I. Una distopía retroactiva viral
Es el año 2035. El planeta Tierra ha sido devastado por un virus que acabó con la vida de millones de personas. Los sobrevivientes se refugiaron en comunidades subterráneas oscuras y húmedas, mientras en la superficie animales salvajes deambulan sin destino cierto. Un prisionero de nombre James Cole, personificado por el actor Bruce Willis, se ofrecería como voluntario para viajar al pasado y conseguir una muestra del virus, gracias a lo cual los científicos podrían elaborar un antídoto. Durante su viaje conoce a una psiquiatra y a un enfermo mental de sorprendentes cualidades y razonamiento. El objetivo de James Cole era encontrar al ejército de los “12 monos”, un grupo radical vinculado a la mortal enfermedad. Serían ellos los eventuales responsables de aquella catástrofe.
Muchos deben recordar uno de los más destacados filmes de la década de 1990, 12 monos (1995), dirigido por Terry Gilliam. Deben tener presente la tensión que vivía el protagonista, su permanente oscilación entre lo real y lo ficcional, el fruto del esfuerzo para comprender su entorno o el resultado de algún sofisticado efecto de la imaginación. James Cole perdía, por momentos, la noción del tiempo y el espacio: cuando creía estar en el pasado, estaba en su presente; cuando creía estar en el futuro, las imágenes lo devolvían al pasado. La incertidumbre parecía convertirse en el metarrelato de una distopía que lo arrojaba a un futuro cercano de múltiples informaciones de difícil comprensión. Señales, imágenes en las calles, voces, diálogos, encuentros con diferentes personas cuyo conjuntos de saberes y conocimientos se presentaban en total desorden para James Cole en su búsqueda de los rastros del virus y los 12 monos.
Cuando salía a la superficie del planeta, iba protegido con un traje plateado apropiado para evitar cualquier presunto contagio. A modo de casco llevaba una pesada burbuja de vidrio por la que se le suministraba oxígeno para respirar. Esta escena contrastaría con muchas otras en las que aparecería sin ninguna protección ante el supuesto inminente contagio. Accidentalmente, o por voluntario agotamiento, James Cole se expondría al virus como si la información acumulada sobre él hubiese pasado a un segundo plano, datos que sugerían un necesario comportamiento de reserva y cuidado. Con su accionar, parecía dar a entender que todo lo vivido parece ambiguo y reversible y que, a fin de cuentas, es justamente con ciertas dosis de neurosis como las personas se protegen de forma más eficaz de la locura. Al final de esta experiencia, tal vez se haya llegado a una primera conclusión: aquel virus, y el grupo de los “12 monos”, podrían haber sido una reacción defensiva de la especie humana en contra del riesgo de la promiscuidad total, del contacto próximo y directo que, paradójicamente, cada vez más dejaría al descubierto el síntoma de un creciente distanciamiento afectivo entre las personas.
II. La psiquis urbana: del otro-amigo al otro-enemigo
Es el año 2020, y James Cole debe estar recibiendo de la televisión informaciones diarias sobre una nueva pandemia: el nuevo coronavirus o covid-19. Es muy joven aún y no se imagina lo que el destino le deparará de aquí a 15 años. No se habla, por el momento, de ningún grupo radical o terrorista vinculado al origen y diseminación del virus, como sí se hablará de los “12 monos” en el año 2035. Sí se habla de China, de los efectos nocivos de las nuevas tecnologías de comunicación (el 5G) y del imperialismo norteamericano, del capitalismo, de los murciélagos y de las fallas en experiencias de laboratorios. Si hubiese algún voluntario en este momento, tendría que viajar en el tiempo a, por lo menos, septiembre de 2019, cuando todo pareció haber comenzado en la ciudad de Wuhan, en China. Hasta hoy, a la luz de las estadísticas, se han registrado 65 408 787 personas infectadas con el covid-19 en el planeta, de las cuales, aproximadamente, 42 089 892 se han recuperado y 1 509 743 han fallecido.1
La definida nueva pandemia ataca sistemas inmunológicos frágiles y causa problemas respiratorios semejantes a la gripe, además de generar, en casos más graves, dificultades para respirar. La forma de su contagio es lo que más parece preocupar. Objetos que han sido contaminados por el simple contacto con el virus, como un paquete de arroz comprado en el supermercado, y personas portadoras, aunque no lo manifiesten con gripe o tos, por ejemplo, despiertan la alarma inmediata y sospecha acerca de su eventual letalidad y el peligro global al que se está sometido. Lo que parece más importante en todo esto es el propio contagio, aquello que sugiere tener contacto directo con los objetos y las personas. Por eso, no sería el propio virus, sino su virulencia social, su capacidad de circulación y proliferación y, por consecuencia, de la probabilidad de su contagio, lo que causa mayor temor.
A diferencia de la experiencia vivida por James Cole en 2035, en el año 2020 el virus forma parte de un problema con una solución biológica sin perspectiva inmediata, en vista de la propia imposibilidad de viajar hacia el tiempo pasado. Por eso, de considerarlo un accidente, una fatalidad, una anomalía, pasa a comprenderse por su posterior capacidad de contagio hacia todo el sistema, la comunicación, la información, los datos estadísticos, las variables matemáticas, las decisiones gubernamentales, la capacidad de acción de los individuos. El covid-19 es transbiológico; está más allá de una inmunodeficiencia de nuestro cuerpo. El mundo real se presenta, así, como un orden de especulación racional que ha sido objeto del ataque de invisibles sujetos sin escrúpulos: el virus, el entorno viral. La clave sería evitar el contacto, una suerte de profilaxis social; el distanciamiento ya no entendido como el síntoma de la anomia, y sí de una racionalidad que supone múltiples consecuencias prácticas.
En este sentido, el objeto parece estar siendo otro: del virus se pasa a la virulencia social. Esta “distancia psicológica”, de la que ya hablaba Georg Simmel (1979) en 1903 para describir la vida en las metrópolis modernas, parece tomar la forma extrema de la hipersensibilidad y la ansiedad. Puede también tomar la forma de la indiferencia, de la actitud de reserva y protección continua, de una búsqueda de autopreservación individual que termina afectando el modo de interacción en la vida de las ciudades. Simmel ya decía que esta actitud de “reserva extrema” hacia los otros no tendría su origen meramente en la indiferencia social o simple apatía, sino en una “aversión débil, una mutua extrañeza y repulsión” que surgiría en situaciones de un contacto más cercano y directo, como ante un abrazo, un apretón de manos e incluso una mirada interpretada como fuera de lugar. La vida en las grandes ciudades tuvo su fundamento, según Simmel, en el incremento de la vida nerviosa, que emerge del cambio rápido y continuo de los estímulos exteriores, del continuado bombardeo de los sentidos con nuevas o cambiantes impresiones, y produce lo que ya Frisby (1992, p. 63) ha denominado “personalidad neurasténica”. El resultado fue la creación de una distancia entre las personas y su entorno social y físico y se valió de una multiplicidad de justificantes. En el centro estaba el temor a establecer un contacto demasiado próximo con los objetos, en la medida en que éstos pueden causar algún tipo de dolor o frustración.
