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La ventana. Revista de estudios de género

versión impresa ISSN 1405-9436

La ventana vol.3 no.29 Guadalajara jul. 2009

 

La teoría

 

Hombre joven: propuestas de una categoría para la investigación social

 

Jorge García Villanueva* y María Emily R. Ito Sugiyama**

 

* Estudiante del doctorado en psicología en la UNAM, profesor de asignatura en la UPN–Ajusco y de la FCA/UNAM. Correo electrónico: jorggavi@yahoo.com.

** Doctora en psicología y profesora titular de la Facultad de Psicología, UNAM. Correo electrónico: ma_emily_ito@servidor.unam.mx.

 

Resumen

En las investigaciones que utilizan las nociones de hombre y masculinidad se encuentra una constante alusión a características relacionadas con la adultez y no con la juventud. Por otra parte, los estudios de juventud son diversos, incluso desde la concepción misma del término. En este trabajo se propone el uso de la categoría hombre joven como una más para el quehacer de las ciencias sociales.

Palabras clave: Hombre joven, identidad, masculinidad, juventud, género.

 

Abstract

There is a constant reference to characteristics related to adulthood and not to youth within the research that uses the notions of man and masculinity. On the other hand, studies about youth vary even on the very conception of the term. This article suggests the use of young man as a new category for research work in social science.

Key words: Young man, identity, masculinity, youth, gender.

 

Nociones tales como masculinidad y juventud encierran una diversidad de enfoques de la que se originan distintas conjeturas para explicar o describir fenómenos sociales. Por lo anterior, cuando se les utiliza como herramientas para la investigación acotan un campo de estudio tan amplio que llegan a excluir de sus investigaciones —como cualquier concepto— muchos otros elementos o factores culturales presentes en los fenómenos que estudian; uno de éstos son los jóvenes. La propuesta que aquí se presenta es introducir al quehacer de la investigación social el uso de la categoría hombre joven, en particular para analizar aspectos identitarios, de género y culturales. En este trabajo se reflexiona alrededor del potencial heurístico de esta categoría biconceptual, además de invitar a su uso en el quehacer de la investigación en psicología social y en los estudios de género (un ejemplo de su aplicación está siendo preparado por los autores).

En un primer momento se expondrán algunos de los estudios más recientes desarrollados en los campos de masculinidad, identidad, género y juventud, con la finalidad de establecer la plataforma que sostiene la necesidad de utilizar la categoría que aquí se propone. Así mismo, se explicará por qué tales estudios, a pesar de ser muy importantes, son insuficientes para realizar investigaciones acerca de los hombres jóvenes en la cultura contemporánea. Se mencionarán ejemplos de cómo han sido estudiadas tanto la masculinidad como la juventud por los diversos investigadores revisados. Desde luego, es sólo una breve mención de los trabajos que se consideraron más representativos de las categorías que se derivaron y suficientes para los fines de esta exposición.

Se propone la necesidad de utilizar la categoría hombre joven en medio de un mundo que considera a los jóvenes en el plano de lo crudo, como dice Gil (2006), para algunas actividades como el ejercicio de puestos de mando o de responsabilidades "de adulto", incluyendo las de autocuidado y decisión razonada. "Estar muy verde" o inmaduro suele ser justificación para decidir a qué tienen acceso los jóvenes y a qué no, sea que se trate de un castigo o de un premio, de un conocimiento o de una actividad.

Utilizar el término hombre remite de inmediato a características que no se le reconocen a los jóvenes y sí a los adultos. El término joven parece más cercano de lo femenino que de lo masculino, en el sentido de que tiende a ser vinculado a una falta de control emocional y fragilidad e ideas muy asociadas con el machismo como el desprecio por las mujeres y la acumulación de coitos, entre otras (Medina, 2002). En concordancia con Montesinos (2005), la existencia de este problema quizá se deba también a que los modelos de masculinidad están en redefinición (Amuchástegui y Szasz, 2007) y aún no se tiene un concepto de hombre que no remita al relacionado con la adultez.

 

Acerca de las masculinidades

Entender las masculinidades como una serie de atributos socioculturales vinculados a los hombres para indicar cómo han de ser para incluirse legítimamente en dichas categorías, resulta de utilidad para estudiar la conformación de la identidad de los varones. Esto si se parte de que el género es un conjunto de atribuciones socioculturales dirigido hacia las personas según su sexo (De Barbieri, 1992, 2005).

Entre las principales corrientes y movimientos cuyo objeto de estudio o interés son los hombres, pueden mencionarse cinco grandes categorías, a saber, 1) profeministas, 2) men's rights (o pro–derechos de los varones), 3) mitopoéticos, 4) conservadores y 5) de la especificidad (Fleiz, 2006).

Como se indica en la tabla 1, hay una cercanía entre los planteamientos centrales de los autores de la especificidad y los profeministas y entre los conservadores y mitopoéticos, a tal grado que, a su vez, pueden subsumirse en dos categorías: profeministas y conservadores. Estas corrientes y movimientos se inclinan por: a) el acercamiento y reconocimiento desde una visión igualitaria de búsqueda y bienestar compartido entre hombres y mujeres; b) al acercamiento y reconocimiento parcial con intercambio utilitario y desconfiado frente a los avances de las mujeres; c) hacia un acercamiento y reconocimiento con cierto grado de pasividad masculina, o d) con un total alejamiento y aislamiento en el mundo masculino, respectivamente (Fleiz, 2006).

La producción teórica de los autores profeministas incluye, por lo general, la perspectiva de género, la reflexión sobre el modelo de masculinidad hegemónico y una posición tendente a la transformación de las relaciones de género y de las masculinidades; de ahí su importancia en la investigación científica. Al tomar como referente la gran división de los estudios sobre masculinidad en conservadores y profeministas, este trabajo se inscribe dentro de la segunda clasificación.

