Melancolía de izquierda lleva por nombre un libro de Enzo Traverso (2016), que indaga en la evolución de la izquierda tras caer el Muro de Berlín y el comunismo. ¿Cómo reacciona ésta ante el triunfo ideológico del capitalismo democrático? Si para la historia este enigma es relevante, la cultura de masas reflejada en el cine aborda también este desconcierto. Algunos filmes de Nanni Moretti son paradigmáticos a este respecto: Palombella Rossa, en el que el protagonista pierde identidad con el fin del Partido Comunista Italiano; Abril, donde un votante del nuevo Partido Democrático brama a sus líderes “decir algo de izquierdas”; El caimán, que critica la reforma de Italia bajo Silvio Berlusconi; Mia Madre, en el que la ideología de izquierda es filmada como parodia. La melancolía de izquierda, investigada por Traverso y captada en las películas de Moretti, brota de la misma pregunta: cómo seguir siendo de izquierdas ante una transformación social que simboliza la democracia, no sólo como régimen político, sino como un tiempo venturoso de cambios.
Aunque este impasse supera el fin de la historia (Fukuyama, 2015), el ocaso del bloque soviético y las ilusiones de libertad y crecimiento abiertas por la democracia y el capitalismo, condensan el espíritu de alteraciones radicales y no sedimentadas. En este ensayo recreo estos hitos sociales ilustrando su vértigo y flotación. Hilando postales de esta dinámica, me interesa plasmar la hondura del cambio al que la izquierda debió adaptarse.
Una síntesis de este clamor democrático es el enfoque que distingue una izquierda moderna-democrática de otra tradicional-autoritaria. Izquierdas liberales, socialdemócratas y reformistas, opuestas a izquierdas populistas, carismáticas o revolucionarias, son una derivación de este enfoque. Esta división reduccionista ha delineado el debate sobre la naturaleza de una izquierda democrática. Una izquierda pragmática sigue supuestos de esta perspectiva para renovarse. Pero no todas las izquierdas avalan ese tipo de cambio. Una izquierda melancólica y otra irracional procuran otras vías democráticas y otra adaptación. Estas reacciones de la izquierda al cambio social-democrático son el centro de este ensayo.
El trabajo tiene tres partes: 1) discusión del cambio social, tematizando sus reflejos en el orden de la cultura y en una representación de la realidad condicionada por el modelo económico y sus imaginarios de la democracia; 2) reflexión sobre las reacciones (pragmática, melancólica, irracional) de la izquierda ante la legitimación de la democracia liberal como modelo político; 3) conclusiones que destacan cómo las contrastantes reacciones de la izquierda favorecen (menos paradójicamente de lo que pareciera) la consolidación de una forma aceptada o rebatida de democracia. Enfrentada a un cambio social desafiante, la izquierda manifiesta una redefinición confusa e irresuelta. Esta tensión incide en sus límites para contrarrestar el déficit de representación política democrática.
El veloz y difuso cambio social
Las revoluciones políticas de 1989-1991 avanzaron un cambio social expansivo de la democracia. Ganada la competencia ideológica frente a sistemas totalitarios y autoritarios, la alianza del régimen democrático con un capitalismo superior a la economía comunista aupó ilusiones de libertad y crecimiento. Democracia-mercado fue una fórmula de estas transiciones económicas, políticas y culturales. El brío de los mercados, la democracia liberal y las sociedades reflexivas o postmodernas son resultado de aquel parteaguas.
Tan clara y fundada lucía aquella celebración, tan seguro se podía estar de una nueva y promisora época, que el presente fue entendido como un período cuya comprensión no requería observar su interacción conflictiva con el pasado. El régimen moderno de historicidad habría durado entre 1789 y 1989, luego del cual un presente acelerado y continuo (presentismo) exigiría una adaptación sin titubeos. El pasado dejaría de pensarse al ser reducido a guerras, opresión o ineficacia económica. Ese relato es una de las bazas seductoras del neoliberalismo para aparecer como modelo libertario (Escalante, 2015).1
Arrepentida por sus desbarros y culpas, la izquierda quedaría del lado de los perdedores de la historia. Aturdida por la erosión de sus causas identitarias, su adaptación al vendaval democrático sería reactiva, penosa, difícil. Izquierda moderna vs. tradicional no es un enfoque del que la izquierda fuera una voz titular y propositiva; a ese esquema debió más bien ajustarse con prisa y magros márgenes para tentar algo alternativo. La narrativa postmoderna apuraría además su deslinde de desacreditados metarrelatos ideológicos.
Un cuarto de siglo después del fin precoz del siglo XX (Hobsbawm dixit), la apreciación de los cambios ha bajado en confianza y arrebato. Fukuyama (2014), quien propusiera en 1989 la victoria de la democracia liberal gracias a su asociación con el capitalismo, ha publicado después un libro sobre las mutaciones capitalistas hacia un neoliberalismo financiero dañino para la democracia. Esa afectación es subrayada también por Schmitter (2015), coautor del ya clásico Transiciones desde un gobierno autoritario. Liberales como Holmes (2012) coinciden en una degeneración capitalista en demérito de la democracia. Dunn (2014) sostiene incluso que la democracia es ya otra cosa ceñida por la ortodoxia económica. La historia, ésa que Judt afirma haberse dejado de considerar, muestra para Tilly (2010) que la democracia está ligada a la fortaleza de los Estados. Pero los Estados fueron el actor que el neoliberalismo rediseñó con su programa (Harvey, 2014).
