Introducción
Las narrativas son parte constitutiva de la historia de la humanidad, han construido y transmitido las historias que conforman nuestro relato común como especie, nación y localidad. También han sido la verdad impuesta como base de la estructura social y de los acuerdos por los que se mantienen y transforman los territorios (Harari, 2015).
En el proceso evolutivo de nuestra especie las migraciones han sido una constante (Harari, 2015). Desde las primeras generaciones, los humanos nos hemos movido, bien sea por desastres naturales, conflictos, presiones demográficas o con intenciones exploratorias; estos desplazamientos son entendidos por Harari (2015) como la razón de la expansión de los humanos a lo largo del mundo. En el proceso evolutivo, la necesidad de conocimiento se hizo patente en los mapas mentales sobre el territorio y el progresivo control sobre este, que permitió plantar y cultivar alimentos para favorecer las condiciones de expansión de la especie. Así, los territorios de cada grupo y familia fueron haciéndose cada vez más pequeños, limitados y concentrados, con mayores transformaciones o adecuaciones para la vida humana en sociedad.
Menciona Harari (2015) que en los miles de años de constitución de los territorios, estos siguieron transformándose, al punto de que hoy la globalización, el desarrollo tecnológico y las migraciones están modificando las concepciones que tenemos sobre el territorio, que no puede entenderse ya desde las distancias espaciales, las fronteras físicas o las visiones clásicas de la identidad cultural, dadas las constantes interacciones y enriquecimientos mutuos propios de las relaciones sociales en los territorios virtuales, como revisaremos a lo largo de este artículo.
Si bien en siglos pasados el territorio fue narrado desde la perspectiva de la geografía clásica como un espacio geográfico, esta historia se ha venido reconstruyendo para repensar los territorios como espacios cargados semánticamente desde las dimensiones política, identitaria, conceptual, social y afectiva, de forma principal. Dada su importancia en la estructura social en el tipo de sociedad que somos y hemos sido, los territorios se han considerado históricamente espacios de luchas, cambio y conflicto (Montañez y Delgado, 1998).
Así, la historia narrada y transmitida como versión oficial transita por las visiones de territorio en las comunidades primitivas y su sujeción a su tiempo presente; a la narración de los imperios de la antigüedad y su argumento de expansión, apropiación e imposición cultural, política y económica; a los territorios de los pueblos bárbaros, significados por los griegos y los romanos como antítesis de sí mismos, como representación de lo externo y por ello inferior, de los extranjeros y su lenguaje incomprensible. Nos lleva por los feudos socialmente estratificados y organizados como unidades productivas con poder y autonomía, dependientes de la realeza, impotente para ofrecer seguridad ante las constantes invasiones; a los imperios prehispánicos y las cosmovisiones naturalistas que invitan a respetar y convivir con la Pachamama, la madre Tierra. Y nos trae de regreso a los actuales Estado-nación, públicos y privados, que comienzan a constituirse en los territorios virtuales (Calzada, 2023; Bernal, 2018, 2020).
En cada uno de estos espacios de relación social se han tejido historias, principios, hilos entrelazados, relatos fundacionales, mitos compartidos, en otras palabras, narrativas. Estas han creado percepciones de la realidad y han representado y constituido territorios con base en el argumento común de la vida social, siendo los ciudadanos y no ciudadanos los actores. Las narraciones cuentan la historia reconstruyéndola permanentemente, por lo general desde la perspectiva de vencedores y colonizadores. Por ello, estructuran nuestra realidad común e individual para hacernos creer que un mundo mejor es posible. Las narraciones crean realidades y territorios.
Esta misma función constituyente de las narrativas se evidencia en las teorías científicas y en las concepciones sobre el mundo y sus elementos. Por ejemplo, la transformación histórica de las nociones de espacio y tiempo muestra cómo los conceptos científicos, incluidos los definidos desde la física y las ciencias exactas, son una construcción narrativa atada a contextos específicos. La concepción del espacio en la Tierra plana del filósofo presocrático Anaxímenes no era la misma en la Tierra inmóvil en el centro del universo de Ptolomeo, ni la en la de Copérnico, cuando nuestro planeta (el espacio territorial que hemos decidido llamar planeta Tierra) dejó de representarse como el centro del universo, ni tampoco es la misma concepción que subyace en la versión donde la Tierra se encuentra en un extremo de una galaxia, como en uno de los multiversos propuestos por Sagan (1982) .
Cada una de estas narraciones del espacio establece el entramado histórico, sociopolítico y cultural desde el que se narra y construyen los territorios. En consecuencia, puede indicarse que los territorios virtuales son una nueva historia erigida para narrar y comprender nuestra época actual de redes que crean realidades paralelas en espacios digitales.
