no tenemos derecho a olvidar que la esclavitud asalariada es el destino del pueblo, incluso en la república burguesa más democrática.
Lenin, El Estado y la Revolución
Introducción *
El número de trabajadores esclavos en el Brasil de hoy es estimado por el Global Slavery Index en alrededor de 155 300 -lo que representaría el 0.43% del total de los cerca de 35.8 millones en todo el mundo.1 No obstante, el Ministerio de Trabajo (MPT) del gobierno brasileño estima en alrededor de 20 000 el número de trabajadores en condiciones similares a la esclavitud,2 mientras que la Organización Internacional del Trabajo (OIT) estima el total mundial en 12.3 millones.3 Las cifras, vemos, son bastante dispares. Esto se debe tanto a las diferentes metodologías de investigación adoptadas, como a la definición misma del trabajo esclavo utilizadas por esas instituciones. Y, sin embargo, a pesar de los números mucho más bajos, la Organización Internacional del Trabajo reconoce a Brasil como una referencia en la lucha contra la esclavitud contemporánea por haber adoptado una definición amplia de lo que constituye la esclavitud.4 La definición de trabajo forzoso de la OIT contiene dos elementos básicos: trabajo o servicio impuesto bajo amenaza de castigo y aquel que se ejecuta en contra de la propia voluntad.5 De acuerdo con la ley vigente en Brasil, son elementos que caracterizan el trabajo esclavo: someter a trabajos forzados o jornadas agotadoras, sujetar a condiciones de trabajo degradantes o restringir de alguna manera la movilidad de los trabajadores por causa de deuda.6 Esta definición, sin embargo, está siendo cuestionada por el Congreso Nacional desde diciembre de 2014. El relator de la reforma del Código Penal de la Comisión de Constitución, Justicia y Ciudadanía del Senado, Vital do Rego (PMDB-PB), aceptó las enmiendas que modifican el concepto de trabajo esclavo, lo que reduce la posibilidad de punición para los que utilizan esta forma de explotación laboral. La propuesta de regulación para esta nueva legislación, aprobada por una comisión mixta especial, fue elaborada por el senador Romero Jucá (PMDB-RR) y prevé la exclusión de las “condiciones de trabajo degradantes” y de las “jornadas agotadoras” como elementos característicos del trabajo esclavo.7 Ya sea en la definición en vigor o en la modificada resalta un elemento significativo de continuidad con respecto a la época en que la esclavitud fue considerada legal, es decir, durante los casi cuatro siglos que abarcan los periodos colonial e imperial de la historia de Brasil hasta 1888 -cuando la esclavitud fue al fin abolida en vísperas de la proclamación de la República-, ese elemento es la esclavitud por deudas.8 Desde entonces se superó la esclavitud de los indios y negros derivada de la guerra justa, así como la resultante de la conmutación de la pena de muerte. Pero, aunque se la considera ilegal, persiste todavía la esclavitud por deuda. Más aún, tanto en la época moderna como en la contemporánea, señores, empleadores o sus representantes tergiversan la duración de los contratos laborales, que se extienden indefinidamente a través de diversos subterfugios.
La esclavitud por deudas en los tiempos modernos
En los tiempos modernos, la justificación de la servidumbre por deudas fue interpretada como derivada de la “extrema necesidad”, ya sea por hambre, enfermedad o debido a la ruptura de los lazos comunales, después de la conquista europea, que impedía la supervivencia del individuo y/o de su familia. Ella suponía, por tanto, la alienación de la libertad, mientras que la compra de la libertad de una persona estaba justificada por motivos de caridad: salvar la vida del necesitado, considerada ésta muy superior a su libertad. Asimismo, ella suponía el valor justo del contrato: la servidumbre por deudas debería adoptar la forma de un contrato de duración determinada.