Desde este enfoque, las masculinidades pueden entenderse como el conjunto de prácticas sociales (culturales, políticas, económicas) mediante las cuales los hombres son configurados genéricamente. A partir de ello, se reconocen a sí mismos y son reconocidos como hombres. Esta postura incorpora la noción de diversidad y propone hablar de masculinidades (y no de una sola), considerando contextos y realidades diversas, en las que intervienen factores como las culturas, las clases, las etnias, las sexualidades, las lenguas, las modalidades y los niveles escolares o laborales, entre muchos otros.

En ese sentido, para Kaufman (1989), los hombres construyen su identidad sobre los ejes de poder y dominio (lo que coincide con Bourdieu, 2005), que son, al mismo tiempo, una fuente de temor y dolor para ellos. Comenta que esto genera en los hombres un gran sufrimiento emocional porque se practica la represión de las emociones y un esfuerzo constante por colocarse en un lugar de dominio y demostración de poder. Debido a que los hombres tienen que actuar con límites en la esfera emocional relativos al miedo, la tristeza y la ternura, se va conformando una fuerte presión que puede generar violencia y serias dificultades para verbalizar sus necesidades y afectos (quizá de aquí se derive la "característica" de violencia en los hombres y, a la vez, la permisividad social hacia ésta).

Burin (1993, 2006) comenta que el malestar de los hombres, expresado en la violencia que ejercen para con los demás, radica en la construcción de su subjetividad —erigida en el poder y la violencia— y los estados de crisis derivados de la identificación con el género masculino —que con frecuencia los pone a prueba—. Esta autora promueve trabajar por la reestructuración de la subjetividad masculina.

Continuando con este punto, Corsi (1995) plantea que el centro de la masculinidad dominante es la restricción emocional de sentimientos y emociones, puesto que en el hombre son signos de feminidad y deben evitarse (por considerar ésta inferior a la masculinidad). De manera constante se tiene la idea de que el pensamiento racional y lógico del hombre es la forma superior de inteligencia, desde luego, ajena a las mujeres. Autores como Bonino (1995) proponen que es necesario reconstruir la normalidad masculina para transformar los esquemas a partir de los cuales se abordan los sufrimientos en las relaciones interpersonales donde se implican los hombres.

Desde nuestra perspectiva, dicho sufrimiento se relaciona con lo propuesto por Bourdieu (2005) en La dominación masculina, en el sentido de que ésta —entendida como un constante ejercicio de poder hacia las mujeres y hacia otros hombres, e. g. los más jóvenes, los novatos, los negros, los pobres y los viejos— es un distintivo de la masculinidad. Este ejercicio constante del poder forma parte de múltiples prácticas culturales que caracterizan a los grupos de hombres, tales como las pruebas de valentía (entre cuerpos policiales), las de heterosexualidad (entre amigos) y otras tantas que son patentes en los contextos donde se encuentren los varones.

Nótese, tanto en Seidler (2001 y 2006) como en los demás mencionados (salvo que se indique lo contrario), la coincidencia en hablar de un supuesto hombre estándar que, entre otras características, es adulto —no joven— y heterosexual. La literatura sobre masculinidad hace referencia, por lo general, a un comportamiento relacionado con la vida adulta (tal vez porque quienes lo escriben son personas mayores) y, más aún, sobre una vida adulta heterosexual, aunque se incorporen muchos de los aspectos antes señalados sobre los estudios de género. Como ejemplo, baste citar el interesante trabajo de Beck y Beck–Gernsheim (2001) que trata de la relación amorosa sólo entre hombre y mujer, aunque hace referencia a los cambios que dicha situación ha tenido en la sociedad actual, con énfasis en las parejas jóvenes. Pero, ¿dónde está el lugar de los jóvenes en lo referente a la masculinidad? ¿Qué dicen ellos acerca de su experiencia como hombres jóvenes? Es en este punto donde la perspectiva profeminista cerca más terreno del que puede arar, pues escasamente repara en la condición de hombre joven.

 

"Ser hombre" contra masculinidad

Desde nuestra perspectiva, el ejercicio de las masculinidades aduce a varios modelos de hombre (posibilidades de ser hombre), entre los que se encuentra el hegemónico. En este sentido, al parecer algunas de las características de la masculinidad hegemónica siguen siendo asociadas con la idea de ser hombre, como la heterosexualidad y el uso de la violencia, entre otras. Estos dos asuntos salen a flote cuando se trata de hombres homosexuales o dedicados a alguna actividad "poco masculina".

Además, se percibe una serie de cambios aparentes en los conceptos acerca de masculinidad que, fundamentados muy probablemente en estrategias de mercado, se anexan a los ideales masculinos, como en el caso del "metrosexual" (un ideal de hombre que, entre otras cosas, hace ejercicio con regularidad, se viste cuidando detalles de combinación de marcas, colores y texturas, además de ejercer modales considerados de buen gusto). Como lo señalan Hernández (2005) y otros autores, existe una oposición entre el ideal de hombre y lo que se practica en la cotidianidad.

Las masculinidades son, entonces, modelos, posibilidades de ser hombre que surgen y son mantenidos por los grupos humanos. Junto con la globalización, hay algunas masculinidades que son colocadas en y desde la hegemonía y promovidas como mejores o más deseables o legítimas en relación con otras, sin importar que exista contraposición entre ellas. Esto lo señalan autores como Hernández (2005) y Vega y Gutiérrez (2004) en su trabajo con jóvenes de la calle; o Valladares y Crisanty (2002), en los conceptos de novio y amigo que privan entre los jóvenes yucatecos, por mencionar algunos.

Hablar de masculinidad hegemónica refiere a ese modo legítimo de ser hombre, casi siempre heterosexualizado, que se caracteriza por tener permitido el uso de la fuerza física, la violencia y el control (represión) de las emociones y, desde luego, el ejercicio de la razón, a diferencia de las mujeres, quienes son subordinadas de uno u otro modo (aunque sea en el plano de la fantasía).

