yo imagino que todo lo que digo es así, sin que
sobre ni falte nada, y píntola en mi imaginación
como la deseo
Cervantes, Don Quijote de la Mancha
1.
Barbie Girl fue, en su momento, una canción pop de enorme éxito del grupo danés Aqua, incluida en su álbum Aquarium (Aqua, 1997). Se trataba de una parodia (otra más) del Barbie-World por la que el grupo musical fue demandado por Mattel, la compañía de producción y distribución de la conocida muñeca. Esta es parte de su letra:
[…] Life in plastic, it's fantastic
You can brush my hair, undress me everywhere
Imagination, life is your creation […]
I'm a blond bimbo girl, in a fantasy world
Dress me up, make it tight, I'm your Dolly
You're my doll, rock'n'roll, feel the glamor in pink
Kiss me here, touch me there, hanky panky
You can touch
you can play
if you say “I'm always yours” […]
Make me walk, make me talk, do whatever you please
I can act like a star, I can beg on my knees
Come jump in, bimbo friend, let us do it again
Hit the town, fool around, let's go party
Oh, I'm having so much fun!
Well Barbie, we are just getting started
Oh, I love you Ken.
En tono desenfadado la canción y, en especial, su correspondiente videoclip (vid. bibliografía) tomaban como motivo la idílica situación en la que seres humanos que parecían rescatados del Barbie World podían entregarse entre sí sin menoscabo, prometiéndose al mismo tiempo diversión, felicidad… y sometimiento. La energía simbólica del plastic world era absorbida por el cuasidelirio infantiloide de un mundo en el que el dueño de la Barbie podría hacer con ella lo que deseara.
No estoy seguro de lo que sucedió en aquellos años de finales de los noventa del pasado siglo, y qué sucede a fecha de hoy, veinte años después, en que parece que retorna con intensidad la figura de la muñeca, a medio camino entre lo real-siliconado y lo imaginario, con el apoyo de la coyunda del carro civilizatorio que forman Tecnociencia y Mercadotecnia y al amparo de las nuevas ideas no ya sobre el Posthumano -que parece ser que ha sonado demasiado apresurado y radical a los oídos de la intelligentsia contemporánea-, sino sobre su hermano menor y de transición, el Transhumano. Lo cierto es que en aquel fin de siglo se escuchó mucho Barbie Girl, por tomarla de referente casi a título meramente anecdótico y de cultura popular, y se editó en España un insólito número monográfico de la magnífica revista (hoy desgraciadamente desaparecida) Sileno sobre Muñecos (AA.VV.: 1997), aparte de dos importantes estudios de Ana Rueda (1998) y Pilar Pedraza (1998). Muchas coincidencias. A fecha de hoy, el Pigmalión postmoderno-transhumano no parece que haya perdido por completo la confianza, la fe o el sueño de que el Otro-Real fuese aún una aspiración más allá de las menciones vacías (necesitadas de plenificación) y ausencias en que se desenvuelve con soltura lo Imaginario, pero quizás -hay pistas que nos permiten confirmarlo- se entusiasma cada vez más alegremente (aunque también inquietantemente) por lo que se refiere a las posibilidades técnicas y mercadotécnicas de la “Muñeca”. No en vano parece haber una mejora tecnológica importante, en todos los sentidos, en la hechura del artefacto. El viejo maniquí (ya de los surrealistas) tosco, rígido, hierático, físicamente demasiado poco dúctil de acuerdo a las expectativas de su usuario, va dejando paso, a gran velocidad, a nuevas posibilidades en el ámbito de los materiales de plástico siliconado y -en ello se cifran las mayores esperanzas- de la inteligencia artificial, al tiempo que se difunden las expectativas de un negocio lucrativo antes de que finalmente, tal vez dentro de otros veinte años, consiga implantarse por completo lo que por el momento es, sobre todo, una moda alentada por un entorno cultural de delirante narcisismo complementado -(también) a fin de esquivar reproches morales- por inquietudes y ventajas terapéuticas. Sin embargo, como decía, el Pigmalión postmoderno, a punto de comenzar a ingresar, ya sin medias tintas ni complejos, en la era transhumana, experimenta aún un cierto deseo de realidad (Moreno: 2001) (si bien cada vez más tímido y apocado, pues dicho deseo le hace ser más vulnerable), por lo que se refiere a lo que sería un Otro de veras. En el mito de Pigmalión,2 el deseo partía de un rechazo de lo real, de modo que el paso por lo imaginario (consumado en el deseo/sueño de Pigmalión, en principio, como estatua de marfil) sería transitorio en dirección a lo real. Para tornarse realidad, nunca mejor dicho, no ya ante los ojos y a la mano (Heidegger: 2016), sino en la figuración de un Otro de veras, se hacía necesaria una intervención sobrenatural o mágica de la que ya no disponemos hoy, arrojados como nos encontramos en brazos -son nuestras diosas- de la tecnociencia y la mercadotecnia. Y aún seguimos anclados -lo que no podría ser menos- en esa estructura experiencial detectada por el mito, en la que se pretende tornar crecientemente verídico al Otro a partir de su apariencia -por lo que parece un cuerpo-y, sobre todo, por el deseo. La forma y el exterior ya no son pétreo-marmóreos, desde luego -lo que parecía en tiempos antiguos adecuado a la ensoñación apolínea- sino de plástico siliconado, y su belleza se ha desplazado desde el amor hacia la funcionalidad sexual, doméstica y, en general, hacia la manipulabilidad, docilidad y servicialidad.
