Una mirada inicial al concepto de trata de personas
Existen múltiples definiciones de la trata de personas, pero la más aceptada es la de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC), que la considera como:
la captación, el transporte, el traslado, la acogida o la recepción de personas, recurriendo a la amenaza o al uso de la fuerza u otras formas de coacción, al rapto, al fraude, al engaño, al abuso de poder o de una situación de vulnerabilidad o a la concesión o recepción de pagos o beneficios para obtener el consentimiento de una persona que tenga autoridad sobre otra, con fines de explotación. Esa explotación incluirá, como mínimo, la explotación de la prostitución ajena u otras formas de explotación sexual, los trabajos o servicios forzados, la esclavitud o las prácticas análogas a la esclavitud, la servidumbre o la extracción de órganos (UNODC, 2003, p. 44-45).
La trata de personas puede caracterizarse como un proceso con una serie de etapas que implican un riesgo acumulativo para las víctimas. La etapa inicial es el periodo de reclutamiento, donde las personas pueden ser víctimas de estrategias sutiles como ofertas engañosas para emigrar con fines laborales hasta mecanismos de mayor coacción. Si existe un traslado de una localidad a otra, aparece la etapa de viaje-tránsito, donde la persona acepta o es forzada a viajar con los tratantes, y puede estar consciente o no de ser víctima. Esta etapa puede incluir uno o múltiples puntos de tránsito; si existe cruce de fronteras internacionales puede ser regular o irregular; esta etapa culmina al arribar al sitio donde ocurrirá la explotación, en la siguiente etapa (de explotación) las personas realizan una actividad donde su trabajo o su cuerpo son explotados (Zimmerman, Hossain y Watts, 2011).
Las tres etapas anteriores corresponden a la definición de trata de personas, pero después de la explotación, pueden aparecer otras etapas como la detención (periodo de custodia por parte de autoridades estatales), y la integración (al país de destino, en caso de un cruce de fronteras internacionales) o re-integración (donde se busca que la víctima regrese al país de origen) (Zimmerman et al., 2011). La ruptura del cabal proceso de re-integración coloca a la víctima en riesgo de ser tratada nuevamente, aunque los tratantes a su vez emplean estrategias para asegurar la continuidad de la explotación, como incorporar a las víctimas en procesos de reclutamiento, amenazar con denunciarlas ante las autoridades migratorias o dañar a sus personas significativas (Hurtado y Pereira-Villa, 2012).
Desde el punto de vista económico, la trata de personas ha sido considerada como una industria de competencia monopólica con diversos vendedores (tratantes de personas) que actúan como intermediarios y ofrecen productos diferenciados (personas convertidas en mercancía cuya agencia es limitada) a compradores (empleadores o clientes) de distintos sectores, en base a los precios y las preferencias individuales de los compradores. Los precios dependen de los costos para los tratantes, asociados al establecimiento de rutas, transportación, sobornos a autoridades, o falsificación de documentos, entre otros; pero no pueden exceder de los precios que los compradores tendrían que pagar por empleados legítimos o servicios (sexuales o domésticos). Asimismo, los compradores maximizan sus ganancias al brindar un nivel mínimo de bienestar a las personas explotadas. Cabe mencionar que cuando los costos de mantener a las personas tratadas exceden las ganancias obtenidas, las víctimas suelen ser descartadas y reemplazadas (Wheaton, Schauer y Galli, 2010).
Estimaciones mundiales sugieren que alrededor de 40 millones de personas están sujetas a la “esclavitud moderna”: 25 millones en forma de trabajo forzado y 15 millones en matrimonio forzado (Organización Internacional del Trabajo [OIT], 2017). Estos hombres, mujeres y niños suelen ser personas migrantes que son explotadas en diversos sectores, como la agricultura, la minería, la pesca, el trabajo en fábricas, el trabajo doméstico y el trabajo sexual forzado (Zimmerman y Kiss, 2017).
No obstante, en materia económica vale ser reservados cuando se habla de trata de personas, pues datos que hacen referencia al número de víctimas, a una tendencia de crecimiento estable del delito, y a que es la tercera actividad ilícita más lucrativa (se sugiere entre 5 y 36 billones de dólares anuales); son cuestionables. En primer lugar, no es posible conocer el número de víctimas o el margen de ganancias al tratarse de una economía ilícita donde no hay mercancías tangibles, aunado a ello, está el hecho de que el número de víctimas que se ha identificado es bajo en comparación con las estimaciones sobre el problema. De la misma manera, al no conocerse con certeza el margen de ganancias, no puede saberse si es la tercera actividad criminal más lucrativa y sin contar con una línea base tampoco puede establecerse que el delito aumente a través del tiempo (Weitzer, 2015). Además, la principal dificultad en torno a la identificación de las víctimas se deriva del carácter clandestino de la trata de personas, y aunque en México la legislación al respecto señala que:
Artículo 56. Las policías que actuarán bajo la dirección y conducción del Ministerio Público, además de las facultades que les confieren otros ordenamientos, durante la fase de investigación podrán… Recabar información de bases de datos públicos, con el objeto de identificar a las víctimas, testigos, lugares de los hechos, forma de operar, sujetos involucrados o bienes de esto. (Ley General para Prevenir, Sancionar y Erradicar los Delitos en Materia de Trata de Personas y para la Protección y Asistencia a las Víctimas de estos Delitos, 2012, p 18).
