Después de haber sido la madre Petra ejercitada y probada en los empleos inferiores del monasterio, la hicieron abadesa, que lo fue por dos veces, correspondiendo a la expectación de las religiosas, de quienes cuidaba en lo espiritual y temporal con afecto y esmero de verdadera madre.
Anónimo, s. XVIII, Vida de la venerable sor Petra de san Francisco. Primera fundadora y abadesa del convento de Corpus Christi de religiosas indias caciques de la primera regla de Santa Clara.
Los tres siglos de presencia española en América legaron obras notables, entre las que destacan los conventos femeninos en la Nueva España, complejos arquitectónicos reservados a las esposas de Cristo, doncellas o viudas, españolas o criollas y, excepcionalmente, mestizas. A tres centurias de distancia se pueden identificar con claridad, primordialmente en sus templos, sus principales características arquitectónicas, derivadas de una tradición medieval de obras conventuales en España y Portugal: solían poseer una sola nave, su eje se encontraba paralelo a la calle, poseían como accesos principales dos portadas laterales y tenían una sola torre-campanario, soluciones que, al repetirse a lo largo de los siglos, se constituyeron como tipologías arquitectónicas. Apartarse de esa tradición compositiva en una época en la que imperaba el apego al canon era algo excepcional; sin embargo, en la capital novohispana la evidencia edificada muestra casos singulares realizados en el siglo XVIII, como el templo del convento de Corpus Christi, que acabó por albergar exclusivamente indígenas nobles y cacicas. Ese hecho provocó oposiciones en sectores eclesiales, al considerar que, si bien las indígenas debían educarse,1 su condición racial2 era poco idónea para alcanzar la profesión religiosa. No obstante, el templo y su claustro fueron diseñados y construidos, antes de expedirse la anuencia real, por el maestro mayor Pedro de Arrieta, quien compuso un templo que no reproducía las características tipológicas tradicionales: lo dotó de una sola portada con tres grandes vanos, orientó el eje principal de la nave perpendicular a la calle y no incluyó torre-campanario. Analizar esa composición disruptiva desde el enfoque en los procesos tipológico-proyectuales de la arquitectura podría arrojar explicaciones de su atipicidad (Figura 1).
Aproximaciones metodológicas
En la arquitectura el análisis tipológico3 se ha utilizado con dos fines principales: como fundamento proyectual -así ocurrió en los setenta del pasado siglo con los arquitectos posmodernos- y como herramienta historiográfica, para explicar decisiones compositivas de los autores que los llevaron a apegarse a determinadas soluciones tradicionales, o bien, por causas que la historiografía podría desentrañar, a alejarse conscientemente de las inercias tipo lógicas. Esta última perspectiva será la línea metodológica que se seguirá en el presente texto: primero, se constatará la existencia de soluciones tipológicas en ese subgénero arquitectónico; luego, se identificará un caso de estudio que se apartó de esa inercia repetitiva, y, por último, se indagará y especulará, con un sentido heurístico, para proponer una posible explicación de un caso singular. En el ámbito de los estudios sobre la historia de la vida de los conventos femeninos novohispanos mucho han escrito desde hace más de un siglo destacados historiadores;4 sin embargo, pocos estudiosos latinoamericanos -como la argentina Marina Waisman (1972 y 1993)-5 han optado por un análisis proyectual con perspectiva tipológica que permita especular sobre las razones que llevaron a sus autores a replicar algunas soluciones de diseño. Ése es, pues, el camino que seguiremos para proponer los motivos de Arrieta al diseñar una obra tan distante de las tipologías heredadas.
Estado del arte y preguntas de investigación
La mayor parte de los textos disponibles que abordan la forma arquitectónica del templo de Corpus Christi describen sus características históricas, estilísticas6 y espaciales sin especular sobre las posibles causas de su atipicidad. Por ejemplo, llama la atención que Josefina Muriel, en su monumental investigación sobre Las indias caciques de Corpus Christi (1963), no obstante que describe las medidas de la sobria fachada y sus elementos iconográficos, los ajuares pictóricos y las tribunas del interior así como el resto de la zona conventual adyacente, sólo indica sobre la peculiaridad del templo la solución de la cubierta primigenia: “Hay que advertir que el maestro Pedro de Arrieta no cumplió exactamente el contrato de obra, pues hizo numerosas innovaciones, entre ellas la de haber hecho una bóveda de madera […]” (Muriel, 1963, p. 52), sin aclarar si dentro de esas innovaciones se encontraría la excepcionalidad de la entrada a los pies del templo o la ausencia de portadas pareadas para un templo monjil. Por su parte, Concepción Amerlinck y Manuel Ramos, en su sesudo estudio sobre Los conventos de monjas (1995), dedican un capítulo al convento de Corpus Christi y aportan invaluables datos sobre el accidentado proceso de creación, gestión, fundación y construcción (Amerlinck y Ramos, 1995, pp. 122-123) así como acerca del hecho de que, pasados dos decenios, en la planta baja era ya insuficiente el espacio disponible para la feligresía y se hacía necesaria la sustitución de una segunda cubierta, pero no subrayan la atipicidad de la planta del templo ni aventuran una propuesta que la explicase, lo que es comprensible dado que la finalidad de su estudio era histórica y no arquitectónica. Algunos años después, Muriel, en un capítulo de un libro colectivo que celebraba la recuperación y restauración del templo y su nuevo destino como espacio cultural y sede del Archivo de Notarías, en el que profundiza sobre la historia de la construcción, documenta que en 1729 fue “ampliado” seis varas más hacia adelante (2006b, p. 102), transformación que añadió confusión al asunto, puesto que el inmueble heredado siempre ha tenido su fachada apañada a la calle, como lo atestiguan varias pinturas coloniales y litografías decimonónicas que ilustran el borde recto hacia el sur de la Alameda. En esa misma publicación colectiva, el capítulo de Carlos Martínez Ortigoza, sobre la restauración y salvaguardia de aquel convento para indígenas, expone las características comunes de los edificios monjiles y destaca tanto su atipicidad como el hecho de que los templos para capuchinas solían colocar el coro bajo a un costado del altar (Martínez, 2006, pp. 233-234), tal y como, efectivamente, ocurrió con Corpus Christi, y que sí explicaría por qué se aprovechó el sotocoro para ingresar en el templo, pero no la carencia de dos portadas gemelas o de una torre-campanario.
