Introducción
La finalidad de este artículo es tratar las representaciones sobre los indios en el siglo XIX, durante el periodo de la independencia del Brasil, en especial en el segundo reinado (1840-1889). La unidad de análisis social que llamamos nación está asentada en procesos violentos de sumisión de diferencias, así como en la erradicación sistemática y rutinaria de heterogeneidades y autonomías. Los hechos y personajes de estos procesos son objeto de un fuerte control social y se presentan de forma casi ritual ante las generaciones siguientes, institucionalizados en ciertas formas de percepción y narratividad. La variabilidad de sus usos en contextos sucesivos y diversos no alcanza a debilitar la espesa red de olvidos sobre la cual están asentados estos acontecimientos.
El olvido, e incluso diría el error histórico, son un factor esencial en la creación de una nación, y de aquí que el progreso de los estudios históricos sea frecuentemente un peligro para la nacionalidad. La investigación histórica, en efecto, ilumina los hechos de violencia ocurridos en el origen de todas las formaciones políticas, incluso aquellas cuyas consecuencias han sido más benéficas. La unidad siempre se hace de manera brutal (Renan, 1992: 41-43).1
Las palabras del pensador francés Ernst Renan parecen hacer eco más de 60 años después en otro autor, Walter Benjamin (1986), aunque con posiciones políticas sorprendentemente opuestas:2
Todos los bienes culturales que él [el historiador] ve, tienen un origen sobre el cual no puede reflexionar sin horror. Deben su existencia no sólo al esfuerzo de los grandes genios que los crearon, sino también al tributo anónimo de sus contemporáneos. Nunca hubo un monumento de la cultura que no fuera también un monumento de la barbarie (1986: 225).
Focalizaremos aquí una modalidad específica del olvido de la presencia indígena en la construcción de la nacionalidad, que fue engendrada por manifestaciones de naturaleza artística, por medio del indianismo literario y la pintura académica, aunque se relacione con la esfera política -vía principios de política indigenista y de un proyecto civilizador para el país- al mismo tiempo.
A diferencia de los actos puramente cívicos y políticos, las manifestaciones estéticas expresan con mayor vigor la diversidad y la ambigüedad contenidas en sentimientos, usos y expectativas sociales, y reflejan en sus personajes, tramas y símbolos las contradicciones y deseos que marcan el cotidiano de una época. Lo que moviliza nuestra atención aquí no es el fenómeno estético en sí mismo, sino sus posibles y reiteradas utilizaciones sociales, su adaptabilidad para albergar mensajes políticos -y no puramente individuales-, que explican el significado y el horizonte posible de categorías sociales que les fueron contemporáneas.
El olvido y su modo de existencia
Para que la multiplicidad de situaciones, escenarios y tiempos que integran una nación se refieran a una misma unidad virtual y omnipresente, es necesario que un canal activo de intercomunicación instituya una “comunidad imaginada” (Anderson, 1983). Más allá de las informaciones regulares que circulen por esa red y creen una convergencia de preocupaciones que apunten hacia una agenda común, es preciso disponer algunos iconos respecto al pasado y a la reconstrucción simbólica del origen común de esa colectividad. Es fundamental celebrar a los héroes nacionales y los episodios significativos para consolidar una historia conocida por todos y supuestamente compartida. Esto implica que se constituyan como puntos de convergencia de un amplio abanico de discursos, como elementos de ritualización de las conductas cívicas y factores de inculcación de símbolos y valores.
En este artículo hablaremos de algo que sería como la antípoda -o el área de sombra- de la rica noción de “lugares de memoria” formulada por Pierre Nora (1984). Aunque menos visible y poco destacada, es fundamental para garantizar la unidad y los modos de operar de una colectividad, y asegurar la legitimidad de sus instituciones más centrales y permanentes. No sería tanto el lugar, o los lugares, del olvido sino los efectos múltiples que el olvido acaba produciendo a partir de un conjunto heterogéneo de narrativas e imágenes (Ricoeur, 2000).
El modo de existencia de los olvidos es totalmente distinto al de las memorias públicas y oficiales. Al contrario de los lugares de memoria, los del olvido no poseen monumentalidad, no celebran, no operan con superlativos; disminuyen, empequeñecen los hechos y personajes involucrados; no los tornan sagrados, sino que los presentan más frecuentemente como lúdicos, curiosos, espontáneos. Tampoco son asumidos como centrales respecto a la nacionalidad, sino como periféricos, secundarios, casuales y cuasi anecdóticos. En vez de enormes estatuas de piedra -lenta y superficialmente marcadas por la fuerza de los elementos de la naturaleza-, los efectos del olvido son como ligeras mariposas que nos susurran cosas que nos divierten y encantan.
Lejos de ser un acto único y explícito, material, el olvido es algo cuyos efectos se encuentran dispersos en una multiplicidad de narrativas, leyendas, imágenes. La representación del sensus communis sobre el “indio” -noción utilizada con frecuencia por los antropólogos en sus textos, para distinguirlo de aquellos de las experiencias concretas y singulares rescatadas por medio de sus etnografías- no debe ser interpretada de ninguna manera como algo monolítico, sino como un repertorio de innumerables imágenes y significados, engendrados por diferentes formaciones discursivas y accionados en contextos históricos variados. Dado que es por medio de esas representaciones que los agentes sociales y épocas registrarán, o no, la presencia de indígenas, así como sus relaciones con ellos, es necesario reemplazar la noción simplificadora de error por un esfuerzo de aprehensión de la multiplicidad de sus usos sociales. Por ello, su identificación y análisis es imprescindible para la antropología y para un tratamiento historiográfico de los múltiples usos de la historia, que establecen una postura más vigilante en cuanto a los saberes ya constituidos.
