Introducción
En 1789, la colonia francesa de Saint Domingue, de unos 25 000 kilómetros cuadrados, era la principal productora de azúcar morena y blanca. Exportaba el 37 % del azúcar a escala mundial y cubría el 60 % del consumo europeo. Proveía, además, todo el café y el añil. En dicho lugar, europeos y criollos reunidos se dieron a la tarea de moldear el relieve insular, escarpado e indómito, y propenso a los temblores de tierra y a los efectos devastadores de los huracanes, y lograron erigir el más formidable complejo agroindustrial de la época. La influencia de la ciencia, traducida en la aplicación práctica de los experimentos en las labores productivas, y la adaptación de las plantas útiles provenientes de todos los mares de la tierra, arrojaron resultados extraordinarios. La comercialización de los artículos tropicales permitió el desfile de productos, cuyo intercambio “representaba anualmente alrededor de 40 millones de pesos de plata, más del doble de lo extraído por España de sus inmensas despensas americanas” (Wante 1805, 75). Dicho emporio se resquebrajó gradualmente como consecuencia del estallido de la Revolución Francesa, cuya noticia impactó a la isla en septiembre de 1789, y de la consiguiente guerra civil que se desarrolló en la isla hasta 1793, y en la cual se enfrentaron los propietarios blancos -quienes eran dueños de vastas tierras y de alrededor de medio millón de esclavos- con mulatos y negros libres.
Son numerosos los trabajos académicos que se han realizado en las últimas décadas sobre la Revolución Francesa en el Caribe y sus consecuencias en la más formidable de las posesiones coloniales, Saint Domingue, destacándose las contribuciones clásicas escritas en por C. R. L. James y Aimé Césaire en las décadas de 1920 a 1950; las de Gabriel Debien, Jean Fouchard, Yves Benot, Gérard Laurent, Étienne Charlier, Dantes Bellegarde y Charles Frostin, entre 1950 y 1980, y las producciones más recientes de Michel Héctor, David Geggus, Carolyn Fick, Anne Perotin Dumon, John D. Garrigus, Fernando Carrera Montero, Jacques de Cauna y Alain Yacou, entre 1990 y 2020. Gracias a sus aportes, que incluyen diversos enfoques y perspectivas, hemos podido comprender el papel que desempeñaron los sectores marginales: gens de couleur o mulatos, esclavos africanos y cimarrones, en los sucesivos acontecimientos que tomaron lugar en la parte francesa de la isla desde 1789. Sin embargo, tan sólo un par de ellos, Gabriel Debien y Charles Frostin, ha explicado la suerte de los propietarios blancos o “blanquistas” de Saint Domingue, antes y durante el periodo de las convulsiones. En Les colons de Saint Domingue et la Révolution. Essai sur le Club Massiac, Debien reveló la estrategia seguida por los ausentistas, con residencia en la metrópoli y el lobby colonial, tras el estallido de las convulsiones (1953), mientras Frostin explicó la situación de los colonos nativos o habitants, descendientes de los fundadores de Saint Domingue, en un periodo previo a la Revolución Francesa, dejando por fuera la reactivación del movimiento blanquista en 1789 (1975).
Charles Frostin, en su obra Les Révoltes Blancs à Saint Domingue aux xvii et xviii siècles, relata cómo surge el movimiento blanquista y su insurrección de carácter sedicioso, que tuvo lugar entre diciembre de 1768 y julio de 1769 (1975). Esta sublevación buscó romper con el sistema mercantilista o L’Exclusif2 e independizarse de la metrópoli antes del inicio de la Revolución Americana. Esta investigación que se presenta complementa lo realizado por Frostin analizando, desde la perspectiva de la historia social, política y militar, la segunda insurrección blanquista, realizada entre 1789 y 1793, revelando detalles desconocidos acerca de esta gesta emprendida por los habitants “patriotas” blanquistas y sus clientelas populares de petits blancs, sus acciones y ofensas a la tranquilidad pública, así como determinar los cambios y transformaciones que ocurrieron en la contienda y que provocaron las oleadas de la emigración francesa hacia el Santo Domingo español. Para este trabajo se analizaron documentos provenientes de Les Archives Nationales d’Outre Mer (anom) de Aix en Provence, Francia, y del Archivo General de Indias (agi) de Sevilla, España, los cuales fueron contrastados con las diferentes Mémoires de la época, como las de Castonnet des Fosses, Descourtilz, Métral, Lacroix, Bryan Edwards y otros, así como la historiografía existente sobre la temática. El resultado pretende servir de contribución a la comprensión de este fenómeno único y particular, que no se repitió en ninguno de los otros dominios de Francia en el Nuevo Mundo.
El primer intento de los blanquistas por independizarse, estudiado a profundidad por Frostin, resultó infructuoso debido a las alianzas entre los representantes de la Corona francesa y los propietarios mulatos o gens de couleur, quienes desde entonces se convirtieron en los principales enemigos de los blanquistas. Sin embargo, dicho fracaso, “les sirvió de experiencia a las nuevas generaciones de habitants dominguois y las dotó, veinte años después, de un horizonte de expectativa en el que cifraron sus esperanzas hacia el futuro” (Koselleck 1993, 335), sin tener en cuenta los cambios demográficos acontecidos en esas dos décadas. Siguiendo los postulados de las categorías históricas de Reinhart Koselleck, queda claro que los blanquistas de 1789, que para entonces representaban una minoría de no más de cuarenta mil individuos incluyendo a mujeres y niños, pretendieron sacar provecho del estallido de la Revolución Francesa para materializar sus ilusiones de independencia apelando inocuamente a la concatenación secreta entre lo antiguo y lo futuro, y compusieron su visión de la historia partiendo de la esperanza y el recuerdo, no de la realidad. Apegados a los odios del pasado y a las ganas de venganza, los “patriotas” blanquistas subvaloraron las capacidades de la metrópoli y de sus rivales de color en la guerra, dejándose llevar por las pasiones e incluso por la pulsión de muerte, mostrándose dispuestos a cometer suicidio, de ser necesario, con tal de aniquilar a los mulatos; así, provocaron sin quererlo, tanto la gran insurrección de los esclavos, como la consecuente huida de la población blanca hacia el lado español de la isla, Cuba, Jamaica o los Estados Unidos de América, con tal de salvar el pellejo. Al negarse terca y soberbiamente a estrechar una alianza de propietarios sin importar los colores, única fórmula posible para evitar la destrucción de la colonia, los blanquistas y separatistas labraron su propia extinción.