No es del todo preciso que el neoliberalismo desaparezca a los Estados, pero sí los reestructura bajo una forma con diferentes atributos y menores controles (Sassen, 2007). Poder-política fue un nexo que cimentó los Estados nacionales y soberanos. Bajo una globalización más neoliberal que capitalista, no es un accidente que el Estado tenga menos poder, y la política y el interés público sean marginados por el mercado como ejes de integración social. Ciudadanía, aquel concepto que Marshall (1998) reivindicó como igualador social, es hoy una noción condicionada por capacidades individuales de consumo y distinción. Bajo este entorno, la ciudadanía reluce más como una situación de privilegio y exclusión que de igualdad política (Aragón, 2015). Ser ciudadano de Alemania no es lo mismo que serlo en Europa de un país extracomunitario, o de El Salvador en Latinoamérica, por mucho que la izquierda que llegó al gobierno pasara de la guerrilla a la política democrática, cumpliendo con el enfoque izquierda democrática vs. autoritaria.
Si añadimos los vuelcos geopolíticos, las regresiones comerciales de Estados Unidos o Inglaterra, el caos migratorio o los vacíos de representación democrática, el prontuario de cambios destiñe el optimismo. Habrá quien siga manteniendo que las ilusiones de 1989-1991 son plausibles, que la ruta no debe variar, que la crisis financiera de 2008 fue sobrestimada. Sobran dictámenes que así enfocan los cambios, como también abundan los que desconocen el más mínimo mérito en ello. Esta polarización analítica desvela un tipo de incertidumbre que es una huella del cambio social y tecnológico.
En esa atmósfera en la que adelgazar al Estado fue un discurso prevaleciente, la crisis de la izquierda ha supuesto no sólo la muerte del comunismo, sino también el declive de la socialdemocracia ligada a Estados de bienestar. Aunque en su mayoría esos Estados fueron en Europa una creación de partidos democratacristianos preocupados por conjurar el fantasma de las guerras (Judt, 2008), el lugar común los relaciona con el socialismo. Las transiciones a la democracia, con la mira puesta en la libertad política y el libre mercado, no tendrían así en el socialismo ningún ideal normativo. En donde el socialismo era gobierno fueron incluso partidos laboristas los que legislaron las reformas de la economía. Si en Estados Unidos priva la creencia de que un Estado con servicios universales es inoperante, la contracción del Estado en Inglaterra, conducida bajo la Tercera Vía de Tony Blair, supondría una sincera (pero ingenua) esperanza en la destreza del mercado.2 Izquierdas socialdemócratas, que para contemporizar con los cambios democráticos debieron repensarse desde el liberalismo, muestran de este modo un evasivo perfil ideológico (“más allá de la izquierda y la derecha”) a tono con la ambigüedad del cambio social.
Izquierda moderna, entendida como liberal, socialdemócrata y reformista, es una categoría que trasluce una cierta, histórica y contingente postulación de la realidad. Enfrentada a ella, habría una izquierda autoritaria, carismática o populista como ejemplo de una inmadurez política amenazante de la democracia. Abstracta, dual y excluyente, es difícil pensar en otra clasificación de las izquierdas más acorde con las formas económicas, políticas y culturales del modelo dominante de democracia.
Pero lo que sí juzgamos posible de problematizar es la rápida sinonimia entre izquierda liberal y socialdemócrata. El asunto precisa detenimiento e inspección histórica. Porque una cosa es que para la socialdemocracia sea imprescindible reconsiderar el liberalismo después de la Guerra Fría, pero otra es que la socialdemocracia asuma los principios liberales como único e inopinado insumo de la democracia. No hace mucho, escribió Rabotnikof (2014) criticando la modernización de la socialdemocracia, ésta invocaba la separación del capital y el trabajo que la democracia no borra pese a toda su magia.
¡Qué ajados suenan los términos provocativos de Rabotnikof! Una explicación de ello es que la idea de que en democracia la confrontación izquierda-derecha resulta anticuada, se naturaliza como lenguaje normativo. La idea de una (post)izquierda democrática (Revelli, 2015), aunque para algunos sea síntoma de una cultura burguesa de derechas (Simone, 2011), figura como código cultural del cambio.
Plantear el cambio dentro de sentidos culturales es una propuesta de Harvey (2012), para quien el neoliberalismo conforma “una nueva estructura de lo sentimental”, esto es, una forma revulsiva del capitalismo en la que la materialidad del modelo económico produce y legitima adaptaciones culturales a la desregulación de los mercados y a un cierto imaginario de lo real. Esta incidencia de lo inmediato, del acceso no diferido al consumo individual, socava las bases de la representación política como ficción normativa.3
Este presentismo comprime los tiempos del sistema político. Incapaz de agregar reclamos cada vez más dispersos, el sistema político resulta supeditado a soluciones cortoplacistas. Bajo un clima presentista, de los líderes políticos no se aguarda un horizonte futuro, en el que para creer haría falta una socialización política maniatada por el mercado. El relato teórico de una sociedad que elige juiciosamente dirigentes para construir de modo colectivo el reino de sus fines, se confronta con la realidad sociológica de una sociedad carente de autorrepresentación colectiva y que, en esa opacidad, espera prontas respuestas.
Pensar este orden económico-político a partir de sus capas culturales, permite ponderar la democracia frente al elixir de dos contrarelatos conocidos: el tecnócrata, para el cual la irracionalidad popular justificaría la separación entre política y administración; el aristócrata-fatalista, para el que (como dirían Adorno, Horkheimer o Kirchheimer) la política de masas es constitutivamente decadente. En la ilegibilidad del cambio social, no es así inexplicable que resurjan visiones gerentistas y minimalistas de la política, desencantos y melancolías por un pasado míticamente mejor, o evocaciones de liderazgos omnipotentes.