Ante la ausencia de explicaciones proyectuales sobre las causas de la atipicidad, cabría preguntarse ¿a qué respondió tan singular composición?; ¿al gradual abandono de las soluciones tipológicas por parte de los gremios de constructores en la Nueva España? ¿Arrieta fue consciente de que en el templo de Corpus Christi abandonaba las tradiciones tipológicas o bien lo hizo por indicaciones de los franciscanos, de quienes dependería la futura fundación? ¿Cómo fue posible que las autoridades consintiesen ese peculiar diseño? ¿Habrá influido en ello el inusual proceso de que se construyera aun antes de contar con la autorización real? ¿Su excepcionalidad debe interpretarse como reivindicación indigenista o, por el contrario, como gesto discriminatorio? Para responder algunas preguntas, se seguirá el siguiente camino: primero se expondrá una introducción histórica sobre los conventos edificados en la capital del virreinato de la Nueva España; luego se procederá al análisis tipológico, para revisar en qué medida las 17 fundaciones conventuales anteriores al templo de Corpus Christi cumplieron con las variables identificadas y contrastar el hecho con la atipicidad de éste, a fin de esgrimir una hipótesis proyectual; enseguida se revisarán las singularidades del convento, su adscripción y proceso fundacional, y, finalmente, se recordará el desarrollo profesional de Arrieta, la contratación y las características del templo, con la finalidad de proponer una plausible explicación a la singularidad que caracteriza el proceso y la obra.
Los conventos de monjas en la Nueva España
Desde el primer siglo virreinal hubo interés por atender la formación cristiana de las mujeres indígenas, pues se consideraba indispensable para consolidar la religión y perpetuar la estabilidad social. Gradualmente se fundaron colegios para niñas y jóvenes indígenas -además de los destinados a españolas, criollas y mestizas-, un ámbito estudiado por especialistas como Josefina Muriel (1946, 1963, 2006b) y Concepción Amerlinck y Manuel Ramos (1995). Empero, durante los dos primeros siglos de la Colonia la opción institucional por la vida religiosa estuvo ausente para las mujeres indígenas, no así para las peninsulares y criollas, quienes, ricas o pobres, podían elegir el noviciado y eventualmente profesar como monjas de velo y coro en los numerosos conventos fundados.7 Durante el virreinato novohispano se fundaron en la capital8 21 conventos, pertenecientes a varias órdenes femeninas,9 la gran mayoría con templos con la misma solución de partido arquitectónico:10 una sola nave a doble altura, su eje jerárquico paralelo a la calle de acceso, ausencia de un atrio a los pies del templo, dos accesos principales ubicados lateralmente a la nave -lo que permitía colocar un coro bajo a los pies del templo- y una sola torre-campanario; también eran similares los procesos de gestión de las obras y de conformación conventual: se proponía un donante, se solicitaba el permiso y, una vez conseguido, se empezaba la adecuación de las casas donadas, para después seleccionar a las monjas fundadoras -a veces provenientes de España y en ocasiones, criollas o españolas avecindadas-. Si la construcción aún no estaba terminada, eran alojadas -durante meses e incluso por años- en conventos con reglas afines. Al terminarse las obras, el convento era dedicado a las monjas y novicias que habían pagado su dote y, así, lo ocupaban para iniciar juntas su vida de clausura (este proceso era el habitual, y es menester recalcarlo para cuando abordemos la inusual gestión y construcción de Corpus Christi). Cuando, en 1720, Pedro de Arrieta construyó Corpus Christi existían diecisiete conventos formalmente establecidos (García, p. 25), mismos que utilizaremos como antecedentes tipológicos:11 ocho eran concepcionistas: La Concepción12 -el primero de todos, construido a iniciativa de Juan de Zumárraga-, La Natividad de Nuestra Señora y Regina Coeli,13 Nuestra Señora de Balvanera,14 Real Convento de Jesús María,15 La Encarnación,16 Santa Inés Virgen y Mártir,17 San José de Gracia18 y el Dulce Nombre de María y Padre San Bernardo;19 uno, de dominicas: Santa Catalina de Siena;20 dos, de carmelitas descalzas: el de San José21 -conocido como Santa Teresa “la Antigua”, nombre que se usará de aquí en adelante-, y el de Santa Teresa “la Nueva”, realizado por Pedro de Arrieta en 1704;22 dos, de jerónimas: Nuestra Señora de la Expectación -más conocido como San Jerónimo-23 y el de San Lorenzo,24 y cuatro más, adscritos a la orden franciscana, de los cuales tres fueron de clarisas urbanistas:25 San Juan de la Penitencia,26 Santa Clara27 y la Visitación de Nuestra Señora a Santa Isabel,28 y uno, de capuchinas,29 consagrado al entonces beato Felipe de Jesús.30
La herramienta tipológica
Francisco de la Maza fue uno de los especialistas que se abocó a analizar los templos y sus coros monjiles para identificar características morfológicas recurrentes:
El templo debía ser público […] es decir, abierto al pueblo para que pudiese asistir a todas las ceremonias que en él se celebraban, pero la clausura del convento, que recluía a las monjas en un mundo aparte, exigía que dicho templo fuese construido en tal forma que, gozando del libre acceso por parte del pueblo, pudiese servir a las monjas sin que éstas fuesen molestadas en su recogimiento. La solución es perfecta: se edifica un templo de una sola nave para que ocupe menos espacio y su eje principal se traza paralelo a la vía pública […] [De la Maza, 1983, p. 9].