La narración del territorio desde las ciencias
En el transcurso del siglo XX las narraciones del territorio propuestas a partir de la geografía han pasado desde el espacio social concreto y material (Capel, 2016), como relación entre elementos físicos y geográficos (Marchant, y Monje-Hernández, 2021), al espacio construido desde las relaciones sociales (Giménez y Lambert, 2007; Haesbaert, 2013; Raffestin, 2015), el poder, los intentos de dominación y las reacciones de resistencia (Torres, 2016).
Sobre este tenor destacan los aportes de Lefebvre (1974) , quien subraya el derecho de los ciudadanos a participar en la creación y decisión sobre ese espacio. Para ello, asume una línea argumentativa paralela a la conceptualización del desarrollo cognitivo expuesta por Piaget (1973) ; este autor plantea un proceso evolutivo que parte de la experiencia sensorial física directa con la materia, para luego, con el desarrollo de la capacidad de representación y el lenguaje, simbolizar las interacciones con el ambiente a través de su percepción (lo que significa desde la cognición la reorganización e interpretación intelectual de la experiencia). Este proceso terminaría con la posterior posibilidad cognitiva de ver el mundo en coordinación de las diferentes perspectivas, lo que lleva a su conceptualización propiamente dicha.
Estos planteamientos sobre las formas de relación e interacción entre los individuos y el ambiente fueron asumidos por Lefebvre (1974) para comprender la construcción del espacio desde lo percibido, lo vivido y lo concebido. El espacio percibido, o las prácticas espaciales, harían referencia a las experiencias materiales o a las acciones situadas en tiempo y lugar como prácticas sociales que vinculan la realidad cotidiana y la realidad urbana, creando un espacio social.
Por su parte, el espacio vivido, o espacio de representación, se caracterizaría por el uso de imágenes y símbolos, a partir de la experiencia material, para crear posibles nuevas realidades espaciales. Esto es propio de los habitantes, y parte del espacio físico y de la experiencia para codificarlo y simbolizarlo a través de la experiencia sensorial, tanto con imágenes acordes a los poderes hegemónicos como con versiones contestatarias.
Por último, el espacio concebido, o representaciones del espacio, proceden en función de las redes de poder, de producción y de orden institucional, más propias del dominio técnico-político, con pretensión de mantenerlo como narrativa dominante a través de códigos y símbolos.
Con esta propuesta, Lefebvre ilustra la relación de los individuos con el espacio como una experiencia subjetiva marcada por las emociones, las percepciones, las representaciones, las cogniciones y, en general, la significación del espacio desde la experiencia individual, las percepciones construidas sobre el espacio y las formas en que se conceptualiza como espacio social. Dada la permanente transformación de la realidad, con fenómenos como la globalización, el desarrollo de las tecnologías y los movimientos migratorios constantes, el espacio percibido y vivido se modifican en la interacción con el espacio concebido.
Puede inferirse que mientras en las primeras narrativas la noción de territorio está vinculada a la acción de la naturaleza y sus cualidades físicas, materiales, funcionales, formales y legales, desde una perspectiva más contemporáneas se le atribuye mayor importancia a la acción de los grupos sociales en la transformación de la historia y de los territorios (Montañez y Delgado, 1998).
Tanto ha transformado la geografía su narrativa que pasó de ser categorizada de ciencia natural a ciencia humana (Bernal, 2018). Este cambio en los argumentos, los actores, su función y en los hilos conductores de la historia, cada vez más subjetiva y vinculada a la representación, la participación y la memoria colectiva, sería paralela a la escena social con la que se vinculan los territorios, y particularmente a los modelos de desarrollo imperantes, tales como la globalización, el localismo, el progresismo y el ambientalismo, para citar algunos ejemplos.
La conjunción de los diferentes elementos de las relaciones sociales y materiales determina formas de percibir el mundo, en una relación de transformación bidireccional donde los actores sociales crean y modifican los territorios, a la vez que los territorios forman y transforman a estos sujetos sociales (Montañez y Delgado, 2001).
Adicional a la influencia social al interior de los territorios, también se forman en la dinámica de las relaciones externas con los niveles locales, regionales, nacionales y globales, en los órdenes imaginario o representacional, vivencial o experiencial, organizacional y espacial (Montañez y Delgado, 2001).
Ejes argumentales de los territorios virtuales
Glocalización
Las relaciones entre lo local y lo global son justamente uno de los ejes argumentales de las narrativas actuales sobre el territorio. Robertson (2003), enfatizando que lo local y lo global no son conceptos opuestos, los retoma en conjunto para entender la globalización como un proceso en el que la localidad es necesaria como partes de un todo. Este autor afirma que el término glocalización es más pertinente que el de globalización, ya que, si bien los dos parten del énfasis en lo global, el primero considera las cuestiones espaciales y temporales.