En todo caso -y éste sería nuestro tema a pensar- cabe imaginar que un paso a cubrir por el Transhumano fuese su aquiescencia, tolerancia o beneplácito, por lo menos en un primer momento, y posteriormente su simpatía y reconocimiento, e incluso, llegado el caso, su ciego entusiasmo respecto a la figuración del Otro virtual. Nos importa “el Otro”, no sin buenas razones, más que propiamente su realidad o su verdad, en la medida en que “el Otro” no se reduce a ser real o verdadero, según lo que la actitud natural entiende bajo esos calificativos. Si apurásemos el argumento, se diría que “el Otro” ni siquiera tendría que estar vivo como organismo, bastando con que estuviese animado como artefacto inorgánico. Un gran desafío civilizatorio consistiría, en este sentido, y como marco general casi programático, en atenuar la distancia entre el Otro orgánico-real-verdadero-vivo y “el Otro” inorgánico-pseudo, para lo que se haría necesario, en todo caso (se trata, en el fondo, de una enseñanza esencial de cara a que comprendamos lo que se juega en “el Otro”), aquello que a la postre pudiera conducir desde la mera sustitución del Otro aún animada de conciencia de la diferencia (que lo separaría de sus simulaciones) hacia su suplantación en un entorno potencialmente más siniestro o incluso de pesadilla -pero también más cool y fun-.
“El Otro” virtual nos acompaña desde siempre. Ha sido, es y será nuestra compañía (trascendental, no sólo -cuando lo es- empírica) incluso en medio de la más abrumadora soledad, siempre como soledad-de... (Ortega y Gasset, 1983: 107). Cuando antes me refería a un paso a cubrir en dirección al Transhumano, pensaba más bien en figuraciones de ese Otro virtual de modo que pudiese encontrar acomodo fáctico y material en el terreno donde, en nuestras vidas, aún (por el momento) confluyen cotidianeidad y realidad (incluso podríamos añadir, bien entendido, verdad). Sería necesario que ese Otro virtual abandonase la mera e inmediata virtualidad en que había encontrado cabida, es decir, sobre todo en meros entornos ficcionales y, más específicamente, imaginario-simbólicos y visionarios, para pasar a ser virtual en un entorno real -por más que semejante posibilidad nos pareciese increíble y contradictoria-. Ello sería posible si se dispusiera de los recursos necesarios para que lo virtual encontrase un medium adecuado en lo real materializándose, “incorporándose” (no tanto “encarnándose” -pues para encarnarse se necesitaría de un principio vital y espiritual de autonomía y de ser-por-sí, al que luego me referiré-).
Sería necesario, pues, que el simulacro tomase cuerpo en medio de lo real. Como si el teatro de sombras de la caverna platónica y la fábula en que terminó por convertirse el mundo “verdadero”, según el diagnóstico nietzscheano, pudiera transcurrir o desenvolverse, por lo que se refiere a la dialéctica entre verdad y apariencia, respecto al Otro y las posibilidades de una intersubjetividad extrañada (incluso perturbadoramente entrañable), en nuestras casas o en la calle, a plena luz, sin complejos y, por qué no, con desenfado y toda la “naturalidad” posible. De ese modo al menos parecería, reduplicando el parecer, que el simulacro pudiera ser redimido de su mundo de tinieblas, de modo que nada podría oponerse con eficacia, no ya al Otro virtual, sino a su recreación como ocupando su puesto normalizado, gestionado y reconocido en el mundo cotidiano-real-verdadero, en la medida en que aún (a veces habría que decir, milagrosamente) se diese aún algo parecido a este mundo cotidiano-real-verdadero.
Se trataría de poder ampliar a “el Otro” y/o de desplazarlo más allá de las rigurosas dicotomías entre lo vivo y lo muerto, y lo verdadero y lo falso, pues quizás no sólo podría sobrevivir más allá de ellas, al margen de lo dicotómico, sino que en dicho desplazamiento podrían anunciarse nuevos horizontes de rendimiento y eficacia operativa de “el Otro” en el programa de la más genuina racionalidad tecnocientífica.
Incluso se trataría de desplazar al “Otro” respecto al Otro (real y verdadero, de carne y hueso, se dirá) y de comenzar a pensar en la posibilidad de Pseudo-Otros reales y verdaderos. En ese proceso de ampliación y desplazamiento (los más alarmados ante tal situación hablarían de degeneración y distorsión) se haría necesario afrontar zonas más periféricas, oscuras e inquietantes del deseo-de-Alteridad (Moreno, 1998) que son, a la vez, de enorme valor (a pesar de, y a la vez justamente gracias a su rareza o excepcionalidad) para “poner a prueba” lo que cabría esperar, en este caso, del Otro virtual, también en la medida en que dichas zonas pudiesen acoger posibilidades experimentales de alto rendimiento simbólico-experimental. En el caso que nos ocupará, lo inquietante podría abrumarnos, si bien en grados diversos (psíquicos y morales), pues parecería que se trata de reabrir o reactivar una fase presuntamente superada (o a superar) del desarrollo humano, como es la infantil. Sin embargo, el experimento sería especialmente interesante en la medida en que pudiera encontrar parte al menos de su ubicación de sentido en lo que ya ha sido detectado como la creciente relevancia de la inmadurez en el proceso civilizatorio, una inmadurez que antes se podría ubicar cronobiográficamente, pero que cada vez deberíamos aprender a manejar más como categoría de análisis cultural. Un problema, éste, no fácil de resolver, en la medida en que, del mismo modo que nos resulta complicado cualquier normativismo cuando se trata de análisis culturales, en este caso pudiera suceder que cada día nos resultase más complicado tomar alguna decisión acerca de la madurez, lo que no nos debería desconcertar en tanto estuviese fuertemente cuestionado el criterio normativo-simbólico de un principio de realidad.
