Platícanos cómo llegaste a los estudios sobre antropología de la alimentación.
Me formé como antropóloga social de una forma indirecta, a través de la carrera de geografía e historia, porque entonces en España no existía la antropología, aunque podías ir cursando asignaturas optativas a lo largo de los 5 años de la carrera; posteriormente, hice el doctorado en antropología urbana en la Universidad de Barcelona y me fui a hacer el posgrado en el campus de Tarragona, en donde se estaban proponiendo como líneas de investigación la antropología urbana, los estudios urbanos y los estudios en antropología médica.
Originalmente, estaba decidida a realizar investigación sobre estudios urbanos, pero la vida te lleva a tomar decisiones también de tipo pragmático. Quería trabajar en comunidades marginadas del área metropolitana de Barcelona, en procesos de segregación espacial y de segregación social, pero, finalmente, lo tenía que complementar con mi dedicación profesional, ya que entonces estaba trabajando en una agencia de publicidad, lo cual me llevó a cambiar mi objeto de estudio hacia las prácticas alimentarias vistas desde el punto de vista de la publicidad, pues me resultaba más factible hacer la tesis doctoral con esa combinación que con los estudios urbanos.
Llegué a la alimentación de una forma espontánea, pues por mi interés en la publicidad y los procesos de cambios económicos sociales, la alimentación constituía un espacio privilegiado para observar cómo España se había transformado en esas últimas décadas. Me interesaba partir de mi propia experiencia como sujeto en dichos procesos, como mujer nacida en los años sesenta, viviendo el desarrollismo franquista, cada vez más cuestionado y en camino hacia la transición; observar las modificaciones sociales y económicas que afectaron a las mujeres; las transformaciones en la cultura alimentaria.
Así, busqué hilvanar la publicidad como un espacio donde se reflejaban los cambios micro y macro, el marketing asociado con los nuevos productos, mayormente industrializados; pero también los cambios en los saberes, en las maneras de hacer la cocina en la alimentación doméstica y allí encontré mi aterrizaje final, llegué al ámbito de la antropología de la alimentación de la mano de dos tutores: Jesús Contreras y Silvia Carrasco, cuando la antropología de la alimentación era una línea nueva en España, no así en otros lugares de Europa, donde se contaba con un núcleo teórico consistente, sobre todo en Francia y Gran Bretaña.
Silvia me ayudó mucho en la parte de la construcción del marco teórico y Jesús en la parte metodológica, me sentí muy bien guiada -lo que no siempre sucede en las direcciones de tesis- y fui adentrándome en los clásicos de la antropología, en un repaso, desde el siglo XIX, de cómo esta disciplina había construido la alimentación como objeto de estudio pero sin constituir ninguna de las grandes antropologías. Siempre aparecía en las monografías la parte relacionada con las subsistencias, con la producción y distribución de alimentos, pero no era la antropología económica, ni la antropología de la religión, aunque siempre aparecía la alimentación en los procesos rituales; tampoco era la antropología del parentesco, aunque muchas veces los dones estaban basados en cuestiones alimentarias. Entonces descubrí, en autores como Marcel Mauss, que la alimentación era una especie de ventana, en términos más formales como un hecho social total, a partir del cual cualquier manifestación cultural sea de parentesco, económico, o cualquier otro, tenía su expresión en las prácticas alimentarias, y que a partir del sistema alimentario puedes deducir cómo funcionaban en esa cultura las cuestiones relacionadas con la identidad, con el género, con la salud. Desde entonces ha sido un espacio con tantas ventanas posibles en el ámbito de la salud, del género, de la economía, de la ecología.
Entonces, ¿por qué estudiar la alimentación desde la antropología?, porque constituye un espacio privilegiado para analizar esa doble característica que tenemos como seres humanos, seres biológicos, por una parte, y seres sociales, por otra, porque existe una débil frontera entre cultura y natura; para sobrevivir necesitamos alimentarnos, pero no solamente comemos porque los alimentos contienen sustancias nutridoras, sino ¿qué funciones se le atribuyen a la alimentación?: la de procurar sustento, y los alimentos nos dan esas sustancias, que por un lado son físicas, pero también incorporamos aquellos atributos y significados sobre lo que es bueno y malo para el cuerpo y para el alma. Entonces, si consumimos la comida, estamos consumiendo esos atributos. La frase “somos lo que comemos”, del filósofo alemán Feuerbach, muestra que realmente lo somos en términos tanto físicos y biológicos, como también culturales.
