Introducción
En Argentina, en el año 2002, un grupo de mujeres del barrio Ituzaingó de la ciudad de Córdoba comenzó a investigar las razones por las que muchos niños y niñas de esa zona habían empezado a presentar severos problemas de salud. Tras hallar que las afecciones se relacionaban con los agroquímicos diseminados durante los procesos de fumigación en las plantaciones de soya adyacentes, las mujeres decidieron organizarse para denunciar lo que estaba aconteciendo. Hoy, conocidas bajo el nombre “Madres de Ituzaingó” y aliadas con agrupaciones aledañas, han formado un colectivo cuya lucha para evitar las prácticas de cultivo que atentan contra la salud y la vida de las personas se sustenta, entre otras cosas, bajo el lema “Sí a la vida”.
En Colombia, durante la década de 1990 y en el marco del proceso de reforma del Código Penal, diversas organizaciones y expertos de varias disciplinas unieron esfuerzos para definir estrategias por la despenalización del aborto en el país. Este colectivo tendría una participación activa, junto a otros organismos, en la movilización que llevó a que, en 2006, la Corte Constitucional de Colombia despenalizara el aborto bajo ciertas causales. Tiempo después de su conformación, el colectivo se autodenominó Mesa por la Vida y la Salud de las Mujeres.
Años más tarde, en 2013, se llevó a cabo, en la ciudad de Capulálpam de Méndez (México), un encuentro entre diversos pueblos originarios, comunidades y organizaciones de la sociedad civil, cuya finalidad fue analizar las consecuencias de los proyectos mineros desarrollados en los territorios de Mesoamérica y generar alternativas de resistencia desde las comunidades y pueblos originarios. El espacio de reunión, en aquella oportunidad, tuvo como nombre “Encuentro de los pueblos de Mesoamérica: Sí a la vida, no a la minería”.
Como puede dilucidarse a partir de estos tres breves casos, la defensa de la vida es, hoy en día, un eje central de la lucha de diversos movimientos sociales y procesos de acción colectiva en América Latina. Asimismo, proteger, promover y garantizar la vida son algunos de los lugares y plataformas discursivas desde donde múltiples sectores articulan parte de sus luchas políticas. Sin embargo, los sentidos que adquiere la vida dentro de cada causa son también diversos. Paradójicamente, la vida no es una sola, por lo que las luchas por la vida son fragmentarias, múltiples, e incluso a veces contradictorias entre sí. ¿Qué es “la vida”? ¿De qué hablan los movimientos sociales cuando hablan de la vida? ¿Qué vidas son aquellas que buscan ser defendidas? ¿Qué amenazas se ciernen sobre ellas?
De uno u otro modo, la vida resulta una dimensión en la que actualmente convergen diversas luchas sociales. Los ejemplos son variados: la lucha por la legalización de las prácticas de aborto seguro a fin de evitar la muerte de mujeres por embarazos de riesgo, o la demanda por políticas de erradicación de la violencia de género son parte central de la agenda feminista latinoamericana contemporánea (Lamas, 2008). De modo similar, así como en la década de 1980 gran parte de la agenda de los movimientos gay confluyó en la lucha por proteger vidas mediante la prevención y el tratamiento del VIH/sida, actualmente la lucha en contra de la homo, lesbo y transfobia se ha tornado central en las demandas LGBTI (Pecheny y De la Dehesa, 2011). Asimismo, la protección de la vida de las especies, en el contexto de un capitalismo que pone a disposición absoluta del ser humano la vida animal y vegetal, así como el resguardo de la vida humana en el marco de procesos de producción altamente contaminantes y extraactivistas, se hace parte de las agendas de diversos colectivos socioambientales (Tischler y Navarro, 2011). Si bien las luchas de estos movimientos no se agotan necesariamente en la protección de la vida, ésta, sin embargo, representa una parte no menor de sus agendas. El racismo, la xenofobia, la homofobia, la transfobia, la misoginia, el capitalismo extraactivista, entre otros, son algunos de los sistemas de poder que diversos movimientos reconocen como riesgosos para las vidas de determinados sectores poblacionales.
Muchas veces, las vidas que buscan ser protegidas por estos diversos movimientos se intersectan entre sí, pero, en otras ocasiones, estas vidas también se complejizan, fragmentan y adquieren texturas políticas mutuamente excluyentes. Quizás el caso más ejemplificador sea el de los sectores conservadores religiosos donde confluyen las jerarquías de ciertas iglesias, organizaciones no gubernamentales, sectores políticos, entre otros actores, abanderados con la nominación “pro vida”.
Pero la vida no sólo se ha constituido en el centro de gestión política de estos sectores al momento de oponerse a técnicas de muerte digna o eutanasia. De manera central, desde la década de 1980, este movimiento ha venido desarrollando en la región un discurso focalizado en la idea de la vida como bastión de lucha en contra de los derechos sexuales y reproductivos defendidos por los movimientos feministas y LGBTI (Morán, 2015; Mujica, 2007; Vaggione, 2012). Así, por ejemplo, la defensa de la vida de embriones y fetos ha sido erigida por sobre el derecho al aborto o al acceso a ciertas técnicas de reproducción asistida. A su vez, la defensa del matrimonio exclusivamente heterosexual como institución promotora de la reproducción de la vida es protegida en contra de las demandas por el matrimonio igualitario de los movimientos LGBTI (Luna, 2002; Morán y Peñas, 2013; Morgan, 2014; Vaggione, 2012).
Frente a este protagonismo que ha adquirido la vida en las luchas políticas y sociales de América Latina, y ante los disímiles usos que se le da a este concepto en cada una de estas causas, se torna relevante la siguiente pregunta: ¿Qué es la vida? A su vez, la reivindicación del derecho a la vida, a la existencia, a su protección, implica una lucha por la definición de qué es una vida y qué vidas cuentan (Scheper-Hughes, 1992).
En este mismo orden de ideas, se presentan algunas reflexiones acerca de las fragmentarias maneras en las que la idea de la protección y el derecho a la vida es movilizada por distintos sectores en América Latina y los múltiples significados que adquiere la vida en estos contextos. El objetivo es comprender cómo la vida se constituye en un concepto abierto, difuso e incluso contradictorio, abordando críticamente algunas de las formas que adquiere en Latinoamérica y que condensan parte de los principales procesos de movilización.
