Introducción
La alimentación es un proceso dinámico y complejo que se integra por distintas dimensiones dialécticamente interrelacionadas que van desde lo sociocultural, político-económico, ambiental, tecnológico hasta lo ideológico y culinario. Desde un enfoque político y económico se aborda la hegemonía y el dominio de Estados Unidos (EE. UU.) en el orden agroalimentario mundial. Ello, desde la posguerra cuando los alimentos se transformaron en mercancías e instrumentos para proteger sus intereses geopolíticos, especialmente en América Latina (AL).
Rubio (2011, 2014), Friedmann (2005) y McMichael (2009, 2015a, 2015b) coinciden en que el papel subordinado de la agricultura de granos básicos y de la agricultura empresarial de los países subdesarrollados, así como su dependencia alimentaria, se explican en el proceso histórico de construcción y defensa de la hegemonía de EE. UU. y en la consolidación del poder corporativo en las cadenas agroalimentarias globalizadas, sobre el que se sustenta el actual régimen alimentario neoliberal. Si bien Rubio, Friedmann y McMichael coinciden en abordar el proceso histórico de construcción del dominio alimentario, cada uno propone distintas periodizaciones y categorías.
Rubio considera que el análisis histórico permite explicar el desarrollo de la hegemonía de EE. UU. y el surgimiento de otras hegemonías en el orden agroalimentario mundial y, a la vez, “entender los mecanismos que han generado la dependencia alimentaria de los países del sur y, con ella, la desestructuración de las unidades productivas de los campesinos e indígenas de las zonas marginadas del planeta” (Rubio, 2014: 19). Entre los mecanismos de poder que Rubio identifica se encuentran la ayuda alimentaria desde los años cincuenta y en el neoliberalismo “la estrategia financiera y territorial con el fin de sostener su poder frente a los países emergentes del sur, China, Rusia e India” (Rubio, 2014: 20). Para este análisis, Rubio (2014) sugiere cuatro etapas históricas. La primera corresponde al inicio de la posguerra (1945-1970), la segunda a los años de crisis del orden agroalimentario mundial (1970-1979), la tercera al neoliberalismo (1980-2002) y la cuarta al declive hegemónico de EE. UU. y la crisis capitalista y alimentaria (2003-2012). En este último periodo estallaron la crisis alimentaria (2008) y la crisis capitalista (2009). Con la última crisis se profundizó la pobreza en América Latina por “el declive de los ingresos de la población en términos reales, tanto urbana como rural” (Rubio, 2011: 109).
Friedmann (2005) y McMichael (2009, 2015a, 2015b) argumentan, por su parte, la utilidad del concepto de régimen alimentario como categoría para identificar y analizar el papel de los alimentos en la economía mundial y las relaciones sociales que se establecen en todas las actividades vinculadas a la producción y el consumo de alimentos (Friedmann, 2005), así como identificar las contradicciones que generan las crisis, la transformación y la transición (McMichael, 2009) en la integración del orden agroalimentario mundial. Según la propuesta de estos autores, el régimen alimentario ha seguido tres fases históricas que corresponden a distintos periodos de acumulación del capital (McMichael, 2009). La primera fase es de 1870 a 1930-1940 y corresponde a la hegemonía de Inglaterra, la segunda fase de 1950 a 1970 donde se reconfigura la economía mercantil e industrial y se consolida el poder agroalimentario de EE. UU. en el marco de la Guerra Fría y la tercera fase, propuesta por McMichael (2009), comienza en 1980 y se refiere al régimen alimentario corporativo que ha sido conceptualizado como proyecto de globalización neoliberal. Este proyecto opera “a través de los Estados que han interiorizado el principio de mercado” (McMichael, 2015b: 134). Conforme con este principio, América Latina adoptó el modelo de ventajas comparativas o especialización internacional de la agricultura.