Tratando de imitar los propósitos de los colonos ingleses de Norteamérica, los “patriotas” blanquistas de Saint Domingue reorganizaron el partido “patriota”, desafecto de Francia y de L’Exclusif, para conseguir la independencia y con ella la condonación de las millonarias deudas contraídas con los comerciantes de Burdeos y Nantes. Sin embargo, las cosas no salieron como esperaban. Los habitants fueron derrotados y se vieron obligados a salir de Saint Domingue con tal de sobrevivir, pero con la esperanza de retornar una vez restablecido un orden favorable para restaurar sus propiedades y reconstruir la economía de plantaciones. En las siguientes páginas se explicarán los antecedentes y las causas del éxodo que obligó a los propietarios blancos habitants de Saint Domingue a convertirse en emigrantes, buscar refugio en el Santo Domingo español, e incorporarse como tropas auxiliares en el ejército de Carlos IV contra la República Francesa y su revolución. Queda por agregar que, aunque los blanquistas eran los señores propietarios -amos y dueños de gran parte de las tierras y esclavos de la colonia-, salieron derrotados, pese a su valentía y coraje desbordado, siendo aniquilados o forzados a abandonar su tierra; “los silencios de la Historia”, a los que hace mención Michel Rolph Trouillot, les fueron aplicados. Se infiere que la intención de los académicos, muchos nutridos por los evangelios antiimperialistas, ha sido la de sepultar a esta “casta maldita”, culpable de los crímenes más aberrantes en Saint Domingue. Es así como estos sujetos, los blanquistas, una vez poderosos y excéntricos, pero caídos en la peor de las desgracias, han sido poco tratados, borrados de la historia oficial de Francia y Haití, así como de la de los demás pueblos oprimidos, y dejados al olvido, “al margen de la construcción de la narrativa” (Trouillot 1995, 17), y en la absoluta marginalidad pese a la existencia de evidencias, las cuales se hace necesario revelar en todo caso para profundizar en la comprensión de la compleja relación de fuerzas que existía en Saint Domingue y la diversidad de sectores que participaron a favor y en contra de la Revolución Francesa en el Caribe, y aclarar tanto el protagonismo como el nivel de culpabilidad de cada partido en los hechos, que no fueron menores, y que sobrepasan las lecturas o interpretaciones binarias y moralistas de la realidad.
Les habitants de Saint Domingue
Las definiciones estamentales de Saint Domingue, únicas en las Antillas, obedecían a su particular origen bucanero y filibustero.3 “De las selvas de la isla de Tortuga, y de la parte escarpada de La Española, emergió una verdadera sociedad de excepción, sin leyes ni jerarquías aparentes, alejada de las instituciones religiosas y civiles” (Jaeger 1987, 38), profundamente individualista y regida por patrones de independencia y libertad. “Los fundadores eran gente de nadie como la tierra que ocupaban, una terra incognita en estado salvaje” (Cauna 2009, 9). “Lejanos de los convencionalismos, descargados de toda responsabilidad, e incluso de lazos familiares, no reconocían ninguna forma de autoridad, solamente la de sus jefes, escogidos a partir de mecanismos democráticos” (Jaeger 1987, 27). Nutridos de diversas nacionalidades, pero de común credo calvinista, sin recursos económicos ni conocimientos prácticos y amenazados por poderosos enemigos, levantaron los primeros asentamientos entre 1629 y 1665, en Tortuga y en la Grande Terre (La Española), fundando las villas de Port Margot y de Port de Paix, en la costa septentrional, y Petit Goave, en la península del sur, de manera autónoma, sin el apoyo de ningún poder político.
Pronto esos puestos sirvieron como lugares de reunión y refugio para los aventureros y traficantes enemigos de España y como bases para sus operaciones de contrabando. Desde allí se embarcaron cueros, sebo, tasajo, maderas y tinturas, a cambio de armas, pólvora y alimentos, y se emprendieron actividades de pillaje y expediciones punitivas contra los galeones que cargaban los jugosos tesoros y botines provenientes de México y del Perú, cuando surcaban el Canal de las Bahamas rumbo a Europa. España fracasó reiteradamente en sus intentos de reconquistar aquellos parajes desolados. La presencia directa de Francia inició en 1665, cuando los derechos de propiedad sobre la isla pasaron a la Compagnie des Indes Occidentales, recién constituida por el ministro Colbert. El primer gobernador oficial, Bertrand d’Ogeron, antiguo noble convertido en habitant de Port Margot, se encargó de armonizar la herencia original de la época pirática con las exigencias de la política colonial francesa.
Fue así como, bajo la tutela de Francia, la colonia conservó excepcionalidades y privilegios, toda vez que no había sido conquistada ni comprada por la metrópoli, sino ofrecida a la Corona por sus moradores a cambio de protección. “Bajo el único compromiso de la exclusividad comercial, los habitants conservaron el derecho de no pagar impuestos reales, tan sólo el 5 % en las transacciones internacionales, y mantuvieron el control de la justicia, a través de los Consejos Soberanos y de los tribunales locales” (Hector y Moïse 1990, 42). La estrecha relación que desarrolló Francia con su dominio durante el reinado de Luis XIV favoreció los proyectos de colonización de la Grande Terre, tanto la ocupación definitiva del litoral norte, con la fundación de Cap Français en 1670, como la consolidación de los tímidos establecimientos en la bahía de Gonave y la península del sur; Léogane, Grand Goave, Petit Goave, Miragoane, Nippes y Baraderes.
El rey de Francia pactó un vínculo contractual y ganó a los colonos pioneros nombrándolos en cargos públicos, como jefes de milicias, administradores parroquiales y directores de obras de ingeniería. Muchos de los antiguos renegados se convirtieron en propietarios o habitants, a partir de las concesiones otorgadas por el gobierno metropolitano, sobre las cuales se establecieron créditos, cuyo objetivo era fomentar el comercio exterior (Bréard 1893, 3). Pero “devenidos en los grandes propietarios del suelo, no abandonaron sus raíces profanas, ni su espíritu anárquico” (Garrigus 2006, 30), formando una civilización autónoma, sin afinidad de corazón con la metrópoli, y con intereses divergentes. Desde los Consejos Superiores de Cap Français y Port au Prince, “siguieron enfrentando a ministros y magistrados metropolitanos, hostigando a los misioneros, presionando a gobernadores e intendentes, y legislando sobre sus propios asuntos, tratando de mantener a raya la injerencia de Francia” (Clausson 1819, 17).
La metrópoli no gozaba de una cantidad suficiente de súbditos leales en la colonia. Sólo podía contar con la burocracia real o nobleza de toga, que ocupaba y ejercía las altas dignidades civiles y militares, y que estaba estrechamente vinculada a los ministros del Departamento de la Marina, cuyas órdenes y disposiciones, muchas veces ignorantes de la realidad, debían ser ejecutadas por el gobernador general y el intendente, los máximos representantes de la monarquía. Estos, junto a los demás funcionarios oficiales regados por las tres provincias, hacían bloque para administrar el dominio, apoyados de los seis mil soldados de línea y tropas de milicia, acantonados en las principales ciudades puertos. “Las altas dignidades eran muy impopulares, habían sido denunciadas de ejercer una autoridad despótica y corrupta” (Descourtilz 1795, 133), “de emprender hostigamientos contra los colonos, de efectuar arrestos ilegales y secuestros de bienes, de infundir amenazas arbitrarias e incentivar litigios jurídicos basados en acusaciones falsas” (Laurent 1965, 16).
En respuesta a las injerencias se conformó un movimiento sedicioso que trató de arrebatarle el poder político a la monarquía y romper con el sistema mercantilista, para desligarse tanto de los comerciantes metropolitanos como de los propietarios ausentistas. El movimiento, denominado “blanquista” por Charles Frostin en su obra de 1975, apuntó a proclamar la independencia y a tomar Port au Prince, para deponer a las autoridades de la Corona y establecer un gobierno elegido. Desde el 11 de diciembre de 1768, hasta julio de 1769, la colonia se mantuvo en vilo. La insurrección estalló en la Provincia del Oeste, comprometió al valle del río Artibonite y a las llanuras de Cul de Sac y, en el sur, a la planicie de Fond de l’Isle a Vache. Para salvar las instituciones, el gobernador tuvo que apelar a la gens de couleur,4 invitándolos a unirse al rey, quien “estaba empeñado en reconocer sus derechos consagrados en el Code Noir, bajo la promesa de abolir las legislaciones discriminatorias implementadas en la colonia” (Frostin 1975, 312).
