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Latinoamérica. Revista de estudios Latinoamericanos

versión On-line ISSN 2448-6914versión impresa ISSN 1665-8574

Latinoamérica  no.53 Ciudad de México jul./dic. 2011

 

Reseñas

 

Howard Becker, Manual de escritura para científicos sociales. Cómo empezar y terminar una tesis, un libro o un artículo

 

Patricia Escandón*

 

trad. de Teresa Arijón, Buenos Aires, Siglo XXI, 2011, 240 pp.

 

* CIALC-UNAM

 

Con su característica lucidez y puntería léxica, Fernando Savater afirmó que las trayectorias humanas no son ecuaciones ni problemas, sino historias y que las personas siempre nos asemejaremos más a los cuentos que a las cuentas. No obstante —y aunque en rigor no sea algo del todo justificado—, sabemos que el público en general suele ver en los cálculos y en los experimentos de laboratorio un halo beatífico de certidumbre y solidez que, en cambio, no concede a los estudios sobre las acciones del hombre. Es decir, que las ciencias "duras" aparecen como reales, consistentes y confiables, en tanto que sus contrapartes "humanas" siempre son sospechosas de inconstancia o veleidad. De ahí que, cuando se trata de exponer o publicar los resultados de su labor, los académicos de humanidades y ciencias sociales regularmente se vean aquejados por un mal al que los científicos son del todo inmunes: el síndrome de la inseguridad frente a la pantalla electrónica o el papel en blanco. Rara vez el punto es que duden respecto de aquelo que hay que decir, sus titubeos se dan frente al cómo hay que decirlo para que resulte persuasivo.

Ciertamente, de una u otra manera y lévenos el tiempo que nos leve, a la postre todos solventamos nuestras dificultades y escribimos, según los mejores o peores procedimientos que hayamos aprendido a lo largo de nuestra formación universitaria y que luego aplicamos en nuestra carrera profesional. Pero, sea o no que lo reconozcamos en público, no es infrecuente que sintamos inconformidad frente al producto acabado —libros, capítulos, artículos— y que, alá en lo más profundo, alberguemos casi siempre la sensación de que pudimos haber desarrollado la exposición de una manera "más elocuente o más acertada".

Por éstas y otras razones, e independientemente de la especialidad que cultivemos, el Manual de escritura para científicos sociales toca algunos de nuestros puntos más sensibles y por elo vale la pena examinarlo, teniendo en mente que no se dirige tanto a estudiantes cuanto a profesionales consolidados. Y no nos engañemos por su subtítulo, quizá poco afortunado porque evoca los muy comerciales y manidos textos de "auto-ayuda", éste simplemente no cae en tal clasificación. Cabe igualmente advertir que esta obra del sociólogo Howard Becker no constituye ninguna novedad editorial, al menos no para la academia estadounidense. Su primera edición en inglés apareció en 1986, bajo el pie de imprenta de la Universidad de Chicago, a la que también se debe la reedición de 2007. Y apenas, en el año que corre, Siglo XXI Argentina la ha sacado a la luz pública en castelano.

Quien espere encontrar en este libro consideraciones epistemológicas sobre las ciencias sociales que orienten o simplifiquen la construcción de un texto quedará defraudado desde las páginas iniciales. Con mayor razón habrá de renunciar a la expectativa de proveerse aquí de recetas o plantilas mágicas aplicables a cualquier proyecto o escrito. Lo que Becker ofrece en realidad son reflexiones muy pertinentes, basadas en su larga experiencia de investigación y docencia, sobre los supuestos y errores más comunes que rodean a la escritura de textos académicos de ciencias sociales y humanidades, amén de un conjunto de útiles consejos y sugerencias para neutralizarlos o evitarlos.