Lo relevante para el antropólogo que se dedica al estudio de las sociedades y de las culturas, es cómo estas se organizan y se estructuran; sin embargo, debido a que la comida es una actividad central muy cotidiana y a veces lo que es cotidiano como que no tiene sentido, no le das el mismo valor que si es un rito de paso o que si es una actividad esporádica. Pensemos, si comemos de 3 a 4 veces al día, y si multiplicas esto por los años que vamos a vivir, la esperanza de vida pues son 70 u 80 años, pues estamos comiendo 150 mil veces. Es tan cotidiano que cuesta pensar en la centralidad que tiene en nuestras vidas e interpretamos que ese acto de ponernos comida en la boca es mecánico, y no lo es, para cuando lleguemos al punto de digerir, cuando empieza a actuar la parte nutricional de la composición de los alimentos, ya antes, va a depender de normas, de la disponibilidad, de la tecnología, de la economía, de las relaciones de poder, que finalmente harán que una persona se introduzca en la boca una cosa u otra, si es niño, si es hombre, si es mujer o mayor, si es viejo. Por tanto, de ser un campo que no estaba estructurado, ni teórica ni metodológicamente, se ha ido construyendo, sobre todo desde los años 80, en un ámbito de interés para la antropología, para la sociología, para la historia.
¿Cómo llegas a México?
Una de las líneas que trabajamos en nuestro departamento desde hace décadas es la de antropología médica, y por ello contamos con la presencia anual de Eduardo Menéndez como profesor visitante; en una ocasión platicábamos sobre mis investigaciones, le comenté que mi trabajo de campo lo realizaba en España, lo que denominamos antropología at home, antropología doméstica, pues en Tarragona consideramos que no hacía falta irse a sociedades diferentes a las nuestras ni cultural ni geográficamente, sino que teníamos trabajo para hacer en las propias comunidades. Y me dijo “cuando haya oportunidad Mabel, ponte en contacto con un equipo del Instituto de Nutrición”, me nombró al doctor Alberto Ysunza y tiempo después, casi sin saberlo, coincidimos con algunas de las integrantes de su equipo en el Congreso Argentino de Antropología Social, en Rosario; fue una manera de reconocer y poner caras a las personas que Eduardo me había comentado, y, a partir de allí, pensamos en la posibilidad de realizar algún trabajo colaborativo. Acordamos establecer un convenio, conocer el trabajo que se realizaba en Oaxaca, una propuesta de investigación-acción participativa, cómo se estaba aplicando en las comunidades. Fue como una alianza, un interés por trabajar en equipos interdisciplinarios, por ello propusimos un proyecto a la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo (AECID) y logramos un apoyo durante 3 años… es lo que me trajo aquí.
Platícanos respecto a tu enfoque de la medicalización de la alimentación.
Como te comenté, cuando empecé a trabajar en antropología de la alimentación, estaba sobre todo centrada en el análisis de los cambios sociales, económicos y políticos que pudieran explicar las nuevas maneras de comer actuales, la modernidad alimentaria. Realicé el análisis de discursos desde los años 60 hasta los 90, indagando cuáles eran los predominantes para promocionar determinados productos y, con independencia del producto que se tratara, aparecían algunas constantes y, entre estas, la salud. Me di cuenta de cómo el mercado estaba utilizando la salud como una herramienta a partir de la cual promocionar alimentos bajo el concepto saludables; ofrecer comida buena no solamente para el paladar, sino para la salud, utilizando la idea de que los alimentos podían venderse con el discurso y con el significado de ser casi medicamentos.
El proceso de medicalización no es un proceso exclusivamente contemporáneo, es un proceso histórico en el que la ciencia y la biomedicina se han ido apropiando de espacios y de prácticas que todos los grupos humanos han hecho siempre, que es la idea de comer bien y cuáles son las maneras de hacerlo. En momentos en que la disciplina de la nutrición se va consolidando, no solamente para analizar los alimentos, sino para tratar de educar o recomendar, tratar de informar a partir de esos conocimientos y de sus propias evidencias científicas -cuestionables o no, dogmáticas o no, porque sí que lo son-, se convierte en el saber hegemónico dentro de la biomedicina, que formula consejos nutricionales que parten de la idea de que la gente no sabe comer.
