón por las ideas preguntando siempre por nombres, por términos específicos? ¿Su pregunta de tipo “qué es X” no es acaso una pregunta que identifica la exposición de una idea con el significado verdadero de un nombre? La lectura que aquí se propone busca poner de relieve las características de esa “adecuación” platónica, tal como se deja ver en algunos pasajes del Crátilo: una propuesta platónica que cuestiona las bases mismas de la discusión entre Hermógenes y Crátilo, y que busca plantear el tema de otra manera. Pero para cumplir tal objetivo es necesario, en realidad, ir un poco más allá del Crátilo, y es sobre todo necesario pensar la cuestión del nombre en relación con la cuestión del lógos, el lugar del nombre en relación al lógos. Para eso, este trabajo busca articular una lectura del Crátilo con una revisión de algunos pasajes de diálogos posteriores, en particular del Fedón y del Sofista.
Este trabajo se divide en las siguientes partes: en la primera sección se realiza un primer acercamiento al Crátilo y a la posible “adecuación” platónica ahí presente mediante la oposición de Platón a otro socrático cuya posición se encuentra en parte representada por la de Crátilo: Antístenes. En la segunda sección se avanza, mediante una interpretación de algunos pasajes del Crátilo, hacia una primera comprensión de aquella posible adecuación platónica mediante una distinción entre el nombre (o nombre “natural”) y la palabra como conjunto sonoro específico. En la tercera parte se realiza una lectura del llamado “pasaje etimológico” del Crátilo y del supuesto abandono de los nombres en la conclusión del diálogo. En la cuarta sección pasamos a un análisis del Fedón, y de algunos pasajes de otros diálogos, para relativizar el escepticismo aparente en la conclusión del Crátilo y para mostrar el rol esencial que cumple el lógos, solo gracias al cual se puede llegar a comprender aquella adecuación platónica. En la quinta parte del trabajo se introduce una digresión acerca del sentido del término lógos en la filosofía griega para poder apreciar luego con mayor precisión lo que hace Platón con él. En la sexta sección de este trabajo se aborda la definición de lógos que se da en el Sofista para mostrar cómo es solo gracias al lógos, solo a través de lógoi, que hay adecuación posible entre los nombres y aquello que nombrarían. Se concluye con una breve recapitulación de los resultados obtenidos.
2. Contra Antístenes y en busca de otra “adecuación”
De las dos posturas en juego, Platón está sobre todo interesado en abordar la de Crátilo, cuya discusión ocupa la mayoría del diálogo, y esto en gran parte porque en ella se encuentran representados tanto algunos sofistas de la época de Sócrates como un pensador contemporáneo a Platón a quien quiere confrontar: Antístenes. Si bien Platón liga la posición y el método que defiende Crátilo principalmente a los nombres de dos célebres sofistas, Pródico y Protágoras, esta referencia “no debe ocultar el hecho de que Platón discute con sus contemporáneos, varios de los cuales fueron también discípulos de Sócrates” (Mársico, 2006, p. 30). Entre ellos destaca sin dudas Antístenes, que llevaba la herencia socrática en una dirección contraria a la platónica.5 Si bien tanto para Platón como para Antístenes a la verdad se llega solo a través del lenguaje,6 las teorías que en cada uno sustentan esa afirmación, así como los métodos que proponen para llegar a la verdad con el lenguaje, se encuentran en total oposición. “La teoría de Antístenes aparece testimoniada en las fuentes como ‘uso de los nombres’ (khrêsis tôn onomáton) o ‘investigación de los nombres’” (Mársico, 2006, p. 31). Para Antístenes, el lenguaje permite revelar una realidad de naturaleza estrictamente material -a la que refiere como “lo cualificado” (tò poión)-, oponiéndose así a la existencia de formas inteligibles como las que investiga Platón. Específicamente, Antístenes afirma que cada cosa tiene un nombre propio natural, y al pronunciar un nombre se establece siempre una relación con algo real: es imposible el error. Las fuentes consignan que la investigación antisténica de los nombres, que se presentaba como método de conocimiento de lo real, se entendía como una suerte de etimología de las palabras, una búsqueda de una descripción adecuada de lo nombrado en las partes que componen un nombre. Nada más alejado de la dialéctica:
Un testimonio de Porfirio, por ejemplo, nos transmite el análisis que Antístenes hacía del epíteto de Odiseo, polytropos, literalmente “de muchos aspectos”, entendido a menudo como una referencia a la astucia engañosa del héroe. Para probar que no tenía sentido negativo, Antístenes recurría al análisis semántico de los elementos del compuesto (polys y trópos). Las estrategias que se usan son variadas e incluyen referencias a la etimología y la semántica, para investigar la noción de multiplicidad indicada en polys e inferir finalmente que el epíteto de Odiseo no era despreciativo sino elogioso, ya que su “multiplicidad” lo hacía dúctil para adaptarse a contextos variados y no indicaba una falla ética (Mársico, 2006, p. 35).
Si, para Platón, el camino es solo la dialéctica, para Antístenes lo será el análisis de las palabras; si para Platón lo que se busca conocer en cada caso es la esencia, para Antístenes es siempre una entidad ya cualificada. Tanto en relación con su objeto como con su método, ambas posturas aparecen opuestas. Es importante para Platón mostrar que, aunque el camino hacia el saber sea un camino que pasa por el lenguaje, esto no sucede por un mero análisis lingüístico, que por su parte carece de los criterios que a la dialéctica otorga el reconocimiento de lo esencial, y que por lo tanto está sometido a una arbitrariedad inevitable. Pero Platón va a mostrar no solo que el análisis lingüístico del tipo propuesto por Antístenes carece de sustento y lleva al pensamiento por caminos arbitrarios, incluso contradictorios, sino también que la cuestión misma de la “adecuación” de los nombres no puede ni siquiera plantearse si se sostiene una visión del mundo relativista, como la de Prótagoras, o materialista en un sentido estrecho, como la de Antístenes. Sin esencias, entregados a un relativismo de los pareceres o a un constante devenir sin verdad, no encontramos adecuación posible de los nombres que sea capaz de sustentar un saber por el lenguaje, no encontramos nada estable en lo que anclar una posible adecuación.
¿Pero es posible encontrar en este diálogo alguna indicación sobre una “adecuación” propiamente platónica? En el Crátilo no es por lo general nada fácil darse cuenta de cuándo Sócrates está diciendo algo que deberíamos tomar en serio y cuándo la ironía es enteramente condenatoria. Esto sucede particularmente en relación con el llamado “pasaje etimológico”, que ocupa gran parte del diálogo y en el que Sócrates se calza la posición de Crátilo y se embarca él mismo en un largo procedimiento de análisis de nombres. El tono general de esas etimologías (algunas sumamente extravagantes, otras incluso abiertamente contradictorias) es claramente irónico, y Platón va a llevar paulatinamente la cosa hacia un punto en donde se hace evidente la insuficiencia de ese procedimiento,7 lo ineludible de la arbitrariedad que lo subtiende. Una marca clara de ironía socrática, algo que nos advierte que no nos tomemos todo demasiado en serio, es el hecho de que Sócrates afirma repetidas veces que habla llevado por una inspiración que lo posee. Pero ahí radica también un elemento de ambigüedad, porque Sócrates a menudo saca cosas utilizables, incluso esenciales, de sus discursos inspirados cuando vuelve dialécticamente sobre ellos.8 Y de hecho, aquí en el Crátilo, en medio de toda la ironía con que rebaja sus palabras inspiradas, dice que va a dejarse llevar por esa inspiración para luego purificarse mediante el análisis: “me parece, entonces, que debemos actuar así: hoy la usamos [a esa sabiduría por la que es poseído] e investigamos el resto acerca de los nombres, y mañana, si están ustedes también de acuerdo, la conjuraremos y nos purificaremos tras encontrar a alguien hábil para purificar estos asuntos” (396e).