Al profundizar en los sentidos que adquiere la idea de la vida tanto en las causas “progresistas” como “conservadoras”,1 sostenemos la hipótesis de que estas contradicciones y fragmentaciones, lejos de responder a una paradoja, se explican debido a que la vida es un concepto cuyo significado es siempre abierto y está sometido a una constante e inevitable disputa de sentidos. En otras palabras, no es que la vida sea un concepto universal que es comprendido y movilizado de manera correcta por algunos, y entendida de modos erróneos por otros. La vida es un concepto en tensión, impugnado y políticamente constituido, por lo que las vidas que cada causa defiende pueden ser muy distintas, dependiendo de las definiciones, paradigmas y cosmovisiones que le subyacen.
A fin de profundizar en esto, en las dos primeras secciones del artículo discutimos de modo general cómo, a nivel global, la idea de la vida ha sido transformada por un creciente proceso de tecnificación y biopolitización, y cómo se interconectó en Latinoamérica con el lenguaje de los derechos humanos, tornándose un concepto impugnado y adquiriendo, a su vez, protagonismo en las luchas sociales y políticas latinoamericanas. Posteriormente, y sin desconocer las múltiples y diversas causas desde las que se articulan luchas por la defensa de la vida en la región, nos concentramos en particular en tres casos: la defensa de la vida esgrimida por los sectores conservadores religiosos, por los colectivos feministas y los movimientos socioambientales.2 Ello, con el fin de mostrar y poner en discusión las tensiones existentes entre estos disímiles usos políticos de la vida, pero también para mostrar las inesperadas formas de solapamientos que se erigen, y cuyas consecuencias políticas merecen atención.
La intersección de la vida y los derechos
En el último siglo, la valoración moral de la vida ha transitado hacia un relativo proceso de expansión generalizada. En gran medida, el sistema internacional de derechos humanos, consagrado durante la posguerra, ha expandido el reconocimiento de la vida en tanto bien necesario de protección a nivel global (Fassin, 2010a). Aunque este es un proceso en constante construcción y en lo absoluto libre de fisuras, pareciera ser que el derecho a la vida ha ido gradualmente adquiriendo cierto reconocimiento en diversas sociedades, al menos en el plano formal.
Si bien los procesos de expansión de la protección jurídica de la vida comenzarían a darse de manera global a partir de la posguerra, en cada región se resignificarían estos procesos con base en sus propias experiencias colectivas. En América Latina, por ejemplo, durante el último cuarto del siglo XX, la defensa de la vida se transformó en una dimensión clave de la agenda de una serie de agrupaciones de derechos humanos que comenzaban a organizarse por la paz, la democracia, la verdad y la memoria (Jelin y Azcárate, 1991). En una región cuya historia reciente ha estado signada por procesos dictatoriales y de conflicto armado, la protección de la vida adquiriría una connotación de alta importancia dentro de los recientes procesos de recuperación y fortalecimiento de las democracias (Morgan, 2014). Frente a las políticas de ejecuciones extrajudiciales, torturas y desapariciones forzadas llevadas a cabo en el marco de estos procesos, las agrupaciones de familiares y víctimas, así como los colectivos de derechos humanos conformados a partir de las décadas de 1970 y 1980, jugarían un rol central de resistencia. Su lucha se centraría especialmente en denunciar las violaciones a los derechos humanos en general, y consolidarlos en el marco del retorno a la democracia. El derecho a la vida tendería a adquirir una connotación fuertemente ligada a dichos procesos, siendo interpretado por estos movimientos y por las incipientes democracias de finales del siglo XX como el derecho a no ser asesinados ni desaparecidos, en tanto principio fundamental amparado bajo el marco regional e internacional de derechos humanos. La protección de la vida comenzaba a ser esgrimida como dimensión básica de cualquier régimen de finales del siglo XX que se apreciase de democrático (Dagnino, 2005).3
Asimismo, en Latinoamérica ha habido una histórica convergencia entre la expansión discursiva de la valoración de la vida y la intensificación de las demandas por la protección de los derechos humanos. Los principales movimientos de derechos humanos que surgieron tras los periodos de conflicto armado y dictaduras de la segunda mitad del siglo XX se focalizaron, en un comienzo, en el desarrollo de una justicia de transición y de comisiones de la verdad (Cárdenas, 2011; Sikkink, 2011). Como contracara de este proceso, la amenaza a las vidas de ciertos sectores específicos de la sociedad, circunscritas a situaciones de violencia que no se vinculaban de modo exclusivo a procesos dictatoriales y de conflictos armados, no necesariamente hicieron parte del encuadre discursivo inicial de las agrupaciones de derechos humanos. Así, por ejemplo, y pese a los incipientes instrumentos regionales internacionales que habían empezado a consagrarse en la materia, la violencia contra las mujeres no era problematizada como violación a los derechos humanos propiamente. Debido a esto, hace veinticinco años aún era posible decir que “los derechos de las mujeres no son categorizados comúnmente como derechos humanos” (Bunch, 1990, p. 486). Las conferencias de Naciones Unidas, así como las convenciones promovidas desde el sistema regional de derechos humanos durante la década de 1990, junto al creciente rol que fueron adquiriendo las organizaciones no gubernamentales en estos contextos, han permitido la expansión de los movimientos de derechos humanos (de modos vacilantes y desiguales) hacia la inclusión de las causas feministas, así como LGBTI, indígenas, raciales y socioambientales. En este sentido, la ampliación del derecho a la vida ha sido un proceso sinuoso, ceñido a disputas por la interpretación del alcance de los derechos humanos (Conklin y Morgan, 1996).
Pero la sinuosidad de este camino se entrelaza, además, con una segunda constelación de transformaciones intensificadas a partir de la segunda mitad del siglo XX: la protección jurídica de la vida se enfrenta también, y de manera constante, a disputas respecto no sólo de cuál es el alcance de los derechos humanos, sino de qué es una vida, qué cuenta como tal, cuáles son sus límites semióticos y materiales, y qué prácticas y circunstancias son susceptibles de causar un daño a esas vidas (Butler, 2010). La vida ya no es más “imaginada como una creación fija inalterable” (Rose, 2007, p. 40); la vida se ha vuelto inestable, señala Stefan Helmreich, lo que conlleva a “un disenso social acerca de su significado” (2011, p. 693). Los sentidos que adquiere la vida, de este modo, son radicalmente situados; éstos no pueden comprenderse por fuera de los procesos políticos y sociales vivenciados en cada contexto, ni de los marcos de significados, constantemente disputados, a través de los cuales nos apropiamos de la idea de la vida. Así, como indica Roberto Esposito (2011),
… [la vida] no es definible e identificable en cuanto tal, con independencia de los significados que la cultura, y por ende la historia, han impreso sobre ella. […[ [L]os saberes que la han tematizado tienen ellos mismos una precisa connotación histórica, sin la cual su estatuto teórico puede quedar completamente indeterminado (p. 50).