Zygmunt Bauman, uno de los autores más influyentes de la época actual, retoma la definición de Robertson para entender que en la globalización las relaciones dinámicas y constantes entre lo local y lo global son el marco de las relaciones sociales en la aldea global. Este sociólogo define como glocalización el proceso a través del cual, en el intercambio entre los individuos y los grupos, se modifica el significado atribuido a lo local y se reemplaza por nuevos significados extraterritoriales que hacen referencia al marco global (Bauman, 2007). En consecuencia, estos nuevos significados serían relativamente independientes de la realidad local.
Así, en la dinámica de intercambios, los mensajes locales podrían ser globales, mientras que los mensajes globales se limitarían a un alcance local (Mönckeberg y Atarama, 2020), en independencia de las limitaciones geográficas y de distancia-tiempo, puesto que en la modernidad líquida las distancias pueden ser recorridas en instantes en los territorios virtuales, sin la sujeción al recorrido en los espacios físicos (Bauman, 2012).
Dado que los mensajes están circulando permanentemente en el espacio, ya no son efímeros, sino permanentes e hiperconectado. El espacio social se destemporaliza e independiza del espacio físico y del desplazamiento, pues los significados, relaciones, contenidos y narraciones se producen sin necesidad de un traslado físico. Al ser simbólicas, las distancias entre localidades se relativizan, por lo que la distancia y los límites geofísicos pierden relevancia (Bauman, 2005).
Adicionalmente, la narrativa de la modernidad líquida plantea que, ante el cambio, la instantaneidad, la inseguridad y la incertidumbre permanente, se pierde la identidad, es decir, se produce una fragmentación interior donde se despojan las experiencias de su contexto histórico, para convertirse en instantes aislados (Bauman, 2003). En suma, el cambio de la relación entre la distancia y el tiempo, las escenas fragmentadas y aisladas, el predominio de lo transitorio e instantáneo, crean discontinuidad en el tiempo de las narrativas y generan pérdida de contenido y valor semántico.
Mönckeberg y Atarama (2020) concluyen que esta posible extensión del espacio, derivada del desarrollo de las tecnologías, crea conflictos en las bases de la sociedad que solo podrían salvarse manteniendo el lenguaje del tiempo, los vínculos, el apego y las estructuras locales. En consecuencia, la narración de nuestra cultura requeriría conservar la estructura temporal, los lazos con la historia y con el proyecto de futuro, nexos necesarios que permitirían comprender el devenir social.
En este contexto, los territorios virtuales buscan en los actores sociales flexibilidad, movilidad, adaptación y un permanente cambio. No obstante, al mismo tiempo dibujan ciudadanos sin certezas, rodeados por la incertidumbre, la falta de seguridad sobre el futuro y la consecuente ansiedad y falta de compromiso. Estos ciudadanos son los pasajeros y visitantes que experimentan emociones transitorias en el territorio, más que residentes (Bauman, 2011).
Desterritorialización y territorialización en red
Según Lambach (2020), en la narrativa de la geografía, al inicio la globalización era comprendida como una fuerza desterritorializadora, lo que permitía que ambos conceptos fueran equiparados. Luego, con el arco narrativo propuesto por Deleuze y Guattarri (1980), se señala que cada desterritorialización implica necesariamente una reterritorialización (Herner, 2009) como proceso de transformación y adaptación del territorio, como dos movimientos simultáneos, no secuenciales, que en su conjunto son parte de un proceso de equilibración o reequilibración.
En términos de Albert (1998), un proceso continuo y dialéctico de desterritorialización, como disolución o cambio de unas relaciones sociales y formas territoriales, y reterritorialización o reestructuración de las relaciones sociales y del poder en otra forma territorial, con base en la inicial. Si bien este argumento no ha sido objeto de grandes cambios, se han extendido discusiones sobre su implicación en la globalización y en las fronteras de los territorios (Burridge et al., 2017).
Para autores como Buddhinee (2022), Simpson y Sheller (2022), y Perafán et al. (2023) , el surgimiento de narrativas de internet como un espacio sin fronteras y sin el control territorial de los Estados está perdiendo espacio frente a las concepciones imperantes de las macroempresas globales, que pretenden desarrollar proyectos económicos con base en la apropiación de los territorios y el dominio del enfoque de la productividad, el control, la regulación y la explotación económica, especialmente para el beneficio de estas corporaciones. Las restricciones derivadas en la autonomía, la regulación del Estado, la privacidad y la libertad de expresión son tópicos que afectan de manera directa la gobernanza en los territorios virtuales.
En sí mismos, como acciones tendientes a la obtención de control y poder, estos actos de generación de nuevas relaciones entre el Estado, la sociedad y las corporaciones comerciales privadas serían intentos de reterritorialización del ciberespacio, con el levantamiento de las fronteras, en este caso más de orden comercial y económico.