¿Qué es lo que hay que rescatar entonces? ¿Qué hay ahí de platónico? La historia de las lecturas del Crátilo produjo las respuestas más variadas: un Platón convencionalista, uno naturalista, uno para cada punto intermedio entre ambos extremos, incluso uno que se propone desarrollar un lenguaje técnico universal que elimine toda ambigüedad. Pero en principio, por la manera en que rebaja las posturas de Hermógenes y Crátilo, Platón parece decirnos que no busquemos una “adecuación” de los nombres, y parece negar que las ideas se den como nombres. ¿Pero es realmente así? ¿Hasta qué punto Platón rechaza los nombres para la exposición de lo esencial?; ¿acaso no pregunta en general por la verdad preguntando por términos particulares, por nombres? En realidad, es posible en el Crátilo (y más allá) reconstruir una versión platónica de la adecuación de los nombres, incluso una versión que en cierta manera podríamos llamar “naturalista”, pero es una en la que lo que se nombra son principalmente esencias y no entidades “cualificadas”, que hace pasar toda denominación por la dialéctica (y, por lo tanto, por el lógos) y en la que, como veremos, un nombre no es exactamente una palabra.
3. El nombre y la palabra
La intención de Sócrates en la primera parte del diálogo es tomar los términos de la discusión entre Hermógenes y Crátilo y desplazarlos para lograr plantear la cuestión de la “adecuación de los nombres” de otro modo. En las primeras páginas se trata de la posición de Hermógenes, según la cual un nombre, en el sentido de una palabra, puede variar completamente según cultura e individuo, y no por eso dejar de ser nombre, no por eso dejar de ser adecuado, ya que, para Hermógenes, la adecuación no es más que convención. Sócrates, en principio, no tiene ningún problema con admitir que sin duda las palabras para lo mismo varían según los diferentes idiomas, pero traslada la pregunta a lo nombrado: ¿acaso las cosas nombradas también son, como quiere Protágoras, según como le parecen a cada uno? La respuesta finalmente negativa permite a Platón introducir como referentes de una denominación adecuada -como lo que puede ser ancla de una adecuación- solo a las esencias, que son, dice, lo que es constante e independiente de toda perspectiva, y que es nombrado con palabras que difieren:
Entonces, si no todo existe para todos del mismo modo, al mismo tiempo y siempre, ni cada cosa existe en particular para cada uno, es evidente, por cierto, que las cosas existen con una esencia [ousía] propia constante, no relativa a nosotros, ni tampoco arrastradas arriba y abajo por nuestra imaginación, sino que existen por sí mismas en relación con la esencia propia que tienen por naturaleza (386d-e).
Si se salva a lo nombrado, en cuanto esencias, del relativismo que Hermógenes aplica a los nombres, Sócrates parece entonces aceptar ubicarse cerca de su convencionalismo, ya que admite que sin duda las palabras para lo mismo varían. Es que, desde el punto de vista de la dialéctica, según el cual lo que importa es nombrar la esencia, que se presente una esencia, la cuestión de la “exactitud” de las palabras -e incluso de los enunciados- que se usan para nombrar pasa a segundo plano:
Permite, por el contrario, que imponga una letra que no corresponda. Y si permites una letra, permite también un nombre dentro de un enunciado. Y si permites un nombre, permite también que se imponga un enunciado dentro de otro que no corresponda con las cosas y que no por eso deje de nombrar a la cosa y expresarla, mientras esté presente el modelo de la cosa sobre la cual versa el lógos (432e).
Incluso, profundizando en esta cuestión, Sócrates reflexiona sobre el problema de la exactitud para mostrar que se trata de una forma de pensar que solo es adecuada en relación con los signos de la matemática -“tal vez les suceda eso que tú dices a cuantas cosas existen o no existen necesariamente a partir de un número. Por ejemplo, el diez mismo o cualquier otro número que quieras, si se le quita o agrega algo, inmediatamente se vuelve otro” (432a-b)-, pero no con respecto al lenguaje, cuya adecuación no se decide en esa exactitud. En matemática, un número retirado, agregado o puesto donde no corresponde cambia todo el conjunto. En lenguaje, no necesariamente, y ni siquiera tenemos criterios para juzgar claramente tal correspondencia de los elementos mínimos, su supuesta exactitud. Si van o no van. No es porque las palabras difieran en letras que la ousía se da o no se da; así no se juzga de la adecuación. La capacidad del lenguaje de dar la verdad no se decide en esa “exactitud”.
Pero la coincidencia con Hermógenes es tan solo aparente o, más exactamente, es accesoria, ya que, haciendo de la convención de por sí una garantía de adecuación, Hermógenes hace que toda palabra, en cualquier contexto, a causa de una mera convención, sea igualmente adecuada para nombrar, y esto ya es algo que Sócrates no está dispuesto a aceptar. Si hay esencias, naturalezas invariables, con una existencia propia independiente de toda perspectiva, y por otro lado todo nombre es siempre relativo, si su criterio es solo convención, si solo depende de quien nombra y no de algo constante, si su adecuación es solo creación de quien nombra, si nombra por lo tanto siempre una perspectiva entre otras y no se ancla en algo en la realidad misma, se establece una separación entre realidad y lenguaje humano, una distinción de naturaleza que hace difícil ver qué relación puede haber entre el lenguaje y la existencia, porque ciertamente diciendo siempre una perspectiva no digo la verdad. No hay, así, lugar en el lenguaje en donde la esencia encuentre expresión. ¿Qué garantiza que se puede nombrar una misma cosa, independiente e invariable, aunque las palabras varíen? Sin duda hace falta algo que haga posible esa denominación para que el lenguaje sea capaz de verdad, algo que en el lenguaje mismo nombre algo más que una perspectiva entre otras. “Hay que nombrar del modo y con aquello que es natural nombrar las cosas y que ellas sean nombradas, y no como nosotros queramos” (387d).
Así, Sócrates, a su manera, se acerca también en cierta medida a la posición de Crátilo, ya que hay nombres en que se exponen las esencias, y estos son los adecuados: hay nombres “naturales”. Pero vemos que la cuestión se desplazó significativamente: la adecuación del nombre ya no se relaciona con la exactitud de los sonidos de la palabra; solo se define en función de si nombra o no una esencia. De este modo, si bien “Crátilo dice la verdad al decir que las cosas tienen los nombres por naturaleza” (390e), “la naturalidad del nombre significa algo diferente de lo que pensaba Crátilo: un nombre es justo si manifiesta la naturaleza, es decir la esencia, de la cosa, y si es conforme a su naturaleza de nombre, es decir a la función diacrítica que le es propia” (Dixsaut, 2012, p. 43). O, en palabras de González (1998, p. 66): “para cada naturaleza existe una forma de referir exclusivamente a ella. Esta ‘forma de referir’ es su ‘nombre natural’ específico. El ‘nombre natural’ no es una colección de sílabas o sonidos específicos sino más bien una relación con una naturaleza específica, una relación que puede ser ‘corporizada’ en sonidos particulares”. Para Sócrates, hay nombres “naturales”, nombres “por naturaleza”, como para Crátilo, pero el sentido de esa naturalidad del nombre se transforma enteramente tanto en lo que corresponde al nombre mismo como en lo que tiene que ver con lo nombrado. Un nombre adecuado, para Sócrates, es solo el que “distingue y enseña” una ousía (388b-c). Hay, por lo tanto, “nombres naturales”, pero estos ya no se identifican desde el principio y exactamente con palabras, como conjuntos únicos y específicos de sonidos. Para Sócrates, hay un nombre único para cada esencia; al mismo tiempo, los sonidos de las palabras con que se nombra pueden variar. El nombre adecuado, natural, asume por lo tanto un estatuto distinto del de la sola palabra. ¿Qué es el nombre único de una esencia?, ¿qué es un nombre natural? Aquello que al interior del lenguaje da cuenta de esa ousía. El nombre para Platón tiene una “forma”, que no es equivalente exactamente a los sonidos de las palabras en que en cada caso se presenta. Esa forma, su eidos y su dynamis, es la de distinguir y enseñar algo esencial.
