Presentación
La idea de herencia ampliada fue erigida en un leitmotiv de lo que se ha dado en llamar ‘Síntesis Extendida’ (Diéguez, 2021: 35).1 Dicha idea, entretanto, al menos tomada de la forma en que se la viene utilizando, lleva a ignorar una de las marcas distintivas de lo que clásicamente se ha entendido por transmisión hereditaria: su estrecha asociación con el proceso de reproducción (cfr. Lalande, 1947: 411). Eso conlleva una dificultad quizá muy puntual, pero también importante: dejando de lado el vínculo entre herencia y reproducción se hace difícil delimitar una noción de variación heredable que pueda operar, como de hecho lo hace, en el marco de la Teoría de la Selección Natural. Ésta supone, en efecto, una noción vertical de herencia, es decir, una noción restringida de herencia que sólo contemple a esos recursos ontogenéticos trasmitidos a través del proceso reproductivo (cfr. Merlin: 2014; 2017). Las variantes fenotípicas son seleccionables en tanto surjan en virtud de recursos ontogenéticos que sólo se transmiten de progenitor a progenie; a eso alude la noción de variación heredable que está en el centro de la teoría darwiniana (Caponi, 2020a).
Sin impugnar ese concepto amplio de herencia, estandarte de la Síntesis Extendida, en el argumento que desarrollaré me limito a defender la pertinencia y la necesidad de preservar, y de no desconocer, la especificidad y la relevancia explicativa de un concepto restringido, quizá clásico, de herencia. Un concepto que, sin homologar herencia a transmisión de genes, sólo alude a esos recursos ontogenéticos que se transmiten a través del proceso reproductivo (cfr. Merlin, 2014 y 2017). Aunque no dejaré de examinar la importancia que dicha noción restringida de herencia reviste para las explicaciones por selección natural en general, mí interés reside en una cuestión más particular: la importancia de dicha noción para esas explicaciones selectivas que apelan a lo que algunos teóricos de la Síntesis Extendida denominan herencia de nicho (cfr. Laland, Feldman y Odling-Smee, 2001: 119; Odling-Smee, 2010: 180). Lo ofrecido como parte de ese colectivo, que es la herencia ampliada, presupone, para poder ser pensado, la últimamente un poco opacada especificidad de una noción restringida, y en cierto sentido clásica, de herencia.
Herencia, desarrollo y selección natural
Uso aquí la expresión “recurso ontogenético”, como equivalente de la expresión inglesa “developmental resource”, para aludir a cualquier factor o material involucrado en el desarrollo de un ser vivo; ciertamente, eso incluye un conjunto muy amplio compuesto por elementos sumamente heterogéneos. Las secuencias de ácidos nucleicos, llamadas genes, son recursos ontogenéticos importantes (Morange, 2001: 46), pero también los nutrientes que sustentan a un ser vivo a lo largo de su ciclo vital, posibilitando, y hasta determinando, ese proceso (cfr. Bonduriansky y Day, 2018: 13). Sin estos recursos, la ontogenia no ocurriría, o se daría de otra forma. El desarrollo de la musculatura de un individuo depende de una norma de reacción genéticamente acotada (Lewontin, 2000: 22), sin embargo, que dicho individuo alcance cierto nivel de desarrollo muscular, y no otro cualquiera, dependerá de factores ambientales como la alimentación y el ejercicio (cfr. Bonduriansky y Day, 2018: 14). Por lo mismo, si consideramos la metamorfosis de los batracios, también podemos decir que allí la luz solar es un recurso ontogenético crucial.
Entre los ácidos nucleicos y la luz solar hay una diferencia importante no soslayable. La luz solar, más allá de su importancia como recurso ontogenético en la metamorfosis de una rana, existe y perdura con total independencia de los progenitores de los renacuajos; en cambio, los ácidos nucleicos que, conjuntamente con una gran cantidad de factores, pautan la ontogenia de dichos renacuajos suponen la mediación de sus progenitores: sin ellos, esos ácidos no existirían. Estos recursos ontogenéticos son producidos y transmitidos por los progenitores de la nueva generación, ahí hablamos de herencia; no parece adecuado hacerlo, de la luz solar, pese a su innegable importancia como recurso ontogenético. Hay casos donde esa discriminación entre recursos ontogenéticos hereditarios y no hereditarios parece menos clara, como ocurre con las interacciones sociales, mediadas por un idioma, que son necesarias para el desarrollo del habla. Esas interacciones y ese idioma no existirían sin la población, donde la ontogenia del individuo desarrolla esa facultad. Ahí hay algo que no se da en el caso de la luz solar, estamos ante recursos ontogenéticos producidos por una población y transmitidos de una generación a otra.
Sin ese idioma, y sin la red de interacciones sociales que una generación lega a la siguiente, el desarrollo del habla sería imposible; y, en este sentido, es muy difícil decidir si, en la ontogenia de esa capacidad, la disponibilidad de los recursos simbólicos es más o menos importante que los recursos genéticos allí involucrados, aunque ambos recursos son imprescindibles. Sin la mediación de los genes pertinentes, las interacciones sociales serían incapaces de estimular el desarrollo del habla; pero sin esas interacciones mediadas por el idioma, los genes tampoco serían capaces de hacernos hablar (Lewontin, 2000: 28-29). Los genes, en lo que atañe al desarrollo de esa capacidad, serían impotentes sin el apoyo de otros recursos ontogenéticos cuya disponibilidad depende del grupo en el cual ese desarrollo ocurre y supone un patrimonio simbólico que ese grupo viene produciendo y transmitiendo a lo largo de generaciones. En el desarrollo del habla, lo que Jablonka (2001: 111) llama herencia simbólica (Jablonka y Lamb, 2005: 193), pero que también podría caracterizarse como herencia cultural (Odling-Smee, Laland y Feldman, 2001: 124), no parece menos importante que la herencia genética.