Los avances en torno a los mecanismos para identificar a las personas víctimas de trata, están aún en ciernes. Otra dificultad para detectar a las víctimas se relaciona con la existencia de conceptos cercanos y hasta equiparables a la trata de personas, como el de “esclavitud moderna”. Así como el uso de otros conceptos claramente diferenciables con los que suele confundírsele; probablemente porque en el concepto de trata confluyen múltiples formas de explotación y entre éstas, existen líneas difusas. Por ejemplo, la explotación sexual y la explotación laboral, están incluidas dentro de la definición de trata y aunque comparten determinantes comunes, implican procesos distintos y requieren estrategias diferenciadas para su atención. Otro ejemplo sucede con el tráfico ilícito de personas migrantes, que aunque es un fenómeno diferente a la trata, es factible y hasta común que lo que inicia como tráfico se transforme o derive en trata, y por ende en explotación. Esta superposición de los fenómenos en la vida real, crea tensiones conceptuales e implicaciones prácticas, que es necesario atender.
Una tensión conceptual: tráfico ilícito de migrantes y trata de personas
El tráfico ilícito de migrantes se define como “la facilitación de la entrada irregular de una persona en un Estado Parte del cual dicha persona no sea nacional o residente permanente, con el fin de obtener directa o indirectamente, un beneficio financiero u otro beneficio de orden material” (UNODC, 2003, p. 57). En concordancia con esta definición, la ofensa cometida en este delito es contra el Estado (pues lo que vende el traficante a la persona en movilidad es su entrada irregular), mientras que en el caso de la trata de personas, la ofensa es principalmente hacia la víctima (pues lo que se vende el tratante es el trabajo, servicio o cuerpo de la víctima, con fines de explotación).
Si bien la trata de personas no implica necesariamente el traslado de un país a otro, el delito aumenta con los flujos migratorios, pues los tratantes aprovechan la disminución de los costos de reclutamiento y la oferta de servicios para las personas que desean emigrar, además de que pueden compartir rutas, documentos de identidad y de viaje falsos o redes organizacionales con los traficantes. El control fronterizo intensivo, que se manifiesta en la dificultad para entrar de manera irregular y la cantidad de aprehensiones posteriores al arribo, puede impactar en la rentabilidad del tráfico ilícito de personas migrantes, al aumentar los costos del traficante y los precios para las personas en movilidad (Munim y Miller, 2013). Dicho control fronterizo también puede impactar en las ganancias de los tratantes, pero a diferencia del tráfico, las víctimas de trata no suelen comprar la entrada irregular a un país.
Asimismo, las políticas que facilitan la migración regular entre los países pueden reducir el precio potencial que las personas migrantes pagarían por la entrada irregular y de esta manera incidir sobre el volumen del tráfico (Munim y Miller, 2013). Sin embargo, la facilitación de la migración regular no supone necesariamente la disminución de la trata de personas, tal como se ha identificado en flujos migratorios del Este al Occidente de Europa.
Además de la víctima o parte ofendida (persona en el caso de la trata y Estado en el tráfico de migrantes), la cuestión de la agencia es otra diferencia fundamental entre trata y tráfico. La persona migrante tiene una mayor agencia puesto que es posible obtener información acerca de la operación de tráfico y tomar decisiones, mientras que la agencia de la persona tratada está limitada, ya que puede ser vendida, engañada, secuestrada o incluso puede darse la situación en que intenta emigrar inicialmente pero luego es coaccionada para la explotación (Campana y Varese, 2016). Sin embargo, no hay una distinción binaria, pues es posible la victimización en el tráfico ilícito de migrantes y cierto nivel de agencia en la trata (Weitzer, 2015).