Uno de estos principales saberes que tematizan la vida, que se ha tornado dominante para interpretar, comprender e inteligir qué es una vida, es la biología. La “vida” se trasladó al centro de los imaginarios contemporáneos, no sólo en el sentido foucaultiano de quién tiene “el poder de hacer vivir y dejar morir” (Fassin 2010 b, p. 88), sino como resultado de las transformaciones epistémicas, semióticas y materiales ocurridas en las ciencias biomédicas y biológicas. Los nuevos desarrollos científicos, los modernos paradigmas introducidos por el campo de la biología, así como las contemporáneas tecnologías de modificación, mejoramiento y gestión somática, han deconstruido la idea de los cuerpos como entidades cerradas con límites fijos y estables (Lemke, 2011). La vida, en este sentido, no sólo está albergada en un cuerpo integral y con fronteras estáticas. Los discursos biológicos contemporáneos han dejado de focalizarse exclusivamente en la dimensión cerrada y unificada de los cuerpos de los seres vivos (animales, por supuesto, pero también vegetales), y han comenzado a prestar atención de manera central a las estructuras moleculares que contendrían las “leyes” que regularían su funcionamiento (Lemke, 2011), esto es, a la “vida en sí” (life itself) (Fassin, 2010b; Helmreich, 2011; Rose, 2007). El desarrollo de la biotecnología y la biomedicina ha suscitado una verdadera “molecularización de la vida” (Rose, 2007). Así, los cuerpos se debaten entre un antiguo paradigma “molar”4 -que comprendía la corporalidad en términos de grandes masas (de fluidos, tejidos, órganos, etcétera)- y un nuevo paradigma molecular -que visualiza y piensa sus objetos en términos de genes, procesos neuronales, transformaciones químicas, etcétera- (Rose, 2007).
Siguiendo a Irma van der Ploeg (2004), la materia viva se ha convertido en el centro de la gestión política, produciendo una perspectiva que no sólo afecta nuestra comprensión de nosotros mismos o la estructura de las relaciones sociales, sino que produce nuevas ontologías del cuerpo. Nuestras formas de entendernos y de identificarnos han dejado de ser una disposición del reconocimiento y las relaciones sociales, y devienen en una función de nuestra información biológica. De este modo, como indica Nikolas Rose (2007), la vida en sí representa un cambio epistemológico que ha impactado en nuestras formas de comprendernos a nosotros mismos cada vez más como “sujetos somáticos”, esto es, como seres cuya individualidad es, al menos en parte, debatida en torno a su existencia biológica, y cuyas experiencias y formas de agenciamiento se articulan con base en el lenguaje de la tecnociencia contemporánea. Del mismo modo, la vida animal y vegetal del planeta ha comenzado a ser entendida bajo una escala molecular, generando procesos de modificación, hibridación o complementación genética, química, etcétera, de animales, alimentos y recursos. En este contexto, estas nuevas tecnologías y matrices discursivas científicas han otorgado protagonismo a entidades liminales que saturan los debates sobre qué es y cuándo comienza la vida. Las células madre, las líneas celulares, los embriones, entre otras entidades, han llegado a ser definidas dentro de ciertos discursos como sujetos sociales poseedoras de vida, capaces de agencia y merecedoras de protecciones éticas y hasta jurídicas (Kaufman y Morgan, 2005). La ampliación del poder para crear, modificar y potenciar la vida trajo consigo la aparición de nuevos debates bioéticos respecto de las responsabilidades personales, sociales, e incluso entre especies, que implica la contemporánea capacidad que nos otorga la tecnociencia para actuar sobre los cuerpos (Franklin, 2003).
Bajo estas consideraciones, el interés por la defensa del derecho a la vida puede ser leído como una dimensión del creciente fenómeno de biopolitización de la vida. En el núcleo de la radical desestabilización de la vida, una diversidad de actores disputan por legitimar, proteger y expandir sus demandas concernientes a la protección de la vida, pero entendiéndola de maneras disímiles e incluso contradictorias entre sí. La demanda “Sí a la vida” se activa en este escenario, creando un espacio discursivo donde se articulan amenazas al futuro de ciertas poblaciones, con los derechos reclamados en representación de entidades definidas como humanas, no-humanas o marginalmente humanas (como células madres, embriones, primates no humanos y otros animales, así como humanos flotando en estados comatosos o criopreservados). Los derechos y los valores atribuidos a una forma de vida se entrelazan, y a menudo se enfrentan, con los derechos atribuidos a otras entidades. “Sí a la vida” existe en la intersección de la vida y los derechos, donde personas, grupos y movimientos argumentan acerca de qué vidas importan y quién tiene la autoridad para crearlas, hacerlas visibles, subjetivarlas, protegerlas o eliminarlas.
La movilización de la vida y los derechos en Latinoamérica
La conjunción de la expansión y alcance de los derechos humanos, por un lado, y el desarrollo de nuevas matrices discursivas y producciones materiales basadas en el desarrollo tecnocientífico, por otro, tuvo consecuencias directas en las formas de promover y defender la vida por parte de diversos movimientos en Latinoamérica. “Vida” y “derechos” comenzarían a articularse en una serie de proyectos, y no sólo en las ciencias de la vida y la medicina clínica (Rose, 2007, p. 54). Paradójicamente, esta conjunción ha derivado en nuevas disputas respecto del sentido del derecho a la vida. Tal vez, en ninguna parte estas tensiones han sido más visibles que en Argentina, donde la defensa de la vida constituye el marco interpretativo de causas y actores no sólo disímiles, sino, muchas veces, enfrentados entre sí, como pueden ser las agrupaciones de derechos humanos, los movimientos feministas y la Iglesia católica.
