Introducción
Un comentario frecuente entre la gente y en los medios de comunicación durante el transcurso de la pandemia es que las medidas de seguridad y prevención del contagio “llegaron para quedarse”, que ha de considerarse que los cambios en las formas de vida que se dieron a partir de las medidas de prevención de contagios han de integrarse no sólo a nuestra cotidianidad individual, sino a la forma en que se desarrolla la vida social actual en el mundo.
Cabe mencionar que esas medidas difieren en varios aspectos según los países, en general se intentó limitar la movilidad social mediante la cancelación presencial de clases en todos los niveles educativos, el cierre de oficinas públicas para atención presencial, cancelación de eventos con grandes concentraciones de personas, freno a la mayoría de las industrias y comercio que no se consideraran esenciales, y otras más que variaron en forma e intensidad.
Se identifica que más que una aceptación consciente de esos cambios, la forma en que se comenta parece una forma de resignación a que, dados los peligros que implica la pandemia y la posibilidad de saltar de oleada en oleada de contagios, que se han ido descubriendo nuevas variantes con características histológicas distintas, no queda más que integrar en nuestras acciones cotidianas todo aquello que se ha impuesto como medidas de prevención contra la enfermedad que asola al mundo entero.
En tanto que las consecuencias sanitarias de la pandemia son conocidas, al igual que el lamentable número de muertos que provocó, hay una serie de cuestionamientos que se presentan por temas como la resignación antes descrita que quedan por estudiarse.
La pandemia ha revelado muchas problemáticas que refuerzan la necesidad de pensar los temas sanitarios siempre dentro del contexto social y político en el que ocurren. Un ejemplo de ello es el evidente rezago en los sistemas sanitarios de la mayoría de los países del mundo. La crisis por la emergencia del nuevo virus y la incapacidad de responder a las necesidades de la población reveló que los sistemas sanitarios a nivel mundial sufren atrasos que van desde la infraestructura hospitalaria, equipamiento tecnológico, personal sanitario, sistemas de investigación de enfermedades, etc. La mayoría de esas falencias encuentran su motivo de existir en decisiones políticas y económicas que han ido orillando a la salud a un tema al menos secundario en la estructura política y económica.
Si bien, no es posible afirmar que se ha llegado al final de la pandemia por Covid-19, sí al menos se puede decir que se ha alcanzado un momento en el que se pueden comenzar a hacer algunos balances respecto de sus consecuencias. Es claro que no respecto a las consecuencias evidentes: la muerte de millones de personas, la crisis económica y el develamiento del deplorable estado de los sistemas de salud pública en todo el mundo. Con todo lo grave y lamentable que pueden ser esas consecuencias, existen otras menos visibles y por lo tanto menos atendidas: la crisis social provocada por las medidas de aislamiento social, los sofisticados sistemas de control electrónicos de movilidad nacionales e internacionales, la vigilancia sobre los individuos que se propició para asegurar la puesta en marcha de las medidas de prevención, la priorización de actividades sociales una vez que se abrió la posibilidad de reanudar la actividad social, los sistemas de distribución de vacunas a nivel internacional tanto como al interior de los países, el establecimiento de medidas de ayuda y cooperación entre países para enfrentar los efectos de la pandemia, por mencionar algunos.
Todas estas problemáticas deben verse como efecto de un hecho que insoslayablemente tiene un origen sanitario, pero que trascienden sus límites, insertándose e influyendo de manera profunda en la vida social y sobre todo transformando la configuración de lo político en el mundo. Se propone un análisis de dichas influencias y transformaciones desde la óptica de la biopolítica, específicamente desde los planteamientos de Michel Foucault como el suelo sobre el que se funda esta corriente.
El tránsito expositivo seguirá los siguientes momentos: se inicia con una exposición acerca de la forma en que la pandemia transformó los miedos sociales que mueven buena parte de las acciones y reacciones de la sociedad actual, para dar paso a una segunda sección que se dirige al análisis de la situación pandémica desde la perspectiva del biopoder planteada por Michel Foucault.
La pandemia del miedo
Tras la necesidad de frenar los contagios de una enfermedad que en su momento de emergencia tomó por sorpresa a la comunidad científica global, la respuesta más atinada fue llamar a un extraño y paradójico movimiento social: el aislamiento. Dado que el medio más efectivo de transmisión de la enfermedad es mediante el contacto entre una persona sana con una infectada, y dado que en un primer momento no existían vacunas o tratamientos que frenaran un vertiginoso avance viral en el mundo, la llamada fue a aislar al interior de sus hogares a la población de prácticamente todo el mundo. Con ello se frenó la actividad social y se esperaba que disminuyeran los contagios con el mortífero efecto que en ese momento tenía la enfermedad.