Ese nuevo talante psicosocial dominante en las grandes urbes, mezcla de indolencia (l’air blasé, en francés en el original de Simmel), reserva, distancia y débil aversión, nacía de la imposibilidad o inconveniencia de dedicar al otro un tiempo, un espacio y una cordialidad que no alimentaban -para la interacción entre los “urbanitas”- ni el tiempo nervioso y múltiplemente urgido, ni los espacios reducidos por la densidad urbana creciente, ni la extrañeza mayor del otro en muchos contactos. La cordial intimidad, la proximidad física y el detenimiento frente al otro se ven paulatinamente sustituidos, por ejemplo, por el saludo fugaz, físicamente distante e impersonal, despersonalizado. En esa nueva sociabilidad abundarán los gestos estereotipados y anónimos (por ejemplo, la V de la victoria aliada resignificada como “paz y amor” desde tiempos hippies, o como saludo rápido aprobatorio, o el pulgar para arriba como saludo o aprobación). En tiempos de internet y celulares, las respuestas verbales o redactadas se ven progresivamente sustituidas por un nuevo y constantemente enriquecido silabario o diccionario de emoticones que estereotipan y homogeneizan sentimientos, emociones y respuestas para su comunicación veloz y barata. Si bien los emoticones tienen el valor de su velocidad y estatus tecnológico snob, se paga el precio de su mayor anonimato en un intercambio interpersonal que requiera mayor personalización para ser psíquicamente satisfactorio, o mayor sutileza expresiva y mayor diferenciación respecto de otros mensajes.
Las agrupaciones humanas contemporáneas se explican aún en buena medida por la magistral descripción explicada por Simmel hace más de un siglo. No obstante, con la pandemia del covid-19, epidemia por primera vez realmente globalizada, se camina un importante trecho más en el sentido de la despersonalización y el distanciamiento, ahora sí activamente intencional más que pasivamente resultante de la interacción significativa y simbólica cotidiana, tanto en sus aspectos físico-materiales como en los espiritual-ideales. La asintomática contagiosidad del virus, diferencia esencial con otras dolencias transmisibles, convierte a todos los otros en ajenos, extraños a un alter ego singular perteneciente a un nosotros: los otros no son ya simplemente alter ego parte del nosotros o alter sí-mismos, sino más bien ocultos, sospechables, controlables, riesgosos y peligrosos alter, enemigos virtuales y potenciales de los alter ego del nosotros. Para entender mejor esto, recurramos, nuevamente, al multifermental Simmel, en especial a su trabajo El cruce de los círculos sociales (1977) de 1908, así como a sintomáticos y significativos desarrollos en la criminología y del derecho penal de finales del siglo XX, y de la legislación antiterrorista del siglo XXI.
Según Simmel, la evolución de los agrupamientos humanos podría dibujarse según la teoría topológica de conjuntos (set theory), a partir de una significativa secuencia básica, a saber:
Cronológicamente, al principio hay agrupamientos en los que los miembros de ese conjunto tienen atributos básicamente comunes, conjunto único, homogéneo; los otros son alter ego, yos dentro de un nosotros; distinciones sí, pero dentro de una homogeneidad sobredeterminante del todo, del conjunto.
Luego, por diferenciación endógena o por agregación exógena, el conjunto inicialmente homogéneo, con alteridades alter ego que son singularidades de un nosotros -sobredeterminadas por una pertenencia común a un nosotros-, se volvería dibujable más bien como una superposición o inclusividad de círculos concéntricos . En ellos, o bien dimensiones menos centrales y nuevas caracterizan más novedosamente al conjunto, aunque sean menos esenciales que las más antiguas y centrales (por ejemplo, la cultura de un pueblo conquistado para su conquistador), o bien las más nuevas pasan a sobredeterminar a los miembros para subordinar ahora al único determinante anterior en ese nuevo dibujo (por ejemplo, la cultura de un pueblo conquistador para su conquistado). La sobredeterminación puede ser, entonces, de los nuevos subconjuntos incluyentes o de los más antiguos incluidos, y ha habido (y aún hay) luchas por esa dominancia en toda la historia. Entonces, la pluralidad de miembros provenientes de subconjuntos diversos en un conjunto único es una novedad histórica resultado del crecimiento demográfico y del progreso tecnológico en armas, comunicaciones y transportes, que se resuelve en alguno de los dos modos antedichos. En ambos casos, cronológicamente primigenios (a y b), el otro es siempre un alter ego, parte de un nosotros subordinante o subordinado, pero siempre de un nosotros. Esto significa que un alter radicalmente distinto no parte de un nosotros, es una alteridad extraña y riesgosa que debe evitarse o eliminarse; no es una objetivación de una subjetividad mía o nuestra. El mismo Simmel describe como un índice de modernidad, evolución o civilización la consideración del radicalmente otro como alter de otros nosotros, como admisible y hasta adoptable en algunos de sus rasgos como moda reveladora de estatus en su tolerancia a la pluralidad. La inclusión no subordinada ni subordinable de otredades, de alteridades radicales no integradas en un nosotros, será un problema que la humanidad enfrentará con la evolución, y que originará los siguientes diseños de modos de pertenencia posteriores, según la teoría topológica de conjuntos.
Simmel ve el creciente predominio de las intersecciones frente a las uniones, círculos concéntricos y homogéneos, como una característica evolución de los agrupamientos humanos que los caracterizaría en su modernidad específica, posterior a la de los conjuntos conformados de los modos vistos en a, b y c. La complejidad surge de la pluralidad creciente de dimensiones cualitativas (aumento de los grupos de pertenencia y referencia), del crecimiento cuantitativo de cada subconjunto y, más que nada, del predominio de las intersecciones entre subconjuntos como modo de conformación del todo, del macroconjunto de los subconjuntos. De esta forma, las intersecciones superarían en cantidad a las uniones disjuntas, a la concentricidad y a los conjuntos homogéneos como modos de constitución y anatomía del macroconjunto resultante y viviente. La combinatoria de las intersecciones crea nuevos subconjuntos, distintos de los homogéneos iniciales únicos, de los concéntricos posteriores y de las uniones de conjuntos subsiguientes en la evolución. Así, en esa dinámica, el alter pasa de ser un alter ego, otro-yo en agrupamientos homogéneos o concéntricos -siempre miembros singulares parte del nosotros-, a ser propiamente un “otro”, “individuo”, un “sí-mismo” y no ya un “otro-yo”, con más de “nosotros” que de “sí mismo”, con menos de persona socializada que de individuo románticamente individual, único. Así, del alter ego, otro-yo, más singularidad de un nosotros que individualidad en sí misma, se pasa a un conjunto de alter ego, de yos, de otros-sí mismos , individuos, caracterizados por su mismidad, identidad creída como esencialidad primigenia ónticamente persistente (Ricoeur, 1990).