Cuando la homologación entre herencia y transmisión genética comenzó a ser cuestionada, dando lugar a la consideración de otros recursos ontogenéticos cuya transmisión también podría ser una forma de herencia, la ampliación de la noción de lo hereditario no sólo se hizo extensiva a esa herencia epigenética (Jablonka y Lamb, 2005: 113) acoplada al proceso reproductivo, de la que habla Jablonka (2011), sino que también fue referida a procesos de transmisión transgeneracional de recursos ontogenéticos independientes de ese acoplamiento (cfr. Bonduriansky y Day, 2018: 17). También comenzó a hablarse de herencia simbólica o cultural, y de herencia comportamental (Jablonka y Avital, 2000: 63; Jablonka y Lamb, 2005: 155; Bonduriansky y Day, 2018: 81). Así, una expresión como herencia cultural, en general pensada como un fenómeno de un orden totalmente diverso al de la Genética, fue considerada como la designación de una parte más de una herencia biológica en sentido ampliado. Cosas que antes parecía prudente no confundir, terminaron por ser consideradas como aspectos de un mismo proceso.
No está demás señalar algunas diferencias que esas otras putativas formas de herencia guardan con la genética y epigenética sensu Jablonka, y las dificultades que conllevan en lo que atañe a la Teoría de la Selección Natural. Al pasar por alto el vínculo entre herencia y reproducción, y al homologar la noción de herencia con toda forma de transmisión transgeneracional de recursos ontogenéticos (cfr. Merlin, 2014; 2017), la noción de herencia ampliada deja de contemplar algunos requerimientos conceptuales de dicha teoría (cfr. Merlin, 2014: 248). Ésta supone una noción de variación heredable no compatible con la desvinculación entre herencia y reproducción (Caponi, 2020a); para superar esa dificultad, debemos preservar, o delimitar, una noción restringida de herencia. Por otra parte, al argumentar de esa forma y dado el horizonte teórico de la Biología actual, presupongo que la renuncia a la Teoría de la Selección Natural no es una alternativa viable. Mi razón, para preservar la capacidad explicativa de dicha teoría, deriva del hecho de que, sin ella, la idea de herencia de nicho no funciona.
La selección natural requiere una población en la que ocurran formas variantes cuyas peculiaridades resulten en el desempeño más o menos eficiente de alguna función biológica y produzcan diferencias de éxito reproductivo entre sus portadores. Sin embargo, ese sólo es un primer requisito para la existencia de la selección natural, faltan dos más, también cruciales, relativos al carácter heredable que deben tener esas variaciones para generar diferencias de éxito reproductivo. Uno tiene que ver con la transmisibilidad transgeneracional de las variaciones allí implicadas y el otro con lo que suele describirse como la verticalidad de esa transmisión. Esta última alude al vínculo progenitor-progenie y a ese acoplamiento de la herencia con la reproducción que no es considerado por las formas de transmisión de recursos hereditarios que caen bajo la ancha cobertura de la herencia ampliada.
La relevancia de la transmisibilidad transgeneracional emana del hecho de que la selección natural dependa menos de la capacidad de producir una descendencia numerosa, que una con mayor éxito reproductivo que la media de la población. La selección natural sólo premia el éxito reproductivo que se transmite a la propia descendencia. Una variación que confiere a su portador una alta capacidad reproductiva, pero que, por no ser transmisible a la prole, no le brinda ninguna ventaja reproductiva en relación con sus competidores nunca será seleccionada. Por eso, la noción evolucionaria de transmisión hereditaria conlleva que dicha transmisión pueda sustentarse a lo largo de una secuencia generacional significativamente larga (Sterelny, 2001: 339; Botelho, 2011: 58). Un recurso ontogenético que sólo pase de padres a hijos, sin transmitirse a generaciones posteriores, no sería algo hereditario; esto se relaciona con otra cuestión también crucial para la Teoría de la Selección Natural: la acumulación transgeneracional de los cambios (Sterelny, 2001: 339). La configuración de adaptaciones complejas supone cambios sucesivos transgeneracionalmente acumulables (Dawkins, 1996: 45).
Para que una variación sea seleccionable no es suficiente con su transmisión y acumulación transgeneracional, sino también que esa transmisión sea vertical (Sterelny, 2001: 339; Botelho, 2011: 58), es decir, es preciso que vaya únicamente de los individuos que se reproducen a su propia progenie (Merlin, 2014: 248). Esto da lugar a una noción “restricta de herencia ampliada” (Merlin, 2014: 248) que puede contemplar materiales y factores hereditarios tales como:
Componentes de adn y proteínas de la cromatina; factores epigenéticos celulares (proteínas que reproducen bucles autosuficientes, micro arn, grupos metílicos y patrones resistentes a la reprogramación del epigenoma); organelas citoplasmáticas como las mitocondrias maternas; gradientes químicos intracelulares; membranas nucleares y celulares; y algunos endosimbiontes, en particular los que acompañan a los gametos maternos. (Merlin, 2017: 276)
Esta lista, propuesta por Francesca Merlin, abarca mucho más que ácidos nucleicos, pero excluye cualquier recurso ontogenético cuya transmisión sea independiente del proceso reproductivo. Esto es clave para entender los procesos selectivos: si una característica ventajosa no sólo se transmite desde el individuo X en el que aparece hacia su propia prole Y1 …Yn, sino que también a la prole de los demás miembros de la población, esa característica no otorgará mayor éxito reproductivo diferencial a la prole de X. Para Y1 …Yn, esa diferencia de éxito reproductivo no existirá porque el resto de la población también presentará esa característica, entonces, no habrá proceso selectivo. No considero que se gane mucho introduciendo una partición entre dos tipos de transmisión transgeneracional de recursos ontogenéticos: la herencia vertical resultante en posibles ventajas selectivas y otra que, por no estar sujeta a esa restricción, tampoco resultaría en características seleccionables. En este sentido, sólo se estaría inventando términos nuevos para expresar conceptos ya conocidos y para los cuales ya teníamos designaciones bien establecidas, pero, como dije, esto no será discutido aquí.