Por otra parte, al estudiar diversas realidades de los hombres, se ha visto que junto con la masculinidad hegemónica coexisten otros tipos de masculinidades (Amuchástegui y Szasz, 2007). Así, hay modelos de ser hombre que pueden contradecirse en algunos aspectos, según la comunidad de que se trate.

 

Género e identidad

Se considera que las diferencias de género están dadas por factores psicológicos, sociológicos y antropológicos; desde luego, influye también la percepción personal entre lo que el sujeto capta de su peculiar morfismo sexual y lo que el contexto social en el que se desarrolla trate de imponerle (Fernández, 1998). En este punto de la percepción personal destaca el asunto de la identidad. ¿Qué pasa si la percepción de un hombre no corresponde positivamente con todas las exigencias que se tienen sobre él? Si sólo practica algunas de las conductas legitimadas por las masculinidades, ¿se sigue siendo hombre?, ¿qué hay de quienes no ejercen prácticas relacionadas con las masculinidades?, ¿es posible esto último como hombre?

La cuestión que interesa en este punto es la identidad de género, entendida como la adquisición de, en este caso, alguna masculinidad. Desde la aproximación cognitiva de la identidad, la explicación acerca de cómo se desarrolla la identidad de género supone conceptos como endogrupo y exogrupo, que se explicarán en este apartado.

El Diccionario de la lengua española define identidad como la cualidad de idéntico, el conjunto de rasgos propios de un individuo o de una colectividad que los caracteriza frente a los demás (RAE, 2001). Por su parte, Warren (2001) sostiene que la identidad es una característica o dato sensible de un organismo que persiste sin cambio esencial; sinónimo de mismidad y conciencia que una persona posee de ser ella misma y distinta de las demás. Denomina a esto último identidad personal.

Desde una óptica sociológica, Weeks (1998) define identidad como el sentido del yo en relación con el sentido de ser hombre o mujer, lo cual es tanto privado (relativo a la propia subjetividad) como público (que tiene lugar en un mundo de significados y relaciones de poder).

En las definiciones de la RAE y de Warren es notable una noción esencialista del término, en tanto las características que permanecen. Así mismo, el otro elemento común es el de ser distinto de los demás, ya sea que se trate de un individuo o de una colectividad. Por otra parte, Weeks señala la noción que se tiene de ser hombre o mujer y el lugar que esto ocupa (por medio de las prácticas) en las dimensiones privada y pública.

Tajfel, Turner y otros autores estudiaron los factores que hacen que los individuos se muevan entre los polos social y personal de la identidad, lo cual fue pensado desde un nivel específicamente cognitivo de la identidad social, llamado teoría de la categorización del yo o autocategorización (Turner, 1981; Turner et al., 1987; Turner y Oakes, 1989). En el centro de esta teoría se encuentra la noción de despersonalización, que califica el paso de la identidad personal a la identidad social y refiere a un proceso psicológico que lleva una uniformidad y homogeneidad de los comportamientos y representaciones dentro de un grupo. La despersonalización conduce a una manifestación de la identidad personal menor en beneficio de la identidad colectiva (Bourhis, 1996), lo cual puede explicar por qué los jóvenes pertenecientes a las llamadas tribus urbanas valoran tanto su pertenencia a dichos grupos.

Turner (1987) postula una jerarquía que incluye tres niveles principales de categorización. Estos niveles, inclusivos y ordenados, siguen un orden vertical y recurren a principios de diferenciación.

En el nivel más alto, el ser humano se concibe como diferente de las demás especies animales, entre otras cosas. En el nivel intermedio, es miembro de un grupo que lo identifica y se observa en oposición de los otros grupos. Por último, en el tercer nivel el individuo se define por sus diferencias con otros seres personales.

De acuerdo con esta teoría, la articulación de los niveles estaría gobernada por un "antagonismo funcional", una relación inversa o negativa, un conflicto inevitable y continuo, una competición constante. Un antagonismo que funcione de esta manera contribuiría, entre otros, a despersonalizar al individuo, quien deja una representación de sí mismo, basada en lo que le singulariza de los demás, para definirse en un nivel de categorización más elevado, como miembro del grupo colectivamente distinto de los demás grupos. La despersonalización conduce a la homogeneidad del endogrupo, así como del exogrupo, lo cual puede explicar en mucho los comportamientos asociados con la masculinidad hegemónica y con las llamadas tribus y subculturas juveniles. En el lado opuesto, la personalización del yo en el nivel subordinado implicaría una especie de atomización de la percepción social (Turner, 1987).

Según Wilder (1986) y Campbell (1956), la desindividualización del exogrupo, su uniformización y, en ocasiones, su deshumanización, permiten a los individuos justificar, por una parte, sus comportamientos discriminatorios y, por la otra, rechazar la diversidad de los miembros del exogrupo (como el caso de los grupos de hombres no heterosexuales), manteniendo la ilusión de anticipar fácilmente sus comportamientos (Bourhis y Leyens, 1996). Esto es parte del efecto de homogeneidad del exogrupo (la tendencia a percibir y a juzgar a los miembros de un exogrupo de forma menos diversificada y heterogénea que los miembros de dicho conjunto).

Durante el proceso de despersonalización, la variabilidad percibida tanto en el endogrupo como en el exogrupo es mínima. Así, la sapiencia de los diferentes niveles de categorización —interpersonal e intergrupo— varía de acuerdo con el contexto de comparación adoptada por el individuo. Un contexto de comparación que invoque un exogrupo haría más saliente la identidad del yo como miembro de un grupo. Por otro lado, un contexto de comparación que invoque simples personas, como los individuos que juzgan a los demás miembros de su grupo, haría más saliente la identidad del yo como ser singular y debilitaría la percepción estereotipada del yo y del otro. La alternancia de los contextos sociocognitivos fundamenta un enfoque de los procesos que presiden la oscilación de los comportamientos interpersonales e intergrupos que conceda un lugar más importante a las percepciones individuales (Hogg y Abrams, 1988). La heterogeneidad relativa del endogrupo se manifiesta además de distintas maneras: diferenciación interpersonal generalizada dentro del grupo, divergencias entre subgrupos de individuos o personalización del yo de cara a todos los demás miembros del grupo (Bourhis, 1996).

