Introducción1
Este ensayo se sitúa ante la pregunta sobre la forma de abordar los conflictos sociales hoy en América Latina. Desde nuestro punto de vista, la realidad de las luchas contemporáneas constituye un campo complejísimo atravesado por conflictos que multiplican los sujetos y objetos en disputa en torno a problemas como el poder, la vida, el trabajo, la identidad sexual y de género, la apropiación de bienes naturales, el ambiente o la tierra, entre otros. Este variopinto campo de batalla incluye diversos escenarios de configuración de demandas, de prácticas contestatarias y organizativas, de trayectorias, sentidos políticos y alcances programáticos. Así, y tal como hemos venido mostrando en trabajos previos (De la Vega, 2019, 2017, 2016; Ciuffolini, 2017, 2015, 2010; Núñez, 2013), la condición de fragmentación de la conflictividad social y su localización en específicos contextos es parte de la manera en la que las resistencias contemporáneas se estructuran y desarrollan.
Ahora bien, la marcada hibridación de experiencias y lenguajes políticos que expresan estos sujetos parece que ya no caben en el canon explicativo de conflicto de clases y entonces se comienza a buscar otras categorías: “acción colectiva”, “movimientos sociales”, “género”, “etnia”, entre otras, para entender los nuevos desafíos del orden social. Esta lectura se acentúa cuando constatamos, rápida y superficialmente, la presencia cada vez menor de agentes o colectivos que invocan la “clase” para construir sus demandas, sus proyectos e identidades políticas.2 Y es que, desde nuestra mirada, una parte importante de los procesos de movilización política de al menos los últimos veinte años en nuestra región comenzaron, se expandieron y consolidaron desde necesidades, lenguajes y formas de subjetividad política muy alejadas de las consagradas reivindicaciones “por el salario” o, incluso, por “la revolución”. Menos aún sus horizontes de transformación se vuelven inteligibles o se enuncian como luchas por el “socialismo” o el “comunismo”.
A principios del siglo XX, y con fuertes referencias europeas, esta heterogeneidad de lenguajes y experiencias políticas inspiró en nuestros círculos académicos e intelectuales la creación y reproducción de un discurso teórico ciertamente simplificador y reduccionista que, para pensar la constitución de sujetos con capacidad para trastocar el orden sociopolítico, proponía dividir las aguas entre los “viejos” protagonistas y los “nuevos”.3 Entre los primeros encontraríamos al movimiento obrero, los sindicatos y partidos de izquierda; y entre los segundos explotaría un arco iris de reivindicaciones que va desde los movimientos que agrupan a los históricos y siempre renovados reclamos de comunidades indígenas, a las organizaciones ambientales en defensa de territorios y bienes naturales, a los movimientos feministas, antipatriarcales o de autoafirmación de identidades sexuales y de género, a las organizaciones que se constituyen alrededor del reclamo por derechos humanos, y a los colectivos de jóvenes u organizaciones de migrantes, entre otros.
En parte, lo anterior ha contribuido a reproducir un alejamiento de la teoría marxista como referente teórico para dar cuenta de los históricamente variados procesos de movilización política en nuestras sociedades latinoamericanas. En este plano, no es menor la perplejidad a la que nos enfrentamos cuando observamos el hiato entre, por un lado, una férrea convicción teórico-política de inscribir las actuales formas de resistencias como grietas o puntos de fuga desde formas de dominación capitalista, y, por otro, la reticencia a utilizar una analítica clasista para explicar su surgimiento, dinámica, ocasos o fracasos.
Con ello en mente, este ensayo tiene un objetivo doble. En un primer apartado se parte de diagnosticar una tendencia al uso selectivo y excluyente de la analítica marxista de la clase, ante la histórica y constatada heterogeneidad de los sectores subalternos en la región. Esto es, para algunos procesos de lucha y resistencia resultaría pertinente el uso del andamiaje teórico que el marxismo ha desarrollado para explicar la emergencia y constitución de sujetos políticos, mientras que para otros no lo es o lo es en menor escala o se utiliza en el nivel descriptivo. En este sentido, aquí se exploran algunos motivos y consecuencias del rechazo de la teoría marxista y su enfoque sobre la clase para explicar la constitución de sujetos políticos que no pueden ser reconocidos, prima facie, como sujetos “típicamente clasistas” -es decir, que no producen inmediatamente lenguajes, formas y prácticas organizativas-reivindicativas que puedan aceptarse, sin más, como “anticapitalistas”, “revolucionarios” o “comunistas”-. Para ello nos apoyamos, a modo de ejemplo, en resultados de investigaciones previas sobre la emergencia de experiencias de resistencias ambientales y en defensa del territorio en Argentina.