La modernidad en las maneras de comer se caracteriza por una gran profusión de comida, también una gran profusión de mensajes cacofónicos, confusos, y entonces aparece el conocimiento médico nutricional que, a través del concepto de dieta óptima, de recomendaciones, de estándares nutricionales, entre otros, trata de proponer consejo para que estés guiado o sepas cómo debes actuar, qué debes decidir, cómo puedes modificar o no tus preferencias para seguir un modelo de comportamiento alimentario; por ejemplo, recuerdo que en los años 70’s en España, el aceite de oliva y los pescados azules eran malos para la salud, por las mismas razones que actualmente son considerados como buenos. Así, la nutrición genera dogmas incuestionables que hacen que la gente acabe considerando que esto es lo bueno, que esto es lo saludable, aunque al cabo de 10 o 15 años, el propio conocimiento cambie y entonces la gente también deba modificar lo que piensa respecto al alimento.
Pero lo más interesante es que este proceso medicaliza una actividad que de alguna forma ya estaba construida y tenía, asimismo, su manera de aceptar y rechazar lo que potencialmente podía ser perjudicial. A través de los sistemas culinarios, las diferentes culturas, y en esto la antropología ayuda mucho a analizar las ideas de lo bueno, lo malo o lo saludable, o los mecanismos a partir de los cuales un grupo determinado hace que, por ejemplo, la yuca, alimento que potencialmente puede ser perjudicial por ser tóxica, mediante el cocinado y la fermentación se eliminen características perjudiciales para la salud. Entonces, el papel que ha tenido la cocina ha sido conformar un grupo de conocimientos a partir de los cuales algunos alimentos se convierten en tabú, sea porque se comprueba que no son saludables, o por razones ecológicas o religiosas. Así, la cocina constituye un recurso originado por los seres humanos que permite subsistir de generación en generación, de reproducirse físicamente, no solo socialmente.
Por tanto, cuando un conocimiento se va profesionalizando y va poniendo en el mercado especialistas en nutrición, cuyo saber experto, hegemónico y legitimado socialmente empieza a cuestionar si esas cocinas son o no saludables, o podrían serlo si tuvieran tal o cual cosa, pues nunca habíamos estado en este proceso tan medicalizados como ahora; la gente ha incorporado en su lenguaje toda una serie de términos, por ejemplo, no sabemos lo que significa una caloría, pero no queremos consumir alimentos calóricos o con muchas calorías; hablamos de hidratos de carbono en lugar de hablar de pasta; “tengo que comer proteínas” o “no me comí la proteína” son frases que se han ido incorporando dentro de una lógica en la que acabas sabiendo que determinadas cosas son mejores o peores, según qué tipo de enfermedades van apareciendo, o que se van decidiendo como poco saludables.
¿Y cómo se expresa el proceso de medicalización en la obesidad?
Este saber hegemónico es global, es universal. En particular me vi muy sorprendida cuando estábamos trabajando en los trastornos del comportamiento alimentario (TCA), porque nos interesaba ver cómo desde la psicología, se entendía el concepto de género por una parte y el de cultura por otro, cuando se trataba de nuevas enfermedades y enfermedades multicausales. Analizamos cómo era vista la cultura por parte de psiquiatras y por parte de psicólogos, y fue sorprendente que la cultura acabara exclusivamente reducida a aquello que proporciona un ideal de delgadez y, por tanto, todo se explicaba a partir de que las personas diagnosticadas con TCA lo eran porque habían asumido o incorporado que su cuerpo tenía que ser más delgado. Nos dimos cuenta de que lo que se estaba construyendo como uno de los problemas alimentarios más importantes del siglo XX, empezó a ser sustituido por otro que se iba a denominar obesidad. La gente hablaba como categoría cultural más bien de gordura, pero el concepto obesidad iba a ser retomado porque ya estaba en la literatura médica. En apenas dos décadas pasa a ser reconocido como una enfermedad grave de carácter epidémico y global. Nos sorprendió porque hasta entonces trabajábamos sobre prácticas alimentarias, procesos de medicalización, pero no había nada respecto a obesidad. Nos sorprendió la virulencia con la que emerge el problema, como un mal que avanza, que se duplica, la epidemiología pone las cifras sobre la mesa; en principio se plantea como una enfermedad propia de los países industrializados y al continuar investigando, la propia epidemiología va cambiando su discurso de la obesidad como una enfermedad que está afectando a países ricos y pobres.