Insisto no niego que esas otras formas de transmisión de recursos ontogenéticos sean cruciales para el desarrollo, tampoco pretendo desconocer que son factores evolutivos a ser considerados. Conforme veremos, los cambios producidos en su entorno por una población de seres vivos siempre redundan en nuevas presiones selectivas actuantes sobre ese mismo linaje (Caponi, 2017a: 134), valiendo lo mismo para las invenciones comportamentales y simbólicas. Aunque no se transmitan por herencia vertical, la preservación transgeneracional de esas invenciones también puede generar presiones selectivas de impacto evolutivo apreciable. La invención y la difusión en una población de un nuevo patrón comportamental puede generar presiones selectivas que premien cualquier cambio verticalmente heredable que facilite u optimice ese comportamiento, o su aprendizaje (Diogo, 2017: 29). Lo mismo aplica para las invenciones simbólicas o técnicas (Caponi, 2017b: 29).
Para entender los efectos evolutivos que generan las invenciones comportamentales, simbólicas y técnicas, es necesario suponer complejas articulaciones de variables que resultarían ininteligibles si no discriminamos entre esa herencia acoplada a la reproducción y otras formas de transmisión transgeneracional de recursos ontogenéticos (cfr. Caponi, 2017b). Esto también se cumple en el caso de los cambios en el ambiente que genera la actividad de los seres vivos. La modificación en el suelo que producen las lombrices puede redundar en presiones selectivas premiando ciertas variaciones heredables entre los individuos de las sucesivas generaciones (cfr. Casanueva y Martínez, 2014: 339). Dentro de la población de lombrices pueden surgir individuos que por sus características heredables son más aptos que otros para aprovechar las peculiaridades de ese suelo modificado por sus ancestros. Esto lo veremos cuando discuta el efecto Huxley.
Por ahora subrayo que en virtud de esa asociación entre la noción de herencia y de reproducción se puede delimitar la de variación heredable a la que se alude al hablar de presiones selectivas. En ese sentido, la noción de variación, en general, es semejante a la de estado de carácter, ambas se definen polarmente, es decir: por referencia a una alternativa. Un estado de carácter sólo se registra en la polaridad derivado-primitivo (Amorim, 1997: 266); y siempre es derivado o primitivo por referencia a otro estado de carácter (Caponi, 2011: 255). Una variación es un estado de carácter del cual existe una variante alternativa en la población analizada, en tanto esa diferencia entre dos posibles estados de carácter, presentes en la población, dependa de recursos o factores ontogenéticos de transmisión hereditaria (es decir, acoplada a la reproducción) diremos que es heredable, y, por ello, seleccionable.
No se trata de distinguir entre caracteres heredados o adquiridos, sino de considerar estados alternativos de un carácter y determinar si la diferencia entre ellos se debe, entre otras cosas, a recursos ontogenéticos de transmisión hereditaria. Si esa diferencia supone diferencias en lo que refiere a ese tipo de recursos ontogenéticos, aunque suponga otros no heredables y/o heredables de manera no vertical, entonces diremos que se trata de variaciones verticalmente heredables y por ello seleccionables. Si la diferencia de longitud en el largo del cuello en una población de jirafas depende, aunque sea en parte, de una norma de reacción genéticamente delimitada, estaríamos ante variaciones heredables y seleccionables. En cambio, si en una población de Homo sapiens hay quienes hablan guaraní y castellano, y otros sólo hablan castellano, eso no constituye una oferta de variaciones heredables y seleccionables. No hay ahí variaciones seleccionables, porque no existe ningún recurso ontogenético verticalmente hereditario por cuya mediación alguien sea más propenso a hablar guaraní que otro.
Una breve digresión sobre niveles de selección
El argumento aquí desarrollado incumbe a la selección natural en su forma clásica: como selección de variantes fenotípicas en los individuos de una misma población. Se podría discutir si las restricciones planteadas en relación con la noción de herencia tendrían un correlato en procesos selectivos de orden superior, tal es el caso de lo que se podría pensar como selección de grupos y quizá selección de especies (cfr.Lloyd, 2018), aunque, en realidad, se trate de dos situaciones diferentes de las que también cabe decir cosas diferentes. La selección de especies, como Niles Eldredge (1995: 120) puntualizó, no es una explicación alternativa o complementaria de la adaptación; en lo que atañe a eso, dicho proceso macroevolutivo no puede operar ni como sustituto ni como complemento de la selección natural. Además, la selección natural no supone competencia entre especies, sino sólo tasas diferenciales de cladogénesis (Eldredge, 1995: 121; Caponi, 2020b: 440). Por ello, la herencia vertical entendida como elemento necesario para el surgimiento de ventajas adaptativas no es pertinente en ese nivel de fenómenos; aunque algo distinto ocurre con la selección de grupos al interior de una misma población.
Imaginemos una población de lobos donde puedan distinguirse varias jaurías que compiten entre sí por la caza disponible en la región que se distribuyen. Pensemos que en uno de esos agrupamientos, la jauría J0, aparece una modificación en el comportamiento colectivo de caza que optimiza su eficiencia en la consecución de presas, resultando un incremento en el número total de sus miembros, lo cual, al perturbar la cohesión social del grupo, estimula el desprendimiento de individuos que se suman a jaurías menos densas. En virtud de esa migración, la nueva estrategia de caza puede ser aprendida por los miembros de las otras jaurías, que integran los comportamientos de los recién llegados, al difundirse en toda la población, la ventaja de la jauría J0 sobre las otras se neutraliza. La eficiencia en la caza se equipararía, volviendo a pasar por dificultades semejantes para conseguir presas, habiendo una igualación en el número de miembros de cada una uno de esos grupos.