En un segundo apartado, y considerando que no se puede hacer ninguna crítica sin proponer alternativas posibles, se recuperan ciertas claves del enfoque marxista acerca de la clase como forma de pensar la constitución de sujetos políticos. No se trata solo de desempolvar y reivindicar un concepto -el de clase y, en consecuencia, el de conflicto de clase-, sino de encontrar, reinterpretar y exponer unas claves que puedan ser potentes para enfrentar un preocupante modo de gestión teórica, y política, con enormes efectos fragmentarios para leer el documentado hecho de la pluralidad de formas con que emergen y se sostienen, en nuestra región, las resistencias contemporáneas a la actual formación del capitalismo neoliberal.
¿Una teoría para cada sujeto en lucha? Motivos y consecuencias del uso selectivo del enfoque marxista de la clase
Aun cuando la tradición marxista nunca ha dejado de estar presente en el pensamiento latinoamericano, es posible rastrear la tendencia a prescindir de la noción de clase cuando se trata de encarar análisis de movilización de sujetos que no entran en las consagradas formas organizativas, expresivas y programáticas de los “trabajadores”, partidos o sindicatos. ¿Por qué la analítica de clase es rechazada como “anticuada” o, en el mejor de los casos, como “impertinente” para analizar las experiencias de lucha y conflicto que emergen por fuera o más allá del “reclamo salarial” o alrededor de la relación salarial entre sujetos? ¿Por qué se toma como evidente que la heterogeneidad de las experiencias de lucha latinoamericanas, “en permanente e irresoluble suspensión, simplemente no puede ser aprehendida a partir de las categorías marxistas” (Segato, 2013, p. 39)? Asumimos que el conjunto de explicaciones que sitúan y vuelven posible esta tendencia es variado y debería ser objeto de un estudio más profundo y de una exposición exclusiva. Aquí, intencionalmente se presentan dos líneas de indagación que emergen de nuestros estudios previos y actuales.
En primer lugar, la atracción que operaron los enfoques de la “acción colectiva” y de los “nuevos movimientos sociales” para los análisis de procesos empíricos de resistencia; y en simultáneo, la inercia a naturalizar la alternancia u oposición entre estas formas conceptuales y un enfoque “de clase ” , por el otro.4 En este sentido, a pesar de esfuerzos teórico-analíticos importantes, la luchas que en nuestra región se alzan alrededor de la denominada “cuestión ambiental o ecológica” o de las “cuestiones de género” constituyen experiencias sobre las cuales más comúnmente se ha aceptado una supuesta “diversidad” o, al menos, cierto “desplazamiento” respecto de un formato aparentemente canónico de los sujetos que protagonizan “luchas de clases”.5
En segundo lugar, situar la relativa ausencia de la clase exige considerar las resonancias que en los marcos teóricos y de interpretación política tiene un acontecimiento que configura la experiencia social contemporánea: la consolidación del neoliberalismo como renovada lógica política de gobierno en el mundo capitalista actual. Coincidimos con algunos autores (Fraser & Jaeggi, 2019; Lorey, 2016; De Lagasnerie, 2015; Brown, 2015; Laval & Dardot, 2013; Foucault, 2007) en que, a nivel global y desde la década de 1970, el capitalismo comenzó a organizarse a partir de una lógica neoliberal que, basada en la generalización del mercado y la competencia, reestructuró transversalmente el gobierno de las relaciones sociales. Así, se desplegó un nuevo repertorio de conceptos y formas de percepción en relación al mercado, al Estado, a la propiedad de uno mismo y de nuestro cuerpo y de los cuerpos otros, de los territorios, de las maneras de vivir y producir, y de las formas del conflicto y de la subjetividad política. Es de esperar que, en consecuencia, se reestructuren las formas de expresión, los tiempos, los enlaces y desenlaces de los conflictos sociales.
