El “giro a la izquierda” en América Latina a inicios de siglo xxi implicó reformas institucionales y legales, entre ellas la adopción de leyes migratorias “progresistas” (Acosta y Freier, 2015; Domenech, Araujo y Torrano, 2016). Las leyes de Argentina (2004), Uruguay (2008), Bolivia (2013) y Ecuador (2017) surgen como respuesta a legislaciones restrictivas creadas en contextos dictatoriales, y como rechazo a las políticas securitistas de Estados Unidos (EUA) y la Unión Europea (UE). De ahí que Sudamérica se haya posicionado como modelo en política migratoria. El caso ecuatoriano es especialmente interesante.
Hasta inicios del siglo xxi, Ecuador era primordialmente un país de origen de mano de obra migrante que se dirigía principalmente a EUA y España. En los últimos 15 años su patrón migratorio se diversificó. Actualmente este país andino es receptor de ecuatorianos deportados y retornados; destino de inmigrantes y refugiados, sobre todo del llamado “sur global”, y país de tránsito usado por migrantes regionales, continentales y extracontinentales para llegar hasta EUA u otros destinos (Álvarez Velasco, 2018). En este contexto, en 2008 el gobierno de la “Revolución Ciudadana” (RC) adoptó una nueva constitución que promulga, entre otros principios, los de “libre movilidad” y “ciudadanía universal”. Para algunos autores este giro marcó una tendencia “vanguardista” en materia migratoria y una “ruptura” con el pasado nacional y con las restrictivas tendencias globales intensificadas en el contexto posterior al 9/11 (Ramírez, 2013).
Este artículo intenta escapar del encantamiento provocado por el “progresismo” de las nuevas políticas migratorias regionales y de interpretaciones sobresimplificadas que ignoran las brechas entre la política y su implementación, entre el discurso de la ley y su puesta en práctica, y no escapan de la dicotomía seguridad-derechos humanos. Proponemos rebasar ésta para complejizar los debates sobre las actuales políticas migratorias nacionales, regionales e internacionales.
Lejos de pensar que seguridad y derechos humanos, restricción y protección son dos perspectivas excluyentes en el manejo de las migraciones, explicamos cómo se articulan y alimentan mutuamente. Dicha articulación ocurre en el marco de la gubernamentalidad, entendida, siguiendo a Foucault (2006), como un complejo ensamblaje de instituciones, procedimientos, cálculos y tácticas cuyo objeto es la población, su protección y control. Se trata de una forma de poder y gobierno ligado a la subjetivación y la sujeción de los individuos, es decir, a la construcción de los sujetos que se intenta gobernar. En este caso, sujetos migrantes vistos simultáneamente como vulnerables y peligrosos, una construcción que es el fundamento para organizar las intervenciones de actores estatales y no estatales, nacionales, internacionales y supranacionales. Para ilustrar esta articulación, analizamos las medidas frente a la trata de personas y el tráfico de migrantes, adoptadas como parte de la agenda migratoria ecuatoriana durante la década de la RC: 2007-2017.
La trata y el tráfico se han convertido en terreno fértil para la producción de discursos sobre las migraciones y los migrantes, y para legitimar acciones de control y restricción con el argumento de proteger a “víctimas” y potenciales víctimas. Ambas problemáticas ocupan un lugar clave en las agendas migratorias regionales e internacionales porque son entendidas como formas de migración “ilegal”, “desordenada” y “abusiva” que provocan graves violaciones a los derechos humanos y ponen en jaque la seguridad de los Estados. Por lo tanto, apoyados por medios de comunicación, organizaciones sociales y organismos internacionales, los Estados se han embarcado en una suerte de “guerra” (por los medios que se utilizan) con fuertes tintes morales, cuyo propósito es “salvar” a “víctimas”, atacar a “mafias criminales” y ordenar los flujos migratorios.
Walters (2015) sugiere que la gubernamentalidad migratoria no sigue una lógica singular, armónica y preestablecida, sino que se configura de “inesperadas, paradójicas, heterogéneas y quizás inestables combinaciones de racionalidades y técnicas” (p. 5). Para este autor, la etnografía permite capturar las maneras en que las diferentes tecnologías y dispositivos de gobierno de las poblaciones migrantes son articuladas entre sí, pero sin seguir un plan totalmente lineal, acabado o coherente. Este artículo surge precisamente de etnografías previas (Ruiz, 2015, 2018; Álvarez Velasco y Guillot, 2012), y en particular de una etnografía conjunta sobre las políticas antitrata y antitráfico en Ecuador (Ruiz y Álvarez Velasco, 2016).1 Fue sobre todo el haber atestiguado el proceso de deportación de 121 cubanos, en julio de 2016, justificado como una acción de “protección” frente a los “peligros de la migración riesgosa”, lo que motivó las reflexiones que presentamos.
Nuestro análisis se alinea con una literatura crítica surgida en los últimos 15 años sobre los “rescates” e “intervenciones humanitarias” de migrantes y refugiados afectados por redes de trata y tráfico, y la manera en que estas acciones se articulan con el control y el disciplinamiento de poblaciones migrantes (Agier, 2011; Aradau, 2004; Fassin, 2005; Ticktin, 2011). Nuestro argumento tiene dos premisas interconectadas.
Primero, argumentamos que las políticas antitrata y antitráfico muestran una superposición entre lógicas humanitarias y de control, que no está aislada sino que es parte de un modelo más amplio de manejo de las migraciones, caracterizado por respuestas “firmes y humanas” (Mezzadra y Neilson, 2013).
Segundo, sostenemos que el manejo de las migraciones en general, y de la trata de personas y del tráfico de migrantes en particular, se da en un escenario marcado por relaciones interdependientes y jerárquicas entre los Estados, lo que ha implicado la externalización de las políticas de EUA y la UE hacia países en desarrollo y su internalización en esos países. La externalización es la expansión territorial e incluso administrativa de una política migratoria o fronteriza (De Genova; Mezzadra y Pickles, 2014). Este proceso no es homogéneo ni se impone de manera vertical desde países poderosos, más bien supone diferentes grados de negociación entre Estados y adecuaciones por parte de países con menor poder en el escenario global (Faist, 2017). En este sentido las políticas migratorias de los Estados sudamericanos “progresistas” no son totalmente autónomas del modelo hegemónico, sino parte de un régimen globalizado de manejo y control de las migraciones, cuya legitimación requiere de un lenguaje humanitario (Walters, 2011) y de acuerdos y cooperación entre diversos actores.