En la trata de personas los actores involucrados suelen ser los tratantes, la víctima que será explotada y un tercero; mientras que en el tráfico ilícito de migrantes los involucrados principales son el traficante y la persona en movilidad. La persona migrante tiene un mayor nivel de agencia, ya que, aunque la negociación ocurre en el contexto de un mercado ilegal, existe una negociación (inexistente en el caso de la víctima de trata); además la persona en movilidad puede obtener cierta información sobre la reputación del traficante y sus servicios, y esto facilita la obtención de un acuerdo entre las partes para la transportación segura al lugar de destino. En función del cumplimiento de dicho acuerdo y la presencia de explotación en el lugar de destino, pueden plantearse diversos escenarios: 1) el traficante cumple el acuerdo y la persona migrante no es explotada (escenario ideal para la persona en movilidad); 2) el traficante cumple el acuerdo, pero la persona migrante es explotada debido a que se ha quedado sin dinero por los gastos del viaje y las condiciones laborales en el lugar de destino favorecen su explotación; y 3) el traficante no cumple el acuerdo y la persona migrante es explotada como consecuencia directa, ya sea por medio de la coacción o el engaño. En este último escenario es cuando el tráfico se transforma en trata, pues el viaje pudo haber iniciado con el consentimiento de la víctima, pero luego es forzada a trabajar o es explotada sexualmente, se le mantiene cautiva en contra de su voluntad, o es amenazada con el llamado a las autoridades migratorias para deportarla (Campana y Varese, 2016).
Cabe mencionar respecto al segundo escenario, que la deuda con el intermediario o empleador es común en la migración laboral de personas con pocos recursos, quienes acuerdan voluntariamente pagar los costos del traslado, sin que ello implique necesariamente el control por medio de violencia o la negación de su libertad personal. Para trazar una diferencia con la trata de personas se requiere considerar la naturaleza de la relación contractual y si es honrada en la práctica, así como las condiciones en que se realiza la actividad laboral: si la deuda es realmente coercitiva, fraudulenta, impagable; o si se trata de un préstamo mutuamente acordado (Weitzer, 2015).
Otro escenario plausible se da cuando la persona migrante es explotada en el lugar de destino, pero no necesariamente debido a la acción del traficante. Incluso en procesos de entrada legal de mujeres para el trabajo doméstico, las restricciones impuestas a su movilidad y a la obtención de ingresos, pueden favorecer su entrada al sector informal del trabajo sexual en busca de un mejor salario y mayor autonomía, sin que ello implique un proceso de trata (Mahdavi, 2013).
Es así que, tanto la trata como el tráfico ilícito de migrantes pueden derivar en procesos de explotación, pero al mismo tiempo, la explotación puede existir en forma independiente de estos delitos debido a la convergencia de limitaciones estructurales con determinadas características del mercado laboral. Hasta ahora hemos revisado las características de la trata, el tráfico y la explotación, pero éstos no son los únicos conceptos imbricados, existen fronteras difusas entre la explotación y otros conceptos relacionado.
Las fronteras difusas entre la explotación y otros conceptos
Se ha considerado que todas las condiciones laborales, incluyendo aquellas estrechamente vinculadas a la trata como el trabajo sexual, se encuentran dentro de un continuo que contiene aspectos de privilegio, agencia, coerción o limitación estructural (Lerum y Brents, 2016). No obstante, las fronteras comúnmente difusas entre los fenómenos, resulta imprescindible establecer una distinción entre el trabajo y la explotación, y a su vez entre la explotación y la trata de personas.
El concepto de explotación tiene dos sentidos principales. Uno indica que la persona es utilizada únicamente como un medio y usada instrumentalmente como un objeto, es decir, existe un uso ilegítimo de ella. Esta aproximación es problemática ya que puede abarcar cualquier tipo de engaño o trato instrumental. La otra acepción de la explotación considera que la persona es usada en forma injusta, obteniendo ventaja de su posición de vulnerabilidad para disminuir el valor de su rol en cierta transacción, por lo que es más apropiada para el ámbito laboral. De esta manera, la explotación puede considerarse como el acto de tratar a alguien en forma injusta para beneficiarse de su trabajo, como por ejemplo al ofrecer un pago menor al salario mínimo, no proveer condiciones laborales apropiadas o descansos regulares, así como diversas formas de maltrato severo en el contexto laboral (Campana y Varese, 2016).
Sin embargo, se requieren ciertas aclaraciones en relación a la definición anterior. La primera es que algunas actividades pueden ser consideradas como trabajo legítimo en ciertas legislaciones mientras que en otras son una actividad ilegal, siendo la prostitución el ejemplo paradigmático. De esto se deriva que, en una determinada actividad reconocida como trabajo puede existir explotación. La segunda cuestión es que existen actividades que no son consideradas como ilegales, pero tampoco son reconocidas como un trabajo y están destinadas a la economía informal donde hay una ausencia de regulaciones que protejan a las personas, como en el caso del empleo doméstico. Esto muestra que la falta de reconocimiento de ciertas actividades y su desregulación facilitan los procesos de explotación.
Por otro lado, el incremento de la liberalización del comercio, junto con las políticas migratorias restrictivas crean un desequilibrio, que al coincidir con procesos de precarización del empleo y erosión del Estado social, estimula flujos migratorios empujados por la demanda de trabajo flexible y barato (Ollus, 2015). En este escenario las personas son empujadas a emigrar debido a las condiciones laborales precarias en sus lugares de origen, hacia condiciones también precarias en los lugares de destino, usualmente en mercados laborales ilícitos, y desregulados. De esta forma, lo que para un ciudadano del lugar de destino puede ser considerado como una situación de explotación laboral, para la persona migrante (a quien no se le considera como ciudadano) puede ser percibido como una estrategia de supervivencia económica viable en comparación con las condiciones de su lugar de origen. Es decir, la desigualdad económica se interrelaciona con un proceso de normalización de la explotación, una forma de violencia simbólica que hace difusos (aparente y discursivamente) los límites entre el trabajo y la explotación.