Estas iniciativas públicas y privadas por crear fronteras en los territorios virtuales conducirían a su fragmentación (Fitzgerald, 2020). La visión del ciberespacio como un contenedor de información, con la extensión normativa y jurisdiccional de los territorios geográficos al dominio extraterritorial como estrategia de control y regulación, ha sido la vía narrativa privilegiada hasta ahora, en una historia de colonización de las fronteras cibernéticas (Lambach, 2020).
Narrativas de ciberseguridad y ciberguerra
Bajo esta intención de control, la seguridad en el ciberespacio es uno de los temas controversiales. Los Estados que buscan el control territorial y jurisdiccional han implementado diferentes estrategias en el marco de la ciberseguridad, para proteger su infraestructura y hardware, defenderse de ataques en internet e implementar contraataques (Ospina y Sanabria, 2020). Cabe mencionar que la ciberseguridad es entendida como un elemento fundamental para la sostenibilidad y la confianza en la trasformación digital de la sociedad actual (González, 2022).
Con esta bandera, los Estados cuentan con una variedad de instrumentos para recrear sus leyes nacionales en el territorio virtual a través de la limitación al acceso de la información. Una de estas estrategias son los firewall o cortafuegos, que funcionan como sistemas de seguridad de fronteras para filtrar y restringir el tráfico de datos, tanto de entrada como de salida del territorio, a través de bloqueo de IP, la búsqueda de palabras clave, leyes de protección de datos e incluso con la desconexión temporal de un país de la red, como ha sucedido en levantamientos populares y situaciones críticas de seguridad.
Estas estrategias han sido frecuentemente usadas por los gobiernos como forma de reclamo territorial y control espacial, o como medida para censurar temas específicos, en países como China y Corea del Norte (Martabit, 2021; Vargas-Chaparro, 2022).
Para Lambach (2020) las medidas de control mencionadas ilustran la visión del ciberespacio como contenedor de información. Es esta una narrativa que se apega a las visiones tradicionales de territorio y a su necesidad de establecer límites y fronteras, en la que se privilegia el control de la información y no el desarrollo de concepciones sobre las relaciones sociales en los territorios digitales.
En este entorno, las nociones de ciberguerra y ciberdefensa pueden entenderse como narrativas para mantener o ampliar el control de los Estados y las corporaciones sobre sus territorios, como formas de reterritorialización del ciberespacio en las que se implementan campañas de guerra de información (Libicki 2017).
El ciberespacio se ha instaurado como tema central para la soberanía y la seguridad de los Estados, al punto que ha sido denominado como el “quinto dominio de la guerra”, siendo los restantes la tierra, el mar, el aire y el espacio (Manjikian, 2010). En el contexto del control político y la negociación internacional de la ciberseguridad, la trama narrativa está marcando dos grandes líneas de acción (Lambach, 2020).
Por un lado, el enfoque de múltiples partes interesadas, donde las organizaciones privadas tienen participación en las decisiones del Estado. Del otro lado, el modelo multilateral, en el que se gestionan la gobernanza a través de los acuerdos entre naciones y organizaciones intergubernamentales. Las políticas económicas han privilegiado el modelo de partes interesadas desde los años noventa, limitando el control de los Estados sobre sus propios territorios, mientras que países como Rusia y China han cuestionado el modelo de múltiples partes interesadas por mantener el dominio de Occidente (Carr, 2015).
Otra vertiente narrativa es la del nacionalismo digital, con la que se busca trasponer la identidad y cultura nacional al territorio virtual como identidad digital y ampliar la soberanía al espacio digital como proyecto de territorialización tecnológica (Gayozzo, 2022). Esto plantea nudos problemáticos en relación con, por ejemplo, la inclusión, el surgimiento de movimientos nacionalistas que restrinjan los derechos de quienes no son vistos como pertenecientes a los territorios, el reconocimiento y la participación de la diversidad y la errada suposición de que el territorio virtual es solo un extensión del territorio físico, sin la necesaria consideración de las interrelaciones y enriquecimientos simbólicos que transforman lo subjetivo, lo local, lo regional, lo nacional y lo global en interterritorios, cuya caracterización y comprensión se escapa de los límites y fronteras físicas.
El cambio en los ejes argumentales
Para Montañez y Delgado (2001) el reconocimiento y valoración del territorio y sus recursos, tanto presentes como futuros, internos y externos, es visible en la jerarquización de los espacios, así como en los criterios de ocupación, uso, protección y defensa. En consecuencia, se infiere que el hilo argumental de la construcción territorial sería producto de las prioridades establecidas en el territorio, junto con la definición de fines, espacios, actores, relaciones y principios, entre otros aspectos.