Aquí se trata, como espero mostrar de inmediato, de un juego, pero de un juego difícil de jugar, un juego pesado, incluso arriesgado (más adelante lo llamaré jugar al “Otro”), pues habría que curtirse en la práctica de “desconectar” esa exigencia de (son los conceptos tradicionales ad usum populi) vida, verdad, realidad, naturalidad… del Otro. Por el contrario, sería necesario comenzar a pensar con seriedad (hipotética -no lo olvidemos-, o con seriedad irónica, si ello fuese posible) que el Otro fuese “Otro” porque me lo figuro como “Otro”, lo creo y recreo como “Otro”, trato con él como si fuese “Otro”, e incluso, en casos de compromiso o involucración extremos, como Otro, ahora sí, completamente de veras.
El caso que nos ocupa es oscuro, o al menos turbio, y oscila entre lo patético y lo irrisorio, lo divertido y lo siniestro, lo ingenuo y lo morboso, lo patológico y lo terapéutico. Todo ello lo fue (excepto quizás divertido y terapéutico), y con enorme intensidad transgresora, en el film de Luis García Berlanga Tamaño natural (1974), del que ya me ocupé con cierto detalle filosófico en otro texto (Moreno, 1997: 27-28). Por lo que se refiere a la convivencia con “la muñeca”, sobra decir que no habríamos superado la muy perturbadora y siniestra relación simbólica de Hans Bellmer con La Poupée, de la que en este Dossier se ocupa Luis Puelles. El asunto es inquietante al menos -por tomar estas referencias- desde que nos dejamos orientar en unos primerísimos pasos por el tránsito desde el multicolor Barbie World tal como un videoclip de 1997 nos lo presentaba, hasta, por ejemplo, lo que se nos narra en un documental de ZDF, en colaboración con el canal Arte, sobre las experiencias de Dean Bevan con sus “chicas”-muñecas, titulado Traumfrauen aus Silikon. Wenn Männer Puppe lieben (Bäckmann/Pöthke, 2018).
Bevan -así se llama su protagonista- se divorció hace diez años y vive solo. Tras varias relaciones afectivas frustradas, sus hijos apenas le visitan. En cierto momento del documental aparece en escena su hija (Rhiannon), que comenta la singularidad del comportamiento de su padre. Bevan no ha perdido en ningún momento conciencia de que las Muñecas son justamente lo que son y de que están hechas de acero y plástico. Sin embargo, refiriéndose a Sarah, la primera de sus siete muñecas y su preferida, dice que “al mirarla veo algo más que la suma de sus partes”, lo que nos indica que su presencia no es meramente “objetiva” ni simplemente “real”, ni tan sólo siquiera meramente “verdadera”, sino que, por decirlo así, su presencia sobreactúa simbólico-afectivamente sobre Bevan, quien declara que encargó la muñeca pues “echaba de menos” la compañía de “alguien”. Con lucidez neurofenomenológica, si se me permite expresarlo de este modo, confiesa que por su perfecto realismo, Sarah “pronto engañó a mi cerebro. Me parecía que había alguien. Eso me gustó mucho”. De otra de las muñecas dice que “A veces miro a Keiko y no me sorprendería que hablara”. Como quiera que, según se dice en el documental, Bevan mantiene relaciones “íntimas” con Sarah, al preguntársele al respecto dice que el amor para los hombres es “algo físico” y que “están programados” para responder a ciertos estímulos. Y luego, también refiriéndose a Sarah: “Proyecto en ella ciertos atributos humanos. Sobretodo vulnerabilidad, porque es completamente vulnerable. Me necesita para todo. La traslado, la visto, la lavo y la cuido yo” (a Bevan le complace sentirse necesitado); dice, una vez más, de Sarah: “A veces sueño que es una persona real. Cuando me doy cuenta de que era sólo un sueño me pongo algo triste y pienso que estaría muy bien”.
A lo largo del documental son entrevistados Manfred Scholand, que dirige una empresa de distribución de Sexdolls (RS Dolls), y la mujer que regenta un Bordoll en Dortmund, así como una empleada del mismo. Scholand se manifiesta en el sentido de que “a una muñeca no hay que probarle nada, el hombre no siente presión, la consume como a un producto y cuando él lo necesita”, concluyendo con el expeditivo argumento de que “él quiere ver el partido y luego tener sexo”. Por su parte, añade la voz en off: “Muchos no tienen una pareja real porque no se ven atractivos, son tímidos o a causa de sus discapacidades. Algunos nunca tuvieron suerte en el amor. La muñeca hace de compañera”. Evelyn Schwarz, que regenta el Bordoll, y su empleada se manifiestan con más detalle y sutilidad. Según Schwarz -dice refiriéndose a sus clientes-, “se trata de sus fantasías, de su deseo. Eso es lo bueno, no tienen que preocuparse de las emociones de los demás. No hay esa presión por tener que satisfacerla para alcanzar la satisfacción propia. Las emociones van siempre ligadas al esfuerzo, a entregar algo. La gente es egoísta”. Cuando se le pregunta a Andrea, encargada de la limpieza de las habitaciones y de las muñecas, acerca de si considera que el trato con las Sexdolls degrada a las mujeres, responde que “muchos clientes son incapaces de tratar con mujeres”; en cierta ocasión un cliente le dijo que “preferiría una mujer real, pero ella me ve”, respecto a lo cual comenta Andrea: “No sé qué defecto tendría. Ni idea. Pero él me dijo: ‘Ella me ve y no me atrevo a presentarme ante ella’”.
Finalmente, nuestro protagonista, Dean Bevan, confiesa: “Puedo imaginar que creaciones como Sarah lleguen a moverse o hablar con inteligencia artificial. El futuro será interesante. No me imagino nada más emocionante. Podría hablar con Sarah, tener una conversación real. Sería maravilloso. Claro que podría decir que quiere irse de aquí. Sería su decisión, y yo tendría que aceptarlo. Intentaría convencerla de que se quedara”.