Pero, si la migración entre jaurías fuese, por alguna razón, un fenómeno infrecuente, se podría generar otro escenario. Si el crecimiento de la jauría J0 resultara en el desprendimiento de nuevas jaurías J1 … Jn que llevan consigo esa nueva forma de comportarse, eso generaría una situación favorable a la selección de grupos (cfr. Sober, 1984: 314). Esas jaurías tendrían ventajas en relación con las no beneficiadas por esa particularidad comportamental; las cuales, al perder en la competencia, decrecerían hasta extinguirse. Para que eso pueda ocurrir, sería precisa cierta verticalidad en la transmisión intergrupal de recursos ontogenéticos: el nuevo comportamiento colectivo debería transmitirse, por lo menos predominantemente, desde la jauría originaría J0 hacia las J1... Jn que de ella se desprenden, debiendo ser menos frecuente cualquier otra vía de trasmisión. En ese sentido, podría decirse que, en el caso de la selección de grupos, debe cumplirse algo análogo a esa transmisión de recursos ontogenéticos acoplada a la reproducción que es condición para la selección natural tout court.
Sin embargo, análogo no es igual. Esa verticalidad en la transmisión de los recursos ontogenéticos, que pasan desde la jauría originaria hacia aquellas que se desprenden, es un fenómeno diferente de la herencia en sentido restringido a la que aludo, pues además de ser a nivel grupal, y no individual, puede estar desacoplado del vínculo reproductivo entre individuos. En algunos casos, por lo menos, la transmisión intergeneracional de una innovación comportamental puede depender de interacciones sociales independientes del vínculo progenitor-progenie; y, por la mediación de la selección de grupos, puede explicarse que una nueva forma de comportamiento, no asociada a cambios genéticos, se difunda en una población tornándose prevalente. Además, en esa población como un todo, la generalización de presiones selectivas favorables a cualquier característica verticalmente heredable que facilite el aprendizaje, u optimice la ejecución, de esa pauta comportamental ventajosa que quizá se diseminó por simple imitación.
Por lo menos en este caso, la selección de grupos contribuiría a configurar un ambiente ecológico a partir del cual, dada una oferta adecuada de variantes heredables, se podrían configurar presiones selectivas que actuarían conforme a lo que llamaré efecto Huxley generalizado, algo a lo cual los teóricos de la Síntesis Extendida aluden con el término herencia de nicho. Aunque en las páginas siguientes examinaré esa noción, y otras vinculadas a la idea de herencia ampliada, no habrá lugar para discutir esa posible conexión entre los temas aquí discutidos y los niveles de selección. De todos modos, es obvio que esa conexión existe y que las posiciones aquí adoptadas no son incompatibles ni con la idea de selección de especies ni con la de selección de grupos. Y, en este último caso, es dable pensar en una conexión mucho más próxima que en el caso de la selección de especies.
Construcción de nichos y herencia ampliada
Cuando se dice que los nichos ecológicos son parcialmente construidos por los seres vivos que los ocupan (cfr. Odling-Smee, Laland y Feldman, 2003), se alude a dos órdenes de fenómenos que, aunque muy entrelazados, es mejor distinguir: uno tiene que ver con el ambiente ecológico y otro con el selectivo (cfr. Lewontin, 1979: 143). El primero sería el conjunto de todas las variables ambientales, bióticas o abióticas, con una incidencia relevante en el ciclo vital de los individuos de una población, y que, consecuentemente, también inciden en el sostenimiento y en el mayor o menor crecimiento de dicha población (Brandon, 1990: 49). Si consideramos una población de plantas, la humedad y la composición del suelo forman parte de su ambiente ecológico, lo mismo vale para los diferentes animales que de ellas se alimentan. Sin embargo, para que esos factores ecológicos pueden configurar el ambiente selectivo de tales plantas se necesita que en esa población se den variantes heredables que presenten un desempeño funcional más o menos eficiente en relación con las amenazas u oportunidades resultantes de esos factores ecológicos (Brandon, 1990: 65). Por ejemplo, la luz solar puede ser un elemento importante en la configuración del ambiente ecológico de las poblaciones de muchos seres vivos, pero si en ellas no se dan variantes que resulten en un aprovechamiento eficiente de esa luz, este factor no integrará el ambiente selectivo de la población (Caponi, 2013: 206).
En lo que respecta al ambiente ecológico, lo primero a considerar es que su delimitación depende de las características fisiológicas, morfológicas y etológicas de los propios seres vivos. Eso determinará cuáles son los aspectos del ambiente exterior ecológicamente relevantes para la realización de los ciclos vitales de los seres vivos considerados. Richard Lewontin aludía a esto cuando decía que “los organismos determinan qué elementos del mundo externo están articulados en la configuración de su ambiente y cuáles son las relaciones con esos elementos que son relevantes para ellos” (2000: 51). En función de las preferencias alimentarias de cada especie animal, del modo de funcionar de sus órganos sensoriales, de la configuración de su sistema nervioso, de los ritmos de su metabolismo y en virtud de su propia morfología se determinan qué aspectos del mundo producen un entorno ecológicamente relevante para cada ser vivo (Lewontin, 2000: 52).
Para el mosquero fibí (Sayornis phoebe), la hierba es parte de su ambiente ecológico, de su nicho, pues hace su nido con hierbas secas, pero los guijarros esparcidos por el terreno no, porque no los usa ni los come. Si esos guijarros desapareciesen, su ausencia “no haría la más mínima diferencia para el fibí” (Lewontin, 2000: 51), en cambio, sí son parte efectiva del ambiente del tordo (Molothrus bonaerensis), ya que los usa como si fuesen “un yunque para romper el caparazón de los caracoles de los que se alimenta”, pues “los elementos del ambiente de cada pájaro están determinados por el modo de vida de cada especie” (Lewontin, 2000: 51-52). Esta delimitación de las variables ecológicas relevantes del propio viviente no es el único aspecto de la idea de construcción de nichos. Se podría pensar en una delimitación de variables ambientales que no cambia su estado, pero eso no es todo, también se debe considerar la transformación del ambiente ecológico que resulta de la actividad de los seres vivos (Odling-Smee, Laland y Feldman, 2003: 1-2).