Del otro como otro-yo, parte del nosotros, se pasa entonces a otros fuera del nosotros, tales como los fugaces interlocutores urbanitas simmelianos; individuos sin un nosotros claro, no ya miembros singulares dentro de pertenencias sobredeterminantes, sino más bien individuos sí-mismos. Eso serían los urbanitas de Simmel, los de las grandes urbes modernas: más reservados, indolentes, distantes y desconfiados de los otros, de los alter, que sus predecesores de las pequeñas agrupaciones humanas preurbanas o microurbanas (small towns).
Pero en las urbes más contemporáneas, postsimmelianas, comienzan a aparecer otros que no sólo no son alter ego del nosotros ni alter-sí mismos, sino que son vistos y sentidos como un riesgo y una amenaza al nosotros más que una parte contribuyente a él. Finalmente, las diversas intersecciones que conforman subconjuntos, subgrupos, pueden llegar a ser menos que simplemente alter ego, o egos puros disjuntos, sí-mismos: pueden ser alter riscus, inimicus, riesgosos para los alter ego centrales del conjunto. El enemigo ya no es el extraño a un nosotros, meteco sin ciudadanía, inadmisible por esa peligrosidad derivada de su temible y desconfiable alteridad radical (por ejemplo, los extranjeros no ciudadanos en las naciones modernas). Aparecen los alter inimicus dentro del nosotros, a quienes justamente hay que inhabilitar como influyentes en el nosotros, por expulsión, eliminación o reclusión, auxiliados por un control social multiforme. Los alter ego, entonces, no sólo pueden no ser alter ego, o puros alter ego disjuntos de los del nosotros, sino hasta riesgosos para ese nosotros. Hemos viajado desde alter ego del nosotros hacia alter-sí mismos, mucho más débilmente constituidos -por y parte de un nosotros, y ahora tenemos alter inimicus, dentro del conjunto nosotros; el enemigo está adentro y nació del nosotros, que debe hacer algo con ellos.
En este sentido, los contagiosos de covid-19 suscitan el temor extra que deviene de ser alter ego que pueden contagiar sin signos exteriores de ello, riesgos puros, asintomáticos, sentidos como camuflados perversa y arteramente de normalidad inocua. Desde el covid-19, no sólo algunos sino todos los alter se vuelven riesgosos y peligrosos, inimicus, virtualmente hiperreales; el otro ya no es un alter ego del nosotros, ni un mero alter-sí mismo, disjunto del nosotros, más o menos tolerable o integrable, sino un alter riscus, inimicus, riesgoso, peligroso para el nosotros, exorcizable para ser anulado en su potencialidad mórbida o letal. Al lavarse las manos maniáticamente, mantener distancias tantas veces insostenibles, encerrarse con riesgos mayores que el supuestamente evitado, usar barbijos hasta cuando no son necesarios o son contraproducentes, los alter ego creen asegurarse contra la peligrosidad de alter ego potencialmente contagiosos, en realidad riesgos, enemigos (inimicus) de una mismidad que se reconstruyó como ipso-identidad, y recrearse alrededor de los signos seudodiagnósticos y seudoterapias de la pandemia; más una alucinación colectiva (Le Bon, 2018 [1895]) devenida hiperreal según Baudrillard en 1976 (Baudrillard, 1993); pandemia más comunicacional que óntica.
Por otro lado, la criminología y el derecho penal contemporáneos han acuñado derechos y sujetos que se acomodan bien a esta evolución de alter ego a alter ego-sí mismos, y de éstos hacia alter ego antinosotros, inimicus, contagiosos, furtivos y maléficos en su asintomaticidad. En este sentido, al referirse a los eventuales peligros del covid-19 debe observarse que la sintomaticidad ya no es signo indudable de morbilidad, desde que un asintomático puede ser contagioso, y más temible que un sintomático; los asintomáticos se han convertido incluso en más riesgosos que los sintomáticos. Esto es lo más temido en esta sociedad de alucinaciones colectivas y de hiperrealidades impuestas como científicas y ónticas, más sólidamente influyentes en el imaginario colectivo que las impresiones “reales”. Como todo alter puede ser peligroso, sólo puede redimir su impureza potencial al someterse a los exorcismos casi mágicos -de cientificidad mucho más frágil que lo vociferado para tranquilizar a neófitos y legitimar gobiernos- impuestos por el complejo médico-político-mediático.
La criminología de comienzos y mediados del siglo XX se caracteriza por su énfasis en la importancia de la desigualdad e injusticia estructurales, con análisis y prácticas judiciales que alimentan la prevención general y la específica desde el valor simbólico de la pena, la rehabilitación carcelaria, el mapeamiento de causas criminales y el dibujo de perfiles de criminalidad en sujetos y grupos.
Pero el fracaso de la disuasión por la pena y de la rehabilitación carcelaria endurecen la criminología y la inclinan de la rehabilitación y la disuasión preventiva, hacia la incapacitación selectiva, y más tarde a la incapacitación o inhabilitación sobre la base de perfiles etiológicos anclados en la creciente profusión de algo ya parecido a la big data del siglo XXI. La pérdida de énfasis en la causalidad estructural, en las prevenciones primaria y secundaria, y en la rehabilitación abren el camino a una criminología matter-of-fact, sin buceo en causalidades estructurales, sin invertir en rehabilitación y sin mayor fe ni esperanza en el poder disuasorio de la pena. Sin confianza en la velocidad ni en la eficacia del ataque a las causas estructurales y a la inversión en rehabilitación, la ineficacia observada se objeta, además, por su carestía económica. Enorme gasto aparentemente poco productivo: la criminalidad sigue aumentando sin disuasión preventiva (los primarios siguen creciendo), y la rehabilitación no se nota en las cifras de reincidencia. En esta línea argumentativa hay que castigar desde chicos con mayor penalidad para menores, con tolerancia cero hasta en contravenciones o faltas. Se endurecen idealmente penas codificadas legislativamente y las potestades policiales. Hay que prevenir el riesgo diferencial desde las probabilidades diversas ancladas en perfiles grupales e individuales sugeridas por datos analizados y combinados. Habría que inhabilitar e incapacitar más que rehabilitar; disuadir y reprimir más que prevenir causalmente porque las políticas penales no privilegiarían a los malos, se burlarían de los inocentes y alentarían a los calculadores de costo-beneficio, en la medida en que la práctica basada en la etiología estructural y la rehabilitación son caras, ineficientes y poco eficaces. Por eso, de manera análoga, si la distribución de la criminalidad tiene la forma de campana de Gauss,2 hay que cuidar de la mayoría y enfatizar el castigo preventivo de los más riesgosos sin importar tanto los falsos positivos (castigar a inocentes) en esa persecución, porque serían pocos y porque lo que más preocupa son los falsos negativos (falta de castigo a los culpables).