En cierto momento del documental, y por vez primera, Bevan saca a una de sus muñecas fuera de su casa, a un pequeño parque, esmerándose en fotografiarla sentada en un banco. Comenta entonces que “con las fotos pretendo darles vida. Busco una foto donde casi parezcan estar vivas. Es difícil de describir”. En verdad, comoquiera que la fotografía inmoviliza, y nuestro imaginario y nuestras retinas rebosan de imágenes de modelos “posando”, cuando se fotografía en una posición de pose a quien debiera moverse, no parecerá que antes estaba inmóvil. La inmovilidad de la imagen fotográfica neutraliza la inmovilidad de la muñeca y permite olvidar uno de los rasgos más evidentes de su ser inerte. En la vida real se notaría que es una muñeca, pero no, o no tanto, cuando se la fotografiara. En verdad, esta especie de juego ya lo desarrolló hace tiempo Helmut Newton, cuando “mezcló” en algunas de sus fotografías seres humanos y maniquíes, dificultando a primera vista la distinción; incluso lo hizo con una maniquí de gran tamaño con una muñeca pequeña, de modo que la maniquí parecía “de verdad”. Este juego provoca un efecto perturbador en la medida en que lo inerte pasa a tener la apariencia de vivo, si bien inmovilizado, y lo vivo aparece, en la fotografía, nivelado con el maniquí (Cf. García Calvente, 2018).
2. Más allá de la vida y la muerte. Ya no quedan Afroditas
No carecería de interés filosófico hacer la experiencia de convivir, como adultos, con muñecos. Esta posibilidad, que habría de ser experimental, exigiría, como conditio sine qua non de la misma, tomar con suficiente seriedad lo implicado en el significado del convivir, de modo que éste no consistiera simplemente en compartir un espacio y ciertas posibilidades experienciales en el que o en las que hubiese muñecos inertes que fuesen reconocidos como tales, y con los que tratar de modo parecido a como suele hacerlo en su ingenuidad -y estaría tentado de decir en su “felicidad”- un niño. Precisamente, solemos pensar que podría apreciarse que se ha dejado atrás la infancia, al menos en cierto modo, cuando ya no se espera encontrar en un muñeco a un amigo o compañero de juegos. Siendo adultos ya no habría de ser así, de modo que no se nos ocurriría, ni siquiera lúdicamente, simular que el muñeco estuviese animado, con lo que éste acabaría por convertirse en un recuerdo más o menos querido o en un adorno, si es que no se lo hace yacer, más o menos depositado/arrumbado, en el trastero o simplemente, y muchas veces no sabemos cómo, se le da por “desaparecido”. Ya no sería posible, en efecto, ninguna interacción ni, en absoluto, algún tipo de convivencia. El estigma de lo “inerte” caería sobre el muñeco, por más que pudiera simular tener vida al disponer de recursos de expresividad/exterioridad casi suficientes y a veces muy sofisticados, se le podría ver hablando, llorando, moviendo los ojos, incluso caminando, etc. No: el adulto sabe (y no se llevará a engaño) que no tiene vida y -lo que es más decisivo- que ya no es propiamente un Otro, “mi Otro”. Un poco diferente sería la situación cuando, despojado de rasgos infantiles, el muñeco o la muñeca fuese, por ejemplo, “de tamaño natural” y ostentase rasgos que favoreciesen una transferencia o donación de sentido tal que nos resultase más complicado “marcar” a ese otro Muñeco como simplemente “inerte”, sintiéndonos desafiados o tentados a interactuar -casi a convivir-. Pero, ¿cómo sería ello posible?
En verdad, el asunto crucial que aquí más nos importa destacar no estriba en el hecho de que el muñeco esté vivo o no, o en que simule estarlo. Eso no pasaría de fundar diferencias de grado. La apariencia de “estar vivo” podría constituir un refuerzo de la cualidad de este Otro, pero no sería lo decisivo -por más que ello nos resulte extraño-. Eso (que parezca de veras vivo) podría ser sólo, a la postre, cuestión de tiempo. Lo que está en juego no guarda relación sobre todo con lo vivo y lo muerto, en principio, ni con lo animado y lo inanimado. Pudiera suceder que a veces, en algunos sueños, el Muñeco tomase vida, aunque sabemos que eso sería cosa de ciencia ficción, o de literatura o cine… El mito supo abordar bien el tema, para lo que, sin embargo, hubo que hacer intervenir a una diosa (Venus/Afrodita). Hoy ya no nos quedan Afroditas ni nos dejamos confundir fácil ni usualmente con ensoñaciones más o menos “paranormales”. ¿Cómo, entonces, dar vida para con-vivir? ¿Cómo mantener el sueño de crear, ya que no al Otro viviente, al menos al Pseudo-Otro? El mito ya supo, como sabemos hoy, que antes de que una diosa operase milagros, lo decisivo era, como en Pigmalión, el deseo, la devoción-del-Otro.