Las discusiones sobre las circunstancias en que una persona podía vender su libertad, o la de su hijo menor de edad, movilizaron a teólogos y juristas desde los primeros años de la colonización de Brasil y de América, debido a los numerosos casos de indígenas que se entregaban en esclavitud a los pobladores. En Brasil, se hizo con base en el Corpus Juris Civilis, § 2º, “de patribus qui filios distraxerunt”;9 el jesuita Quirício Caxa dijo que bastaba haber “gran necesidad”.10 A él se opuso otro jesuita, Manuel da Nóbrega, para quien el indio no actuaba con libertad bajo la presión de las circunstancias o bajo el terror engendrado por los colonos. Para que la venta de la propia persona fuera válida, la necesidad debía ser “extrema”. Además, no podía ser el resultado de condiciones creadas o causadas por los propios colonos.11 Esta discusión, motivada por las circunstancias históricas más acuciantes de la colonización, se reflejó luego en Europa, sobre todo en las universidades ibéricas.12 En Salamanca, el teólogo dominico Domingo de Soto (1494-1560) afirmó que el modo de servidumbre por deudas implicaba algunos matices importantes en el grado de vinculación al señor, una vez que los bienes del esclavo no eran suyos por derecho, sino tan sólo el producto de su trabajo. La venta de sí mismo en una circunstancia de extrema necesidad generaba una forma de contrato temporario que suponía la manutención de la personalidad jurídica de las partes contratantes. El uso de una denominación separada -famulus- buscaba precisamente marcar una diferencia en relación con el servus o mancipium, es decir, con el esclavo desprovisto de personalidad jurídica plena y, por lo tanto, del poder de contratar.13 En Évora, el teólogo jesuita Luis de Molina (1535-1600) dijo que los famuli “alquilan sus servicios a cambio de un salario, y ese salario no da al contratante el derecho de propiedad, sino tan sólo un derecho a la prestación del trabajo que es objeto del contrato”.14 Para Molina, la persona que se vendía como esclava debería contar con más de veinte años de edad, tener pleno conocimiento de los términos de la transacción y participar en al menos una parte del precio de la alienación. Las definiciones jurídicas de estos teólogos fueron la base, a continuación, de una política indigenista que continuó con aquellos debates en América y que buscó encuadrar de manera legal las situaciones que las mismas habían generado.
Esclavitud por deudas y trabajo asalariado: ¿ruptura o transformación?
A partir de estas definiciones modernas, podemos identificar otro elemento de continuidad, más sutil, problemático e incluso inquietante, esta vez entre la esclavitud por deuda moderna y el trabajo asalariado actual.
Según la ley vigente en Brasil desde 2003, la “condición análoga a la esclavitud” existe cuando una persona ve restringida “su locomoción por causa de deuda contraída con el empleador o agente”. Ahora bien, si tenemos en cuenta que un trabajador libre y asalariado alquila sus servicios o fuerza de trabajo como un recurso debido a la falta de medios para satisfacer sus necesidades personales y familiares, la diferencia entre el trabajo libre asalariado y la esclavitud se reduce en esencia, según los términos de la ley, a la libertad de movimiento, ya que el contrato que establece el intercambio de trabajo por salario constituye, ello también, en sí mismo, una deuda. Por tanto, la referida ley contiene una gradación que no es explícita, ni ordenada, ni concluyente: desde el trabajo forzoso, hasta las condiciones degradantes, a la jornada agotadora y a la restricción de movimiento. Todas estas formas constituyen las “condiciones análogas a la esclavitud”. Sin ellas, se entiende que el trabajador es libre. Sin embargo, en este último caso, seguiría siendo una deuda lo que vincula a las partes: el trabajador al empleador si hay adelanto de sueldo; el empleador al trabajador si éste trabajó antes. El trabajador libre es aquel que proporciona el trabajo antes de recibir su salario, lo que requiere que su empleador cumpla con la deuda del contrato, o bien aquel que ha recibido su salario antes de proporcionar el trabajo previsto en el contrato, pero no tiene impedida su movilidad, aunque esté obligado a cumplir con la deuda contraída. En resumen: desde el punto de vista de la deuda que subyace a un contrato y que vincula a las partes, la caracterización de la esclavitud por deuda en los tiempos modernos sólo se deshace, en la época contemporánea -cuando hay libertad de movimiento- a partir de que la deuda sea cumplida. La diferencia sustancial entre los amerindios de la época colonial y el trabajador contemporáneo residiría, así, en la libertad de movimiento, y no en las necesidades, grandes o extremas, que los forzaban y fuerzan a contratar el intercambio de trabajo por salario. Otros derechos sociales, como sabemos, no son universales.
Desde este punto de vista, es en particular interesante volver a los debates llevados a cabo en la América portuguesa, cuando se discutían no nada más la libertad, sino también las necesidades vinculadas con la misma, susceptibles de restringirla, es decir, las condiciones históricas en las cuales el sujeto podía ser considerado libre y cultivar su libertad, o no.