Asistimos al final de la consideración del alter como parte de un nosotros por recomponer solidariamente, no se reconoce más la responsabilidad colectiva respecto de la desigualdad e injusticia estructurales. Fin de la confianza y el compromiso con la rehabilitación y la reinserción. El alter es un enemigo potencial, y la potencialidad riesgosa debe penalizarse preventivamente, de forma actual, aunque sea una mera potencialidad. Las intenciones y voliciones conocidas o averiguables deben penalizarse, y hasta más que algunas infracciones actuales, porque los efectos y consecuencias pueden ser masivamente letales si no se cortan preventivamente. Importa más, entonces, incapacitar a los falsos negativos aun a costa de castigar a inocentes falsos positivos; hay más preocupación por castigar a los peligrosos por la vía de su probabilidad a priori, detectable y detectada de ser culpables, que por defender a los inocentes con base en su probable inocencia.
El énfasis doctrinario y práctico es el opuesto al de la presunción de inocencia típica del Estado de derecho, que se ancla precisamente en que el alter es alter ego y no alter inimicus, riesgoso o peligroso, que se prefiere exorcizar con la presunción de riesgo o peligro culpable, presunción de culpabilidad sustituta, antigarantista. Se le da más pena al que delinquió dentro de un perfil riesgoso (de enemigo) que al que lo hace dentro de un perfil y antecedentes menos criminógenos y criminófilos: lo que nos dice Ulrich Beck (2002) sobre la nueva “sociedad del riesgo” se verifica en la práctica criminal. Algunas distopías cinematográficas se hacen realidad en la legislación, la judicialización y el policiamiento desde mediados de la década de 1970; la realidad se adapta a la ficción o la acompaña cercanamente. Las utopías ya no son las únicas guías para las prácticas; las distopías comienzan a tomar sus lugares, y lo peor es que un amenazante porcentaje de individuos y grupos pueden considerarlas utopías, y no ya distopías. Se produce una utopización de las distopías. Esta tendencia también se traduce en un panóptico tecnológicamente sofisticado de instrumentos de control, vigilancia y espionaje. En Minority Report,3 de Steven Spielberg, unos superdotados preconocen a los delincuentes y los reprimen antes de que delincan; como los preinvestigadores en Dead Zone,4 de David Cronenberg, que matan a un político que cometería locuras en el futuro. Lo mismo ocurre con Sylvester Stallone, en Judge Dredd,5 un juez itinerante, con moto de alta gama y armas de guerra, que mata a quien transgrede, inmediatamente después del flagrante delito, sin juicio. Las incapacitaciones e inhabilitaciones de perfiles de individuos y grupos con base en antecedentes y big data erigen a los alter ego en alter inimicus.
No hay más alter ego empatizables y convertibles, se ignora la presunción simple de inocencia, se invierte la carga de la prueba y se erosionan el Estado de derecho, las democracias y las ideologías políticas; la política, en fin. La metamorfosis del alter ego del nosotros, al pasar por el urbanitas simmeliano, en alter inimicus, se perfecciona doctrinaria, legal y judicialmente con la “teoría penal del enemigo”, de Gunther Jakobs y Manuel Cancio (2003), a finales de la década de 1990: sea por su masiva peligrosidad potencial, sea por su reincidencia abundante, sea por su declarado fin de atentar contra el colectivo, algunos individuos ya no deben ser considerados sujetos de derechos, personas inocentes presuntas, sino objetos de peligro que hay que detectar e inutilizar, culpables presuntos por dichos, hechos y perfil de letalidad.
La tendencia a la conversión simbólica del otro-amigo en otro-enemigo, que anunció y describió Simmel, se continúa muy claramente con las legislaciones antiterroristas, como el Patriotic Act, posterior a la caída de las Torres Gemelas en Estados Unidos, y la legislación antiterrorista europea sucesiva. En todos esos casos los derechos, las garantías y libertades normales en Estados de derecho ceden su lugar a normas que suponen la peligrosidad y controlabilidad de todos, y un “Estado de excepción” (Agamben, 2007) consecuente a la presencia de un enemigo que puede estar en cualquier lugar, y abolir algunos derechos, libertades y garantías como único medio para descubrirlo y enfrentarlo. Todos son enemigos potenciales que deben probarse inocentes, otra vez contrariamente a la suposición de inocencia vertebral para los Estados de derecho democráticos. Todos los individuos pueden ser espiados, controlados, física y virtualmente, analizados en sus perfiles e historias vitales desde datos agregados tradicionales y análisis de big data, y eliminados como peligro, riesgo u objetos sin derechos subjetivos que no merece y que impedirían su detección, neutralización o eliminación. Recordemos que los falsos positivos deben ser sacrificados en aras del descubrimiento y la eliminación de los falsos negativos; la presunción de inocencia es muy riesgosa: el rifle sanitario y la investigación y espionaje previos son lo único seguro en la sociedad del riesgo. Estado de excepción y de guerra; ¿nueva normalidad?
Sólo las medidas sanitarias adoptadas con motivo del covid-19 superarían, en parte, estos hitos en la escalada por la desconfianza y la peligrosidad de los otros en la convivencia cotidiana. Ya no son sólo algunos los otros-enemigos, aquellos que han manifestado, demostrado o mostrado probabilidades altas de letalidad; ahora todos han devenido peligrosos, riesgosos, enemigos; todos pueden contagiar o hacernos culpables al contagiarse y alimentar el perverso dominó. Ni siquiera una persona asintomática está libre de ser riesgo, peligro, enemigo a ser detectado y eliminado como tal; el enemigo está oculto, es artero, disimulado; ni el ya curado del contagio queda libre de culpa: la inmunidad podría ser sólo temporaria, el virus puede mutar, en tales casos ni las vacunas protegen de modo durable ni seguro.