Una de estas prioridades es la relación entre el mundo físico y el mundo virtual como marco de cambio en la realidad actual. En el contexto de la aldea global conviven los espacios geográficos tradicionales con los espacios digitales, a esto Jenkins (2006) lo denominó cultura de la convergencia, y se caracteriza porque los contenidos se producen y consumen en múltiples canales, desde la multi y transmedialidad. Mientras los periódicos en papel aún circulan y siguen teniendo una voz fuerte, los medios alternativos digitales están surgiendo con registros independientes y significativos en el consumo de medios.
Seguimos viendo películas en los teatros comerciales, que se promocionan y hacen virales en los ecosistemas digitales; disfrutamos del olor y la sensación de las páginas físicas de un libro, a la vez que leemos en línea e incluso en formatos multimediales. Este fenómeno sería el mismo de los multiterritorios, los interrterritorios y los hiperterritorios, todos ellos prefijos que denotan la interacción, mezcla y conexión entre diferentes territorios que se permean mutuamente.
Ante esto, Cardoso (2022) advierte que es necesario repensar desde las políticas públicas el territorio como un diálogo que incluya tanto los territorios ya conocidos como los nuevos territorios virtuales, de lo contrario, esa configuración de los nuevos territorios estará dictada por las empresas multinacionales, sus medios de comunicación y sus plataformas digitales.
Sin embargo, el desarrollo de las tecnologías de la Información (TIC), de las tecnologías del aprendizaje y el conocimiento (TAC) y de las tecnologías del empoderamiento y la participación (TEP) ha provocado la transmutación de los medios masivos de comunicación, desde la visión unívoca y terminada que ofrecen los periódicos, la radio y la televisión, a modelos de comunicación en los que las personas deben hablar, intervenir y decidir en las redes. Son espacios de cultura digital participativa en los que los consumidores se convierten en prosumidores, es decir en productores y consumidores (Jenkins, 2006).
Cardoso (2022) hace un análisis ilustrativo de esto, donde afirma que una de las razones por las que la era de la televisión está terminando es porque sus narrativas audiovisuales ya no son compartidas por toda la familia; al contrario, los programas están dirigidos a poblaciones e intereses específicos, siendo esta una de las características de estas nuevas narrativas. Otra de las características de las nuevas narrativas transmediales es la de la cooperación activa entre los usuarios en la producción de contenidos (Scolari, 2013) de muy diversa índole y formatos, desde producciones con alto grado de automatización para redes sociales hasta contenidos más reflexivos, técnicos y personales.
En relación con la participación y cooperación, las movilizaciones sociales promovidas en los territorios virtuales se generarían en un entorno en el que, como se mencionaba para el caso de la televisión, los grandes relatos comunes pierden legitimidad, al igual que las organizaciones tradicionales, lo que disminuye su capacidad de convocatoria. Adicionalmente, los liderazgos individuales que antes movilizaban las masas son sustituidos por formas de activismo con convocatorias horizontales, más democráticas, provenientes de colectivos descentralizados en las redes sociales y, por lo general, de intereses específicos y situacionales (Cardoso, 2022).
Castells (2012) define estos fenómenos de movilización como comunidades de práctica insurgentes instantáneas, en las que miles o millones de personas se conectan en la red a partir de la ira o la frustración compartida, frente a la injusticia social, por ejemplo, sin que sean necesarios planteamientos comunes de fondo sobre las políticas o las soluciones o a las dificultades que los reúnen.
Metáforas del ciberespacio
Las metáforas, como formas de expresión del pensamiento con las que se intenta significar, comprender y plasmar la realidad, tienen una función fundamental en la comprensión humana de los hechos, inclusive fungen como orientación y tendencia para la comprensión social y la estructuración de las comunidades. En este caso, abordar las metáforas permite identificar la manera en que se está construyendo el territorio virtual, los principios y los conceptos fundamentales, los sesgos y los errores conceptuales en sus narrativas, y también permite dibujar escenarios de diálogo para orientar los futuros posibles.
Los territorios virtuales, como espacios simbólicos, abundan en metáforas. La misma dificultad de identificar con precisión características físicas que permitan su medición y comprensión propicia que este concepto de una realidad paralela sea significado a través de otros conceptos con los que se establecen relaciones de semejanza. Un ejemplo de ello es “la nube”, metáfora de un conjunto difuso de servidores que almacenan y procesan datos en línea, típicamente ofrecido como un producto comercial por corporaciones.
De inicio, esta nube se concibe como una entidad o espacio sin ubicación específica ni límites reconocibles de manera clara. No obstante, algunos autores manifiestan que sí es ubicable por cuanto parte de una infraestructura informática física localizada en un espacio físico real, territorial, con un alto impacto medioambiental negativo que exige ser revisado (La_jes, 2019; Trimble, 2012).