Dimensiones sociohistóricas de los conceptos jurídicos relacionados con la libertad y la esclavitud en la América portuguesa
En la América de la colonización ibérica, una línea separaba a quien era incorporado a la sociedad como libre y quien era excluido de ella, desde un punto de vista jurídico y político, como esclavo. En la América portuguesa, cuya política indigenista era en comparación más permisiva, la traza de esa línea era en especial visible, porque haciendo ambigua la condición del indígena, era necesario, en contrapartida, el discernimiento y el juicio de las condiciones en las que los indios eran reducidos a esclavitud.
Como ya se mencionó, se tipificó la diversidad de situaciones concretas y éstas se redujeron a tres: la guerra justa, la conmutación de la pena de muerte y la extrema necesidad.15 Todos estos títulos fueron recuperados directamente del código civil romano. Aplicados a la realidad colonial, bastaba, en principio, distinguir las circunstancias en las cuales podrían ser reclamados y utilizados de modo legítimo para reducir a los amerindios a la esclavitud. Aquí empezaban los problemas, sin embargo. Porque si toda la producción colonial dependía en lo fundamental de la mano de obra esclava, es claro que los intereses de aquellos que se aprovecharon de los beneficios de su trabajo interfirieron con la caracterización de las condiciones de legitimidad de su reducción a la esclavitud. En este sentido, la actuación de los misioneros de la Compañía de Jesús se convirtió en extraordinaria en la América portuguesa: al descalificar tanto a los administradores reales, por corruptos, como a los colonizadores, por codiciosos, los jesuitas reclamaron y asumieron funciones que extrapolaban su misión espiritual: desde mediados del siglo XVI, ellos interfirieron sin intermediarios en la determinación de las leyes indigenistas; además, reclamaron y asumieron también la gestión de los aldeamientos16 reales, donde se conglomeraba a indios de diferentes tribus y grupos étnicos en el proceso de incorporación a la sociedad colonial.
En ambos casos, los jesuitas fueron apoyados por la Corona portuguesa, que parecía compartir sus análisis sobre los otros agentes coloniales y pretendía garantizar así tanto la continuidad de la explotación colonial, más allá de los intereses inmediatos de los agentes directos de la colonización, como mostrar a la Europa su preocupación por la salvación de los amerindios. En definitiva, los indios reducidos en los aldeamientos sirvieron como reserva laboral tanto para los particulares como para las obras de interés público. También fungieron como ejército de defensa militar de las conquistas territoriales portuguesas, contra enemigos europeos o nativos.
Ahora bien, al influir en la política indigenista y controlar los aldeamientos reales, está claro que los jesuitas concitaron la hostilidad de los otros agentes coloniales. Y esta hostilidad se volvió aún más fuerte en la medida en que los religiosos comenzaron a utilizar a los indios asentados en sus propias haciendas, alegando la insuficiencia de las limosnas reales y de rentas de sus colegios.17 No puedo describir aquí la larga y continua historia de lucha entre los misioneros jesuitas, los colonos, los corregidores y los indios mismos. Tampoco hay necesidad de hacerlo, porque a menudo ella se expresó en términos conceptuales, lo que conviene al propósito de este breve artículo.
Dicho esto, cabe señalar que, a diferencia de Portugal, de España e incluso de la América española, no hubo en la América portuguesa una producción teórica consistente que reflexionase sobre los conceptos que subyacían a las nociones correlativas de libertad y necesidad, aplicadas a la caracterización de las situaciones de reducción de los indígenas a la esclavitud. En la América portuguesa, la discusión sobre estas nociones se encuentra tan sólo en la documentación circunstancial producida después de la promulgación de alguna ley que interfería con el equilibrio tenso y precario alcanzado entre los intereses de los misioneros, de los moradores, de la Corona y de los indígenas -como, por ejemplo, en los años 1610, 1612, 1640, 1661 y 1682-. Pero, justo por eso, ésta se muestra en especial interesante y elocuente, porque no fue nunca una discusión fría, escondida en una sección de algún tratado teológico o jurídico, sino un debate vivo, motivado, que relacionaba directa y estrechamente el concepto y su aplicación a la realidad.