Nuestro análisis hace tres aportes. Primero damos cuenta de la dinámica en la subregión andina, invisibilizada en los estudios sobre gubernamentalidad migratoria e hipervisibilizada en los debates sobre seguridad y crimen transnacional organizado. Esto último debido al peso del conflicto colombiano y su percepción como “problema de seguridad regional”, donde “el narcotráfico es apenas la punta del iceberg” que justifica la injerencia de EUA en la subregión (Tokatlian, 2001, p. 1) y en otros asuntos como el control migratorio (Bonilla, 2002). Sostenemos que el “combate” a la trata y el tráfico es parte de esta injerencia regional.
Segundo, a diferencia de los estudios que analizan la trata y el tráfico separadamente, aquí los analizamos en conjunto, pues argumentamos que ambas problemáticas son parte de desigualdades históricas y estructurales que se manifiestan a través de las migraciones internacionales. No dejamos de reconocer sus diferencias: la trata se caracteriza por la explotación de las personas en condiciones de coerción y en contextos de movilidad interna o internacional;2 el tráfico, en cambio, se caracteriza por una migración internacional irregularizada por políticas migratorias selectivas y restrictivas y con las cuales lucran traficantes y otros intermediarios que facilitan y permiten estos movimientos. Tampoco ignoramos sus particularidades en la agenda migratoria ecuatoriana, pero ponemos en duda las diferenciaciones simplistas basadas en el grado de voluntarismo de los sujetos involucrados. Así, mientras la trata aparece como un hecho totalmente forzado, donde las “víctimas” no deciden ni siquiera moverse para buscar mejores oportunidades de vida, el tráfico figura como un hecho completamente voluntario, como si los migrantes escogieran sin ningún tipo de condicionamiento externo un viaje clandestino, inseguro y costoso.
Finalmente, al contrario de la mayor parte de estudios que analizan el régimen migratorio como inherente al modelo neoliberal capitalista (Mezzadra y Neilson, 2013), indagamos qué sucede en contextos definidos como “posneoliberales” (Grugel y Riggirozzi, 2012). El proyecto de la RC emergió con fuertes críticas al periodo neoliberal y con la promesa de “recuperar el Estado” para refundar la nación (Senplades, 2007). Pero el retorno del Estado no implicó solamente mayor inversión social y protección a “grupos vulnerables”, sino también mayor regulación social (Conaghan, 2015), un abordaje más punitivo de algunas problemáticas sociales (Paladines, 2016) y políticas selectivas frente al ingreso de poblaciones inmigrantes (Freier, 2013).
Empezamos por ahondar en los estudios que conectan humanitarismo, derechos humanos y gubernamentalidad migratoria. Luego nos situamos en el contexto ecuatoriano y analizamos: i) la hipervisibilización del tráfico de migrantes y la trata de personas y su rol como estrategia de producción de “migraciones riesgosas” y de la “irregularidad migrante”; ii) la adopción de acciones de protección/control, sobre todo frente a inmigrantes empobrecidos y racializados, y iii) la implementación de medidas excepcionales en coyunturas calificadas como “crisis humanitaria”. Mostramos que en estos procesos hay continuas tensiones entre la externalización y la internalización de políticas migratorias globales.
Humanitarismo, derechos humanos y gubernamentalidad migratoria
Es en la última década, de creciente restricción migratoria y, por lo tanto, de mayor clandestinidad, violencia y riesgo de muerte para los migrantes, cuando el discurso y las prácticas definidas como humanitarias se introducen en la agenda migratoria internacional. El humanitarismo resalta la noción universal de “humanidad” y la “obligación moral” de actuar ante el sufrimiento humano para salvar vidas. Sin embargo, desde la academia estadunidense y europea hay visiones críticas.
Fassin (2005) habla de la “economía moral” de las políticas migratorias para explicar cómo valores como la “compasión”, la “solidaridad” y la “seguridad” guían las comprensiones y las acciones frente a migrantes y refugiados. La economía moral define el alcance de una política que gobierna las vidas de unos “otros” sufrientes e indeseables, en este caso migrantes “pobres” e “indocumentados”, lo que determina que las políticas migratorias oscilen entre sentimientos de simpatía y solidaridad y preocupaciones sobre orden y seguridad.
Estas tensiones y ambigüedades dan forma a un “gobierno humanitario” (Fassin, 2012; Feldman y Ticktin, 2010) caracterizado por el “despliegue de sentimientos morales en la política contemporánea” (Fassin, 2012, p. 1), y por respuestas humanitarias donde la defensa de los derechos humanos va siempre de la mano de la vigilancia y el control. O, como dice Agier (2011, p. 4): “la intervención humanitaria bordea con la vigilancia. No hay cuidado sin control”.
Esta línea crítica retoma la noción foucaultiana de gubernamentalidad para mostrar que la convivencia entre protección y control no es simple contingencia, sino una articulación estructural que caracteriza a las democracias contemporáneas (Fassin, 2005). Asimismo, se evidencia que las tecnologías de gubernamentalidad migratoria dependen de una producción de conocimientos, saberes y “verdades” que hacen que los “problemas sociales” y los sujetos que se construyen como parte de estos “problemas” sean aprehensibles y, por lo tanto, gobernables (De Genova, 2016).
Los análisis sobre las políticas antitrata y antitráfico ilustran la articulación entre protección y control. Aunque son estudios desde el contexto de la UE y EUA, son útiles para evidenciar cómo los países del “norte global”, a través de marcos legales internacionales y espacios intergubernamentales, reinventan ambas problemáticas como “problemas globales” que requieren soluciones igualmente globales y además “integrales” (Geiger y Pécoud, 2010; Kyle y Koslowski, 2011). Aradau (2004), por ejemplo, explica que la articulación entre “políticas de la piedad” y “políticas de manejo de riesgos” en las acciones antitrata se da cuando el discurso de derechos humanos se conecta con nociones securitistas que definen esta problemática como parte de un “continuum de inseguridades”, junto con la “migración ilegal”, el tráfico de drogas y migrantes, el terrorismo y, de manera más general, el crimen transnacional organizado. Esto significa que la trata, principalmente, y el tráfico, en menor medida, ya no se entienden sólo como amenazas al Estado, sino también como riesgos a los derechos de “personas vulnerables”.
Autores críticos cuestionan la integralidad de las políticas antitrata y antitráfico y muestran cómo un lenguaje emotivo y moralizador sirve para fines de control. Tomando el caso de la trata sexual, Ticktin (2008) destaca el rol que el lenguaje de la violencia contra las mujeres, y particularmente la violencia sexual, tiene en la articulación entre humanitarismo, disciplinamiento y control de cuerpos racializados e involucrados en actividades moralmente reprochables. Pero Ticktin sostiene que, aunque el humanitarismo es central en el gobierno de las migraciones, no es un elemento regular de la política migratoria, sino una medida excepcional para proteger a grupos especialmente vulnerables.