En este marco, las razones que explican el entierro de la noción de clase como pivote de la comprensión de las subjetividades políticas no refieren solamente la crisis política del mundo socialista post 1989 y la imagen de un mundo “unificado en el consenso” sobre el fin de cualquier proyecto anticapitalista. Estas razones también deben buscarse en las transformaciones operadas por el capitalismo neoliberal sobre las condiciones estructurantes de los conflictos entre clases, esto es, el régimen de acumulación vigente y sus particulares relaciones de producción y reproducción.6 Las diversas y enriquecedoras lecturas actuales ofrecen nuevas formas para distinguir reacomodamientos entre sectores y regímenes de extracción, acumulación y reproducción. Estas lecturas advierten la imbricación funcional, la distribución geográfica o los nuevos pesos y proporciones relativas que en un único sistema-mundo tienen la industria, las finanzas, la “economía del enriquecimiento”, las tecnologías de la información, entre otros. También los alcances de las viejas fronteras entre la explotación dentro del “tiempo del trabajo” -en sentido restrictivo- y el “tiempo de la vida”.7 En general, estas lecturas coinciden en señalar importantes efectos de fragmentación de la conflictividad social, sobre la base de la penetración de formas de subjetividad de responsabilización individual de los problemas sociales tales como la desigualdad, la violencia de género o interétnica, la pobreza, la enfermedad y la contaminación, entre otros. El neoliberalismo es una forma de producir sujetos y conflictos, por ende, es la posibilidad de que se estructuren y emerjan conflictos entre clases con mayor o menor radicalidad atravesada por la “economización neoliberal” de las subjetividades.
Sin desconocer que merece la pena explorar más profundamente los aspectos e implicancias de lo expuesto en los párrafos anteriores, en este texto se hace hincapié en una de las consecuencias de esta ausencia o prescindencia de la analítica de clase, al menos para cierto tipo de experiencias de lucha. A nuestro entender, las lecturas que la rechazan o le reservan un uso selectivo, operan un desplazamiento o una suspensión de la noción de conflicto de clases como categoría explicativa de la dinámica de producción/reproducción/transformación del orden social y de los sujetos en él. Ello repercute en la opción por un pensamiento dispuesto a abordar la relación entre la emergencia y desarrollo de un determinado proceso de lucha y de las formas subjetivas a él asociadas, y las condiciones de existencia y vida que ese proceso de lucha viene a denunciar, interrumpir o reorganizar.
Con este planteamiento no se pretende ni homogeneizar o negar la heterogeneidad histórica de las luchas y subjetividades políticas de los sectores subalternos en América Latina, ni desatender las especiales condiciones históricas de emergencia y desarrollo de unas luchas frente a otras. Queremos advertir los problemas que supone suspender selectivamente el supuesto del conflicto de clases para ciertas “zonas” o “campos” de movilización y contestación política -y dejarlo activo para otros-. En este camino, el uso selectivo del enfoque de clase según “los tipos de sujetos” en lucha conduce a callejones sin salida.
En primer lugar, trasluce una posición que admite que solo las “clases populares”, o “los pobres”, o “los trabajadores” son acreedores de un enfoque de estudio que los relacione con instrumentos que registren y analicen sus contradicciones al momento de producir y reproducir sus condiciones de vida. Este planteo, lógicamente, concluye que un enfoque de clase no debería usarse para analizar sujetos contestatarios que son “inconsistentes” desde el punto de vista posicional o discursivo, es decir, que no pueden ser asignados transparentemente a determinados estratos ocupacionales o sociales, o no producen discursos políticos que expresen un autorreconocimiento como “clase”. La confusión es obvia entre la acción política que se define por los propios sujetos como “clase” -en tanto modo de nombrar la propia subjetividad política, que podría reconocerse en una expresión del tipo “somos una clase en lucha” o “no somos una clase en lucha”- y la posibilidad de un análisis de la acción política, los movimientos, organizaciones y los sujetos, desde un enfoque sobre la clase y su (in)constitución.8
En segundo lugar, como consecuencia de este uso selectivo del enfoque de clase, advertimos el riesgo que transporta el reconocer e interpretar las “diferencias” de experiencias de lucha a partir de dicotomías que, más que instrumentos analíticos, se vuelven dispositivos que edifican divisiones ontológicas al interior de las prácticas de los sectores subalternos. Por ejemplo, cuando se lee desde una mirada clasificatoria y estática las modulaciones entre demandas o luchas “culturales o identitarias” y demandas “materiales o económicas” (Federici, 2019; Butler, 2000), o cuando se utiliza del mismo modo la distinción entre luchas que se despliegan en el ámbito de “la producción de mercancías” y luchas en el ámbito de la “reproducción de la fuerza de trabajo”. El uso ascético de esta última distinción corona a la “sociología del trabajo” y de la “fábrica” como espacio social y simbólico privilegiado de la constitución de sujetos clasistas.