En estas ocasiones, a menudo los opositores evocaban la noción aristotélica de bien común.18 A pesar de estar en el centro de los debates, la noción es, sin embargo, polisémica en alto grado. Y nada más por eso es muy interesante analizarla. Definir el bien común requería, pues, de los implicados, su especificación circunstanciada. De modo accesorio a la noción de bien común, se evocaba asimismo otra noción aristotélica, que la especificaba: la justicia distributiva, esto es: la proporción que repartía las cargas sociales según el lugar que ocupaban los individuos en la jerarquía social.19 Esta noción ha adquirido una coloración especial en las sociedades coloniales, donde, bajo el campesino más miserable, aún se encontraban el indio libre y el esclavo, negro o indígena. Es cierto que muchos agentes de la colonización ibérica todavía evocaban otro concepto aristotélico para justificar la esclavitud de los indios, la servidumbre natural.20 Pero en la medida en que tal concepto fue rechazado tanto por el derecho indígena real como por la Iglesia, el debate sobre la libertad de los indios y las formas legítimas de apropiación de los beneficios de su trabajo, se desarrolló en especial alrededor de la noción de servidumbre civil. En este sentido, dos propuestas acabaron cristalizando, en torno a los conceptos derivados, una vez más, del derecho civil romano: una que justificó el dominio sobre los amerindios y otra que concedía tan sólo la tutela de los indios libres,21 excepto en los casos de títulos reconocidos como legítimos para reducirlos a la esclavitud. El ejercicio de la tutela se afirmó desde Francisco de Vitoria, en Salamanca, en los años en 1538-1539, hasta los misioneros que trabajaron en la América portuguesa, durante todo el periodo colonial a partir de un antiguo alumno de Vitoria -que también fue el primer superior y provincial de los misioneros en Brasil-, el padre Manuel da Nóbrega. Para Vitoria, los únicos agentes moralmente calificados para ejercer dicha tutela eran los religiosos;22 en la América portuguesa, según Nóbrega, desde mediados del siglo XVI, y aún para Antônio Vieira, a finales del siglo XVII, sólo los jesuitas.23 Para estos autores -mencioné aquí Vitoria, Nóbrega y Vieira, pero otros religiosos podrían ser citados-, el fundamento que daba legitimidad al ejercicio de la tutela exclusiva sobre los indios era el poder indirecto (potestas indirecta), que es el poder e incluso el deber que tenía la Iglesia para intervenir en los asuntos temporales, cuando estaba en riesgo la salvación de las almas. La interpretación circunstanciada de los misioneros jesuitas, en la América portuguesa, fue que la salvación tanto de los colonos como de los indios estaba en riesgo, por los pecados derivados del explotación abusiva de la esclavitud ilegítima y de la desobediencia a las obligaciones recíprocas de señores y esclavos.24 En este sentido, ellos justificaron su interferencia en la política indigenista y el control temporal de los aldeamientos reales, aunque de esa manera actuasen contra las Constituciones de su Orden y contra la voluntad de sus superiores, en Roma. En pocas palabras, podemos decir que fue en torno a estos cuatro conceptos principales como se desarrolló el debate sobre las circunstancias legítimas para reducir a los amerindios a la esclavitud y sobre las formas legítimas de apropiación de los beneficios de su trabajo: el bien común y la justicia distributiva, y asociado con ellos y de ellos derivados, el dominio y la tutela.
Paso a mencionar, a continuación, tres ejemplos (de hecho, evidencias separadas de sus respectivas series históricas, debido al espacio limitado de este texto) de cómo se articularon, de manera circunstancial, a partir del argumento de la necesidad.