Indubitablemente se trató de una decisión radical, nunca en la historia, al menos sin que existiera una guerra en activo, se había llamado al aislamiento social; por el contrario, la vida en el espacio público es uno de los pilares de la civilización y es el combustible que empuja buena parte de los elementos que conforman las sociedades modernas. La situación de pandemia obligó a tomar este tipo de medidas. ¿Cómo explicar que una autoridad sanitaria promovida por las instancias de cooperación internacional como la Organización Mundial de la Salud fuera la principal promotora de una acción como esta? La pregunta podría transformarse de la siguiente manera: ¿Cuáles son los criterios bajo lo que se tomó una decisión tan radical y cuál es el motivo por el que la mayoría de los gobiernos aceptaron y adoptaron la medida a las necesidades de su población? Sea como sea que se plantee la pregunta, la respuesta es la misma: el miedo.
En la década anterior a la llegada del SARS-CoV-2, Marc Augé publicó una obra titulada Los Nuevos Miedos (2014), en ella explica que la situación inicial del sigo XXI presenta al menos tres categorías de violencia que son causa de los miedos y angustias que asolaron al mundo. Primero, la violencia económica y social caracterizada por las estrategias de la empresa y el capitalismo, mediante las cuales se pauperiza el trabajo y se generan distancias más amplias entre los más y los menos beneficiados por el sistema económico. Segundo, la violencia política, que tiene dos formas específicas en el momento histórico descrito: el racismo y el terrorismo.
El racismo motivado por una parte por los movimientos supremacistas blancos que perduran en Estados Unidos y Europa, por otro lado, motivado por las grandes oleadas de migración de ciudadanos que escapan de sus países originarios, generalmente del Sur planetario, huyendo de la pobreza, el desempleo y la inseguridad, y en busca de condiciones de vida más favorables. En cuanto al terrorismo, se trata sobre todo de los movimientos extremistas religiosos, en su mayoría musulmanes, que han realizado los ataques más impensados en Estados Unidos, y varios países europeos.
En tercer lugar, la violencia que Augé percibe es una combinación entre violencia tecnológica y violencia de la naturaleza, la primera provocando la segunda, pues, los últimos progresos tecnológicos se ven como una ofensiva contra la naturaleza, específicamente debido a la explotación de recursos naturales requerida para ponerlos en marcha. No obstante, esta categorización, Augé plantea que estas formas de violencia se combinan entre sí provocando situaciones de mayor complejidad en la sociedad y con ello altos niveles de estrés y angustia, situación que se agrava dada la facilidad para compartir fotografías y video de todos los que han caído en desgracia debido a hechos relacionados con esas formas de violencia.
Augé anota que esta situación de pánico no se limita a los sentimientos que pueden embargar a cada uno de los ciudadanos que en el afán de vivir informado de lo que sucede en el mundo, mira las noticias que en pocas ocasiones hablan de circunstancias que escapen a las formas de violencia arriba descritas. Justamente los medios de comunicación juegan un papel determinante en la posibilidad de provocar un pánico social motivado por las mismas formas de violencia. A partir de ese pánico masificado producen exigencias y expectativas sobre las acciones que el gobierno debería emprender para desactivar esas formas de violencia y sus afectaciones a los ciudadanos.
Ahí es que el miedo toma importancia, se convierte en la forma de justificar acciones de gobierno y políticas que parten de la idea de que existe un peligro que acecha a la ciudadanía. Ese peligro configura un enemigo del que hay que protegerse, otro sujeto que tiene intenciones de afectar a los ciudadanos y frente al cual cabe la posibilidad de iniciar cualquier tipo de acción defensiva de forma justificada. Esta idea está vinculada a una forma de gobierno que se sustenta sobre un poder soberano, es decir, una autoridad que se legitima sobre la base de los procedimientos por los que la ciudadanía la otorga y reconoce que las acciones de dicho individuo -ahora llamado: soberano- se fundan en el poder que se le ha conferido. Es el soberano quien decide cuáles son las acciones defensivas y cuál es la intensidad con la que se emprenden.
Esto que Augé planteó en el 2013 resulta en un análisis y un diagnóstico atractivo porque muestra de forma panorámica las preocupaciones más fuertes de la época y permite una comprensión bien fundamentada de la situación de un momento histórico preciso. Sin embargo, lo atinado de ese diagnóstico se puso en duda muy pronto por un dramático giro de los acontecimientos. Antes de diez años, con la llegada de la pandemia se debe aumentar un elemento a esas cuatro formas de violencia planteadas por Augé: la violencia provocada por el biopoder.