Al final, las fuerzas realistas, apoyadas por la gens de couleur, lograron derrotar a los rebeldes. Los líderes de la insurrección fueron condenados a galeras, a exilio, o a la horca, y sus cómplices, los magistrados del Consejo Superior, fueron enviados a Burdeos para ser juzgados por los tribunales metropolitanos. Sin embargo, los colonos siguieron dispuestos a la independencia, incluso a entregarse a los ingleses con tal de evadir la tutela francesa y el insoportable peso del sistema de L’Exclusif. “La impresión de la exitosa experiencia separatista de las trece colonias británicas de Norteamérica les sirvió de incentivo y de modelo” (Bellegarde 1953, 52). El espíritu de insubordinación de los habitants pronto se extendió a los petits blancs, estamento amplio e intermedio entre los señores y el degradé de los colores, que incluía las capas de la pequeña burguesía, como empleados públicos, clérigos, médicos, abogados y notarios, comerciantes urbanos, marineros, artesanos especializados, obreros fabriles y el personal europeo de las plantaciones, mayordomos, capataces, ayudantes, mozos, algunos ex convictos y con penas de galeras (Lacroix 1819, 29).
Les habitants contre La gens de couLeur
Saint Domingue recibió la noticia de la toma de la Bastilla a finales del mes de agosto de 1789, a través de la tripulación de una embarcación proveniente de Nantes. El suceso electrizó los espíritus, y llenó de júbilo y entusiasmo general al pueblo llano, que, en medio de proclamas delirantes de igualdad y libertad y en abierto desafío a las instituciones monárquicas, otorgó espontáneamente la ciudadanía activa a todos los blancos sin excepción; habitants, comerciantes, clérigos, administradores, abogados, fiscales, jueces, gerentes, ecónomos, artesanos, aprendices, operarios, obreros, e incluso a los sujetos de la canalla urbana, fuesen o no propietarios, y los convocó para conformar las sociedades populares o comunas, que pronto asumieron el control de los barrios, las parroquias y las municipalidades (Chabanon 1791, 10). La oportunidad fue aprovechada por las hordas indisciplinadas de petits blancs, que se unieron a la revolución, reclamaron su inclusión en las deliberaciones, y adoptaron la escarapela y el pabellón tricolor.
Bajo ningún motivo los habitants -o grandes propietarios nacidos en la isla- estaban dispuestos a tolerar la intervención de los agentes de la monarquía ni de los diputados coloniales radicados en Francia, en materia privada. “Interpretaban los principios de igualdad proclamados por la Asamblea Nacional, como atentatorios a la paz” (Laurent 1965, 20). Temían lo peor para la colonia ante la posibilidad de que los hombres libres de color accedieran a las asambleas parroquiales o a otros cargos de representación, y trataron de preservar su dominio alejado de las corrientes subversivas. Acostumbrados a manejar a Saint Domingue en función de sus intereses, trataron de mantener su supremacía apelando al fanatismo y a la ignorancia de las masas. “Trazaron una línea de demarcación impuesta por el color, que dejó a un 40 % de la población libre excluida y marginalizada, como estaba, por fuera de los organismos representativos, sin protección legal, a merced de las regulaciones segregacionistas y bajo un régimen de liberté surveillée” (Geggus y Fiering 2009, 71).
“En septiembre de 1789, los rebeldes se concentraron alrededor de Saint Marc, la futura sede de su gobierno, y dirigieron una campaña de aniquilación en las parroquias de Verretes y Mirebalais, situadas en el interior del valle del río Artibonite, pobladas por la gens de couleur, y epicentro de la riqueza y prosperidad de la provincia del Oeste” (Lacroix 1819, 37). Muchos mulatos y libertos propietarios, gerentes de las habitations de la nobleza ausentista, artesanos y comerciantes independientes, fueron ejecutados o puestos en prisión. Escenas similares transcurrieron en Cul de Sac y Croix des Bouquets, en los alrededores de Port au Prince, en Jacmel, y en Les Cayes, todas zonas donde la gens de couleur era numerosa y próspera. Éstos, separados por un abismo de desconfianza, no tuvieron otra alternativa que organizarse en las diferentes regiones del oeste y sur, para defender su vida y propiedades y emprender revanchas.
Entre noviembre de 1789 y febrero de 1790, se conformaron las Asambleas Provinciales en Cap Français, Port au Prince, y Les Cayes, encargadas de ejercer la autoridad judicial y la administración civil y militar. Las tres Asambleas se manifestaron contrarias a las nuevas instituciones legislativas y judiciales de la metrópoli. “El 15 de marzo de 1790, de manera anticipada y sin consultar al gobernador M. de Peinier, ni invitar a la gens de couleur, los habitants más ricos e instruidos y sus clientelas, eligieron 212 miembros” (Rameau y Ambroise 1990, 59), representantes de las parroquias y municipalidades, para conformar la Assemblée Générale de la Partie Française de Saint Domingue, que inició sus sesiones el día 25, presidida por Bacon de la Chevalerie, Larchevesque Thibaud, Thomas Millet, M. de Pons , M. de Morel, caballero de la orden de San Luis, y
M. Gouvais. La Asamblea de Saint Marc, hostil a los agentes del poder metropolitano, se atribuyó plenos poderes, decretó y gobernó persuadida de que en ella reposaba el poder legislativo, y quiso ser obedecida sin la necesidad de ser confirmada por la Asamblea Nacional.
El nuevo organismo evidenció el tránsito de los habitants hacia la más visceral reacción. Tal y como lo expone Gabriel Debien, “consagró los prejuicios raciales para garantizar el statu quo social, rechazando de plano la igualdad jurídica de la gens de couleur, catalogándola de “raza bastarda y degenerada”,5 pronunciándose contra el espíritu universalista y humanitario de la Revolución, y proclamándose abiertamente independentista” (Debien 1956, 151). La Asamblea Colonial, erigida como depositaria de la soberanía popular, siguiendo el modelo de la Francia revolucionaria, conformó, siguiendo a Yves Benot, “un poder legislativo particular e independiente de la nación, y avanzó mucho más rápido que la metrópoli en darse una Constitución” (Benot 1987, 45). Ésta, proclamada el 14 de abril, buscó atraerse el apoyo de los administradores generales, comandantes militares, comisarios de Marina, y recaudadores de impuestos, para reemplazar a los funcionarios de la monarquía, que acababa de ser depuesta. Consideraba el derecho a establecer su propio régimen interno, sin interferencia de Francia, separada por un inmenso intervalo, a razón de su clima, la forma de producción, el género de su población, y sus morales y hábitos.
El gobernador M de Peinier, único representante del rey en la colonia, gozaba de cierta legitimidad entre un grupo heterogéneo de ciudadanos, compuesto por la burocracia al servicio de la monarquía; funcionarios, magistrados y sacerdotes, grandes comerciantes vinculados al comercio metropolitano, y una parte de los petits blancs de las grandes ciudades, decepcionados con los señores de Saint Marc. Los oficiales monarquistas, Mauduit, Deschamps, y el almirante Galisonniere, aceptaban a la Asamblea Nacional como la autoridad establecida por la Revolución. Para ellos ninguna de las Asambleas levantadas en la isla era legítima, y menos de la Saint Marc, pues no habían obtenido sanción real, y como su conformación había antecedido a las Instrucciones del 28 de marzo, no eran compatibles con las disposiciones nacionales.