Primer ejemplo: la primera ley indigenista portuguesa, fechada en 1570, prohibió la práctica del rescate de indios condenados al sacrificio ritual antropofágico25 (entendido como una variación del título de conmutación de la pena de muerte). Después de la fuerte reacción de los colonos, que requerían mano de obra abundante para satisfacer la expansión de la economía del azúcar, el rey de Portugal revocó su decisión a través de una carta real que restauró el “rescate de los indios de cuerda”: “no se impida de todo dicho rescate, debido a la necesidad que las haciendas tienen de ellos [...]”.26
Segundo ejemplo: en 1612, durante el periodo llamado la “Unión de las coronas ibéricas”, encontramos en las actas de la cámara de São Paulo los ecos de la reacción de los moradores a la tentativa de promulgación de una ley que, como en la América española, no admitía ninguno de los títulos por tradición reconocidos como legítimos para reducir a los indios a la esclavitud. Los moradores hicieron registrar en las actas “que eran hombres pobres” que necesitaban del trabajo de los “indios, así para hacer sus provisiones para comer como para ir a las minas de oro, para su remedio, y pagar los quintos a Su Majestad”. El problema, siempre según los moradores, era que los indios de las aldeas reales “no reconocían sino a los padres [de la Compañía de Jesús] por sus superiores. Y los dichos padres diciendo de forma pública que las dichas Aldeas eran suyas, porque eran Señores en lo temporal y en lo espiritual, y que sólo el Papa era su Cabeza”.27
Tercer ejemplo: en 1661, los jesuitas llegaron a ser expulsados por los vecinos de Maranhão, con el argumento de que habrían sido los instigadores de una ley similar a la anterior. Su justificación se refería a las “grandes necesidades que sufren estos pueblos, causadas por la limitación en el que viven, de unos años a esta parte, por la mucha falta que tienen de esclavos que les sirvan, siendo imposible vivir sin ellos”. Los vecinos se referían también al enriquecimiento ilícito de la Compañía de Jesús, a través del control que tenía sobre los aldeamientos reales.28 En el debate que precedió a la expulsión, Antônio Vieira tuvo un altercado con los concejales de la cámara de Belém en los siguientes términos: “vuestras mercedes atribuyen las necesidades, que sufren, en exclusiva a la falta de esclavos; y, de acuerdo con la noticia y experiencias que tengo de esta tierra, creo que son también otras las causas”. Entre ellas, Vieira destacó una: “[...] muy notable: la vanidad, que ha crecido en los últimos tiempos, no midiendo el gasto, como antes, con las posesiones, sino con el apetito. [...] Así que las necesidades que indican tienen también otras causas, que Vuestras Mercedes pueden y deben remediar, como aquellos a quien pertenece el buen gobierno de la República [...]”.29
La vanidad se define, en el diccionario de Raphael Bluteau (1712), como “deseo inmoderado de gloria, de alabanza, de honra”.30 En el pasaje citado de Vieira, el término adquiere un sentido muy preciso porque, contextualizado, remite a la estratificación social existente en la Colonia. Como se ha señalado, la sociedad colonial tenía características distintas y peculiares con respecto a la metropolitana: además de caracterizarse como una sociedad esclavista, los indios constituían una nueva capa debajo de la gente pobre, ya fuera blanca o mestiza. Vieira apuntó que muchos de estos hombres (blancos y mestizos) se valían de su pobreza para querer ser más de lo que, en su opinión, podrían aspirar a ser, a través de un capital -material y simbólico- de indios a ellos sometidos, sin importarles si era en una condición libre o esclava; y si eran esclavos, no les preocupaba si, legítima o ilegítimamente, los habían reducido a esa condición. Esta causa, que Vieira calificó como “muy notable”, se encontraba en el centro de los debates sobre el “bien común” y en particular sobre la “justicia distributiva”, que se definían en función de las relaciones sociales existentes en la Colonia.31
En resumen: en los tres ejemplos se ve cómo los colonos argumentaron que el bien común dependía de la justicia distributiva que requería de los indios una función específica en la división social del trabajo, la restitución utilizada para reivindicar el dominio que pretendían ejercer sobre ellos. Los misioneros respondieron dentro de los mismos parámetros conceptuales, afirmando, sin embargo, que la proporción en la repartición de las cargas y funciones no era respetada, y exigieron la tutela de los indios aldeados así como de las instituciones jurídicas de la sociedad colonial.
Sin embargo, la tutela que los jesuitas ejercieron sobre los indios en las aldeas y reducciones también implicaba la obligación de trabajar. La justificación teológica que dieron para el trabajo obligatorio de indios libres fue que la conversión de aquellos “bárbaros” requería nociones elementales de civilización, las cuales, a su vez, sólo podían ser asimiladas por medio de la disciplina derivada del trabajo constante.32 En la evaluación de los vecinos de São Paulo, en 1612, y de Maranhão, en 1661, la tutela temporal de los misioneros sobre los indios impedía la realización de la justicia distributiva, privándoles de la mano de obra y, por lo tanto, desordenaba la jerarquía social y contradecía el bien común al que debía aspirar la comunidad política.33 En cuanto a la corona portuguesa, geográficamente distante y por lo tanto rehén de las evaluaciones de las partes interesadas, ella optó por relegar la resolución de los conflictos a los agentes directos de la colonización, apoyando los consensos locales a través de leyes.