La relación entre el tráfico ilícito de migrantes y la explotación es menos directa que la relación con la trata, cuya finalidad es precisamente la explotación. La persona en movilidad puede recurrir a actividades económicas en condiciones de explotación para pagar la deuda generada por el traslado, o bien, la explotación puede ocurrir después de la operación de tráfico, ya que su condición migratoria lo obliga a ingresar a una actividad económica de baja calidad en un mercado informal donde sus derechos no son protegidos por el Estado. Aunque la persona migrante tiene una mayor agencia al poder ingresar voluntariamente a la actividad o tener la opción de salir de ella, dicha agencia está limitada al encontrarse en una ilusión de alternativas, pues sus opciones de actividad económica implican cierto grado de explotación (Campana y Varese, 2016). Puede decirse que la persona migrante se encuentra en una situación límite marcada por la ambivalencia: por un lado, puede ser víctima de trata y/o de explotación, y por otro lado puede ser considerado como un riesgo para el Estado, específicamente cuando se trata de un migrante que no es bienvenido (Ollus, 2015).
Un aspecto problemático del concepto de trata es que en él confluyen diversas formas de explotación, que a su vez requieren distintas aproximaciones y una mayor comprensión de los factores modificables y las vías causales que conducen a la trata en diferentes contextos y para poblaciones individuales (Kiss y Zimmerman, 2019). La mayor parte de la atención hasta la fecha se ha centrado en la trata sexual de mujeres y niñas, dejando de lado a las víctimas masculinas y a otros tipos de trata (Cockbain y Bowers, 2019). En el caso de la trata con fines de explotación laboral, aunque participan actores criminales, también lo hacen particulares y empresas legales. Este delito tiene menor resonancia en el público que la explotación sexual, debido a que los sujetos son explotados en lo que se consideran empleos legítimos; y su combate requiere una mayor claridad en términos de legislación y el monitoreo continuo de las condiciones laborales en múltiples espacios (Efrat, 2016). Una de las principales formas de explotación dentro de la trata de personas es justamente el trabajo forzado.
Las implicaciones del trabajo forzado
El trabajo forzado es todo trabajo o servicio obtenido de una persona bajo la amenaza de una sanción y para el que la persona no se ha ofrecido voluntariamente (OIT, 1930). La legislación nacional menciona que hay trabajo forzado cuando el mismo se obtiene mediante:
Artículo 22. I. Uso de la fuerza, la amenaza de la fuerza, coerción física, o amenazas de coerción física a esa persona o a otra persona, o bien utilizando la fuerza o la amenaza de la fuerza de una organización criminal; II. Daño grave o amenaza de daño grave a esa persona que la ponga en condiciones de vulnerabilidad; III. El abuso o amenaza de la denuncia ante las autoridades de su situación migratoria irregular en el país o de cualquier otro abuso en la utilización de la ley o proceso legal, que provoca que el sujeto pasivo se someta a condiciones injustas o que atenten contra su dignidad (Ley General para Prevenir, Sancionar y Erradicar los Delitos en Materia de Trata de Personas y para la Protección y Asistencia a las Víctimas de estos Delitos, 2012, p. 10).
Muy cercano a este concepto se encuentra el término de esclavitud, que se refiere al “…dominio de una persona sobre otra, dejándola sin capacidad de disponer libremente de su propia persona ni de sus bienes y se ejerciten sobre ella, de hecho, atributos del derecho de propiedad” (Ley General para Prevenir, Sancionar y Erradicar los Delitos en Materia de Trata de Personas y para la Protección y Asistencia a las Víctimas de estos Delitos, 2012, p.7). Aunque para algunos autores la esclavitud puede limitarse a los casos en que las víctimas están aisladas o se les niega la pertenencia a la sociedad. Para hacer más adecuada la noción de esclavitud al contexto actual, se ha acuñado el término condiciones análogas a la esclavitud, el cual describe circunstancias menos severas a la esclavitud, como la confiscación de documentos oficiales, restricciones a la libertad, precariedad en las condiciones laborales, bajo salario (si es que existe) o una deuda que se incrementa gradualmente. La persona no sufre una esclavitud absoluta en términos de propiedad, violencia física continua, confinamiento o deshumanización, pero es sometida a otras formas de control (Weitzer, 2015). Visto desde un continuum, la esclavitud o las condiciones análogas a la esclavitud se encuentran entre las formas más extremas de explotación.