Es necesario un esfuerzo crítico antes de operar con una categoría que alude a la psicología individual. En este plano, el olvido, como un acto fallido, no es perceptible de inmediato para su autor. Su conciencia deriva de una función reflexiva, por lo general resultante de una escucha atenta por otro. Pollak (1986), en su análisis de la experiencia con la memoria y los relatos orales de personas de origen judío que estuvieron presas en campos de concentración alemanes, nos muestra que lo que sucede no es propiamente el olvido, entendido como pérdida efectiva de la memoria,3 pero sí la opción del silencio sobre sí mismo como estrategia de convivencia, que procura evitar nuevas situaciones incómodas y garantizar las condiciones de comunicación de las víctimas en el nuevo ambiente al que fueron a vivir. Incluso en un contexto histórico modificado, aquellos que sufrieron los efectos devastadores de la dominación pueden sentir una gran aflicción al explicar sus memorias, por lo que acaban lidiando con ellas como hechos inefables.
En el plano de la vida colectiva, lo que para el observador externo podría ser asimilado como un olvido o error histórico puede llegar a transformarse, por medio de elecciones estratégicas y circuitos organizados de interacción social, en algo tomado como consensual, naturalizado e internalizado de manera progresiva como un presupuesto discursivo. Los actos jurídicos y las clasificaciones legales asumen un carácter performativo y tienden a transformarse en hechos sociales descritos como verdades históricas (Bourdieu, 1996).
Cuando aumentamos la distancia temporal entre los hechos ocurridos y el registro actual del relato, los entrevistados ya no estarán hablando de acontecimientos en los cuales tuvieron alguna participación, sino de memorias que les fueron transmitidas íntegramente, de un “régimen de memoria” (Johannes, 2001). Allí el silencio puede en efecto transformarse en olvido o en narrativas que en nada se condicen con la historia individual.
Rappaport (2000) ofrece un ejemplo de esta segunda posibilidad cuando muestra cómo la perspectiva histórica de los dominados requiere ser comprendida para abarcar diferentes formas de tradición, como los usos de la geografía, los ritos y las biografías de los caciques, lo que incluye hasta las interpretaciones nativas sobre los documentos legales de creación de “resguardos”.
La historia es una narrativa producida siempre a partir de una contemporaneidad y de una perspectiva específica. Lo que otros vieron y registraron del pasado no es lo mismo que veríamos hoy si estuviéramos allí y fuéramos contemporáneos. Lo que para nosotros es un registro marcado por el olvido puede corresponder a una interpretación estricta y rigurosa, proveniente de fuentes bien determinadas y con frecuencia consagradas. La función crítica, como nos recuerda Benjamin (1986: 225), es detonar la seudocontinuidad de la historia, interrumpir el cortejo en el que los vencedores de diferentes tiempos transmiten entre sí sus trofeos y se identifican mutuamente.
Es importante marcar las diferencias entre la modalidad de olvido que acompañará la formación del Estado brasileño y otras que fueron hegemónicas en contextos políticos diversos, ya sea en el periodo colonial, en la República o en las últimas dos décadas, así como en otros países de Sudamérica (Pacheco, 2008). No obstante, nuestra preocupación aquí es explorar apenas una de esas modalidades, analíticamente y en su especificidad. Más que un examen de los hechos históricos en su encadenamiento e interconexión, las hipótesis que delinearemos a continuación tienen como principal objetivo la comprensión de los juegos políticos e identitarios propiciados por narrativas e imágenes producidas a lo largo del siglo XIX.
El indio colonial como un ser que renace
El régimen discursivo durante la Colonia, en relación con los indígenas, giraba en torno a la oposición entre “indios mansos” -considerados, sin distinción legal, como “vasallos del rey”- e “indios bravos” -considerados enemigos, a los cuales había que hacerles una guerra justa y promover descimentos4 con la intención de reducirlos y catequizarlos-. La “guerra justa” era un procedimiento que integraba este complejo de actitudes. Nunca fue seriamente cuestionado en su esencia, sino sólo en sus excesos e ilegalidades.
Los hechos históricos y literarios que se tornaron memorables y dignos de registro colocaron el énfasis en el bautismo y en la alianza con los portugueses; celebraron el nacimiento de un nuevo hombre, un súbdito fiel del rey de Portugal.
Así fue con Tibiraçá en São Paulo, con Araribóia en Río de Janeiro, el cacique Arcoverde de los tabajaras en Pernambuco, y más tarde, con Antonio Felipe Camarão en Potiguara. Los líderes indígenas asociados a los franceses y holandeses fueron, al contrario, calificados como “traidores” y recibieron los peores castigos sin que los narradores se apiadaran de ellos en lo más mínimo. El destino de la población autóctona era fundirse con los portugueses y dar origen al pueblo que habitaría la colonia. El fin del indígena era el abandono de su condición de pagano e infiel, no una muerte sino un renacimiento, sin importar cuánto pudieran perturbar la escena otros hechos -¡feos!- considerados menores.