La contienda política sobre la vida se remonta a más de treinta años. El jueves 9 de julio de 1982, en plena dictadura militar, las madres de la Plaza de Mayo realizaron una “Marcha por la Vida”, exigiendo conocer el destino de sus hijos desaparecidos en la dictadura. Su lema remitía a la “Aparición con Vida” (Feitlowitz, 2011, p. 39) (véase figura 1). Al finalizar la dictadura en Argentina en 1983, el nuevo presidente, Raúl Alfonsín, fue elegido bajo el lema de su partido, la Unión Cívica Radical, “Somos la vida” (Jelin, 1994, p. 46). El movimiento de derechos humanos que surgió para exigir justicia, memoria y reparación por la destrucción realizada por la dictadura, dedicó su energía a promover el derecho a la vida. Bajo esta bandera, estos movimientos procesarían el legado de la dictadura, buscando crear un recuerdo duradero de los abusos, llevar a los criminales ante la justicia, documentar las desapariciones y promover el compromiso de distintos sectores políticos con esta causa (Jelin, 2003). Como indicó Jacobo Timerman, un editor argentino encarcelado por pronunciarse en contra de la junta militar durante la dictadura, “lo que hace una política de derechos humanos es salvar vidas” (citado en Sikkink, 2004, p. xx).
Precisamente, para identificar las vidas eliminadas por la dictadura, para recuperar las vidas secuestradas por los militares, y para forjar una memoria histórica de respeto a la vida, los avances tecnocientíficos del último cuarto del siglo XX fueron centrales. Las organizaciones de derechos humanos, especialmente Madres y Abuelas de Plaza de Mayo,5 comenzaron a utilizar la evidencia genética para determinar los casos de personas sustraídas de sus padres durante la dictadura, configurando un imaginario donde las “identidades reales se encuentran en sus orígenes biológicos” (Gandsman, 2009, p. 445). De este modo, el mismo imaginario hegemónico producido por la ciencia moderna, orientado a descifrar los códigos que contendrían el “programa predeterminado” de la vida, entendido éste bajo la idea de un código encriptado en estructuras neuronales, químicas y principalmente genéticas (Haraway, 2004), permitiría identificar a las víctimas del terrorismo de Estado y llevar a sus autores a juicio (Di Lonardo et al, 1984; Tate, 2007), así como identificar a los sobrevivientes.
Pero la defensa del derecho a la vida sostenido por las agrupaciones de derechos humanos hallaría otros derroteros en Argentina, articulándose, desplazándose e hibridándose con otras luchas que exceden a los crímenes de la dictadura. Un primer ejemplo de estas bifurcaciones y desplazamientos de sentidos es el forjado por las agrupaciones feministas en su demanda por la legalización del aborto. Uno de los principales símbolos de la lucha de Madres y Abuelas de Plaza de Mayo históricamente ha sido el pañuelo blanco que cubre sus cabezas. Este símbolo sería reapropiado por el movimiento feminista en 2005, cuando una serie de organizaciones de mujeres se aliaron para crear la Campaña Nacional por el Derecho al Aborto Legal, Seguro y Gratuito. El pañuelo, esta vez de color verde, marcaría una articulación de sentidos, donde el derecho al aborto sería reclamado no sólo como un ejercicio de autonomía corporal, sino, además, como una forma de salvar vidas expuestas a abortos inseguros y embarazos de riesgo. “Educación sexual para decidir, anticonceptivos para no abortar, aborto legal para no morir”, ha constituido uno de los principales lemas de esta campaña hasta el día de hoy.
Un segundo ejemplo, contradictorio con el anterior, lo constituye la agenda de oposición a los derechos reproductivos sostenida por la jerarquía católica. Paradójicamente, mientras la identidad genética emerge como respuesta a la demanda de los movimientos de derechos humanos por la aparición con vida de los desaparecidos, la misma identidad genética se convierte en el argumento de esta iglesia para oponerse al aborto y a ciertas técnicas de reproducción asistida, por considerar que el derecho a la vida del embrión, portador de dicha identidad genética, se vería violado (Morán, 2014). El razonamiento se basa en la idea de que si el gen constituye el territorio que aloja los códigos predeterminados que rigen el funcionamiento de la vida, y si la identidad genética de un nuevo individuo aparece de manera completa e inalterable en el momento de la fecundación, el cigoto entonces constituiría la primera célula portadora de una individualidad única e irrepetible, esto es, una nueva vida digna de protección (Morán y Peñas, 2013). El imaginario de la vida en sí, donde los genes han emergido como una suerte de santo grial de la esencia humana (Fausto-Sterling et al, 1994), es resignificado así por sectores conservadores religiosos. Adicionalmente, la curia argentina utiliza el mismo argumento de las agrupaciones de derechos humanos para oponerse a la donación de gametos, en parte, con el argumento de que los niños concebidos a través de la donación heteróloga de gametos se ven privados de sus orígenes paternos y maternos y, por lo tanto, de sus verdaderas identidades biológicas (Luna, 2002).
En los más de treinta años que transcurrieron desde que finalizó la dictadura, disímiles grupos políticos han competido entre sí para defender la vida. A pesar de ello, no están de acuerdo acerca de cómo definirla o valorarla, cuáles vidas proteger, cómo esas vidas deben ser defendidas o qué papel debe desempeñar el Estado en dicha protección.
Las miradas católicas conservadoras sobre la vida y los derechos
En Latinoamérica, la principal oposición a los derechos sexuales y reproductivos se configura en torno a un activismo conservador religioso, liderado centralmente por la jerarquía de la Iglesia católica (Vaggione, 2005). En el marco de su rechazo a las demandas feministas y LGBTI, este activismo pone en juego una idea de la vida que resulta central para sus causas políticas (Mujica, 2007).
Para los activistas religiosos conservadores, la vida es sagrada, es un regalo divino que comienza con la concepción (Lemaitre, 2014). Esta idea emergió dentro de la doctrina católica primero con base en un discurso netamente teológico, secularizándose recién a finales del siglo XX (Morán y Peñas, 2013). Fue el papa Pío IX quien, en 1869, declaró por primera vez dentro de esta iglesia que el aborto en cualquier etapa de gestación y desde el momento de la concepción constituiría un homicidio, cuya pena sería la excomunión, tomando como fundamento la doctrina de la inmaculada concepción (Galeotti, 2004; Hurst, 1998). Según dicha doctrina, la virgen María habría recibido la gracia santificante de su alma en la fecundación, con lo cual habría sido concebida sin pecado original. De modo indirecto, esta doctrina apoyaba la tesis de que el alma llegaba al cuerpo en la concepción (y, por lo tanto, de que la vida de un nuevo ser humano comenzaría en ese instante), pues si se asumía que María habría recibido su alma en ese momento, se abría entonces la posibilidad de pensar que la animación de todo ser humano podría ocurrir en ese instante.