Ya tenemos a nuestros “Otros” en el inmenso y fascinante ámbito de la ficción (pienso, sobre todo, en la ficción literaria) (Moreno, 1998: 67-122). No diríamos que “convivimos” con Raskolnikov, ciertamente, pero de algún modo es nuestro “Otro”. Vivimos indirectamente a través de él, y no sólo compartiendo imaginariamente su vida visible (en el relato), sino también desde el conocimiento, incluso íntimo, de sus pensamientos, sentimientos, afectos, temores, etc. Podríamos, pues, fantasear que Raskolnikov vive, sin que su presencia (o cuasi-presencia) en la escritura estuviese atravesada de ninguna ausencia de un Otro al que Raskolnikov re-presentase imaginario-literariamente, siendo su posibilidad de ser Otro, en la inmanencia ficcional, una posibilidad ex novo. Raskolnikov vive en una distancia que nos “salva”. Sin embargo, esa Muñeca de tamaño natural a la que debemos referirnos podría estar/yacer a mi lado, estar sentada frente a mí. Lo decisivo es que aún pudiese resurgir el deseo de que fuese mi Otro. Lo que está en liza, como he sugerido, no es una verdad objetiva. Podemos abordar la situación (experimental) poniendo de un lado al Humano-Otro-Verdadero y del otro lado al Muñeco-Otro-Falso, pero erraríamos la comprensión sin poder, entonces, jugar al “Otro”. Lo que se dirime (en sentido estricto y en sentido moral) no pertenece al orden del estar en lo cierto o lo errado, ni siquiera al orden de las ideas claras y distintas y las ideas confusas. La Muñeca no tiene ni tendrá vida, y el sujeto implicado sabe que la utiliza como espejo más o menos deformado de sí mismo. Lo relevante es que se trata de un juego de complicidad del sujeto consigo mismo tal que el sujeto (infantilizado) que juega con la muñeca pacta consigo mismo (como sujeto maduro) para que éste le permita jugar al “Otro”.
Pero es preciso insistir: ¿un “Otro”, “mi Otro”, aunque no estuviese vivo? En verdad, lo decisivo sería “el Otro” en su figuración imaginaria. Después de todo, esta figuración se deja explicar gracias a nuestra condición de Proteos (habría que remitirse hasta Pico della Mirandola), en tanto podamos figurarnos muchos Otros como personajes -egos experimentales- (Kundera, 1987: 42, 44) en el ámbito literario. Sí, es cierto: la primera “pieza” del Otro virtual no la encontraremos en ningún taller mecánico o cibernético, sino sólo en uno-mismo, en nosotros mismos.
Quizás no podamos devenir-“Otros” realmente ni de veras, pero sí imaginariamente, autovariándonos en la fantasía (Moreno, 1989) (por lo demás, ¿hasta qué punto podría abandonarme a mí mismo en mis intentos de transmigración a Otros posibles?). ¿Acaso cada vez que “nos ponemos en el lugar de Otro” no podemos ya autovariarnos, multiplicarnos, al menos intentándolo? En cualquier caso, podría decirse que el Otro debe estar “vivo” para que podamos -al menos hasta cierto punto- convivir, si bien estaría vivo, como apuntaba antes, virtualmente, no de hecho. El sentido “el Otro” se dilucida en lo virtual.3
La Muñeca no puede estar muerta porque nunca estuvo viva. Y, sin embargo, en muchas ocasiones -que tornan tan relevante el caso que nos ocupa- sí lo estuvo aquel a quien este Otro parece que sustituye o podría, o debería sustituir. No se trata, sin embargo, de que estuviese “muerto” el Otro al que, con esos juegos, viene a sustituir o suplantar el Muñeco. El original “murió”… simbólicamente, siendo que, en verdad, ha quedado como en una reserva de Ausencia. El Otro “original” no está muerto, sino ausente: ha huido, o se le ha expulsado, quién sabe. ¿Sería este Otro, el Muñeco, o la Muñeca, entonces, un Otro de sustitución, reemplazo o incluso suplantación del Otro “de verdad”, real y viviente?
(Por cierto -valga un inciso-, interesante e inquietante sería considerar que aquel que pudiese recibir el sentido de “Otro original” fuese, no el Otro “de carne y hueso” al que podría sustituir el muñeco -ahora de “tamaño natural”-, sino “el Otro” antes de que apareciesen Otros reales y/o imaginarios repartidos, diseminados, dispersos por aquí y por allí. Quizás sea ésta una de las enseñanzas decisivas -en el orden filosófico (sobre todo para filósofos)- que aquí quisiéramos, al menos indirectamente, alcanzar. Al mismo tiempo que el Otro de carne y hueso queda atrás, desplazado, pudiera ser que apareciese, disfrazado de muñeco y como remedo simplemente de Otros de carne y hueso, este nuevo “el Otro”, en memoria (incluso lejanísima) de la estructura a la que se acogen todos los “Otros”. Estaba allí, pero no podía ni pedía ser convocado al mundo real, debiéndose conformar, tal vez, con ser ficcional. En este sentido, el Muñeco tal vez pudiera distraerme no sólo de los Otros de carne y hueso, sino también de ese “Otro” primordial, el Proto-Otro, por más que también es posible que al mismo tiempo que puede recordarme que los Otros de carne y hueso han quedado ausentes, sin embargo, pudiera traerme a la memoria (o siquiera al pensamiento, pues la memoria psíquica tendría que remontarse filosóficamente muy atrás) aquella estructura tan acogedora y, en verdad, creativa donde se gesta “el Otro” originario. Valga este inciso).