Que un nombre tenga ese estatuto “formal”, por el que no se identifica desde el principio con la apariencia de la palabra, significa también que no es el experto en etimologías, el que analiza los sonidos de una palabra, el que puede en cada caso llegar a él. Por eso no sorprende que Sócrates diga que en realidad el “experto en nombres”, el que sabe usar y juzgar los nombres, es el dialéctico, aquel que puede, por su ejercicio, superar las apariencias y aprehender lo que suponen de esencial. El nombre natural no se presenta directa y automáticamente con una mera palabra, sino que encontrarlo y suscitarlo es, por el contrario, función de una ciencia, un ejercicio: la dialéctica. No hay nombres directamente a la vista (o al oído), por así decir. Solo aquel que puede elevarse hacia la aprehensión de la esencia, solo “el que sabe preguntar y responder”, es el que puede identificar si en cada caso se da la “forma” del nombre, es decir, si se distingue y enseña en el lenguaje una esencia. Y de hecho la finalidad del dialéctico, la respuesta a su pregunta por “¿qué es X?”, es sin duda la de llegar a que se dé un nombre natural, un nombre adecuado: a que, por el ejercicio dialéctico, se logre, en un término, distinguir y enseñar una ousía. Nombrar es, así, función de la dialéctica, y por lo tanto de un lógos, aunque ese nombrar se manifieste finalmente como el sentido verdadero de un término, de una palabra. El dialéctico es el que puede, por su ejercicio, dar finalmente la forma del nombre en la palabra. ¿Podemos hacer que un término refiera a una esencia y no a un concepto o a un fenómeno? En cada caso, para cada término, averiguar si es posible es tarea del dialéctico. El nombre no equivale a la palabra, pero en ella se da gracias a la dialéctica. El nombre es, incluso, el sentido verdadero de tal palabra, el que permanecía oculto o implícito en su uso habitual y comunicativo (por ejemplo, la idea de “justicia” que permanecía implícita en definiciones individuales y fenómenos particulares relacionados a lo “justo”), y que se recupera en la dialéctica. El nombre no es la palabra misma pero es el sentido verdadero o la función verdadera de la palabra. La palabra, en su apariencia y totalidad, no alcanza desde el principio este sentido, pero lo alcanza gracias a un ejercicio dialéctico.
La distinción entre palabra y nombre (o entre nombre y “nombre natural”, en los términos de González) es resaltada de forma inequívoca por la afirmación de que es en particular el dialéctico el que sabe hacer uso de los nombres. Es decir, el uso habitual de las palabras no parece requerir una técnica especial, una capacidad ejercida por unos pocos. Sin embargo, “Sócrates claramente afirma que el dialéctico es el que sabe realmente usar nombres y quien por lo tanto puede determinar si un nombre está cumpliendo su función propia” (González, 1998, p. 67). Si bien “uno no tiene que ser un dialéctico para saber cómo usar las palabras”, Sócrates da a entender que:
[…] lo que distingue a la dialéctica del discurso cotidiano es que usa las palabras precisamente con la intención de hacer manifiestas aquellas naturalezas que la función propia de las palabras presupone. Al introducir lo bueno en sí y lo bello en sí, Sócrates nos mostró aquello que se pone de manifiesto en la función de referencia de la palabra más allá de la cosa particular referida (González, 1998, p. 88).
El dialéctico no usa simplemente la palabra “justicia” como cualquiera, sino que se detiene en la pregunta “¿qué es la justicia?”, es decir, busca dar el nombre, busca distinguir y enseñar en el lenguaje la esencia de la justicia misma, que en el lenguaje se haga presente la justicia misma. Sócrates casi siempre pregunta por nombres. Es decir, busca dar determinados términos como nombres. Hace de palabras nombres. Busca que una determinada palabra logre presentarse como nombre, supere su apariencia hacia la forma de un nombre, y esto lo busca en cada caso mediante una investigación dialéctica. Esta búsqueda, naturalmente, puede realizarse y satisfacerse en cualquier lengua. La pregunta del tipo “¿qué es la justicia?” es una pregunta por una esencia real, cuya respuesta se sintetiza en un nombre en cuanto la palabra distingue y enseña -gracias a la totalidad del ejercicio dialéctico- esa esencia, en cuanto el lenguaje logra dar su referencia a lo que es realmente. Esa pregunta busca sacar a una palabra de su utilización y sentido habitual y darla como nombre. Logra identificar la pregunta por la esencia con la pregunta por el sentido más propio de una palabra. Y la respuesta a ambas es el nombre. Solo así la investigación en el lenguaje es la investigación de la verdad. Si, en el uso habitual, una palabra como “justicia” puede referir a un concepto o a una instancia empírica específica como una acción que se llama “justa”, es solo como nombre, a través de lo que logra la investigación que se motoriza con la pregunta “¿qué es la justicia?”, que puede ser la exposición de una idea única.9
La filosofía pregunta, es cierto, por el sentido de determinadas palabras, pero lo complejo -y siempre de nuevo sorprendente- es que tal pregunta no puede responderse con la definición de un concepto o la indicación de un fenómeno (tales respuestas, como muestra Sócrates una y otra vez, son por siempre insuficientes, inevitablemente incorrectas), sino que lleva a buscar el nombre, única respuesta satisfactoria, es decir, la palabra como lo que distingue y enseña algo esencial. El dialéctico “no apunta a usar las palabras para obtener algo deseado o para comunicar o señalar particulares ideales o sensibles. Las palabras no se subordinan a una función que les sea accidental, sino que se les permite servir y revelar su propia función” (González, 1998, p. 88). Pero esta particular atención a las palabras que es propia al dialéctico no debe confundirse con la del que busca el conocimiento en un análisis lingüístico:
Sin embargo, la dialéctica se diferencia a su vez de la etimología en el hecho de que no se ocupa de las palabras como sonidos particulares en una lengua particular. Su foco es más bien lo que Sócrates llama el “nombre natural” o la “forma” de una palabra, esto es, la palabra como una relación con una naturaleza estable específica (389d) […]. En resumen, la dialéctica y el discurso cotidiano difieren en cuanto este usa las palabras para ciertos fines extrínsecos mientras que aquella se focaliza en las palabras mismas; la etimología y la dialéctica por su parte difieren en que la primera se ocupa de los componentes sensibles de las palabras […] mientras que la segunda se ocupa de la “forma” […], es decir, la función de la palabra, en la que se pone de manifiesto la naturaleza de las cosas (González, 1998, p. 89).
Con su crítica del camino del mero análisis lingüístico y con su reivindicación del camino dialéctico, Platón está sin duda discutiendo acerca del sentido de la herencia socrática, del sentido de su pregunta. En particular, está discutiendo con la deriva que toma la herencia socrática en la filosofía de otro discípulo de Sócrates -Antístenes- que transforma la pregunta por los términos en sí mismos en un análisis lingüístico de tipo etimológico, al tiempo que sostiene la inexistencia de esencias. Para Platón, de las esencias, que se pueden encontrar desde lo que deviene, se habla con nombres, que se pueden suscitar en las palabras, como palabras, aunque no equivalga cada nombre exactamente a una palabra de un idioma.
¿Se puede nombrar lo esencial, lo que no deviene? Solo si el nombre no es, desde el principio, la palabra. Solo si el nombre es adecuado a la constancia de lo que nombra, lo que no sucede enteramente para las palabras mientras no son dadas por la dialéctica. Hay esencias, y estas se exponen en lenguaje, se exponen en lo que a ellas es adecuado en el lenguaje. Esto sin dudas no es en principio la palabra, o no todavía la palabra, sino que tal elemento es el nombre. El nombre es la esencia del lenguaje, la palabra de la palabra, y aquello que le da al lenguaje de las palabras su relación con lo que es, su fundamento en la verdad. El nombre es un elemento interior, “formal”, del lenguaje, y que se puede suscitar en palabras, que tiene su correlato en palabras, las cuales, sin embargo, a diferencia del nombre, no poseen desde el principio univocidad. A las esencias, es decir a aquello que tiene una realidad propia y constante, corresponden los nombres, referencias adecuadas y únicas a tales esencias: lo verdadero en el lenguaje. Las esencias se distinguen y expresan, se dicen, en nombres. Los nombres son la presencia siempre implícita de las esencias en las palabras, en el lenguaje humano. Pero el nombre es algo que se expone solo en la articulación sonora propia al lenguaje, por lo que la tarea se entiende como el ejercicio que permita hacer aparecer el nombre en el medio propio a las palabras, y, en última instancia, gracias a la dialéctica, en cuanto el sentido verdadero de una palabra, que se encuentra siempre más o menos oculto, confuso, en el uso de la palabra. Dar el lenguaje verdadero con el lenguaje de las palabras, superar la apariencia del lenguaje hacia su verdad, llevar el lenguaje hacia su univocidad, es la tarea del dialéctico, que así por momentos habla la verdad.