Estas distinciones y categorías pueden ayudar a comprender las especificidades y los lenguajes de las luchas subalternas, y sus desplazamientos históricos y su fluidez. No obstante, pueden resultar verdaderas obstrucciones si colaboran a la instalación a priori de nuevas fronteras o miradas esencialistas y estigmatizadoras entre las distintas modulaciones de lucha y sus expresiones identitarias y organizativas. Ello eleva el sesgo relativista que desdibuja las posibles articulaciones entre las luchas, en parte a causa de la exaltación permanente de los particularismos que las definen, antes que los problemas y sentidos comunes que las atraviesan y organizan. Peor aún, si ello se traduce en divisiones ontológicas hacia el interior del campo subalterno. Señala Wood (1983), justamente, que ni siquiera Marx diseñó un vocabulario teórico tan riguroso para expresar una infinita variedad de formas empíricas históricamente específicas con las que el conflicto de clases se expresa en experiencias concretas y los lenguajes políticos de los sujetos que se le oponen.
En algunos de nuestros resultados de investigación previos para Argentina, se constata la ausencia o fragilidad de las descripciones de los vínculos entre las organizaciones ambientales en defensa de bienes comunes y los partidos políticos o sindicatos. Aquí, ha sido más bien concentrado el esfuerzo por mostrar el contenido “verde” de las luchas “obreras o campesinas”, mientras que poco sistemáticos son los ejercicios que realizan el camino inverso, esto es, analizar los contenidos “clasistas” en las resistencias ambientales. Aun en el caso de ofrecerlas desde lecturas conceptuales expresamente reivindicadoras de la perspectiva marxista, los vínculos entre luchas ambientales y “otras experiencias de lucha” -campesinos e indígenas organizados por el acceso o recuperación de sus tierras, organizaciones representantes de la lucha sindical, o sectores organizados de trabajadores informales o de desocupados- son presentados por diversos análisis desde la centralidad de un lábil concepto de “red”;9 dejando de lado la noción de “solidaridad” vinculada a la constitución de clase.10
En resumen, ante el enorme volumen de reflexiones respecto de las distancias y particularidades de las experiencias de resistencia activa en la región, será necesario ponderar cuánto de la manera en la que se han construido las herramientas teóricas y analíticas para decir sobre la inherente heterogeneidad de las luchas, ha sido edificada desde un prisma de la “diversidad” o la “diferencia” que no refleja, por sí misma, la escala de los problemas alrededor de los cuales surgen los conflictos. En otras palabras, si bien la condición de fragmentación de la conflictividad y su localización en específicos contextos es parte del modo en el que las luchas contemporáneas se estructuran y desarrollan en la fase neoliberal del capitalismo, los problemas que organizan las disputas son globales: “los condicionamientos clasistas están presentes y gravitan con fuerza no a pesar sino a través de estas diversidades” (Gómez, 2017, p. 98).
Claves para una recuperación no reduccionista de la clase como forma de subjetividad política
¿Cómo captar el elemento clasista en el desarrollo de la organización, la acción, los éxitos o derrotas, y la identidad de colectivos movilizados, sin que ello resulte un “capricho dogmático”? Como decíamos arriba, nuestro planteamiento parte de reconocer el peso de la producción teórica que denuncia y confirma que la característica fundamental de nuestro tiempo es una constitución global de la sustracción capitalista que, en su fase neoliberal, tiende a ocupar la totalidad del espacio social. Son las múltiples contradicciones sociales que esta expansión capitalista conlleva y reproduce lo que explica, a su vez, una forma inmanente de conflictividad que organiza modos de vida dividiendo y oponiendo a unos sectores sociales con otros, una conflictividad de clase.