En la mayoría de los templos conventuales se cumplieron estas disposiciones, si bien hubo excepciones, generalmente debidas al crecimiento aleatorio de los conjuntos. Precisamente, el presente análisis responderá en qué medida cumplieron o no los diecisiete conventos construidos con anterioridad a Corpus Christi,31 y para ello utilizaremos cinco variables tipológicas de la arquitectura.
1. Disposición de la nave del templo
Fueron dos las prescripciones de diseño que influyeron en la disposición del templo conventual femenino: una sola nave paralela a la calle principal y el altar preferentemente dirigido hacia el oriente, una relación simbólica datada hace muchos siglos en la arquitectura religiosa. En los 17 conventos analizados se constata que, efectivamente, sus naves se dispusieron paralelas a la calle principal, lo que permite afirmar que la aplicación de ese modelo compositivo constituyó una tradición. La orientación ritual no siempre pudo cumplirse, por los predios y casas donadas, pues sólo en cinco de los diecisiete templos se cumplió con el altar hacia el levante,32 mientras que doce se orientaron a otros puntos: seis al poniente,33 cuatro al septentrión34 y dos al mediodía.35
2. Ubicación de los accesos principales al templo
A diferencia de las parroquias o templos de conventos masculinos, los de clausura femenina suelen presentar dos características: se ingresa por dos puertas laterales, y ambas están del lado de la epístola -del lado derecho de la nave desde la perspectiva de la feligresía- (Chanfón, 2001). Al respecto, la especialista Martha Fernández nos recuerda que se ha especulado mucho acerca del porqué situar dos portadas idénticas que comunicaban lateralmente hacia una misma nave, incluso se han llegado a suponer leyendas hagiográficas o que eran para salida e ingreso de las procesiones, aunque ella lo atribuye a un sentido simbólico:
Cuando se describe el Templo que había levantado el rey Salomón, en un pasaje del libro primero de los Reyes, se dice que “hizo a la entrada del Templo postes de madera de olivo cuadrangulares, y dos puertas de madera de abeto, una a un lado, y otra a otro; y ambas puertas eran de dos hojas que se abrían sin desunirse”. [….] Si mi interpretación es correcta, quiere decir que con el tiempo se fue completando la imagen de una iglesia femenina que reproducía idealmente el Templo de Jerusalén [Fernández, 2003, pp. 100-101].
Añadiríamos una perspectiva de semántica arquitectónica: que la presencia de dos portadas obedecería a un criterio de legibilidad para el usuario, pues, ante la imposibilidad de tener una portada principal a los pies del templo -espacio reservado al coro bajo-, dos portadas gemelas indicarían su jerarquía de acceso principal: una sola podía interpretarse como portada secundaria de una parroquia o de iglesia conventual masculina. Se constata que dieciséis de los diecisiete conventos mencionados sí tuvieron dos portadas (once de ellos, gemelas,36 uno con pequeñas variantes37 y cuatro más con portadas diferentes),38 mientras que sólo uno, el jerónimo de San Lorenzo, contó con una única portada. La otra prescripción era situarlas del lado de la epístola y opuestas al lado del evangelio, localizado del lado izquierdo de la nave; sin embargo, la evidencia muestra que de los diecisiete templos analizados, en doce sí se cumplió con las portadas del lado de la epístola,39 mientras que cinco estuvieron del lado del evangelio.40
3. Disposición de los coros alto y bajo
Los espacios corales fueron los lugares más sagrados dentro de la vida de clausura, por lo que su ubicación en el templo debía cumplir con varias características: estar situados a los pies de la nave, y separar los coros alto y bajo para albergar mayor capacidad (el bajo era desde donde las enclaustradas podían cumplir con el sacramento de la comunión). La efectividad de esa solución propició que se repitiese durante siglos hasta constituirse en un modelo, pues sólo las Constituciones de las capuchinas indicaban una variante para el coro bajo: que se dispusiera, en vez de a los pies del templo, a un lado del presbiterio, lo que permitía que el sotocoro se aprovechara como extensión de la nave, sin eliminar el doble acceso lateral. Se constata, asimismo, que en los 17 conventos analizados se cumplió la presencia y disposición de esos espacios corales, incluso en el capuchino de Felipe de Jesús, que poseía coro alto a los pies del templo, y bajo, junto al presbiterio.