Pero, ¿y los indios? ¿Cómo se colocaban delante de estas disputas? Aparte de los que fueron reducidos sin más a la esclavitud, con el argumento de la guerra justa o del rescate del sacrificio antropofágico, hubo otros que, desamparados ante los efectos de la conquista y de la colonización, se encontraron en necesidad de venderse como esclavos a los colonos, a pesar de que sabían que, en la práctica, esta esclavitud no sería temporal; otros más, antes de que llegasen a tanto, optaron por incorporarse a las aldeas y a las reducciones jesuíticas. Cabe señalar, sin embargo, que la opción de venderse a un individuo particular, en lugar de integrarse en una reducción bajo el control de los jesuitas, podría significar la opción preferente por el mantenimiento de algunas de sus viejas costumbres, toleradas por los colonos, pero no por los misioneros. Por último, estaban los indios que, por tener una comprensión diferente de lo que era su necesidad, procuraron preservar su libertad original, sin someterse ni al régimen de las reducciones, ni a la esclavitud de los colonos. Para continuar en el área tupi-guaraní, aunque carente de fuentes -pues la voz de los indios fue traducida y colocada por escrito, en especial, por los misioneros jesuitas- propongo dos últimos ejemplos, relativos a este grupo.
En 1630, algunos caciques guaraníes hicieron constar que era “en contra de [su] voluntad”, y sin siquiera recibir los salarios debidos, que los indios trabajaban en los yerbales de Maracayú, “adonde se han consumido y acabado, moriendo por esos montes sin confesar ni comulgar, como si fueran infieles o animales sin razón, quedando llenos aquellos yerbales de los huesos de nuestros hijos y vasallos”.34
Pero la revuelta de los indios no era en exclusiva contra los colonos. Apenas un año antes, el padre Juan Bautista Ferrufino citó el discurso del indio Potiravá,35 en una información jurídica sobre la muerte de tres jesuitas de la misión de Yjuí. Según Ferrufino, el “indio apóstata” Potiravá había incitado al cacique Ñezú a matar a los sacerdotes no sólo para preservar “nuestro ser antiguo” (esto es, la poligamia, las canciones, el culto a los huesos de los antepasados, etc.), sino también para obtener la restitución de la antigua libertad de los indios y la soberanía de sus naciones. Si bien hay una condenación del “ser antiguo” de los indios, mediante la cualificación que Ferrufino hace de Potiravá como “indio apóstata”, es interesante de observar cómo su discurso, al ser restituido por el sacerdote jesuita, encuentra las formulaciones más radicales de la teoría escolástica del derecho natural; por ejemplo, aquellas de los dominicos Melchor Cano, Juan de la Peña y Bartolomé de Las Casas, pero también del jesuita Francisco Suárez que, en su tiempo, proclamaron los derechos de guerra justa de los paganos contra los cristianos.
Hilo histórico de las transformaciones del mundo del trabajo
La esclavitud persiste, por desgracia, en el Brasil de hoy. Sea cual sea el número estimado, ella es vista por los organismos oficiales como residual. Por otra parte, se está produciendo, en el país y en el mundo, una transformación del ámbito del trabajo que se traduce en pérdidas significativas de derechos por medio de la intensificación de las niveles de explotación y del ritmo de trabajo, de la precarización,36 del subempleo y del desempleo estructural, con una correspondiente deshumanización, inherente a este sistema.37 Las formas contemporáneas del trabajo asalariado se asemejan de manera inquietante a lo que los modernos nombraban como una de las formas de esclavitud, aquella de los famuli, y en particular a las razones que la generaban. Está claro que el contexto no es el mismo, ni tampoco el concepto puede ser simplemente traspuesto. Pero a partir de algunas similitudes, cabe reflexionar sobre la existencia de un hilo histórico de los cambios que ha sufrido el mundo del trabajo, desde la era moderna, así como los conceptos subyacentes de libertad y necesidad. En la larga transformación de las formas de trabajo, bajo la égida del mercantilismo y de la esclavitud, los jesuitas parecían estar cada vez más solos cuando explicaban la libertad y la necesidad bajo la égida de la religión.38 De hecho, aun entre ellos las disensiones empezaron a manifestarse: entre finales del siglo XVII y el comienzo del XVIII, misioneros jesuitas en actividad en el Brasil, contemporáneos de Antônio Vieira, como Luigi Vincenzo Mamiani y Giovanni Antonio Andreoni,39 expresaron en sus escritos una autononomización creciente de la economía con respecto a la religión. Su reflexión acompañaba transformaciones de las prácticas sociales observables, por ejemplo, en los ingenios azucareros, donde la jerarquía de funciones estaba vinculada no sólo a la posición social del individuo, sino