Según Codol (1975), dentro de un conjunto definido de individuos en cada uno de ellos existe una fuerte tendencia a afirmar que él mismo está más conforme con las normas vigentes en dicho conjunto que el resto de los participantes, en general. El individuo une la indiferenciación y la distintividad de sí mismo concibiéndose precisamente como el mejor representante de las normas que gobiernan su grupo, de aquí la importancia de la continua reafirmación de que es hombre quien ostenta algún rasgo masculino. Ademas, Codol (1975) muestra que los miembros de un grupo tienden a describirse con mayor intensidad de la que describen al otro, y para ello utilizan atributos considerados como los más normativos y deseables dentro del grupo. Una diferenciación entre "yo" y "otro", al menos en el endogrupo, coexistiría con una diferenciación entre "nosotros" y "ellos" (Bourhis y Leyens, 1996), lo cual sucede entre los grupos de jóvenes al compararse con los adultos. Esto último es muy importante para la conformación de la identidad en los varones, pues estudios como los de Renold (2003) y Vega y Gutiérrez (2004), por citar algunos, muestran que los grupos de pares ejercen una fuerte presión en los adolescentes para que ejerzan comportamientos masculinos.

Los individuos tienden a generalizar la percepción de su propia unicidad a los demás miembros del endogrupo, mucho más que a los miembros del exogrupo (Bourhis y Leyens, 1996). Esto puede resultar evidente si se considera que, precisamente, en las relaciones cara a cara es donde se confronta de manera directa la unicidad y, quizá como respuesta al estrés o disonancia que esto genera, las personas atribuimos a los demás integrantes del endogrupo nuestras características (calificadas positivamente). Con esta generalización aumenta la cohesión del grupo y el sentido de pertenencia del individuo para con éste. En este sentido son ilustrativos los trabajos realizados por Brewer y colaboradores (1981, 1984) en poblaciones de jóvenes y de personas mayores, donde encontraron que éstos manifiestan el establecimiento de un sistema de categorías complejo que incluye al menos componentes como una diferenciación entre varios subgrupos dentro del endogrupo, una tendencia a la homogeneización de los subgrupos más alejados del individuo y la oposición conjunta del endogrupo a un exogrupo juzgado como muy homogéneo, e. g. "Los viejos son gruñones", "Los jóvenes de hoy no respetan nada".

Marques (1986) apunta que para los miembros de un grupo una manera de subrayar su distancia con otro puede consistir en alejarse de un pequeño número de miembros del endogrupo que no respeten lo suficiente las normas que lo gobiernan (como en el caso de los varones que muestran afinidad por prácticas sexuales con otros hombres o de los jóvenes que ejercen actividades no rebeldes). Sobre este punto, Wilder (1986) subraya el papel que juega la no similitud de los miembros de un grupo de cara a los miembros de un exogrupo. Comenta que, al límite, los miembros de un grupo sólo tienen en común el no compartir las características del exogrupo; para el caso de los hombres esto puede traducirse en el hecho de no ser mujer y, para los jóvenes, al de no ser niño, adulto ni viejo. También señala que varios estudios muestran que los sujetos tienden a diferenciar al endogrupo del exogrupo, aun cuando saben que los miembros de su grupo tienen opiniones diferentes. En pocas palabras, la identidad social se apoya decididamente en los conceptos del exogrupo (Allen, Wilder y Atkinson, 1983, cit. en Bourhis y Leyens, 1996), de ahí la importancia de definir quiénes son las mujeres —para el caso de los varones— y quiénes son los niños, adultos y viejos —en el caso de los jóvenes—.

Mullen y Hu (1989, cit. en Bourhis y Leyens, 1996) estiman que la homogeneización del exogrupo está presente, pero es de poca amplitud, y que se vería considerablemente modulada por el tamaño de los grupos, de lo que deriva la idea de que las minorías se percibirían y serían percibidas como más homogéneas. Desde una aproximación profeminista, puede considerarse que lo anterior sucede tanto con las mujeres como con los jóvenes, pues se trata de personas que han sido homogeneizadas en minorías, situación compartida —dicho sea de paso— con las personas no heterosexuales, con los adultos y los ancianos (éstas son algunas posturas en los estudios de género, desde diferentes campos de las ciencias sociales, donde destacan la sociología y la antropología. Pensamos que en estos campos puede introducirse la categoría hombre joven en su trabajo analítico, tanto como en la psicología).

En el ámbito de la psicología social, que resulta más cercano al interés de este trabajo, como es el de las relaciones entre los sexos, algunos estudios sobre la pertenencia sexual de los sujetos no destacan ningún efecto de homogeneidad relativa del exogrupo (Taylor et al., 1978, cit. en Bourhis, 1996); en cambio, puede darse una inversión, un efecto de homogeneidad relativa del endogrupo, y los intentos de explicación que tienden a conciliar dicha inversión invocan el prestigio social relativo de los grupos en presencia. En efecto, parece como si los miembros del grupo de menor prestigio (a menudo los niños, las mujeres, los ancianos y los hombres no heterosexuales) se percibieran y estuvieran más percibidos en un modo de identidad colectiva que los miembros de grupos de prestigio más alto (es decir, los hombres que ostentan alguna masculinidad), percibidos ante todo en un modo de identidad personal (Bourhis, 1996).

En este contexto, se considera que el prestigio de un grupo, designado también como estatus social, es el conjunto de sus características y atributos que le confieren una posición de cara a otros grupos en una jerarquía, e. g. considerar inferiores a las mujeres y a los jóvenes. El prestigio de un grupo se fundamenta, a su vez, en los juicios, evaluaciones y creencias respecto de dicho grupo (Bourhis, 1996).