Resplandores culturales del cambio
¿El fin de la historia? es el título del ensayo que Fukuyama publicó antes de la caída del Muro de Berlín y tuvo lecturas encontradas. Para algunos, la euforia por el triunfo de la democracia liberal consagraba el ensayo como una tesis premonitoria. Para otros, su brillantez intuitiva no radicaba en pensar la democracia como la última etapa de disputas ideológicas, sino en la tristeza con el que preveía el futuro: sin alternativas ideológicas razonables, la democracia liberal enfrenta competidores (nacionalismos, fundamentalismos) que ratificarían su superioridad sin verse obligada a vigorizar sus ventajas comparativas.
Ante el desierto ideológico previsto, y los frutos político-culturales de un nuevo orden económico, Judt (2008, p. 53) apreciaría el escenario de globalización como “una cultura uniforme producida en masa (que detona) conflictos locales envenenados de religión, lengua y raza”. Mientras que algunos estimaron la reacción de particularismos como secuela de la falta de opciones a la democracia liberal (Bartra, 1981; Habermas, 2008), para otros las batallas culturales y la politización de sensibilidades contrarias al liberalismo demostrarían lo opuesto: el no fin de la historia y la crisis de la democracia. Esta continuación de la reyerta ideológica por imaginarios adversos al universalismo tendría efectos en una izquierda necesitada de redescubrir actores, discursos o causas. El zapatismo, y su excitación intelectual, fue un reflejo en México de esa recomposición.
Esta metamorfosis expondría afinidades con la gestación en los setenta de una izquierda libertaria, social, extrapartidaria y opuesta a una izquierda burocrática (Kitschelt, 1988). No toda la nueva izquierda deviene de esa fractura; sus afluentes son más profusos y heteróclitos. Lo que sí constituye un carácter definitorio es su avance en una época (los noventa) en la que los mapas ideológicos sufrieron grandes alteraciones. Mantener un programa político universalista ha sido, desde entonces, cuestionado por el prestigio de teorías para las que el universalismo es excluyente, occidentalista o autoritario. Estos antecedentes inducen el aura “progresista” de las ofertas multiculturales o comunitarias, a pesar del (i)liberalismo de algunas de éstas. Culturalmente, es esto lo que me interesa recalcar, las diferencias de género, religión, etnia, consumo o estilos de vida son una revolución producida dentro del capitalismo, no en contra de éste. Esa capacidad del mercado para estimular presuntas arremetidas a su lógica, es una capa cultural que lo define (Jameson, 1991).
Concluyo esta digresión sobre el cambio social-cultural repasando, mediante algunas postales, tres de sus naturalizaciones en la democracia liberal.
1.- La primera naturalización es el reconocimiento de una sociedad dislocada por una individualización socialmente legitimada. Sociedad líquida, del riesgo o postmaterial son categorías sociológicas para referir el cambio como la erosión de los clivajes de clase social y religión, y el auge de clivajes postmodernos con adscripciones frágiles emanadas de intereses individuales. La sociedad no logra en este proceso autorrepresentarse de modo coherente y cohesivo. Familia, partido, religión, Estado, ni siquiera el amor, son relatos que subsuman los deseos personales en un orden supraindividual. “Somos la primera generación que descree del amor”, sostiene el novelista chileno Alejandro Zambra, entreviendo una familiaridad de ese cambio con la transición a la democracia.4
¿Puede el régimen democrático suscitar nuevos credos culturales de esta especie? A decir de Giddens, la modernidad e identidad del yo transforma aspectos íntimos de la vida (Giddens, 1997; 1998). Sexualidad, amor y erotismo en las sociedades modernas subtitula Giddens una de estas investigaciones, donde liga el autorreflejo de lo personal con un entorno que relaja al yo de cargas sociales.5 Una parte de la izquierda definida por una perspectiva colectivista, resulta abatida por este cambio. Antes de que la democracia liberal se naturalizara como forma política legítima, la izquierda tenía razones para confiar en ser parte de una contracultura: “Entre 1960 y 1975, la cultura hegemónica y la alternativa estaban muy claramente diferenciadas, (pero) esto cambió con la dictadura y la transición a la democracia”, afirman Ricardo Piglia y Juan José Saer (2015, p. 124).
Previo a la amplitud de accesos políticos devenidos con la democracia, Carlos Monsiváis (1966, p. 42) fue testigo de la militancia marginal pero significativa: “la idea de vivir defendiendo posiciones abiertamente minoritarias me complacía mucho”. Habría que pensar más sobre los trastornos en la izquierda por un reclutamiento y profesionalización que comenzó a prescindir de capital cultural, formación política o bagaje teórico cuando la apertura democrática incentivó las motivaciones y trayectorias individuales más diferenciadas. En la izquierda, como en la derecha, se milita en democracia guiándose por intereses y valores menos regulados por un proyecto ideológico o disciplinario.