Ahora bien, siguiendo la argumentación de McMichael (2015b), México es uno de los países que desde 1982, para renegociar su deuda externa y participar en la nueva división internacional del trabajo en la agricultura, impulsó la agroexportación no tradicional de frutas frescas y hortalizas para los consumidores privilegiados y al mismo tiempo eliminó los subsidios al maíz, frijol, arroz y trigo que, en palabras de Valencia Romero et al. (2019: 225), forman “parte de la dieta de la mayoría de la población, sin olvidar que su cultivo se relaciona con segmentos significativos de la población rural. Esto generó diversos problemas interrelacionados como la desestructuración de la agricultura de alimentos básicos, el debilitamiento de los sistemas alimentarios locales, la contaminación de las tierras por el uso intensivo de agroquímicos, el deterioro de las condiciones de vida en el campo, el incremento de la migración, la pérdida de la cultura alimentaria campesina al modificarse el gusto y los hábitos alimentarios saludables locales en favor de los alimentos altamente procesados y, la dependencia alimentaria (Steffen Riedemann y Tarrío García, 2010; Rubio, 2011, 2014; McMichael, 2009, 2015a; Rapallo y Rivera, 2019).
La dependencia alimentaria de México con EE. UU., como efecto del modelo agroexportador de cultivos no tradicionales, se ha manifestado en el incremento de las importaciones de granos básicos. Estimaciones del Centro de Estudios de las Finanzas Públicas (CEFP) muestran que en 2006 y 2011 las importaciones de arroz pasaron del 70.6% a 84.6%, de trigo del 56.0% al 61.2%, de maíz del 26.0% a 36.1% y de frijol del 8.8 a 20.5% (Cámara de Diputados, 2012). Por su parte, Víctor Villalobos, secretario de Agricultura y Desarrollo Rural (SADER), señaló que en 2018 las importaciones de estos granos fueron del 82.2% de maíz amarillo, 4.7% de maíz blanco (harinero), 86% de arroz y el 70% de trigo (Agencia EFE, 2019).
El objetivo del artículo es demostrar que la comercialización de granos básicos, conducida por los países desarrollados, debilitó la agricultura tradicional de los países históricamente dependientes y, por lo tanto, perdieron su autosuficiencia alimentaria, como es el caso de México. Si bien Estados Unidos es el principal productor de granos básicos en el mundo, su hegemonía en el cultivo de maíz la comparte con China continental y, en América Latina, con Brasil. En contraste, México con el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) firmado en 1994, se ubicó entre los principales importadores de maíz amarillo y trigo, que lo colocó en situación de mayor vulnerabilidad ante las crisis alimentarias mundiales, el incremento de los precios de los granos básicos controlados por las corporaciones trasnacionales y la especulación financiera internacional, entre otros riesgos. De acuerdo con lo anterior, surge la pregunta: ¿México debe continuar con el modelo de ventajas comparativas que acentúa su dependencia alimentaria o pensar en la soberanía alimentaria como alternativa para el bienestar social?
1. Método y materiales
Este artículo tiene como fundamento la propuesta del régimen alimentario de Friedmann (2005) y McMichael (2009, 2015a) a partir de la posguerra. Asimismo, se recurrió a los análisis histórico-lógico y descriptivo de la producción, importación y exportación de trigo y maíz en el ámbito mundial por países desde 1980-2017. Para la elaboración de las series estadísticas históricas se recopilaron datos contenidos en Food and Agriculture Organization Corporate Statistical Database (FAOSTAT) a partir del año más reciente (en ese momento 2017) y retroceder hasta 1980. Este procedimiento permitió identificar los países que encabezaban la lista de FAOSTAT y seleccionar a los principales por regiones (América del Norte, Europa, Asia y América Latina), pero México como objeto de la pesquisa. Las fuentes consultadas del orden documental fueron libros y revistas y del orden estadístico los informes de FAOSTAT y de Cotrisa-Comercializadora de Trigo S. A.