Rupturas con el régimen discursivo colonial
La Independencia desencadenó un complejo conjunto de procesos que alteró el régimen de memoria en relación con los indígenas. La atención de políticos, legisladores y autoridades se desplazó hacia los “indios bravos”, que imponían límites a la expansión de la colonización, mientras los “mansos”, los indios coloniales, ya estaban integrados de alguna forma en la vida económica y social de la antigua Colonia.
A finales del siglo XVIII y en las primeras décadas del XIX, el problema de cómo tratar a los “indios bravos” fue una preocupación recurrente para las autoridades y la elite dirigente. El documento que ofreció los lineamientos básicos para la política indigenista que sería adoptada en el periodo posterior a la Independencia fue el famoso “Apuntes para la civilización de los indios bravos del imperio del Brasil”, escrito por José Bonifácio de Andrade e Silva (1992).5 En la primera Asamblea Constituyente convocada en Brasil, el documento recibió un parecer favorable y fue aprobado el 18 de junio de 1823.
A pesar de no haber sido votado ni incorporado al texto constitucional, los “Apuntes” se transformaron en un referente esencial tanto para la comprensión de la legislación en el periodo imperial como para el propio pensamiento político y el imaginario nacional en formación. Su lectura constituye una pieza indispensable no sólo para la comprensión de las estructuras administrativas y los valores subyacentes a la actuación del imperio en la cuestión indígena, sino también para el entendimiento de la propia sociedad y la nación brasileña en su periodo de formación.
En el texto, Andrade e Silva expresa con claridad su desacuerdo en cuanto a la aplicación de la “guerra justa” en las relaciones del Estado con las poblaciones autóctonas: “fue ignorancia crasa, para no decir brutalidad, querer domesticar y civilizar indios por la fuerza de las armas, y con soldados y oficiales en su mayoría sin juicio, prudencia ni moralidad” (1992: art. 7). Manifiesta su desagrado al ver “en estos últimos tiempos, en un siglo tan iluminado como el nuestro, en la corte del Brasil, que los botocudos, puris y los bugres de Guarapuava fueron convertidos, otra vez, de prisioneros de guerra a miserables esclavos” (1992).
En el contexto de la Independencia, la significación -incluso demográfica- de los “indios bravos” no podía ser subestimada. Un censo de parroquias realizado en 1816 por el consejero Veloso calculaba la población del país en 3.2 millones de personas, sin contar a los “indios bravos” estimados por él en aproximadamente 800 000. O sea, una cuarta parte de la población censada.
Para Andrade e Silva, llamado “patriarca de la Independencia”, la estrategia de construcción del país exigía que se atrajera a los indios con justicia y blandura, pues él los consideraba “capaces de civilización” en todo (1992: 352). A diferencia de los relatos de algunos misioneros y cronistas del siglo XVI, Andrade e Silva no veía a los indígenas como habitantes de un posible paraíso terrenal ni como portadores de una natural propensión para el pecado y el mal. En su visión, “el hombre primitivo no es ni bueno, ni naturalmente malo; es un mero autómata, cuyos engranajes pueden ser puestos en acción por el ejemplo, la educación y beneficios” (1992).6 El modo de incorporar a los indígenas a la nación en formación parecía exigir la institución de la tutela sobre los “indios bravos”, es decir, aquella parte de la población autóctona que aún se mantenía apartada de la civilización. Los misioneros serían los más capacitados para actuar con justicia y blandura; igualmente, la apertura al comercio sería un instrumento importante.
La emancipación política traería una nueva mirada sobre las poblaciones autóctonas: ya no sólo como paganos que se convertían en posibles súbditos de la Corona portuguesa, sino como dueños originales y legítimos de estas tierras, aquellos que precedieron a los portugueses. De cierto modo, podían ser considerados los primeros brasileños.
En manifestaciones eruditas, como la poesía y la literatura, también se expresaba un fuerte sentimiento nativista y los indígenas fueron utilizados con frecuencia como símbolos de la joven nación, no puramente europea. En 1836, Gonçalves de Magalhães -quien dos décadas más tarde publicaría el poema épico La confederación de los tamoios (1857)- lanzó las bases del movimiento romántico en el Brasil (Gonçalves de Magalhães, 1836). Algunos años después, en 1843, Antonio Gonçalves Dias (1969b) escribió la Canção do exílio7 y publicó sus poemas en tres libros sucesivos en los que ya delineaba el indianismo con enorme vigor (Gonçalves Dias, 1847; 1848; 1851). En 1857 fue publicado, y dedicado al emperador Pedro II, el poema Os timbiras (Gonçalves Dias, 1857), el cual, según su autor, correspondía a la epopeya de la Ilíada, “una Ilíada americana”. Ese mismo año, con la edición del poema también épico de Gonçalves de Magalhães, se dispuso el conocimiento de la poesía indianista en su plenitud.