Esta individualización tiene derivas en una política privatizada de vida. “La izquierda es ya una moral privada”, afirma el protagonista de Lugares comunes, filme en el que Adolfo Aristarain retrata el desconsuelo de una generación de socialistas. Un caso más de este giro de sensibilidades es la película La culpa es de Fidel, dirigida por Julie Gavras (hija del cineasta Constantine Costa-Gavras). Rodada como un ejercicio de la memoria, La culpa la tiene Fidel sigue el tormento de una niña dentro de una célula comunista hospedada por sus padres. Esta militancia paterna suscita en ella el anhelo de una familia convencional, un colegio religioso, un orden privado. Después del invierno, novela de la escritora mexicana Guadalupe Nettel, y en donde la maternidad encierra el sentido de la vida, expresa esa misma declaración de principios.6
El recuerdo de la izquierda antes de la democracia liberal, de sus doctrinas y fragores, es la materia sobre la que Laura Alcoba ha escrito sus novelas La casa de los conejos y Los pasajeros del Anna C. Ese pasado no debe olvidarse, postula Alcoba al realizar un rescate de lo que los teóricos denominan “postmemoria”. Alcoba, quien vivió en esa Casa de los conejos y recién nacida zarpó en el buque Anna C. de Cuba a la Argentina, es hija de guerrilleros vencidos. Ante la privatización de las utopías que Aristarain lamenta, Alcoba sugiere recuperar un pasado idealizado. Sea como entierro de un pasado hiriente o como remembranza romántica de convicciones agotadas, esta melancolía de izquierda revela tensiones para relacionarse con un presente vertiginoso y convulso.
2.- Una segunda postal de la naturalización de la democracia liberal es el conflicto público en México entre los grupos intelectuales Vuelta y Nexos, a propósito de los eventos La experiencia de la libertad y El coloquio de invierno. Entre 1990 y 1992, el primero de estos seminarios, organizado por Octavio Paz y la revista liberal Vuelta; y el segundo, suscitado por la revista socialdemócrata Nexos, debatirían los retos después del comunismo.
Una dimensión de aquellas discusiones resultaría clara, pues Vuelta había sido un foro opositor a regímenes no democráticos de Europa del Este y de América Central y del Sur. Fue en sus páginas donde escritores liberales fustigaron el socialismo real, la Cuba castrista o el sandinismo. Resultaba predecible que La experiencia de la libertad subrayase la irrupción de un nuevo mundo luego del desplome soviético. Era la democracia la fuerza que terminaba con aquella distopía. Pero era, además, una democracia sin adjetivos la que accedería a un libertario siglo XXI. Como una certificación liberal e intelectualmente afín con esta coyuntura, La experiencia de la libertad festejó este cambio.
Podría pensarse que como respuesta de la socialdemocracia, El Coloquio de Invierno ofreciera nítidas diferenciaciones ideológicas. La distinción existiría, pero fue menor que eso. Acusando la crisis de los ejes tradicionales de la izquierda, Nexos había emprendido una forzada revisitación de la izquierda moderna en un universo democrático. Una de sus voces más lúcidas, Carlos Pereyra (1979; 1983), propuso una transformación intelectual desde fines de los setenta que resignificaría la democracia. En esa reorientación, la derrota del sueño revolucionario inspiró un ajuste en el análisis de la realidad posible (Lechner, 1990; 1997). La democracia política y liberal comenzó así a ser deseable, sobre todo a partir de que las transiciones de régimen propusieran el clivaje democracia o autoritarismo como relevo del anterior revolución o democracia. En ese clima, El Coloquio de Invierno destacó también la democracia liberal como un a priori del cambio político.
Ese consenso democrático, favoreciendo el tránsito a una política reformista, ha sido crucial en el acceso de las izquierdas al gobierno. Esa adaptación democrática catapultó triunfos de la izquierda en el Cono Sur americano, en los que José Mujica y Dilma Rousseff fueron emblemas de un aprendizaje político y cultural que les condujo de las células guerrilleras a la presidencia de sus países. Pero esa misma transición interpretativa de la política da pie a diagnosis críticas con la depolarización ideológica de la democracia. Munck (2007) o Przeworski (2007) correlacionan, de hecho, el consenso sobre la democracia liberal con la ausencia de premisas ideológicas de investigación.
La retrospectiva del choque Vuelta-Nexos, vuelvo a ella, adquiere con el tiempo matices precisamente desideologizados. En 1994, el libro Creadores y poder (Toledo y Jiménez, 1994), entre cuyas entrevistas sobresalen las de Enrique Krauze y Héctor Aguilar Camín, indaga el termómetro ideológico de la democracia mexicana. “¿Son diferencias ideológicas las de Vuelta y Nexos?”, se preguntó a estos intelectuales. “No, las diferencias son por competencia de mercado”, respondieron el liberal y el socialdemócrata. Más claro no podía decirse esta percepción de la democracia.
3.- Una tercera naturalización cultural aparece relacionada con el modo en que alguna izquierda produce su propia narrativa democrática. Sobre ello quiero tratar un aspecto subjetivo y conjetural, pero conectado con constantes del cambio. Me refiero a las transformaciones democráticas de la formación universitaria y a la manera en que cierta izquierda se plantea el asunto. Por asentar dos condicionamientos sistémicos, entiendo como un cambio positivo la masificación universitaria y sus mayores accesos democráticos. Un segundo factor es la mediatización de la vida a la que los estudiantes están sujetos. Esa mediatización refleja la revolución tecnológica, que sugiere un ascenso social, pero obstaculiza su concreción bajo un modelo económico excluyente. Bastarían estos elementos para advertir complicaciones en la formación universitaria. Que la universidad se parezca hoy a lo que la educación fue antes en un grado de preparatoria, o que los posgrados pierdan rigurosidad intelectual, tiene algún origen en estas causas estructurales. Pero en ese campo hay además una peculiar pedagogía de izquierda.