El Muñeco no depende sólo ni sobre todo, desde luego, de lo Falso, pues quizás (aventurémoslo por el momento) no lo fuese. Comoquiera que nos desenvolvemos de ordinario en el terreno de la actitud natural, allí donde los Otros parecen ser Otros de veras y debemos reconocerlos como tales, sin duda el Muñeco que aquí nos incumbe depende, en el sentido de que ha sido engendrado por el deseo (al que la frustración no podría desmentir en el fondo), no de lo Falso, sino de una Ausencia que, por otra parte, se conserva. El Pseudo-Otro no es inmediatamente falso, como digo, ni meramente irreal, pues está o parece que está ahí, a tres metros de mí, por ejemplo, pareciendo que me mira, de tal modo que estoy seguro de que si lo llevase en brazos, notaría claramente su peso; por eso me dispongo (así hace Bevan) a interactuar con ella y, llegado el caso, a aventurarme o arriesgarme a convivir con ella (como hacía el Niño, que retorna) olvidando la Ausencia (lejana o próxima) que la atraviesa.4
¿Estaríamos, entonces, preparados, suficientemente curtidos, para soportar esta disciplina de olvido, a contracorriente de nuestra sensatez y madurez realistas, propias de adultos? ¿De qué seríamos capaces?, ¿hasta dónde estaríamos dispuestos a proseguir el juego?, ¿a qué entusiasmos creeríamos poder llegar con este “Otro”, o a qué hastíos nos expondríamos, no sólo el hastío -como se dio en el pasado, tal vez- del que creemos poder huir (referente a los Otros de carne y hueso, dejados atrás), sino también los hastíos futuros a los que -si siguiéramos el juego- nos expondríamos? ¿No se dejaría presentir el desastre cuando ya no se quisiera reparar la Ausencia de donde emerge el Muñeco, pudiendo éste ya no consolarnos, sino desesperarnos y herirnos?
El Muñeco -lo he dicho en varias ocasiones- no necesita estar vivo para poder ser “Otro” si nuestra fantasía es capaz de infundirle… no habría que decir “vida”, sino el sentido de ser “Otro”. Bastaría que fuese un Yo que no sea completa ni inmediatamente Yo, es decir, un alter-ego. En el niño, los Otros “de verdad” están por venir, pero en este caso, esos Otros “de verdad” ya han sido, por el contrario, dejados atrás -al menos en cierto sentido-. Por eso las muñecas de Bevan apenas pueden evitar, para nosotros, el ser siniestras. Son, en el fondo, el emblema de una pérdida, de una ausencia, de un fracaso, y junto a ellas es difícil no presentir la posibilidad de algún silencioso y sórdido desastre.
3. No me ve. El privilegio de ser objeto para Otro
Retornemos, por un momento, al documental Traumfrauen, que antes comentamos somerísimamente, para recordar cómo Andrea, empleada de Bordoll, decía, comentando el comportamiento de algunos de los clientes, que uno de ellos le confesó que: “Ella [refiriéndose a una mujer real] me ve y no me atrevo a presentarme ante ella”. Después de todo, a pesar de que se pueda lamentar que el Otro me convierta en Objeto, bien visto también podría ser considerado como un privilegio poder ser Objeto para el Otro, un Objeto al que el Otro quisiera dominar -como quizás yo quisiera dominar al Otro-, en la medida en que, al intentar hacerme Objeto, ya reconoce mi privilegio de poder rehuir serlo, comprende mi posibilidad de rebelarme u oponerle por mi parte mi propia mirada, etc. Pero no se trata de ello. Para algún cliente de Bordoll, el beneficio de la Muñeca es que, al no ser ella Sujeto, no podrá convertirle a él en Objeto y, por tanto, juzgarle. Lo que se escamotea en el argumento es que al no poder ser Objeto para Ella, tampoco podría ser reconocido por Ella como Sujeto. No podría ahora entretenerme (por más que su lectura resultara indispensable) con las indagaciones sartreanas en torno a la mirada (Sartre, 1976: 328-389). Ciertamente, al no (poder) ser Objeto, puedo sentirme Sujeto pleno, sin merma de ser-para-mí-mismo en virtud de mi ser-para-Otro. Diabólica paradoja ésta de ser idílicamente Sujeto sin merma y, a la vez, verse lanzado -si se interpusiese un minuto de reflexión en el cliente de Bordoll- a ser nada, nadie… para ella, que no le/me ve. Como si la suerte de no ser visto pudiera trocarse en la desgracia -si se piensa- de no ser nada ni nadie. Aquí no se trata de un mero ser-Sujeto para sí, sino de que no puedo ser directamente Objeto ni, por tanto, un Sujeto reconocible. Diríase que ella, la que no me ve, absolutamente sometida al deseo del cliente, se venga fantasmagorizándolo, a diferencia, por cierto, del Otro que en ella se ausenta, y sigue ausentándose (desde el pasado o desde el futuro, como Otro pasado u Otro venidero), al tiempo que “sigue ahí”, latente, escondido, al acecho, en la medida en que sigue siendo el Otro o la Otra con el/la que secretamente sueña o al que presiente el cliente desconocido de Bordoll, cuando dice que “preferiría una mujer real”, de carne y hueso. No hay, no puede haber intercambio, ni dialéctica, ni dialógica, ni con-vivencia con ese Otro u Otra supletoria que no me ve. Al mismo tiempo que lo libra de ser objeto, ella tornará superfluo al cliente -lo que quizás no le importará demasiado, pues sólo acude a Bordoll para ser Sujeto al modo de una cosa que siente placer (Perniola: 1998), ya que nunca había sido suficientemente, o con suficiente lucidez, Cosa-sentiente-. Aquí, el Otro ausente es la Mirada ausente, por más que aún se presienta, en la muñeca, que no me ve, el compendio de todas las otras “ellas” que me verían. A su modo, así se eternizaría aquella Mirada que se desea rehuir, a la que ya no se pretendería, por lo demás, doblegar, ni seducir, ni hacer gozar y que, sin embargo, aún late en el deseo de no-ser-visto… Sin poder ser Otro-por-sí mismo y no poder ser el cliente para-ese-Otro, éste redoblará la soledad del cliente. En verdad no hay Nadie en la habitación del Bordoll salvo él. Es una ventaja o una suerte no ser visto, tanto como una trampa. Sin poder ser el Otro del Otro, me subjetivizo al mismo tiempo alienándome como Cosa -de la que quizás podría hacerse depender (si Perniola tuviese razón) la oportunidad de un placer desconocido-.