4. El “pasaje etimológico”
Sócrates afirma, entonces, que “el nombre tiene por naturaleza una cierta adecuación y no es preciso de cualquier hombre saber imponerlo a cualquier cosa” (391b). Pero inmediatamente después, con evidente ironía, preguntándose cuál es esa adecuación natural del nombre, Sócrates dice que hay que preguntar a “los que saben”, los sofistas. Y si no, aprender de Homero y los demás poetas (391b-c). Entramos entonces en el llamado “pasaje etimológico”, en el cual Sócrates hace resbalar intencionadamente su postura hacia la de Crátilo. Se toma ahora la posición de Sócrates como equivalente a la de Crátilo -como si todo “naturalismo” debiera ser el mismo-, para finalmente mostrar cómo a aquella adecuación en realidad no se puede llegar por un mero análisis lingüístico. Se busca ahora la verdad de los nombres por un camino en el que la dialéctica está por completo ausente. Un camino que parte, por el contrario, de que, dado que hay ya un saber depositado en los sonidos de los nombres, el conocimiento significaría hacer el análisis de esos complejos sonoros. Se parte de la “exactitud” de los nombres como ya dada en las palabras, y se hace del camino del conocimiento un desciframiento de las palabras por la etimología de sus sonidos, solo a través de la cual se podría desplegar un significado sintetizado en esos sonidos. El punto de partida es indudable: la palabra es “verdadera”, dice la cosa, contiene su conocimiento en los sonidos. Esto se presupone. Y ese conocimiento se descifra, en cuanto una definición, por la etimología de los sonidos de la palabra.
En el pasaje etimológico, Sócrates se propone examinar si los nombres están bien puestos, lo que dijo antes que era tarea del dialéctico, pero ahora a la manera del sofista o el antisténico. Si, para Sócrates, en la primera parte del diálogo usamos el nombre para llegar a distinguir y enseñar una esencia, ahora es directamente la palabra misma (tomada como el nombre) lo que debemos analizar por la etimología para “descubrir” (436a) la cosa. El lenguaje es ahora lo que provee de conocimiento por sus palabras, en cuanto objetos de etimología: “se hace del nombre aquello que contiene su verdad por completo en sus componentes físicos (sus sílabas)” (González, 1998, p. 69). Como marca Claudia Mársico, no estamos siempre estrictamente ante etimologías, sino muchas veces frente a una suerte de análisis semántico. Por lo común, se busca en cada nombre otras palabras que entrarían en su composición, palabras en cuyo significado y combinación de significados encontraríamos el verdadero sentido de la palabra analizada y el conocimiento del objeto. Podemos tomar como ejemplo el análisis, particularmente extravagante, del término “hombre” (ánthropos):
Este nombre, “hombre” [ánthropos], significa que los demás animales no inspeccionan ni reflexionan ni examinan [anathreî] ninguna de las cosas que ven, mientras que el hombre, al mismo tiempo que ha visto -es decir “ha observado” [ópope]-, también examina [anathreî] y reflexiona sobre eso que ha observado [ópopen]. De ahí que, en rigor, el hombre es el único de los animales que ha sido denominado adecuadamente “hombre” [ánthropos], porque examina lo que ha observado [anathrôn hà ópope] (399c).
Pero por este camino, por el cual buscamos el sentido de palabras mediante otras palabras, llegamos a palabras “primeras”, palabras que ya no pueden dividirse en palabras, y la pregunta es cómo analizar entonces estas palabras simples. Esto requiere que el análisis pueda aplicarse ahora a las letras en cuanto átomos lingüísticos por sí mismos significativos, gracias a los cuales una palabra simple puede tener un sentido. Cada letra, entonces, tendría ya significado. De este modo, por ejemplo, se afirma que la erre implica un significado asociado al movimiento, que la i significa delicadeza, y así con el resto. Nótese que Sócrates pasó de decir que el nombre natural es el mismo más allá de que se formule distinto en diferentes lenguas, de que pueda poseer diferencias en sus sonidos y letras, a analizar la “adecuación” de los nombres como una pregunta por las letras de una palabra en un idioma (el griego):
Es importante notar cuánto se desvió la discusión desde la posición original presentada al principio del diálogo. […] Ahora las letras individuales son tomadas como eminentemente importantes. El significado de una palabra depende por completo de la presencia o ausencia de cierta letra. Más importante aún, solo las letras parecen entablar una relación directa con las cosas (González, 1998, p. 75).
Este tipo de análisis lingüístico hace exactamente lo que la Carta VII critica. Platón nos dice ahí que no debemos confiar en la “exactitud” de los nombres, que, por sí mismos, aislados de su lugar en un proceder dialéctico, más bien nos llevan de forma inadvertida a reemplazar la aprehensión de lo esencial por una atención hacia lo inesencial. Esto es lo que sucede en el pasaje etimológico: de órganon de una distinción y exposición de la esencia, el nombre pasa a ser él mismo, en su propia apariencia de palabra, la “verdad”, la que podríamos desplegar, en cuanto significado, desde la interpretación etimológica de las partes de la palabra. Así, lo que se busca en la palabra ya no es la mostración de una esencia única, sino una definición de un concepto, definición que pasa a ocupar el lugar de la verdad y que por supuesto puede ser siempre -o, más bien, es siempre- una entra otras, y, entre ellas, la verdad es indecidible. Y entonces, aún más que el dialéctico, y sobre todo mucho más justificadamente, el etimólogo queda vulnerable a refutaciones que resultan más bien sencillas. Sócrates muestra, en particular cuando hace el análisis de los nombres de los dioses (400d-408d), que de una misma palabra podemos dar dos etimologías diferentes que implican dos sentidos contrarios, entre los cuales la verdad es indecidible:
Para cada nombre Sócrates da varias etimologías, indicando así cuán arbitrario es todo este procedimiento. Con la discusión acerca del nombre de “Hestia” (401b-e) comienza la competencia entre los que creen en la estabilidad del ser […] y los que creen que todas las cosas están en movimiento […]. Es posible presentar etimologías que confirmen cualquiera de las dos visiones. Aquí empezamos a ver que, aunque la palabra puede ser usada para poner de manifiesto la naturaleza de una cosa, no se puede llegar a esa naturaleza abstrayéndose del uso de la palabra y ofreciendo su etimología (González, 1998, p. 72).
Lo mismo, la misma convivencia de sentidos contrarios, muestra Sócrates en las etimologías de los términos relacionados con la ciencia (epistéme), y ahí la ironía resulta particularmente significativa: la ciencia etimológica no puede decir ni siquiera qué es y qué supone la ciencia (cuya naturaleza debería encontrarse en la etimología de la palabra), y se revela como algo completamente diferente de una ciencia: “una opinión que cree en la verdad de la opinión” (Dixsaut, 2012, p. 49). La etimología pretende, sin embargo, salvarse de lo indecidible de la verdad entre las diferentes opiniones a las que se puede llegar por este tipo de investigación no gracias a un criterio con el que ejercer un reconocimiento, sino con el recurso a un origen venerable e infalible, a una garantía mítica para la opinión propia. “La parte etimológica del Crátilo tiene por función no solo refutar la tesis de Crátilo sino también liquidar una pretendida ciencia y una pretendía sabiduría” (Dixsaut, 2012, p. 45). Una “pretendida ciencia” que es esa particular etimología, y una “pretendida sabiduría” que se entiende como el saber mítico depositado en los sonidos de los nombres gracias a una instauración de nombres original, antigua, infalible.
En todo caso, lo que el Crátilo muestra por este rodeo es que, si bien es en el lenguaje que tiene lugar la exposición de la verdad, esto no sucede investigando directamente los sonidos del lenguaje. Solo en la dialéctica una palabra se da como nombre; no se encuentra su sentido como nombre al analizar sus componentes sonoros por sí mismos. La filosofía es solo por el lenguaje pero no es análisis lingüístico. El nombre no es, para Platón, ni el objeto del análisis ni un punto de partida metodológico, sino más bien la natural expresión de un ejercicio dialéctico. Es una forma de dar la esencia más que de investigarla.