Desde esta misma ambivalencia, si bien la nube en principio es una metáfora, sus relaciones extraterritoriales e intraterritoriales con los espacios físicos han hecho que se constituya en materia de control y legislación. Así, algunos países limitan la transferencia de datos a través de leyes de localización o de la obligación de las empresas de proporcionar la información, con lo que la jurisdicción sobre los territorios virtuales es objeto de debate (Daskal, 2015).
Asimismo, la metáfora del ciberespacio como un lugar se ha empleado para legislar y privatizar el ciberespacio (Manjikian, 2010). Desde esta perspectiva suele entenderse al ciberespacio como un espacio estático en el que ocurren las cosas, un contenedor de información con límites estables y organizado jerárquicamente por el Estado (Lambach, 2020), y no como un territorio propiamente dicho, un espacio experiencial y relacional en permanente construcción, con propiedades y cualidades emergentes sociales, culturales y simbólicas, en donde principios como la interactividad, la hipertextualidad y la multimedialidad modifican las formas de uso, apropiación y relación con los espacios, en un contexto de gobernanza global.
A pesar de esto, en la práctica, dicha gobernanza ve afectada por visiones comerciales que propenden por la privatización del territorio virtual. Al respecto, Van Dicjk (2016) usa la metáfora de los “jardines vallados” para referirse a las fronteras que se establecen los propietarios de las aplicaciones digitales para limitar la movilidad y libertad de los usuarios en cuanto al intercambio de información. Para este autor, los jardines serían bellos espacios diseñados para atrapar a los usuarios y dejarlos sin control de sus datos, una práctica comercial que hace necesario revisar su compromiso ético y su franca distancia con las políticas del internet como un espacio abierto, libre y accesible.
Este tipo de metáforas y medidas políticas reflejan que desde la visión política y comercial sigue predominando la visión del ciberespacio como un territorio físico y no como una red interconetada (Graham, 2013). Estas alegorías resultan inapropiadas para comprender los territorios virtuales, además de que, desde el punto de partida, generarían pautas narrativas, argumentos, acciones y roles que guardan baja coherencia con la realidad experimentada en estos nuevos territorios de la aldea global.
Al respecto, Bernal (2018) aduce que las representaciones sociales que aún mantenemos caracterizan a la modernidad, por lo que están desfasadas y no equivalen ni explican la lógica no lineal, horizontal, compleja y flexible de los territorios virtuales, con consecuentes cambios en la identidad, la pertenencia y la seguridad.
Desde una perspectiva crítica, Bauman (2001) usa la analogía del turista para ejemplificar la relación de las personas con los actuales espacios de la modernidad líquida. El turista se mueve a un espacio al que no pertenece, generando relaciones interterritoriales; se mantiene en movimiento y crea su historia con base en el presente, sin retomar en mayor medida el proceso histórico y sin consolidar una narrativa, puesto que su devenir se traduce en experiencias específicas, aisladas y no relacionadas entre sí, es decir, en episodios sin compromisos ni responsabilidades ni huellas (Bauman, 2007).
Mönckeberg y Atarama (2020) amplían esta analogía indicando que, a diferencia del turista, el peregrino recorre un camino semánticamente rico, por lo que se constituye en una narrativa; ya que el turista pasa rápido por los espacios manteniéndose en el momento y el lugar, sin establecer relaciones profundas con el espacio y su historia, no estaría propiamente en el camino, y este no sería significativo para la persona. El tiempo del turista y de los territorios virtuales de la modernidad líquida sería una serie de sucesos seleccionados sin tensión narrativa, sin vínculos que tiendan hilos conductores e intencionalidades a lo largo de las acciones y la trama.
La comunicación como ritual
Un posible inicio de solución a la fragmentación e incertidumbre de la época actual es la intervención sobre los procesos de comunicación como garante de construcción de sentido de comunidad en las narraciones compartidas. En los espacios narrativos de los territorios virtuales están cambiando las condiciones, las funciones y los procesos de la comunicación. Atarama-Rojas (2011) indica que a partir de los noventa se comenzó a entender la comunicación como una transmisión en la que el emisor comunica a otro; esta forma de concebir la comunicación, asegura el autor, rompe la relación de la cultura con su localidad de origen.
Dado que según este Atarama-Rojas (2011) la cultura se reubica y readapta a otros entornos, puede plantearse como un giro narrativo a manera de la desterritorialización y reterritorialización de Deleuze y Guattari (1980). En este caso, las transformaciones territoriales constantes son también producto de la fragmentación de los contenidos y de las historias.
En los interterritorios de nuestra realidad real y de la realidad virtual hay procesos de sinergia con acciones de colaboración y cooperación, intercruces de sistemas reticulares (Del Cerro, 2004), interconexiones dinámicas y de mutuo enriquecimiento, que hacen que tengamos que comprender el mundo actual como una relación entre el territorio físico y el territorio virtual.