Otros autores consideran, en cambio, que el humanitarismo no es excepcional, sino constitutivo del régimen de gubernamentalidad migratoria (Mezzadra y Neilson, 2013), y elemento clave del “proyecto global” definido como migration management (Geiger y Pécoud, 2010) o “gobernabilidad migratoria”, como se conoce en Sudamérica. Este proyecto global rompe con visiones puramente controladoras y busca “hacer los movimientos de personas más ordenados y predecibles, así como [más] productivos y humanos” y se basa en dos principios: una “apertura regulada” y un “manejo cooperativo” regional e internacional (Ghosh, 2012, pp. 26-28 ).
Aunque en Sudamérica hay visiones optimistas frente a la gobernabilidad migratoria, también hay cuestionamientos (Magliano y Clavijo, 2011; Domenech, 2013). Magliano y Clavijo (2011, p. 154) argumentan que, aunque este modelo busca distanciarse de políticas restrictivas y se presenta como defensor de los derechos humanos de los migrantes, lo hace “a partir de la promoción de una migración ‘ordenada’ y ‘regularizada’”. Así, “todo aquello que implique un ‘desorden’ migratorio [como las migraciones irregularizadas, la trata y el tráfico] se convierte en ‘problema de seguridad’ y, como tal, debe ser combatido y controlado”.
Este corpus teórico arroja pistas sobre la manera en que países poderosos externalizan sus políticas migratorias, en general, y sus políticas antitrata y antitráfico en particular. Pero no analiza la internalización ni la convivencia entre lógicas hegemónicas y contrahegemónicas, como es el caso de la política migratoria ecuatoriana durante la década de la Revolución Ciudadana.
La hipervisibilización de la trata y el tráfico en Ecuador
La trata y el tráfico no son problemáticas recientes en Ecuador. La “trata de esclavos negros” es parte de la historia colonial de este país y un proceso que desencadenó nuevas relaciones de desigualdad y explotación, sobre todo frente a poblaciones afrodescendientes e indígenas (Taylor, 1994). El tráfico, en cambio, tiene una historia de al menos cinco décadas y relación con el modelo económico primario-exportador ecuatoriano que exporta materia prima y mano de obra barata a EUA, uno de los mayores centros de acumulación capitalista (Kyle, 2002).
A pesar de esta larga historia, hasta los primeros años del siglo xxi ambas problemáticas fueron atendidas por el sector privado y desde lo local. Mientras organizaciones que trabajaban por los derechos de niños y mujeres se encargaban de casos de trata interna e internacional, la Iglesia católica atendía a quienes emigraban a EUA con la ayuda de coyotes, y a sus familiares en Ecuador ( Ruiz y Álvarez Velasco, 2016). Hasta esos años, la trata era desconocida y desatendida por el Estado. En cambio, el llamado “coyoterismo” captaba la atención estatal y mediática en el marco de operativos de control ejecutados desde la base militar estadunidense en el puerto de Manta, inaugurada en 1999 como parte de la estrategia de cooperación bilateral frente al narcotráfico, la trata y el tráfico en la región (Calderón, 2007).
Fue a inicios de este siglo cuando el Estado ecuatoriano se alineó con el llamado internacional a “combatir” la trata y el tráfico. El primer paso se dio en 2002, cuando se ratificaron los protocolos de Naciones Unidas “contra la trata de personas, especialmente mujeres y niños”, y para “combatir el tráfico ilícito de migrantes por aire, mar y tierra”, parte de la Convención Internacional contra el Crimen Transnacional Organizado. Esta ratificación ocurrió sólo dos años después de que la comunidad internacional adoptase estos instrumentos, hecho que contrasta con los 13 años que le tomó a Ecuador ratificar la Convención Internacional sobre la Protección de los Derechos de Todos los Trabajadores Migratorios y sus Familiares. Esto muestra que las políticas antitrata y antitráfico han contado con una agenda propia y respuestas más ágiles que las agendas migratorias más amplias (Mansur y Sprandel, 2011).
En 2004, Ecuador se sumó definitivamente al “combate global” contra la trata y el tráfico después de que el Departamento de Estado de EUA publicara su cuarto reporte sobre la situación mundial de la trata de personas o TIP Report por sus siglas en inglés. Aunque entonces la información sobre trata era prácticamente inexistente, el informe señaló que el Estado ecuatoriano no hacía esfuerzos significativos para combatir este problema y, por tanto, definió a Ecuador como un “país de origen, tránsito y destino de la trata de personas” (US Department of State, 2004, p. 235). Además, se informó al gobierno ecuatoriano que disponía de 90 días para mostrar iniciativas para enfrentar el problema o corría el riesgo de perder la ayuda financiera de Washington.
Sólo dos meses después de la publicación del TIP Report, la trata de personas se tornó en “política prioritaria de Estado” (Decreto Ejecutivo #1981, 2004). Sin embargo, entre la “exportación” de las preocupaciones y soluciones de EUA y la “importación” de las mismas por parte del Estado ecuatoriano, la trata se confundió con el tráfico y, desde entonces, ambas problemáticas se posicionaron de manera conjunta en la agenda pública, aunque de manera desigual, pues el tráfico quedó reducido a un apéndice de la trata.
Es a partir de 2007 cuando el Estado ecuatoriano asume un rol más protagónico frente a ambas problemáticas en el marco de un gobierno que cuestionó el régimen de control fronterizo global y propuso priorizar un enfoque de derechos en el manejo de las migraciones.
“Migraciones riesgosas”, ilegalidad y cuerpos vulnerables
La producción de saberes y “verdades” es clave en el gobierno de las poblaciones. Desde que la trata y el tráfico se hipervisibilizaron en Ecuador, una “gramática” particular (De Genova, 2016), plasmada en imágenes y discursos, ha producido la “ilegalidad” tanto de tratantes y traficantes como de migrantes vinculados a “actividades ilícitas” y “migraciones riesgosas”, y simultáneamente ha construido cuerpos “vulnerables” y victimizados.
Entre el periodo neoliberal que vivió Ecuador y el posneoliberalismo de la RC, hay continuidades y cambios en la producción de esa gramática que ha legitimado acciones paralelas de control y protección. Como sucede en otras partes del mundo, ha sido a través de campañas comunicacionales y de sensibilización mediática -instrumentos de la gubernamentalidad migratoria-, que esta gramática se ha producido.