4. Ausencia de atrio
Los atrios tenían diversas funciones públicas durante los siglos virreinales, pero como las monjas y novicias jamás salían a realizar actividades en ellos, tenerlos carecía de sentido. En su lugar, a fin de brindar un pequeño vestíbulo a la feligresía concurrente a los servicios, los templos monjiles disponían en sus fachadas, para acentuar los accesos laterales, de pequeños retranqueos -Amerlinck y Ramos (1995) les llaman andadores-, espacios públicos alargados que se aprovechaban para colocar contrafuertes que recibían los empujes estructurales de las bóvedas de las cubiertas. De los dicecisiete conventos analizados se observa que doce sí presentaban un retranqueo a modo de vestíbulo urbano de sus templos,41 mientras que no lo tuvieron los restantes cinco templos conventuales.42
5. Disposición de la torre-campanario
Otra presencia imprescindible en los templos católicos fue la de las campanas, pues su sonido servía para el llamado a los feligreses43 tanto en parroquias como en conventos de varones.44 En los templos de conventos femeninos sólo se incluía una torre-campanario, ubicada en el paño de la fachada principal -la que poseía las dos portadas gemelas-, cerca de los coros, en el extremo opuesto a la cúpula y el presbiterio. Se trataba de elementos estructuralmente muy pesados -servían como contrapeso al empuje lateral de las bóvedas de los coros-, con predominio del macizo sobre el vano -sólo con pequeñas ventanillas-, lo que en ocasiones provocaba su derrumbe, por la gradual inclinación o por los terremotos. De los diecisiete conventos analizados (Tovar, 1990), en once templos45 las torres-campanarios fueron un volumen sobrepuesto al paño de la fachada de la nave, en tres46 estaban imbuidos en la masa del conjunto, uno más con espadaña,47 mientras que en los dos restantes no ha podido identificarse el elemento campanario.48 Este somero análisis permite colegir que en la mayoría de los templos sí se cumplieron esas cinco variables tipológicas, aunque sólo dos conventos concepcionistas comprenden la totalidad de las cinco variables: el de Balvanera y el de Santa Inés49 (Figuras 2 y 3).
La atipicidad del templo de Corpus Christi
La repetición de esas variables en los conventos analizados pone en relieve la atipicidad de este templo de Corpus Christi, pues, a pesar de cubrir un programa arquitectónico semejante, no reprodujo las mismas soluciones, lo que es más notable aún si se recuerda que un mismo autor proyectó todo el conjunto. Así, de las cinco variables encontramos que en la disposición de la nave de este templo el altar fue colocado hacia el mediodía -no obstante que dispone de un buen frente hacia la Alameda- y su única nave paralela tampoco se colocó a la calle de mayor importancia; la entrada principal al templo fue con una sola portada y a los pies de éste, es decir, abarcando la epístola y el evangelio, además de que, de manera excepcional, esa portada incluyó un pórtico de tres vanos abiertos en planta baja50 (Figura 4).
En la disposición de los coros alto y bajo, el arquitecto colocó sobre el acceso sólo un espacio coral -como ocurriría en una parroquia o un templo de convento de varones-, en tanto que ubicó el coro bajo al lado del altar, solución semejante a la utilizada en los templos capuchinos;51 respecto del atrio, tampoco presentó retranqueo alguno, algo innecesario dada la cercanía de la Alameda y de la calle del Calvario, sembrada con estaciones del viacrucis (Robin, 2014), y en lo referente al campanario, Arrieta tampoco incluyó torre alguna: en su lugar -así lo atestigua el contrato de obras (Rocha, 2006, pp. 147-152)-, colocó por encima de la ventana coral, en la cúspide del frontón principal, una pequeña espadaña, la cual años después fue transformada en hornacina.
Ante ese cúmulo de discrepancias cabría preguntarnos sobre las causas que llevaron a Arrieta a una propuesta tan apartada de la tradición. Una posibilidad es que la lejanía del convento, prácticamente en los barrios indígenas del poniente, le permitiese mayor libertad de diseño; sin embargo, esa hipótesis quedaría invalidada al constatar que el templo de las clarisas urbanistas de San Juan de la Penitencia, en el mismo barrio indígena, sí cumplía con la tipo logía. Una segunda explicación es que se debiese a la jerarquía urbana de la Alameda, es decir, que Arrieta hubiera diseñado una fachada diferente dada la ubicación del solar; sin embargo, esa hipótesis quedaría nulificada al comprobar que el templo de las clarisas urbanistas de Santa Isabel cerraba la Alameda al oriente y su fachada principal -hacia San Juan de Letrán- daba la espalda al espacio arbolado. Un tercer supuesto sería mostrar que lo excepcional del templo deriva de la singularidad indígena de su población, algo que podría interpretarse como una reivindicación del valor de los pueblos originarios52 o, por el contrario, como un menosprecio de ellos,53 al “no merecer” una fachada igual a la de los conventos de criollas y españolas que hasta entonces se habían edificado.54 Por último, podría aventurarse una cuarta posibilidad, surgida al considerar las propias dinámicas profesionales de los arquitectos novohispanos, cuyos talleres y gremios se encontraban sometidos a los vaivenes de las decisiones de los clientes poderosos, a los cambios en los presupuestos, a las luchas eclesiales y a las transformaciones políticas, como se propone a continuación.
La hipótesis de un proyecto flexible
Estas características atípicas no pueden considerarse un hecho fortuito o irreflexivo, primordialmente por proceder de un experimentado maestro mayor como Arrieta, quien incluso ya había construido para las carmelitas descalzas el templo y claustro de Santa Teresa la Nueva, que sí cumplía con la mayoría de las variables tipológicas, salvo su altar, dirigido hacia el sur, y poseer dos portadas con pequeñísimas variantes. Entonces, ¿qué pudo haber ocurrido? Como respuesta, ofrecemos aquí una hipótesis que, aunque no puede ser demostrada a partir de los documentos disponibles, eventualmente daría luz a una interpretación distinta de una obra singular: la incertidumbre de la autorización real para un convento para indígenas condujo al marqués de Valero y al mismo Arrieta a concebir un templo flexible para que, en caso de que no se autorizara, fuera utilizado por los franciscanos.