Un siglo después, sin embargo, la Iglesia católica secularizaría su discurso, entendiendo que la vida merecedora de protección comenzaría en la concepción no sólo debido a razones teológicas, sino también biológicas. A lo largo del siglo XX, la posición católica se nutrió de las categorías, proposiciones e imaginarios científicos que se han extendido en el escenario cultural de Occidente, logrando reformularse a partir de los discursos dominantes de la ciencia contemporánea basados en la genética. En este marco, la defensa católica de la fecundación como el momento en el que emerge la vida sufrió un “giro genético” (Morán y Peñas, 2013) en 1974, tras la publicación del documento vaticano “Declaración sobre el aborto” (Seper, 1974), en el cual la Iglesia católica señalaba que el hecho de que el cigoto constituye la primera célula con una identidad genética única e irrepetible que se reproducirá en todas las células del embrión, el feto y el ser que se forme a partir del desarrollo de éstos, sería una prueba suficiente para proclamar su rechazo a toda tecnología o práctica que atentase contra la vida en gestación a partir de la concepción. Así, la biopolitización de la vida, nutrida de los imaginarios de la “vida en sí” (Franklin, Lury y Stacey, 2000; Rose, 2007), habilitaría la adopción de un discurso secular de la vida, haciendo que las fronteras que separan lo religioso de lo secular se tornen cada vez más borrosas (Vaggione, 2005).
Junto a este marco genetista, las demandas morales de los conservadores acerca de la santidad de la vida son generalmente formuladas, además, mediante un lenguaje de derechos. La vida no sólo es sagrada desde la concepción, sino que su protección constituiría también un derecho humano. La yuxtaposición retórica de la vida y los derechos es un ejemplo de lo que Juan Marco Vaggione (2005) llama “secularismo estratégico”, en el cual los actores religiosos escogen lenguajes y conceptos seculares para optimizar su legitimidad moral y política. El lenguaje de los derechos humanos universales se ha convertido “en la lengua franca del pensamiento moral global” (Ignatieff, 2001, p. 53).
Sin embargo, en términos generales, la cosmovisión sostenida por el conservadurismo religioso no es compatible con la idea de los derechos humanos en tanto construcción secular, ni como el resultado de “la negociación humana y la deliberación”, sino más bien como “el producto de Dios y su autoridad” (Castelli, 2007, p. 674). De acuerdo con este punto de vista, los derechos humanos no deben ser entendidos como el lugar de luchas sociales (Estévez, 2008; Sommers y Roberts, 2008, p. 398), sino como principio dado por Dios mediante la ley natural.
La ley natural, considerada como la expresión divina de la voluntad de Dios, apela, en palabras de Julieta Lemaitre, a “una moral objetiva de origen divino, anterior a la del Estado y unida a la ley humana” (2014, p. 239). Bajo esta consideración, los derechos humanos universales son aquellos derechos fundamentales otorgados por Dios a los seres humanos individuales. Esta “versión teologizada de los derechos humanos” (Castelli, 2007, p. 684) a menudo reclama como foco central el derecho a la vida. Desde el punto de vista del conservadurismo religioso, sólo cuando el derecho a la vida es asegurado, la gente puede disfrutar de los demás derechos, como el derecho a la dignidad, a formar una familia, a la libertad de conciencia, a nacer dentro de los límites del matrimonio heterosexual y a conocer la identidad (qua genética) de los padres, y a mantener relaciones conyugales procreativas. Nunca se debe presumir de ejercer control sobre la vida o la muerte, ya que eso sería usurpar el poder del Creador. En palabras del filósofo católico Donald De Marco y el especialista en ética teológica católica Benjamin Wiker:
Tal como los recientes desarrollos de la tecnología médica dejan en claro, al rechazar a Dios, no hemos rechazado las funciones atribuidas correctamente a Dios, sino que nos las hemos apropiado como nuestras. Ahora somos nosotros los que definimos el bien y el mal; definimos el nacimiento, la vida y la muerte; y somos nosotros quienes nos crearemos nosotros mismos de acuerdo a la imagen que deseamos (De Marco y Wiker, 2004, p. 18).
La filosofía de la ley natural fue la base de la importante encíclica Evangelium Vitae del papa Juan Pablo II de 1995, la cual articula el principio de respetar la “cultura de la vida” (Vaggione, 2012) desde la concepción hasta la muerte natural. Al tomar como plataforma estas ideas, la encíclica, así como otros documentos vaticanos, hacen un llamado a los católicos a oponerse al aborto, a la anticoncepción, a la fertilización in vitro, a la inseminación artificial, a la masturbación, a la clonación, a la investigación con células madre embrionarias, al alquiler de vientres, a las relaciones sexuales fuera del matrimonio, al sexo sin reproducción y a la reproducción sin sexo (Luna, 2002).
Asimismo, los católicos conservadores utilizan el lenguaje secular de los derechos para abogar por los embriones y fetos, pero no para promover los derechos de las mujeres infértiles o de las familias. De este modo, no reconocen de por sí un derecho sin restricciones a tener hijos, ya que éste quedaría limitado, precisamente, por el uso de ciertas prácticas que consideran inmorales, como la fertilización in vitro. En otras palabras, los embriones y los fetos poseerían un derecho absoluto a nacer, pero los adultos no tienen derecho irrestricto a beneficiarse de las tecnologías de reproducción asistida. Los niños no son propiedades o posesiones, dicen los sectores conservadores, sino que son más bien “un regalo de Dios”. Así, tras el fallo de la Corte Interamericana de Derechos Humanos que obligó al Estado costarricense a brindar tratamiento de fertilización in vitro a las personas que lo requiriesen (CIDH, 2012), el sacerdote Mauricio Víquez de Costa Rica dijo que “No existe una declaración de derechos humanos en la que se hable del hijo como un derecho” (Víquez, citado en Sequeira, 2015). Crear embriones humanos en el laboratorio, él argumentaría, es inmoral. Sin embargo, una vez que existen esos embriones, en tanto “niños no nacidos”, se les concede el mismo derecho a la vida que a los embriones concebidos a través de otros medios. En otras palabras, la doctrina católica naturaliza y legitima los embriones, íconos de la vida (Morgan, 2009), al tiempo que condena diversas técnicas artificiales a través de las cuales se puede crear vida. Los activistas católicos justifican su interpretación construyendo “novedosas líneas de propiedad y protección alrededor de los organismos y sus elementos” (Helmreich, 2011, p. 672), mostrando que el límite entre la vida y los derechos es perennemente inestable y controvertido.