La emergencia de la pandemia por Covid-19 trajo consigo una oleada que sacudió al planeta entero, en buena medida, la energía que movía esa oleada fue el miedo al contagio, que no al virus o a la enfermedad, es decir, fuera de las comunidades médica y científica, el agente patógeno no se consideró como el enemigo a vencer, dado que se identificó que la vía más efectiva de contagio era el contacto con un sujeto ya contagiado, además de que las medidas de seguridad se plantearon en términos individuales, el enemigo se encarnó en el otro: “el que no es cuidadoso como yo”, “el que no estamos seguros si sigue las medidas de prevención”, “el que sale aunque no sea necesario”, “el que prefiere no dejar de trabajar a cuidarse”, “el que seguramente sigue saliendo de fiesta”, “el que no se sacrifica por los suyos ni por los demás”, miles de caracterizaciones que implican una diferenciación que permite inculpar a alguien más de que los contagios no disminuyan, de que no podamos restablecer la normalidad a la que estábamos acostumbrados.
El miedo fue tal que incluso se atacó a los trabajadores sanitarios al dirigirse a casa tras arduas jornadas de trabajo. En abril de 2020 comenzaron a ser más frecuentes las notas que informaban sobre estos ataques, la BBC publicaba el testimonio de una enfermera luego de que sufriera un ataque mientras caminaba por la calle. La enfermera comentó que desde un auto que pasó a su lado le gritaron “¡Infectada!” y le tiraron un vaso de café caliente por la espalda. Ella declaró que nunca en 40 años de servicio se había sentido así, “la gente se está quedando psicótica por este virus. Es terrible”. (BBC, 2020) El miedo puede desencadenar acciones contradictorias en la población, ya que mientras se informaba de estos hechos preocupantes, en las redes sociales se hacían recurrentes los videos tomados desde algún balcón donde se dedicaban aplausos como homenaje al personal sanitario. Un momento héroes, y al otro una amenaza a la seguridad de todos, dos extremos de una contradicción que persistió gracias al miedo.
Ese miedo se instaló también en las autoridades sanitarias de los gobiernos. La información sobre el virus y la enfermedad se iba obteniendo con el problema encima, las decisiones que se tomaron iban cambiando conforme se sabía un poco más del comportamiento del virus y de la enfermedad, además tenían que lidiar con los problemas económicos y políticos ya existentes y los nuevos que la pandemia produjo. Se anunciaban probables fechas para el fin de la pandemia, que luego debían extenderse ya que venían nuevas oleadas de contagios.
Se comenzó a producir una constante: todos los problemas que existían antes de la pandemia comenzaron a ser dejados de lado para centrar la atención en la Covid-19 y las consecuencias que estaba acarreando en todos los países. La política, que ya estaba en una situación crítica debido al desdibujamiento de los paradigmas que históricamente habían dirigido los destinos de los países en ese rubro, ahora pudo instalarse sobre una postura centrada en dos aspectos cruciales y frente a los que nadie se atrevería a rechazar: la salud y la vida.
El uso del término “nueva normalidad” da cuenta de la forma en que el virus y la pandemia que causó fue pasando, mediante lo que Boaventura de Souza Santos llama una cruel pedagogía, de una crisis momentánea en el estado de cotidianidad, como él mismo afirma, cuando se pasa de la crisis momentánea a la normalidad del estado de crisis, ya no se buscan las explicaciones a lo que metió al mundo en crisis, sino que la crisis se convierte en explicación de todo lo demás. ¿Qué motivó esta transformación de la situación? Un miedo que se reconfigura a partir del recordatorio de la fragilidad humana. “El brote viral pulveriza el sentido común y evapora la seguridad de un día para otro” (de Souza Santos, 2020, p. 5).
La “nueva normalidad” que tiene la intención de establecer medidas de prevención contra el contagio es también la confirmación de que la vida no será como la conocíamos antes de la pandemia, pero esto no genera mayor seguridad para quienes pasan la cotidianidad en medio de la pandemia, por el contrario, se interpreta como la afirmación de que nadie está seguro, de que las certezas que se tienen sobre cómo deberemos vivir de ahora en adelante son pocas y de que se han de ir generando condiciones para ganar confianza y disminuir el miedo, pero no se vislumbran prontas ni sencillas de poner en marcha.
La pandemia le deja una enseñanza a la humanidad: cuando de seguridad se trata, las preocupaciones ya no están instaladas en la crisis económica y política, en la guerra o el terrorismo o en la crisis ambiental. La inseguridad está causada por un virus, un microorganismo patógeno que dada esa naturaleza es invisible, y que dada su capacidad de contagio se concreta en el mismo individuo al que afecta. El virus convierte a la otredad en la mayor amenaza.
Este contexto del miedo, traído al momento de la pandemia por Covid-19, requiere de elementos analíticos que permitan un abordaje filosófico. Se plantea tomar esos elementos de la discusión de Michel Foucault acerca del biopoder, la anatomopolítica y la biopolítica.
La pandemia desde la biopolítica de Michel Foucault
Uno de los temas que Foucault mantuvo en constante reflexión fue el poder, le preocupaba la forma en que se configuran las estructuras de poder no sólo en términos institucionales, sino también en el sentido de la propia estructura social y de disciplinamiento que imponen.
