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Andamios

versión On-line ISSN 2594-1917versión impresa ISSN 1870-0063

Andamios vol.7 no.14 Ciudad de México sep./dic. 2010

 

Reseñas

 

Como si yo fuera otro

 

Víctor Hugo Martínez González*

 

Pitol, S. (2010), Una autobiografía soterrada (ampliaciones, rectificaciones y desacralizaciones), México: Almadía.

 

* Profesor Investigador de la Academia de Ciencia Política y Administración Urbana de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México (UACM). Correo electrónico: plomo@mexico.com.

 

"En todo lo que he escrito me presento por todas partes" (p. 46), afirma Sergio Pitol en Una autobiografía soterrada, cuyo subtítulo recuerda la previa existencia de otras dos autobiografías suyas también sin desperdicio: El arte de la fuga (México: Era, 1996), y Autobiografía precoz, reimpresa en Obras reunidas (vol. IV, México: FCE, 2007).

Cuenta Daniel Sada que Pitol "enseña a sus lectores a amar lo que él ama". Los seis ensayos que componen Una autobiografía soterrada reinciden en ese magisterio. Guiños, más que eso, declaraciones de amor a Chéjov, Tolstoi, Gogol ("mis ángeles tutelares"), Dickens, Mann, Conrad, Borges, Svevo y muchos más, colman relatos cuya excepcionalidad es doble: la de la crítica literaria que en Pitol alcanza notas de aguda y oblicua transparencia; y la de una invitación a leer sin prisa ni programa pero con la militancia y pasión del esteta. La confesión es plena: "soy hijo de la lectura" (p. 12). ¿Por qué Pavese, Schulz, Cervantes, Galdós, Rulfo, Tabucchi, Bellow? Mi narrativa se hunde en ellos; soy ellos, insiste un generoso Pitol que enseña a amar a Alfonso Reyes: "En una época de ventanas y puertas cerradas, Reyes nos incitaba a emprender todos los viajes. Evocarlo me hace recordar uno de sus primeros cuentos: La cena. Buena parte de lo que más tarde he hecho no es sino un mero juego de variaciones sobre aquel relato" (p. 104).

La habilidad de Pitol para contagiar alegría por la literatura, despierta en quien lo lee curiosidad por enterarse de los signos y horizontes de una obra reconocida con el Premio Cervantes. Una autobiografía soterrada es noble también en esas señales. Mi literatura, escribe Pitol, es fruto de experiencias de viajes y de los libros leídos y releídos. Aquí, como también en otros de sus títulos (Pasión por la trama, El viaje, El mago de Viena, El arte de la fuga), Pitol sitúa y comparte el efecto sobre su escritura de un elemento crucial: el viaje y la extranjería que sus desplazamientos buscaron. Viajar para perder países, certezas y hasta imágenes de uno mismo, escribió Pitol en El arte de la fuga. "Me moví siempre al azar para perderme" (p. 59), pues "de la única influencia de la que uno debe defenderse es la de uno mismo" (p. 114), frasea con los mismos acentos y elocuencia en Una autobiografía soterrada. Son, explica quien fuese diplomático en París, Moscú, Praga y Budapest, 28 años de residencia en Europa e incluso China a los que, cuatro décadas después, Pitol observa sin nostalgias ("Más valdría un voto de no dirigir nunca la mirada hacia atrás. Se corre el riesgo de que esa vuelta se transforme en un acto de penitencia o expiación, o llegue uno a enternecer ante inepcias que deberían avergonzarlo", Pasión por la trama, p. 18), pero sí con un punto de genuino y divertido asombro. "Me pasma el joven que he sido. Utilizaré la tercera persona como si yo fuera otro", apunta Pitol en Una autobiografía soterrada (p. 24), para después narrar las hazañas de un joven que, llegado en 1953 a La Habana, viviría en "El Shangai" una exultante juerga por la que al día siguiente llevaría unos zapatos que no eran los suyos. "Salvo Tiempo cercado, todos mis libros fueron escritos en el extranjero. Enviaba mis manuscritos a las editoriales de México, y un año más o menos después recibía yo los primeros ejemplares" (p. 48), recuerda un Pitol que en el viaje constante, el oficio de traductor y la ignorancia de las modas o grupos intelectuales de México, cifra la feliz pero esmerada aprehensión de su estilo: "Era como escribir en el desierto, y en esa soledad casi absoluta fui descubriendo mis procedimientos y midiendo mis fuerzas [...]. Cada autor ha de crear su propia poética. Cada uno constituirá, o tal vez sea mejor decir encontrará, la forma que su escritura requiera, ya que sin la existencia de una forma no hay narrativa posible" (pp. 48, 105).