Como hemos visto la definición de trata es amplia e incluye diversas formas de explotación asociadas con la esclavitud, como la servidumbre por deudas, donde una persona es coaccionada a trabajar para el pago de un préstamo o incluso al heredar una deuda. Estas deudas pueden haberse contraído inicialmente para el traslado al país de destino, pero son utilizadas por tratantes, traficantes, reclutadores o empleadores para mantener la explotación de la persona con la amenaza de la deportación. Otro tipo de servidumbre es doméstica, donde las personas (generalmente mujeres) son obligadas a trabajar en residencias privadas, sin ser libres de dejar el lugar de trabajo, son abusadas y los salarios son bajos (si es que hay), además de carecer de los derechos laborales de otros grupos de trabajadores (Departamento de Estado de los Estados Unidos de América, 2016).
En cuanto al proceso histórico de la regulación del trabajo forzado, es necesario señalar que aún después de la abolición de la esclavitud, persistían formas coercitivas de trabajo en las colonias. El convenio de la OIT sobre el trabajo forzoso de 1930, prohibía el trabajo forzado (salvo algunas excepciones), pero sin criminalizarlo. Posteriormente, la Convención para la abolición del trabajo forzado de 1957 reflejó los temores del periodo de posguerra a la repetición de los campos de concentración y el uso del trabajo forzado contra los disidentes en la U.R.S.S., por lo que se prohibió el trabajo forzado como forma de coerción política, por propósitos de desarrollo económico, como forma de disciplina laboral, como castigo por participar en huelgas o como forma de discriminación (Ollus, 2015).
En el 2000, el Protocolo para prevenir, reprimir y sancionar la trata de personas (conocido como protocolo de Palermo), retomó la preocupación original por la explotación sexual, pero considerando la amenaza percibida por el crimen organizado trasnacional y la necesidad de proteger las fronteras entre los países. Surgió en un momento histórico de cambios geopolíticos derivados del colapso del mundo socialista, el desarrollo tecnológico (especialmente en las telecomunicaciones) y el crecimiento de los negocios internacionales. En el protocolo de Palermo el trabajo forzado es visto como una consecuencia de la trata o como una finalidad de ésta, a pesar de que históricamente había sido conceptualizado como una actividad independiente. Asimismo, la trata con fines de explotación laboral es vista como un problema ligado al crimen organizado, aunque la OIT lo ha enmarcado como un problema del mercado laboral (Ollus, 2015).
Actualmente, en contraste con el momento histórico donde apareció la legislación internacional contra el trabajo forzado, la explotación por parte del Estado en la época colonial se ha transformado en la explotación de personas migrantes y poblaciones vulnerables por parte de individuos privados y empresas, con la omisión del Estado (o bien, con la co-participación de agentes del mismo). Esto supone la necesidad de replantear la definición del trabajo forzado para este momento histórico, de modo que no se base únicamente en la voluntad o consentimiento para trabajar, sino que tome en cuenta una amplia gama de condiciones que impiden que el trabajador se retire del contexto de explotación. El control puede obtenerse mediante la coerción, pero también por medio de formas más sutiles, como la discriminación salarial, las amenazas, la presión psicológica, largas jornadas laborales, el control del uso del dinero, la retención de pasaportes, deudas derivadas de los costos de reclutamiento o traslados, y pobre alojamiento (Ollus, 2015).
Una vez expuesta la cercanía conceptual del trabajo forzado y la esclavitud, trataremos otra forma de explotación enmarcada en la definición de trata: la explotación sexual, la cual requiere un abordaje independiente, pues actividades como la prostitución o la pornografía son estigmatizadas e incluso consideradas ilegales en múltiples países, razón por la cual suelen ocultarse. En la siguiente sección se abordará el papel de la ideología y las múltiples posturas legislativas al respecto.
El dilema de la explotación sexual
El concepto de trata de personas tiene sus orígenes en la noción de “trata de blancas”, la cual surgió de una representación xenofóbica y moralista donde mujeres del primer mundo eran esclavizadas por hombres de otros grupos étnicos en el tercer mundo (Ollus, 2015). En la actualidad, la trata de personas se manifiesta de diferentes formas, una de ellas es la explotación sexual.
Culturalmente las actividades sexuales conllevan juicios morales. El estigma derivado de actividades como la prostitución establece barreras en términos del acceso a los servicios de salud y al sistema de justicia, además de que legitima la explotación de las mujeres, minimiza el daño y promueve la imagen de que es un estilo de vida atractivo. En el caso de las víctimas de trata, puede existir ambivalencia, pues si bien la violencia y la coerción podrían disminuir la responsabilidad que se les atribuye por su explotación, el intercambio económico existente puede favorecer la percepción social de que la víctima requiere un castigo por conductas que violan normas sociales, como la prostitución, el consumo de drogas o la entrada irregular al país (Cunningham y DeMarni, 2016).