Esta vinculación lleva a que en los territorios virtuales se observen prácticas semejantes en la comunicación fragmentada, de eventos más que de narraciones. Estas condiciones de debilitamiento de la significación de la información conducen a que se desligue la historia de su contexto, a la fragmentación -en términos de Bauman- por separar a los actores de contenidos vinculados temporal y espacialmente, sin un hilo argumental continuo, sin raíces y procesos históricos que faculten la construcción de identidad y cultura.
En contraste, se propone una visión alternativa desde la perspectiva de la comunicación, como ritual en el que se concibe que el comunicador hace algo con alguien, en una relación recíproca, horizontal, cooperativa y de mutua afectación, que para Algarra (2009) está enfocada desde la dimensión social de un mundo compartido. En este proceso bidireccional se buscaría restaurar y mantener a través del tiempo el ahora débil sentido de comunidad y pertenencia (Mönckeberg y Atarama, 2020), para lo que se estima prioritario construir una narrativa conjunta.
Otro aspecto que diferencia la comunicación como transmisión y como ritual es la manera en que se entiende el proceso y su sentido deontológico. Mientras que en la comunicación como transmisión, propia de la modernidad líquida y su instantaneidad, el proceso sería entendido como la circulación de los mensajes en el espacio a grandes velocidades y distancias, sin consideración profunda de las connotaciones semánticas, culturales y cognitivas; desde la perspectiva de la comunicación ritual se hace énfasis en la comunidad, la comunión con el otro y en lo común, consecuente con la intencionalidad de integrar, vincular, partir de la tradición y de la historia, y darle continuidad, de partir del ritual como proceso que genera pertenencia y valores compartidos (Mönckeberg y Atarama, 2020) desde concebir que la comunicación es hecha por y sobre personas, que afecta personas y es para las personas (Atarama-Rojas, 2011).
Reflexiones finales
A diferencia del resto de primates y de otros homos como el australopithecus o el erectus, lo que nos ha permitido sobrevivir y progresar como especie, incluso más que la inteligencia y la razón (Harari, 2015), ha sido la creatividad y la imaginación. Con la capacidad de simbolizar creamos nuestra propia historia como un imaginario colectivo, es decir, una narración social compartida expuesta como mitos, creencias, rituales y pactos, que van desde la manera en que acordamos entender el origen del mundo y las relaciones del hombre con la naturaleza, hasta la ordenación territorial en los diferentes momentos históricos, incluyendo la narrativa del neoliberalismo y el consumismo como formas acordadas para acceder al desarrollo social.
Para la próxima década se espera que haya un intenso desarrollo del entorno digital a partir de tecnologías como la telefonía 5G, la computación cuántica, el blockchain, la inteligencia artificial, entre otras (Gómez, 2021), lo que agudiza la necesidad de formar territorios virtuales que se ajusten a los parámetros de los derechos humanos y la justicia social. No obstante, la narrativa común de los territorios, y en este caso particularmente de los territorios virtuales, se diluye entre las intenciones de control y poder de diferentes actores.
En el entorno sociocultural y político actual, aunado a la crisis socioambiental global y a la aparición de los territorios virtuales, se bosqueja un escenario de profunda transformación en los espacios de interacción y relación, en los objetivos sociales y en la conducta de los actores. En la dinámica de las interacciones simbólicas de mutua afectación entre lo local y lo global, y la relativización de las distancias y de los recursos materiales como fuente de control y poder, las estructuras sociales y productivas están en reconstrucción, abiertas a la configuración de nuevas realidades que vinculen de manera orgánica los territorios físicos y virtuales.
Justamente en esta dinámica los movimientos sociales están empleando los territorios digitales como espacios de participación, organización y resistencia contra el capitalismo, las normas institucionalizadas y su extensión al dominio digital. Por citar algunos casos, unas de las aristas significativas en la movilización social digital se está tejiendo desde el ciberfeminismo y el hackfeminismo, con el uso de las TIC para la defensa de los derechos, la denuncia de la violencia y el patriarcado, el fortalecimiento de la identidad de las mujeres y la democracia participativa y equitativa (Goldsman, 2015), así como el uso de internet en calidad de espacio político para que los colectivos y organizaciones sociales creen nuevas narraciones del territorio (La_jes, 2019).
Por otro lado, desde los enfoques del extractivismo y la crítica al colonialismo en internet, Mejías (2023) afirma que la datificación de la vida actual es parte de la dinámica del capitalismo y refleja la continuidad del extractivismo inequitativo iniciado por las organizaciones económicas con las plantaciones, a las que siguieron las fábricas, es decir, una continuidad del colonialismo. De hecho, para Ricaurte (2023) estas prácticas extractivas también atraviesan los cuerpos y los territorios.