Que Pitol ha escrito cinco novelas, tantos y cuantos ensayos y cuentos, es un dato que Una autobiografía soterrada instrumenta como pórtico hacia lo más trascendente: los principios y estructuras, el corazón y la carpintería, de la obra de Pitol. "Las creaturas que he inventado durante medio siglo de trabajo", explica el autor de La vida conyugal ("novela que describe 40 años de alegre descomposición matrimonial", p. 89), no habrían sido posibles sin el concurso de dos elementos pegados a su piel: una concepción de la realidad "diferente a un aspecto deficiente y parasitario de la existencia, alimentado por el conformismo, la mala prensa, los discursos políticos, los intereses creados y las telenovelas" (Pasión por la trama, p. 21); y el ensamble de relatos bajo una estructura siempre misteriosa, nunca fija sino provocativa y engañosamente inacabada.

La novela, parafrasea Pitol a Henry James, "es una impresión personal y directa de la vida" (p. 106). Pero sucede que un escritor, para serlo, produce "mentiras verdaderas" (Vargas Llosa) que sueñan lo real y confunden los planos de lo cierto e imaginado. "La verdad no es necesariamente lo contrario de la ficción", dice Juan José Saer. "Una autobiografía es una ficción entre muchas posibles", considera Enrique Vila-Matas, el escritor catalán que publicara una entrevista a Marlon Brando que imaginó tanto que no sabe ya si fue verdad o deseo. Pitol, que en sus primeros cuentos concibiera una ciudad (San Rafael) para sus personajes, pertenece a esa tribu de prestidigitadores literarios (Onetti, Faulkner, Rulfo, García Márquez, Monterroso) capaces de inventarse un pueblo, un universo entero, en el que la vida y la ficción resultan inseparables.

"Aún y siempre considero la realidad como la madre de la imaginación" (p. 41). Sin tramas literarias, añade Pitol, "la vida me ha parecido siempre disminuida. Contar cosas reales y deshacer y al mismo tiempo potenciar su realidad ha sido mi vocación" (p. 112). "El hijo de Lenin era un cuento" es una anécdota de Vila-Matas perfecta para comprobar el sueño de lo real donde Pitol teje sus historias. Por un mes, recuerda Vila-Matas, creí conocer y acompañar en Varsovia al hijo natural de Lenin. Luego supe que no era hijo de Lenin, que había sido un invento de Sergio. "Pero la lección ya estaba allí. Una lección que venía a decirme que los personajes reales pueden llegar a convertirse en cuentos" (Prólogo de Vila-Matas a Los mejores cuentos de Sergio Pitol, Barcelona: Anagrama, p. 14). Cincuenta años de ficción validan así que la vida sea para el escritor un sinónimo de literatura, ensueños y prodigios: "percibo que la realidad y la imaginación han calmado sus agravios, ambas instancias han cedido su prepotencia, los antónimos se han disuelto [...] todo escritor sabe que el instinto y la inspiración son sus mayores armas, las fuerzas secretas de la razón" (pp. 41, 54).

Si la estructura es lo que decide la suerte de una novela, las de Pitol, construidas y rehechas para capturar los enigmas de la realidad,

[E]stablecen una oquedad en cuyo torno se mueven los personajes. El vacío al que reiteradamente me refiero y del que depende el destino de los protagonistas jamás se aclara. Instalo en el relato una ambigüedad y una que otra pista, casi siempre falsa. Necesito crear una realidad permeada por la niebla [...]. La estructura debe ser muy firme para que esa vaguedad que me interesa no se transforme en caos. La historia debe contarse y recontarse desde ángulos distintos y en ella cada capítulo tiene la función de aportar nuevos elementos a la trama y, a la vez, desdibujar y contradecir el bosquejo que los precedentes han establecido (pp. 66, 107).

Los relatos de Pitol, ha detectado Juan Villoro, son prolijos en entresijos subterráneos cuya especialidad es la distorsión de la realidad. Atender las claves de lectura que el propio Pitol desliza en esta Autobiografía provocará en el lector, testigo implicado soy de ello, el regreso a relatos que gozamos tal vez sin aquilatar toda la belleza de una geometría pulida que persigue la sorpresa: "ninguna novela, ni la casi totalidad de mis cuentos, concluyen definitivamente. El final queda siempre abierto. Pero es necesario proporcionarle al lector un puñado de opciones" (p. 69). Vals de Mefisto, un cuento magistral donde un instante de lucidez puede derruir lo más querido, merece, como El oscuro hermano gemelo, Hacia Varsovia y tantos otros cuentos, una segunda visita y estudio. Cinco veces habría que leer Nocturno a Bujara, recomienda Vila-Matas al elegir su cuento preferido de Pitol. Como un viaje fascinante hacia una identidad que no es una sino varias, valdría leer una, dos, tres veces, esta Autobiografía soterrada que amplía, rectifica y desacraliza (para que sobre la literatura no quede sospecha de futilidad) las reales avenidas, poderes y dividendos de la ficción. La literatura, lo decía todo Piglia, "es una forma privada de la utopía" donde Pitol, como antes Pessoa, dinamita —porque soñar y ser feliz lo vale— el mito de la personalidad individual. "Soy consciente de que al tratarme como sujeto o como objeto mi escritura queda infectada por una plaga de imprecisiones, errores, desmesuras u omisiones. Persistentemente me convierto en otro" (p. 45).

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