Con el fin de deshacerse de los rebeldes, “el 29 de julio de 1790, el coronel Mauduit tomó Saint Marc, con la ayuda de 6 cañones y un cuerpo de dragones sitió los edificios que servían de sede a la asamblea ilegítima, hizo prisioneros a 400 partisanos y a 40 diputados separatistas, y decomisó armamento, estandartes y archivos” (Cauna 2009, 121). El resto, “los otros 54 miembros de la depuesta Asamblea Colonial, se embarcaron en el Léopard y huyeron hacia Brest”6 (Debien 1953, 220), donde “fueron acusados de falta de subordinación a la autoridad constitucional” (Edwards 1797, 51). “La Asamblea de Saint Marc fue desmantelada, aunque sólo pasó a la clandestinidad, pues no perdió el respaldo de los colonos criollos o habitants ni el apoyo del pueblo llano organizado en comités y municipalidades” (Castonnet des Fosses 1893, 60) ni de los marineros y soldados regulares, que siguieron sublevándose contra los oficiales engañados por los blanquistas que se mostraban como “patriotas” y republicanos, al tiempo que apelaban a los prejuicios pigmentocráticos.
Los blanquistas arremeten contra la Revolución Francesa
El partido “patriota” blanquista, segregacionista e independentista, pretendió imitar el exitoso ejemplo emancipador de los Estados Unidos de América. Sin embargo, las particulares características demográficas, sumadas a las circunstancias adversas, los cálculos erráticos y determinaciones equívocas, le impidieron concretar tales aspiraciones y llevaron al fracaso sus expectativas. En vez de aprovechar la coyuntura de la Revolución Francesa para adaptar la colonia a las nuevas circunstancias, consagrando una alianza con los propietarios de la gens de couleur, única fórmula capaz de lograr tanto la anhelada secesión como el mantenimiento de la seguridad del territorio frente a cualquier intento insurreccional de la inmensa población esclava, agobiada por el hambre y las crueldades más atroces, prefirieron la guerra. Su comprensión terca y sesgada de la realidad, alimentada por el fanatismo y el odio acumulado del pasado, desde los acontecimientos de 1768 y 1769, y ahora manifestado contra las leyes de igualdad y sus promotores, les impidió comprender que, oponiéndose a los Derechos del Hombre y por ende al espíritu de los tiempos, cavaban su propia tumba.
Tras la deposición de la Asamblea de Saint Marc, los “patriotas” blanquistas continuaron su campaña de exterminio contra los mulatos, ejecutando masacres sobre civiles desarmados, pobladores de villas y parroquias, y pillajes en haciendas y cultivos. Estos actos provocaron un círculo continuo de violencia, muerte y destrucción, que encontró respuestas y retaliaciones de parte de los ofendidos. Frenar la insurrección “patriota” blanquista fue una tarea ardua e inútil para las autoridades monarquistas y constitucionalistas. No bastó ni la disolución de la Asamblea Colonial de Saint Marc ni la fuga de los connotados líderes de la insurrección denominados léopardiens ni la depuración, en reiteradas ocasiones, de las Asambleas y Consejos provinciales. La insurrección continuó amplia y dispersa a lo largo y ancho de todo el territorio. Permaneció activa y sus redes dispuestas a movilizarse según las circunstancias, de manera intermitente pero efectiva.
Los “patriotas” blanquistas conspiraron, adoptando diferentes nombres para sus organizaciones; Comité de los Colonos de Port au Prince, la Corporación o Assemblée des Représentants du Commerce de France, y la coalición de la Grande Anse, esta última conformada por los “patriotas” blanquistas de la península del sur, obrando a veces abiertamente y otras desde la clandestinidad, orquestando coups d’état contra los funcionarios franceses, atentando contra cualquier intento de concordato con la gens de couleur, operando boicots y sabotajes económicos para entorpecer las labores productivas, y patrocinando la deserción en las filas regulares y de milicias nativas e, incluso, de los regimientos de línea recién llegados y las tripulaciones de las naves. Tal y como sucedió “el 3 de marzo de 1791, cuando aprovechándose de la llegada de una flotilla compuesta por dos embarcaciones de línea, Le Borée y Nantés, y dos fragatas, La Prudente y Urania, que traían 1 055 soldados y 36 oficiales, bajo la dirección del almirante conde Du Village” (Grimoüard 1937, 24), el Comité de los Colonos de Port au Prince, que se reunía ilegalmente, desconoció abiertamente la autoridad del rey. Entre el 4 y 5 de marzo, los soldados y marineros franceses, imbuidos en las ideas republicanas legadas por la experiencia de la revolución en la metrópoli, se amotinaron, “movidos por los oficiales del Regimiento de Port au Prince y los agentes léopardiens, que los indispusieron contra el nuevo gobernador M. de Blanchelande y el detestado coronel Mauduit” (Delacroix 1819, 74), provocando la égida del primero y el linchamiento del segundo.
Un nuevo brote de ira y el recrudecimiento del conflicto se presentó el 30 de junio de 1791, con la llegada de la noticia de que, el 15 de mayo, la Asamblea Nacional de París reconoció de manera expresa a los mulatos nacidos de padres y madres libres sus derechos políticos. “Los ‘patriotas’ blanquistas explotaron indignados, tiraron los pabellones tricolores, enarbolaron las banderas negras, adoptaron divisas y vistieron a sus tropas de uniformes amarillos y verdes” (Cauna 2009, 139). Además, rechazaron enfáticamente la aplicación de las leyes consideradas abusivas y perjudiciales para la seguridad de la colonia.
Desde los Comités Provinciales y las Cámaras de Agricultura y Comercio, convocaron a sus acólitos del pueblo llano y organizaron protestas en las ciudades portuarias, los distritos y las parroquias que controlaban. “Una nueva Asamblea fue conformada entre el 30 de julio y el 5 de agosto en Léogane” (Grimoüard 1937, 27), por la reunión de 176 representantes de todas las parroquias de las provincias del Oeste y del Sur, cuyas mayorías rechazaban de plano los decretos tachándolos de subversivos. “Muchos de los miembros de la extinta Asamblea de Saint Marc, de retorno en sus propiedades, fueron reelegidos en sus puestos por las respectivas clientelas” (Descourtilz 1795, 182). Presidida por M. de Cadusch, la recién erigida Assemblée Genérale de la Partie Française de Saint Domingue interpuso ante la Asamblea Nacional de París un pliego de peticiones y reclamos de los habitants y de los petits blancs, señalando el abandono en el que se encontraba la colonia y la negligencia de Francia en enviar refuerzos a Saint Domingue para restablecer el orden y mantener la seguridad y la tranquilidad pública. Enfatizaban, además, que la admisión de la gens de couleur al rango de ciudadanos activos sería su ruina.