Aunque los activistas religiosos conservadores afirman que la “cultura de la vida” define un aspecto central de la identidad católica, es importante señalar que es sólo recientemente que su eslogan “Sí a la vida” ha llegado a focalizarse sobre los asuntos asociados a las políticas reproductivas en América Latina. En gran parte de la región, previo de la década de 1990, las aproximaciones católicas a la idea de la vida, y especialmente aquellas inspiradas en la teología de la liberación, cubrían dimensiones vinculadas a la injusticia social, incluyendo la lucha contra la desnutrición, la guerra, la tortura, el abuso infantil, la contaminación y otras prácticas que amenazan el derecho a la vida (Estévez, 2008). Pero cuando el papa Juan Pablo II estuvo al frente del Vaticano entre 1978 y 2005, la idea católica de la vida se volcó de manera prioritaria hacia la obturación de los derechos sexuales y reproductivos, ignorando a menudo la complicidad de esa perspectiva con las violaciones a los derechos humanos de las mujeres y poblaciones LGBTI. También ignoraron las luchas sociales relacionadas con la desigualdad económica, la explotación del medio ambiente y las injusticias de género que le dieron a América Latina la tasa más alta de aborto inducido en el mundo, en una región con leyes altamente restrictivas en la materia (Guttmacher Institute, 2012).
En el análisis final, el énfasis de la Iglesia católica en una “cultura de la vida” parece no ser tanto un reflejo de los valores religiosos fundamentales, sino un esfuerzo por parte de la jerarquía por usar la sexualidad y la reproducción como temas que permitan forjar una identidad católica.
La vida y el aborto: la perspectiva feminista
Si bien no todos los feminismos son iguales y existen diversas corrientes en su interior, este movimiento ha tendido a asumir a la vida de un modo muy distinto al promovido por la jerarquía católica. Lejos de comprenderla bajo marcos interpretativos de sacralidad o inmutabilidad, los feminismos suelen pensar la vida como contingente, relacional, situada y des-esencializada. Así, en el caso específico de los embriones y fetos, éstos adquieren valor moral no en virtud únicamente de su existencia material, sino cuando les son imputados atributos y significados vinculados a la personalidad (personhood). En palabras de Valerie Hartouni, “quién o qué es llamado persona es, entre otras cosas, una formación histórica altamente contingente; es tanto el espacio como la fuente de disputas culturales en curso y construidas siempre como un hecho auto-evidente de la naturaleza” (1997, p. 300; cursivas en el original). Los embriones y los fetos no se vuelven significativos sino hasta que nosotros les atribuimos significados. Es decir, que algunos embriones podrán valorarse incluso antes de ser concebidos, mientras que otros nunca serán socialmente valorizados (Morgan, 2009). Esta visión reconoce que los primeros márgenes de la vida serán siempre un lugar de disputa, especialmente cuando algunos sectores insisten en imponer sentidos únicos sobre las mujeres embarazadas.
En contra de la visión conservadora religiosa, las fronteras de la vida, esto es, su inicio, su fin y sus procesos, no pueden establecerse de manera objetiva y neutral. Así, la crítica feminista plantea que la apelación a la identidad genética como punto de partida para la demarcación de una nueva vida sólo puede ser válida bajo un paradigma esencialista y reduccionista, pues reduce a los seres humanos a entidades meramente genéticas, a un simple conjunto de códigos preprogramados (los genes), ignorando cómo lo biológico se interconecta con sentidos socialmente construidos.
En contraposición a las perspectivas esencialistas de la vida, los feminismos han erigido al género como una dimensión analítica clave, ya que los debates sobre el embarazo y el valor moral de los embriones tienen implicancias centrales para la constitución del género como una categoría social, y sus efectos recaen con especial fuerza sobre los cuerpos de las mujeres. De igual forma, las feministas ha tendido a argumentar a favor de la autonomía de las mujeres, su autodeterminación y su bienestar, insistiendo en que la vida de las mujeres debe tener prioridad sobre las entidades a las que aún no se les ha atribuido necesariamente la condición de personas. En este sentido, los feminismos han focalizado generalmente su atención sobre la salud y los derechos de las mujeres, apoyando, al mismo tiempo, la defensa de la vida de las mujeres y el derecho al aborto seguro. Y es que, en muchos contextos, las restricciones al acceso a servicios de aborto seguro tienen como consecuencia la interrupción de embarazos de manera insegura que pueden derivar en la muerte de la mujer, en problemas a su salud o en su encarcelamiento. O bien tales restricciones acarrean una maternidad obligatoria que incluso, en algunos casos extremos, pueden derivar en infanticidio. A su vez, la penalización del aborto somete a las mujeres a la tortura bajo la apariencia de la maternidad obligatoria, incrementando, en muchas ocasiones, la mortalidad materna (Haddad y Nour, 2009). Por esto, el lema “Ni una muerta más por aborto clandestino” se ha erigido como una idea clave para los feminismos de la región y su protección de la vida.
Bajo estas premisas, las feministas latinoamericanas han buscado establecer diversas alianzas en sus esfuerzos para despenalizar el aborto. Sin embargo, muchos legisladores y profesionales médicos en varios países se han mostrado reacios a abrazar la causa. Incluso, varias de las principales organizaciones de derechos humanos han sido lentas en su actuar, tal vez debido a que la apropiación conservadora de la idea del “derecho a la vida” representa un “formidable obstáculo” para los defensores de los derechos reproductivos (Skinner, 2012, p. 19). Amnistía Internacional, por ejemplo, guardó silencio sobre el tema del aborto recién hasta 2007, cuando finalmente se pronunció por “el derecho de la mujer a no sufrir tratos inhumanos, crueldad, coerción, discriminación o violencia” (Amnesty International, 2007). Enmarcar la prohibición al acceso al aborto seguro en términos de violencia contra las mujeres permitió a esta influyente organización de derechos humanos apoyar a “las mujeres que buscan una interrupción médica del embarazo segura y temprana, en casos de violación, incesto o cuando la vida o la salud de la mujer está en grave riesgo”, así como a oponerse al “encarcelamiento y otras sanciones penales por aborto contra las mujeres o sus proveedores”, y apoyar la atención médica para las “mujeres que sufren complicaciones por abortos inseguros” (Amnesty International, 2007).