Con asistencia técnica y financiera de organismos y agencias internacionales, en 2006 se impulsó la primera campaña nacional antitrata y antitráfico. Allí se resaltaron las nociones de engaño y riesgo, se visibilizó articuladamente delito y derechos y se diferenciaron las problemáticas de trata y tráfico con base en visiones estereotipadas de género. La trata se feminizó. Quedó asociada a mujeres y niñas vistas como víctimas inocentes, débiles y pasivas, cuyos cuerpos son marcados por la violencia sexual. El tráfico, en cambio, se masculinizó y se asoció a imágenes de hombres que, de manera más activa, emigran de forma “ilegal” y dejan atrás familias fragmentadas.
Durante el giro posneoliberal, la misma gramática persistió con algunos cambios. El marco de la criminalidad transnacional organizada cobró fuerza y se acentuó la idea de que trata y tráfico están ligados a “delitos migratorios” y a “migraciones riesgosas” que afectan a las personas y a la seguridad del país. Así, desde 2008, en un contexto donde Ecuador recibió nuevas oleadas inmigratorias regionales y extracontinentales, la trata se convirtió en un amplio paraguas para hablar de “males sociales”: diferentes formas de violencia sexual contra mujeres y niños, explotación laboral, tráfico de drogas, armas y personas (Lema, 2014). Un claro ejemplo fue la campaña “Abramos los ojos, la trata es un delito”, implementada en 2014 por el Ministerio del Interior (MI). Como señaló el ministro de ese entonces, su objetivo era concientizar sobre una grave problemática que “descompone” al país:
La trata […] nos afecta directamente a los seres humanos, sobre todo a las mujeres y absolutamente de manera lacerante […] Es uno de los delitos que de alguna manera ha estado oculto, detrás de las víctimas en primer lugar, que muy difícilmente podían denunciar formalmente a estas estructuras delincuenciales […] que siempre tienen vinculaciones con otras estructuras como las del narcotráfico […] y obviamente son estructuras que han venido descomponiendo a ciertas regiones de nuestro país (Ecuadorinmediato, 2015).
Este tipo de discursos, que también encontramos en entrevistas realizadas a otros funcionarios públicos, han resultado estratégicos por dos razones. Primero, al entender la trata ya no únicamente como una forma de violencia sexual y de género, sino como un “delito más grave, que es la delincuencia transnacional organizada” -como indicó una alta funcionaria de la Fiscalía de Ecuador-,3 las autoridades nacionales le otorgaron un espacio más central en la agenda pública nacional. Segundo, el sensacionalista y dramático abordaje de la trata agitó la conciencia de diversos actores sociales y políticos, creando “consensos” que legitimaron controles y restricciones para proteger a las “víctimas”. Así, feministas, religiosas, artistas, políticos y periodistas contribuyeron a la construcción de la trata como un “crimen global” con “cifras escalofriantes” (aunque sin mayor sustento), y al reproducir discursos internacionales y criticar al Estado por crear una “zona franca” para este delito (Vanguardia, 2011) ayudaron a internalizar visiones y acciones hegemónicas y globalizadas.
Frente al tráfico -que empezó a adquirir más visibilidad y atención pública desde 2010 en contextos definidos como “crisis humanitaria”-, las “verdades” construidas entre funcionarios públicos, medios de comunicación nacionales y el “asesoramiento experto” de la Organización Internacional de las Migraciones (OIM), resaltaron que este “delito contra la legislación de un país” lo provocan coyotes que, además de enriquecerse a costa de los migrantes, son los únicos responsables de un movimiento transfronterizo “irregular” y con “riesgos” de “violación, abuso sexual, violencia física, psicológica, de caer en trata de personas, de ser secuestrados, de desparecer e incluso de perder la vida” (Campaña Hablemos sobre Tráfico, 2016).
Durante nuestra etnografía, resultó interesante contrastar estas “verdades” construidas a través de discursos estatales y mediáticos nacionales, con las concepciones que actores locales tienen sobre las complejas dinámicas de la trata y el tráfico. Así, en el Austro ecuatoriano, zona histórica de emigración irregularizada hacia EUA, habitantes de a pie e incluso funcionarios públicos locales definen al tráfico como coyoterismo y perciben al coyote como facilitador, guía, e incluso como una persona de confianza o “padrino de viaje”. Esto porque, ante las restricciones que personas empobrecidas encuentran para migrar de manera legal y segura, los coyotes son vistos como los únicos que brindan una salida para reunificarse con sus familiares en EUA o encontrar mejores posibilidades de vida y trabajo en ese país.
Pero son las “verdades” construidas nacional e internacionalmente, con visiones más “técnicas”, pero también más lejanas y simplificadas, las que finalmente priman en el diseño de políticas antitrata y antitráfico. A pesar de discursos humanitaristas, estas políticas no siempre se centran en la protección de las llamadas “víctimas”. En las secciones que siguen explicamos cómo el gobierno de la RC tomó en sus manos las políticas frente a estas dos problemáticas, tal como hizo con el tema de las migraciones de manera más general, y mostramos también que, a través de una amplia variedad de tecnologías -como visas, cartas de invitación, certificados de salud, registros turísticos, leyes, controles biométricos y operativos de deportación-, las autoridades ecuatorianas buscan conocer a los migrantes para controlarlos y simultáneamente “protegerlos”.
El retorno del Estado y un gobierno “humanista” y firme
En 2007, el gobierno de la RC creó la Secretaría Nacional del Migrante (Senami) y lanzó el Plan Nacional de Desarrollo Humano de las Migraciones, lo que confirmaba la importancia de la migración en todas sus manifestaciones: emigración, inmigración, refugio, tránsito, trata y tráfico. Este abordaje “holístico” y “humanista” (MREMH, 2014 ;Senami, 2007) se consolidó en la Constitución de 2008, donde el tema de la movilidad humana ocupa toda una sección dentro del capítulo “Derechos de las personas y grupos de atención prioritaria”, y donde se destaca que “no se considerará a ningún ser humano como ilegal por su condición migratoria”. En otras secciones se incluyen los principios de “libre movilidad”, “ciudadanía universal” y el “progresivo fin de la condición de extranjero” (art. 416), y se prohíbe el “tráfico y la trata de seres humanos en todas sus formas” (art. 66).
El principio de libre movilidad se aplicó antes de que la Constitución se adoptara formalmente, cuando en junio de 2008 el gobierno retiró las visas de turismo para ciudadanos de todo el mundo. El entonces presidente Correa justificó así la medida: “Estamos en una campaña para desmontar ese invento del siglo xx que fueron los pasaportes y las visas” (Hoy, 2008).