El boicot blanquista al concordato entre propietarios
La consternación de los “patriotas” blanquistas de Port au Prince y Les Cayes ante las noticias que llegaron de Cap Français desde la noche del 22 de agosto, inicio del gran levantamiento de las dotaciones y el incendio de la llanura del Norte, los obligaba a tomar otra actitud con la gens de couleur si querían evitar el mismo desenlace. “Debían olvidar las rencillas, hacer un frente común de propietarios y superar las diferencias psicológicas y de propósitos con tal de salvar a la colonia de la completa destrucción” (Fick 1990, 185). Pero en vez de propiciar una negociación con los propietarios cuarterones y mulatos, los “patriotas” blanquistas buscaban encontrar a los responsables del desastre. Se negaban a concebir que los negros hubiesen podido por sí solos organizar una conspiración de tamañas proporciones y, naturalmente, veían como los principales sospechosos a la gens de couleur, quienes eran señalados de ser el motor del levantamiento de las dotaciones del norte y de los nuevos desórdenes registrados en el valle del Artibonite, Croix des Bouquets, Cul de Sac, Léogane y Les Cayes.7
La nueva Asamblea General, controlada por una mayoría de diputados “patriotas” blanquistas, estaba empeñada en rechazar cualquier intento de unión con la gens de couleur. Había decidido no tocar el tema hasta disolver la insurrección de los negros del norte, y sus miembros, junto a los aliados que controlaban las asambleas provinciales y los cuerpos populares del oeste y del sur, siguieron alimentando el resentimiento y la fiereza de los petits blancs, de las guardias nacionales y de soldados de los regimientos desafectos a la monarquía, contra los mulatos, convocando su persecución y exterminio (Métral 1818, 81). Tal era la terquedad de los “patriotas”, que sin suficientes fuerzas y desprovistos de los pertrechos de guerra necesarios para enfrentarse a las bandas hostiles, prefirieron desechar la ayuda ofrecida por sus compatriotas, motivados por las diferencias ideológicas y de principios, en vez de apoyarse en ellas para resguardar a la ciudad y defender los amplios frentes de combate.
La batalla de la habitation Peinier, en la llanura de Cul de Sac, fue iniciada por grupos de incendiarios que buscaban atentar contra la vida y las propiedades de la gens de couleur, numerosa en esos parajes. El ejército mulato del Conseil de Représentants de la Comunne, concentrado en Mirebalais e integrado por numerosas partidas organizadas y dirigidas por veteranos de la Guerra de Independencia Americana, recibió “el apoyo de los jinetes mulatos de la montaña de la Charbonniere, de sus aliados de Croix des Bouquets y de las tropas monarquistas europeas dirigidas por M. Hanus de Jumécourt, caballero de la Orden de San Luis” (Castonnet des Fosses 1893, 94). Juntos derrotaron, “el 3 de septiembre, a las fuerzas de los ‘patriotas’ blanquistas, compuestas por una mayoría de petits blancs, a los que se habían sumado 300 hombres de los regimientos desertores de Normandía y Artois, armados de varias piezas de cañón y municiones de boca, que habían obtenido del navío de guerra Centurion” (Lacroix 1819, 132).
El resultado de la contienda conllevó a que los separatistas tuvieran que aceptar sin condiciones un Concordato, que fue firmado el 4 de septiembre en Croix de Bouquets. El compromiso de los “patriotas” blanquistas consistió en la aplicación inmediata del decreto igualitario del 15 de mayo, la disolución de la Asamblea General, que sería reemplazada por otra elegida con la participación de los mulatos en calidad de ciudadanos activos, y la incorporación en relación equitativa de efectivos armados de la gens de couleur en la guarnición de Port au Prince.8 Además, los blanquistas renunciarían al separatismo y abrirían los puertos a los navíos de la metrópoli. Sin embargo, dicho compromiso no pelechó, pues se rehusaron a ejecutar lo acordado en el denominado Concordato de Croix des Bouquets y el consecuente Tratado de Damiens.
Con el fin de impedir una mayor degradación del conflicto, los agentes, funcionarios, oficiales y soldados de línea, fieles a la metrópoli y defensores del Concordato, se reunieron con los mulatos en las áreas rurales de Croix des Bouquets, Cul de Sac y Mirebalais para formar una coalición o confederación y reconstruir el ejército combinado. “Único instrumento capaz de someter por la fuerza a los blanquistas dirigidos por los ‘monstruos del terror’, Lebon y Carrier” (Cotterel 1796, 15), y “por el legendario léopardien y habitant del valle del río Mirebalais, el marqués Auguste de Borel, inculpado de cometer crímenes atroces” (Descourtilz 1795, 213). “El proyecto consistía en deponer y disolver los cuerpos administrativos, municipales y populares, viciados y corruptos, controlados por los malandros de ‘la canalla’ y reemplazarlos por nuevas autoridades municipales y provinciales conformes con la Constitución” (Clausson 1819, 79).
Los actos de odio menguaron con la llegada del primer grupo de comisarios civiles, compuesto por Roûme, Mirbeck y Saint Léger, en noviembre de 1791, quienes estaban dispuestos a aplicar las leyes de igualdad entre todos los ciudadanos e impulsar un concordato. En oposición, el 12 de diciembre, la reacción blanquista formó un nuevo organismo, que, desde la clandestinidad invitó a los soldados y a las guardias nacionales a desertar, a desobedecer la ley, a defender las demandas de los cuerpos populares y a renunciar a Francia para entregar la colonia a los ingleses.9 Según los informes de las autoridades de Port au Prince, “la Corporación” mantenía reuniones secretas en el navío bordelés Triomphant, cuyo capitán era un tal Lartique, bajo la denominación de Assemblée des Représentants du Commerce de France. Sus miembros se oponían a “los decretos contrarios al interés público” y planeaban incendiar el campo de Bizoton para arrebatarles a los mulatos el control del agua.10 Atentado, que, de llevarse a cabo, provocaría la ruina total de la ciudad.
La derrota de los blanquistas
Para romper la alianza que se tejía entre los mulatos y los brigantes negros, y volver a ganarse a la gens de couleur para Francia, la Asamblea Legislativa de París decretó “el 24 de marzo de 1792, la ley que recibió sanción real el 4 de abril, otorgándole el sufragio a toda la población masculina mayor de 21 años, habilitándola como elegible en todas las asambleas parroquiales, provinciales y coloniales y apta para ocupar cualquier puesto público” (Charlier 1954, 63). La noticia, que llegó a Cap Français, el 24 de mayo, “provocó la sumisión inmediata de la Asamblea Colonial y de los cuerpos populares” (Page y Brulley 1794, 11). La resignación de los “patriotas” blanquistas es explicable si la comprendemos como producto de la inflexión desfavorable del equilibrio de fuerzas aglutinadas en su contra. Sin otra alternativa que claudicar en sus intentos de mantener el régimen pigmentocrático, tratarían, muy tardíamente, confundidos con la derrota y sin convicción, de forjar una unión de los propietarios de todos los colores.