Lo que caracteriza a este tipo de conflictividad es que el objeto de las disputas inscribe en la relación capital/trabajo que, en sociedades capitalistas, “prefigura” las formas en las que los sujetos acceden a sus condiciones de vida y configuran diversas relaciones sociales. Así, es la relación capital/trabajo la que, de manera antagónica, atraviesa, separa, y produce vidas, espacios, relaciones sociales y prácticas concretas e históricas, que son unidad y síntesis de múltiples determinaciones. Usamos la palabra “prefigurar”, siguiendo a Williams,11 a fin de resaltar dos cuestiones. Que la relación capital/trabajo si bien “determina” las relaciones entre los sujetos, no lo hace como una fuerza externa o preexistente que controla absolutamente sus respuestas, sino como una fuerza que fija los límites de las acciones posibles. Y que comprender la naturaleza de esta prefiguración supone considerar que la relación entre capital y trabajo no existe por sí misma, sino como forma pervertida o fetichizada en una multiplicidad de relaciones cuya condición previa -y continuamente reproducida- es el divorcio del trabajo de sus medios y condiciones. Esta separación se manifiesta cualitativamente de diversos modos y muchas veces en formas no directamente aprehensibles en la experiencia más inmediata y concreta de las condiciones de vida (Gunn, 2004). En otras palabras, las relaciones y condiciones en las que viven los sujetos, y sobre las que pelearán y lucharán, se presentan desde una complejidad oblicua, móvil y paradójica.
Ahora bien, esta centralidad de la relación capital/trabajo en la organización de las relaciones sociales exige, asimismo, rechazar cualquier comprensión restrictiva del mundo del trabajo. En su lugar se propone tratarlo en su sentido más amplio, como un proceso por el cual los hombres y mujeres se configuran o resisten a esa dinámica de producción explotadora de cuerpos, de recursos y de naturaleza. Visto así, pierden horizonte los calurosos debates que intentan dirimir si la relación capital/trabajo es la única que estructura el resto de las relaciones de dominación; o si, por el contrario, este papel lo ocupan otras relaciones y contradicciones -otrora despreciadas como “superestructurales” o “culturales”- como las de género, raza, y religiosas, entre otras.12 Intentando salir de tales dicotomías, aquí consideramos que, para un determinado momento histórico, todas estas fuerzas se presenten estructurando, produciendo o mediando las condiciones de existencia mediatas e inmediatas para los sujetos en relación a otros sujetos (Butler, 2000; Williams, 2012); en consecuencia, todas ellas son “estructurales” y no meramente “superestructurales”.
Entender así la multiplicidad de procesos contestatarios en el mundo capitalista neoliberal actual no puede llevarnos a rehabilitar un concepto reduccionista y estático de clase, sino que exige navegar otros principios y otra arquitectura. Desde una mirada que rescata la posibilidad y el horizonte de la acción política de los sujetos, nuestra propuesta elije reubicar la noción de clase dentro del proceso y del campo antagonista de la lucha. De la mano de las observaciones de diversos autores contemporáneos,13 y reconociendo la influencia tripartita de Marx, Gramsci y Thompson, lo anterior hace ver que son indispensables dos claves conceptuales e interpretativas: la clase como proceso en constitución y la clase como lucha antagónica.
Lo anterior supone ubicarse en la vereda del frente de las miradas que asumen que la clase es una condición dada ya por una posición prefijada de los hombres y mujeres en la estructura social, por la simple posesión/desposesión de medios de producción y vida. O incluso como una cualidad derivada de la presencia de algún tipo de atributo intrínseco o esencial a determinado conjunto de individuos. Estas posiciones dejan traslucir una visión reificada de la clase que “es definida y a la vez se define a sí misma como un grupo con cierto tipo de atributos estables ligados a una ‘colocación’ dentro del sistema (organización sindical, lucha por el salario, identidad con el Estado de bienestar, etcétera)” (Tischler, 2001, p. 178.), dando cuenta no de una “realidad objetiva” sino de una construcción ideológica subjetiva que opera, se reproduce y constriñe a los mismos sujetos que se nombran como “clase”.