La interacción de componentes personales y colectivos de la identidad individual se enlaza con una relación entre grupos de prestigio contrastado (Lorenzi–Cioldi, 1988, cit. en Bourhis, 1996). Así, la pertenencia sexual de los individuos puede ser utilizada para ilustrar las dinámicas de identidad derivadas de una relación entre grupos de estatus diferentes. De un estudio realizado por Snodgrass en 1985 se desprenden dos aspectos de las representaciones recíprocas de los hombres y de las mujeres. El primer aspecto se refiere a la capacidad del sujeto de sentir la manera en que el otro se percibe a sí mismo, de tal forma que las descripciones que hacen de sí permiten observar que las mujeres y sólo ellas se describen de la forma en que los hombres las perciben. Los hombres restituyen correctamente la manera en que las mujeres se autodescriben, pero las mujeres no lo hacen en lo que respecta al sí mismo masculino.

El segundo aspecto de las representaciones recíprocas de los hombres y de las mujeres se refiere a la capacidad del sujeto para sentir cómo le percibe el otro; ante esto los índices sugieren que las mujeres, más que los varones, descifran los sentimientos de los miembros del exogrupo sexual para con ellas, pero las mujeres consideran que los juicios de los hombres están ligados al uso de conocimientos generales, estereotipados, que, aplicados por los hombres a la persona en particular, en realidad se aplican a la categoría de las mujeres en su globalidad (Snodgrass, 1985).

En un estudio de Lorenzi–Cioldi (1993, cit. en Bourhis, 1996), donde se hacía memorizar a hombres y mujeres fotografías que contenían siluetas masculinas y femeninas en contextos estereotipados como masculinos y femeninos (entorno público masculino como la oficina; entorno femenino: doméstico), se observó que el efecto de homogeneidad del exogrupo se manifiesta y los sujetos cometen más errores a propósito de las siluetas del sexo opuesto que con las de su sexo; tanto ellos como ellas tratan a los miembros del exogrupo como individuos relativamente intercambiables.

Entre los hombres, la despersonalización del exogrupo aparece muy pronunciada y no varía conforme a los contextos. Entre las mujeres, por el contrario, la homogeneidad del exogrupo, menor en su conjunto, varía en función de los contextos domésticos y públicos. Las mujeres homogeneizan las siluetas, sea cual sea su sexo, cuando se encuentran en contextos privados. Al contrario de los varones, ellas organizan sus percepciones en función de una separación que depende de los entornos domésticos y públicos, más que del sexo de los personajes en sí (Lorenzi–Cioldi, 1993, cit. en Bourhis, 1996). Un estudio similar con población juvenil resultaría iluminador en este sentido.

Con base en estos estudios, desde una perspectiva psicológica (social), se puede decir que la identidad de género se construye a partir de las relaciones interpersonales y grupales, mismas que dan pautas de lo deseable e indeseable como individuos miembros de un grupo. De aquí que la identidad de género pueda ser estudiada no sólo desde el llamado conductismo social y sus derivados, sino también desde otros que puedan incluir la categoría hombre joven en su quehacer.

 

Sobre la investigación en torno a la juventud

En este punto el problema no es sólo que la categoría de juventud sea vaga, sino el reducido número de estudios que versan sobre ella y la masculinidad a la vez (en comparación con las investigaciones sobre mujeres, feminidad, homosexualidad, por mencionar algunas categorías analíticas más trabajadas). Tal situación explica que haya dificultades para estipular qué es un joven y, más aún, un hombre joven, debido, también, a la reciente aparición de la categoría joven (siglo XX).

Los estudios de juventud también son conocidos como estudios de los jóvenes; se trata de trabajos que reflejan intereses acerca de una población que antaño no era llamada así. En México y algunos otros países —sobre todo europeos— durante la segunda mitad del siglo XX (Pérez y Urteaga, 2005; Cueva, 2006), surgieron diversas investigaciones en torno a los jóvenes que han llegado a colocarse entre las líneas de investigación en el quehacer de las ciencias sociales, incluida la psicología, desde luego. No obstante, en algunas disciplinas todavía son pocos los trabajos de esta índole y en otras no existen (García, 2005).

Más aún, según Pérez y Urteaga (2005), los especialistas en el tema apenas datan de hace diez o veinte años y la mayoría de las investigaciones que se han hecho están centradas en la problemática y prácticas inmediatas. Así, durante finales de la década de los ochenta aparecieron muchos estudiosos de los chavos banda, de igual modo han surgido otros alrededor de temáticas como los movimientos estudiantiles universitarios (Rochín, 2002), sobre los rockeros (Morín, 2002), los graffiteros (Sánchez, 2002), los que se tatúan (Nateras, 2002) y los que ejercen la violencia (Ramos, González y Bolaños, 2002), entre otros.

De acuerdo con el Diccionario de la lengua española, el término joven es un adjetivo que refiere a los primeros tiempos de algo, a tener poca edad y a quien se halla en la juventud. Sobre ésta da la definición de una edad que se sitúa entre la infancia y la adultez, y la refiere como el estado propio de la persona joven. Además, se le define como un colectivo que incluye a los jóvenes y como energía, vigor y frescura (RAE, 2001). En estas definiciones destaca la noción desarrollista (al establecerla entre infancia y adultez) y la asemeja con la masculinidad al citar como sinónimos la energía y el vigor.

Para Lutte (1991) la primera referencia al joven en cuanto a sus características legales quedó plasmada en el derecho romano (hace más de dos mil años), lo cual puede ser leído en la Lex Pletoria, que establece acción penal contra el que abusara de la inexperiencia de un joven —menor de 25 años— en un negocio jurídico. Para Feixa (1998) fue Stanley Hall, en 1904, el primero en generar un documento académico relativo a la juventud, al que denominó Adolescente. A este autor se le debe la noción de adolescencia como una etapa de crisis, de tránsito de la dependencia infantil a la inserción social, entre otras propuestas muy cuestionables en su generalización.