M. de Blanchelande y el comisario Roûme, reunidos en Port au Prince, decidieron promulgar la ley igualitaria el 7 de julio de 1792, y sin más remedio que aceptar los designios; las Asambleas Provincial y Municipal se comprometieron en concierto a trabajar en favor del restablecimiento de la tranquilidad general dentro de las parroquias de toda la provincia. Según palabras de Borgella y Clery, “no hubo oposición ni suspensión, todo el mundo recibió la ley con respeto y perfectamente sumisos”.11 Sin embargo, la actitud varió con el paso de los días, en la medida en que iniciaron los arrestos de los blanquistas, y de algunos de sus colaboradores de los cuerpos populares y efectivos militares; guardias nacionales y soldados de los regimientos. Según los miembros de la Asamblea Provincial del Oeste, los detenidos fueron injustamente “calumniados y tratados de traidores, y de ser los autores de los desórdenes”.12
El 18 de septiembre de 1792, desembarcaron en Cap Français, el nuevo gobernador M. D’Esparbés, los comisarios civiles Léger Felicité Sonthonax, Étienne Polverel y Jean Antoine Ailhaud, y los diputados de los ciudadanos del 4 de abril; Viart, Dubourg, Chalatte y Ouvière. Los comisarios civiles, dotados de poderes ilimitados y exorbitantes, tanto para ejercer de árbitros, jueces y jefes civiles y militares, como para elevarse a dictadores y someter a obediencia a todos los ciudadanos para mantener la unión, el orden y la paz, se comprometieron a aplicar la ley del 4 de abril, reconociendo una sola distinción entre los hombres, “la de los libres sin importar el color y la de los esclavos” (Castonnet de Fosses 1893, 112). Los comisarios civiles arremetieron contra todas las asambleas, instituciones y organismos conformados tanto por la alianza monarquista y constitucionalista, unida en torno al Conseil de Paix et Union, como contra las instituciones conformadas por los “patriotas blanquistas”; la Asamblea Colonial y en las asambleas provinciales, municipales y parroquiales.
Todas fueron disueltas, y “se convocaron a nuevas elecciones invitando a los ciudadanos del 4 de abril a ocupar las curules en proporción equitativa con los ciudadanos blancos” (Laurent 1965, 70). El 12 de octubre, las funciones administrativas, asumidas y ejercidas de manera autónoma por la Asamblea Colonial desde su conformación en agosto de 1791, fueron reemplazadas por una Comisión Intermediaria bajo la autoridad de Sonthonax, y compuesta por una proporción paritaria de 12 hombres representantes de todos los colores. Los comisarios civiles proclamaron la indivisibilidad de la nación, removiendo de un plumazo cualquier tipo de autonomía. La piedra angular del proyecto político del partido “nacional” o “patriota” quedó entonces sepultada bajo el precepto de que la soberanía radicaba en las manos de todo el pueblo, sin distinciones de ningún tipo y extensivo allende de los océanos”.13
Saint Domingue fue entonces degradada a satélite de Francia y a campo de acción de la revolución metropolitana, mientras la rebelión de los colonos fue relegada al rango de una reacción (Perotin Dumon 1985, 19), y sus líderes, tachados de sospechosos de efectuar “crímenes atroces”, de sabotear la campaña de pacificación, y declarados traidores a la patria”.14 En tales circunstancias, los habitants decidieron claudicar en el intento de someter a los negros y repudiaron conformar con la gens de couleur la nueva burocracia. Prefirieron abandonar sus tierras y propiedades, para huir del país con lo que salvaron de capital, para comprar bienes en otra parte, esperando que la restauración del orden permitiera su regreso. Los habitants ya no tenían ni el ímpetu ni las fuerzas suficientes para defender los despojos de sus propiedades, y mucho menos iban a luchar por una nación a la cual repudiaban. Huyeron hacia el exterior, como lo hicieron los miles de émigrés que salieron de Francia; la nobleza, el clero refractario y el partido girondino, buscando refugio en las fronteras, desde donde organizaron coaliciones con los extranjeros para intervenir y restaurar sus propiedades y privilegios.
Sin embargo, en la medida en que las fuerzas de reconquista disminuyeron, por las muertes, enfermedades y deserciones, el partido “patriótico”, segregacionista, esclavista y separatista, apoyado por milicias y guardias nacionales, marineros, cuerpos de dragones y soldados de línea, sintió renacer las esperanzas y con ella el horizonte de expectativa legado de antaño. La reacción inició una campaña propagandística de desprestigio, difundiendo, a través de panfletos anónimos, rumores y calumnias que anunciaban que, “los comisarios habían venido a liberar a los esclavos”,15 y que “estaban incorporando algunos brigantes dentro de sus filas” (Descourtilz 1795, 250). El objetivo de infundir desconfianza y celos entre los ciudadanos del 4 de abril, la antigua gens de couleur, fue efectivo. Éstos protestaron en oposición a la posible emancipación de los esclavos, considerada como “una injusticia contra los propietarios” (Laurent 1965, 89).
Los “patriotas” blanquistas querían impedir “la abolición de la aristocracia del pellejo o de la epidermis”,16 y “escapar de la justicia despótica que se desprendería de las investigaciones iniciadas por Sonthonax” (Benot 1987, 146), y de los castigos que este implementaría por el saqueo y la dilapidación del erario público. Todos aguardaban su inevitable extradición a una Francia sumida en la efervescencia más aguda,17 o peor a las selvas de Cayena. Para Sonthonax, “los hombres enemigos del orden, de la ley, y de toda forma de autoridad, estaban introducidos en el seno de las instituciones, a donde habían llevado el espíritu de odio, de rebelión y de anarquía, excitando las venganzas y provocando los combates”.18 La caída de los patriotas ocurrió el 28 de octubre, cuando los comisarios desmantelaron sus reductos y capturaron a sus cabecillas,19 removieron a los funcionarios adeptos y desarmaron a los oficiales y soldados que los habían apoyado. “Los implicados, vestidos de colores de la Casa de Coblenza, amarillo y verde con listones y banderas negras y blancas, fueron lanzados al pueblo, que tras haberlos apoyado ahora los escupía. La muchedumbre les arrebató sus cascos y los obligó a desvestirse, antes de ser llevados a abordar el navío L’Amérique”.20
Las listas de los ciudadanos suspendidos de sus funciones públicas y de sus derechos políticos incluyeron a connotados criollos descendientes de los bucaneros y filibusteros fundadores de la colonia, que habían ocupado la isla desde hacía siglo y medio, y fundado los cimientos del sistema de las plantaciones, y también a los líderes más viscerales de sus redes clientelares de cooperadores y aliados, provenientes de la plebe blanca salida de los tugurios de los puertos de Francia y de otras partes de Europa. Los más renombrados de sus líderes, miembros del partido “patriota” blanquista, fueron calificados por Sonthonax, de “aristócratas con intensiones atroces”.21 Larchevesque Thibaud, miembro de la Asamblea Colonial, elegido mediante el sufragio ciudadano, junto a muchos otros, recibió tratamiento de traidor y enemigo de la patria, teniendo que soportar la violación de sus moradas, arrestos ilegales, “detenciones, inquisiciones e interrogatorios nocturnos, y el decomiso de todos sus papeles junto a piezas que pudieran servir de justificación para las acusaciones”.22
Santo Domingo español: los refugiados franceses y el alistamiento para la guerra
Los habitants, sometidos en su tierra al más implacable régimen revolucionario presidido por los comisarios civiles, tras haber sido víctimas del exterminio por parte de sus enemigos tradicionales de la gens de couleur, ahora ciudadanos, y de sus antiguos esclavos de origen africano, salieron de Saint Domingue con tal de sobrevivir. A finales de marzo y abril de 1790, inició el éxodo de francesas hacia el lado español huyendo de las convulsiones provocadas por los enfrentamientos en el valle del río Artibonite. Los primeros inmigrantes, un grupo compuesto por individuos precavidos y sus familias, pidieron asilo y trajeron consigo a sus esclavos y animales. Fijaron su residencia en los poblados fronterizos o en hatos aledaños, por estar próximos a sus hogares, con la intención de obtener noticias sobre la marcha de los acontecimientos de la colonia francesa,23 y con la esperanza de retornar una vez restablecido un orden favorable.