Una derivación de su reflexión sobre el poder aparece cuando se dedica a pensar el problema de las prácticas de formas de gobierno en busca de una clave interpretativa para los gobiernos de la segunda mitad del siglo XX. En ese transitar reflexivo cae en cuenta de que, en la historia de la política, sus prácticas se centran en diversos aspectos, cuando llegan a ocuparse de la vida en términos biológicos es que se da la biopolítica. De ahí se deriva una noción originaria del concepto: una política que se ocupa de la vida o la vida como el centro de la política.
Foucault propone una transición en la política de la soberanía, que deja en las manos de uno de sus individuos -el soberano- la decisión sobre la muerte. Una imagen siempre ilustrativa de esta idea de la política es la que permite el Leviatán, ese enorme monstruo elegido por Thomas Hobbes para titular su obra. La representación muestra que el soberano es aquel que, una vez que se ha convenido por los miembros de la sociedad que es necesario salir del estado de conflicto permanente, recibe el poder de gobernar a través de dos herramientas: la ley y la fuerza o violencia física. De ese modo, es el soberano quien ahora determina quiénes deben morir por estar fuera del convenio que le legitima como gobernante. El soberano tiene un poder sobre la muerte, ya que es él quien puede suprimir las prerrogativas otorgadas por el Estado de derecho, hasta el límite de suprimir la vida.
Por primera vez en la historia, sin duda, lo biológico se refleja en lo político […] Pero lo que se podría llamar «umbral de modernidad biológica» de una sociedad se sitúa en el momento en el que la especie entra como apuesta del juego en sus propias estrategias políticas. Durante milenios, el hombre siguió siendo lo que era para Aristóteles: un animal viviente y además capaz de una existencia política; el hombre moderno es un animal en cuya política está puesta en entredicho su vida de ser viviente. (Foucault, 1998, p. 85)
Foucault llega a esa noción de biopolítica desde un concepto más amplio que es el biopoder: un conjunto de mecanismos por los que los rasgos biológicos más fundamentales pueden ser parte de estrategias políticas o de poder. Como ya se mencionó, Foucault hace notar una diferencia radical en la forma de ejercicio del poder en las sociedades liberales. El cambio radical es un control de la vida y en el cuerpo mediante estrategias que no son sólo estatales o gubernamentales, sino que se manifiestan como un poder difuso. La acción de control y vigilancia se efectúa mediante productos culturales e instituciones disciplinarias como la psiquiatría, el sistema penal y el sistema educativo.
Con esta categorización se distinguen dos formas de ejercicio del poder: el poder soberano y el biopoder. El primero se caracteriza por un ejercicio que se decide sobre la muerte mediante estrategias como la guerra o la pena capital. El biopoder se ejerce como la capacidad de dejar morir y hacer vivir.
Para Foucault, los momentos de hambruna, epidemias y enfermedades que se fueron presentando en la historia, son los aspectos que hicieron cada vez más latente la presencia de temas biológicos como parte de lo político; y son los grandes progresos científicos y médicos generados desde finales del siglo XXVIII hasta el XX los que permitieron un dominio sobre la vida. Estos hechos trajeron como resultado la transformación del concepto de soberanía, trasladando el poder soberano hacia un biopoder.
Analíticamente es posible ver una doble dimensionalidad en la concepción de biopoder. Esta división se genera por el destino del ejercicio del poder: el cuerpo y el individuo -anatomopolítica-, o el ámbito social y la comunidad -biopolítica-. Éstas dos dimensiones, aunque distintas analíticamente, en lo fáctico están articuladas entre sí.
La anatomopolítica refiere a los dispositivos disciplinares que se encargan de extraer del cuerpo humano toda su fuerza productiva, mediante el control del tiempo y el espacio al interior de instituciones como la escuela, el hospital, el taller y la cárcel. Foucault, también se refiere a esta dimensión como la disciplina: “la disciplina trata de regir la multiplicidad de los hombres en la medida en que esa multiplicidad puede y debe resolverse en cuerpos individuales que hay que vigilar, adiestrar, utilizar y eventualmente, castigar” (Foucault, 2001, p. 220).
Continuando con el análisis de la anatomopolítica, su objeto es el cuerpo-individuo en la dimensión de su conducta, sus actitudes y fuerza. Sus medios son la vigilancia, el castigo, y el adiestramiento. Se instala como estrategia disciplinaria en instituciones como la escuela, el ejército, cárceles, familia o el trabajo. Su finalidad es que el individuo incorpore dichas normas de manera que funcionen de forma autónoma.