5. Un “refugio” en el lógos (Fedón y más allá)
Pero el Crátilo concluye con una afirmación de Sócrates que, a primera vista, parecería decirnos que debemos investigar a partir de las cosas mismas más que por el lenguaje: “es deseable, por lo tanto, acordar también esto: que no hay que aprender e investigar a partir de los nombres, sino mucho más a partir de las cosas mismas que de los nombres” (439b). ¿Acaso Platón desiste de una búsqueda en el lenguaje? Es el Fedón el que nos indica que no es ese el caso, es decir, que el rechazo a tomar los nombres como punto de partida no implica rebajar el lugar fundamental del lenguaje en la investigación dialéctica.10 En el Fedón, relatando su itinerario intelectual, el Sócrates platónico cuenta que llega a las ideas, a la luego llamada “teoría de las ideas”, al “refugiarse” en los lógoi, pero esto solo después de algunos pasos en falso: buscando primero las causas en explicaciones físicas, Sócrates se ve llevado a aporías; cuenta que es “enceguecido” (96c3) por un proceder que toma las descripciones físicas directamente por explicaciones y que es incapaz de dar cuenta de los principios mismos que está obligado a suponer. Solo cuando, en su “segunda navegación”, Sócrates decide investigar las causas en los lógoi más que en las cosas mismas, llega finalmente a aquellos principios de los que desde entonces intentará persuadirnos. Así describe ese “refugio” en los lógoi:
Me pareció entonces […], una vez que hube dejado de examinar las cosas, que debía precaverme para no sufrir lo que los que observan el sol durante un eclipse sufren en su observación. Pues algunos se echan a perder los ojos, a no ser que en el agua o en algún otro medio semejante contemplen la imagen del sol. Yo reflexioné entonces algo así y sentí temor de quedarme completamente ciego de alma al mirar directamente a las cosas con los ojos e intentar captarlas con todos mis sentidos. Opiné, pues, que era preciso refugiarme en los lógoi para examinar en ellos la verdad real. Ahora bien, quizás eso a lo que lo comparo no es apropiado en cierto sentido. Porque no estoy muy de acuerdo en que el que examina la realidad en los lógoi la contemple más en imágenes, que el que la examina en los hechos (99d-100a).
Platón presenta una analogía que inmediatamente relativiza: aquellos que, incapaces de mirar directamente al eclipse, lo observan en reflejos, se ven obligados, si no quieren quedarse ciegos, a contentarse finalmente con una mera imagen, con un reflejo que deforma y que los aleja de lo que quieren observar; en el caso de los lógoi, la situación no es en realidad enteramente la misma, y Sócrates no acepta que el que examina las cosas en los lógoi se aleje por eso de ellas, que las examine más en imágenes. El “refugio” en los lógoi no produce un mayor alejamiento, sino, de hecho, todo lo contrario. Produce incluso, podríamos decir, un descubrimiento suplementario: es finalmente solo en los lógoi, investigando con lógoi de determinada manera, que se puede llegar a transparentar la esencia, a aprehender no una mera apariencia sino la verdad, los principios reales que son las ideas. Examinar las cosas en los lógoi no significa, entonces, examinarlas en imágenes más que examinarlas directamente; de hecho, menos, porque examinar en los lógoi es lo que permite hacerlas transparentar su esencia. Clave para la filosofía será este descubrimiento, según el cual buscando la verdad, no “directamente” en las cosas “con todos los sentidos”, sino en el medio del lógos, se produce, no un alejamiento, sino todo lo contrario: un acercamiento, por así decir, en profundidad, un camino hacia la esencia. Cuando lo que se busca dar es la “verdad real”, será siempre necesario ejercitarse en el lógos gracias a la dialéctica:
[…] de las realidades más altas y valiosas, en cambio, no hay imagen alguna nítidamente adaptada a los hombres; en tales casos, entonces, si se quiere contentar al alma de quien pregunta, no hay posibilidades de señalar algo sensible que corresponda a tal realidad y que bastaría para complacerla. En consecuencia, es imprescindible ejercitarse para poder dar y recibir el lógos de cada cosa. Pues las realidades incorpóreas, que son las más bellas e importantes, pueden mostrarse con claridad solo valiéndose del lógos y por ningún otro medio (Político, 286a)
A diferencia de lo que podría parecer a primera vista, entonces, en los lógoi no es un alejamiento mayor con respecto a lo real lo que se produce, no es solo una imagen alejada un grado más de la realidad lo que nos queda, sino que, por el contrario, en los lógoi se produce de hecho un acercamiento a la naturaleza misma de las cosas, que en la mera intuición queda, por lo común, oculta. ¿Cómo investigar “las cosas mismas”? La respuesta en Platón es siempre: a través de la dialéctica, lo cual quiere decir también: a través de lógoi. Como explica Néstor Cordero: “no puede acusarse […] a Platón de seguir un camino indirecto […] cuando decide recurrir a los lógoi, ya que ellos captan la ousía real, mientras que, al contrario, es quien se apoya en los érga el que solo estudia imágenes” (Cordero, 2017, p. 105). Así, si bien el dialéctico no conoce la verdad partiendo de nombres, tampoco lo logra por un acceso directo a las cosas mismas. Aunque no al modo del etimólogo, su tarea se encuentra intrínsecamente asociada al lenguaje: “el dialéctico, en cuanto aquel que más que cualquier otro debe tener conocimiento de ta onta, no es descrito ni como un ‘etimólogo’ ni como un ‘intuicionista’, sino como aquel que sabe cómo usar las palabras (390c)” (González, 1998, p. 88). Sirve en este punto volver a traer unas palabras de Platón que se citaron más arriba:
Permite, por el contrario, que imponga una letra que no corresponda. Y si permites una letra, permite también un nombre dentro de un enunciado. Y si permites un nombre, permite también que se imponga un enunciado dentro de otro que no corresponda con las cosas y que no por eso deje de nombrar a la cosa y expresarla, mientras esté presente el modelo de la cosa sobre la cual versa el lógos (432e).
Son las últimas líneas las que ahora nos interesan: para Platón, de alguna manera también el lógos nombra, en el lógos se da el “modelo”, en el lógos se hace presente la capacidad que le fue adjudicada al nombre, la de exponer una ousía. De hecho, en República, Platón dice que el dialéctico es el que “alcanza el lógos de la ousía” (534b). La cuestión se aclara de esta manera: el nombre nombra gracias a un lógos; el nombre solo se da, solo es adecuado, en el contexto de un lógos. Lo vimos: tomando el nombre como una palabra aislada, investigando sus sonidos y letras, no cabe “distinguir y enseñar” la esencia. Su dynamis no se manifiesta desde el principio en la palabra sola. El carácter inaparente y formal del nombre, su no coincidir enteramente con la palabra, implica que la presencia de un nombre es algo que solo se suscita por un lógos, en el contexto de un lógos, ya que la mera aparición aislada de una palabra de ninguna manera evidencia la presencia de un nombre. El nombre se da en la palabra solo gracias a un lógos. “Respecto de todo, siempre es necesario ponerse de acuerdo acerca del objeto mismo gracias a los lógoi, en vez de atenerse al nombre solo, sin su lógos” (Sofista, 218c). No se exhibe una ousía por la combinación “correcta” de letras y sílabas, sino por la combinación de palabras (una específica, metódica) en el lógos. Lo que nos dice Platón no es que abandonemos el lenguaje, sino que desistamos del método que toma al nombre, en cuanto palabra, como objeto y punto de partida de la investigación, que nos cuidemos contra una atención que se limita exclusivamente a lo inesencial. El nombre es un elemento esencial de la exposición dialéctica pero no, en cuanto mera palabra, su objeto ni su punto de partida: “Sócrates no dice que los nombres no tienen ningún rol en la búsqueda de la verdad, sino solamente que la verdadera naturaleza de las cosas no se encuentra a partir de los nombres tomados como objetos del análisis” (González, 1998, p. 86).