III. Virus, catástrofes, fatalidades
La sensación de sentirse oprimido por las exterioridades de la vida moderna no se detuvo en el diagnóstico sobre la metrópolis que Simmel realizó con tanta perspicacia. Si esta sensación se puede considerar propia de desajustes sociales derivados de la experiencia de la modernidad, durante el siglo XX otros tipos de desajustes se presentaron prácticamente en una misma dirección. Es el caso del sida, por ejemplo, al servir como argumento fuerte para nuevas prohibiciones sexuales y, al mismo tiempo, para el establecimiento de nuevos comportamientos en las relaciones sexuales. O el terrorismo, con su violencia política y el miedo mayor a su ferocidad y posibilidad fáctica. Ambos son fenómenos irradiados desde la invisibilidad, la imprevisibilidad y la incertidumbre. El sida y el terrorismo son formas igualmente virales, fascinantes por su permanente desafío al principio del funcionamiento esencial clásico del sexo y de la política, multiplicadas por la virulencia de las imágenes que transmiten los medios de comunicación, nos dice Baudrillard en 1990 (1991b).
El contagio, la reacción en cadena y el miedo desmesurado que ambos generan no sólo es activo en cada uno de esos ámbitos, es decir, en el sexo (de su práctica), la política y la biología; contaminan innumerables esferas de la sociedad y difunden y magnifican su dimensión catastrófica. Por eso, tanto el sida, el terrorismo, como este nuevo virus, tienen un aire de familia. Los tres giran por igual en torno a una figura genérica: la catástrofe, contrastable con la fatalidad como encadenamiento de hechos alternativos a la causalidad normal de causas-efectos-consecuencias conmensurables; territorio del determinismo y de la probabilidad. En efecto, ante una causalidad de causas-efectos-consecuencias racionalmente conceptualizada y fácticamente ocurrente, la catástrofe sería una metástasis de los efectos y las consecuencias respecto de los efectos y las consecuencias normalmente esperables por normalmente ocurrentes.
“Pero las cosas tienen otros encadenamientos que los de sus causas”, nos advierte Baudrillard en 1983 (1991a, p. 169). Un primer encadenamiento no causal de objetos y hechos sería el azar , que reconoce el encadenamiento causal como el único posible.6 El azar es la antítesis de la causalidad como conexión de causas-efectos-consecuencias que revela y materializa determinismos o probabilidades comprensibles, previsibles y esperables desde ellos. Pero hay otros encadenamientos fuera de los causales que no podrían incluirse como aleatorios, del orden del azar. Serían los accidentes, las catástrofes y las fatalidades. Los accidentes serían meras excepciones fácticas dentro de encadenamientos, pequeños detalles que desbaratan puntual y coyunturalmente un encadenamiento causal, pero sin amenazar la legalidad causal establecida y rectora de un orden de hechos ni su credibilidad en ella a futuro. Las catástrofes , en cambio, lejos de ser excepciones al cumplimiento de una causalidad pensada como determinista o probabilista, son una exacerbación del encadenamiento causal, una especie de metástasis o epifanía exultante del mismo, que produce mucho más que lo esperable y esperado desde una cadena causas-efectos-consecuencias. Un accidente, aunque excepción puntual a un encadenamiento causal, puede ser, sin embargo, también catastrófico si desmesurados efectos y consecuencias resultan de él. El accidente es una ocurrencia excepcional; las catástrofes, metastásicos efectos o consecuencias, sea de una excepción o de una causalidad normal; los accidentes son del orden de la excepcionalidad puntual a los eslabones de un encadenamiento causal, y las catástrofes, una metástasis desmesurada de los efectos y consecuencias.
Las fatalidades, en fin, son ajenas al orden de la causalidad determinista o probabilista, pero no aleatorias, del orden no causal del azar. Como alternativa dentro de los encadenamientos es semejante a la del destino, con responsable inicial o no, su iniciativa es más poderosa que la de la causalidad, del tipo del destino. Ante esto, es irresistible la pulsión de citar algunas otras reflexiones de Jean Baudrillard en 1983:
Es la catastrófica empresa en que andamos metidos: resolver toda fatalidad en causalidad o probabilidad; ahí está la auténtica entropía. (Baudrillard, 1991a, p. 163)
Lo fatal se opone absolutamente a lo accidental (así como, claro está, a lo racional). Ahora bien, nosotros hemos llevado mucho tiempo, cuando falta la versión racional, prefiriendo la versión accidental del mundo a la versión fatal […] Ahora bien, es verosímil que lo accidental sea extremadamente raro […] y la fatalidad muy frecuente. (Baudrillard, 1991a, p. 170)
Nos gustaría que existiera el azar, la sinrazón, y por tanto la inocencia, y que los dioses jugaran a los dados con el universo, pero preferimos que exista por doquier soberanía, crueldad, encadenamiento fatal, que los acontecimientos sean la consecuencia radical del pensamiento. Nos gusta lo primero y preferimos lo segundo. (Baudrillard, 1991a, p. 173).
La pandemia del covid-19 es catastrófica, ¿pero es efecto/consecuencia de una fatalidad o de un accidente? Las poblaciones antiguas buscarían qué pecado instigó tal justiciera respuesta divina, fatal; nosotros, hoy, buscamos orígenes interespecies varios y emprendemos supuestas terapias, también catastróficas, pero para dar cuenta del desarrollo de la vida económica y sociocultural de la pandemia también se manejan accidentes en el tratamiento biológico, en la previsibilidad modélica de la pandemia y en la toma de decisiones políticas desde los insumos técnicos.
La catástrofe es una figura social y, como tal, tiene su fuerza expresiva derivada de los sentidos que la han producido socialmente: diversos signos significantes serán significados por códigos particulares que fijarán su sentido como arbitrarios naturalizados. Uno de ellos, al pensarse el actual covid-19, es el de la modelización y el cálculo estadístico. Muertes o infectados se constituyen en datos numéricos significativos y, sin duda, es de lamentarse las pérdidas de vidas ocasionadas durante los últimos meses. Pero la muerte no es sólo, ni básicamente, un número. Existe una dimensión subjetiva e intersubjetiva que lo trasciende como tal. No obstante, muchos ya pueden advertir que la estadística ha sustituido al virus real, y que es desde ella como se sustenta la postura del distanciamiento y aislamiento social, por ejemplo. Así, las muertes, internaciones, infectados y aterrorizados reales de la pandemia se transmutan y convierten en gráficos de barras de crecimiento, curvas de trazo diverso, números y coeficientes, especialistas, políticos y mediadores comunicacionales que atemorizan multiformemente, mientras solicitan mantener la calma y evitar el pánico. El virus, que tiene una vida biológica antes, durante y luego de la infección, y se manifiesta socialmente en miedos, medidas sanitarias, protocolos, terapias, gente diversa en diversos estados, en instituciones y con profesionales de la salud a cargo, se ha convertido en un dato estadístico en el horizonte de una realidad social que ya no se puede representar por sí misma, sino transformada por una narrativa comercialmente atractiva y un discurso científico y políticamente conveniente. El virus empírico es sustituido, para su manejo comunicacional y para las decisiones políticas, e incluso hasta para su manejo biológico, por signos artifactuales, producto de modelos de simulación que son más seguidos que la trayectoria fáctica del virus. Éstos se vuelven hiperrealidad, una realidad más creída como tal que la realidad ignorada y progresivamente develada: los signos que produce y que constituyen esa modélica hiperrealidad simulada configuran “la realidad”.