La colonización era fuertemente criticada por sus efectos nefastos sobre los indígenas:
América infeliz, ya tan dichosa
antes que el mar y los vientos no trajeran
a nosotros los hierros y los cascabeles de Europa
Viejo tutor y avaro te codició, desvalida pupila
(Gonçalves Dias, 1997a: 63).8
Para pensar en la relación colonial, el autor utiliza la figura jurídica de la tutela: Europa es masculina, vieja y sagaz, mientras que América es una mujer joven e indefensa, y la colonización debe equipararse con una violación. Cuestiona con mucha firmeza los valores de la colonización:
Llámele progreso
Cuando del exterminio secular se ufana
Yo, modesto cantor del pueblo extinto
Lloraré en los vastísimos sepulcros que van de los Andes y del Plata
Al amplio y dulce mar de las Amazonas (1997a: 62).9
Señala también las deformaciones que la joven nación deberá purgar debido a sus orígenes: “Dios no perdona los crímenes de las naciones” (1997a: 62).10 Al referirse a las luchas entre los europeos para adueñarse de América, no establecía diferencias entre holandeses, españoles, franceses y portugueses, los acusaba a todos de estar “despedazando entre sí vuestro dominio / ¿cual si vuestro no fuera?” (1997a: 62).11
El propio descubrimiento, con la llegada de las carabelas portuguesas, es repensado en términos de revuelta y tragedia anunciada, con una retórica inspirada, no en tradiciones indígenas, sino en el Apocalipsis según san Juan:
Blancas alas abriendo al tifón, como una bandada de cándidas garzas
que en los aires planeando, allá van […]
Nuestras tierras demanda, rastrea...
ese monstruo -¿qué es lo que viene aquí a buscar?
¿No sabéis lo que el monstruo procura?
¿No sabéis a qué viene, lo que quiere?
¡Viene a matar vuestros bravos guerreros
viene a robarnos la hija, la mujer! (1969a: 48)12
La identificación del poeta y su lector con los indígenas pasaba por una postura nativista de valorización de las cosas brasileñas en oposición a aquellas vistas como extrañas, artificiales e importadas:
No me deslumbra la luz de la vieja Europa
Ha de apagarse, pero que la inunde ahora
y nosotros... absorbimos leche mala en la infancia
fue corrompido el aire que respiramos (1997a: 30).13
El autor se autorrepresenta como un hijo de la tierra, con nuevos temas y un nuevo lenguaje, en el que incorpora extensamente vocablos y expresiones de la lengua tupi, con descripciones detalladas de la naturaleza tropical:
Cantor de las selvas, entre bravas matas
áspero tronco de palmera escojo
unido a él soltaré mi canto
mientras el viento en los palmares zumba
rugiendo los largos abanicos encontrados (1997a:30).14
La inspiración poética debía surgir de “un sitio en el que mis ojos no descubran, triste parodia de remotas tierras” (1997a: 62-63).15 Pero la evaluación sobre los indígenas no deja dudas: se trata del “pueblo americano, ahora extinguido” (1997a: 29).16 Como veremos a continuación, la lírica indianista se remontaba sólo al pasado más remoto, con el relato de la noble vida de los indígenas antes de la llegada de los portugueses.
Es importante destacar desde ahora que ese modo de pensar tendría consecuencias sociales muy negativas para los indios reales, funcionaría como una especie de certificado poético de la inexistencia o irrelevancia de los indígenas contemporáneos17 y justificaría políticas que implicarían grandes perjuicios para estos pueblos.18
El indio como exterior a la nación
Los esfuerzos de constitución de una historia, una identidad y una cultura propias, luego llamadas nacionales, condujeron a una sacralización cívica de personajes, obras y situaciones erigidos en una memorabilia que sería la esencia institucional y simbólica de la joven nación. Los indígenas no están en el foco central de esos faros potentes, deben buscarse en los senderos de lo curioso, lo exótico, lo accidental. A la inversa, deben ser capturados a contraluz, como sombras y ruidos, como lo no dicho.
Las imágenes y narrativas producidas sobre los indígenas no son uniformes ni remiten a una representación única. Nunca fabricadas por ellos, sino por un doble -otro, siempre mutable y distinto- proporcionan discursos bastante diferenciados y hasta antagónicos entre sí, y sirven a finalidades que pueden contradecirse mutuamente.19
Sin embargo, la transmisión de un saber en otro contexto histórico no es un hecho mecánico ni un producto exclusivo de estructuras inertes e inconscientes. Más bien, como advierte Bourdieu (1996), pasa por la apreciación de creadores -en poesía, novela, pintura, escultura, música y teatro-, críticos y públicos diferenciados que imprimirán nuevos significados a estas obras. Algunas veces esos significados son opuestos a los anteriores, aunque con frecuencia sean de nuevo presentados bajo el signo de una pura continuidad.
Las narrativas e imágenes son puestas en circulación por la sociedad. Se convierten en hegemónicas no sólo cuando otorgan significado a las experiencias intelectuales y afectivas de su autor, sino también cuando alcanzan un campo más amplio de actores e instituciones, y salen del circuito de creadores y especialistas, llegan al público virtual de una sociedad o de una época, y transforman en capilaridad aquello que Benjamin (1986) llamó “tributo anónimo”.
Para pensar en la singularidad de la nación brasileña, en un primer momento los indígenas ocuparon un lugar destacado en las representaciones engendradas por las camadas populares,20 y más tarde, por los círculos eruditos. Si en algunas ocasiones el indio llegó a ser un extravagante símbolo de la nacionalidad, en aquellas producciones en las que la memoria colectiva comienza a ser institucionalizada y publicitada de manera efectiva, el indígena pasa a ser visto como testigo eventual y pasivo de la historia, como sucedió en el cuadro sobre la primera misa.