Si el nombre era, en el análisis etimológico, finalmente una especie de lógos condensado, un conjunto de palabras apretadas en los sonidos de la palabra, que era necesario desplegar a partir del análisis de esos sonidos, ahora el lógos pasa más bien a ser el tejido solo en el cual el nombre puede encontrarse. Solo gracias al lógos se da la capacidad de un término de distinguir y enseñar la esencia, es decir, de ser un nombre. No se trata ya de desenvolver desde los sonidos de la palabra un lógos que ya estaría ahí sintetizado, sino de desarrollar el lógos que haga coincidir nombre, en cuanto lo que distingue y enseña una ousía, y palabra. El etimólogo busca encontrar desde sus sonidos el lógos de un nombre, quizás su significado, pero no la esencia; el dialéctico asocia, en cambio, lógos y nombre solo en función de la esencia, solo con el fin de exponer una esencia, y esa asociación es, por lo tanto, otra: construir el lógos que permita que la esencia se capte en un nombre dado en su interior. El nombre, por lo tanto, no significa, como sucede en el análisis de tipo etimológico, un significado, un concepto dado como definición, sino que muestra la esencia. El nombre no es el correlato de un significado sino de un ser, de una esencia. Pero tal es una relación que solo se puede suscitar en el medio del significado que surge de los lógoi. El nombre no contiene un lógos, sino que, al revés, es por un lógos, gracias al soporte del significado tejido por un lógos, que se da el nombre, en cuanto exhibición de la esencia. El filósofo no busca tanto significar sino nombrar, pero esto lo puede solo gracias al soporte de los lógoi. Platón pregunta por nombres, por esencias dadas como nombres. El nombre, por lo tanto, es lo que muestra la esencia, y no lo que significa un significado o un concepto. Pero el nombre no se da, no sucede, más que gracias al lógos, más que sobre el significado que tejen los lógoi.
6. Digresión sobre el sentido de lógos en la filosofía griega clásica
¿Pero qué es lógos?
El lógos es para nosotros uno de los géneros que existen realmente. Privarnos de éste equivaldría a privarnos de la filosofía, lo cual sería tremendo. Pero, en realidad, ha llegado el momento en que debemos ponernos de acuerdo acerca de qué es el lógos, pues si excluyéramos en absoluto su existencia, no seríamos siquiera capaces de hablar (Sofista, 260a-b).
Las traducciones posibles son múltiples y en su variedad parecen confundir más de lo que aclaran, aunque también pueden señalar hacia un punto en donde, todavía confusamente, en algún aspecto de su semejanza, se empieza a ver lo esencial: “discurso”, “relato”, “argumentación”, “cuento”, “definición”, “tesis”, “razonamiento”, pero también “proporción” e incluso a veces “razón”. ¿Cuál es el sentido fundamental de lógos en la Grecia clásica que permite esas posibles traducciones? Siguiendo el recorrido que hace Néstor Cordero en un libro reciente, podemos empezar por detenernos en Homero. Dos veces encontramos el término en los poemas homéricos. En la Ilíada, Patroclo, mientras le retira a Eurípilo una flecha que tiene clavada e intenta curarlo, busca distraerlo del dolor “saciándolo” con lógoi; en la Odisea, por otro lado, encontramos un ejemplo de alguna manera similar cuando leemos que Calipso busca lograr que Ulises olvide su isla natal a través de lógoi “seductores” (ejemplos retomados de Cordero, 2017, p. 15). En ambos casos podríamos traducir lógoi por “relatos”, “historias”, o quizás con “palabras” alcanza. Pero en cualquier caso lo que es seguro es que no se trata de meras palabras aisladas. Una palabra aislada, e incluso un conjunto de palabras seleccionado y reunido sin un particular criterio, sin duda no tiene la capacidad de “seducir”, de distraer al “saciar”.
Una palabra sola no contiene ni una historia ni un cuento ni un relato; un conjunto de palabras, sí. Pero ocurre que los lógoi pronunciados por Patroclo no pueden ser solamente un conjunto de palabras. Un cuento, una historia, un relato, suponen palabras organizadas de una cierta manera […]. En el caso de lógoi se trata de palabras que se eligen según un criterio y que se organizan en función del fin buscado (Cordero, 2017, p. 15).
Si bien no encontramos otras apariciones de lógos en Homero, sí podemos relevar múltiples usos de un verbo evidentemente conectado con lógos y cuyo sentido nos ayuda a ver mejor ese aspecto fundamental del lógos: légein, verbo que suele traducirse como “hablar” o “proferir palabras”, pero no únicamente. Légein es un verbo transitivo: refiere a una acción que se aplica sobre algo. Así, en realidad, el sentido de légein se especifica en cada caso en función de si refiere a objetos materiales o, por así decir, inmateriales.
Comencemos por los casos en que los complementos directos son “objetos” perceptibles. En Il.VIII.507 Héctor ordena a sus tropas de légesthe provisiones y leña, y otro tanto ocurre en Od.XVIII.359 (légon); en Il.VIII.519 se invita a los troyanos a léxasthai sobre las murallas de la ciudad; en Il.XI.755 los vencedores légontes las bellas armas del enemigo; en Il.XXIII.239, Il.XXIV.793 y en Od.XXIV.72, se trata de légomen/légonto huesos; y en Od.XXIV.224 la tropa léxontes piedras para reforzar las murallas. En todos estos casos, como dijimos, el objeto directo del verbo son nociones que corresponden a “objetos” perceptibles, y la significación básica de légein es la de “reunir”, “agrupar”, “coleccionar” a los mismos para formar con ellos un conjunto homogéneo. En todos los casos, se da a entender que légein unifica una multiplicidad de objetos semejantes. […] [P]ara constituir estos conjuntos homogéneos, los componentes han sido “elegidos”, “seleccionados”, entre objetos dispares. Esta operación, relacionada con la de “reunir”, es la significación de légein que surge de otros pasajes. En Il.XIII.276 se trata de constituir un grupo de valientes, y para ellos hay que legoímetha “seleccionarlos”; en Il.XXI.27, para vengar la muerte de Patroclo, Aquiles legoímetha, “eligió”, “seleccionó” doce jóvenes troyanos para ejecutarlos (Cordero, 2017, pp. 18-19).
En los restantes quince casos que releva Cordero, “la acción de reunir, coleccionar, agrupar, enumerar, contar, que hemos encontrado en los ejemplos anteriores, se ejerce sobre elementos no perceptibles […]: las palabras. Cuando se agrupan palabras, se habla, se enuncia, se dice, y se cuenta. […] [S]e trata de la misma actividad, pero ejercida respecto de las ‘palabras’” (Cordero, 2017, pp. 19-20). Por ejemplo: “en Il. II.222 Tersites lég’ (‘dijo’) calumnias contra Agamemnón; Néstor en Il. II.345, Idomeneo en Il. XIII.292, Eneas en Il. XXX.244, Telémaco en Od. III.240 y Atenea en Od. XIII.296 dicen ‘dejémonos de legómetha’ (‘hablar’, ‘discursear’)” (Cordero, 2017, p. 20). En fin, “como resumen de la utilización de légein en los poemas homéricos podemos afirmar que en todos los casos el verbo supone la reunión de elementos dispersos con el objeto de formar un conjunto homogéneo” (Cordero, 2017, p. 20). En el caso de las palabras, se trata, para formar un lógos, de seleccionarlas y combinarlas con el fin de transmitir un determinado contenido o producir un determinado efecto.