Adscripción religiosa y fundación inusual
El nuevo convento para indígenas fue adscrito a la primera regla de Santa Clara, una variedad que entonces no existía en la capital novohispana (Rocha, 2004). Debe recordarse que, además de la adscripción y obediencia a un poder eclesial -regular o diocesano-, los conventos femeninos55 quedaban sujetos a una regla (Muriel, 1946) -un instrumento normativo que regulaba la vida de la comunidad, tradicionalmente instituida por el o la fundadora- específica.56 Esas adscripciones cobran relevancia para precisar el nicho normativo del convento de Corpus Christi, pues hay autores que lo han identificado erróneamente (García, 1908) como capuchino, tal vez por poseer coro bajo cerca del altar: normativamente sí tenían diferencias en su forma de vida, como el ayuno, así como constituciones propias (Hernández, 2017). Se recordará que la orden mendicante de Asís tuvo varias reformas subsecuentes, cada una con modificaciones a la regla, que integraron un panorama de comunidades franciscanas,57 algunas de las cuales llegaron a la Nueva España y otras no. La rama femenina primigenia surgió con las hermanas Clara e Inés Sciffo, aristócratas de Urbino, a quienes cautivó la predicación de Francisco. En un principio fueron acogidas en un convento benedictino, hasta que les asignaron el de San Damián -por ello fueron conocidas primero como damianistas- y fundar, en 1212 -la confirmación papal de Inocencio IV no llegaría sino hasta 1253-, la orden de clarisas de la primera regla, con exigencia de pobreza absoluta y proscripción de poseer bienes (clarisas mendicantes).
Con el rápido crecimiento de la orden surgieron clarisas que no estaban conformes con no poseer bien alguno, lo que derivó en una solicitud de reforma, que fue autorizada en 1263 por el papa Urbano VI, con lo que desde entonces se conocieron como clarisas urbanistas. Casi tres siglos después, en 1538, la noble italiana María Laurencia Longo -o Longia- propuso en Nápoles volver a la regla original de Santa Clara, con lo que entonces surgieron las capuchinas descalzas. Esas variantes se asentaron en España durante el siglo XVI y emprendieron la fundación de conventos femeninos franciscanos (Muriel, 1946) en los territorios conquistados: las clarisas urbanistas, acogidas a la regla reformada; las capuchinas, reinstauradas, y las clarisas, adheridas a la primera regla.
Cuando se fundó Corpus Christi, a inicios del siglo XVIII, ya existían en la capital novohispana tres conventos de clarisas urbanistas58 y uno, dedicado al beato Felipe de Jesús, de capuchinas reinstauradas a la regla primigenia, pero no había fundación de las clarisas de la primera regla. Ésta sería entonces -se propuso- la adscripción del futuro convento para monjas indígenas,59 aunque compartirían con las capuchinas la misma regla primigenia. La historia reconoce como el principal impulsor de su fundación al virrey Baltasar de Zúñiga y Guzmán Sotomayor y Mendoza marqués de Valero (1658-1727),60 pero investigaciones recientes (como Rocha, 2014, pp. 209, 214-215 y 220) han mostrado que la idea, no en lo relativo a su composición indígena, sino en la adscripción a las clarisas de la primera regla, había comenzado a germinar años antes.61 La retomó el marqués de Valero, quien le añadió la composición indígena y decidió fungir como benefactor y gestor para la obtención del permiso real. En 1720 escribió a Felipe V, rey de España,62 acompañado de cartas de apoyo (Muriel, 2006b, p. 44) del arzobispo de México y del provisor franciscano de la Provincia del Santo Evangelio, sector eclesial del que dependería la futura fundación: el marqués parecía estar seguro de que se concedería la innovadora fundación (García, 1908), pues la proponía autosuficiente,63 por lo que, sin contar aún con la autorización real, decidió invertir el proceso habitual: primero compró, por 40 000 pesos, un terreno en la calle del Calvario y de inmediato encargó el proyecto y construcción a Arrieta. El solar adquirido se encontraba, como se ha apuntado arriba, fuera de la traza de la ciudad, en los antiguos barrios o parcialidades indígenas (Guerrero, 2014). El marqués designó a Juan Gutiérrez Rubín de Celis para que lo representara en la compra del predio y, mediante el contrato de edificación celebrado en 1720 con Pedro de Arrieta, en la gestión de la obra. De hecho, el proyecto arquitectónico del convento de religiosas de San Francisco Descalzas compartiría con templos capuchinos soluciones similares:
El dicho Pedro de Arrieta ha de echar una reja pequeñita en el coro bajo y otro en el coro alto, de la medida y tamaño que tienen las de las Madres Capuchinas de esta ciudad. Y así mismo se ha de techar la Iglesia con vigas y el coro alto en la misma conformidad. Y el piso de dicho coro que cae al pórtico será de una bóveda de arista prolongada para mayor seguridad [Rocha, 2006, p. 142].