La legislación sobre la prostitución suele estar influida por el contexto histórico e intereses gubernamentales, como la salud o el orden públicos, pues la prostitución es asociada con la inmoralidad. Un ejemplo de esto es el aumento del número de arrestos por la prostitución en vía pública para desplazar la actividad hacia áreas menos visibles en las ciudades. La legislación contra la trata, especialmente en países donde se prohíbe la prostitución, puede promover que las personas que realizan esta actividad sean consideradas como posibles víctimas y los operativos se orienten hacia su rescate (Farrell y Cronin, 2015).
O bien, como sucede en México, donde la prostitución ajena o la explotación a través de la prostitución son considerados delitos en materia de trata de personas (el delito es la explotación, no el ejercicio de la prostitución). Pero, al hacerse de conocimiento general que la prostitución es un delito en materia de trata, es posible que a nivel público se fomente la creencia de que una persona en prostitución está cometiendo un delito. Situación que aprovechan los tratantes o explotadores para amenazar a sus víctimas con denunciarlas, y mantenerlas en prostitución.
Las víctimas de explotación sexual suelen ser mujeres, niñas y adolescentes, quienes generalmente son controladas por los tratantes. La mayoría de las legislaciones establecen que cualquier inducción a un acto sexual comercial (prostitución, pornografía u otras actividades sexuales) en personas menores de edad, constituye un delito de trata con fines de explotación sexual (Hornor, 2015). En este caso, la cuestión del consentimiento es irrelevante y no se admiten argumentos culturales o socioeconómicos para justificar este delito, pues tiene consecuencias persistentes en el desarrollo de niños, niñas y adolescentes; incluyendo problemas como trauma psicológico de larga duración, enfermedades, adicción, embarazos no deseados, desnutrición, aislamiento social e incluso la muerte (Departamento de Estado de los Estados Unidos de América, 2016).
Si bien no en todas las legislaciones se equipara la explotación con la trata, esta tendencia indica que la prostitución no se considera una actividad apropiada para personas menores de edad, aún en países donde se reconoce el trabajo sexual. No obstante, comúnmente las mujeres adultas que se prostituyen (o fueron incorporadas como tratantes) han sido explotadas antes de alcanzar la mayoría de edad, lo cual indica que la identificación tardía de las víctimas puede obstaculizar su reconocimiento como tales, tras alcanzar la mayoría de edad. También es confuso que una actividad percibida globalmente como dañina para el desarrollo humano sea permitida al alcanzar la mayoría de edad, y esto ha generado un debate entre múltiples posiciones respecto a la prostitución, que se manifiesta en la diversidad y/o ambigüedad de las legislaciones al respecto.
La mirada abolicionista considera que la prostitución viola los derechos de las mujeres, es una ofensa para su dignidad y que el Estado no debería reconocerla como un trabajo legítimo (a expensas de convertirse en otro “padrote” más). Desde esta postura, la penalización debería dirigirse a los tratantes y a los clientes (la demanda) y no a las mujeres en prostitución. Por su parte, la posición prohibicionista considera que la prostitución es una actividad ilegal y sugiere una penalización para las mujeres que la ejercen (de manera libre u obligada). Finalmente, la posición laborista o reglamentarista, asume a la prostitución como un trabajo. Por lo que considera que las mujeres en prostitución son trabajadoras sexuales, a quienes no concibe como víctimas de violencia contra la mujer sino como personas que toman una decisión consciente, y que requieren mejores condiciones laborales en lugar de la criminalización de su actividad. Desde esta postura, la criminalización facilita la participación de las redes de trata, hace el ambiente menos seguro para las mujeres que realizan trabajo sexual, además de aumentar su discriminación y reducir su capacidad de agencia (Marinova y James, 2012).
Para la posición reglamentarista, es posible el uso del concepto de trata como parte de una agenda contra el trabajo sexual. En el otro extremo, los movimientos en contra de la prostitución establecen que la mayor parte de las personas en la industria sexual son tratadas, que el trabajo sexual es inherentemente explotador y que las personas no lo elige libremente. En respuesta a ello, quienes promueven los derechos de trabajadores sexuales sugieren establecer distinciones mediante términos como “trabajo sexual forzado” o “trata en la industria sexual” (Lerum y Brents, 2016, p. 18-19).
La trata de personas como estrategia discursiva
Las divergencias entre las cifras y la distancia de las estimaciones con los datos empíricos son reflejo del uso del concepto de trata como estrategia discursiva. Zizek (2000) expresa que los objetos pueden ser vistos con una mirada realista, desinteresada y objetiva, pero también, se puede aproximar a ellos por medio de una mirada interesada y “distorsionada” por el deseo. Si bien la trata de personas es un delito, generado por una serie de condiciones estructurales en un momento histórico determinado, existen intereses ideológicos, políticos, sociales y económicos que construyen diversas imágenes sobre la trata para sostener estrategias gubernamentales para su combate, que van más allá de la erradicación de este delito. En el caso de la explotación laboral, ésta se sustenta en modelos comerciales que se basan en mano de obra disponible e intermediarios usureros junto con el debilitamiento de la gobernanza y las protecciones laborales, y se sustenta en la profundización de las divisiones sociales y económicas (Zimmerman y Kiss, 2017).