4. El poder de lo imaginario. La sustracción del por-sí-Mismo del Otro.
Sé que ha podido ser un poco atrevido por mi parte acercar al comienzo tan estrechamente a El Quijote con Barbie Girl, pero pocas citas podríamos encontrar más expresivas de aquel Imagination, Life is your creation que se cantaba con desparpajo y sorna en Barbie Girl, que la del discurso de Don Quijote en ardiente defensa de la verdad de su Dulcinea,5 en la que se jugaba magistralmente con la ambigüedad de la posición de lo ficcional como ficcional y, al mismo tiempo, como real en virtud de la pura voluntad del sujeto fantaseador y fingidor. ¿Es significativa la distancia entre Dulcinea y Sarah (la primera y principal Sexdoll de Bevan)? ¿Habría bastado para marcar una diferencia significativa el que Sarah pareciese ostentar más privilegios por ser estrictamente real (como Muñeca), o que Dulcinea encarnase imaginariamente un ideal que hoy casi tenderíamos a considerar crecientemente inverosímil (salvo para los intensamente enamorados -en la era del vacío, postmoderna-)? Todo depende, en efecto, del rendimiento imaginario de la condición dócil de la Dulcinea de Don Quijote o de las “chicas” de Bevan. Su docilidad no es, no tiene que ser eficaz en el mundo, sino sólo estrictamente simbólica. No se trata de que hagan nada: basta con que se entreguen a la voluntad de poder del Mismo (Lévinas, 1977).
El Otro sería mi Otro, no sería suyo propio, de sí, para sí, sino mi posesión, mi pertenencia, mi marioneta. Su invisibilidad (su alma, diríamos, y su verdad íntima, etc.) se la concedo yo. En este sentido, quizás sería más Otro el personaje literario para el lector, desde el momento en que no sé qué va a decir, qué será de él ni si, en el fluir del relato, reaccionará con ira o desprecio ante tal o cual situación… Por más que lo imagine, debo esperar, dejar ser al Otro en el relato mismo que lo acoge, tengo que situarme, como lector, en la actitud respetuosa de atender su revelación (Lévinas, 1977: 89-90, 199, etc.). Sólo en ésta el Otro podría ser por sí. Mi Otro, entonces, nunca será propiamente Otro como únicamente es posible el Otro: como Otro de sí y por sí mismo. Puedo, ciertamente, figurarme que se me revela, fingir que le escucho…, pero nada escucharé, sino que sólo imaginaré que escucho. O mejor: puedo jugar a atender su revelación, pero precisamente el desastre se aproxima cuando en verdad, cuando creo escucharle, sólo estoy escuchándome a mí mismo -y lo sé, pero juego a olvidarlo-. ¿Cómo sería posible, entonces -el experimento consistiría en esto- que a la vez fuese Otro y, sin embargo, no fuese por sí, sino por mí? Tal vez si el Otro fuese no meramente mi reflejo, sino incluso mi rival o mi enemigo... Por ejemplo, siempre oponiéndoseme, “cantándome las verdades”, casi odiándome. Y aun así, ¿cómo llegar a estar cierto de que es él el dueño de los ataques, críticas y reproches que me dirige, y no yo mismo en mi ira o rabia contra mí mismo? ¿Cómo salir de este laberinto? No será prueba del ser-por-sí del Otro que me refleje, desde luego, pero tampoco lo será que (yo imagine que) se me oponga. Tengo que experimentarlo como irreductible a mis pensamientos y fantasías. Eso sólo será posible si abandono el juego de la simulación.
El Otro fue, es, habrá de ser siempre por sí mismo, a no ser que lo que esté en juego sea simplemente un remedo lúdico, un atajo fútil, irrisorio, banal, un desdoblamiento fantasmagórico, un subterfugio o un sucedáneo de mí mismo. Aunque no hubiese Otro (tal es el caso), aun así, en lo imaginario, se abusa de “el Otro” cuando se pervierte su trascendencia. En tal caso, si no fuese “el Otro” realmente Otro, quizás sería mejor no llamarle “Otro”, sino tal vez mi “Doble” o mi “Triple”… en un proceso de tediosa clonificación ad infinitum. Por eso la expresión alter-ego ha sido siempre tan ambigua y complicada, exponiéndose a tantas aviesas malinterpretaciones.6
De esto se trataba (ya vamos avistándolo): de que habría que pasar por esos Pseudo-Otros para aprender qué es verdaderamente el Otro, o qué se dilucida, qué se juega en él; no simple, mera e inmediatamente en el Otro “de verdad” (el real, el que me encuentro al cabo de la calle, cotidianamente), sino en el Otro verdaderamente-Otro… Nunca podremos pensarlo tan sólo con el recurso a la Diferencia. Es preciso que choquemos con su Alteridad y que pueda cuestionar mi libertad (Lévinas, 1977: 109, 211, etc.).
El Otro, así pues, como Anti-marioneta. A él debería acercarnos el experimento. El Otro siempre es, en verdad, el Otro mismo, siempre es su ser-por-sí, kat´autó, decía insistentemente Emmanuel Lévinas: “Otro mismo”. Sólo es posible si le dejo ser -como prueba de fuego, rito de paso- a contracorriente de mis transmigraciones: Otro por sí mismo e invisible, siendo a esta invisibilidad (de donde procede su Mirada) a lo que las chicas de Bevan no podrían acceder jamás, pues la ausencia que las atraviesa, que las constituye, es sobre todo Ausencia de lo Invisible. El drama de la alteridad estriba en que siempre viene de “fuera” (fuera de mí, de ti, de nosotros) también porque siempre viene de dentro-de-sí del Otro.