Estas formas de movilización política, orientadas desde diferentes enfoques y defensas, son solo algunos de los ejemplos de la manera en que se está transformando la movilización política en los territorios virtuales. Si bien son aspectos fundamentales en la comprensión de la conformación de los territorios del siglo XXI, marcando líneas narrativas contestarías, de oposición a la institución y de planteamiento de nuevas formas de identidad, participación, organización y relación social, su estudio escapa al alcance de este artículo. Sin embargo, es necesario plantear que la comprensión global de las narrativas digitales exige el estudio de las diversas formas en las que las comunidades y grupos de intereses aportan a la construcción de una nueva narrativa social.
En esta misma dirección, los diferentes autores y argumentos mencionados en este artículo apuntan a la necesidad de reformular las narrativas desde una perspectiva colaborativa y prosocial. Lechón y Ramos (2020) dibujan un reto social consistente en construir un territorio autoorganizado horizontalmente, descentralizado, con respeto de los derechos humanos, incluyendo los nuevos derechos digitales. Las intenciones de académicos como Nussbaum (2012), que plantean virar de perspectiva para mejorar el bienestar común y la justicia social, se ven ampliamente comprometidas frente a los avances de las estructuras políticas actuales, cuya acción está marcada por la narrativa de la sociedad de consumo.
Así, mientras Rusia y China acercan sus agendas y narrativas sobre la seguridad nacional, la soberanía, la conquista territorial y la redistribución mundial del poder económico y político, en contraposición al bloque occidental, también en búsqueda de mantener su poder territorial global, donde las corporaciones económicas globales privadas como Meta y Google negocian directamente con los Estados el futuro común, desde sus interés económicos particulares, sin que la sociedad se vea representada en estos acuerdos.
En consecuencia, estamos experimentando la emergencia de empresas con poder político global, semejante al de las naciones, que trazan rutas de desarrollo basadas en el usufructo económico de particulares y no en la necesaria visión multidisciplinaria para el desarrollo social justo y sustentable. La amenaza de continuar narrando el futuro social desde las leyes de demanda y oferta, con la especulación como consecuencia derivada, con la perpetuación de la desigualdad y el conflicto por el control de los recursos, compromete la posibilidad de cooperar en la creación de territorios virtuales comunes, abiertos y justos, desde miradas multidimensionales y multidisciplinares no limitadas a la perspectiva económica.
Estas visiones inclusivas, participativas y dialógicas, fijadas en el respeto, la dignidad y la bioética, pueden fungir como puentes para reducir la brecha entre los poseedores de los recursos materiales y simbólicos, los poseedores del poder político y el grueso de la población del planeta. Actualmente ya se está haciendo especulación inmobiliaria en los metaversos, con lo que las empresas poseedoras de las grandes plataformas y aplicaciones están restringiendo la libertad de movilidad en el ciberespacio -en contra de su naturaleza como espacio libre para promover sus objetivos de mercado y beneficio económico, a la vez que avanzan en otras estrategias de monetarización, ajenas a los procesos racionales de maximización de los beneficios sociales, objetivo que debería ser prioritario en el entorno de la algocracia.
En este punto se encuentra una alta vinculación entre los territorios físicos y los virtuales, por cuanto son problemáticas transversales a los entornos sociales, a los territorios, y están relacionadas directamente con el modelo de desarrollo desde el que se edifica la narrativa social, con intencionalidades contrapuestas entre la visión capitalista de acumulación de recursos y poder, por un lado, y visiones alternativas emergentes en las que se plantean nuevas perspectivas relacionales para encaminar el desarrollo hacia la sostenibilidad, la ética, el bienestar común y la justicia social, entre otros aspectos.
Pensando en estas problemáticas comunes a los diferentes espacios, pueden retomarse planteamientos de la filosofía política para buscar posibles soluciones. En particular, es relevante la perspectiva de Nussbaum (2012), en la que se privilegia la ética y la dignidad humana como punto de partida de las relaciones sociales y de la justicia social, con la felicidad y el desarrollo humano integral como factores determinantes de las estructuras políticas, más allá de la mirada circunscrita a los indicadores económicos. Lejos de ser simplemente una visión optimista, puede ser un cambio paradigmático que abre caminos para la redefinición de los principios y de las narrativas desde las que se sustenta la visión de mundo y desarrollo.
Del Cerro (2004) afirma que los espacios relacionales no serían generados desde la individualidad, sino como prácticas de actores-en-redes, en comunidades. En esta narrativa, las metáforas en la que se vinculaban a los individuos con la nación y a la familia con los grupos e instituciones son reemplazada por la metáfora de las conexiones reticulares como giro dramático en el que se modifica la explicación de la organización social y de la relación entre lo global y lo local. La perspectiva relacional, de corresponsabilidad y cooperación se anuncia entonces como estrategia narrativa para comprender, actuar y formar un mundo conectado y sostenible.