El historiador inglés Tony Judt polemiza el rechazo de la izquierda a la meritocracia. Pensando en universidades de Inglaterra y de Estados Unidos, Judt (2010) ubica en las privatizaciones neoliberales, como en el esparcimiento de programas académicos deconstruccionistas, postestructuralistas o relativistas sin consistencia epistémica, los inicios de este cambio social presentado como avance democrático. Detallando el caso de universidades norteamericanas, Jacoby (1999) también identifica los influjos de la nueva izquierda de los setenta en la mengua del rigor académico. Para universidades europeas, el mismo hallazgo es sostenido por Escalante (2015) y Bartra (1981). Estas hipótesis merecerían atención ante una cultura universitaria que observa, no en la igualdad de oportunidades, sino de resultados, la señal de un “progreso democrático” que sus instigadores ideológicos consideran contrasistémico o antineoliberal. Desaparecer artificialmente las diferencias de mérito entre académicos y estudiantes para rozar de ese modo un igualitarismo ficticio, desnaturaliza el sentido de la preparación universitaria. Bourdieu y Passeron (2003) investigaron en Francia los efectos de estas pedagogías. Su conclusión fue desoladora: quienes así pretendieron revolucionar democráticamente los contenidos y funciones de la educación, consiguieron que los graduados alimentaran la desigualdad social contra la que sus métodos innovadores se dirigieron.
La inepcia neoliberal incide, desde luego, en los imaginarios de un modelo universitario “por afuera del mercado” en el que sus promotores ven una reserva moral y humanista, tanto como para descuidar el entrenamiento de sus alumnos en aptitudes precisas para, a gustar o no, competir en el mercado laboral. Es una buena idea que la izquierda bosqueje en centros universitarios un mundo con otras relaciones sociales. Pero ese denuedo luce descaminado cuando la evaluación de sus modelos rehúye indicadores con información sobre la vida de los estudiantes después de las aulas. ¿Han conseguido ascender socioeconómicamente; su empleo contrarresta sus privaciones de clase; su vida cambió cultural y materialmente? Estas preguntas son desatendidas por visiones que presumen el desprecio y distancia de la racionalidad formal como parámetro de virtud. Esta racionalidad alternativa y sublimada anuda una narrativa democrática de alguna izquierda.
Reacciones de la izquierda
¿Cómo descifrar el cambio del que la democracia liberal es insignia; cómo procesar una política democrática que rebasa ideologías clásicas? Estas preguntas fuerzan una reacción de la izquierda ante un curso distante de sus ideales originarios. Para la lectura que normaliza el cambio social, el debate es ocioso: la realidad está dada. Para una lectura crítica con el espíritu de la época, el mundo sigue una cultura de derecha. Para una tercera, la realidad será democrática si la izquierda guía el cambio y aviva una nueva sensibilidad política. A partir de sus miradas al cambio, la izquierda opta entre vías de reconstrucción.
En este apartado problematizo tres reacciones de la izquierda a la democracia. Dos de éstas (una izquierda melancólica y otra irracional) se oponen al desarrollo democrático normalizado, pero su falta de alternativas viables legitima la realidad que rechazan. Una tercera (izquierda pragmática) conviene en la representación común del cambio. Pretendo sólo esquematizar estas reacciones; extremarlas para diferenciar sus lecturas democráticas y ensayar su vínculo (directo o paradójico) con el dominio de la democracia liberal.
Izquierda pragmática
La izquierda pragmática manifiesta una lectura próxima a los signos del cambio social. La crisis de 1973 que rehizo la economía, la contracción proletaria, la quiebra del Estado de bienestar, los estragos de la socialdemocracia o el repunte libertario, son sopesados por una izquierda que participa de la transición a la democracia consciente de sus lindes. Periclitado el marxismo como futuro posible, el trance ideológico fue inevitable. Rebasada por veloces sucesos, contrahecha por sus reveses, dispuesta a la autocrítica, la izquierda condena el totalitarismo, dimite del mito revolucionario y adopta otro léxico: pueblo, explotación de clase o enajenación de la naturaleza humana son discursos expurgados. Al calor de adaptaciones urgentes, Blair y Clinton serían pensados como arquetipos de izquierda democrática (Bosetti, 1996; Attili, 1997). La empatía con el cambio, la superioridad de la democracia al autoritarismo, presiden estas redefiniciones contextuales.7
En América Latina, las circunstancias cambiantes objetivan a la democracia como la mejor salida a las dictaduras. La izquierda guarda memoria de la crueldad de las juntas militares; el fracaso de sus guerrillas activa, de hecho, enseñanzas configuradas por transiciones económicas, políticas y culturales. Intervenir en la vida política sin riesgos redescubrirá a la democracia como un orden deseable, a pesar de sus condicionamientos. Este pragmatismo fundado tanto en motivaciones normativas como en el vacío de opciones razonables, está en el cuerpo de la izquierda moderna y reformista.
Convencida de su cambio, la reconciliación de esta izquierda con la economía de mercado es una premisa para disputar el poder. La moderación de sus objetivos es así una estrategia racional para ganar el gobierno. Probarse en éste, conocer sus presiones administrativas y límites democráticos, refrenda la mesura. Las grandes causas sociales, dilucidará esta izquierda al reproducir la democracia liberal, no excusan atajos ideológicos contra la libertad y los derechos. Apreciando esa racionalidad formal, la izquierda rehace sus señas distintivas pretendiendo humanizar la economía con un capitalismo de Estado, hasta ahora más dúctil para aumentar el consumo de bienes individuales que para redistribuir riqueza y regenerar bienes públicos. Una economía global y extractiva reduce los márgenes para realizar objetivos demasiado diferentes. Favorecer la estabilidad democrática es así una lectura del cambio impuesta al empeño de alterar el statu quo.