Entremos en materia. El primero y más nocivo de estos mitos es asumir que un texto sale de la cabeza del autor directo al papel, conceptualmente completo y bien armado (como Atenea de la frente de su padre, Zeus). Y tal supuesto dista de ser la reverente creencia estudiantil respecto de los escritos de sus maestros o de los autores que leen, lo que hasta cierto punto es natural. También, y por desgracia con demasiada frecuencia, lo hacen suyos muchos experimentados investigadores respecto de la producción de sus colegas.

La segunda falacia es acreditar por verdad irrefutable que sólo hay una Única-forma-correcta de hacer las cosas, en este caso, de elaborar un texto. Una forma —suponemos— que conocen y dominan todos los demás (particular pero no exclusivamente los autores consagrados), aunque, por alguna ignota e injusta razón, no nosotros.

El tercer problema no es consecuencia tan ostensible de nuestras incerti-dumbres y temores personales, si bien se relaciona con elos: se trata del peso de los códigos y cánones de la academia estadounidense que, en tiempos glo-balizados, se hacen extensivos a todos y que nos obligan a entregar materiales a la imprenta perentoriamente y en cantidad considerable, una especie de fabricación en serie. No hacerlo así nos pone en trance de ser tachados de "improductivos" y de ver mermados nuestra posición o nuestros ingresos. Por elo escribimos con rapidez y de cualquier manera, lo que casi siempre resulta en textos de calidad cuestionable.

La única solución posible a este conjunto de elementos inhibidores es tan simple cuanto evidente: escribir y editar incansablemente. Becker reitera que la clave consiste en perder el miedo a trazar con gran empuje ese boceto tosco que es un primer borrador porque, en principio, no lo mostraremos a nadie. Aquí, imperiosamente, procede olvidarse de los potenciales o ulteriores procesos de revisión, crítica o dictamen a cargo de nuestros pares. Si hay errores o divagaciones e incluso dislates, no importa: sólo se trata de fijar en estos brochazos iniciales algunas de las ideas centrales que luego articularán nuestro discurso. Más tarde, un segundo borrador suprimirá toda la "paja" para dejar a la vista sólo el "grano" y un tercero, o cuarto, o quinto, etc., desarrolará y enlazará prístinamente los argumentos que, si todavía se desea, podrán afinarse y perfeccionarse en la que consideremos la versión final.

Sólo mediante el laborioso trabajo de editar y reeditar nuestros textos podemos hacer de elos vehículos eficientes (y, legado el caso, hasta armónicos y elegantes) para la comunicación de nuestras ideas, aunque lo cierto es que a muchos repugna sentarse en el banco del artesano a desbastar y pulir sus obras. Quizá a este respecto, no está de más recordar que quien tiene por herramienta primordial de trabajo a la lengua —no a los números ni a las fórmulas— para modelar y transmitir sus halazgos y teorías, bien puede tomarse la molestia de ajustarla y ponerla a punto cada vez que la emplea profesionalmente, esto si espera que le sirva con eficacia.

En cuanto a la estructura y contenido de los textos que tenemos en preparación, Howard Becker refresca nuestra memoria sobre los beneficios de ir haciendo amarres sólidos y visibles entre lo que enunciamos en los títulos y subtítulos y lo que desarrollamos debajo de elos. Los criterios que rigen aquí deben ser los de la coherencia y la pertinencia, es decir, estar alertas para rehuir la divagación.

En materia de teorías, hipótesis o desarrolos, también es ordinario que caigamos en la trampa de quererlo hacer todo desde el principio y por nuestra propia cuenta. Es decir, que nos olvidamos de que el conocimiento y la ciencia son bienes colectivos y acumulativos, con lo que dejamos de aprovechar o de beneficiarnos de lo que ya han hecho otros. Becker ilustra el problema equiparando la elaboración de un escrito con la de una mesa. Si en la construcción de ésta podemos incorporar piezas prefabricadas (molduras, etc.), sin que nadie en su sano juicio nos regatee la paternidad de la obra concluida ¿por qué perseveramos en perder el tiempo intentando fabricar todas las piezas que sirven a nuestro discurso? Ya están hechas, sólo utilicémoslas.