Por el contrario, hablar de clase es referir un proceso de constitución de sujetos políticos que no es “cualquier proceso”. La clase remite a una forma de subjetividad política en la cual los sujetos se reconocen y actúan en el marco de un conjunto de enfrentamientos antagónicos que tienen con otros sujetos por establecer, reorganizar o alterar sus condiciones sociales de existencia. Esas condiciones son la sedimentación de relaciones sociales que regulan y organizan histórica y contradictoriamente dinámicas culturales, sociales, ideológicas, institucionales y políticas en las que esos sujetos viven y ocasionalmente luchan. Así, la constitución de clase es un devenir posible no necesario a partir del momento en que un colectivo social asume una disposición a la lucha originada en una experiencia común de específicas e históricas condiciones de vida.14
Ello es lo que habilita los antagonismos y contiendas de intereses y grupos. Es decir, las contradicciones inmanentes a las relaciones sociales capitalistas “disponen” o “crean las condiciones” a participar de una lucha política, por lo que son potencialmente “conflictivas”. Pero la lucha política y los sujetos que a partir de ella se constituyen no se activan “automáticamente”. La comprensión de la clase, en tanto sujeto político, es siempre un estado potencial cuya condensación como tal depende tanto de las tensiones estructurantes de las relaciones sociales, como del proceso de subjetividad política que se despliega y desarrolla a partir de aquellas contradicciones y conflictos. Entonces, como advierten Gramsci y Thompson, el estudio de la clase no debe abordarse desde una perspectiva de sujetos constituidos, sino más bien como un espacio heterogéneo y disgregado de sujetos en constitución, en reconstitución o desconstitución. De esto se trata de analizar la clase como “proceso” y no como “cosa”; analizar la clase desde su inherente variabilidad y cambio, y no desde su fijación en un lugar o posición.
Pero además de lo anterior, se debe decir que la configuración subjetiva como clase se realiza siempre al interior de una relación social y, por lo tanto, no se puede aprehender más que a través de una relación; en específico, en una relación de lucha con otros. La clase solo aparece, en tanto sujeto político activo, cuando sostiene una lucha común que atañe a condiciones de vida también comunes: “los diferentes individuos solo forman una clase en cuanto se ven obligados a sostener una lucha común contra otra clase” (Marx & Engels, 1974, p. 95). Así, los términos “clase” y “relación de clase” son intercambiables (Gunn, 2004). Dentro de una misma unidad conceptual, la clase no es un a priori de la lucha ni tampoco se alcanza definitivamente a través de ella; pero es en la lucha donde y cuando las clases se constituyen, reconstituyen y, por supuesto, también es en la lucha donde las clases se destruyen o desaparecen.15 En esta línea, Marín sugiere que no se trata de encontrar qué es lo primario: si las clases o su lucha, sino de entender que el proceso mismo de formación de una clase o, el proceso mismo de su desarrollo, “pre supone no sólo la génesis y la formación de clases sociales; sino que la génesis y el desarrollo mismo de las clases sociales, es la forma en que se expresa el enfrentamiento entre ellas” (Marín, 2000, p. 3).
Por lo tanto, la clase no puede considerarse como el despliegue lineal de una identidad preexistente; tampoco es un estado o una cualidad o atributo ya dados de ciertos sujetos y no de otros. Asimismo, se descartan los intentos de identificar determinadas características que se correspondan con etapas de “evolución” o “progreso” lineal, desde una fórmula universal y única, aplicable a cualquier lucha social, en cualquier tiempo y lugar. Más aún, es trunca la empresa analítica que pretenda buscar algún punto temporal a partir del cual pueda decirse “aquí hay una clase”, para asumir con total seguridad su existencia posterior, o incluso, su inexistencia anterior. La constitución de los sujetos como clase no se produce de una vez y para siempre y a “una hora determinada” (Thompson, 1989; p. XIV), ni tiene exactamente los mismo “enemigos” contra quienes se cuestionan y disputan siempre las mismas condiciones de vida.
Al contrario, la constitución como clase se produce muchas veces, se pierde y se encuentra de nuevo; tiene que ser afirmada y desarrollada continua y prácticamente en el desarrollo de su acción política. Ello le da a la clase una inherente condición heterogénea y cambiante en su propia emergencia y desarrollo, y en el alcance o éxito de su lucha. Como dice Marx, los sujetos en su acción política:
se interrumpen continuamente en su propia marcha, vuelven sobre lo que parecía terminado para comenzarlo de nuevo, se burlan concienzuda y cruelmente de las indecisiones, de los lados flojos y de la mezquindad de sus primeros intentos, parece que sólo derriban a su adversario para que éste saque de la tierra nuevas fuerzas y vuelva a levantarse más gigantesco frente a ellas, retroceden constantemente aterradas ante la vaga enormidad de sus propios fines, hasta que se crea una situación que no permite volverse atrás y las circunstancias mismas gritan: Hic Rhodus, hic salta! ¡Aquí está la rosa, baila aquí! (Marx, 2003, p. 3).