La modernidad de esta izquierda no deviene sólo de su corrección política, pues ese reajuste agrupa trayectorias dispares. El tradicionalismo de las izquierdas de Cuba, Nicaragua, Venezuela, Argentina, Bolivia o Ecuador resalta, más allá de obviedades con las izquierdas modernas, por la historia de sus modos de representación política. Como revoluciones deformadas, Cuba y Nicaragua preservan una política autoritaria. Venezuela revive el embeleso del caudillismo. Argentina ejemplifica (durante los gobiernos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández) la dificultad de transitar a un liberalismo no congénito ni en la izquierda militante ni en el mapa político de postguerra. Ecuador y Bolivia, con gobiernos tecnócratas en lo económico pero populistas en lo social, exhiben otra variante de esa dificultad. El boliviano Movimiento al Socialismo empuja una agenda de derechos étnicos, género, regionales y ecológicos; ayuna, sin embargo, de menciones al proletariado.
Amalgamar estas expresiones como una izquierda opuesta a la de Uruguay o Chile, implica reconocer la singularidad uruguaya y chilena. La dureza de la dictadura de Pinochet descabezó a la disidencia. Sin esa oposición, Chile fue el primer laboratorio neoliberal. Pactar con ello es un sello de su política democrática. La historia de Uruguay es, por otro lado, la del único experimento exitoso de socialdemocracia. La adaptación democrática de su otrora guerrilla es un gesto admirable de sus líderes, pero también un efecto del sistema de partidos más inclusivo en América Latina y con una tradición estatista reafirmada por el gobierno del Frente Amplio. Menores niveles de desigualdad social y cultural ratifican la excepcionalidad de un país con poco más de tres millones. Analizada de manera contextual, la modernidad política de Uruguay explica el talante histórico de su izquierda.
Cierro con el caso uruguayo. Considerado un líder democrático a emular, el expresidente Mujica fue criticado por sus alusiones a una vida menos consumista. Elogiada en lo económico-político, la izquierda encarnada en él mereció reproches por una posición cultural (i)liberal y anticuada. Para el imaginario en curso, tematizar una concepción frugal de la vida es una indebida intrusión de lo político en lo social. La izquierda pragmática asume así, como otra mutación democrática, la contrariedad de proponer una contracultura. Con el fin de los gobiernos militares, el estímulo sistémico se desplaza de la construcción de una nueva y mejor sociedad a la conquista de derechos individuales que pluralizan y fragmentan la totalidad social. Un aroma de democracia reviste estos contornos.
Confrontada con el reto de la cohesión social, y la audacia que ello supondría, el replanteamiento de la democracia por la izquierda pragmática resulta corto y no claramente contrapuesto a la cultura democrática de la derecha. No es ésta ya una dicotomía en torno a qué valores preferir, pero sí sobre la jerarquía e interpretación ideológica de estos valores. La igualdad social, ideal primogénito de la izquierda, precisaría de tenacidad intelectual e imaginación política para que sus períodos gubernamentales trasciendan el cambio aceptado. Para que, en palabras de Pipitone (2015), la izquierda en el gobierno modificara las reglas de juego, además de ofrecer paliativos a los desarreglos del modelo económico.
Izquierda melancólica
“El futuro nunca lo vi, se convirtió en ayer cuando intentaba alcanzarlo”. Esperanza, título de este poema de José Emilio Pacheco, condensa la aflicción de alguna izquierda ante una democracia que desacraliza su memoria. Dicha melancolía se teoriza y sugiere, estorba a la modernidad democrática. Pero ese enfoque soslaya matices; reduce a un anacronismo general distintas variantes. Quiero ensayar aquí dos formas racionales de esa melancolía.
La primera recuerda una sacrificada contracultura en la que la izquierda quiso mirarse. Esta reacción es representativa de una generación de postguerra que encuentra equívoco y retrógrado el presente. El cine político de autor, refulgente en los sesenta, ofrece una sinopsis de estos juicios críticos sobre el desengaño. Theo Angelopoulos, habiendo filmado el fin del comunismo en La mirada de Ulises, profundiza su melancolía en El polvo del tiempo, donde la generación que sobrevivió las guerras es comparada con los valores y agobios postmodernos de sus hijos y nietos. La revolución cultural teorizada por Inglehart (1977) es reseñada por su cámara. Costa-Gavras retrató esa misma congoja en El pequeño apocalipsis, donde unos intelectuales en crisis ideológica manipulan a un marginal para que se suicide y proteste por ellos. Luego de filmar el estalinismo, el nazismo, guerrillas y dictaduras, Costa-Gavras narrará la migración (Edén al oeste), la flexibilidad laboral (Arcadia) o el mercado financiero (El capital). Su giro temático sigue no sólo el declive de partidos, sindicatos o movimientos sociales como ejes de lo político, sino también los cambiantes hábitos de consumo bajo el neoliberalismo (Sánchez Prado, 2016).
Adiós a Lenin, filme de Wolfgang Becker, es otro alegato melancólico. Sin el Muro, Berlín oriental es expuesto como un sitio donde las promesas capitalistas se pulverizan. La precariedad del trabajo es una realidad deprimente que lleva al protagonista a revivir la simpleza y grisura de la ex República Democrática Alemana. Esa melancolía no surge sólo para evitar que su madre comatosa descubra el fin del socialismo; ese desvarío da cuenta de la incertidumbre de ese joven ante el entierro del “pequeño país” y su relevo por un futuro brumoso. Becker fotografía la ostalgie alemana ante el capitalismo y el olvido del pasado.8
Una segunda forma de izquierda melancólica añora al Estado como columna del orden que la democracia desarticula. Definida como estadocéntrica, esta melancolía conservadora reprueba la fluctuación hacia una libertad de mercado con decisiones técnicas y transnacionales. Rebasada también por cambios culturales que alteran el valor de la universalidad política, esta izquierda invoca un nacionalismo contrario a su cuna internacionalista, pero racional ante el descontrol global. Esta inclinación nacionalista posee copiosos antecedentes económicos (el capitalismo estatal practicado hasta los setenta) e ideológicos (el antiimperialismo estadounidense).