Con el proyecto aprobado y la disponibilidad de los recursos, iglesia y claustro fueron terminados en tan sólo ocho meses de construcción: de febrero a septiembre de 1720;64 sin embargo, no pudo ocuparse, porque la autorización real se había detenido, en buena medida por la férrea oposición de los jesuitas. Finalmente, el marqués dejó el cargo virreinal en 1722, pues Felipe V lo había nombrado presidente del Real Consejo de Indias, y regresó a España sin entregar el edificio a las futuras indígenas clarisas (Rocha, 2004). Dos años después, el 14 de enero de 1724, ese monarca abdicó en favor de su hijo Luis I -quien tendría un reinado muy breve-, circunstancia que el marqués aprovechó políticamente para convencer al efímero rey acerca de las bondades de la fundación indígena, gracia que éste concedió el 5 de marzo de 1724 para júbilo de quienes apoyaban la causa y, seguramente, del propio Arrieta, ya que, después de cuatro años de haberlo diseñado y terminado, seguía desocupado. El sucesor del marqués de Valero, el nuevo virrey Juan de Acuña y Manrique marqués de Casa Fuerte, acató el real deseo y expidió decreto el 25 de junio siguiente (Rocha, 2006, p. 137). El templo fue dedicado el Jueves de Corpus de ese año,65 por lo que en julio pudo ser ocupado por las primeras cuatro monjas fundadoras españolas66 (Rocha, 2004) -las indígenas aún eran novicias-: dos provenientes del convento de San Juan de la Penitencia,67 una de Santa Isabel y otra de Santa Clara (Rocha, 2014). Después de la ceremonia de dedicación ingresaron jubilosas las primeras doncellas nobles, hijas de caciques o cacicas, descendientes de los antiguos pipiltin, estamento que, dentro de la estructura virreinal, todavía ostentaba funciones gubernamentales, judiciales y fiscales, incluso si eran mujeres, como lo ha comprobado Josefina Muriel (Muriel, 2006, p. 31). Poco después, en diciembre del mismo año, con gran pesar para las agradecidas clarisas de la primera regla, falleció el benefactor en España. Su corazón fue enviado a la Nueva España al año siguiente, a petición expresa del propio marqués, para reposar cerca del presbiterio,68 por debajo de la cratícula,69 en un relicario de plomo (Guerrero, 2014). En suma, el hecho de comprar el terreno y erigir la construcción antes de tener la aprobación real muestra lo inusual del proceso de fundación de Corpus Christi, y permitiría explicar, principalmente si se considera que su protagonista no era un diletante cuando recibió el encargo -había realizado muchas obras religiosas, convento de monjas, incluido-, algunas de sus características atípicas, puesto que no podrían atribuirse a la improvisación.
La experiencia de Arrieta
Nos informa Martha Fernández (1992, p. 29 y ss.) acerca de la vida y trayectoria profesional de Pedro de Arrieta: era oriundo del Real de Minas de Pachuca, capital del actual estado de Hidalgo, y casó con Melchora de Robles sin procrear descendencia; durante sus años productivos tuvo una cómoda posición económica, pues fue propietario de varias casas. Su vida como profesional independiente comenzó el 12 de junio de 1691, con su examen gremial (Cortés, 2011). En 1695 fue designado maestro mayor del Santo Tribunal del Santo Oficio (Fernández, 1992, p. 42) y en 1720, nombrado maestro mayor del Palacio de Virreyes y de la Catedral de México, lo cual transluce el reconocimiento profesional del poder virreinal y del clero diocesano. Para 1720,70 cuando emprendió el proyecto y obra del futuro convento para nobles indígenas, Arrieta poseía una sólida experiencia en obras conventuales para las concepcionistas y las carmelitas71 así como también con los dominicos,72 pues había hecho para el Santo Oficio un retablo lateral en la Sala de Audiencia (1718) y otras obras hospitalarias73 (Figuras 5, 6 y 7).
(Fotografías: Ivan San Martín, enero de 2005, diciembre de 2004 y septiembre de 2020, respectivamente)
Para los jesuitas había edificado el templo de la Casa Profesa (1714-1720), situado en una de las calles más céntricas de la ciudad, mientras que para el clero diocesano había colaborado en el Colegio Seminario de la Catedral novohispana, asentado al oriente y ya desaparecido, además del diseño de las fachadas74 de la Colegiata de Guadalupe (1695-1709) con planta basilical en la entonces población de la Villa, mientras que entre 1720 y 1721 emprendió la capilla de las Ánimas, discreto volumen adosado atrás de la Catedral (Fernández, 1992). También había realizado obras públicas75 y casas76 particulares (Berlin, 1945/1967), y después de Corpus Christi edificaría otros grandes encargos que quedan fuera de este estudio,77 pero que atestiguan su dominio en una vasta obra, algo que contrastará con su muerte dentro de estrecheces económicas (Fernández, 1992, pp. 148-150).
Características del templo de Corpus Christi
Los documentos entre Arrieta y el representante del marqués (el contrato de 1720 y los dos reconocimientos fechados en septiembre de 1727)78 arrojan muchos detalles de las características físicas y funcionales de Corpus Christi (Rocha, 2006). El templo fue de una sola nave, con el altar hacia el sur, con 12 varas de ancho por 24 de largo, cubierta de madera inclinada a dos aguas -su correspondencia en fachada fue la silueta del frontón superior-, que en su parte baja incorporaba una falsa bóveda, también, según se narra en el mismo documento contractual, de madera; ambas, sustituidas después por una bóveda de ladrillos (Figura 8).