Hay aún en este manual diversos consejos y recomendaciones más puntuales que no por elo habrá que echar en saco roto. Como, por ejemplo, la sugerencia de recurrir preferentemente a la voz activa en vez de la pasiva y la de acostumbrarnos a optar por hacer del sujeto que afirma en primera persona del singular y no una del plural. Aparte de las razones que para elo esgrime Becker, a mí me parece que el acatamiento a ambas sutilezas estilístico-gramaticales denota la voluntad del autor de asumir abiertamente una responsabilidad personal sobre aquelo que asevera en sus escritos. Finalmente, se aconseja también no abusar del palabrerío hueco o pedante; la idea es aspirar antes a la claridad que a la apariencia de elevadísima erudición. Para lo que no sobra cuidarse de las repeticiones, metáforas y circunloquios inútiles.

El colofón de todas estas cavilaciones y sugerencias de Howard Becker no podía ser más penetrante: "La lección principal no son las especificidades de lo que he dicho sino la lecciónzen de prestar atención" (p. 117). En efecto: a fuerza de vivir inmersos en un sistema "productivista" de premios y castigos, se nos escapa que antes que puntos para el ascenso en el escalafón, boletos para el turismo académico, salvoconductos para el siguiente grado universitario o armas de ataque contra las posturas ideológicas contrarias de los colegas, una ponencia, una tesis, un artículo o un libro son medios de difusión de nuestras ideas y planteamientos. Constituyen, de hecho, nuestra voz dirigida a un interlocutor, individual o colectivo y, por respeto a éste, todo aquelo que le digamos merece que le dediquemos toda nuestra concentración, toda nuestra atención.

Con todas las bondades que le he encontrado y de las que ya he dado cuenta, hay empero algo que objetar a esta edición de Siglo XXI: la deficiente traducción del inglés que, sorprendentemente, fue sometida al escrutinio de un revisor quien, al parecer, tampoco hizo mucho por ella. No reparo ni me quejo, por cierto, de las formas de conjugación verbal —habituales en Argentina y Uruguay— del presente de indicativo para la segunda persona del singular, como "podés" o "tenés", meras modalidades regionales que no deben incomodar a ningún hispanohablante. Mis impugnaciones van, por ejemplo, hacia el abundante y mal uso del adjetivo "bizarro". En correcto castelano, el vocablo bizarro (que, según el diccionario se origina en una voz italiana que significa "iracundo") alude a aquel o aquelo que es "valiente" o "espléndido"; pero en modo alguno puede adjudicársele a lo "raro" o "estrambótico", como en sus acepciones inglesa o francesa, que son las que conserva, intactas, la traductora. Parecería demasiado lamentarse por cosa tan nimia como una palabra y, sin embargo, en el contexto, los alcances son mayores, pues no es lo mismo referirse a un estilo de escritura "galardo" que a uno "disparatado". Y la diferencia es, sí, una sola palabra.. mal empleada. Pero las cosas no terminan aquí, también hay otras perlas como la expresión "después de hora" (trasunto literal de after hours), que si figura alí quizá se deba a que ofrece un aspecto más original o más innovador que las tradicionales alternativas de la lengua española: "fuera del horario laboral" o "fuera del horario hábil". Y ¿qué decir de la inútil redundancia acuñada en la frase "largos periodos de tiempo"?, ¿acaso en nuestro idioma hay periodos de espacio o de lugar que ameriten la aclaración?, ¿o se tratará más bien de una transcripción mecánica de long periods of time?

Estas cosas no menoscaban el valor de la obra, pero sí resultan irritantes y mucho más en un manual dedicado a la escritura, por lo que cabría esperar que, antes de planear futuras ediciones de él, la prestigiosa casa Siglo XXI tomara las medidas pertinentes.

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