2. Consolidación del dominio alimentario de Estados Unidos a través de las ayudas económica y alimentaria, 1950-1970
El uso estratégico de los alimentos como arma política y de guerra se redefinió después de la Segunda Guerra Mundial en The Agricultural Trade Development and Assistance Act of 1954 que emitió el Congreso de EE. UU., también conocida como Public Law (PL-480) (en español LP-480). Con fundamento en esta ley, Europa occidental pudo recibir ayuda alimentaria para su reestructuración a través del llamado Plan Marshall. Posteriormente, EE. UU. desplegó los programas Alimentos para la Paz (1959) y Alianza para el Progreso (1961) (NACLA Report on the Americas, 1975; Portillo, 1987) con los que el gobierno de EE. UU. ejerció su poder hegemónico en América Latina y el Caribe, pues no sólo exportó alimentos y envió ayuda alimentaria para deshacerse del excedente sino también quitó a los gobiernos contrarios a sus intereses geopolíticos y económicos e impuso a gobiernos “amigos” o leales, los cuales subvencionaron los salarios con las ayudas recibidas para impulsar la industrialización de sus países (McMichael, 2009). En cambio, estos programas facilitaron a las corporaciones trasnacionales la expansión de su poderío en la cadena alimentaria de los países dependientes.
En palabras de Aldamiz-Echevarria (2003), los programas de ayuda económica y alimentaria estuvieron “al servicio de su política exterior y de sus intereses geoestratégicos entre los que se encontraba frenar el avance del comunismo” (p. 29). A estos programas se sumó el inicio de la revolución verde que la Fundación Rockefeller promovió en los países dependientes con el argumento de utilizar tecnologías que intensificaran la agricultura para “dar de comer a los hambrientos” del mundo. McMichael (2015) opina que adoptar esta revolución tecnológica significó la internalización del modelo agroindustrial de EE. UU. y la inserción de los sectores agrícolas nacionales a la nueva división internacional del trabajo en la agricultura, ya que implicó el uso de paquetes con alta tecnología (sistemas de irrigación, fertilizantes petroquímicos, semillas mejoradas y otros) para incrementar la productividad del campo. Para esto, los gobiernos de los países dependientes crearon una nueva reforma agraria para disminuir el malestar de los campesinos y expandir “las relaciones de mercado en el área rural” alrededor de los complejos trasnacionales (McMichael, 2015).
Con la modernización de la agricultura en los años sesenta sobrevino un periodo de sobreproducción mundial de cereales básicos, pues Europa occidental y los países dependientes lograron autoabastecerse (Rodríguez Muñoz, 2010), lo que generó la caída de los precios en el mercado internacional. A este periodo, le siguió la crisis alimentaria de 1972-1974 que Rubio (2014) llama crisis del régimen de acumulación con la que se incrementaron los precios del trigo al caer las reservas en Argentina, Australia, EE. UU., Canadá y la Comunidad Económica Europea, en ese momento principales exportadores (FAO, 1975). Con esta crisis el número de personas con hambre aumentó en los países dependientes. En noviembre de 1974, Kissinger convocó a la Conferencia Mundial de Alimentación, que se realizó en Roma para analizar la crisis alimentaria y “enfrentar dos necesidades urgentes: la respuesta a las emergencias alimentarias y la garantía de un suministro adecuado para reducir la brecha entre los países desarrollados y los países en desarrollo” (FAO, 2017: 92). En ese año, Earl Butz, secretario de agricultura, refrendó el uso geopolítico de los alimentos (NACLA Report on the Americas, 1975) diciendo: “El alimento es un instrumento. Es una de las armas que tiene el gobierno norteamericano para sus negociaciones” (Vázquez Zentella, 2016: 590). Landa y Solari (2000) señalan que después de 1974 el orden agroalimentario se reestructuró, la participación del trigo, maíz y otros granos básicos se incrementó en el mercado internacional, disminuyeron las antiguas exportaciones latinoamericanas (café, plátano y azúcar) y fue el principio de América Latina hacia la especialización de los cultivos de lujo (frutas y hortalizas); en consecuencia, el inicio de la pérdida de su autosuficiencia alimentaria se concretó en el régimen corporativo, utilizando el concepto propuesto McMichael (2009).