En términos cronológicos resulta obvio que siempre ha habido jóvenes, pero el concepto de juventud se encuentra en medio de un complejo debate. A decir de Pérez y Urteaga (2005), para muchos estudiosos de la juventud ésta no tiene límites de edad, porque es una actitud. Pérez y Urteaga definen la juventud como el periodo de semiindependencia y de formación que prepara para la adultez. Remarcan que con las dinámicas sociales de la actualidad, las políticas públicas y de la iniciativa privada, además del advenimiento de las nuevas tecnologías, cada vez se torna más difícil determinar los límites de la juventud.

La complejidad que enmarca al concepto de juventud es tal, que incluso existen problemas de consenso para hablar de los jóvenes en el ámbito legal no sólo a escala nacional, sino internacional. La Organización de Naciones Unidas (ONU, 2006) define a los jóvenes como aquellas personas que están entre los 15 y 24 años de edad. Por tanto, la ONU considera niños a las personas menores de 15 años. Sin embargo, la Convención de las Naciones Unidas sobre los Derechos del Niño los incluye como tales hasta la edad de 18 años —quizá con referencia a la mayoría de edad en muchos países—; dentro de la categoría de juventud, la ONU distingue entre los adolescentes (13–19 años) y los adultos jóvenes (20–24 años).

La definición y los matices operacionales del término juventud varían no sólo de país en país, sino entre las entidades que integran la nación, de acuerdo con factores socioculturales, institucionales, políticos y económicos específicos. Tal es el caso del gobierno federal y el de la ciudad de México, como se explica a continuación.

En 1998 fue decretada la Ley del Instituto Mexicano de la Juventud, en la cual se establece que la población objetivo de sus acciones es la comprendida entre los 12 y los 29 años de edad (OJN, 1998). En mayo de 2000 en México entró en vigor la Ley para la Protección de los Derechos de Niñas, Niños y Adolescentes, que incluye varios de los derechos que tiene la población referida, tales como el derecho a la no discriminación, a ser protegidos en su integridad, su libertad y contra el maltrato y el abuso sexual; derecho a la salud, la educación, el descanso y el juego, entre otros (OJN, 2000).

En el año 2000 el gobierno de la ciudad de México decretó la Ley para la Protección de los Derechos de Niñas, Niños y Adolescentes (GDF, 2000). En ésta podemos leer la siguiente definición de joven: "sujeto de derecho cuya edad comprende el rango entre los 15 y los 29 años, identificado como un actor social estratégico para la transformación y el mejoramiento de la ciudad" (GDF, 2000). Entre otros, uno de sus objetivos es lograr que los jóvenes puedan adquirir conocimientos prácticos sin suspender sus estudios.

Como puede apreciarse, las leyes mencionadas contienen definiciones de joven basadas en rangos etarios, lo que origina el problema consensual para hablar de ellos, en este caso, para fijar el inicio de dicha etapa. Para los fines de este trabajo, en cuanto a la edad de los jóvenes, será considerada la definición que parte de los 12 y termina a los 29 años, en mucho porque engloba a los adolescentes, representantes más estudiados de entre la población juvenil. Este rango de edades también tiene la ventaja de incluir a los jóvenes veinteañeros que, según sus condiciones socioeconómicas, pueden estar viviendo sus primeras experiencias de formación profesional y de empleo que presentan un cambio drástico una vez que rebasan los 30 años de edad.

De acuerdo con estimaciones de la ONU (2006), en nuestro planeta viven mil millones de jóvenes, esto significa que de cada cinco personas una tiene entre 15 y 24 años, aproximadamente; que 18% de la población global son jóvenes y que los niños (de cinco a 14 años) constituyen 19.8% de ésta. No obstante, uno de los fenómenos que más preocupan a la ONU es la disminución de la proporción de jóvenes en el mundo.

Se calcula que la mayoría de los jóvenes del orbe habita en países en vías de desarrollo (casi 85%), de los cuales 60% se localiza sólo en Asia. El porcentaje restante (23%) se asienta en las regiones en vías de desarrollo de África, América Latina y el Caribe.

La ONU calcula que, para el año 2025, el número de jóvenes que vivirán en países en vías de desarrollo crecerá en 89.5%. Por consiguiente, es necesario contemplar asuntos de juventud en las políticas y en la agenda de desarrollo de cada nación, de lo cual se hace cargo el Programa de Juventud de las Naciones Unidas (ONU, 2006).

En nuestro país, según el conteo poblacional de 2005 (INEGI, 2007), de un total de 103 263 388 habitantes, existen 36 174 976 jóvenes (entre 12 y 29 años), de los cuales 7.37% (2 666 494) del total nacional vive en la ciudad de México. Así, los hombres de este rango etario que la habitan son cerca de 1 309 232 y las mujeres del mismo rango son 1 357 622, aproximadamente.

La creación del sistema educativo mexicano (desde 1921 aproximadamente), que fue extendido de forma considerable en su número de años de estudio hasta abarcar primaria, secundaria y preparatoria, hizo que la edad escolar llegara —al término de la preparatoria— hasta los 18 años. De aquí se desprende la proposición de Pérez y Urteaga (2005) respecto a que la escuela es la gran creadora de juventud, pues al exigir la extracción de los jóvenes de su seno familiar, reunirlos en un espacio y clasificarlos por edades, éstos conviven y juntos van generando ciertas formas y prácticas sociales, políticas y económicas, lo que da lugar a culturas propias (temas recurrentes en los estudios de juventud). Así, en tanto que en otras épocas (como en el siglo XIX) se pasaba de niño a adulto casi de un día para otro (Necochea, 2005), en la actualidad el periodo de la juventud se ha convertido en una de las etapas más largas de la vida (Cueva, 2006).

Para nosotros, lo anterior ayuda a entender, en parte, no sólo la existencia de grupos, identidades y culturas juveniles sino, también, el porqué hay muchas personas que a los 35 años aún no han dejado la casa familiar, nunca han tenido un trabajo permanente y siguen estudios de posgrado o se encuentran en proceso de titulación o "terminando la escuela", por lo cual continúan dependiendo (tanto en lo económico como en otros aspectos) de sus padres.