Ante esto, y cuando no surgen exactamente de la misma forma, cuando “no hay ley” (Thompson, 1989, p. XIV) para su emergencia y trayectoria, se vuelve imprescindible el análisis empírico sobre el presente de la acción política concreta de los sujetos, y de las relaciones de lucha en las que entran. Con su énfasis en el proceso de formación de la subjetividad clasista, lo anterior permite mirar formas contemporáneas de la constitución de clase que a simple vista parecerían “imperfectas”, “impuras” o “parciales”. Por eso, el mayor potencial de esta analítica es la superación de esquemas dualistas sobre las formas de subjetividad política dentro de capitalismo neoliberal: conciencia/falsa conciencia, racionalidad/irracionalidad, clase en sí/clase para sí, etcétera.
Reflexiones finales
¡El que aún este vivo, que no diga: «nunca»!
Lo seguro no es seguro.
Nada quedará como está.
Cuando hayan hablado los que dominan,
hablarán los dominados.
¿Quién se atreve a decir «nunca»?
BERTOLT BRECHT, Loa de la dialéctica, 1932
En América Latina, los sectores subalternos históricamente expresaron formas novedosas de resistencia y lucha: indígenas, campesinos, trabajadores informales, clase obrera urbana, entre otros. Declarada la “superación de la política de clases”, le tocaría al “populismo” dar expresión política (con más o menos críticas) a esta abigarrada realidad de los sectores contestarios o disidentes, a través de la noción unificadora de “pueblo”. Cuando este no fue el caso, las políticas de y por la “diversidad” nos ofrecieron un estallido de “identidades” y su fluidez. Frente a ambas salidas atinamos a desconfiar de un despliegue casi teatral de la disidencia que, o es fragmentado y gestionado como un gran “mercado de identidades”, o niega cualquier potencial vocación hegemónica que no sea la inacabable sustitución de proyectos políticos que pueden ser discursiva y contingentemente universalizables.
Frente a este laberinto, aquí hemos sostenido que una analítica de clase se vuelve urgente para pensar y buscar no la homogeneización de los sectores subalternos, ni un nuevo sustrato subjetivo de universalización que ocupe el lugar del “pueblo”, la “nación” o la “ciudadanía”. Al contrario, sostuvimos que solo la heterogeneidad de los sectores subalternos -sus formas de nombrarse a sí mismos, de identificar enemigos, de luchar contra ellos, y de elaborar alternativas de cambio y transformación- confirma la oblicuidad con la que la conflictividad de clases se manifiesta ordenadora de las actuales relaciones sociales de explotación capitalista y dominación neoliberal. Si los focos de resistencia en nuestra región recuperan cuestiones -la paz, el ambiente, el género, la sexualidad, los derechos humanos, etcétera- que no son o no fueron inquietudes incorporadas por las organizaciones de clase clásicas o tradicionales, o que no se enuncian desde leguajes políticos “esperables” o “asimilables” a reivindicaciones salariales, ello no implica que en los problemas que enfrentan o los conflictos que protagonicen no operen o se anulen las relaciones de acumulación capitalistas que ordenan nuestras sociedades -estructuradas mucho más allá de relaciones estrictamente salariales. Esa condición refractaria o condicionada en la que aparecen o se expresan estas cuestiones o problemas en las formas de organización política es una consecuencia misma de la dinámica del orden social y político capitalista.
Con un escenario así planteado, la clave clasista resuena en mayor o menor medida en todos los procesos de estructuración de antagonismos alrededor de las condiciones de vida social. ¿Quién puede decir que no? ¿Quién puede decir “nunca”? Sería un error buscar la clase solo en los grupos que se autodenominan “clases” o realizan invocaciones clasistas. Sería un error también considerar una política de transformación que se disponga a una resolución de este “problema” en la unidad homogeneizante de los sectores subalterno. Lo anterior sugiere una unidad forjada bajo una “lógica de la estrategia” (Foucault, 2007, p. 62), que es la lógica de la conexión entre lo heterogéneo, pero sin ninguna promesa de unidad forjada con base en exclusiones que reinstituyan la subordinación entre fenómenos de rebelión como su condición misma de posibilidad. Parafraseando a Butler (2000), el horizonte se prefigura más prometedor como una práctica contestataria que precisa que las distintas resistencias articulen sus objetivos bajo la presión ejercida por los otros, sin que esto signifique exactamente transformarse en los otros.