Autores críticos han identificado contradicciones en la política migratoria adoptada por el gobierno de la RC, como la adopción de una postura protectora de ecuatorianos en el exterior o retornados, y una más conservadora frente a inmigrantes en Ecuador (Góngora-Mera, Herrera y Müller, 2014; Araujo y Eguiguren, 2009). Otros han destacado que esta política muestra “tensiones” entre el paradigma securitista y el de derechos humanos (Coalición, 2012; Ramírez, 2013), lo que reflejaría que dentro del gobierno hubo posiciones diversas y que el Estado no es un ente monolítico, sino que está conformado por instituciones con visiones diferentes de las migraciones e incluso con competencias en disputa (Castro, Hernández y Herrera, 2013). Así, el mi y el Ministerio de Relaciones Exteriores y Movilidad Humana disputan la rectoría de la política migratoria: el primero está encargado del control migratorio y de la rectoría de las políticas antitrata y antitráfico, mientras que el segundo tiene oficialmente la rectoría de la política migratoria, aunque en la práctica es muchas veces el mi quien la ejerce, como mostraremos más adelante. Lo que falta analizar, sin embargo, es cómo un abordaje definido como aperturista y humanista convive e incluso justifica restricciones, controles y exclusiones de poblaciones “extranjeras”.
De hecho, la Constitución de 2008 convivió durante casi 10 años con la Ley de Migración de 1971, que surgió desde la doctrina de seguridad nacional y estuvo vigente hasta enero de 2017, cuando se adoptó la Ley Orgánica de Movilidad Humana. En Ecuador coexistieron, entonces, dos marcos legales con enfoques opuestos, los mismos que fueron usados articulada y estratégicamente para consolidar un modelo de apertura regulada.
Además, a sólo un año de la adopción de la Constitución, aumentaron los controles, detenciones y deportaciones de inmigrantes sin documentos en regla (Coalición, 2012). Como se constató en un trabajo etnográfico previo, inmigrantes de Colombia y Perú fueron los primeros afectados por controles de huellas dactilares aplicadas en zonas fronterizas (Ruiz, 2015). Estos controles fueron calificados por autoridades nacionales como “medidas preventivas para impedir que el decreto que anuló las visas […] facilite el ingreso de delincuentes […] y [para] mantener la política de principios de libertad de movilidad humana” (El Universo, 2008). Aunque estos controles duraron pocos meses, otras medidas se implementaron, tanto en zonas de frontera como en el interior del país, como respuesta a las críticas a la política de “puertas abiertas” del gobierno ecuatoriano.
Las críticas internacionales destacaron que debido a la “laxa” política migratoria y fronteriza de Ecuador, este país se había convertido en un centro de actividad de organizaciones criminales transnacionales (Dorsey, 2010; Farah y Simpson, 2010). Más aún, un informe del Departamento de Estado de EUA sostuvo que “la decisión del gobierno [ecuatoriano] de levantar su requisito de visa de turismo ha dado como resultado un fuerte flujo de inmigrantes al país, algunos de los cuales pueden ser víctimas de las redes de trata” (US Department of State, 2009, p. 124). En este contexto de críticas, el gobierno de la RC empezó a mostrar una actitud más “equilibrada”: financió dos casas especializadas en la protección a adolescentes afectadas por la trata sexual y simultáneamente emprendió y publicitó operativos policiales para desarticular redes de trata y tráfico.
Efectivamente, en la última década el Estado ecuatoriano ha “espectacularizado” (De Genova, 2016) su despliegue de fuerza para desmantelar “redes criminales” y “rescatar víctimas”. En la difusión de videos oficiales se constata la presencia de policías, militares y agentes de inteligencia, el uso de armas de combate y vehículos blindados. Entre 2012 y 2016 se realizaron 74 operativos antitrata y antitráfico, 17 por año (mi, 2016), cada uno etiquetado con nombres que remiten a estrategias de guerra. Por lo tanto, no llama la atención que en agosto de 2016 la Subsecretaria de Seguridad del mi anunciara públicamente que “Ecuador le ha declarado la guerra a la trata y el tráfico de personas”. El lenguaje bélico y las acciones en este mismo sentido no distan de las que proliferan en EUA o en la UE, principales promotores del régimen de control migratorio global.
Asimismo, siguiendo las recomendaciones que el gobierno estadunidense hiciera a Ecuador (US Department of State, 2009), desde 2009 autoridades nacionales y locales incrementaron las redadas policiales en prostíbulos como medida para “rescatar víctimas” de la trata sexual. Pero estos “rescates”, antes que medidas de protección han sido medidas de control de cuerpos y migraciones vistas como “descontroladas”.4 Así lo demuestran las experiencias y los testimonios de migrantes colombianas y peruanas que ofrecen servicios sexuales en ciudades ecuatorianas y que señalan que por su condición de “extranjeras ilegales” y por estar envueltas en actividades definidas como “inmorales” o “ilícitas”, son vistas como “delincuentes”, detenidas y deportadas (Ruiz, 2015). Por lo tanto, los “rescates” y otras medidas proteccionistas de mujeres migrantes afectadas por la trata sexual buscan reinstaurar un orden legal y moral y reforzar fronteras nacionales y de género.
Una de las respuestas más radicales que el gobierno ecuatoriano dio a las críticas a su política de “puertas abiertas” fue la reimposición de visas de turismo, primero a ciudadanos de nueve países de Asia, África y Medio Oriente (desde 2010), y luego a ciudadanos de Cuba (2015). Autoridades nacionales calificaron estas medidas como “preventivas” y “humanitarias” (El Comercio, 2010). Explicaron que se buscaba “protegerlos de los abusos y violaciones de sus derechos que pueden resultar de la movilidad riesgosa y de los inescrupulosos traficantes de personas” (MREMH, 2015), y evitar que se utilicen las “ventajas de apertura” que Ecuador ofrece al mundo “para cometer acciones delincuenciales” (Mena, 2010). Además, en 2015 y con los mismos argumentos se impuso a ciudadanos haitianos el requerimiento de un registro turístico para ingresar a Ecuador. De esta manera se demostró que la apertura migratoria que proponía Ecuador no era para todos, sino selectiva.