Respecto del alargamiento de la juventud, Barceló (2005) menciona que hace cien años la idea de la juventud en nuestro país era un concepto vago que apenas comenzaba a tomar forma. Los jóvenes, tal como hoy se les concibe, no existían, quedaban fuera de las políticas y del análisis científico al no figurar como categoría sociológica. Se sabe, según esta autora, que durante el periodo del porfiriato y principios del siglo XX, los niños, tras una corta infancia, al cumplir los ocho años se ponían el sombrero, como una suerte de mayoría de edad, lo que marcaba su iniciación en las responsabilidades de adulto, como trabajar y mantenerse por sí mismos, para hacerlo posteriormente con la familia que decidieran formar.

La noción de juventud, como se entiende ahora, se forjó durante más o menos un siglo (Pérez y Urteaga, 2005), cosa que hoy se sabe debido a los esfuerzos de historiadores y otros científicos interesados en elaborar la historiografía del concepto (García, 2005).

Feixa (1998) insiste en señalar que los atributos de la juventud dependen tanto de los valores asociados con esa edad como de los ritos que marcan sus límites, amén de la noción general compartida de tránsito a la adultez marcada por los cambios biológicos.

Desde luego, los procesos históricos y económicos han resultado determinantes en la existencia de la juventud como grupo social y categoría; de ahí que no fuera sino hasta principios del siglo XX cuando los jóvenes tomaron un lugar en la sociedad como agente activador de la industrialización y modernización necesarias para el crecimiento económico (Valenzuela, 2002).

Cueva (2006) comenta que la distancia entre jóvenes y adultos ha sido marcada desde la época del imperio romano, en tanto que autores como Hernández (2005), Pérez (2000) y Reguillo (1993, 1997) señalan que la mayoría de los grupos juveniles han sido reprimidos y perseguidos de alguna manera por las policías, debido a que son aquéllos quienes articulan buena parte de los principales movimientos culturales y políticos, de lo cual se desprenden calificativos que hoy en día pueden sonar propios del concepto de joven, tales como oposición, rebeldía e inmadurez. Así, a los jóvenes se les educa, castiga, reprime, orienta y encarcela por "obvias" razones (Reguillo, 1993).

El concepto de joven varía drásticamente, según Valenzuela (2002), de acuerdo con el estrato o clase social en que se inscriba. Así, los jóvenes de clase alta y media son representados como estudiosos, limpios, monógamos y respetuosos de la ley, en tanto que los pobres son vistos como violentos y criminales (estos rasgos, que identifican y discriminan a los jóvenes por su posición socioeconómica, pueden ser aprehendidos y reproducidos por ellos). En medio de una sociedad en la que la modernidad permea hasta los asuntos menos pensados (Bauman, 2004), el factor económico resulta fundamental para la configuración de las identidades personal y social.

Tomando en cuenta lo anterior, la juventud puede ser vista como una resultante del proceso de modernización de los países —que se inició tras la segunda guerra mundial—, donde las zonas urbanas crecen sin cesar por la migración constante de la gente del campo a las ciudades, quienes van en busca de una mejor calidad de vida. En oposición a lo que los promotores de la modernidad planteaban, estos procesos de urbanización e industrialización han acarreado problemas de desarraigo, pobreza, marginación, desempleo, vivienda y salud, ya característicos de las urbes, todo lo cual ha implicado el surgimiento de nuevas identidades y formas de interacción, de las que son ejemplos las culturas y tribus juveniles a que se refieren autores como Reguillo (1993, 1997), Pérez (2000), Hernández (2005), Morín (2002) y Nateras (2002), entre otros.

Entre las diversas características que se atribuyen a la juventud podemos mencionar las que se refieren a la rebeldía, la impetuosidad y los deseos de superarse, mismas que son inscritas en una exaltación de la individualidad y las prácticas de consumo, propias de la modernidad (Touraine, 2005). En torno a esto, es importante resaltar el papel de los medios de comunicación en la difusión y generación de pautas y modelos para los diferentes grupos sociales, donde vender es el objetivo subyacente (Heath y Potter, 2005). En este contexto de una modernidad en la que el sujeto individual sólo puede serlo a través del poder adquisitivo, los jóvenes se tornan importantes en tanto sujetos de venta–consumo y producción (Covarrubias, 2002) y no sólo por diferir de manera colectiva y singular del resto de la sociedad, como lo plantea Brito (2005).

 

La categoría "hombre joven"

Sin afán de dictar una definición —porque sería una acción reduccionista—, es preciso esbozar las fronteras de esta categoría en aras de hacerla lo más accesible y común para quienes se interesen en utilizarla. Recurrir a categorías como la que se propone puede ser de suma importancia para el quehacer científico social, si se toma en cuenta que el estrato poblacional de los jóvenes es de grandes dimensiones tanto en el ámbito mundial como en el nacional; como se mencionó, una persona de cada cinco es joven, según la ONU (2006), y más de 36 millones de jóvenes viven en México (INEGI, 2007).

Aunque los términos "joven" y "juventud" son gramaticalmente neutros según se requiera utilizarlos, no siempre parecen incluir a los y las jóvenes. Da la impresión de que ambos conceptos incluyen o no a mujeres y hombres, según las necesidades de quien los utilice y, a pesar de que esto es motivo de una larga discusión semántica, baste decir por el momento que ninguno de los dos términos es suficiente para el análisis de problemáticas sociales, en vista de que se utilizan de acuerdo con lo que se pretenda; van dos ejemplos: en un discurso político acerca de las políticas de Estado que atañen a los jóvenes se les coloca como ciudadanos con demandas a los que hay que atender (Imjuve, 2009). Al mismo tiempo encontramos notas periodísticas que hablan de jóvenes de la misma edad, pero al referirse a ellos como víctimas de un delito utilizan el término "joven" (Martínez, 2009), mientras que al referirlos como victimarios son "hombres" o "sujetos" (periódicos del estilo de La Prensa, editado en la ciudad de México, son recurrentes en esta práctica).