El acceso fue por un pórtico de tres arcos protegidos con rejas de hierro, la del centro con cerrojo -actualmente con puertas de madera-, como vestíbulo para la puerta del locutorio a un lado, el acceso a la portería al otro extremo, mientras que al centro se situó la entrada a la nave: “ha de quedar la puerta de la Iglesia de tres varas de ancho y seis de alto. Y el ornato de dicha puerta ha de ser dórico con arquitrabes, friso y cornisa, y su frontis debajo de la bóveda” (Rocha, 2006, p. 144). El segundo cuerpo de la portada albergó el relieve central de una custodia para el cuerpo de Cristo, al que se hallaba dedicado el convento, y a los lados, “dos escudos de armas del Excelentísimo Señor Marqués de Valero, rematado con el campanil” (Rocha, 2006, p. 150), mientras una inscripción colocada en 1729 protestaba de su composición racial indígena79 (Martínez, 2006a, p. 236) (Figura 9).
A los pies de la nave se dispusieron, sobre el ancho pórtico, el coro alto y en sus esquinas dos tribunas: palcos para las monjas con impedimentos físicos, mientras que el coro bajo se hallaba en la planta baja, pero en el extremo opuesto, a un costado del presbiterio, protegido con reja y contrarreja de hoja de lata, justamente por encima de la cripta y el osario.80 También estaban la cratícula, dos confesionarios horadados en el muro que lo separaba del claustro y una puerta reglar, usada para ingresar a las nuevas integrantes81 en el claustro localizado al oriente.82
Cabe anotar que, una vez entregado el edificio, hubo reclamaciones de las monjas al arquitecto, lo que motivó los dos reconocimientos que finalmente terminaron a favor de éste.83 De hecho, en junio de 1729, aún en vida de Arrieta, hubo una “ampliación de seis varas al templo”, transformación que ha suscitado dudas, pues la fachada que actualmente existe sí es la original de Arrieta, como se percibe en las pinturas de la época. Este crecimiento de la nave, en efecto, fue realizado, y se confirma porque se conocen las medidas exactas del templo original antes de esa ampliación; se indican en el reconocimiento del 30 de septiembre de 1727 que escribió el maestro de arquitectura don Antonio Álvarez: “La Iglesia, con doce varas de ancho y veinticuatro de largo […]” (Rocha, 2006, p. 150). De hecho, el templo actual mide, en su equivalencia en metros, 30 varas,84 es decir, justamente 6 varas más, por la ampliación de 1729. Ante ello, cabrían al menos cuatro hipótesis: la primera, que se hubiese ampliado hacia el norte, pero ello habría implicado la demolición de la fachada y un nuevo volumen sobresaldría del paño por 6 varas, algo improbable en tanto el volumen actual siempre aparece apañado en las pinturas y planos urbanos del siglo XVIII. La segunda, que hubiese contado con un angosto atrio al frente, hacia donde se hubiera ampliado el templo, con el consecuente montaje y desmontaje de la portada, como llegó a ocurrir en otros casos virreinales,85 aunque eso implicaría que la iglesia original habría estado remetida, situación que no se describe en el contrato de 1720 ni aparece en ningún plano urbano o grabado antiguo. Una tercera hipótesis, presentada por los especialistas Enrique Tovar e Itzel Landa (2007, p. 19), es que la ampliación se habría hecho hacia el sur, extendiéndose el presbiterio en 6 varas sobre la sala de entierro. La cuarta hipótesis es la que ahora exponemos, basados en la descripción de Gacetas de México acerca de aquella ampliación en 1729:
darle seis varas más de largo a su pulido templo, y aunque se ha puesto gran cuidado por los maestros, en el medio punto que ha de recibir el coro, todavía se recela, el que quitada la pared, que le sirve de cimbra, haga notable sentimiento la bóveda, pero es cierto, que conseguidas con felicidad estas obras, quedará con suficiente capacidad, hermosura y lucimiento [Sahagún, citado por Tovar y Landa, 2007, p. 19].
El fragmento citado expresa la preocupación por el retiro de una pared que “servía de cimbra” a una bóveda, situación que interpretamos como un muro divisorio que originalmente separaba el pórtico del interior de la nave, como se describía en el contrato de 1720, y que explicaría que se creyese que le ayudaba a sostenerlo. Nuestra hipótesis proyectual propondría que la nave, efectivamente, “se amplió” en los límites físicos del interior de la nave, pero sin modificar su envolvente. Al redibujar la planta con ese muro constatamos que, en concordancia con lo anotado en el reconocimiento del 30 de septiembre de 1727, el interior de la nave medía 24 varas, más 6 varas del extinto pórtico, es decir, que sumadas arrojarían las 30 varas actuales, como se aprecia en nuestra reconstrucción (Figuras 10 y 11).
Para 1740, cuando Arrieta ya había fallecido, la techumbre de madera del templo fue sustituida con bóvedas -pésima decisión para la estabilidad del edificio- por fray Juan de Dios de Rivera, vicario del convento y encargado de las obras, quien al parecer poco sabía del comportamiento de las estructuras. La doble techumbre original, de madera, sin duda era más ligera y su carga se desplazaba verticalmente sobre los muros, mientras que la bóveda de ladrillo implicó mayor peso e incorporó empujes laterales que requerían más masa para contenerlos. Del lado oriente no hubo problema, pues el claustro ayudaba a los esfuerzos, pero en el poniente se tuvieron que insertar varios contrafuertes: dos superiores, que flanquean la nave, y unos arcos botareles, aún existentes, para contrarrestar los empujes mencionados, lo que pone en evidencia la mala intervención aun en aquella misma época. La inserción de la bóveda arrojó en la fachada, además, un perfil ligeramente más alto que el frontón existente, por lo que para subsanar la diferencia fue necesario construirle un murete triangular, aún visible, que muere en el campanario superior, lo cual deslució la prístina composición diseñada por Arrieta (Figura 12).