La más famosa de estas pinturas es la Primera misa en Brasil, realizada por Victor Meirelles (1860). Durante su estadía en París, Meirelles debe haber visto, o tomado conocimiento, del cuadro de Horace Vernet, titulado Première Messe en Kabilie, presentado en el Salón, en 1855.21
Las semejanzas se limitan a mostrar el lugar de la celebración religiosa en la expansión de los europeos sobre regiones ocupadas por pueblos paganos. Jorge Coli (2000: 114) observa cómo Meirelles da al tema un tratamiento radicalmente diferente al que le da Vernet, pues toma distancia en relación con la escena principal, mientras Vernet busca marcar con precisión la celebración religiosa. Meirelles se sirve de un formato horizontal que favorece la inclusión del paisaje y de la propia mirada del espectador, en oposición al formato vertical del cuadro de Vernet y a la supuesta mirada jerárquica y organizadora a la que éste induciría. Trabaja también con un pasaje de tonos de gran suavidad, en contraste con los uniformes y bayonetas de los soldados en Vernet.
La incorporación de poblaciones no cristianas debido a la expansión comercial y militar de Occidente, vistas a través de las pinturas de Vernet y Meirelles, apelan a visiones antagónicas. En el primer caso, las diferencias culturales son evidentes y apenas se refieren a superposiciones; en el segundo, la composición del cuadro apunta hacia una posible fusión en la que el encuentro de civilizaciones se revela, en la expresión de Coli (2000), como una especie de “útero fecundador” de la nacionalidad. Sin duda, tales aspectos fueron importantes para el gran éxito de la obra de Meirelles, expuesta primero en el Salón de París en 1861 y durante el mismo año en Río de Janeiro, por lo que su autor obtuvo el cargo de profesor honorario de la Academia Imperial de Bellas Artes (AIBA) y el grado de caballero de la Orden Imperial de la Rosa.
La calurosa acogida obtenida en el contexto cultural que delineamos más arriba no debe excluir lecturas críticas, en particular en el tratamiento dado a los indígenas. Al destacar que el foco de la pintura está colocado en el altar, Mônica Cadorin observa que ellos serían “meros espectadores de un ritual que no comprenden”, lo que revela un “total desconocimiento de lo que está sucediendo” (1997: 168). En un trabajo comparativo sobre la construcción de iconos de la nacionalidad entre Brasil y Estados Unidos, Dinah Guimarães (1998) llama la atención hacia cómo, en la pintura de Meirelles, los indígenas son presentados como seres de la naturaleza que permanecen a contraluz y se integran al paisaje, mientras presencian de manera pasiva la celebración del episodio inicial de la historia de Brasil.
Desde la pretendida y aclamada fundación de la nación -engendrada en el Segundo Imperio y en el momento de consolidación de instituciones centrales de la cultura y la administración pública-, los indígenas no son, de hecho, actores efectivos ni testigos por sí mismos válidos o fidedignos. A pesar de no estar completamente ausentes ni ser tratados como oponentes, tampoco se les confiere la condición de partícipes del proceso, investidos, por lo tanto, de obligaciones y derechos. Esta ambigüedad fundadora -bajo la fascinación de una aparente armonía e integración más profunda, cuasi vegetal, con el medio ambiente- pondrá en marcha la producción de los efectos del olvido.
El indianismo en Brasil
Para la elite que promovió la Independencia y se constituyó al mismo tiempo que las estructuras estatales básicas, había un dilema evidente. Por un lado, necesitaba, de manera desesperada, distinguirse de la elite portuguesa, para instituir su propia legitimidad y pregonar su longevidad. Tener una visión positiva de los indígenas y valorarlos como precursores de la nacionalidad parecía la vía más simple y lógica para afirmar la singularidad y antigüedad de la joven nación. Por otro lado, los indios, como los esclavos negros, no eran aceptados como integrantes de la vida política, aunque por razones diferentes. Para engendrar una historia y una identidad nacional, los letrados y miembros de la elite tenían que hablar del exterminio de los indígenas y explicar cómo había sucedido. ¿Cómo, sobre semejante culpa, podría erguirse la nación que se pretendía eternizar?
El indianismo que floreció en Brasil tuvo características muy contrastantes con las formas narrativas e imágenes que, algunas veces con el mismo nombre, se desarrollaron en Latinoamérica. Con frecuencia, estas últimas derivaron de procesos posteriores a la formación de estructuras estatales y estaban permeadas por el Iluminismo francés, por ideales republicanos y anticlericales, influidas algunas veces por doctrinas socialistas y populistas. Los autores que las pusieron en práctica tuvieron experiencias directas de la vida rural, compartieron el cotidiano de comunidades indígenas, vieron actualizarse tradiciones culturales diferenciadas y asumidas como autóctonas.
El indianismo brasileño, al contrario, estaba basado en el Iluminismo portugués, monárquico y clerical, que procuraba mantenerse siempre distante del radicalismo francés. Sus practicantes no se apoyaban en vivencias directas, sino principalmente en la literatura colonial, construían personajes indígenas que reunían trazos culturales dispares y jamás adoptaban como referencia algún indio contemporáneo y real. Este indianismo tampoco expresaba demandas y movilizaciones actuales de algún segmento de la población, sino una lucha exclusivamente simbólica entre componentes de la elite.22
Mientras para los indianistas latinoamericanos la destrucción de las comunidades indígenas era algo todavía en curso, un fin doloroso y tal vez inevitable para las luchas del presente, para el indianismo brasileño el indio era apenas un hecho del pasado más remoto. La muerte, tema tan frecuente e importante para el romanticismo, se transformó en un tropos fundamental para pensar en el indígena en el siglo XIX, durante la formación del Estado brasileño.