Richard Lewontin, así como otros teóricos de la construcción de nichos,2 han subrayado de manera pertinente que:
[…] los organismos no sólo determinan qué aspectos del mundo exterior son relevantes para ellos en virtud de las peculiaridades de su forma y metabolismo, sino que además activamente construyen, en el sentido literal de la palabra, un mundo alrededor de ellos. (2000: 54)
Las aves construyen nidos, las abejas panales, las lombrices cavan túneles en los que pueden vivir bajo condiciones adecuadas, los seres humanos construyen casas y confeccionan vestidos que los aíslan de la intemperie (Odling-Smee, Laland y Feldman, 2003: 1; Laland y Coolen, 2007: 84). Además, dice Lewontin, todos los organismos terrestres, como simple efecto de su propio metabolismo, crean alrededor de ellos una aureola de aire tibio y húmedo: una suerte de “atmosfera autoproducida que lo aísla del aire exterior”, y que “el individuo lleva con él, al igual que el caracol lleva su caparazón” (2000: 54). La construcción de nichos también abarca los efectos producidos en el ambiente por el accionar de los seres vivos (Laland, Odling-Smee, Sterelny, Uller y Hoppitt, 2011: 1514).
La modificación del suelo producida por una población de lombrices también incide en lo que Brandon (1990: 50) llama “developmental environment”; y yo, “ambiente morfogenético”: el ambiente considerado como fuente de recursos que, junto con otros factores como los genes, posibilitan y direccionan el desarrollo ontogenético (Gilbert y Epel, 2015: 3). Sin embargo, no cabe establecer una distinción nítida entre ambiente ecológico y morfogenético. Eso supondría una separación insostenible entre recurso en sentido ecológico y ontogenético, cuando, de hecho, los recursos que un ser vivo precisa para sostenerse y complementar su ontogenia son una y la misma cosa. Los nutrientes y modos de comportarse que determinan, conjuntamente con una norma de reacción genética, qué estatura alcanzará una jirafa, forman parte simultánea e indisoluble de su ambiente ecológico y morfogenético.
Cuando la disponibilidad de un recurso es relevante para la ontogenia de los individuos de cierto linaje, éste es parte de su ambiente ecológico; cuando ese recurso es relevante para la subsistencia y reproducción de esos individuos, entonces es importante para su ontogenia. La situación no cambia significativamente si esos recursos son producidos, o transformados, por los propios seres vivos, o si están disponibles en el ambiente, como ocurre con la luz solar en el caso de la metamorfosis de la rana. Independientemente de esa dificultad para establecer una distinción precisa entre ambiente ecológico y morfogenético, en virtud de este último se da una clara convergencia entre la Teoría de los Sistemas de Desarrollo y la idea de construcción de nichos (cfr. Jablonka, 2001: 113; Sterelny, 2009: 104).
El nicho configurado, y legado a las generaciones subsiguientes, define el ambiente morfogenético en el que ocurrirá la ontogenia (Odling-Smee, Laland y Feldman, 2001: 123-124), donde los individuos de cada nueva generación encontrarán una parte significativa de los recursos ontogenéticos que integran, junto con otros materiales como los ácidos nucleicos, su sistema de desarrollo. Así, además de la herencia de esos recursos ontogenéticos, transmitidos por la mediación de la reproducción, también habría que considerar una putativa herencia ecológica (Odling-Smee, 2009: 80 y 2010: 180), cuya relevancia ontogenética nunca debería ser menoscabada y su impacto evolutivo merece ser examinado. Sin embargo, vale aclarar, esa noción no se suma a las de herencia simbólica y comportamental.
Estas últimas nociones tienen que ver con los diferentes tipos de recursos ontogenéticos trasmitidos y con el canal, o vía, de la transmisión. La noción de herencia ecológica, y su correlativa herencia de nicho (cfr. Laland, Odling-Smee y Feldman, 2001: 118; Odling-Smee, 2009: 81),3 se definen y distinguen en virtud del papel causal que juegan en distintos procesos biológicos. La herencia ecológica se relaciona con la configuración del ambiente ecológico y del morfogenético; la herencia de nicho, motivo central de este artículo, refiere, en cambio, a la configuración del ambiente selectivo. Y subrayo ambiente selectivo. Antes de examinar la idea de herencia de nicho, quiero considerar los posibles efectos evolutivos que la propia herencia ecológica puede tener por sí misma, con independencia de la herencia de nicho.
Dando por establecido que el desarrollo no sólo depende de recursos ontogenéticos, cuya transmisión está necesariamente acoplada a la reproducción, es razonable pensar en la posibilidad de que alteraciones ocurridas en esos otros recursos de transmisión no vertical, también sean capaces de producir por sí mismas cambio evolutivo. Si esas alteraciones persisten a lo largo de una secuencia generacional significativa, los cambios en estados de caracteres resultantes podrán ser considerados como procesos evolutivos sin modificaciones en las proporciones de genes, o en cualquier otro recurso ontogenético de transmisión vertical (cfr. West-Eberhard, 2003: 484). Que eso sea así o no es una cuestión empírica, y no conceptual, que aquí quepa discutir. Para dirimirla sería necesario saber hasta qué punto esas modificaciones en recursos ontogenéticos de transmisión no vertical, desacoplada de la reproducción, pueden producir por sí solas cambios de estados de caracteres mínimamente acumulables, como se espera en los cambios evolutivos.