Sería necesario dejar de seguir con este Juego. Y, sin embargo, ¿no podría ser cierto que, en el fondo, los Pseudo-Otros siguen, podrían seguir, salvando a los Otros de carne y hueso mientras, al menos, gracias a ellos se pudiera guardar la compostura de la memoria de la ausencia que entrañan y de la trascendencia que aquella ausencia implica? Sería difícil enfrentarse con ella (la Muñeca) “en serio”. Eso podría ser casi el comienzo de una historia de terror, como si la Muñeca, de pronto consciente de su docilidad, pudiese increpar a su dueño o Señor con un “ya no es mi tiempo, devuélveme a tu infancia”. ¿Podríamos figurárnoslo?, ¿enfrentarlo? ¿Al menos nos sentaríamos con ella a la mesa?
5. Epílogo
Se trata de sustituir, o más bien suplantar, al Otro-por-sí-mismo. Sólo entonces podríamos creer que le poseemos. No se trata de cualquier figuración del Otro-allí, con tal cuerpo o aspecto, con tal comportamiento… Nada de todo ello sería en verdad relevante cuando lo que está en juego es el Otro por sí mismo. Podemos representárnoslo como un maniquí, una Sexdoll… Y, sin embargo, esa operación, tan razonable como potencialmente infame, por la que nos trans-ponemos en los Otros, reducidos, empequeñecidos (a pesar de su “tamaño natural”), es común, cotidiana. Tratamos con demasiada frecuencia a los Otros como muñecos… También es preciso (y quizás incluso más importante y prioritario) hacer la experiencia, así pues, de cómo creamos y recreamos al Otro en sus pensamientos, sentimientos, emociones, convirtiéndolo en nuestro Otro “de pacotilla”, Otro-“pelele”. El que el Otro no sea una muñeca o un maniquí simbólicamente compensatorio de alguna suerte de pérdida, nada de ello impediría intuir en qué medida le hacemos la Interioridad -y con ella su verdad- a Otros a los que mortificamos o momificamos.
Es difícil valorar -y tampoco podríamos asegurar que pudiera plantearse en estos términos- si sería una humanidad quizás más avanzada la que daría su asentimiento a estos “Otros” (y no es descabellado imaginar que se entusiasmara con su posibilidad), o tal vez, por el contrario (tiendo a pensar en estos términos), una humanidad más retardada, infantilizada o reacia a madurar. Nos queda por saber cómo se configurará el Trans-humano más allá del virtuoso Pigmalion del mito. Estará en el programa de la trans-humanización saber avenirse, adecuarse a estos Otros de silicona “artificialmente inteligentes”. We are just getting started.
* * *
Desde la siniestra “muñeca hinchable” de Tamaño natural, a la altura de 1974, hasta 2018 ha transcurrido un tiempo en el que uno de los signos más evidentes de la cultura contemporánea ha sido un proceso sinuosamente progresivo, en muchos ámbitos, de debilitamiento (me refiero al pensiero debole de los años ochenta y noventa), licuación (fin de siglo), normalización, inclusión (Cf. Moreno, 2004b), etc. De 2007 es el film Lars y una chica de verdad (Lars and the Real Girl), dirigido por Craig Gillespie y con guion de Nancy Oliver, que abordaba el caso de Lars, un joven extremadamente tímido, con graves problemas de relación con las mujeres, que se decide a encargar a Real-Doll una muñeca (a la que llama Bianca) sin un propósito propia e inmediatamente sexual sino, sobre todo, según parece inferirse, de compañía afectiva. Lejos de marginarlo o estigmatizarlo, la comunidad en que transcurre la vida cotidiana de Lars se apresta a participar con amable complicidad en el juego de jugar al Otro, haciendo como si “su chica” fuese “una más”. Finalmente, Lars conoce a una Real Girl, Margo, de la que se enamora, por lo que se deja entender en el film que Lars considera que debe abandonar la relación de amor (verdadero) que mantiene con Bianca. Desafortunadamente, el film no intenta penetrar en las honduras de la decisión de Lars, pero la lección es clara: no sólo se trataba de mostrar que finalmente Lars apuesta, afortunadamente, por la relación con una mujer de carne y hueso, real y verdadera, frente a Bianca. Tan relevante como esa elección, es mostrar cómo el protagonista sana tras pasar por su “relación” con Bianca, gracias al apoyo incondicional de su terapeuta y de toda la comunidad, que le reconocen sin marginarlo.
Cabría extraer una conclusión en el sentido de que aquella muñeca hinchable de Berlanga (1974) ha sido admitida por la comunidad junto a su dueño, y que éste ha sido tratado psicoterapéuticamente, de modo que la relación con la muñeca, en lugar de ser expresión abyecta y desesperada del deseo en los sótanos de la perversión, pudiera ser rescatada con eficaz rendimiento terapéutico. Esta posibilidad terapéutica de la Muñeca aparece también, si bien no declarada explícitamente, en Traumfrauen, pero a la altura de 2018, once años después de Lars and the Real Girl, Bevan ya no quiere “conocer”, a su edad, más mujeres a fin de emprender una nueva relación amorosa o afectiva, sino que sueña (así concluye el documental) con el advenimiento redentor de la inteligencia artificial en la Muñeca inerte. Ésta es abordada también como mediación, pero ya no hacia una Real Girl, como en el caso de Lars. Lo ideal para Bevan sería que al aumentar la verosimilitud realista con recursos tecnológicos, la aún inquietante e incluso dolorosa distancia entre virtual y real se atenuara -contando además (claro está), con el perfeccionamiento progresivo de la “carne” (siliconada)-. El Otro real seguiría siendo un sueño, pero un Otro real sin realidad. Sin embargo, a diferencia de Bevan, Lars era aún, en el fondo, como un niño jugando con su muñeca, a la espera de madurar.