Las estadísticas producen el virus como una realidad anticipada. Las medidas políticas y sanitarias no responden al desarrollo e impactos fácticos y reales del virus; son tomadas y hasta justificadas con base en hiperreales modelos epidemiológicos de cálculo anticipado de contagios, grados de infección y de necesidades hospitalarias. Se viraliza la impresión magnificada de una catástrofe acelerada que, creída como tal, origina un conjunto de medidas potencialmente más dañosas aún que la eventual catástrofe. El resultado: magnificación, dramatización, reiteración, redundancia en la construcción social de una desmesura creída como científica y prudente.
Y así llegamos a la hipercatástrofe que el mundo vive hoy, hiperrealmente reactiva a la alucinación científico-mediática-política construida, también hiperreal. La contabilización diaria de contagios, internaciones y muertes -con énfasis mucho menor en los infectados recuperados, menos atractiva como noticia- configura un seguimiento hiperreal, alucinatorio, nunca antes hecho para ninguna otra dolencia; ni siquiera hoy ese monopolio del terror estadístico-mediático se lo disputan dolencias mucho más letales y hasta tradicionales, ya invisibilizados en su gravedad por la falta de focalización. Antes y hoy, el secreto de su éxito atemorizador será la permanente minimización de la relativización del terror numérico: nada de estandarización per cápita de los números; nada de comparación con el pasado; nada de comparación con otras morbilidades simultáneas; el “caso” es caracterizado desde su improbable gravedad o letalidad más que desde su mucho más probable inocuidad total o insignificante sintomaticidad. La contagiosidad también se hace temer a partir de la misma maximización delirante del riesgo. La paranoica hipocondría propia se frasea y disfraza pudorosa y orgullosamente como preocupación por el contagio al otro, tantas veces altruista y políticamente correcta coartada para el miedo propio. La construcción periodística de la evolución del virus pasa a cumplir la función de resguardar el sentido del “cuerpo social”, de la sociedad misma, cuerpo-objeto final del covid-19 desde que se internaliza al instalarse como la opinión pública y el sentido común rectores de la interacción cotidiana multidimensional.
Lo que parece estar en juego es la función de lo social como término dotado de sentido; hay ya “otra” sociabilidad, fraseada tentativamente como “nueva normalidad”. Ahí están las campañas de solidaridad, los happenings alrededor de alguna música, el éxtasis colectivo a través de las redes sociales virtuales, todo para recrear/simular lo social, en un sistema transparente a partir de una reacción en cadena. El covid-19 afecta estructuras verdaderamente transversales, desde la información y la comunicación, hasta el dinero y el trabajo, todas las dimensiones de la cotidianidad y de los eventos más extraordinarios. Para tranquilidad emocional de algunos, lo social parece pasible de ser representado de esas formas; aunque sea de un modo hiperreal y empíricamente cuestionable inicialmente, y con decisiones políticas de corte autoritario. El otro como enemigo se reelabora convenientemente como otro que cuida de mí, así como yo cuido de él; el enemigo se metamorfosea, retóricamente, en amigo e incluso salvador, aunque puede ser también, si es rebelde o negligente, enemigo y sepulturero múltiple.
IV. Hiperrealidad, signos, simulacros
Así como Simmel presenta agudamente la evolución de la psiquis urbana, en la cual la vida sociocultural de la pandemia marca un nuevo y más reciente eslabón, Jean Baudrillard parece complementarla al introducir inmejorables observaciones acerca de algunas características del mundo en el que la pandemia se ha hecho posible.
Ese mundo que entrevió Baudrillard parece cumplirse puntualmente en tres aspectos principales. Primeramente, en 1976, con el advenimiento de una hiperrealidad artifactualmente construida, más creída y fundante del cotidiano que la realidad más “natural” anterior (Baudrillard, 1993); también desde 1972, al postular un mundo de signos, de una economía política del signo, ahora necesaria para comprenderlo, con vectores de consumo de estatus, identidad y diferenciación más que de funcionalidades vitales (valores de uso) o productivos de mercado (valores equivalenciales de cambio) (Baudrillard, 1991c). Por último, también en 1976, anuncia el advenimiento de la simulación, una precesión de simulacros multiforme generalizada, que sustituye a nivel de significado, para codificar los significantes, a una racionalidad actual latente y profunda (deseo por consumo de estatus, identidad y diferenciación) por racionalidades más manifiestas y legitimantes que ésa, políticamente más correctas. Las racionalidades profundas, las económicas, financieras, políticas, son precedidas por el simulacro manifiesto, aparente, biosanitario, más legitimante y admisible que ellas.
La hiperrealidad es, estrictamente, un grado de realidad ulterior, constituida con elementos bastante nuevos y novedosamente mezclados: datos hiperreales; modelos más usados y creídos que el empíreo fáctico; signos con diversa codificación de sus significantes; una nueva simulación de racionalidades. La pandemia es, justamente, vivida y percibida no en tanto vivencia subjetiva o intersubjetiva mórbida, sino más bien como: a) despliegue de un espectáculo mediático de atractivo comercial con tomas privilegiadas por su capacidad de magnificación y dramatización; b) una competencia entre científicos biosanitarios y políticos por explicaciones y eventuales terapias que se suponen definitivamente científicas; c) un show de los medios y la prensa constructoras de pánico mientras insta, paradójicamente, a no asustarse; d) un negocio de empresas de vanguardia tecnológica (comunicacional y sanitaria) que multiplican brutalmente sus ganancias, anclados en la paranoica seudoprudencia del “quédate en casa” y de los distanciamientos físicos. Amazon, Google, Microsoft, Apple, Facebook, Instagram, Twitter, Netflix, y tantas otras menos conocidas, se enriquecen obscenamente en plazos mínimos mientras las empresas comunes quiebran, la gente va al seguro de paro o pierde sus trabajos, los gobiernos se endeudan, el bienestar disminuye, la vida familiar se enerva, la cotidianidad social retrocede en el tiempo y el futuro es una catástrofe diferida que el miedo inducido al virus oculta por el momento.