Argumentación de un proyecto flexible
Por las acciones que emprendió, es evidente que el marqués estaba convencido de la pertinencia de la fundación para indígenas, pues había mandado la solicitud para la obtención del permiso real en 1720; sin embargo, el rey Felipe V no daba muestras de una pronta solución y el asunto comenzó a distenderse. Sabía que su cargo como virrey no duraría muchos años, por lo que tenía que darse prisa para dejar dispuesto, aun sin contar con la autorización real, el futuro edificio. Así que decidió encargarle a Arrieta un templo con una solución flexible, que sirviese para las futuras monjas indígenas, si así se autorizaba, pero también para un convento para varones, probablemente franciscano, dada la cercanía de varias instituciones de esa orden,86 en caso de que no se consiguiera la anhelada venia. Así, don Pedro, maestro mayor con sobrada experiencia y espíritu innovador, aceptó el reto: un templo de una sola nave con su claustro situado hacia el levante -benéfica orientación para una zona habitacional- podría servir lo mismo para ellas que para ellos. Primero, resolvió no disponer la nave paralela a la calle, como tampoco colocar dos portadas gemelas, pues ello necesariamente la habría restringido a un templo femenino, de modo que decidió situar aquélla perpendicularmente a la Alameda, dirigiendo su altar hacia el sur, como ya lo había hecho en Santa Teresa la Nueva, y colocar el acceso a los pies del templo, como sucedería en un templo franciscano o carmelita. La consecuencia inmediata sería ingresar por los pies del templo, lo que hubiera sido un impedimento si Arrieta, amparado en que la futura fundación se proponía adscrita a la primera regla de Santa Clara -al igual que las capuchinas- no hubiera previsto situar el coro bajo junto al presbiterio87 y dejar un amplio coro alto sobre el pórtico de ingreso, funcional, asimismo, para el templo de un convento de varones regulares. Por último, el problema compositivo en la portada frontal requería que una misma entrada sirviese tanto para el templo a los feligreses del mundo como para los accesos de servicio, en el locutorio y la portería, que habrían desmerecido el diseño de aquélla. La solución fue magistral: un pórtico imbuido en el paño de fachada serviría como vestíbulo para esos tres accesos: los laterales para el servicio y el principal para ingresar en la nave, con su portón remetido por debajo del sotocoro. Por último, ante la indefinición de la futura adscripción, Arrieta decidió no incluir una torre-campanario, sino colocar en su lugar una pequeña espadaña superior (en todo caso, si se requiriese hacer dos torres flanqueando la portada, éstas podrían disponerse sobre el locutorio y la portería).88 Como se ha señalado, el marqués dejó el cargo virreinal en 1722 sin entregar aún el edificio ya construido, pero con la esperanza de culminar con éxito las gestiones desde la Península, por lo que, como benefactor de la obra, decidió retrasar su entrega. Así, una vez autorizada la fundación, en 1724, las monjas fundadoras y las futuras novicias ocuparon, cuatro años después de haberse terminado, su edificio, un proyecto suficientemente flexible gracias a la previsión de un marqués y a la genialidad de un arquitecto.
Consideraciones finales
La constatación de una tipología ha puesto en relieve el carácter excepcional de una obra conventual realizada por un experimentado autor, en el que no cabrían decisiones proyectuales improvisadas, por lo que es plausible que haya concebido un diseño que, de acuerdo con un destino incierto, fuese extremadamente flexible, como sucedía con los procesos habituales de clientes, autores y gremios virreinales, cuando casas y palacios cambiaban de uso, conventos de regulares pasaban a manos diocesanas o beaterios y casas de recogimiento terminaban siendo el germen de futuros conventos femeninos. Desafortunadamente, no se dispone de más documentos profesionales de Arrieta que permitan confirmar la validez de esta hipótesis, pero tal interpretación permitiría explicar las características atípicas de este templo.
Los estudios tipológicos deben servir no sólo para verificar el cumplimiento del modelo, sino también para identificar aquellas obras que se apartan de éste y, principalmente, para explorar heurísticamente las posibles causas de esa condición excepcional. Identificar la atipicidad del templo que nos ocupa y especular acerca de sus posibles causas habrían permitido, además, que las autoridades en 2002-2003 encarasen de una manera distinta la intervención del patrimonio virreinal que amenazaba ruina,89 pues podría haberse dejado el pórtico imbuido diseñado por Arrieta previo a la “ampliación interior”, que habría ocasionado un sombreado en planta baja y una mayor ligereza a la hermosa portada superior. De igual modo, al quedar el templo dentro del proyecto urbano Plaza Juárez,90 se podría haber diseñado el entorno espacial de otra manera, por ejemplo, en su zona oriental, con elementos arquitectónicos que rememorasen la antigua masa del claustro y sólo liberar el área poniente para recordar el antiguo callejón, intervenciones que habrían sido plausibles de haber aplicado un análisis tipológico para esta gran obra virreinal, frente a la cual siglos después, acaso como una macabra broma del destino, se construyó el hemiciclo a Benito Juárez, aquel zapoteca que impulsó la exclaustración de las primeras esposas indígenas que Cristo tuvo en la América hispana (Figura 9).