La muerte gloriosa de los guerreros
Uno de los más famosos poemas indianistas de Gonçalves Dias tenía como espina dorsal de su creación artística el tema de la muerte gloriosa y edificante. La escena era la de un bravo guerrero tupi que, habiendo caído prisionero de los timbiras, debía pasar por un ritual antropofágico en el que desafiaría a sus matadores y los amenazaría con la venganza futura de sus parientes: “soy bravo, soy fuerte; soy hijo del norte; mi canto de muerte; guerreros oíd” (1997b: 13-14).
El escenario es América antes de la llegada de los europeos. Toda la trama tiene por objetivo mostrar cómo, entre los indígenas, el coraje -en tanto valor social y marca de honra- debe predominar sobre los sentimientos familiares y la piedad. Según las tradiciones de los pueblos guerreros, la muerte en combate o en el ritual antropofágico no es el fin, sino la expresión natural de un ciclo de la vida social, con una venganza anticipada y la reafirmación de la honra individual y colectiva. Ni siquiera el amor filial puede ser virtuoso si se opone a la muerte gloriosa del guerrero. El propio título del poema ya apuntaba hacia eso: “I-Juca-Pirama” significaría, en tupi, “lo que ha de matarse, lo que es digno de ser matado” (1997b: 13-14).
En 1874, en una de sus últimas obras, clasificada por él, no como novela, sino como una leyenda tupi, José de Alencar se dedicó a pensar en los indígenas en un contexto puramente precolonial. Ubirajara era un joven guerrero araguaia, intensamente amado por Jandira. En una incursión a las tierras de los tocantins conoce a la virgen Araci. En función del coraje y la destreza que demuestra en las guerras realizadas por los araguaia, Ubirajara resulta elegido para la jefatura. Sin embargo, regresa a la aldea de los tocantins y disputa con otros guerreros la posibilidad de desposar a Araci. Al final, Ubirajara se transforma en “el jefe de jefes y señor de las florestas”, une a los araguaias y tocantins en una poderosa nación que adopta el nombre del héroe y que aún controlaba los sertones cuando llegaron allí “los caramurus, guerreros del mar” (Alencar, s. f.: 141-142).
Al contrario de la ferocidad y el primitivismo con que los indios fueron descritos antes en las fuentes coloniales, José de Alencar pretendía que por medio de su narrativa el lector compartiera el orgullo de ser descendiente de esos pueblos. Por ello, como observa Cavalcanti Proença, Alencar configuró a los indios como “guerreros valientes, amigos leales, esposas dedicadas hasta el sacrificio”, de modo que la nacionalidad encontrara sus orígenes allí (s. f.: 21).
Es importante percibir cómo el tema de la antropofagia, tan neurálgico para las evaluaciones occidentales sobre los indígenas, recibió un tratamiento completamente diferente entre los autores indianistas y los cronistas coloniales.
A diferencia de estas últimas fuentes, que siempre expresaron su profundo rechazo e indignación frente a la antropofagia, Gonçalves Dias la trataba simplemente como parte de un complejo cultural propio a las sociedades guerreras, que destacaba el coraje y la virtud individual de sus personajes. Por su parte, Alencar la consideraba una institución característica de ciertas sociedades indígenas y la relacionaba directamente con la distribución interna de la honra y el prestigio, tratamiento semejante al que haría el antropólogo Florestan Fernandes (1970) en el siglo siguiente. Ambos están muy distantes de la postura del modernismo, que se propuso invertir la evaluación de los cronistas al transformar la antropofagia en un instrumento de la nacionalidad, aunque sin cuestionar la naturaleza de las representaciones coloniales sobre ella (Rouanet, 1999: 417-440).
En la muerte gloriosa, que estuvo asociada a la lírica del nativismo, los más valientes guerreros encuentran el fin más elevado, pues reafirman los valores individuales y grupales al tiempo que aseguran la continuidad de la vida social. Es una muerte que debe ser imitada; ejemplar, ritualizada, plena de sentido, anticipada, sabida y pública, que se encuadra en la modalidad que Ariès llama “domesticada” -apprivoisé- (1975: 28).
Si en la visión colonial el destino del indígena es su renacimiento como cristiano, acto perpetrado por el brazo colonizador, aquí todo se invierte: es el indígena por sí mismo y por su cultura quien alcanzará la inmortalidad; la intervención externa es apenas engaño y rapiña. Aunque muy raramente se reporte al indianismo, el discurso del indigenismo militante de la segunda mitad del siglo XX es deudor de las narrativas e imágenes asociadas a esta primera modalidad de muerte.
La muerte trágica de los indígenas
La era de apogeo de la pintura histórica fue el siglo XIX, cuando funcionó como instrumento auxiliar en la construcción de la nación y en la nacionalización del pasado.23 Por la apertura de la primera sesión pública de entrega anual de los premios, en 1839, Félix Émile Taunay, primer director de la AIBA, proclama:
Será necesario que la patria vigile cuidadosamente la educación de los propios artistas, porque si se les inculca sólo la práctica y la mecánica de su profesión, serán únicamente obreros minuciosos; si por medio del ejercicio se despierta en ellos el sentimiento del bello físico y la capacidad de su expresión, serán excelentes productores de poesía muda; pero si, con suficiente instrucción, la buena educación y el amor a la virtud vivificaren sus poderes, serán miembros utilísimos de la asociación política (citado en Santos, 1997: 129).