Por otro lado, el término hombre refiere a características que no siempre empatan con las consideradas propias de los jóvenes. Por ejemplo, el ejercicio de la razón es legítimo si se trata de un hombre adulto, pero resulta dudoso si es un joven quien lo efectúa (Seidler, 2000, 2006); lo mismo ocurre con el uso de la violencia y otros tantos comportamientos insertos en las masculinidades.

Por hombre joven (u hombres jóvenes, si se quiere enfatizar el plural) ha de entenderse que se trata de sujetos que encarnan la experiencia de estar en el no lugar de las masculinidades (o no de la hegemónica, por lo menos) y de la adultez. No son descritos por quienes hablan de hombres heterosexuales, violentos, "dueños" de la razón y enfocados en ganar dinero; tampoco lo son por quienes comentan los derechos de los ciudadanos y/o las facultades de los humanos (tan es así que hemos visto cómo se ha tenido que legislar de manera especial en la materia), y se restringe su participación política y en puestos de autoridad aduciendo su inexperiencia o falta de razón.

La categoría hombre joven es una apuesta por encontrar nuevas facetas en los estudios de género y juventud cuando se habla de esta población, pero también es un ejemplo para atender otras cuestiones que quizá sean necesarias para el estudio de los grupos humanos, tales como mujer joven, hombre viejo, mujer vieja. Se le puede ver como novedosa en tanto articuladora de la visión de lo juvenil con lo viril (en este caso) pero, también, por abrir paso a otras categorías que puedan agregarse en el campo de la complejidad del análisis de la realidad social (mujer joven, hombre viejo, por decir algunas).

Uno de los retos que se presenta al incorporar esta categoría es comprender los significados y las realidades de los jóvenes desde cada una de las disciplinas científicas o, idealmente, desde la transdisciplina. Sólo resta probarla como herramienta heurística y saber si es capaz de aportar luz al estudio de las masculinidades y de otros asuntos sociales.

Su utilización puede tener potencialidad en la generación de conocimiento porque ayuda a problematizar o a mirar de manera distinta en donde quizá hasta se piense que no hay nada por descubrir, más si se parte de estudiar una realidad construida (coincidiendo con Maturana, 1996), pues al emplear nuevas categorías se verá (y vivirá) como algo diferente. Si esto se realiza, podrían surgir propuestas de políticas públicas que consideren los hallazgos derivados de las investigaciones sobre hombres jóvenes, que se ajusten a las realidades mostradas por tales trabajos. Esta categoría permite mirar en el tejido social enfocando en una parte de la población que, seguramente, tiene características propias y útiles de conocer para el quehacer científico y social. Desde luego, su uso puede dar entrada a otras categorías como mujer joven, mujer u hombre viejo (o adulto mayor), cuyo conocimiento podría derivar en programas de intervención psicosocial y de políticas públicas más adecuados.

 

Epílogo. Hombre joven o de la conjunción de los estudios de género y juventud

Hasta aquí han sido expuestos algunos de los estudios más recientes en materia de masculinidad, identidad de género y juventud, con el fin de conformar la base teórica conceptual de la categoría hombre joven. Se ha enfatizado que esta categoría es una más entre las muchas (hombres viejos, mujeres jóvenes...) con las que es posible analizar y retomar las problemáticas sociales en un intento por recuperar lo que ha pasado desapercibido, por ejemplo, las similitudes entre las atribuciones a los jóvenes y aquéllas que constituyen algunos aspectos de la feminidad, tales como la subordinación a los hombres adultos, y una constante batalla por lograr el reconocimiento de derechos y facultades que ostentan.

Así, los hombres jóvenes se encuentran en una fase de doble tránsito. Por un lado miran la adultez como horizonte y, a la vez, la cualidad de hombre. Ambas nociones implican un ejercicio de constantes demostraciones que, si bien no son todas, en mucho coinciden con las exigencias de la masculinidad hegemónica para ser considerado hombre —heterosexualidad, ejercicio del poder e independencia, por ejemplo—; en este sentido, autores como Renold (2003) comentan que esto es demandado a los varones desde la infancia. Es precisamente en el reconocimiento de este doble tránsito donde se hace patente la necesidad de utilizar la categoría hombre joven para el estudio de dicha población en medio de un mundo que, en forma tajante, suele considerar a los jóvenes (hombres y mujeres) como inmaduros, crudos y rebeldes o trabajadores, inteligentes y productivos, según convenga a los intereses de quienes están en el poder (esto sucede también con las mujeres quienes además pueden dedicar toda su vida a reclamar igualdad y equidad para conseguir sumarse obligaciones a las derivadas de sus roles y estereotipos de género y, eventualmente, una posición de hombre que deberán defender mientras la ejerzan).

De la misma forma, se ha comentado por qué puede ser importante el empleo de esta categoría para realizar investigaciones acerca de los hombres jóvenes en la cultura contemporánea. Actualmente, el análisis de la realidad social requiere del trabajo interdisciplinario, del ejercicio de un pensamiento complejo y transgresor de las divisiones conceptuales que parcializan la visión de los seres humanos desde una sola óptica. Se trata, pues, de apostarle a una visión más integradora de esa inmensa totalidad que constituye el género humano.

No se trata "sólo" de sexualizar la juventud, sino de mirarla a la luz de los estudios de género y analizar desde ahí su constitución y entorno. Probablemente los estudios de género, así como los de juventud, puedan enriquecerse y generar conocimiento que ayude a la comprensión de la sociedad.

¿Se podrá? ¿Es posible articular las complejas nociones de juventud con los intrincados y vastos estudios de género (particularmente los de masculinidad) ? Al igual que toda propuesta, sólo se podrá conocer su impacto si se lleva a cabo. Sea pues una invitación a compartir las experiencias con su uso y a continuar en el camino de la construcción del conocimiento.

 

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