El caso de México, donde el nacionalismo revolucionario rezumaba una totalidad, desprende esta melancolía nacionalista. Reponer al Estado como médula de lo social revela, empero, incomprensión ante la política de pluralismo institucional y valorativo de la democracia. Los déficits de representación que el relativismo democrático fomenta, para esta mirada podrían sanar con un líder que refunde la nación. Ante el poco imán de los lemas ideológicos, el populismo ofrece el atractivo de un dirigente carismático que redima la soberanía popular. Este conservadurismo político también es moral: “izquierda y derecha somos distintos, por estar con el pueblo la autoridad moral es nuestra”, repite esta soflama.
Estos intentos de recuperar el pasado evocan historias contextuales de representación política. Esta izquierda apela a una parte esencial de la construcción nacional de los Estados. En América Latina, los procesos de inclusión social (corporativa) fueron obra de liderazgos populistas, según formas comunes en la postguerra. El fracaso económico del neoliberalismo y sus perjuicios sobre la democracia han hecho poco para desautorizar un populismo camaleónico. Sin la creciente exclusión, este llamado melancólico sería menos sugestivo. La actual cuestión social no justifica esta reacción inviable, pero también es cierto que el neoliberalismo no gestiona un derrotero sustentable.
“La no simultaneidad de lo contemporáneo”, recrudecida por desarrollos económicos muy desiguales, deja sitio así para opciones simplistas que objetan la complejidad democrática. No obstante su antiintelectualismo, esa estrategia devela una tensión constitutiva de lo político: allende sus acuerdos, la política es conflicto. Polarizando al pueblo frente a las élites, la melancolía de esta izquierda pone bajo duda que en la democracia todos los sectores sociales sean beneficiados por ciertas y no otras políticas. Acertando en un diagnóstico que denuncia la irrealidad de la igualdad política, esta izquierda zozobra en sus propuestas, inadaptada como se halla ante instituciones y principios del liberalismo. ¿Cómo cambiar en democracia enclaves oligárquicos sin atentar contra derechos y libertades individuales? Esta pregunta, frente a la que esta izquierda muestra un equipaje democrático inconcluso, resalta su lectura sesgada del cambio social.
La izquierda irracional
Si las propuestas melancólicas de la lucha clasista y del nacionalismo legitiman con su rostro del pasado a una izquierda pragmática, la izquierda irracional persigue una fuga futurista poco convincente para romper con la representación presentista de la realidad. El origen de este hándicap radica en su romántico desplazamiento de la racionalidad formal por otra emotiva. Las ideas podrían relegarse por los sentimientos, a decir de este pensamiento densamente descriptivo, no generalizable, contextual antes que universal. Este romanticismo, por el que un futuro democrático estaría hecho de atávicas tradiciones comunitarias, es una contradicción interna del ideario moderno. Como estructura sentimental, el postmodernismo lanza esta diatriba a la razón instrumental como contrapunto a los límites de la democracia. Esa sensibilidad posee en el ataque de Rousseau a las formas representativas un sabido cimiento (Escalante, 2000; Berlin, 2015).
En el siglo XX, Hughes (1994) ubica la emanación de una izquierda irracional dentro de universidades norteamericanas afectas a nuevas ideas filosóficas que relegaron la discusión materialista del orden (véase también Paramio, 1989). Este cambio de coordenadas alentó una mirada culturalista, políticamente correcta y de racionalidad emergente. Teorías deconstruccionistas, pragmáticas o decolonialistas repensarían las identidades sociales acentuando la otredad que la democracia liberal excluía. Reintegrar al orden lo que éste desechaba fue una tarea para la que la emotividad resultó básica. La crítica radical a la democracia concibió así el postliberalismo, el multiculturalismo o el derecho a la diferencia como cambios progresistas de la postmodernidad. En ésta, la negación de una razón objetiva, la desconfianza en lo universal como formalidad tiránica, asimiló autoridad con autoritarismo. Denostar la representación política, porque en otro y diferente mundo la democracia puede ser directa y prescindir de políticos profesionales, descubre, empero, los contrasentidos de este romanticismo.
Esta izquierda irracional exterioriza un crisol heteróclito de afluentes marxistas, dependentistas, multiculturales, globalifóbicos, ecológicos, etnicistas. Una parte de ella deposita en un regreso al “espíritu de la colmena” un resolutivo a la injusticia. Es en una heterotopía privada, visto el control de los poderes fácticos, donde la sociabilidad puede reconstruirse (Santillana, 2016; Concheiro, 2016). Una sugerencia de este tipo deriva en una concepción antipolítica que piensa al Estado como adversario de la ciudadanía. “La embestida del Estado contra la sociedad” es un diagnóstico que, trazado así, da sentido a opciones antisistémicas sin organización política y reservadas a microespacios. El portazo al sistema conlleva, asimismo, la expectativa de que con otras estructuras la naturaleza humana se regenere. Recuperar una arcadia desfigurada por la civilización es también una resabida mezcla de elementos tradicionales y modernos.