Asimismo, es importante destacar que Amnistía Internacional reconoció que no todos los embarazos son iguales, porque algunos pueden ser causados por la violación de los derechos humanos. Bajo esta consideración, adoptó el lenguaje del “derecho a la vida”, indicando que “los organismos de los tratados de derechos humanos han señalado en repetidas ocasiones que el aborto inseguro impacta sobre el derecho a la vida”, dado que 70 000 mujeres mueren cada año como consecuencia de abortos inseguros (Amnesty International, 2007). Una vez más, vemos que el lenguaje de los derechos humanos se sobrepone con el utilizado por otros movimientos, como los religiosos conservadores, pero bajo sentidos disímiles.
Los movimientos socioambientales y la fragilidad del feto
En 2013, manifestantes chilenos que participaban en una marcha mundial contra las semillas y alimentos genéticamente modificados de Monsanto, llevaban pancartas que decían “No a Monsanto, sí a la vida” (Lavoz, 2013). En abril de 2014, bajo el lema “Sí a la vida, no a las papeleras”, la Asamblea Ciudadana Ambiental de Gualeguaychú, de la provincia de Entre Ríos, en Argentina, convocó a la marcha “Sin fronteras, por la vida”, en protesta por la construcción de una fábrica de celulosa en la otra orilla del río, en el vecino Uruguay (Diario El Argentino, 2014). Estos constituyen sólo dos ejemplos de cómo la enunciación “Sí a la vida” no únicamente se circunscribe a las disputas por los derechos reproductivos en Latinoamérica. Adicionalmente, otro conjunto de movimientos y luchas políticas, como las socioambientales, han movilizado este discurso como parte central de su protesta.
Los movimientos socioambientales tienden a articular en sus discursos la vida biótica (la vida en la Tierra) con la vida antropocéntrica. Para muchos de estos grupos, el futuro del medio ambiente está determinado por causas sociales en lugar de “naturales”, que, a su vez, les permite ver la vida en sí misma (es decir, el futuro del planeta) como parte de aquello que podemos modificar (Knorr, 2005, p. S76). Cuando los movimientos socioambientales enuncian “Sí a la vida”, generalmente están culpando a la economía capitalista, a la acumulación, al consumismo, a los procesos de industrialización no sustentables y/o a las políticas gubernamentales que ponen en riesgo la vida en el planeta. En una era de mejora y extensión de la vida, la consigna “Sí a la vida” se puede aplicar a las políticas poblacionales, a la expansión de los derechos humanos y las políticas de la identidad, así como a la protección del planeta.
El uso político de la vida que activan los movimientos socioambientales en defensa de la vida vegetal y animal se conecta con el reclamo por la protección de nuestros cuerpos, de su salud, de su bienestar. Sin embargo, las imágenes, frases y metáforas que movilizan algunos de estos grupos operan con base en construcciones semióticas fuertemente arraigadas en estereotipos de género. Uno de ellos se vincula con la superposición que establecen entre la vida del planeta -incluyendo el clima, el aire, el agua, la tierra cultivable y la biodiversidad- y el feto, en tanto ícono de la vida (Morgan, 2009). Y es que en muchos de los imaginarios movilizados por los movimientos socioambientales se articulan imágenes de fetos como modos de simbolizar la inocencia, la vulnerabilidad y las amenazas futuras a la vida: una suerte de metáfora de humanos-canarios en la mina de carbón, capaces de registrar peligros inminentes para la salud humana colectiva. No por nada, en la anteriormente mencionada marcha “Sin fronteras, por la vida”, organizada por la Asamblea Ciudadana Ambiental de Gualeguaychú contra las fábricas de celulosa en Uruguay, varios carteles mostraban un feto que llevaba una máscara de protección contra la contaminación, mientras los manifestantes cantaban “No a las papeleras, sí a la vida”.
El tropo que asocia a los fetos con la fragilidad y la susceptibilidad tiene una larga historia que se remonta a la teoría de las impresiones maternas, en la que se pensaba que cualquier eventual sobresalto, trauma, etcétera, que sufriera una mujer embarazada, repercutiría en el niño en desarrollo (O'Connell, 2003, p. 122). El equivalente actual lo constituyen las investigaciones científicas que muestran que los “organismos no nacidos que atraviesan un rápido desarrollo, son especialmente vulnerables a la influencia externa” (Christensen y Casper, 2000, p. S102). El tropo de la vulnerabilidad del feto se utiliza para advertir que las mujeres embarazadas no deben beber alcohol, fumar cigarrillos o tomar drogas ilícitas o farmacéuticas. También se emplea para justificar las leyes de protección del feto (Dubow, 2011). Esto explica cómo el feto emerge en nuestras sociedades como un símbolo clave de la fertilidad, la generatividad y la perpetuación de la vida en la Tierra. De hecho, la correspondencia simbólica que se suele hacer entre el planeta y el feto humano muestra cómo “diferentes órdenes de la vida en sí se convierten en analogías de unos a otros” (Franklin, Lury y Stacey, 2000, p. 35). Los ejemplos se pueden ver en las imágenes del planeta superpuesta sobre los vientres de mujeres embarazadas que circulan por Internet (véase figura 2), o en las publicidades de los vehículos híbridos que utilizan a delfines, osos polares, elefantes y fetos para convencer a sus clientes de comprar vehículos eléctricos “para la próxima generación” (Morgan, 2011).
Los propios científicos vinculados con las causas socioambientales recurren a estos tropos, informando regularmente sobre las consecuencias de la exposición prenatal a sustancias químicas industriales como el plomo, el mercurio, los bifenilos policlorados (PCB) y los disruptores endocrinos como el dietilestilbestrol (DES). Por ejemplo, un estudio de 2006 encontró que el aumento de la exposición prenatal al plomo se asocia con peores niveles de desarrollo mental en los bebés mexicanos (Hu et al., 2006); mientras que un estudio de la exposición al arsénico en la minería y la fundición en Antofagasta, Chile, mostró su asociación con tasas elevadas de mortalidad fetal tardía (Laborde et al., 2015).
