El estudio de la inmigración es fundamental para entender los siglos XIX y XX en América Latina. Entre los temas más frecuentes están el continuo entre blancos y negros en lugares como Brasil y el Caribe; el continuo entre indígenas y blancos en México, América Central y los Andes; y la hegemonía de los europeos católicos blancos sobre varios grupos subalternos en el Cono Sur. Sin embargo, durante varias décadas, los estudios sobre los inmigrantes y sus descendientes tendieron a concentrarse en individuos específicos o en instituciones comunitarias. Por otra parte, los estudios sobre racismo y discriminación se concentraban de manera casi exclusiva en individuos de origen africano e indígena. Como resultado, los inmigrantes y sus descendientes a menudo fueron vistos de manera un tanto esencialista, como miembros de grupos cerrados que habitaban en países de América Latina y no como ciudadanos diversos de las naciones latinoamericanas.
A lo largo de los últimos 20 años, el estudio de la inmigración en América Latina se ha revolucionado a medida que ha ido dando cada vez mayor cabida a los temas de “etnicidad” e “identidad”. En lugar de examinar las categorías binarias simples (blanco/negro; indígena/no indígena; católico/no católico), la producción académica más reciente se concentra en los al menos 10 000 000 de latinoamericanos que tienen sus orígenes en Oriente Medio, Asia o Europa Oriental, o en aquellos cuyos antepasados se caracterizaban en el ámbito religioso como no católicos. Los distintos temas y enfoques han creado unos “nuevos estudios étnicos latinoamericanos” que enfatizan la identidad nacional sin negar la posibilidad de una identidad diaspórica. Este posicionamiento cambia el paradigma dominante sobre la inmigración en América Latina al colocar de nuevo a la “nación” en una posición prominente en un momento en que el supuesto indiscutido suele ser la “transnación”, o incluso la ausencia de nación. Más aún, los estudiosos están planteando nuevas preguntas sobre la relación entre la legislación racista, el discurso racista y las experiencias reales en los niveles individual, institucional y estatal. De allí que Inmigración y racismo. Contribuciones a la historia de los extranjeros en México sea una excelente e importante contribución a los “nuevos estudios étnicos latinoamericanos”.
Mediante el análisis de la inmigración como parte de la política nacional y como algo dirigido a grupos específicos como los chinos o los judíos, los seis capítulos de Inmigración y racismo hacen una labor crítica al recordar a los lectores que México no es sólo una nación de blancos, indígenas y mestizos. Más bien, como muestra este volumen, el México postcolonial no puede entenderse como nación sin entender a los inmigrantes, tanto a los imaginados como a los reales. Los excelentes capítulos dejan claro que los debates contemporáneos sobre migración y cultura (a menudo vinculados con cuestiones de raza y religión) forman parte de un largo continuo en el continente americano, donde las élites del Nuevo Mundo buscaban rehacer las poblaciones de las naciones que gobernaban, a menudo recurriendo a sus ideas sobre un Viejo Mundo ficticio. Los temas examinados (políticas y aplicación, racismo, el uso de pseudociencias para justificar la exclusión, historia intelectual) apuntan a características compartidas en toda América. A decir verdad, las políticas de inmigración se construyeron con base en argumentos raciales relacionados con cuestiones de pureza y mestizaje, temas que los propios inmigrantes no tardaron en entender e intentaron usar (en ocasiones con gran éxito) para negociar su propio lugar en sus nuevas patrias.
El libro inicia con un amplio capítulo de David Scott Fitz-Gerald y David Cook-Martin sobre las leyes de inmigración en América, basado en la investigación que hicieron para su muy discutida obra, la premiada Culling the Masses: The Democratic Origins of Racist Immigration Policy in the Americas.1 FitzGerald y Cook-Martin combinan análisis cuantitativos y cualitativos de la legislación, utilizando como estudios de caso a México, Argentina, Brasil, Canadá, Cuba y Estados Unidos. Como lo muestran, la legislación colonial británica fue fundamental para la creación en Estados Unidos de distinciones legales entre grupos étnicos y nacionales “inferiores” y “superiores”, y para que en 1790 el Congreso estadounidense aprobara sus primeras leyes de nacionalidad e inmigración, que impedían a africanos y asiáticos convertirse en ciudadanos. Estos tipos de políticas se difundieron en todo el continente y se afinaron a fines del siglo XIX y principios del XX mediante las leyes de inmigración basadas en los orígenes nacionales. FitzGerald y Cook-Martin ubican a México en un contexto más amplio y recuerdan a los lectores la necesidad de revisar la creencia popular de que la democracia está basada en una ideología de la igualdad, dada la frecuencia con que las democracias liberales crearon y promovieron políticas de inmigración racistas antes de terminada la segunda guerra mundial.