De acuerdo con un estudio de Freier (2013), las prácticas de regulación y control migratorio que el gobierno de la RC adoptó frente a flujos inmigratorios sur-sur evidencian preocupaciones guiadas por prejuicios étnicos y raciales que todavía son comunes en Ecuador y otros países latinoamericanos. Así, inmigrantes racializados y originarios de países empobrecidos son identificados simultáneamente como “inocentes” y “presa fácil” de traficantes y tratantes, y como “ilegales” y potenciales amenazas por su vinculación con “grupos criminales” (Ackerman, 2014). Consecuentemente, estos inmigrantes -a diferencia de aquellos de Europa y EUA que también han llegado al país- son los principales afectados por medidas de vigilancia, control y exclusión, o, en el mejor de los casos, de una inclusión selectiva vía procesos de regularización destinados únicamente a ciudadanos sudamericanos, pero con costos altos y por tanto difícilmente accesibles para migrantes de escasos recursos.
Las acciones adoptadas por el gobierno ecuatoriano reflejan lo que Aradau (2004) define como intervenciones gubernamentales caracterizadas por la articulación entre una política de la piedad y una política de manejo de riesgos. La política de la piedad se basa en la victimización y el uso de emociones para provocar la reacción de autoridades y ciudadanía en general y dirigir sus acciones hacia la restructuración de una situación de “abuso” y “desorden” en beneficio de las “víctimas”. La política de manejo de riesgos, en cambio, tiene un carácter más preventivo, pues “calcula” y maneja anticipadamente potenciales amenazas, para lo cual se identifica a “grupos amenazantes” y poblaciones “en alto riesgo” de ser tratadas o traficadas. Aradau destaca que, a pesar de que la política de la victimización concuerda con una política de manejo de riesgos, en la práctica las poblaciones identificadas como en alto riesgo de ser vulneradas suelen mutar fácilmente de grupos en riesgo a grupos de riesgo.
Un rasgo singular del gobierno de la RC fue su posición ambigua frente a países centrales y la cooperación internacional. Por un lado, para romper con la época neoliberal y “refundar el Estado”, se buscó superar la agenda impuesta por EUA y la “burocracia internacional” a través de un discurso nacionalista y acciones para fortalecer la soberanía nacional (Pugh, 2017). Para muestra, la terminación del acuerdo con EUA para el manejo de la base militar de Manta, en 2009, y la expulsión, en 2014, de la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (usaid), hasta entonces la principal fuente de financiamiento de programas antitrata. Por otro lado, para “combatir” con mayor eficacia a las “mafias criminales” y proteger a las “víctimas”, funcionarios públicos fueron capacitados por “expertos internacionales”. El rol de OIM ha sido crucial y ha incluido manuales de capacitación, guías didácticas, protocolos de atención y, entre otras cosas, “repatriaciones oportunas” y la asistencia a la Comisión Interinstitucional contra la trata y el tráfico, conformada por 16 instituciones públicas (OIM -Ecuador, 2017).
Al inicio de nuestra investigación, pensábamos que aprehender el modo en que las políticas migratorias, antitrata y antitráfico de EUA se internalizan en un país “posneoliberal” sería tarea ardua. El trabajo etnográfico, sin embargo, nos contradijo. Funcionarios de fiscalías especializadas y de la Unidad Anti-Trata y Anti-Tráfico de la Policía Nacional y del mi indicaron, sin ningún reparo, que ese país era uno de los aliados más fuertes de Ecuador en el combate a ambas problemáticas, y que muchas de sus capacitaciones eran coordinadas por la embajada de eua en Quito y Guayaquil, o realizadas directamente en ese país.
Durante las entrevistas conocimos que funcionarios se han capacitado en la International Law Enforcement Academy (ILEA) del Departamento de Estado de EUA, que opera en El Salvador, a través de cursos de manejo fronterizo, investigación criminal, implementación de la ley y crimen organizado. Esto muestra que, tal como ha sucedido en otros países “periféricos” y con poco peso en el escenario internacional, la cooperación directa con EUA y la asistencia de organismos internacionales que se presentan como entidades “técnicas” (no políticas) y “expertas” en materia de trata y tráfico, han sido factores claves en la externalización del proyecto globalizado de manejo y control de las migraciones (Geiger y Pécoud, 2014).
“Crisis humanitarias” y medidas excepcionales
La época contemporánea se caracteriza por la proliferación de las llamadas “crisis migratorias”. Este concepto se ha banalizado al oscurecer su origen directamente vinculado a las restricciones migratorias globales y, por lo tanto, a los tránsitos irregulares. Las “crisis” son concebidas como momentos de excepción en que las normas estatales se interrumpen, provocando desorden e inseguridad (Bauman y Bordoni, 2016) y, simultáneamente, como momentos en que la vida de cierta población se pone en riesgo (Walters, 2011). Es entonces cuando “medidas excepcionales” (Ticktin, 2008), que fluctúan entre el control y el humanitarismo, son implementadas para restablecer el orden público y salvar vidas.
En la última década, Ecuador no estuvo exento de estas “crisis migratorias”. La primera fue en 2014, cuando una adolescente ecuatoriana, Nohemí Álvarez, murió en un albergue de México mientras viajaba clandestinamente para reunirse con sus padres en EUA. Los medios de comunicación indicaron que Ecuador era parte de una “crisis” de niños latinoamericanos migrantes en tránsito al país del norte. Ante eso, autoridades ecuatorianas tomaron medidas excepcionales: con el fin de perseguir el “interés superior del menor” se empezó a vigilar que niños y adolescentes deportados desde EUA estuvieran insertos en el sistema educativo ecuatoriano, y ante cualquier sospecha de reincidencia de salidas vía coyoterismo, se informaba a los tutores de los menores sobre los riesgos de perder el tutelaje, como indicó un funcionario del Ministerio de Inclusión Económica y Social (MIES).5
El resultado de esa crisis fue el reforzamiento de medidas de control para frenar la migración irregular y la adopción de “políticas pastorales” (Foucault, 1984), o medidas en las que el Estado adopta un rol de “salvador” que otrora cumplían instituciones cristianas. Según Walters (2011), las políticas de “cuidado” que los Estados adoptan ocultan formas de domesticación. Así, a través del miedo colectivo a perder el tutelaje de hijos o nietos se busca corregir conductas “irracionales”, como la migración irregular.
La segunda fue la “crisis migratoria cubana”, que se inició a finales de 2015, con un alcance asimismo regional. Ahondamos en este caso por la manera en que las autoridades estatales usaron el discurso del “combate a las mafias que lucran con la trata y el tráfico de seres humanos y la migración riesgosa” y la protección de los “derechos humanos de las personas en una situación de extrema vulnerabilidad” (MREMH, 2016), para implementar medidas de exclusión migratoria.