Vivian Christensen y Monica Casper argumentan que los científicos pueden alimentar intencionadamente nuestros temores acerca de los peligros para el feto, motivándonos a “hacer los cambios necesarios en la forma en que vivimos en el planeta” (2000, p. S113). Un efecto de este tipo de estudios, señalan las autoras, es que las mujeres embarazadas son hechas responsables por el futuro del planeta. Cuando algunos grupos socioambientales marchan por las calles gritando “Sí a la vida”, están usando el feto metonímicamente de esta manera, para transformar el futuro del planeta, advirtiéndonos acerca de cómo nuestras acciones amenazan nuestra propia existencia.
Los movimientos socioambientales progresistas no parecen molestos por el hecho de que su retórica de “Sí a la vida” sea la misma que la utilizada por los opositores al aborto, tal vez debido a que sus proyectos políticos son tan evidentemente distintos. Los movimientos socioambientales no están abogando por el derecho a la vida de los fetos individuales, ni están argumentando que las mujeres deben ser privadas del derecho a controlar su propio cuerpo o determinar su propio futuro reproductivo. Sin embargo, es claro que los activistas socioambientales y los religiosos conservadores están interactuando y dibujando un mapa semiótico a partir del mismo imaginario social, en donde el feto tiene múltiples significados y se despliega al servicio de agendas políticas divergentes (Christensen y Casper, 2000, p. S94).
Curiosamente, esta convergencia entre la vida, los derechos y el medioambiente permitió que el cambio climático se fuese convirtiendo en un tema cada vez más presente dentro del discurso conservador religioso desde finales del siglo XX. En 1991, en la encíclica Centesimus Annus, el papa Juan Pablo II (Wojtyła, 1991) comenzó a hablar de la necesidad de proteger a la especie humana, al igual que a las diversas especies de animales en peligro de extinción. A partir de esta idea, planteó la necesidad de fundar una ecología humana, cuya estructura fundamental sería la familia instituida en el matrimonio entre un hombre y una mujer. Benedicto XVI, a su vez, utilizó en diversas ocasiones el mismo concepto para oponerse a los derechos reproductivos, creando un paralelismo entre la necesidad de la protección de la vida de la especie humana y la protección de la vida de las demás especies (Ratzinger, 2009). El aborto, la fertilización in vitro (en tanto técnica que utiliza el descarte de embriones), los métodos anticonceptivos, etcétera, se convertían, así, en atentatorias de la vida del planeta y la supervivencia de la especie.
Por otra parte, en 2014, bajo el nuevo mandato del papa Francisco, el National Catholic Reporter (NCR)6 dio un paso más en el cruce de la frontera que separa al activismo antiaborto del activismo ambientalista, con una editorial que propuso que el cambio climático debe convertirse en una dimensión central de la agenda pro vida de la Iglesia católica (National Catholic Reporter, 2014). Ante esta propuesta, diversos católicos conservadores respondieron airadamente que los católicos de izquierda estaban tratando de desplazar el aborto como tema central de la agenda de defensa de la vida promovida por la Iglesia, mientras que los católicos más liberales argumentaron que al enfatizar en el cambio climático, se podría finalmente convencer a los ecologistas para que se aliaran en su oposición al aborto. “La ética consistente de la vida”, escribió un comentarista, “invita a la empatía política de aquellos que no comparten actualmente nuestras convicciones acerca de la inviolabilidad de la vida en el vientre materno, o en los hogares de ancianos, o en el corredor de la muerte” (Winters, 2014). Este punto de vista utópico exagera el potencial para la alineación filosófica y política entre ambos movimientos, invisibilizando otras alternativas, como la feminista, donde el derecho al aborto sí puede ingresar en el repertorio de opciones ético-políticas favorables a la vida (pro vida).
Reflexiones finales
Los diversos movimientos sociales que ponen en funcionamiento la consigna “Sí a la vida” disputan los sentidos que permiten definir qué es aquello que llaman y llamamos “vida”, cuáles son las vidas que cuentan, y quiénes las defienden. Los activistas religiosos conservadores priorizan la utilización de embriones y fetos para simbolizar su idea de la santidad de la vida humana desde la fecundación, así como la primacía del derecho natural y el derecho de las personas a la libertad religiosa. Los defensores de los derechos reproductivos y sexuales hacen hincapié en la igualdad de género y en una construcción relacional y des-esencializada de la vida, poniendo en el centro de discusión el derecho a la libertad sexual, a la autonomía y al pluralismo. Por su parte, los activistas socioambientales recurren a simbolismos que vinculan a las mujeres embarazadas y a los fetos con la salud del planeta y el futuro de la humanidad. El contexto de América Latina demuestra cómo la consigna “Sí a la vida” se solapa, superpone, colisiona y se tensa en múltiples y fragmentarias direcciones.
“Sí a la vida” es siempre la expresión de un deseo inalcanzable, nunca se puede estar a favor de “la” vida como un universal, ya que la vida es siempre un lugar disputado, desplazado e incluso contradictorio. Las vidas por las que los movimientos están a favor se enfrentan e interpelan mutuamente. Por esto, la pregunta central que debemos hacernos no es cuán a favor o en contra de la vida se está, ni cuán genuina y sincera es la defensa que ciertos grupos hacen acerca de la vida. Quizás una pregunta más pertinente sea cómo esa idea de la vida y esa lucha que se emprende por defenderla afecta a ciertas poblaciones, expresiones y subjetividades. Asimismo, debemos preguntarnos si todas las vidas que se defienden son idénticas unas con las otras y bajo qué paradigmas, ideas y supuestos ha sido construida esa equiparación. En otras palabras, la pregunta que debemos hacernos es cómo la vida que defendemos está abriendo o cerrando posibilidades de un mejor futuro, a qué otras vidas se incluye o excluye ese futuro, y bajo qué criterios y horizontes de sentido se han construido esas fronteras.
La vida surge de luchas sociales, marcos discursivos en constante construcción, procesos tecnológicamente mediados, etcétera. No se limita a las políticas fetales ni a las políticas sexuales. Tampoco se limita a los reinos de la teología, la bioética, la medicina o la ley. A pesar de estos usos dispares y contradictorios de “Sí a la vida”, la vida es una poderosa metáfora, así como un significante moral y un catalizador político. Y a pesar de que todos estos movimientos se erigen para proteger la vida, la vida no es una entidad singular. La vida no es una sola.