Nos sorprendió también cómo se explicaba la obesidad, pues la cuestión de la cultura aparecía como un factor importante, aunque la definición en cualquier manual la señala como un problema aritmético entre calorías consumidas y calorías gastadas, cuando se gastan menos calorías de las ingeridas pues hay un desequilibrio, y esto es lo que provoca la obesidad. Resultaba curioso que frente a un problema aritmético, las medidas que se estaban aplicando estaban siempre basándose en el cambio que el sujeto tenía que hacer en relación con sus prácticas, era la cultura la que había producido la abundancia de alimentos, la desestabilidad en la oferta. Sin embargo, las propuestas que se hacían desde salud pública, se enfocaron en el sujeto, quien vuelve a ser responsable de ser más o menos gordo o de tener un peso más o menos aceptable desde el punto de vista de la salud.
Y bueno, empezaron a constituirse sociedades a nivel internacional para el estudio de la obesidad, a publicarse revistas científicas exclusivamente dedicadas a este tema, congresos de expertos, congresos con convocatorias anuales y además macrocongresos. Así, se observa que una temática que apenas había sido de interés para la medicina, considerada como asunto secundario, un problema estético e incluso incómodo, pasa, en apenas dos décadas, de considerarse un factor de riesgo, a considerarse por parte de la OMS como una enfermedad grave y como la epidemia del siglo XXI.
Desde tu trabajo antropológico, ¿en qué consiste una mirada interdisciplinaria para comprender la obesidad?
Cuando desde la biomedicina se habla de multidisciplinariedad, se continúa pensando en las disciplinas más vinculadas con la propia biomedicina, es decir, en el campo de los trastornos alimentarios, lo multidisciplinario es que el equipo estuviera compuesto por un psiquiatra, una enfermera, un psicoterapeuta y cuando mucho una trabajadora social, quien se encarga de la relación familia- institución de asistencia sanitaria. En el campo de la obesidad, entiendo que se consideren de una manera diferente las estrategias que se autodenominan globales o integrales, porque si bien se define como una enfermedad multicausal en la que hay factores biológicos, psicológicos y socioculturales, el hecho de que se haya ido demostrando en estos años que su tratamiento realmente es muy difícil, y prácticamente se haya llegado a la conclusión de que no se cura, los factores socioculturales han ido adquiriendo cada vez más fuerza en la explicación del origen y de la causalidad, siendo la teoría del ambiente obesogénico la que está más presente hoy por hoy en las políticas de salud pública.
Desde mi perspectiva, son las condiciones económicas, políticas, tecnológicas, etcétera, las que estarían en la base. Se reconoce que lo social tiene un papel en el aumento de la obesidad, que lo económico tiene un papel, los Estados están obligados a aceptar la parte de responsabilidad que les toca, de asumir el mandato que hace la OMS en 2004, cuando insta a todos los países miembros a elaborar sus propias estrategias integrales, multisectoriales, pues reconociendo la causalidad sociocultural se tiene más capacidad explicativa para intervenir en diferentes niveles.
En el caso español, en 2005, el Estado había puesto encima de la mesa su estrategia global para hacer frente a la obesidad con modelos de prevención para atender la tendencia positiva que desde hace décadas va aumentando, y, aunque se ha incrementado menos rápido en los últimos años, la tendencia es ascendente. Sin embargo, estas estrategias consideran que la causalidad es la misma en todas partes, se buscan siempre las mismas evidencias científicas como son el empeoramiento de los hábitos alimentarios y el sedentarismo provocados por los procesos de industrialización y la modernización. Entendiendo así que el problema es el mismo en todo el mundo, las estrategias que se elaboran son muy parecidas en todo el mundo. En el terreno de las intervenciones comunitarias, básicamente se han centrado en escuelas y en niños, con el mismo eje dieta-ejercicio físico; programas hechos desde arriba con la idea de que comer saludable, cambiando los hábitos alimentarios y de ejercicio, tu vida se va a transformar y vas a ser saludable; se trata de campañas generales dirigidas a una población considerada socialmente muy homogénea.