En Vigilar y Castigar (2002), Foucault explica a mayor detalle las tecnologías mediante las que se ejerce la anatomopolítica. Explica cómo en los ámbitos militar, escolar y laboral se ejercen técnicas disciplinarias para aumentar la fuerza del cuerpo en beneficio económico y productivo para reducir su potencia política creando cuerpos dóciles. Como ya se ha mencionado, la anatomopolítica persigue un grado de normalización de los cuerpos que permita un ejercicio de sus tecnologías y estrategias de modo que estén integrados a los procesos de autonomización del individuo, ese grado de internalización en el individuo es lo que Foucault llama normalización.
Por otro lado, haciendo un abordaje analítico de la segunda dimensión del biopoder, la biopolítica, puede decirse que se trata de la aplicación de un régimen de control social que normaliza el cuerpo social mediante distintas estrategias: natalidad, productividad, matrimonio, seguridad, herencia, salud, jubilaciones, vacunación, pensiones.
Para Foucault, la biopolítica logra su auge en la sociedad capitalista industrializada y liberal. Esta sociedad requiere de un cuerpo dócil y productivo, lo que se logra mediante la anatomopolítica, pero también requiere de un sistema social que orille a la elección de una forma de vida que vaya en consonancia con la productividad. De este modo, la biopolítica implica una introyección tan profunda de las estrategias del biopoder que le permita una administración completa de la vida social.
El medio para esa introyección, es lo mismo que en el caso de la otra dimensión del biopoder, la normalización, aunque en este caso se trata de una integración de los mecanismos de poder en la cotidianidad social, insertando estrategias de poder en aspectos que se consideraban apolíticos. Para ello, esa integración no debe ser represiva, sino que debe determinar aquello que es adecuado en la vida social como lo normal, de forma que todo lo que queda fuera de esa normalidad queda constituido como lo patológico.
Comprendiendo lo anterior, debe entenderse que la norma y lo normal constituyen el criterio diferenciador del biopoder con respecto del poder soberano. La norma define el criterio para hacer vivir y dejar morir en el contexto de la biopolítica. Hace de toda la vida cotidiana un objeto del poder y del individuo el insumo para que el poder estructure la subjetividad. Los medios administrativos son el medio por el que se ejerce el biopoder integrando las dimensiones de la biopolítica y anatomopolítica.
Al administrar el cuerpo, que se ha normalizado en clave de su propia autonomía, mediante dispositivos imperceptibles pero presentes en toda su cotidianidad, se genera una suerte de sistema de autoreproducción del biopoder. En ese sistema, el motor que reproduce el biopoder es el propio individuo. Mientras persigue su autonomía y al ganarla ve concretada su libertad, en realidad está reproduciendo un mecanismo de cálculo previo determinado por el biopoder.
En Seguridad, Territorio, Población (2018), Foucault plantea la biopolítica desde un análisis del racismo. El racismo es la forma con la que el biopoder se encarga de la vida en el contexto de lo social, pues se usa para separar poblacionalmente los grupos que han de vivir, de los que han de morir. El racismo es una relación biológica, entre la vida de un grupo y la muerte de otro. En ese sentido, Foucault distingue el racismo de la guerra como el instrumento que usaría el poder soberano. En esa división poblacional, se establecen “papeles” para cada grupo. El grupo rechazado se interpone como un peligro o riesgo para la vida. Debe resaltarse siempre el elemento biológico. Eso dará lugar a la justificación de la muerte de ese grupo en beneficio de la supervivencia del grupo que sí es “deseable” en el ámbito social.
Mientras la anatomopolítica opera al nivel individual, la biopolítica lo hace en el nivel de la población, interviniendo sobre fenómenos que lindan entre lo público y lo privado: la natalidad, la mortalidad, la morbilidad, por mencionar algunos. Lo hace introduciendo mecanismos de regulación, equilibrio, homeóstasis de procesos colectivos.
Thomas Lemke identifica una discontinuidad en el concepto que Foucault plantea de la biopolítica. Además de la dimensión antes descrita, “otorga al mecanismo biopolítico un papel central en el desarrollo del racismo moderno; en un tercer significado, el concepto apunta a un arte particular del gobierno que sólo surge con las técnicas de dirección liberales” (Lemke, 2018).
En esta sección del presente escrito se tomará la dimensión del concepto de biopolítica propuesto por Foucault para realizar una interpretación de los mecanismos de poder que se derivaron de la pandemia por Covid-19 desde 2019 a la fecha.
La pandemia por Covid-19 trajo consigo una serie de acciones que pueden comprenderse como una forma de mecanismos o tecnologías de disciplinamiento del cuerpo en el sentido que Foucault lo plantea. Él afirma que los mecanismos de disciplinamiento que se dan a partir de las prácticas de la biopolítica tienen un doble efecto negativo sobre el cuerpo: lo fortalecen para su aprovechamiento económico, al mismo tiempo que lo menguan para su represión política. Las estrategias de combate a la pandemia se centraron en el confinamiento o aislamiento social. Una vez que se identificó que el medio de contagio más efectivo del Coronavirus era mediante el contacto entre un sujeto contagiado con otro sano, se decidió que para frenar la velocidad con que crecían los números de contagiados había que frenar el contacto entre individuos. Para ello se decidió frenar de tajo la movilidad en el espacio público cerrando toda actividad que implicara concentración de personas, además de llamar a la población a quedarse en casa.