En resumen, si bien con la ayuda alimentaria los países receptores evitaron el hambre entre su población pobre, también sirvió para abrir nuevos mercados a los granos básicos de EE. UU. y debilitar la agricultura tradicional de los países receptores, en donde los campesinos no pudieron competir con los precios de los alimentos donados. Esto contribuyó al abandono del cultivo local de granos básicos y al cambio de la dieta tradicional por el consumo de otros cereales y alimentos industrializados. Un ejemplo referente a esta situación es el caso de Centroamérica debido a que se modificó:
[…] el ‘gusto’ por granos distintos a los de consumo local tradicional (por ejemplo, las tortillas de trigo en Centroamérica, que reemplazan a las tradicionales tortillas de maíz) y que minó la capacidad local de producción cerealera, en tanto los productores nacionales no podían competir con el grano ‘donado’ internacionalmente. Por otra parte, dicha política fue complementada por un sistema de protección doméstica –vía un sistema de subsidios– a los agricultores cerealeros norteamericanos. Ello condujo a la consolidación de un sistema de dependencia alimentaria en el grano norteamericano –que llegó a ser uno de los principales productores mundiales de maíz y trigo– y a minar muchos sistemas alimentarios locales en el tercer mundo (Cid, 2007: 75).
Ha sido la misma situación en México, donde además del incremento de la dependencia alimentaria, las poblaciones rurales tendieron a modificar su dieta con alimentos tradicionales por alimentos altamente procesados.
3. De la autosuficiencia a la dependencia alimentaria de México en el neoliberalismo
Cuatro años antes de estallar la crisis económica mundial de 1982 que el gobierno de José López Portillo erigió el Sistema Alimentario Mexicano (SAM) vigente de 1979 a 1982 se sustentó en la bonanza petrolera (Félix-Verduzco et al., 2018). Con este sistema, afirma Spalding (1985:315), el gobierno “rechazó el libre comercio basado en las ventajas comparativas” y se propuso recuperar la autosuficiencia en maíz y reducir el “déficit recurrente en la producción de otros productos clave como trigo y frijol”. Esta postura cambió en la administración de Miguel de la Madrid (1981-1987) con el comienzo de los programas de ajustes estructurales en la agricultura “sugeridos” por el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial (BM) y aceptados por López Portillo en la Carta de Intención, firmada en 1981, para renegociar la deuda externa. Entre los ajustes, “la cara más visible de la globalización” (Llambí, 2000: 98) se encontraron la reducción de la participación del Estado en el desarrollo económico de este sector, la apertura comercial y la reforma de la legislación agraria que afectó la propiedad ejidal y comunal (Calva, 2004).
Como parte del proceso de integración de México al nuevo orden agroalimentario, De la Madrid firmó en 1985 el acuerdo de Entendimiento entre Estados Unidos y México sobre subsidios e impuestos compensatorios donde se comprometió a no subsidiar las exportaciones destinadas a EE. UU. (Castro Martínez, 1990: 485). Al respecto, en 1986 México se incorporó al Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (GATT por sus siglas en inglés), lo que le permitió participar en la Ronda de Uruguay de ese año, en la que por primera vez, se incluyó el tema de la agricultura propuesto por EE. UU. Para dicha reunión se plantearon tres objetivos: “lograr una mayor liberalización del comercio de productos agropecuarios y someter todas las medidas que afectan el acceso de las importaciones y la competencia de las exportaciones bajo unas normas y disciplinas del GATT con un funcionamiento más eficaz y reforzado” (Healy, Pearce, y Stockbridge, 1998: s. p.). De acuerdo con estos objetivos, John Block, secretario de Estado para la Agricultura (1981-1986) defendió en la Ronda de Punta del Este en 1986, el concepto de seguridad alimentaria a través de las importaciones de cultivos agrícolas norteamericanos y la apertura de mercados. Afirmó: “Es un anacronismo de épocas pasadas, pensar que los países en desarrollo deben alimentarse asimismos. Les convendría más confiar su seguridad alimentaria en los productos agrícolas de EE. UU que están disponibles casi siempre a un coste inferior” (Bello, 2004 citado por Wüildenmar, 2009: 36). Lo que Block planteó, en ese momento, fue una nueva división internacional del trabajo en la producción agrícola gracias a la cual los países pudieran aprovechar las ventajas comparativas y se liberara el mercado de cereales, lácteos, hortalizas y frutas, entre otros. Tanto el gobierno de México como del resto de América Latina vieron en las ventajas comparativas, la oportunidad de integrar a sus países en la economía global. Esperaban que fueran “la solución a sus males económicos” (Murray, 1999: 80-81). Las negociaciones concluyeron en 1994 con el Acuerdo sobre Agricultura de la Ronda de Uruguay (AARU) donde se establecieron las reglas del libre comercio (Rello y Trápaga, 2001), y en ese año México formalizó la apertura de su mercado a las importaciones-exportaciones con la firma del TLCAN.