Puesta en el futuro, pero con saberes soterrados y ancestrales, esta quimera es una reacción al proyecto inconcluso de la modernidad que priva a la democracia de mínimas precondiciones estructurantes. En esta rebeldía, los buenos sentimientos abundan, los principios se autoconfirman y la lectura de la democracia resulta sesgada por causas superiores más allá de un pacto con las rigidices de la realidad. El liberalismo, que abastece y legitima las asimetrías sociales, es por ello equiparado a neoliberalismo. Falta así de una comprensión democrática del Estado, éste es pensado por esta izquierda como un actor que será rearmado de modo desconocido y misterioso en ese futuro romántico e ideal.9
Conclusiones
Tras las revoluciones democráticas de 1989-1991, la cultura de izquierda fue cimbrada. La pregunta por su futuro resultó así forzosa. Simultáneamente a ese shock, las transiciones a la democracia irradiaron un optimismo adosado a los derechos de libertad y el crecimiento económico de la política democrática. La caída de Ceausescu, Honecker, Videla, Salazar u otros autócratas parecía una razón sensata para creer en el comienzo de una nueva época. Fue en esa coyuntura en la que la democracia se convirtió en la evolución e idioma normativos, que la antinomia izquierda moderna vs. tradicional relució como una respuesta al porvenir. Para traspasar al siglo XXI, la izquierda debería retocar su naturaleza.
Un cuarto de siglo después, la persuasión de ese enfoque y sus ofertas ha disminuido. La realidad, académicamente especulada como un orden causal y previsible, desborda en los hechos el mapa ideológico e interpretativo que permitiría mantener a salvo de dudas el ideal de la política democrática-liberal a pesar de sus aporías. El capitalismo que estructuró ese ideal muestra regresiones que comprometen la democracia.
La pregunta por el futuro de la izquierda acrecienta así su complejidad. Entre esos retos intrincados, la erradicación de un horizonte de progreso en un régimen de historicidad presentista dificulta para las izquierdas conjugar un proyecto político deseable. Fiarse a esa ilusión abstracta, fue una de las primeras ficciones normativas evaporadas por el postmodernismo. De la política democrática de izquierdas se ha dejado de esperar, pues, la postulación de una realidad lejana, algo etérea, pero orientativa ante todo. Ceñida a las presiones de lo electoral, una izquierda motivada por demandas fragmentadas de la sociedad privilegia racionalmente programas cortoplacistas para buscar el poder. Ofertas culturales, más allá de las electorales, son desestimuladas por esta lógica competitiva.
La mutación capitalista hacia un neoliberalismo financiero nubla un futuro halagüeño para las izquierdas pragmáticas, que desde los ochenta avanzaron su reconversión a los usos y equilibrios del credo liberal. Los celebrados casos de Uruguay o Brasil, cuyos gobernantes de izquierda demostraron un loable reajuste democrático, resienten el cambio internacional de la economía. El bienestar de estos países es amenazado por la aceleración neoliberal, antes de que sus gobiernos rediseñen sus políticas para cambiar las reglas de juego. El mismo diagnóstico es aplicable a Chile y el gobierno de izquierda moderna de Michelle Bachelet. Gobiernos catalogados de izquierda tradicional, autoritaria o populista como los de Nicolás Maduro en Venezuela o Evo Morales en Bolivia, padecen también su dependencia de un orden internacional rentista, sin haber podido reorganizar sus Estados frente al tipo internacional de intercambios económicos. En Bolivia, siendo éste un objetivo central de su revolución contrahegemónica, la noción de estabilidad económica señala desde el gobierno ese límite, esa barrera penosa pero realista, a la ilusiones (Exeni, 2017).
Acotada por un orden económico-político, que así como impulsó su acceso al poder sitúa fronteras para sus objetivos, la llamada izquierda moderna, liberal o socialdemócrata, enfrenta el desafío de abocarse democráticamente a una continuada y más creativa transformación. Su insuficiencia a este respecto, tanto como la reiterada crítica a la democracia liberal como forma política intransigente, provoca en otras izquierdas una reacción que pretendería ofrecer alternativas. Hallar la cuadratura del círculo a las tensiones entre libertades políticas, bienestar económico y cohesión social no será sencillo, predijo con un dejo pesimista Ralf Dahrendorf (1996) cuando la embriaguez intelectual por la democracia, los mercados y la pluralidad fue mucha y esperanzada.
Para romper con esos límites de la política, ciertas izquierdas contestatarias a la lógica democrática naturalizada, proponen (acorde con el espíritu cultural postmoderno) el regreso a las emociones y la sustitución de la racionalidad formal por sensibilidades reivindicativas de un principio racional-normativo de restauración social. En clave melancólica, o irracional, estas izquierdas pretenden superar la mecánica instrumental de la democracia retornando a la centralidad del Estado, o a través de “otras formas de democracia” imantadas por tradiciones comunitarias o saberes soterrados. Repensar el mundo sin las premisas de su occidentalización es su fuente inspirativa.
Sin acuerpar una alternativa ideológica razonable, estas reacciones democráticas de la izquierda están por ahora más cercanas a consolidar el modelo convencional de democracia que de concretar “otro mundo posible”. Menos paradójicamente de lo que pareciera, estos anhelos marginales y antisistémicos, sin prescindir aún de liderazgos personalistas, estimulan entre las mayorías electorales una procuración conservadora de la normalidad democrática (Bartra, 1981).
Ante lo ininteligible del cambio social y el inacabado rearmado de las izquierdas, la pregunta por el futuro de la izquierda resulta carente de certezas últimas. ¿Qué será la izquierda en cincuenta años? Tenerlo resuelto es apresurado cuando su redefinición se muestra distante de concluir. Debatir la identidad de una izquierda democrática precisa así de mayores exploraciones. Asumir la democracia como un proyecto histórico y normativo de permanente y conflictiva reconstrucción del orden social, y en el que la tensión ideales-hechos es tan analítica como fáctica, es un complejo presupuesto en estos asuntos.