En el caso brasileño, esto se manifiesta en una simple lista de las obras dirigidas a la construcción de episodios de la historia nacional, realizadas de 1840 a 1890 por autores vinculados a la AIBA: de Rafael Mendes de Carvalho, Desembarque em Porto Seguro (1842); de Manuel Joaquim Corte Real, Nóbrega e seus companheiros (1843); de Victor Meirelles, A Primeira Missa no Brasil (1860), Combate Naval do Riachuelo (1872), Passagem de Humaitá (1872), Juramento da Princesa Isabel (1875) y Batalha de Guararapes (1879); de Pedro Américo, Batalha do Avaí (1879) y Grito do Ipiranga (1885).
La segunda muerte de lo indígena es trágica, expresada con mucho esmero en la pintura académica. Sin duda, estamos ante una modalidad de muerte que acompaña el largo siglo XIX, lo que Ariès llamó, por sus componentes de estupor, sufrimiento y dramatismo, “la muerte del otro” (1975). Aquí no entran elementos de continuidad, es la muerte en su aspecto final, último.
El objetivo más noble de la colonización era la transformación del indígena en un cristiano, la salvación de su alma, lo cual implicaba un renacimiento espiritual. Con el Iluminismo y la supresión de la “guerra justa”, el indígena comenzó a ser pensado ya no sólo como pagano, sino como hombre susceptible de dolor y sufrimiento. En este contexto, en el siglo XIX, la muerte del indígena será descubierta como fenómeno estético por la pintura académica brasileña, influida no sólo por el estilo neoclásico sino también por las adaptaciones introducidas por Debret,24 y más tarde, por el romanticismo académico -pompierismo- que imperaba en los ateliers de París, en los que se encontraban becados alumnos premiados por la AIBA. La tendencia del romanticismo a abarcar la existencia humana en su dimensión trágica y destacar aspectos a veces lúgubres contribuyó seguramente para tal elección (Sá, 1997: 163).
El primer movimiento en esa dirección fue el de Meirelles, quien se inspiró en un poema épico arcádico escrito en el siglo XVIII por fray José de Santa Rita Durão, agustino nacido en Brasil, aunque educado y residente en Portugal. Editada por primera vez en 1781, en Lisboa, la obra fue reimpresa en el contexto del segundo reinado (Durão, 1845). Identificada por algunos como “el más brasileño de nuestros libros” (Romero y Ribeiro, 1906), el objeto de su poesía es la existencia aventurera del náufrago portugués Diogo Álvares, Caramuru, casado con la princesa indígena Paraguaçu, después bautizada como Catarina, que se convierte en señor de aquellas tierras y contribuye, con su extensa prole, a la creación de la primera capital colonial de los portugueses en América.
Sin embargo, la recuperación que Meirelles realizó de aquella narrativa se filtra a través de otro personaje, Moema, quien ocupaba un lugar periférico en el relato. Moema, quien incluso da título a esta bella obra, es la india que, al ver a Caramuru marcharse hacia Europa con Paraguaçu como su única esposa, se lanza al mar y nada junto a la carabela hasta perecer ahogada. El cuadro, uno de los más valorados del autor, recrea una atmósfera lírica.
La utilización del desnudo es un medio para exhibir la visceralidad del sufrimiento. El cuerpo de la india arrojado en la playa mantiene su integridad y dignidad, mientras una primorosa recomposición del paisaje, con una playa desierta y un escenario de nubes, sugiere el mundo etéreo e ilusorio de su alma (Cadorin, 1997: 167). Lo que la pintura celebra es el amor idílico de una india por el colonizador, en una opción que, llevada al extremo, termina con el sacrificio trágico de la propia vida.
Durante este periodo histórico, el tema de la muerte aparece sistemáticamente asociado a los indígenas. Más allá de los ejemplos que destacamos, podemos citar también Lindóia, aproximadamente de 1870, de José Américo de Almeida; Moema, de Rodolpho Amoedo; Moema, de Décio Vilares,25 y Las exequias de Atala (1878), de Augusto Rodrigues Duarte.26
Para cerrar este tema, deberíamos pasar por el conocido cuadro titulado El último tamoio, realizado por Rodolpho Amoedo en 1883. Como en los ejemplos anteriores, se trata de la transposición de un poema épico a una pintura marcada por el romanticismo. La inspiración es La confederación de los tamoios, publicada por Domingos José Gonçalves de Magalhães, en 1857. En vez de retratar imágenes de combates y actos de heroísmo, lo que el pintor exhibe es el crudo final de la conquista de la bahía de Guanabara -Río de Janeiro- por los portugueses, por medio de un indígena agonizante y un misionero que procura ampararlo.
El exterminio de los tamoios es presentado en una dimensión puramente individual. No hay señales de contiendas o luchas, no se ven armas de vencedores o vencidos ni banderas y trofeos. La desnudez de su cuerpo es testigo de su plena humanidad; la muerte, la expresión bruta de un destino común. El manto negro del jesuita que se esfuerza por ampararlo -tal vez le administra los sacramentos, aunque impotente para detener su muerte- nos enfrenta a otra conclusión: la desaparición de los indígenas es inevitable, una fatalidad que ni el más elevado ideal cristiano consigue detener.