Puedo señalar que en España y en México el modelo es el mismo y se analiza desde la misma óptica, pero la OMS se da cuenta de que la estrategia no está dando frutos, no está sirviendo para revertir la tendencia, ni siquiera para frenarla. Con lo cual empieza a modificar un poco lo que sería ese abordaje de las políticas preventivas y adaptar esas políticas a las realidades sociales y culturales de cada país conociendo cuáles son esas realidades. Y me pregunto ¿quién va a conocer esas realidades?, ciertamente un biomédico puede hacer un diagnóstico a partir de encuestas que le van a indicar si sube o baja el IMC, pero ¿qué tiene que ver eso con las maneras de vivir, con las prácticas alimentarias, con cómo la gente puede gestionar mejor o peor su alimentación? Es decir, no puedes generalizar porque lo haya indicado la OMS, la obesidad tiene que ver con que determinados productos se hacen más baratos y por tanto son más consumidos, pero necesitas saber si esto es así, si se está haciendo así en tu país y en cada región.
Entonces, observo una falta de rigor y cierta ingenuidad, en el sentido de pensar que en todo el mundo las cosas funcionan de la misma manera, solo porque se trata de un problema epidémico y global; se requiere que esos análisis sean mucho más ajustados, lo cual no es sencillo porque hay tantos factores que pueden estar interviniendo, tampoco se trata de negar el aumento en la obesidad, pero sí tratar de que aquello que se construye como evidencia científica, sea discutido. Por ejemplo, en España, los salubristas coinciden en que ‘se ha sedentarizado la gente’, ¡yo lo discuto!, las actividades deportivas en España han aumentado muchísimo en los últimos 30 años; que ‘ha habido un empeoramiento de los hábitos alimentarios’, yo lo discuto, porque en una proyección histórica de 40 o 50 años atrás, desde el punto de vista nutricional hemos mejorado, consumimos más frutas, más vegetales, más pescado y más productos lácteos; es verdad que consumimos más carne y se nos dice que es negativo consumir más proteína de origen cárnico, pero en cualquier caso, España es el país de la Unión Europea con la mayor esperanza de vida. Además, ¿qué entiende la medicina cuando señala que ‘hay que recuperar las dietas tradicionales’?, ¿una dieta tradicional como la de nuestros abuelos, que tenían bocio, cretinismo y una serie de enfermedades relacionadas con la desnutrición y las carencias?
Ahí es donde encuentro que el trabajo interdisciplinario es interesante, porque sirve para cuestionar determinadas verdades que se dan porque siempre han estado ahí, nociones construidas por el propio conocimiento médico. Hace falta reflexión, crítica, y, sobre todo, saber qué es lo que pasa y saber cómo está o no afectando, y si es tan problemático como se dice, y si la solución está en lo que se está haciendo.
Finalmente ¿qué mensaje le compartes a quienes se están formando en estas áreas del conocimiento?
Edgar Morín decía que hemos de plantear un conocimiento indisciplinario, es decir, que fuera cross o transdisciplinario; muchas veces las personas que estamos dentro de las disciplinas, no salimos a los intersticios, a los espacios liminales, siendo que desde esa liminaridad nos podemos hacer otras preguntas, la gente suele ser más inquieta, sale de las corazas impuestas por ciertos métodos y teorías que producen un solo tipo de conocimiento. Cuando aceptas que muchos problemas o fenómenos son complejos, dinámicos y de amplio alcance, te das cuenta de que con tu única disciplina no se resuelven todas las preguntas. Mi mensaje sería tratar de combinar y de discutir, crear espacios de discusión común en los que se expongan métodos, en los que se pongan conceptos, se desmonten y observen las genealogías, para ver cómo determinados conceptos e ideas están construidas a lo largo del tiempo: lo que hoy entendemos por obesidad, por anorexia, por alimentación saludable, en otras épocas, en otras culturas, fueron entendidas y definidas de otras maneras y se abordaron con otros conocimientos. Por eso, creo que en ese espacio liminal y en los espacios interdisciplinares, es donde se pueden hacer esas preguntas y tratar de buscar respuestas con colegas que vengan de la arquitectura, del urbanismo, de la agronomía, que estudian soberanía alimentaria. Precisamente para hacerte preguntas que muchas veces tu propia disciplina no te permite, pero en la discusión y en la compartición con otros conocimientos y saberes, se van hilando, o al menos se dan respuestas más complejas, más matizadas y más abiertas.
Muchas gracias Mabel.