Mary-Jean West-Eberhard (2003: 439) parece presuponer que para que esos cambios tengan un impacto evolutivo apreciable es preciso que medien cambios genéticos: los cambios ontogenéticos pueden facilitar, direccionar y acelerar el cambio evolutivo, el cual continúa suponiendo los genéticos (cfr. Dayan, Graham, Baker y Foster, 2019: 87). En lo que atañe a eso, West-Eberhard no parece esperar mucho de la herencia ampliada. Ella apela a la noción de asimilación genética (Waddington, 1961: 4), la cual permitiría que los cambios posibilitados por la plasticidad ontogenética de los seres vivos se transformen en genéticos acumulables (West-Eberhard, 2003: 415). Lo anterior supone la mediación de procesos selectivos cuya ocurrencia implica variación en recursos ontogenéticos sujetos a transmisión vertical; y eso también ocurre en los procesos rotulados como herencia de nicho (Odling-Smee, 2010: 181): la manutención de ciertas configuraciones del ambiente selectivo resultante de la actividad de la población que será afectada por las presiones selectivas producidas.
Los teóricos de la construcción de nichos señalan que la modificación del ambiente ecológico puede tener efectos en la configuración del ambiente selectivo, el cual puede transformarse por la actividad de los seres vivos afectados por él (Laland, Odling-Smee, Sterelny, Uller y Hoppitt, 2011: 1514; Laland, Feldman y Odling-Smee, 2019: 142). Para que esto ocurra son necesarias dos cosas. Una, que me parece no ha sido lo suficientemente enfatizada por esos teóricos, es la existencia de variantes seleccionables que resulten en un aprovechamiento o respuesta, más o menos eficiente, frente a esas modificaciones; otra, que sí ha sido considerada por ellos, llevó a usar la expresión “herencia de nicho”: para que esas modificaciones del ambiente ecológico resulten en presiones selectivas tienen que perdurar a lo largo de una secuencia de generaciones significativamente larga y, en algunos casos, la población mantiene esa continuidad.
Esto último es inobjetable y se trata de una dimensión de los procesos evolutivos que encaja muy bien con la Teoría de la Selección Natural. Que el propio linaje en evolución produce y preserva los factores seleccionantes que sobre él actúan no es demasiado novedoso, sino un caso especial de un hecho más general: los seres vivos siempre modifican el ambiente en el que viven, lo cual, si median las variaciones heredables pertinentes, puede redefinir las presiones selectivas que operan sobre la población que integran (cfr. Monod, 1971: 139; Elster, 1980: 19). La causación recíproca a la que aluden los teóricos de la Síntesis Extendida (Laland, Odling-Smee, Sterelny, Uller y Hoppitt, 2011: 1512) es algo irremediablemente presente en cualquier presión selectiva (Caponi, 2013: 206). Un linaje de agave, que optimiza sus adaptaciones para facilitar la absorción y la acumulación de la escasa humedad del suelo en el que crece, no puede dejar de afectar ese suelo, acentuando la falta de humedad. Las presiones selectivas nunca existen con independencia del linaje sobre el que ellas operan y van cambiando conforme ese linaje evoluciona.
Por otra parte, y si es por el mero hecho de conceptualizar el efecto evolutivo de la construcción de nichos, la Biología Evolutiva ya cuenta con estrategias explicativas que permiten hacer eso sin incurrir en ninguna ampliación del concepto de herencia. Esta estrategia se relaciona con lo que en otro trabajo he llamado “Efecto Huxley” (Caponi, 2017b): una reformulación de lo que James Baldwin (1896) y Cowny Lloyd Morgan (1896) denominaron “Selección Orgánica” y que otros llaman “Efecto Baldwin” (cfr. Simpson, 1953; Dennett, 2003; Diogo, 2017). En La evolución: síntesis moderna, Julian Huxley (1965 [c. 1943]: 499) esbozó un posible desarrollo de la idea de Morgan y Baldwin que diverge significativamente de ellos (cfr.Caponi, 2017b: 21); y, a partir de ese desarrollo, retomado por otros autores (cfr. Caponi, 2017a: 18), puede comprenderse la forma de las explicaciones seleccionales de esos fenómenos evolutivos que los teóricos de la Síntesis Extendida llaman herencia de nicho.
En su versión, Huxley presenta la selección orgánica pensada por Baldwin y Morgan centrada exclusivamente en los efectos evolutivos de los ajustes comportamentales realizados por los organismos individuales, dejando de lado el impacto evolutivo de los ajustes fisiológicos, que sí eran considerados por esos autores (cfr. Caponi, 2017b: 19-21; Diogo, 2017: 29-30). Pese a esa restricción, el tipo de efecto evolutivo que Huxley concibe como posible consecuencia de los cambios comportamentales va mucho más allá de una eventual, aunque quizá improbable, transformación del hábito adquirido en instinto heredable (cfr. Caponi, 2017b: 21). Según Huxley, los modos en que los organismos se comportan pueden resultar en presiones selectivas de muy diversa índole. Algo que, además, Erwin Schrödinger (1983 [c. 1958]: 29) y Karl Popper (1974: 246) mostraron mejor que el propio Huxley (cfr.Caponi, 2017b: 24), por ello, los seguiré en mi explicación de ese tipo de proceso selectivo.