Si se analiza el caso de la explotación sexual, la trata de personas ha sido empleada por algunos países para construir una estrategia discursiva contra la violación a los derechos humanos de niñas y mujeres vulnerables en países en vías de desarrollo por parte del crimen organizado. Este discurso ha legitimado el uso de dispositivos de poder extra-territorial que permiten el control de sus fronteras desde los países de origen, tales como el uso de agentes gubernamentales, el contacto con aerolíneas y el financiamiento de programas de apoyo para evitar la entrada irregular de personas migrantes al país. Dentro de su territorio, el discurso legitima el intento de regular la conducta sexual de la ciudadanía (especialmente de los varones) al equiparar todo servicio sexual con la trata. A pesar de que la estrategia está encaminada a lograr la protección de mujeres en vulnerabilidad, el número de repatriaciones hacia los países de origen no suele disminuir, aunque ello les implique el riesgo de ser captadas por las redes de trata (FitzGerald, 2015).
Como se ha mencionado en secciones anteriores, además de la protección de las víctimas, el Protocolo de Palermo intenta cuidar las fronteras nacionales de los Estados parte, del crimen organizado trasnacional. De acuerdo a la tipología construida por la UNODC (2014), en la trata participan pequeñas organizaciones de operaciones locales (con un alcance doméstico y menores ganancias, así como un menor número de víctimas), organizaciones medianas (enfocadas en los flujos subregionales), y organizaciones transregionales, que captan una gran cantidad de víctimas, tienen mayor sofisticación organizacional y altos niveles de ganancias. Si bien esta tipología responde a los patrones de trata identificados, es importante señalar que la presencia de este tipo de organizaciones es diferencial según el tipo de explotación: hay una mayor presencia del crimen organizado trasnacional en la explotación sexual, mientras que la explotación laboral se concentra principalmente en el ámbito doméstico y en las fronteras entre países cercanos. No obstante, a nivel global se prioriza el combate a las organizaciones delictivas ilegítimas sin considerar la necesidad de regular los mercados laborales y atender los vínculos entre la economía ilegal tanto con las empresas legítimas como con el Estado.
Al establecer que la trata de personas es utilizada como estrategia discursiva, no pretende negarse la realidad del sufrimiento de las víctimas. El proceso de trata en las fases de reclutamiento y transporte implica desde el uso de tácticas sutiles como el engaño o la seducción, hasta formas más violentas como la venta, el secuestro, el abuso, las amenazas o el uso forzado de drogas, que pueden derivar en vínculos traumáticos con los tratantes que refuerzan la dominación (Hornor, 2015). En la fase de explotación, se emplean métodos de control físico (privación de necesidades básicas, deuda ficticia, confiscación de documentos, aislamiento, control de ingresos, abuso físico o sexual), psicológicos (amenazas, extorsión), u otros métodos como la entrega de obsequios o tener una relación íntima con el tratante (Ioannou y Oostinga, 2015). De acuerdo con el último informe global de la UNODC (2020), los principales factores de riesgo que son aprovechados por los tratantes son las necesidades económicas, la condición migratoria irregular, antecedentes de conflictos familiares y la generación de dependencia afectiva con el tratante como mecanismo de sometimiento.
La exposición a esta serie de abusos y riesgos puede afectar la salud mental de las víctimas, al generar hostilidad, auto-lesiones, ideación suicida, quejas somáticas, entre otras formas de malestar emocional (Hodge, 2014). También son comunes las adicciones, infecciones de transmisión sexual, embarazos no deseados, lesiones físicas, enfermedades por bacterias, fatiga, dolor crónico o malnutrición (Hornor, 2015; Zimmerman et al., 2011).
La trata no es sólo un delito, sino que también representa una manifestación trágica de los riesgos para la salud derivados de la violencia, por lo que es fundamental mantener una agenda que promueva la protección. También es vital reconocer que las experiencias de las víctimas se encuentran en un continuum. Entre ambos extremos se encuentran las personas que han vivido experiencias mixtas a través del tiempo o están sometidas a formas menos graves de maltrato, como aquellas que no sabían de las condiciones del trabajo a realizar o les han modificado dichas condiciones; les han confiscado sus pasaportes pero tienen cierta libertad fuera de sus horas de trabajo, o han sido sometidas a penalizaciones, pero sin llegar al abuso físico o sexual. En algunos casos, con el tiempo las víctimas pueden incorporarse a la organización, se normalizan las condiciones o se aceptan los beneficios económicos, e incluso mejoran las condiciones laborales. Posiblemente estas experiencias mixtas de victimización moderada sean las más comunes, donde la explotación está abierta a la negociación y el cambio a través del tiempo en base a las relaciones sociales (Weitzer, 2015).