Respecto a olvidar la autosuficiencia alimentaria y apoyar la agroexportación y la apertura del mercado que sugiere Butz y Block, el expresidente de México Peña Nieto en su discurso del 8 de mayo del 2018 pronunció en la clausura de la XXXIV Asamblea General Ordinaria del Consejo Nacional Agropecuario (CNA) que:
[…] la realidad es que hoy ningún país produce todo lo que consume y éste es un mito que hay que romper, ningún país hoy en el mundo produce todo lo que consume […] en un mundo globalizado francamente no hace sentido ni razón el aspirar a la autosuficiencia, ha sido una política del pasado, equivocada (Lara, 2018).
Igual que sus antecesores, el expresidente Peña Nieto no consideró las desventajas de este modelo: la creciente dependencia alimentaria, sobre todo de granos básicos, el abandono de tierras de cultivo, la caída del nivel de ingreso de los productores, el incremento de la migración (Steffen Riedemann y Tarrío García, 2010) y el deterioro del medio ambiente por la deforestación de bosques y selvas.
4. Cultivos “ganadores” versus cultivos “perdedores”
México y los países del resto de América Latina comenzaron el proceso de integración al orden agroalimentario neoliberal desde 1982 a través de la agroexportación empresarial y la apertura de sus mercados a las importaciones de granos básicos y otros alimentos. Así, mientras EE. UU. se especializó en los cultivos de mayor eficiencia y menor costo como maíz, trigo, avena, cebada y frijol de soya, los países de América Latina se dedicaron a los cultivos de trabajo-intensivo como las frutas y hortalizas (Landa y Solari, 2000). Uno de los efectos de la especialización internacional de la agricultura en los países dependientes se manifiesta en la existencia de “cultivos ganadores y perdedores” (Valencia Romero et al., 2019). En México los cultivos “ganadores” son aguacate, jitomate, fresa, frambuesa, frutos secos y otros que generaron en 2019 un superávit en la balanza comercial agrícola; en cambio, los cultivos “perdedores” son maíz, trigo, arroz y frijol (SADER, 2019), cuyas importaciones de EE. UU. han aumentado desde 1995. Otro país que adoptó la política de ventajas comparativas fue Argentina, en donde la soya o soja con destino a China desplazó al maíz y trigo, entre otros granos básicos (Reboratti, 2010; McMichael, 2015a), a diferencia de Brasil que desde 2010 incrementó su producción y exportación de maíz para Asia (Rubio, 2011; Rapallo y Rivera, 2019).
No se puede perder de vista que detrás de los cultivos “perdedores” con la política de ventajas comparativas, en México se encuentran los campesinos de subsistencia, quienes han sido los verdaderos perdedores con la política neoliberal al quedar excluidos del apoyo del Estado a diferencia de los granjeros productores de granos básicos de EE. UU., quienes reciben subsidios directa o indirectamente de su gobierno y pueden competir en el mercado internacional.