A pesar de la fragilidad y parcialidad de los datos disponibles para el cálculo generalizable y prospectivo, y de la carencia de isomorfismo de los modelos de cálculo sobre la pandemia respecto a la realidad posteriormente conocida como ocurrente, los resultados se impusieron como generalizables y prospectivos. Las políticas sanitarias y sociales políticamente adoptadas a partir de esos errores y falacias se celebran y legitiman como avaladas por la “ciencia” especializada, aunque en realidad materialicen frágiles modelos con malos y no representativos datos, legitimadoramente invocados como infalibles insumos decisorios. Esos mismos frágiles y cuestionables resultados no sólo fallan por su base factual y su mala generalización más allá de su validez, sino que revelan que las relaciones supuestas y asumidas entre las variables del modelo (teoría subyacente simulatoria) no son isomórficas respecto del modo como los factores se interrelacionan en la realidad fácticamente ocurrente (práctica efectivamente ocurrente). Así como los datos, los modelos se imponen como “ciencia”, sin autocrítica ni consideración por las críticas recibidas por la calidad de los datos y de los modelos.
La hiperrealidad vociferada como científica, biosanitariamente construida, se refuerza por su legitimación política en la medida en que se utiliza para tomar decisiones sanitarias de diverso alcance, para afirmar, dogmáticamente, la cientificidad indudable de construcciones científicas que habían sido duramente cuestionadas por otros científicos de alto nivel, que apuntaron errores y facticidades contrarias al modelo, sus datos y resultados. Pero, tal cual esperaría Baudrillard, la hiperrealidad psicosocialmente instalada perdería su protoidentidad de sustituta provisoria de una realidad aun insuficientemente conocida, para adquirir una superidentidad de realidad más allá de la realidad común.
La hiperrealidad se consolidará, nuevamente, cuando los medios de comunicación de masas (prensa, redes sociales) magnifiquen y dramaticen esa hiperrealidad seudocientífica y políticamente construida, y cuando, finalmente, el rumor cotidiano lo internalice como opinión pública y como sentido común arbitrario ya entonces naturalizado. Cuando el arribo de datos de la realidad revela sus eventuales equívocos, no se confiesa el error; contrariamente, se insiste y profundiza el daño al defender sus equivocados diagnósticos y terapias, producto de modelos de simulación de escenarios futuros con datos malos, poco representativos y mal vinculados al modelo. Como decía Baudrillard, modelos sobredimensionados son constituyentes centrales de esa hiperrealidad provisional que termina por sustituir a la realidad anterior, pero a la que cree referirse, y sobre la que afirma actuar desde una artifactualidad hiperreal que ya ha sido mostrada como equivocada y no isomórfica con la realidad biosanitaria ocurrente. Se planifican distanciamientos sociales e intrafamiliares verdaderamente impracticables para un gran porcentaje de los hábitats en el mundo. Se imponen mascarillas de dudosa utilidad, si no patógenas, un festival para neumólogos. También lavados de manos histéricos y la utilización de guantes, un nuevo paraíso para los dermatólogos. Los distanciamientos y los enclaustramientos se transforman, perversamente, en una bendición económica para los especialistas en salud mental y los penalistas, tal el auge de depresiones, violencia doméstica, abusos sexuales, ingesta superior de alcohol y drogas, riñas. La iatrogenia se luce en todo su esplendor: el personal de salud es más contagioso que la gente común; los “centros de salud” traicionan su título y producen más infecciones que cualquier otro local público. Las medidas sanitarias y protocolos son hiperreales, aptas para otra realidad, pero ya vimos que su base no era la realidad fáctica sino la hiperrealidad de los modelos. De igual forma lo es la hiperreal sociabilidad que se produce, llamada ahora de “nueva normalidad”, intento simbólico de naturalización del arbitrario impuesto.
Pocas cosas del mundo contemporáneo confirman mejor la imposición de las hiperrealidades forjadas desde alucinados modelos de cálculo que las creencias establecidas sobre el covid-19, tanto en las cifras pronosticadas para la pandemia como en sus más que dudosamente adecuadas, si no contraproducentes, terapias. Covid-19: alucinaciones colectivas hiperreales desde modelos que simulan inicialmente, pero terminan subsumiendo la realidad, aunque legislan sobre ella desde modelos, como si sus insumos para hacerlo fueran buenos. Los datos de Wuhan, del norte italiano y los modelos de simulación del Imperial College London se generalizaron hiperrealmente en el mundo entero y a futuro para producir una catástrofe comunicacional mucho peor que la biosanitaria, que trastocó transversalmente todas las sociedades.
Finalmente, se consumen los “signos” de la realidad pandémica más que la pandemia en sí misma, porque ésta puede ser asintomática, sin signos mórbidos, una especie de cruel entelequia, temida por amenazar, seductoramente, con improbables signos vitales adversos, de improbable contagio, y de muy improbable gravedad y letalidad. Como vimos, los signos, la apariencia impuesta por un complejo científico-político-mediático son un conjunto de significantes hiperreales más que reales, modélicos más que fácticos, simulados más que ocurrentes, impuestos por quienes pueden dar significado a los significantes. Paradójicamente, más allá de que el contacto directo con la pandemia sea casi inexistente, las personas pasan a creer en ella y se asustan pese a la improbabilidad de contagiarse, de padecer algo importante si se contagian y de precisar atención especializada. La asintomaticidad contagiosa pasa a ser, en definitiva, uno de los pilares de la creencia en esta enfermedad hiperreal, que puede contagiarse sin sufrirse lo que contagia.
Por eso, la hiperrealidad de la pandemia nos introduce en un nuevo mundo simbólico, el de la economía política del signo, en que más que objetos como valores de uso o de cambio, hay signos: significantes dotados de significado a partir de un código hegemónico, el de la sociedad de consumo con sus significados: estatus, identidad y diferenciación. Los objetos como significantes pueden tener un significado relevante como valores de uso y valores de cambio aun hoy, pero lo que los hace comprensibles hoy como objetos de deseo, significantes contemporáneos, es su nuevo significado dado por un nuevo código, arbitrario, impuesto como natural, naturalizado. Esta pandemia, de enorme impacto económico, político y cultural, posee racionalidades económicas, racionalidades políticas y una racionalidad cultural (“la nueva normalidad”) que operan di-simuladas mediante la simulación de una puesta en escena biosanitaria. Hay un simulacro biosanitario-político-mediático que, simulado, di-simularía las racionalidades económicas, políticas y culturales más profundas, mediante signos hiperreales, vía modelos hiperreales.