Considerar la trata de personas como un continuum busca abrir la perspectiva a una amplia gama de experiencias posibles para las víctimas, señalar cómo la violencia estructural favorece la normalización de la explotación y cómo las víctimas pueden encontrarse en diversos niveles de agencia (limitada) ante la explotación. Sin embargo, es importante insistir y recordar, que la explotación sigue siendo explotación a pesar de la sutileza o su naturalización, y que las políticas públicas no deberían enfocarse únicamente en el polo más extremo, sino en los diversos grados de explotación. Ello supone incluir en la agenda, no sólo el combate al crimen organizado, sino la regulación de los mercados laborales y la reducción de las condiciones de vulnerabilidad en los países de origen, pues también es posible que la trata sea usada en discursos gubernamentales reduccionistas, que ayuden al Estado a eximirse de su responsabilidad ante la sociedad.
Conclusiones
Las diferencias entre las definiciones manifiestan divergencias, polaridades o intereses latentes tras la conceptualización de la trata. La primera de ellas es la tensión entre permitir la confluencia de formas de explotación dentro del concepto de trata de personas o la necesidad de una diferenciación conceptual entre los tipos de trata. Una segunda tensión es la que existe entre considerar toda forma de explotación como trata de personas (como puede ocurrir en escenarios donde se criminalice la industria sexual) o bien, establecer distinciones entre la trata de personas y otras formas menos severas de explotación.
Efectivamente, la trata de personas es un concepto polisémico que reúne diversas formas de explotación y que se relaciona con distintos fenómenos como el tráfico ilícito de migrantes, la migración, la esclavitud o formas análogas a la esclavitud. La trata de personas implica la venta del control sobre otra persona y la ofensa es principalmente hacia la víctima; el tráfico ilícito de personas migrantes puede convertirse en trata cuando el acuerdo no es respetado por el traficante, ya sea porque la operación de tráfico siempre fue una operación de trata encubierta o porque el traficante aprovecha la vulnerabilidad de la persona en movilidad para su endeudamiento y explotación. Asimismo, la trata de personas tiene fines de explotación, y el tráfico ilícito de migrantes (cuando no se ha convertido en trata) puede derivar en explotación, por las características del mercado laboral en el país de destino o las dificultades económicas vividas por la persona migrante durante el tránsito. Sin embargo, en el presente trabajo se establece que la explotación puede ocurrir sin necesidad de un proceso de trata, y que la explotación se encuentra en un continuum que va desde la trata de personas, el trabajo forzado y la esclavitud, hasta formas más sutiles de explotación, incluso permitidas en un contexto laboral desregulado.
Por otro lado, se propone una diferenciación entre el abordaje del trabajo forzado y la prostitución, debido a las diferencias ideológicas respecto a dichas actividades, que afectan su legislación. El trabajo forzado es probablemente la forma más común de trata, debido a su relación con los mercados laborales legales e ilegales, aún cuando ni las estimaciones ni el número de sentencias lo establezcan claramente. El combate al trabajo forzado requiere la regulación de los mercados laborales, y la promoción de condiciones de trabajo que preserven la dignidad humana tanto en países de origen como de destino, pues la violencia estructural genera procesos de normalización de la explotación que oscurecen la identificación de la trata. Por su parte, la prostitución es una actividad estigmatizada, que ha sido regulada por el Estado por cuestiones de orden público o de salud. Dicha estigmatización ha impedido que se le reconozca como un trabajo e incluso ha favorecido que se establezca una equivalencia entre prostitución y trata, sin tomar en cuenta cómo la violencia estructural genera condiciones donde dicha actividad se convierte en una forma de supervivencia económica. Por ello se presenta una paradoja: se rechaza la prostitución en niños, niñas y adolescentes por las consecuencias que tiene para el desarrollo humano, pero las mujeres terminan siendo prostituidas o se prostituyen, al no generarse a través del tiempo, condiciones suficientes para su sano desarrollo.
El punto de encuentro entre las diferentes formas de trata son las condiciones objetivas que facilitan su emergencia: ubicación geográfica, flujos migratorios, desigualdad económica y de género, calidad institucional, regulación laboral, corrupción y presencia del crimen organizado, entre otros. Sin embargo, la trata de personas se emplea como estrategia discursiva que oscurece ciertos determinantes e ilumina otros, con fines de control fronterizo, control de la sexualidad de las poblaciones, regulación desigual de los mercados laborales o combate al crimen organizado trasnacional. Debido a ello, se propone considerar a la trata de personas como un continuum, que permita reconocer tantos los niveles más extremos como los más sutiles de explotación, y los diversos niveles de agencia de las personas; a fin de poner el acento en una nueva agenda: el reconocimiento de la dignidad de los trabajadores, la regulación de los mercados laborales, y el retorno del Estado social.