Luego, “desde finales de agosto de 1791, como consecuencia de la destrucción de la llanura del norte, cientos de refugiados, entre mujeres, niños, ancianos, heridos, médicos y curas, a quienes los negros les habían respetado la vida” (Dalmas 1814, 124),24 emprendieron marchas en diferentes direcciones movilizándose en carruajes, caballos o a pie hacia Port Margot, Cap Français, Fort Dauphin y Ouanaminthe, únicas poblaciones de la Provincia del Norte que se mantenían en pie, o a Gonaïves en el oeste, y a las montañas de la frontera española, al puesto de Dajabón, y las villas de San Rafael, San Miguel e Hincha. Los recién llegados estaban en la miseria más absoluta y aterrorizados. El exterminio había sido tal que familias enteras habían desaparecido. “El flujo continuó, pues los incendios alcanzaron las principales haciendas cafeteras, que se concentraban en las montañas de las parroquias de la Grande Rivière, Saint Suzanne, Dondon, Plaisance y Marmelade” (Madiou 1989, 94).
“El gobernador y capitán general de Santo Domingo, Joaquín García y Moreno, y sus subalternos, les permitieron, desde el inicio del conflicto, el paso a las mujeres, niños, ancianos y enfermos y a aquellos que llegasen empujados por la forzosa necesidad de asilo legítimo y constante, acorde con lo estipulado en el Tratado de Aranjuez” (Deive 1984, 79). Pero los hombres, sin importar la facción a la que perteneciesen tuvieron vetado el paso. Esta medida pretendía evitar la entrada de los facinerosos y de los indolentes o pusilánimes que buscaran escapar de sus responsabilidades.25 El gobernador les cerró el paso a los franceses sospechosos o de “mala condición”, y a los secuaces con ideas revolucionarias, con tal de evitar la “infección” de las ideas subversivas entre los vasallos españoles. Similares tratamientos recibieron los hombres jóvenes en edad de portar armas, que desertaban y solían buscar refugio en la parte española, pero eran devueltos. A los refugiados galos no se les permitía hablar con los elementos de la tropa.
Todas las fuerzas de las que los españoles disponían para proteger las fronteras en un caso forzoso, incluyendo a los veteranos del Regimiento de Cantabria, movilizado desde San Juan de Puerto Rico por orden del ministro Floridablanca, las milicias de infantería, caballería y los lanceros, no pasaban de cuatro mil hombres.26 Para dirigir el conjunto de las fuerzas, García y Moreno nombró al brigadier Andrés de Heredia como comandante general del frente del norte, y por razones estratégicas el campamento principal se estableció en el puesto de Dajabón, lugar ideal para la observación de los franceses y el espionaje, al estar situado en una elevación frente a la villa de Ouanaminthe o Juana Méndez, mientras el puerto de Monte Christi fue acondicionado para recibir a los eventuales refuerzos y el situado provenientes de Puerto Rico, Cuba y de Nueva España.
Asimismo, el gobernador español envió hacia el puesto de San Rafael de Angostura, cerca de la frontera con la Provincia del Oeste, al coronel Joaquín Cabrera, con los mismos propósitos y poderes del brigadier Heredia, y la responsabilidad de contener cualquier intento de los negros brigantes que amenazaban con irrumpir en esos parajes buscando secuestrar a los franceses allí asilados.27 Además, envió dos compañías del batallón fijo de la capital, en un buque a cuenta del rey para que se apostasen en Azua, Neyba y Las Caobas, con el fin de defender el frente del Sur. “En todas partes se tomaron las debidas precauciones para que los soldados acantonados en las villas, campamentos y barreras defensivas emplazadas a lo largo de la frontera, desde Las Caobas hasta Montecristi” (Carrera Montero 2004, 38), y “las tripulaciones de los muelles, puertos y navíos, no se incorporasen, mezclasen ni comunicasen con los franceses” (Deive 1984, 86).
Desde noviembre de 1792, cuando se conoció en el Caribe la noticia del destronamiento de la monarquía en Francia, muchos habitants se alejaron de la colonia y de quienes siguiesen al partido republicano, y atravesaron a la parte española, solicitando protección y licencia para establecerse y alejarse del crimen, del hierro y de la confusión.28 El llamado a jurar fidelidad a Francia y a su sistema único e indivisible, sepultaba, tal vez para siempre el horizonte de expectativa, cuya experiencia radicaba en las voluntades secesionistas de los habitants desde 1769, y ahora de las clientelas cómplices del partido “patriota” blanquista. La nueva fase del conflicto, derivada de la radicalización de la Revolución Francesa y a la guerra internacional, conllevó a que los habitants se convirtieran en émigrés, pues vieron a España como el único recurso que les quedaba para luchar contra los comisarios y sus coaligados morenos ciudadanos del 4 de abril.
Les dominguois: de habitants a émigrés
El ejército realista de Santo Domingo adhirió a sus filas a los cientos de refugiados franceses que huyeron despavoridos hacia las villas más cercanas; Dajabón, Monte Christi, San Miguel, San Rafael, Hincha, Las Caobas y Bánica. El compromiso del gobernador Joaquín García y Moreno con los súbditos de la monarquía francesa, que se había restringido hasta entonces a recibir sólo a las mujeres, niños, ancianos y enfermos en albergues y hospitales, ahora, con la caída de Luis XVI, se amplió a dispensarles socorros a los nuevos émigrés que cruzaron la frontera para salvar sus vidas, ofrecerse en vasallaje al rey Carlos IV y adherirse a sus armas. García “hizo que oficiales de tropas de línea, habitants, y gentes de todas las calidades, se pasasen diariamente por todas las fronteras”.29 Luego, los comenzó a reclutar en el ejército.
Los reductos de émigrés, proscritos y forajidos para las leyes de la República Francesa, que se encontraban dispersos por diferentes parroquias de la parte española, fueron llamados a formar filas sobre la frontera y a organizar, bajo vigilancia inmediata, y las órdenes de uno de los generales del cuerpo, un regimiento. Así se conformó el Regimiento de Carlos IV, cuya incorporación requirió de la aprobación de sueldos para aquellos que militasen bajo el estandarte de los Borbones.30
El coronel Gaspar de Cassasola tendría que procurarles los medios para subsistir holgadamente, con el propósito de defender toda invasión del territorio español, y conquistar las partes más cercanas de la colonia francesa. Este funcionario se comprometió a proveerlos de armas y municiones, así como asistirlos en los hospitales, pero en cuanto a la paga, no les pudo asegurar otra que la ración de alimentos garantizada para las tropas del rey, con lo que se producía en el país, debido a la dificultad de conseguir artículos provenientes de Europa o del continente.