“Crisis” migratoria cubana: “hermandad” y expulsión
Entre finales de 2015 y agosto de 2016, más de 12 000 cubanos fueron parte de una “crisis” migratoria regional. En el marco del acercamiento de relaciones internacionales entre Cuba y EUA, corrían rumores de que este último país pondría fin a la ley de preferencia para inmigrantes cubanos. Consecuentemente, se incrementaron los tránsitos irregulares de cubanos desde Ecuador por Centroamérica y México a EUA. En este marco, el gobierno de la RC tuvo un papel preponderante. Primero, en diciembre de 2015 reimpuso la visa de turismo a ciudadanos cubanos después de siete años de libre ingreso. Segundo, en julio de 2016 deportó a 121 cubanos calificados simultáneamente como “vulnerables” y “no legales”, siendo éste el evento epítome de dicha “crisis”.
Para obtener un “puente humanitario” hasta México y seguir a EUA, más de 800 cubanos organizaron un campamento en un parque de Quito. Aunque el campamento tenía permiso municipal, fuerzas policiales desplegaron un operativo en el que participaron unidades antimotines, fuerzas especiales, vehículos antidisturbios, perros y drones (Álvarez Velasco, 2016; Colectivo Atopia, 2016). Autoridades estatales lo justificaron como parte de los “rutinarios controles migratorios” para desarticular “redes dedicadas al tráfico de personas” (El Comercio, 2016a). Ahí, 151 cubanos fueron detenidos. Posteriormente, apelando a la urgencia de proteger a población nacional y “extranjeros vulnerables”, y para mantener el orden público, se puso en marcha una expulsión colectiva vía tres episodios de deportación en el lapso de una semana.
En las audiencias de deportación a las que asistimos, los jueces revisaron caso por caso y otorgaron 80 sentencias de libertad, sobre todo a solicitantes de refugio, pues la legislación nacional e internacional impide su expulsión. No obstante, una alta autoridad del mi, institución que en esos días explicó y justificó públicamente las medidas adoptadas, se amparó en la Ley de Migración de 1971 (que otorga discrecionalidad a la autoridad del Poder Ejecutivo para la toma de decisión sobre deportaciones) para revertir las decisiones judiciales y ordenar las expulsiones. Asimismo, agentes policiales del mi y funcionarios que realizaban labores de inteligencia estuvieron presentes en la larga audiencia de habeas corpus solicitada por los detenidos, filmando a un pequeño pero molestoso grupo de activistas que exigía la libertad de los detenidos de acuerdo con los principios constitucionales de “libre movilidad” y “ciudadanía universal”. Las solicitudes de habeas corpus fueron negadas y, sin esperar los procesos de apelación, los detenidos fueron deportados. Ante estos sucesos, proliferaron titulares como: “Ecuador expresa preocupación por crisis migratoria de cubanos e insta a la región a ‘adoptar medidas conjuntas’” (Andes, 2016).
Efectivamente, fue una “crisis” en el estricto sentido de la palabra, pues se adoptaron medidas excepcionales. Curiosamente, éstas afectaron a ciudadanos de un país definido como “hermano”. En otros contextos, medidas excepcionales se dirigieron a poblaciones “extranjeras” construidas como un “otro” especialmente distinto al “nosotros” nacional. Esta vez, los “hermanos cubanos” fueron deportados tras consensos entre los gobiernos de Ecuador y Cuba, que en ese entonces mantenían gran cercanía político-ideológica e intentaban salvaguardar un proyecto regional de izquierda que empezaba a resquebrajarse. Medidas regionales como la firma de un protocolo de deportación entre Colombia y Ecuador también fueron adoptadas, confirmando cómo Ecuador y otros países de la región se han convertido simultáneamente en espacios de tránsito y en “tapones” en la ruta a Estados Unidos.
Al cierre de la “crisis”, las medidas excepcionales fueron justificadas por el mismo presidente Rafael Correa:
No podemos permitir […] que Ecuador se convierta en vía de tráfico de personas y trata de blancas […] Están utilizando a Ecuador como vía para llegar hasta México y después cruzar la frontera a Estados Unidos […] Pero no sólo eso, [los cubanos] no eran legales. Nosotros no creemos en seres humanos ilegales, pero sí hay que cumplir con la normativa de nuestro país […] Creemos en la movilidad humana, creemos en la ciudadanía universal, pero no vamos a servir de tráfico de personas para nadie, no nos vamos a convertir en un país coyotero (Enlace Ciudadano # 484, 2016).
En ese mismo marco, una asambleísta del partido oficialista recalcó que: “La ‘ciudadanía universal’ no es sinónimo de zona franca. Uno de los puntos importantes para entender esta figura es la migración responsable […] La gente es bienvenida, pero con documentos” (El Comercio, 2016b). Estas declaraciones corroboran que una “gramática” que produce la ilegalidad migrante y defiende el modelo de gobernabilidad migratoria centrado en movimientos ordenados, legales y responsables estuvo presente en el gobierno de la RC. Más aún, como sucedió en la “crisis” de niños migrantes, el tránsito irregular y las “migraciones riesgosas” aparecen como elección individual e “irracional” que conduce a un riesgo mortal, y no como consecuencia directa de causalidades globales y locales más complejas y estructurales. Los migrantes serían, por lo tanto, individuos “irresponsables”, pues emigran sin documentos, poniendo en riesgo sus vidas o la de sus familiares. Frente a ello, el Estado muestra que retoma el control, y por eso vigila, detiene y deporta para “proteger” a poblaciones que vulneran el orden público y también sus propias vidas.
Hay que tener claro, sin embargo, que las acciones que excluyen para proteger en la práctica no protegen a “migrantes vulnerables”, sino que repercuten negativamente en sus condiciones de vida. Primero, porque las medidas restrictivas no han logrado detener las migraciones irregulares, pero sí han transformado flujos inmigratorios que antes eran más estables en migraciones que ahora son principalmente de tránsito. Es el caso de cubanos en Ecuador. En un primer momento, parte de este grupo migratorio se asentó en diferentes ciudades ecuatorianas, pero luego, con las medidas restrictivas y sobre todo con la deportación de 2016, salieron hacia EUA de manera autónoma o vía coyoterismo por rutas menos controladas, pero más violentas. Además, los migrantes irregulares que han decidido quedarse en Ecuador encuentran trabajo básicamente en mercados informales, precarizados y, por lo tanto, expuestos a la explotación laboral.