5. México y países productores y exportadores de maíz y trigo
Este apartado muestra la dimensión de la dependencia alimentaria de México en maíz y trigo, y a los principales países productores y exportadores de estos granos. En la gráfica 1, elaborada con datos de FAOSTAT (2017a), se observa a EE. UU. como principal productor mundial de maíz entre 1980-2017, seguido de China. Las curvas de producción de México, Francia y Argentina se mantienen unidas hasta 2012 y en el año siguiente empiezan a separarse ligeramente, pero por debajo de la curva de producción de Brasil.
La gráfica 2 muestra la curva de importaciones de maíz realizadas por México que desde 1994 han sido ascendentes hasta casi coincidir en 2017 con el volumen de importaciones de Japón. En ese año las importaciones de México ascendieron a cerca de 14 000 000 de toneladas y en el periodo 2019-2020 (junio), según Cotrisa (2019a), serán de 18 500 000 toneladas. La Agencia de Servicios de Comercialización y Desarrollo de Mercados Agropecuarios (2019) señala que en 2019 México estaba en el segundo lugar después de la Unión Europea y Japón.
En la gráfica 3 se observa a EE. UU. como principal exportador mundial de maíz, y también aparecen Argentina y Brasil. Otro grupo de países lo integran Canadá y Francia cuyas exportaciones se han mantenido estables. México no figura porque cuando aparece en la lista de FAOSTAT (2017c) se ubica después del décimo lugar y, de acuerdo con las estimaciones de Cotrisa (2019b), entre 2014-2015 a agosto de 2018-2019 se ubicó en los últimos lugares de diecinueve países exportadores de maíz.
Referente a la producción de trigo, la gráfica 4 muestra a China continental desde 1982 como principal productor de este cereal, seguida de la India, EE. UU. y la Federación de Rusia (hasta 1991 llamada Unión de las Repúblicas Socialistas Soviéticas), y también aparece Argentina.
Fuente: elaboración con datos de FAOSTAT (2017a). Nota: *Hasta 1991 Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas
La gráfica 5 muestra la curva de importaciones de trigo de cinco países. Se observa que desde 1996 a 2017 México ha importado este grano sin interrupción, pero con fluctuaciones. Según estimaciones deCotrisa (2019c), entre 2015-2016, 2017-2018 y 2019-2020 sus importaciones anuales fueron de un poco más de cinco millones de toneladas.
En la gráfica 6 se observa a EE. UU. como principal exportador de trigo, seguido por Canadá, Francia y Australia. De América Latina destaca Argentina que se ha mantenido como exportadora de este grano desde 1980. México solo ha exportado escasamente por algunos años.
La gráfica 7 muestra el coeficiente de dependencia de las importaciones de cereales que realizan ocho países seleccionados. Mientras que EE. UU., Canadá, Federación de Rusia, India y Argentina no dependen de estas importaciones; México ha llegado a importar más del 30% de cereales para garantizar el consumo interno, lo que pone en riesgo su soberanía alimentaria.
Análisis prospectivo
La revisión histórica de reconfiguración del orden agroalimentario mundial muestra que EE. UU. ha protegido sus intereses geopolíticos y económicos a través del uso de los alimentos, entre ellos los granos básicos, como arma política y de guerra frente a otras hegemonías. En cambio, los gobiernos de América Latina han adecuado sus políticas agrícolas y agrarias al esquema productivista neoliberal. Por ejemplo, México orientó su política agrícola al desmantelamiento del sistema de subsidios a la agricultura tradicional e impulsó la especialización agroempresarial de frutas y hortalizas. Una especialización poco estratégica porque las divisas obtenidas con las exportaciones de estos cultivos, “son vulnerables ante la compra al exterior de granos básicos” (Valencia Romero et al., 2019: 244). El resultado ha sido la pérdida de la autosuficiencia alimentaria, la pobreza de los campesinos, la dependencia alimentaria, mientras que EE. UU. se ubica como principal productor y exportador de maíz, seguido por China continental y en América Latina por Argentina y Brasil, como se mostró en las gráficas. Ante esta situación es necesario retomar la pregunta planteada al inicio: ¿Qué alternativa tiene México para dejar de depender del abasto externo de alimentos básicos sin abandonar la agroexportación?