En algunos países estas medidas fueron vigiladas por las fuerzas policíacas, se emitieron por decreto y limitaban la movilidad social otorgando a las fuerzas del orden potestades especiales para hacer valer dichos ordenamientos. La justificación de este tipo de acciones no podría ser racionalmente puesta en duda dado el contexto que la pandemia ha impuesto. Sin embargo, aunque puesta al servicio de la seguridad sanitaria de la población, como se dijo antes, la decisión no considera el estatus de ciudadanía y los derechos de la población, centra su atención en la seguridad sanitaria para frenar la velocidad de los contagios y aumentar la capacidad de respuesta de los sistemas nacionales.
Este tipo de acciones puestas en marcha por algunos gobiernos en el mundo durante la pandemia más reciente recuerdan el concepto de gubernamentalidad que Foucault pone en relación con el de biopolítica. Todas esas instituciones y procedimientos que ejercen un poder que se concibe no dentro de una lucha, sino como gobierno centrado en la población y que se determina por la economía política, eso es lo que se entiende como gubernamentalidad.
El ejercicio de la gubernamentalidad se caracteriza por basar todas sus acciones en los datos estadísticos que devienen de aspectos biológicos de la población: crecimiento demográfico entendido como resultado del ejercicio de la sexualidad de la población, cantidades de muertes que se entienden como resultado de la muerte por enfermedad, por causas naturales, por hechos sociales como guerras, etc. Para Foucault, la política de la modernidad se sitúa en la era de la gubernamentalidad que tiene como eje la biopolítica.
El concepto de biopolítica en el trabajo de Michel Foucault carece de un sentido uniforme dentro de todas las obras en las que se refiere al mismo, sin embargo, el estudio pormenorizado de dichas obras sí permite identificar rasgos conceptuales que señalan un núcleo semántico para el término: la biopolítica es el gobierno de la vida biológica de la población, no en cuanto a cada uno de los miembros en lo individual, sino considerada la población como una suerte de metasujeto que se encarna en una masa de fenómenos colectivos y características agregadas. De este modo, el poder se ejerce sobre el cuerpo colectivo que Foucault llama población y busca un control social que no se relaciona con lo ideológico, sino con lo corporal, para administrarlo y gobernarlo.
La pandemia actualizó más que nunca esta noción de biopolítica, el control y la evaluación estadística del trascurrir de la enfermedad pandémica ha sido una constante. Muestra de ello es que los medios de comunicación, tanto como las autoridades estatales llaman a las acciones que se toman con respecto a la pandemia como “gestión de la pandemia”. Esa intrusión del lenguaje administrativo en los temas sanitarios y las acciones sociales al respecto bien pueden considerarse una puesta en marcha del ejercicio de una biopolítica. La atención se centra en el manejo estadístico de la pandemia, que ofrece a los medios de comunicación y por lo tanto a la opinión pública, una serie de datos a partir de los cuales informarse, pero también discutir la forma en que los gobiernos han actuado respecto del control de la enfermedad.
Los individuos, se perciben desde una dualidad esencial: son objeto de la medicina y son agentes de producción de capital. En ese sentido se actualiza de otra forma el ejercicio de la biopolítica. En un artículo de 1974 llamado El nacimiento de la medicina social, Foucault reporta como el desarrollo histórico de la medicina pasó por un proceso que la alejó de la medicina individual, y la acercó a la medicina colectiva. Dicho proceso se puede verificar en dos pasos esenciales: inicialmente la medicina medieval que sí era eminentemente individualizada pasa a la modernidad a partir de un proceso de medicalización, es decir, un proceso de integración de la existencia absoluta del individuo como objeto de la medicina, lo que hace que esta influya tanto en los proceso biológicos como en los sociales mediante el control del cuerpo y de las conductas socializándolos en función de la fuerza productiva o de la fuerza de trabajo. (Foucault, 1994) Este proceso iniciado a finales del siglo XIX pasa por un momento en que la medicina se asume como medicina de Estado, luego pasa a entenderse como una medicina urbana y finalmente llega a convertirse en una medicina de la fuerza de trabajo.