Conclusiones
Las reflexiones propuestas arrojan luces para interpretar, desde la visión crítica de la gubernamentalidad, cómo en el “posneoliberalismo” ecuatoriano coexistieron enfoques humanitaristas y securitistas para el manejo de las migraciones. Esta coexistencia, que va de la mano del proceso dual de externalización de las políticas de EUA y su internalización en Ecuador, muestra que el giro progresista ecuatoriano tiene analogías funcionales con un proceso más amplio de producción de sujetos irregulares y control de la movilidad, dentro del capitalismo neoliberal contemporáneo.
En su primer periodo de gobierno (2007-2009), con alta popularidad y bonanza económica, el entonces presidente Rafael Correa ignoró las críticas de sus opositores sobre el manejo de diversos temas. Además, limitó la asistencia técnica y financiera internacional para lograr una cooperación más soberana y alineada a los intereses nacionales. Contrariamente, en su segundo y tercer periodos (2009-2017), caracterizados por divergencias dentro del Estado, alta conflictividad social y una recesión económica que afecta a Ecuador desde 2015, se implementaron cambios y se cedieron posturas. Paladines (2016) resalta que estos cambios marcaron el paso de un primer momento de gobierno caracterizado por el “Estado de garantías”, a un segundo, desde 2010, que sería el “Estado de policía” o el “giro punitivo” del manejo de diversos problemas sociales. Nosotras, en cambio, hemos querido mostrar la convivencia, en diferentes momentos, entre abordajes garantistas y punitivos y entre posturas alineadas a modelos hegemónicos y dependientes de la cooperación internacional y posturas más disidentes y autónomas.
Esta convivencia entre dos paradigmas se puede interpretar como parte de las “herencias neoliberales” sobre las que las nuevas izquierdas deben operan, como indica Stoessel (2014). La autora señala que “las estructuras jurídicas y financieras supranacionales y la necesaria inserción de los países latinoamericanos en el circuito financiero internacional y los mercados” limitan las capacidades estatales y orientan sus actuaciones (p. 39). En otras palabras, la posición marginal de Ecuador en el escenario internacional explica sus limitaciones estructurales para implementar iniciativas innovadoras en materia migratoria. De hecho, el gobierno de la RC cedió su política basada en principios por intereses más pragmáticos, tanto económico-comerciales como políticos (Góngora-Mera, Herrera y Müller, 2014). Por ejemplo, respecto a China, principal aliado comercial y financiero del gobierno de la RC, las medidas restrictivas que en 2008 se adoptaron ante el ingreso de inmigrantes de ese país, y que se justificaron como formas de protección frente a las “redes de tráfico”, fueron eliminadas muy pronto; esto no sucedió con las restricciones impuestas a otros países de Asia, África, Medio Oriente o el Caribe.
Hemos mostrado, además, que así como el régimen globalizado de control migratorio ha generado reacciones opuestas y convivido con posturas más centradas en los derechos humanos, también el discurso y la práctica de los derechos humanos han motivado acciones que no sólo facilitan, sino también contienen los cruces fronterizos, cuestionan y simultáneamente mantienen los órdenes desiguales, nacionales y globales. Usar el discurso de la “protección a poblaciones vulnerables a las mafias de la trata y el tráfico” para vigilar, controlar y excluir a ciertos grupos de migrantes y refugiados -mujeres, niños y poblaciones empobrecidas y racializadas del sur global-, es parte de esta última dinámica.
Mezzadra y Neilson (2013) la explican muy bien cuando argumentan que, a pesar de que los derechos humanos se consideran externos al ejercicio del poder y las intervenciones humanitarias se perciben como imparciales, en la práctica los derechos humanos son un elemento central de los actuales regímenes migratorios y fronterizos mundiales; consecuentemente, se vuelven cada vez más internos al ejercicio del poder en la medida en que los procesos de gubernamentalidad siguen su curso desde lógicas superpuestas. Es decir, el gobierno de las migraciones se conecta tanto al poder soberano del Estado-nación como a las lógicas del mercado y a los valores universales de solidaridad y respeto a la dignidad humana. Mantener un adecuado “equilibrio” entre estos tres elementos ha sido parte del régimen migratorio global y también de las políticas migratorias implementadas por el gobierno ecuatoriano de la RC.
Insistimos, por lo tanto, en que la convivencia entre humanitarismo y control no es coyuntural, sino parte integral de las democracias contemporáneas, tanto en regímenes neoliberales como posneoliberales. Por ello, mientras terminábamos de escribir este artículo, un nuevo episodio que muestra esta convivencia tuvo lugar en Ecuador: esta vez frente a los crecientes flujos migratorios de población venezolana y en un nuevo escenario político calificado como un “regreso al neoliberalismo”. En agosto de 2018, el gobierno ecuatoriano exigió a los venezolanos presentar pasaporte para ingresar al país -a pesar de que los acuerdos regionales sólo exigen cédula de identidad-, con el argumento de estar preocupados por la “grave crisis humanitaria que afecta a los venezolanos” y para luchar contra delitos como la trata y el tráfico de personas.
Para concluir, cabe retomar la reflexión que Aradau (2004) plantea sobre las implicaciones de la coexistencia entre prácticas de gubernamentalidad basadas en la “piedad” y el “manejo de riesgos” para pensar la agencia de “migrantes vulnerables”:
Si los derechos humanos se han convertido en derechos de aquellos que son demasiado débiles o están demasiado oprimidos para actualizarlos y promulgarlos, no son “sus” derechos. Ellos están privados de agencia política; los únicos derechos son nuestros derechos para practicar la compasión y las intervenciones humanitarias. Por lo tanto, las víctimas están divorciadas de la posibilidad misma de agencia política […] Cuando la agencia existe incluso como una potencialidad, ellos [los migrantes tratados o traficados] se convierten en seres riesgosos. (Aradau, 2004, p. 276.)
Concordamos con Aradau en su crítica sobre las “perversas formas de gubernamentalidad” que caracterizan las políticas migratorias contemporáneas, pero también reconocemos que junto con la opresión y la victimización hay formas de resistencia y transgresión. Las migraciones “ilegales”, “descontroladas” y “riesgosas”, que se expresan en el tráfico de migrantes y la trata de personas, representan “contraconductas” (Walters, 2011) que no operan de manera externa a los procesos de control migratorio, sino a través de una “serie de intercambios” y “soportes recíprocos”. Esto significa que las intervenciones que son parte de la gubernamentalidad migratoria van de la mano de las disputas políticas de los migrantes, incluyendo los afectados por la trata y el tráfico, cuyas complejas experiencias muestran las tensiones entre estructuras de poder y agencia, forzamiento y consentimiento, silenciamiento y voces que tienen mucho que decir respecto a la aplicación de “medidas humanitarias”.