Efecto Huxley generalizado
Los cambios comportamentales, heredables o no, son un buen ejemplo de cómo las contingencias ecológicas redundan en cambios del ambiente selectivo. Ernst Mayr aludía a eso en Animal Species and Evolution cuando decía que: “Un desplazamiento hacia un nuevo nicho o zona adaptativa se inicia, casi sin excepción, por un cambio de conducta. Las otras adaptaciones a un nuevo nicho, particularmente las estructurales, se adquieren en segundo término” (1963: 604).4 Ahí la estructura va a la saga del comportamiento o del uso; pero eso siempre es por la mediación de un mecanismo selectivo. El cambio del ambiente ecológico generado por una variación comportamental, sea cual sea la causa de dicha alteración, impone nuevas dificultades y abre nuevas oportunidades para el linaje en el que esa novedad ocurre; y esto crea las condiciones para nuevas presiones selectivas. Cualquier variación heredable que posibilite una mejor respuesta a esas dificultades, o un mejor aprovechamiento de esas oportunidades, será premiada con éxito reproductivo, y lo contrario disminuirá esa eficiencia. Popper (1977: 242) explicó esto con suma claridad:
Toda innovación comportamental realizada por el organismo individual cambia la relación entre ese organismo y su ambiente; pues conduce a la adopción o incluso a la creación por el organismo de un nuevo nicho ecológico. Pero un nuevo nicho ecológico significa un nuevo conjunto de presiones de selección, que operan a favor del nicho escogido. Así el organismo mediante sus acciones y preferencias, en parte, selecciona las presiones de selección, que actuarán sobre él y sus descendientes. De ese modo, puede influir activamente en el curso que adoptará la evolución.
Aunque Popper hable de la eventual creación de un nicho ecológico, al igual que Mayr y que el propio Huxley, él sólo parece pensar en el papel que el comportamiento puede desempeñar en lo que caractericé como la delimitación del nicho ecológico y, a partir de ahí, en la posible configuración de nuevas presiones selectivas. Esta forma de razonar, que pone al cambio comportamental como motor de ciertos procesos evolutivos, puede generalizarse en dos direcciones. Por un lado, puede ampliarse aplicándola a fenómenos ya relacionados con la producción del nicho ecológico; y, por otro lado, también puede valer para cambios morfológicos y fisiológicos posibilitados por esa plasticidad ontogenética (cfr. West-Eberhard, 2003: 3) de la cual, la plasticidad comportamental, la posibilidad de modificar el repertorio conductual, es sólo un aspecto (West-Eberhard, 2003: 39). Todas las formas de plasticidad ontogenética son capaces de abrir nuevas posibilidades de interacción entre el viviente y su medio, a partir de las cuales podrán surgir nuevas presiones selectivas cuyos efectos no deberán ser registrados como adaptaciones ontogenéticas, pero sí como adaptaciones evolutivas. Cuando esto ocurre, la adaptación ontogenética va delante de la evolutiva, como Morgan y Baldwin señalaron (cfr. Caponi, 2017b: 11-12).
Para entender este tipo de proceso evolutivo es necesario considerar esta distinción entre adaptación evolutiva y ontogenética a la que estoy aludiendo. Ella ha sido reiteradamente señalada y no es difícil de explicar (cfr. Lorenz, 1971: 9; Sober, 1984: 203). La adaptación evolutiva es un cambio en un estado de carácter producido por selección natural, se trata de un fenómeno registrado en la evolución de una población; la ontogenética, a veces llamada adaptación fisiológica, es una reacción o cambio ocurrido o ejecutado por un ser vivo individual que permite preservar u optimizar su ajuste a las condiciones del entorno (cfr. Sober, 1984: 203-204; West-Eberhardt, 1998: 8; Griffiths, 1999: 3). La transpiración que contribuye al equilibrio térmico es una adaptación ontogenética; la coloración mimética de una mariposa es evolutiva. Y, en gran medida, el tema aquí discutido se relaciona con la posibilidad de que la adaptación ontogenética pueda pautar la configuración de adaptaciones evolutivas. Algo que el Efecto Huxley explica dentro de los marcos de la Teoría de la Selección Natural; siguiendo un modo de razonar que es extensible a los procesos evolutivos que pueden resultar de la construcción de nicho.
Eso se comprende si pensamos en aquellas modificaciones comportamentales que producen transformaciones del ambiente ecológico en el cual habrá de desarrollar su existencia el propio ser vivo en el que ocurre esa modificación (cfr. Diogo, 2017: 35). La construcción de estructuras complejas, como los nidos de algunas aves, los diques de los castores, los panales de abejas, y los hormigueros, son algunos ejemplos. Esas estructuras pueden contribuir a la configuración de presiones selectivas, distintas de aquellas que premiaron la propia capacidad de generarlas, que pueden resultar en variantes heredables posibilitando una interacción, o un uso, más eficiente de esos productos de la tecnología animal (Jablonka y Avital, 2000: 317; Laland, 2004: 317). Esto también se aplica a la cultura (Álvarez, 2013: 353), que opera, al mismo tiempo, como parte del ambiente ecológico y como factor de configuración del ambiente selectivo; ella define factores que incidirán en el ciclo vital de los individuos de la población, pero también en la configuración de presiones selectivas que operarán en el plano poblacional.
Tanto en el caso del lenguaje, como en el del dique de los castores o del hormiguero, la invención comportamental, conquistada y transmitida por el aprendizaje, ejerce una retroacción selectiva sobre todos los caracteres heredables que puedan contribuir a su mejor ejercicio, aprovechamiento y rendimiento. Así, si pensamos en el caso concreto del lenguaje, se puede decir que “el pensamiento simbólico creó un ambiente cultural al cual el cerebro se adaptó” (Laland y Coolen, 2007: 87). Sin embargo, es importante considerar que lo ahí ocurrido debe entenderse en términos selectivos, tal como Jacques Monod lo sugirió en su Lección Inaugural de la Cátedra de Biología Molecular del Collège de France, el 3 de noviembre de 1967:
La aparición del lenguaje [pudo preceder] la emergencia del sistema nervioso central propio de la especie humana y contribuir de manera decisiva a la selección de las variantes más aptas para utilizar todos los recursos. (1972: 33)
La existencia de un sistema de comunicación simbólica, aunque inicialmente se trató de algo muy simple y rudimentario, pudo instaurar presiones selectivas tendientes a premiar cualquier variación heredable para un mejor aprovechamiento de ese nuevo instrumento y un desarrollo más rápido de las habilidades exigidas para su uso. Esto no dejaría de producir una suerte de círculo virtuoso en el cual ese mismo aumento en la eficiencia del cerebro posibilitaría un incremento en la complejidad del propio lenguaje, que acabaría redundando en nuevas presiones selectivas sobre la evolución del sistema neuronal (cfr. Deacon, 2003: 86). Por otra parte, esto vale para cualquier invención técnica o modificación comportamental cuyo aprendizaje esté disponible para los individuos de una población: en todos los casos puede darse ese espiral de complejidad y eficiencia creciente mediada por la selección natural. Esta forma de causación recíproca también puede ocurrir en el caso de cambios morfológicos y fisiológicos posibilitados por la plasticidad fenotípica (cfr. Casanueva y Martínez, 2014: 339): dichas modificaciones pueden generar presiones selectivas favorables a variaciones heredables que faciliten el desarrollo de esas adaptaciones ontogenéticas.