Como medicina de Estado, la práctica médica se normaliza -desde el siglo XIX- a partir de un sistema de observación de la morbilidad que va más allá del control de natalidad y mortalidad, requiriendo información a los médicos y hospitales de la región y llevando un registro de esta información por el mismo Estado, para la consideración de los fenómenos epidémicos y endémicos observados. Se normaliza también la práctica y la enseñanza del saber médico mediante el control estatal de las universidades y la creación de una organización administrativa que controlara la actividad de los médicos. Ese sistema administrativo que Foucault rastrea desde hace dos siglos, continúa teniendo una enorme influencia en el sistema sanitario actual, sobre todo en estos momentos de pandemia. Se ha generado un sistema de información dentro del sistema sanitario de casi todos los países que permiten un flujo constante de información, misma que en algunos casos nacionales es usada para definir las siguientes rutas de acción, en otras además para mantener una comunicación social desde los gobiernos nutrida y lo más certera posible.
La situación de la pandemia no fue la misma en las ciudades que en relación con los espacios rurales de ningún país. El hacinamiento de individuos que habitan una ciudad hizo más complicado el control de la enfermedad y el manejo del necesario distanciamiento social. Foucault cuenta como históricamente, desde finales del siglo XVI y el XVII, el crecimiento de las urbes ha afectado los desarrollos de la medicina social. Los grandes centros urbanos contienen tensiones en diferentes sentidos que obligan a una organización y unificación que permita un ejercicio del poder efectivo. La primera tensión es económica, la ciudad es centro de producción industrial lo mismo que mercantil, de modo que las necesidades sanitarias se complican.
Lo anterior tensa la situación política, la condición de centro de producción industrial atrae a las grandes ciudades una gran cantidad de individuos proletarizados y pauperizados que inician movimientos de lucha por mejores condiciones laborales y sociales. Sobre todo, se vuelve preocupante e incluso un dato que causa miedo, el hecho de que esos movimientos no alcanzan a modificar las condiciones buscadas y se generan situaciones de gravedad para la salud pública. Foucault ejemplifica estas situaciones con el caso del Cementerio de los Inocentes, donde iban a parar todos aquellos ciudadanos que sin la posibilidad de pagar un funeral digno terminaban encimados en una suerte de fosa común con las consecuencias obvias para el estado sanitario parisino. (Foucault, 1994, p. 375).
Ante los casos de epidemias urbanas, el mecanismo implementado por la burguesía, dado que es la menos afectada por sus consecuencias fue la cuarentena. Este “plan de urgencia”, que proviene de la época de la peste en Francia, tenia una estructura que con salvedades epocales se puede verificar en la estrategia de confinamiento provocada por la pandemia actual, implicaba la obligación de todos los ciudadano de mantenerse en casa donde podían ser localizados con seguridad, una división barrial de la ciudad que permitiera el control efectivo mediante una autoridad local impuesta expresamente para tal fin, una vigilancia cercana -calle por calle- mediante inspectores que reportan diariamente las eventualidades a una autoridad central, un pase de revista casa por casa para verificar las posibles ausencias por enfermedad o muerte de algún habitante, por último una desinfección casa por casa. Esta estructura constituyó un ideal político-médico de organización sanitaria. Como se puede ver, la similitud con el confinamiento-cuarentena por Covid-19 es evidente. En algunos países como Francia o España, se mantuvieron incluso los mecanismos de vigilancia, ahora mediante el uso de las policías locales. En otros países se instauraron sofisticados sistemas virtuales de vigilancia mediante sistemas de geolocalización que permiten saber dónde se encuentra cada uno de los ciudadanos, los lugares que visita e informarse acerca de datos biométricos como la temperatura corporal que ha sido un signo de alerta de contagio del Covid-19.
Otro de los mecanismos de la medicina urbana que Foucault reporta es la exclusión-hospitalización. Proveniente de los mecanismos de combate a la lepra durante el siglo XVIII y XIX, este mecanismo consiste en una medida de purificación de la ciudad mediante la exclusión a un sitio controlado donde se concentraba a los enfermos para su vigilancia, control y registro. Este mecanismo es refinado con la aparición del hospital, sitio que se convierte en el espacio para ubicar al enfermo y mantener el mismo tipo de control, sumando además el higiénico. La pandemia por Covid-19 replicó este mecanismo con un refinamiento mayor. Aunque una de las principales preocupaciones iniciales en el proceso de la pandemia fue la insuficiencia de los hospitales para albergar a todos los contagiados, rápidamente se pusieron en marcha las acciones para habilitar hospitales emergentes y así poder contener a todos los contagiados en un espacio controlado clínicamente.
La hospitalización se convirtió en un mecanismo de control de la enfermedad y el contagio, como Foucault puntualiza, una posibilidad de estudiar los lugares de acumulación de los agentes que podrían provocar enfermedades y promover fenómenos epidémicos, además del control de la circulación de los elementos ambientales que podrían fomentar el tránsito de las enfermedades: aire, agua, etc. En el caso de la pandemia actual, también se trató de un mecanismo de control del agente patógeno que transitaba mediante el tacto y mediante su tiempo de vida en las cosas que deben tocarse en el mundo urbano. Se convirtió casi en un mecanismo de medicina de las cosas, no sólo hay que controlar al ser humano, sino especialmente al humano que se relaciona con otros humanos mediante las cosas.