Siguiendo las propuestas de Heinisch (2013), Rubio (2014), McMichael (2015a), Fletes Ocón et al. (2019) y Gómez-Núñez et al. (2019), al Estado mexicano se le plantea el desafío de repensar su política agrícola y pensar en la soberanía alimentaria para recuperar su autosuficiencia en granos básicos, mantener el equilibrio entre los sectores agroempresarial y agrícola tradicional y rescatar el consumo local de alimentos saludables, culturalmente adecuados y accesibles para enfrentar el problema de obesidad infantil y de adultos por el consumo de alimentos industrializados con altos niveles de nutrientes críticos (azúcar, grasas y sal), dice Rapallo y Rivera (2019), que son elaborados por las grandes procesadoras de alimentos.
Ahora bien, el concepto de soberanía alimentaria fue planteado por el movimiento social internacional La Vía Campesina (LVC), integrada desde 1993 por organizaciones de ochenta y un países, entre las que se encuentran la campaña Sin Maíz No Hay País, El Campo No Aguanta Más, la Convención Indígena Campesina y Popular (Heinisch, 2013; McMichael, 2015a; Gómez-Núñez et al., 2019) y la Organización Campesina Emiliano Zapata-Coordinadora Nacional Plan de Ayala (OCEZ-CNPA) con sede en Chiapas, México (Gómez-Núñez et al., 2019; Fletes Ocón et al., 2019). Cada organización ha intentado concientizar a la sociedad de la importancia de construir la soberanía alimentaria desde la colectividad campesina, pues reconoce a los campesinos como principales actores sociales en el proceso agroalimentario y el cuidado de la alimentación saludable y nutrición en sus comunidades. Un ejemplo de construcción de la soberanía alimentaria lo da OCEZ-CNPA, la cual ha realizado actividades de capacitación sobre alimentación, medioambiente y sistema sociopolítico. Una de sus actividades realizadas en 2006 fue la feria de semillas de maíz y derivados (Gómez-Núñez et al., 2019).
En concreto, la soberanía alimentaria garantiza el ejercicio de varios derechos universales como el derecho a la salud, el derecho a la alimentación saludable, el derecho a decidir qué comer, cómo producir alimentos básicos y garantizar su acceso acorde a las necesidades locales y regionales, la cultura y los ecosistemas, además de asegurar el derecho a proteger los cultivos nativos (Heinisch, 2013). El ejercicio del último derecho enfrenta “la privatización del conocimiento local” (Hernández Moreno y Villaseñor Medina, 2014: 65) y recupera los saberes y conocimientos campesinos.
Reflexiones finales
Pensar en la soberanía alimentaria probablemente sea una utopía colectiva, pero las utopías se alcanzan, en este caso, con la acción de los distintos actores sociales que intervienen en un proceso social como es la alimentación. Hasta hoy, si bien las acciones de los grupos sociales no han logrado revertir el orden agroalimentario mundial, abonan un campo fértil de posibilidades de autogestión de las comunidades campesinas en favor del desarrollo endógeno y de sostenibilidad ecológica a partir de la reflexión e intercambio de saberes, conocimientos y prácticas culturales orientadas a la alimentación saludable. Un ejemplo de la acción autogestiva para la construcción de la soberanía alimentaria, es la realizada en México por OCEZ-CNPA “que pretende capacitar a los campesinos para rescatar y fortalecer sus prácticas, mediante la experimentación agroecológica” (Gómez-Núñez et al., 2019: 19).
La experiencia de OCEZ-CNPA muestra que la transformación de la realidad social es a partir del control local y regional, por lo que la soberanía alimentaria no se construye desde la hegemonía, sino desde la subalternidad sobre la base del diálogo de saberes entre campesinos, y entre campesinos y representantes gubernamentales y académicos. Sin duda, es otro tema que queda en el tintero porque exige muchas páginas.