también y sobre todo a la división del trabajo. El hilo histórico de los cambios que ha experimentado el trabajo moderno, ininterrumpido desde entonces, evidencia algunas continuidades en la condición de los desposeídos que han sido y se ven obligados a vender su fuerza de trabajo en el mercado. Su origen se remonta a las características sistémicas comunes de la colonización moderna y contemporánea, manifestadas en la apropiación de las tierras comunales (operación legitimada por un código civil otorgado) asociada a la sustitución progresiva de las fuerzas colectivas por un polvo de individuos -esto es, unos cuantos individuos- convertidos en mano de obra40 -procesos observables antes en los centros de producción coloniales que en sus zonas fronterizas-. En este proceso, el “ser antiguo”41 de los indios se fue trasformando a profundidad (aún hoy somos testigos de eso) como parte del proceso de conversión capitalista del mundo contemporáneo. Otra evidencia de la existencia de este hilo histórico es, quizá, el hecho de que muchos teólogos continuaron predicando las mismas enseñanzas sobre la esclavitud todavía en la mitad del siglo XX. Cito a uno de ellos, el jesuita Antonio María Arregui:
De la vida humana no pueden disponer ni la sociedad misma ni sus autoridades, a no ser en virtud de la jurisdicción suprema tratándose de castigar a los culpables, o en caso de guerra indirectamente. La esclavitud, o sea, la servidumbre perpetua a cambio de alimentación y vestido de por vida, no repugna de por sí al derecho natural; sin embargo, como no es conforme con la dignidad cristiana, y abre camino a los abusos, con razón la impugnó la Iglesia, y tras ella [sic] últimamente las leyes civiles.42
Repitiendo los mismos argumentos de Domingo de Soto sobre la distinción entre el dominio directo y el dominio útil, e incluso del código civil romano,43 no pocos manuales de teología moral, con tiradas de cientos de miles de ejemplares, afirman, como Arregui, que la esclavitud no está en contra del derecho natural, aunque el derecho civil y canónico la tienen prohibida. Sin embargo, la religión, entendida no sólo como una ideología, sino como “una parte de la armadura interna de las relaciones de producción”,44 ha dado paso a la economía. De hecho, en el proceso de formación de la sociedad capitalista, “la economía parece ser funcional e institucionalmente distinta de su religión, del parentesco, de la política, es decir, de las relaciones sociales que nosotros designamos con estos nombres”.45 John Locke buscó incluso asignar una función social a la caridad:
Así como la justicia concede a cada hombre el derecho al producto de su esfuerzo honesto, y las legítimas adquisiciones de sus antepasados se transmiten a él, la caridad concede a cada hombre el derecho a aquella porción del exceso de otro, que pueda sacarlo de la extrema necesidad cuando no tenga otros medios para sobrevivir; y tan injusto es que alguien haga uso de la necesidad de alguien para obligarlo a convertirse en su vasallo impidiendo aquel alivio a las necesidades de su hermano que Dios requiere que provea -[tal como es injusto que] un hombre más fuerte dominar a uno más débil, obligarlo a obedecerle y, con una daga en el cuello, hacer que elija entre la muerte y la esclavitud-.46
Sin la caridad u otro derecho que respondiera a las necesidades de los desposeídos, observamos el predominio de la categoría necesidad en el capitalismo.47 Una disciplina del hambre reemplaza el látigo, hace que el salario sea suficiente sólo para la supervivencia de los trabajadores y sus familias, de manera que el trabajo asalariado reposa en última instancia sobre una “libertad formal”.48 Tres elementos definen el trabajo asalariado: la realización de la labor, la remuneración y el vínculo de subordinación. Como vemos aquí, este último resulta ser decisivo para definirlo y, sobre todo, para diferenciarlo de la esclavitud. Fue en el ámbito de la ley donde se mostraron los resultados de las luchas sociales que han limitado esa relación de subordinación: el respeto a la dignidad humana, a la salud y a la protección social (a través de la seguridad social, de los planes de pensiones complementarias, del seguro de desempleo, entre otros), y a la defensa colectiva de sus intereses (por medio del derecho de huelga y los sindicatos). La distancia apuntada por Marx entre la libertad formal y la desigualdad de las relaciones sociales es todavía importante para entender cómo esos derechos adquiridos aún están puestos en jaque por los procesos de producción modernos, desde el fordismo y el toyotismo hasta las técnicas actuales derivadas de este último: “just-in-time”,49 flexibilización y subcontratación50 y el compromiso subjetivo del trabajador con los intereses de la empresa, cuando comenzó a ser llamado “colaborador”.