Cassasola dispuso que los habitants de las áreas fronterizas que armasen a sus esclavos, “escogidos a satisfacción de sus vecinos y los mandasen en campañas de a 50 hombres, en defensa de sus haciendas o parroquias, empleándolos contra los facciosos y turbadores del sosiego público, se les asistiría con sueldo de 40 pesos y se les nombraría capitanes, con el compromiso de que se mantuviesen unidos, y obrar conforme a las órdenes que se les comunicase el ejército español”.31 El padre José Vázquez, confesor de los líderes negros Jean François y Georges Biassou, y gestor de la alianza católica y monárquica entre españoles y africanos, también fue el encargado de incorporar a los antiguos “patriotas” blanquistas francesas, ahora émigrés. Cassasola asignó al cura Vásquez a tratar con los principales jefes para acordar sus sueldos, “proporcionando una jerarquía para su manutención y lucimiento, y acordando que por sí mismos proveyesen a sus tropas de los frutos de la tierra cultivados por sus gentes, por fortuna distanciadas de los riesgos del mar y de la estación del equinoccio”.32
La incorporación de los émigrés franceses al ejército español era algo natural, pues los soberanos de ambos países habían estado vinculados por la sangre y unidos por los pactos de familia y la religión, pero que estos militasen junto a los brigantes negros, sus antiguas víctimas convertidas en sus propios verdugos, en el mismo bando, era algo absurdo e insólito, sin embargo, fue lo que ocurrió, pues la Real Orden del 22 de febrero, emitida en Madrid tras el regicidio facultó legalmente al gobernador García y Moreno, para incorporar en sus filas a las inmensas partidas africanas. Las nuevas circunstancias conllevaron a que los españoles de Santo Domingo decidieran aceptar la oferta de una alianza con los negros brigantes, quienes les proveyeron la incorporación de unos doce mil africanos, antiguos destructores e incendiarios de la fértil llanura de la Provincia del Norte, de quienes habían sido víctimas los blanquistas, ahora émigrés, en calidad de tropas auxiliares.
García les prometió una libertad individualizada, además de colmarlos de títulos, medallas de oro, condecoraciones y demás dignidades, como trajes y armas adornados, y agregando la solemne promesa de relocalizarlos cuando acabase la guerra. “Con esto el gobernador intentaría reconquistar, al menos una porción de la isla, empleándolos como una especie de colchón amortiguador, y como vanguardia de choque en su expansión proyectada sobre la colonia francesa” (Landers 2010, 73), “con el fin de restablecer los antiguos dominios del rey, perdidos en el Tratado de Ryswick de 1697, y agregarlos de nuevo a la diócesis de Santo Domingo, de la que aún formaban parte en materia religiosa” (Guerra 2007, 15). Cada palmo del territorio controlado o adquirido por los negros brigantes fue ocupado legítimamente por España, que ampliaba su soberanía enarbolando el estandarte real amarillo y gualda, y el blanco de los Borbones en los poblados y villas reconquistadas, o que se entregaban voluntariamente.
García trató de mediar en favor de los émigrés franceses dejándoles claro a los africanos, que la orden del rey era que ningún negro podía asesinar a un francés blanco que desease someterse al dominio de España o que estuviese bajo su protección. Sin embargo, el presupuesto para cubrir los auxilios de los aliados negros se encontraba en bancarrota, y al no poder disponer de suficiente numerario para comprarlos, éstos, que se volvían inconstantes y vacilantes, y en algunas oportunidades incontrolables, negándose a cumplir las órdenes y a ejercer un comportamiento acorde a las leyes civilizadas, operaban de acuerdo a su voluntad, como antes de formalizar su alianza con España. Las tremendas masacres de Sainte Suzanne, Vallières y Ouanaminthe perpetradas por los africanos reclutados por España contra los últimos remanentes de los habitants en la Provincia del Norte, acabaron con las ilusiones y las expectativas “patriotas” blanquistas. Estas matanzas, efectuadas en forma de venganza y dirigidas al exterminio de los blancos violaron todas las convenciones conocidas por las potencias cristianas que se consideraban a sí mismas civilizadas. Estos comportamientos excesivos e inhumanos no podían ser tolerados dentro de los regimientos que portaban los colores de España, y puestos bajo la tutela del gobernador y del obispo de Santo Domingo. La impotencia e incapacidad para castigar a los aliados negros, que hacían lo que querían, depredaban y pedían, provocó el derrumbamiento moral del ejército español y nutrió el odio y la desconfianza entre las tropas auxiliares compuestas por los antiguos amos y esclavos de Saint Domingue.
Conclusiones
En Saint Domingue se presentó un conflicto racial, particular y único en el Caribe francés, que involucró a los propietarios blancos o habitants y a la gens de couleur. Los habitants se coludieron con sus clientelas urbanas de petits blancs, que habían conformado gobiernos locales, municipales y provinciales, para erigir
una Asamblea Colonial abiertamente separatista y segregacionista, que rechazó de plano las determinaciones igualitarias de la Revolución Francesa y de su principal organismo, la Asamblea Nacional de París. Para operar sus propósitos de mantener un régimen jurídico autónomo, los blanquistas apelando a sus recuerdos y a la experiencia de 1769, convocaron, siguiendo su horizonte de expectativa, el exterminio físico de sus rivales desde septiembre de 1789, quienes se defendieron de las arremetidas organizando cuerpos de combatientes, estrechando alianzas regionales con los reductos monarquistas, dirigiendo guerrillas conformadas con sus propias dotaciones e incluso sumándose a la insurgencia negra.33
El partido “patriota” blanquista, tercamente opuesto a un acuerdo entre los propietarios, contribuyó a que el contexto de anarquía e impunidad siguiese encubriendo excesos y crímenes escabrosos. Fue a todas luces el principal responsable del desastre de la colonia. La pulsión de muerte y el odio visceral que profesaron sus acólitos, y que alimentaron a través de sus actos contra las instituciones coloniales, sus agentes y aliados favorables a la igualdad, terminaron lanzando a Saint Domingue al abismo. Atentaron contra las leyes y la Constitución, y llenos de prejuicios, resentimiento y orgullo, sentían repugnancia de formar filas con los nuevos ciudadanos del 4 de abril de 1792, se negaban categóricamente a permitir la incorporación de elementos “de rango intermedio”, en los grados de la oficialidad y en las plazas públicas de la administración republicana.34
Desde la primavera de 1793, como consecuencia del regicidio de Luis XVI y de la guerra internacional que se desató, el gobernador de Santo Domingo, Joaquín García y Moreno, aprovechó las circunstancias para recibir a los habitants y demás socios del partido “patriota” blanquista en calidad de refugiados o émigrés, los cuales en breve fueron reclutados para formar batallones dentro del ejército de Carlos IV contra la República Francesa y su revolución. De la misma manera que fueron incluidos los antiguos colonos blancos o habitants, García incorporó a los negros incendiarios de la llanura del norte, dirigidos por Jean François y Georges Bissau, como regimientos de auxiliares, conservando sus jerarquías y autonomías, con tal de que sirviesen a los propósitos del rey de España y de la religión católica reconquistando el oeste de la isla, sin percatarse del grave error que hacía confiando en los africanos, quienes esperaban el momento para vengarse de sus antiguos amos, arremetiendo contra la población civil inerme, contrariando las órdenes y violando las leyes de la guerra civilizada.
El Tratado de Basilea, en el que España entregó la soberanía de su parte de la isla de La Española a Francia, provocó la evacuación de los últimos reductos de habitants émigrés de Santo Domingo hacia Cuba, Jamaica o los Estados Unidos de América. Estos se mantuvieron expectantes, a la espera de que se diera un cambio de circunstancias que les abriera un nuevo horizonte de expectativa para restaurar el orden, recuperar sus propiedades y revertir el atraso y ruina provocado por la destrucción de la economía de plantaciones. La oportunidad pareció presentarse con la Paz de Amiens, que permitió el despliegue del ejército expedicionarias de Bonaparte sobre la isla de La Española entre marzo de 1802 y noviembre de 1803, proyecto cuyo propósito era la reconstrucción del imperio colonial francés en el Nuevo Mundo, pero que fracasó de manera contundente, mandando al traste el futuro de los habitants de Saint Domingue, cuyos últimos remanentes fueron ejecutados por orden de Dessalines en 1804.