La tercera vía de la medicalización reportada por Foucault viene dada por la medicina de la fuerza de trabajo. Ver al pobre como un peligro médico se provoca por diferentes motivos: los pobres se convierten en una fuerza política creciente, rebelde y participativa de los movimientos y revueltas públicas de siglo XIX; en ese mismo momento histórico, los pobres fueron sustituidos de algunas de las funciones que cumplían dentro de la sociedad; funciones como acarreo de agua y eliminación de desechos urbanos; por último, el papel de los pobres en los procesos epidémicos, como el de la cólera, al no contar con la infraestructura necesaria para repeler el contagio, se convirtieron en un peligro para la salud de las ciudades europeas.
A partir de este hecho, viene la división territorial entre pobres y adinerados, se inician medidas asistenciales y de protección dirigidas a quienes viven en estado de indigencia o de extrema pobreza. Con estas medidas se garantiza que las condiciones desfavorables de los pobres no afecten a los más favorecidos. En gran medida estos mecanismos continúan aplicándose en la actualidad. La afectación de la pandemia se distinguió por el nivel económico y la ocupación de los ciudadanos, incluso las medidas tomadas por países también fueron distintas según la consideración que se tuvo de las posibilidades económicas de sus ciudadanos y su capacidad consecuente para resistir un confinamiento-cuarentena prolongado.
Biopolíticamente, los dispositivos de control de una enfermedad se convierten en dispositivos de seguridad. Ya no de seguridad pública entendida como la protección de la población frente a eventos delincuenciales, sino como una protección frente a fenómenos epidémicos o, en este caso, pandémicos. Estos dispositivos llevan a entender a la población ya no como un grupo de ciudadanos protegidos por una serie de derechos, sino como un cuerpo biológicamente constituido que se liga ya no gracias a la abstracción del derecho, sino gracias a la materialidad del medio que lo rodea y que establece las condiciones de posibilidad para su existencia. La biopolítica y el ejercicio del poder biopolítico se caracteriza y define por una irrupción de la naturalidad humana dentro de un medio artificial como la civilización, la ciudad y la organización administrada de las formas de vida. Podemos afirmar, que la última pandemia suma a esa artificialidad los mecanismos que se generan gracias a los desarrollos de las telecomunicaciones y la virtualidad producida por Internet.
Conclusión
El proceso pandémico que atraviesa la humanidad desde 2020 ha exaltado las condiciones para la medicalización de la sociedad, de las formas de vida y de los cuerpos. Si bien, los mecanismos de biopoder que se usan tienen un origen histórico de más o menos dos siglos, las estrategias de aplicación se han refinado debido a los progresos científicos, tecnológicos y políticos.
El proceso de medicalización actual, apunta igualmente a una medicina social que no se enfoca en el individuo, sino en las condiciones que permiten el control del cuerpo social como un puente entre las políticas públicas sanitarias y de seguridad pública convertida en seguridad sanitaria y que permiten un ejercicio del poder transformado también en una suerte de laboratorio para descubrir nuevas formas de control de la población ya no mediante un ejercicio del poder soberano, sino un biopoder. Siguiendo uno de los principios propuestos por Foucault en Vigilar y Castigar, a la peste se le responde con el orden y con la reglamentación de la existencia. La pandemia ha permitido un nuevo ordenamiento y una nueva reglamentación de las formas de vida y del cuerpo social.
La biopolítica toma ante la situación mundial actual provocada por la pandemia por Covid-19 una enorme importancia, la centralidad de lo biológico se actualiza más que nunca y desplaza a todos los demás motivos de la política y ejercicio del poder obligándolos a encontrar espacios de acción siempre como una respuesta a lo que acontece en términos biológicos: procesos epidémicos, agentes patógenos que amenazan la seguridad poblacional, estilos de vida provocados por las condiciones sociales que provocan enfermedades del cuerpo y de la mente. Analizar y comprender las condiciones de ejercicio del poder y la política requiere de un enfoque biopolítico.
Esas medidas, dispositivos y mecanismos de ejercicio del poder bioético se enquistan en el cuerpo social gracias a los procesos de aprendizaje social provocados por el miedo, y eso permite una suerte de justificación de acciones políticas y formas de ejercicio del poder que no encontrarían justificación bajo otras circunstancias. Miedo y poder se convierten en la conjugación ideal para el ejercicio de la biopolítica. Críticamente, más allá de las necesidades impuestas por la pandemia y la bioseguridad, es importante pensar en formas de resistencia frente a estas formas de poder político que se centra en lo biológico y lo sanitario.