Luego, a partir de Hesíodo, el significado de lógos que va a imponerse como el más común es el de “‘relato’, ‘discurso’, ‘narración’, e, incluso, ‘argumento’, ‘tesis’ o ‘teoría’” (Cordero, 2017, p. 26). Un significado que, como vemos, por un lado, “dada su riqueza, permitirá su aplicación a regiones del saber muy diferentes” (Cordero, 2017, p. 26), pero, por otro, retendrá ese carácter de conjunto lingüístico, reunido según un criterio, que es capaz de producir un sentido o un efecto. Pero es con Heráclito que lógos alcanza una transformación y un enriquecimiento que serán determinantes para la filosofía. Si los filósofos anteriores a Heráclito habían compartido la estrategia de elegir una determinada sustancia o elemento -sea lo húmedo, el aire o lo ápeiron- como origen y fundamento de la phýsis, como aquello de lo que surge y según lo cual se despliega lo real, Heráclito redirecciona esa investigación, no hacia un elemento particular entre otros, sino hacia el desciframiento de un orden, una fórmula, un criterio que gobierna sin fin la phýsis, una ley interna única que rige la variedad de lo real. Teniendo en cuenta lo dicho anteriormente, no debería sorprender que se refiera a ese orden de la phýsis con el término lógos. Heráclito encuentra en la phýsis un lógos, un orden que reúne y gobierna la diversidad en ella. La descripción del lógos de la phýsis en Heráclito pasa, de hecho, por afirmaciones y metáforas sobre la armonía en tensión, la concordancia, los acuerdos/acordes, la unidad de los opuestos, la tensión sobre la base de la reciprocidad.11
De la misma manera que Platón decide adoptar la palabra eidos para sus Formas inteligibles porque, así como los ojos ven formas, cuando es el intelecto el que ve, también ve formas, del mismo modo, Heráclito encuentra en la lengua griega una palabra que alude a la reunión, según un criterio, de elementos dispares, y no puede desperdiciar la ocasión de utilizarla para designar la manera en que él concibe la phýsis. Para Heráclito, la phýsis tiene un lógos (Cordero, 2017, p. 44).
Se trata de un lógos que “existe siempre” (DK 22 B 1), que es “común” (DK 22 B 2), que “gobierna todo a través de todo” (DK 22 B 41). Pero al lado de los casos en los que usa lógos para referir a esa fórmula inherente de la phýsis, en Heráclito también encontramos el sentido habitual de “discurso” o “teoría”. Y es en esta doble función de lógos que reside fundamentalmente la originalidad de Heráclito, quien, jugando con los dos sentidos, dice que busca en su lógos transmitir un lógos que no le pertenece, que no es de nadie, es decir, el lógos de la phýsis: “mientras Heráclito admite ser el autor de su discurso, él reconoce que no hace sino transmitir, en su lógos, un lógos trascendente” (Cordero, 2017, p. 38). Como dice en el llamado fragmento 50: “Escuchando no a mí, sino al lógos, es sabio ponerse de acuerdo en saber que uno (es) todas las cosas” (citado en Cordero, 2017, p. 42). Por otro lado, en el fragmento 41, gnóme aparece como sinónimo del lógos de la phýsis; Cordero elige traducir “criterio”, pero, sea cual sea la traducción, lo que esa sinonimia sin dudas enfatiza es el matiz, digamos, racional (además del metafísico y el lingüístico) del lógos de la phýsis. Pero se trata entonces de una razón que es la de la phýsis y no en primer lugar del sujeto. La razón -y en esto Platón, lo quiera o no, sigue a Heráclito- es un carácter, primero, de la phýsis, y solo en consecuencia un carácter del ser humano.
En todo caso, aquel doble sentido de lógos, tanto orden inherente a la phýsis como discurso humano, viene a sentar las bases de una posible adecuación entre ambos lógoi; viene a tematizar la posibilidad de ir, a través de nuestro lenguaje, hacia el lenguaje de lo real, hacia la fórmula que rige la phýsis, hacia la verdad. Existe, por el lógos, la capacidad de aprehender el lógos de la phýsis. Pero por supuesto no se trata de algo sencillo, automático, dado: como dice Heráclito, a la phýsis “le gusta ocultarse” (DK 22 B 123). Se trata de una adecuación que, aunque posible para nosotros, siempre hay que volver a ganar, que siempre se vuelve a olvidar, y que sin duda no cualquier lógos suscita. De hecho, para Heráclito, esa adecuación es justamente lo que distingue a los pocos discursos verdaderos, aquellos donde la racionalidad en el fondo es la de la phýsis y no una supuesta inteligencia individual. Esto, por otro lado, habla sin dudas de la necesaria originalidad y la fundamental falta de originalidad de la filosofía. Ella no crea su contenido, su verdad, pero debe saber producir los desvíos y las atenciones metódicas para eludir tanto el mero sentido común como los efectos que en el lenguaje reemplazan a la verdad por una “creación” derivada.
En lo que nos llegó del poema de Parménides, lógos, aunque presente, no tiene el mismo lugar central que en los fragmentos de su contemporáneo Heráclito, pero una de sus apariciones vale quizás una mención. Parménides pone en escena a una diosa que intenta indicarle el camino hacia la verdad a un joven que busca el saber. Tras una serie de enseñanzas, la diosa le pide: “juzga con el lógos la prueba polémica que ya he enunciado” (citado en Cordero, 2005, p. 219). La diosa no se limita a simplemente transmitirle un saber, una serie de proposiciones que contendrían la verdad, sino que entiende que, para que el joven pueda apropiarse ese saber, para que comprenda, debe él mismo juzgar con el lógos aquello que la diosa le transmite. Juzgar con criterio, examinar con razonamientos, investigar los argumentos, podríamos parafrasear; quizás, en este sentido, juzgar con la razón, un sentido del que sin dudas Platón se apropiará. De hecho, en Platón vamos a encontrar seguido la expresión lógon didónai, “dar el lógos”, que se traduce en general como “dar razón”, en el sentido de justificar, fundamentar.
Pero antes de Platón hay otra importante estación del lógos: los sofistas. Aunque entre ellos haya en realidad muchas diferencias, sin duda coinciden en la negación de ese puente que Heráclito había establecido, por primera vez de forma explícita y no solo presupuesta, entre el lógos como discurso humano y el lógos de la phýsis. No hay, para los sofistas, una realidad objetiva, un orden verdadero de la phýsis, o, por lo menos, si lo hubiese, sin duda no tenemos la capacidad de acceder a él. Solo hay perspectivas individuales a las que estamos inevitablemente limitados, que nunca pueden superarse hacia una aprehensión de la verdad. Nuestros lógoi, por lo tanto, no son bajo ninguna circunstancia capaces de acceder a un saber superador de ese relativismo, y lo que expresan siempre son perspectivas individuales más o menos convincentes. Aunque lo vaciaron del carácter metafísico dado por Heráclito y de su capacidad de verdad, la actividad de los sofistas se concentró, como nunca antes, en el lógos; ellos, hábiles retóricos y erísticos, son los primeros grandes “técnicos” del lógos. Este lógos, ahora independizado de toda pretensión de conocimiento, vuelve a ser solo discurso, relato, incluso argumentación, pero una que no perfora sus propios límites hacia la verdad. Un lógos que hay que aprender a manipular, que se puede usar para convencer, con el que se pueden motivar acciones, que puede “seducir”, como en Homero. Como dice famosamente Gorgias (2011, p. 33): “el lógos es un poderoso soberano que con un cuerpo pequeñísimo y del todo invisible lleva a término las obras más divinas. Pues es capaz de hacer cesar el miedo y mitigar el dolor, producir la alegría y aumentar la compasión”. Protágoras, por su parte, muestra la independencia del lógos con respecto a la verdad cuando, en sus Antilogías, demuestra que sobre cualquier tema se pueden dar lógoi contrarios, pero igualmente convincentes, entre los cuales la verdad es indecidible. En suma: “el cordón umbilical que unía al lógos con la realidad, ya no existe” (Cordero, 2017, p. 72). Así, “liberado de la pesada tarea de descifrar la realidad, el lógos deviene un instrumento que se justifica solo por su utilidad” (Cordero, 2017, p. 77).