En los personajes femeninos, como Moema y Lindóia, esto es relativamente atenuado por soluciones estéticas, mientras se exacerba al extremo en el personaje masculino. El vencido y moribundo tamoio de Rodolpho Amoedo, explícitamente titulado “el último”, es la exhibición cruda de la incompatibilidad del indígena con la colonización, así como de la inocuidad de los esfuerzos humanitarios para salvarlo de una desaparición inevitable. La tragedia indígena, o bien se recupera apenas para hablar de sufrimientos universales, o se particulariza como un destino inexorable, sin implicar culpas ni evocar fuertes recuerdos. Esta representación se encuentra muy diseminada en las esferas eruditas y en el sentido común.
La muerte como síntesis y simbiosis
La tercera muerte es la de Iracema. Su nombre corresponde a un anagrama de América, creado por José de Alencar (1865). Con el tiempo y el extraordinario suceso de la novela de amor entre una joven indígena y un soldado portugués, Iracema se transformó en un nombre común para las niñas brasileñas. Las reediciones del libro -en formatos populares y legitimada en libros didácticos- contribuyeron para que el personaje y la narrativa, fuertemente idealizados y valorizados, resultaran ampliamente conocidos en el país.
El efecto literario buscado por Alencar no era la desaparición completa del indígena o su olvido. Iracema fue consumida por la gestación de su hijo, era un puente para él. Es en él, en el primer brasileño, en quien ella sobrevivirá como en una metamorfosis. Iracema no es la celebración nostálgica de un pasado indígena -visto como extinguido y pretérito, como en el caso del indianismo de Gonçalves Dias- sino la afirmación de lo mestizo, resultado de la conjunción entre colonizador y colonizado. O sea, su herencia es el surgimiento de una categoría que es síntesis de experiencias contrastantes.
Su muerte es cuasi vegetal, en ciertos aspectos parece más una adaptación simbiótica o un fototropismo, pues no implica una ruptura violenta. De ella resulta un ser nuevo, no un puro espejo indígena del colonizador, el “indio cristianizado” del antiguo mundo colonial, orientado a olvidar y rechazar sus orígenes paganos. Tampoco es un colonizador culpable. Quien surge allí es el señor y amante de aquella naturaleza, heredero de derechos y títulos por línea paterna, de obligaciones y sentimientos por la sangre materna.
La singularidad de este personaje provendrá del reconocimiento de esta doble herencia, pautada por los cánones europeos en su proyecto civilizador, aunque cargada de nostalgia por el paisaje de su madre-tierra. Joaquim Nabuco señalaba una sufrida paradoja vivida por la elite brasilera -imperial, y más tarde, en la llamada República Vieja-, en la que “el sentimiento en nosotros es brasileño, la imaginación es europea” (1966: 67). Iracema fue la imagen que tornaba indecible la muerte del indígena, mientras accionaba una operación metonímica que permitía hablar de la importancia y la belleza de los orígenes autóctonos.
Conclusión
Por medio de los haces de significados que analizamos más arriba, las muchas y celebradas muertes de los indígenas engendraron efectos sociales que implicaron una modalidad peculiar de olvido, subyacente al proceso de formación de una identidad nacional. Constituyen el sustrato de una creencia común y muy arraigada en la que el indio es objeto de una historia que antecedió a Brasil y le es visceralmente extraña. Por ello, las narrativas e imágenes de indígenas que no se encuadraron directamente en el estereotipo colonial del “indio bravo” fueron condenadas a un régimen de invisibilidad y tuvieron, o bien su existencia cuestionada, o su legitimidad rechazada.
A excepción de los antropólogos, los indigenistas o los propios indígenas, quienes forman sus convicciones a partir de una experiencia directa, todos los actores sociales conciben al indígena por medio de herramientas narrativas y visuales como las que se consideraron aquí. Sólo los hechos históricos de hoy, con el resurgimiento de reivindicaciones étnicas y movilizaciones indígenas en muchas regiones de antigua colonización, en el noreste, centro-oeste y Amazonas, ponen en jaque esos discursos y las certezas que los sustentan (Pacheco, 2004). Las propias estrategias indígenas deberán, necesariamente, lidiar con esos modos de pensar, construir argumentos contra los prejuicios que destilan y explorar sus contradicciones mutuas.
Con la República y la implantación del indigenismo rondoniano pautado en la doctrina del positivismo comteano, los indios ya no serán representados sólo de la forma que consideramos con anterioridad, sino como testigos de etapas rudimentarias de la humanidad que necesitan ser protegidos y tutelados. A partir de entonces, les es concedida la posibilidad de habitar apenas en los límites extremos del país, en las longitudes agrestes de las mesetas y florestas, en condiciones que antecederían a la llegada de la civilización. Con ellos se reviviría el mito del descubrimiento y de viejas categorías coloniales, como la de “pacificación”.
Sin cruces cristianas, aunque bajo la tutela estatal -ahora laica-, Brasil caminaría en el siglo XX hacia la conquista e incorporación del interior. Nuevas tecnologías y medios de comunicación serían accionados: las imágenes no corresponden más a grabados y dibujos, sino a películas y fotografías; las narrativas no fluyen de poemas y novelas, sino de reportajes y entrevistas. La conquista de los sertones y la “pacificación” de los indios fueron retratadas en las filmaciones del mayor Thomas Reis sobre los trabajos realizados por la Comisión Rondon.27 Según esa perspectiva, el indio todavía podía ser encontrado sólo en esas fronteras, así como en el pasado más distante. Asociada a haces de significados antiguos y nuevos, la tutela jurídica y administrativa requeriría un nuevo régimen de memoria.