Conclusión
En el intersticio entre libertad y necesidad nacen la justificación y la práctica de la esclavitud, que subordinan la voluntad a la coerción y a la disciplina, hasta el grado de que, por el consentimiento inducido y, en última instancia, voluntario, se prescinde de la violencia.
En las formas contemporáneas de trabajo análogas a la esclavitud, la coacción y la disciplina se obtienen por medio de las deudas que los trabajadores contraen, por los gastos del transporte a los distantes lugares de trabajo o por cualquier anticipo proporcionado a ellos, incluso en el “barracão” (tienda) del empleador, donde se adquieren las herramientas de trabajo y los alimentos. Estas formas de deuda contraídas con los intermediarios y los empleadores, se complementan con el corte de los lazos que el empleado tiene con su lugar de origen, con su familia, con sus amigos, lo que acentúa de forma desmedida su vulnerabilidad. Y, en la medida en que “la coerción se extiende hasta su vida personal”, la procuradora Ruth Vilela51 caracteriza la esclavitud como una situación en la que “la libertad y la voluntad son inexistentes”: “Poco a poco, desde el momento de la contratación, durante el viaje, la permanencia por unos días en las pensiones, hasta el inicio de las actividades, paso a paso, él va renunciando precisamente a esta libertad, a esta voluntad”.52
También según Vilela, “una situación de este tipo puede ser definida como negativa del Derecho”.53 Pero, a pesar de describirla en estos términos, no basta, en su evaluación, recurrir a los instrumentos jurídicos para erradicar la esclavitud:
sería ingenuidad de nuestra parte pensar que la modificación del Código Penal y la modificación de las leyes laborales serían instrumentos suficientes para frenar esta práctica y conducir a la erradicación definitiva de esta situación. Creo que los instrumentos jurídicos son muy importantes porque garantizan la restauración del daño en relación con el trabajador. Garantizar el castigo sería muy interesante, sobre todo si este castigo tuviera repercusiones en el patrimonio de aquel empleador [...]. En mi modo de entender, sin embargo, la letra fría de la ley se queda en el papel.54
De hecho, cuando la necesidad se sobrepone a la libertad y a la voluntad, la esclavitud puede ser inevitable incluso para aquellos que ya la experimentaron. Éste es uno de los momentos más impactantes del testimonio de la experimentada procuradora:
uno de los aspectos tristes, que tenemos que admitir, se refiere a que varios trabajadores liberados de una determinada situación, por falta de opción en su propia ciudad, en su lugar de origen, aun sabiendo todo el horror que deberán afrontar, es normal que vuelvan y recorran el mismo camino y pasen por el mismo via crucis [...] si en su lugar de origen no se ha creado ninguna expectativa de trabajo, no importa cuán precario sea, una vez más entrará en esta cadena de acontecimientos que conduce al trabajo esclavo.55
En estas condiciones, ¿cómo escapar de la fatalidad de la esclavitud? Vilela sugiere que, en última instancia, la vulnerabilidad sólo cesaría si el trabajador optase por la “marginalidad absoluta, que es también a fin de cuentas una forma de liberación”.56 Aunque ella no explica lo que sería esta “marginalidad absoluta”, de su discurso se puede deducir que se refiere al sistema económico dominante y a los valores simbólicos a ello asociados.57 Así, puede ser legítimo asociar la “marginalidad absoluta” al “ser antiguo” campesino e indígena, ya referidos, puesto que la incidencia del trabajo esclavo se refiere principalmente a las regiones donde las poblaciones indígenas, “quilombolas”, ribereñas y campesinas son las más afectadas por la expropiación de tierras. Los trabajadores expulsados de sus tierras y perdidos los lazos comunales tradicionales, terminan siendo reducidos a la pobreza y al aislamiento en las periferias de las ciudades. Al tornarse inviable su forma tradicional de vida, son sometidos a condiciones de labor precarias o son cooptados como trabajadores esclavos.