7. Lógos en Platón (Sofista)
Platón intentará reconstruir ese puente que hace al lógos, a su combinación, capaz de verdad, una reconstrucción trabajosa que ya no puede ignorar los argumentos críticos que los sofistas enunciaron contra una adecuación planteada sin demasiada justificación por la filosofía que los precedió; una reconstrucción que debe confrontar tales argumentos y ser capaz de justificarse. Si bien en Platón lógos tiene, la mayoría de las veces, el sentido clásico de “discurso”, “razonamiento”, “argumentación”, “enunciado”, “definición”, incluso “lenguaje”, ahora cada uno de estos sentidos va a ganar en riqueza y en precisión. Platón va a distinguir los razonamientos, establecer la naturaleza de la buena definición, precisar los componentes del enunciado, especificar las maneras diferentes de argumentar, y, sobre todo, sobre esa base, va a desarrollar paulatinamente un camino metódico para un lógos filosófico que supere el relativismo sofístico e indique una vía a la verdad, que abra de nuevo un camino al saber. Se trata, por supuesto, de la dialéctica: como dice en República, el lógos, ahora “gracias a la fuerza del dialectizar” (511b), podrá alcanzar de nuevo lo inteligible. El lógos dialéctico es esa combinación lingüística específica que ya distingue o busca distinguir su sentido, en cuanto medio para la exposición de la esencia, de los efectos que también puede producir en los casos de los que hablan Homero y los sofistas. “Platón nunca dejó de reflexionar sobre el lógos, el más griego de los términos griegos, en el cual se alían lenguaje, pensamiento, racionalidad, número. La dialéctica es el único buen uso del lógos, e incluso el único medio de salvarlo, porque ella preserva su naturaleza a la vez que explota todos sus recursos” (Dixsaut, 2001, p. 8).
Pero no es solo el lógos discursivo el que se ve enriquecido y reanimado en su búsqueda de la verdad, sino que también el lógos de la phýsis, el objeto fundamental de la filosofía, va a precisarse en Platón más allá de las alusiones a la “armonía” heraclítea. Ese lógos de la phýsis -aunque ya no se lo llame así-, ese orden que plasma la esencia y la mutua pertenencia de lo real, ahora va a encontrar sus formas, las ideas que lo componen -cada una distinta de la otra, cada una por alcanzar y exponer a través de ejercicios dialécticos particulares-, así como las relaciones que lo articulan y que lo vinculan a los fenómenos. El lógos de la phýsis se precisa, enumera y encuentra su sistema en el ámbito platónico de las ideas. El orden esencial a lo real es el mundo de las ideas. ¿Qué es entonces, en Platón, llegar por nuestro lógos al lógos de la phýsis? Es alcanzar a exponer ideas gracias a ejercicios dialécticos que ponen en obra estrategias argumentativas particulares con una atención metódica determinada. Reanimados y precisados, el lógos lingüístico y el lógos de la phýsis vuelven a encontrar en Platón una relación posible, una que no solo se afirma sino que se precisa, describe y propone como ejercicio.
Pero, como dijimos, Platón reserva por lo general para lógos un sentido lingüístico. Lógos significa también en Platón “combinación en el lenguaje”, combinación con criterio: discurso, argumento, definición, etc. Pero Platón es el primero en precisar la naturaleza de la combinación lingüística propia al lógos. Primero hay que decir que, para Platón, cada ámbito combinatorio implica para su uso y conocimiento adecuados desarrollar en cada caso un criterio, una técnica que permita identificar cuáles son los elementos que lo componen (su “número”, para hablar el lenguaje del Filebo), así como cuáles de estos se relacionan con cuáles otros, ya que en ninguno de esos ámbitos todo se relaciona automáticamente con todo, ni nada con nada, sino algunos elementos con algunos otros, y no siempre de la misma manera. Los ejemplos típicos de Platón son los de las letras y los sonidos, cuyas respectivas técnicas son la gramática y la música. En cuanto a las letras:
[…] algunas de éstas armonizan con otras, mientras que otras son discordantes. […] Las vocales, a diferencia de las demás, son un lazo que se extiende a través de todas, de modo tal que sin una de ellas es imposible que las otras se combinen entre sí. […] ¿Y saben todos cuáles son capaces de comunicar con las demás, o quien quiera proceder con eficiencia necesitará una técnica? [Teeteto:] Necesitará una técnica […]. La gramática (Sofista, 253a).
En cuanto a la música, “¿no ocurre lo mismo en el caso de los sonidos, con los agudos y los graves? Es músico quien posee la técnica que le permite conocer cuáles se combinan y cuáles no, y no es músico quien la desconoce” (253b). En el Sofista, la misma cuestión se plantea con respecto a los nombres (en el sentido general, por ahora, de “palabras”):
[Extranjero de Elea:][…] examinemos ahora del mismo modo los nombres. Ahí se pone en evidencia lo que ahora buscamos. [Teeteto:] ¿Qué debe preguntarse acerca de los nombres? [Extranjero:] Si todos se combinan mutuamente, o si ninguno lo hace, o si algunos aceptan hacerlo y otros no. [Teeteto:] Es evidente esto último: que algunos lo aceptan y otros no. [Extranjero:] Quizás quieres decir que se combinan aquellos que son mencionados en serie y que ponen algo en evidencia, y que no se combinan aquellos cuya sucesión nada significa (261d-e).
Un lógos -según explica en el Sofista (262a)- es una combinación de, por lo menos, ónomata, es decir nombres, ahora en el sentido de “palabras que refieren al sujeto del que trata una predicación”, y de rhêmata, que a veces se traduce como “verbos” pero que, para guardar los diferentes sentidos que tiene en Platón, podríamos traducir con más cuidado como “expresiones predicativas”.12Ónomata solos (“león ciervo caballo”) no constituyen por sí solos ya un lógos, ni tampoco una mera enumeración de rhêmata sin presencia -explícita o implícita- de ónomata (“camina corre duerme”). Desde el principio, lógos, como vimos, implica selección y reunión con criterio en el lenguaje, pero cuáles son sus elementos, qué es lo que selecciona y de qué manera se lo reúne lo precisa Platón.
Pero el caso del lógos tiene una complejidad adicional. Como leímos, el lógos no se define solamente como combinación de ónomata y rhêmata. Para Platón, el lógos no se justifica en su propia, independiente, combinación: no hay lógos, como lo enfatiza Soares (2005), si no significa o pone en evidencia algo. Esta capacidad es tan esencial al lógos como los elementos de su combinación: no hay lógos si ella no se realiza; es el sentido mismo de su combinación. La naturaleza del lógos contiene como rasgo esencial el llevar hacia algo más que él mismo. Así, mediante la dialéctica, el lógos es el “género” particular que, entre todos, puede llegar a ser “el género que permite exhibir la ousía mediante un sonido” (261e). Es por esto que la dialéctica, la técnica por excelencia del lógos, tiene una doble complejidad, diferente a la de la gramática y la música: es al mismo tiempo una técnica de la combinación del lógos y una técnica de las esencias (y de sus relaciones); ambas coinciden en la dialéctica. Es un “abrirse paso a través de los lógoi” (253b) hacia las esencias.13 No existe técnica de las esencias que no sea técnica en el lógos (ya que no hay un acceso directo a ellas por la intuición), y al mismo tiempo no es dialéctica si es solamente técnica en el lógos, en el sentido de la combinación meramente armónica o eficaz de las palabras. Incluso para Platón, en el fondo, no hay verdadera técnica del lógos sin relación con la verdad: la técnica por excelencia del lógos es, entre todas, la técnica de las esencias. El dialéctico, antes que el sofista o el poeta, es, para Platón, el que posee la más elevada ciencia en el lógos. El único que explota el poder de los lógoi enteramente gracias a su ciencia es el que con ellos da las esencias, el que los lleva a su contenido de verdad: el dialéctico. La denominación pasa por el lógos, pasa por una multiplicidad de palabras, multiplicidad cuya constitución es en cada investigación tarea de la dialéctica y cuyo criterio es siempre la esencia, la aprehensión de una esencia. Un nombre se da por un lógos, por un lógos dialéctico cuando, gracias a este rodeo, el nombre es la exposición de una esencia. La finalidad de un lógos dialéctico es un nombre, es decir, dar esa forma de referir que corresponde exclusivamente a una esencia.
8. Conclusión
Mediante una lectura del Crátilo y de algunos pasajes del Fedón y del Sofista, se ha intentado mostrar en este trabajo cómo podría pensarse una “adecuación de los nombres” propiamente platónica. Una adecuación en donde lo que se nombra son sobre todo esencias, es decir, que requiere, para anclar la denominación, de la existencia de tales realidades estables; en donde el nombre (o nombre “natural”) no es exactamente y desde el principio equivalente a una palabra (en cuanto un conjunto específico de sonidos en un idioma), y que solo puede suscitarse a través del lógos, al interior del conjunto lingüístico propio a un lógos, o, más exactamente, propio a un lógos específico: el del dialéctico.