V. Virus, incertidumbre y comunicación
Otro de los sentidos que alimentan la catástrofe es el principio de incertidumbre, de imprevisibilidad, que viene acompañado de una sensación creciente de desconfianza al evidenciar una paradoja crucial de nuestro tiempo. En una sociedad que imaginábamos bajo el control de nuestros artificios técnicos, no sin engañarnos sobre sus persistentes problemas históricos y recientes, surgen nuevos desafíos y dejan el cuerpo social sin defensas. El terrorismo, por ejemplo, había surgido como un tipo de violencia novedosa, nacida de la paradoja de una sociedad permisiva y pacífica (Baudrillard, 1991b), más allá de las motivaciones bélicas de actores concretos. Las nuevas enfermedades, por otro lado, emergen de los cuerpos superprotegidos por las más diversas técnicas de la medicina y la cirugía, aunque vulnerables a todos los virus. En las salas quirúrgicas el ambiente desinfectado es tan importante que ningún microbio o bacteria podría sobrevivir. No obstante, parece que justamente allí es donde nacen ciertas enfermedades misteriosas, virales, ya que los virus proliferan tan pronto se les deja espacio (Baudrillard, 1991b, p. 69). Paradójicamente, de la propia desinfección nace el virus. Es en los ambientes de los profesionales de la salud y en los irónicamente denominados “centros de salud” donde las infecciones proliferan y generan el inevitable temor de la población que no quiere acudir a ellos ni ser visitados por médicos por miedo al contagio.
De manera análoga, el cuerpo social, al igual que el cuerpo biológico, pierde sus defensas según avanza la sofisticación de sus artificios técnicos, la comunicación generalizada y el éxtasis por la información. La desmesura de la reacción inmunológica a la invasión viral, uno de los mecanismos principales de infección y de su agravamiento invasivo, en el covid-19 es, curiosamente, análoga a la desmedida respuesta social, político-mediática, a la epidemia; ambas han sido parcialmente hiperreales, desmesuradas, autodestructivas, macrocontraproducentes.
La falsa certidumbre, más que la incertidumbre que la información intenta exorcizar, ha ganado terreno de manera proporcional al avance mediático del covid-19, y aquí radica una fuerza expresiva importante: el temor o miedo es tanto el del pánico al virus por una hiperrealidad mediáticamente construida como el de la falsa certidumbre que hace temer más aún que la incertidumbre. Bauman (2009) hace referencia a que esta incertidumbre e inseguridad modernas no derivan estrictamente de la pérdida de seguridad acerca de la realidad circundante, sino de la “nebulosidad de su objetivo” (Bauman, 2009, p. 15), es decir, que una experiencia de incertidumbre sería un efecto colateral, la resaca de la convicción (o necesidad de creer) de que es posible obtener una seguridad completa al conducir hacia una voracidad vital de información, ya sea como insumo decisorio o como entretenimiento conspicuo. Cuando, efectivamente, percibimos que no se alcanzará la meta, sólo se consigue explicar el fracaso al imaginar que se debe a que “algo anda mal” e implicar la existencia de un enemigo, de un otro como amenaza. En el caso del covid-19, fracasos parciales y rebrotes eventuales del virus son atribuidos a la falta de cumplimiento suficiente de las medidas adoptadas; dogmáticamente, estaría fuera del horizonte de lo concebible la duda sobre la veracidad del diagnóstico o de las terapias propuestas. Lo que a todos nos está quedando es la enorme incertidumbre a futuro por otras catástrofes posibles que se encuentra en el centro mismo de esta euforia global en torno al covid-19, y esto tiene sus consecuencias prácticas. Lo paradójico es, como ya anticipaba Baudrillard en 1990, que se insiste en escapar de este estado de ánimo con más información y comunicación concretas, y agravar con esto la sensación de incertidumbre, la voracidad casi suplicante por más información. Nada asusta más a un hincha de futbol y lo aleja más de su concurrencia a los estadios que la información mediática sobre el operativo policial preparado para que se sienta seguro y asista. Ante la ansiedad y el estrés generados por la necesaria urgencia de tomar decisiones se termina por combatir la incertidumbre al tomar como válidas tendencias de opinión mayoritarias, fobias, rituales y modas con la función de exorcizarla. La “ciencia”, en este sentido, ha cumplido un papel central como reducto al que se le atribuye la construcción del sentido social del virus para escapar de la incertidumbre. Es un círculo vicioso del que cuesta mucho salir, resultado de la virulencia social esencialmente unida al fenómeno social del covid-19 y a su modo de gestión social.
Por eso, la información no es necesariamente el antídoto para la incertidumbre, sino aquello que, paradójicamente, parece hacerla proliferar aún más como necesidad: ¿cómo decidir ante la “comunicación generalizada” y esta búsqueda de la “transparencia total” (Vattimo, 1994), cuando se ha encontrado en las estadísticas la iconografía predilecta para su superación? La virulencia social es la de los medios de comunicación y sus informaciones, y más que nada las opiniones sobre hechos e informaciones que ingresan en nuestros repertorios de reflexión diarios y aportan elementos a la comprensión de nuestra realidad práctica. Así, desde una incertidumbre y miedos hiperrealmente resueltos, el virus permite reconsiderar toda la vida social a la luz de la hipótesis de la catástrofe, de la posible muerte o del contagio. Permite revisar todo el espectro de las enfermedades, de la salud de la población, de los servicios públicos, a la luz de la hipótesis de la desestabilización de la vida social y la sobrevivencia misma.
Incertidumbre, falta de confianza, distanciamiento social, éxtasis de comunicación, sociedad de la información y del riesgo, credulidad gregaria, hiperrealidad radical sustituta de las realidades normalmente tenidas como tales, falsas certidumbres, simulacros, interacción cotidiana que naturaliza ese arbitrario hiperreal y alucinado. Nociones que, en una segunda conclusión, ciertamente habrían ocupado las reflexiones de James Cole en el planeta encontrado en el año 2035. Él vio el espectáculo de aquel virus en la desaparición de toda vida humana en la superficie del planeta, y la catástrofe materializada en la oscura sobrevivencia subterránea de las personas. Muy diferente es la vivida en la actualidad. Ahora todo es mostrado, medido, codificado, expuesto, calculado, saturado de información. Lo que nos queda es la información que nos brindan la ciencia político-mediáticamente aceptada, los medios de comunicación masivos y la tecnología voraz. Informaciones que nos llegan en forma de estadísticas, variables económicas, crisis económicas y el paro social.
La pandemia es, así, un conjunto hiperreal de signos producidos por modelos mucho más que por la realidad, que se siguen creyendo como reales aun cuando la realidad los desmienta, en la medida en que ya se han consolidado como una hiperrealidad parafáctica, alucinada, hiperbólica, más creíble que la realidad fáctica: la de modelos legitimados científico-político-mediáticamente e introyectados como sentido común y opinión pública.
Lo virtual y digital están a la alza. La hiperrealidad se ha consumado.