Por otro lado, cuando se habla de coevolución gen-cultura se alude a un tipo de proceso que podría ser considerado resultado de la construcción de nicho o también como un caso del Efecto Huxley. En el caso de Homo sapiens, aprender a cocinar alimentos, ordeñar y cultivar vegetales fueron invenciones que crearon condiciones favorables a la selección de ciertas modificaciones genéticas que afectaban al sistema digestivo y lo adecuaban a los cambios de dieta resultantes.5 Las invenciones culturales configuran el entorno ecológico de Homo sapiens, derivando en presiones selectivas que no sólo se refieren a capacidades cognitivas, sino que también afectan otras estructuras y funciones. Esto también ocurre con adaptaciones ontogenéticas de carácter exosomático, como las ropas, el calzado, la vivienda y la capacidad de viajar, de las cuales seguramente derivaron presiones selectivas que modificaron diferentes características heredables de nuestro linaje. Esa coevolución gen-cultura también puede darse en otras especies, por ejemplo, cuando se consideran tecnologías animales involucradas en la construcción de nidos (Jablonka y Avital, 2000: 305).
Esos efectos selectivos, que caen bajo el modelo del Efecto Huxley, suponen una cierta estabilidad y recurrencia transgeneracional de los ajustes morfológicos y fisiológicos, como también de esas invenciones comportamentales, simbólicas y tecnológicas que pueden desencadenarlos. Para que la nueva relación con el ambiente ecológico derivada de una adaptación ontogenética resulte en presiones selectivas apreciables, tiene que estabilizarse en una secuencia generacional significativamente larga: los pioneros tienen que poder legar esa nueva condición a sus descendientes, incluso para las invenciones comportamentales, simbólicas y técnicas. Si esas innovaciones fenecen con los mismos individuos o incluso con la misma generación que las produjo y las usufructuó, no se generará ningún efecto evolutivo. Para explicar los casos del proceso selectivo llamado Efecto Huxley, y para sopesar su alcance, es necesario considerar los mecanismos que permiten que esas novedades morfológicas, fisiológicas, comportamentales, simbólicas y tecnológicas perduren a lo largo de una secuencia generacional suficientemente larga. Eso lo han entendido los teóricos de la construcción de nichos, muy citados aquí, John Odling-Smee, Kevin Laland y Marcus Feldman (2001) recurriendo a la idea de herencia de nicho.
Sin embargo, estos autores no parecen percibir el posible desfasaje entre esa noción de herencia ampliada, en la que encajan a la herencia de nicho, y el modo en que debe entenderse el papel causal que ese fenómeno puede tener en los procesos evolutivos. El primer aspecto de ese desfasaje se relaciona con la especificidad y la importancia de la herencia vertical en las explicaciones que apelan a la selección natural, lo cual los entusiastas de la herencia ampliada no parecen considerar con toda la atención merecida. Además, en el caso de lo que llamo Efecto Huxley, los mecanismos de preservación de los cambios morfológicos, fisiológicos, comportamentales, simbólicos y tecnológicos, así como las nuevas relaciones resultantes con el entorno, operan del otro lado de la variación heredable. Es decir, la preservación de esos cambios, y de algunos efectos ecológicos de ahí derivados, desempeñan un papel explicativo totalmente diferente al que la herencia y las variaciones cumplen en las explicaciones por selección natural.
En el marco de estas últimas, la herencia y las variaciones heredables definen la oferta de lo que será seleccionado, lo cual también se cumple en las explicaciones por selección natural que siguen el modelo generalizado del Efecto Huxley. Mientras tanto, en esas mismas explicaciones, la preservación de las condiciones ecológicas supuestas en las presiones selectivas aludidas, que suponen la acción de los seres vivos del linaje en evolución, operan en la definición de los factores que determinarán la selección de las variantes ofertadas. En toda explicación por selección natural hay dos elementos: variantes heredables ofertadas y factores ecológicos que definen su mayor o menor conveniencia; los elementos que rotulo como herencia ecológica caen del lado de estos últimos, que son el contrapunto de las variantes heredables.
Conclusión
A diferencia de un artículo anterior (Caponi, 2020a), no cuestioné la ampliación de la noción de herencia propuesta como una de las ideas centrales de la Síntesis Extendida. En este caso, mi objetivo fue mucho más modesto y prudente, mostrar que, sin reconocer la especificidad de una herencia estrictamente vertical, acoplada al vínculo progenitor-progenie, las explicaciones por selección natural no pueden operar. Esto, espero haber mostrado, compromete la comprensión de un fenómeno que ha sido adscripto al nutrido repertorio de la herencia ampliada; me refiero a la herencia de nicho. Dicha noción alude a los efectos en el ambiente selectivo resultantes de la construcción de nichos, y para explicarlos es necesario suponer una oferta de variantes heredables, cuya condición de posibilidad está en la existencia de recursos ontogenéticos donde la transmisión generacional está indisolublemente acoplada a la reproducción y al vínculo progenitor-progenie. El recurso que denominé efecto Huxley ampliado permite mostrar eso y también que la herencia de nicho puede entenderse mejor si es pensada como un fenómeno vinculado con la manutención de ciertas presiones selectivas.