“Eugenesia, panamericanismo e inmigración en los años de entreguerras”, del historiador Andrés H. Reggiani, extiende el amplio acercamiento de FitzGerald y Cook-Martin en una dirección distinta. Rastreando la forma en que los regímenes tanto del Viejo como del Nuevo Mundo recurrían a ciertas ideas científicas y pseudocientíficas en la legislación, este capítulo ubica las ideas y políticas en torno a la inmigración dentro de una perspectiva hemisférica. Al trabajar entre varias áreas académicas, incluidos los estudios culturales de la enfermedad, la historia de la medicina y la historia política, Reggiani muestra que la inmigración no puede separarse del estudio de las instituciones. El autor ofrece un excelente contraargumento ante la postura según la cual la eugenesia latinoamericana sólo fue adoptada por los reformistas sociales neolamarckianos, quienes creían que la política de inmigración era una forma de mejorar la población.
La pregunta principal de Reggiani puede reformularse de esta manera: “Si todos los eugenistas creían lo mismo, ¿por qué fracasaron los intentos por crear un Código de Eugenesia Panamericano?”. Su fascinante análisis de los congresos sobre eugenesia, incluidos los de Cuba (1927), Argentina (1934) y Perú (1943), es la pieza principal del capítulo. Como Reggiani lo demuestra, el amplio consenso en torno a la idea de que la inmigración (junto con la esterilización y otras prácticas médicas intrusivas) era algo crucial para rehacer las poblaciones no debería ocultar el hecho de que los eugenistas y sus seguidores políticos tenían una amplia gama de posturas. De tal suerte, este capítulo resulta esencial para los nuevos estudios étnicos latinoamericanos mencionados en la introducción a esta reseña. Al rechazar la idea esencialista de que los eugenistas latinoamericanos tenían un conjunto único e inquebrantable de creencias, Reggiani explica que el racismo estaba (y sigue estando) tan generalizado en el continente americano precisamente porque da cabida a una diversidad de ideas e ideologías.
Con el amplio panorama establecido por FitzGerald, Cook-Martin y Reggiani de fondo, los cuatro capítulos finales de Inmigración y racismo se concentran en México. “Extranjeros interiores y exteriores”, de Tomás Pérez Vejo, es un puente perfecto hacia el enfoque nacional del volumen. La idea principal de su capítulo es que las palabras relacionadas con “extranjero” no sólo se usaban para los no mexicanos, sino también para los indígenas. Enfocándose en “la raza mexicana”, Pérez Vejo muestra que el lenguaje de la inmigración se vinculó con el racismo mediante estudios filosóficos y académicos en torno al significado del mestizaje a lo largo de más de un siglo.
El capítulo de Elizabeth Cunin analiza la aplicación cotidiana de las ideas que tan bien explora Pérez Vejo en su ensayo. Concentrándose en el estado de Quintana Roo en la década que siguió a 1924, Cunin muestra que la consistencia del lenguaje de la legislación no era la misma en la práctica. Como lo apunta claramente, las leyes solían crear confusión y su efectividad era limitada. A decir verdad, los agentes del Estado y los súbditos aparentes a quienes las leyes estaban dirigidas “evadían o infringían continuamente” las normas (p. 147). El trabajo de Cunin recuerda a los estudiosos que deben prestar mayor atención al vínculo entre la legislación escrita, la legislación aplicada y la legislación negociada por las poblaciones meta. Esta conclusión es confirmada por el capítulo de la especialista en estudios legales Kif Augustine-Adams, cuya investigación sobre el censo de 1930 analiza la amplia brecha entre el supuesto conteo de individuos por nacionalidad legal (y no por raza) y lo que pasaba en la realidad. Haciendo uso de datos de las boletas de censo de Sonora, el estado mexicano con la mayor población china, Augustine-Adams muestra cómo los involucrados en los censos (individuos, empadronadores y funcionarios) no lograban ponerse de acuerdo en el significado de la categoría “mexicano”. Para la autora, la transformación de algunos mexicanos en chinos en el censo de 1930 prueba que las declaraciones discursivas del Estado sobre la capacidad de hacer desaparecer la raza y el racismo no eran exactas.
El capítulo de Pablo Yankelevich sobre “Judeofobia y revolución en México” ofrece una conclusión excepcional al reorientar el volumen hacia la amplia postura hemisférica (y transatlántica) de los primeros capítulos. Alternando entre ideas teóricas sobre antisemitismo y documentos históricos sobre discursos judeofóbicos en México, Yankelevich argumenta que la identidad mexicana revolucionaria y posrevolucionaria se construyó señalando agresivamente como “otros” a grupos minoritarios como los judíos. En este sentido, el capítulo forma parte de unos “nuevos estudios mexicanos” que están reevaluando la construcción de la identidad nacional (recomiendo a los lectores leer el artículo de Jason Oliver Chang sobre las maneras en que la mexicanidad se construyó mediante el racismo antichino, incluso en estados con muy pocos inmigrantes chinos).2 Como apunta Yankelevich, los discursos antisemitas estaban presentes “en las calles, en los mercados, y en las tiendas de algunas ciudades del país” (p. 226), aunque esto no significara que los verdaderos judíos estuvieran bajo un ataque constante, o incluso ocasional. Más bien, los judíos se convirtieron en una suerte de sustituto para los “extranjeros” (como en el capítulo anterior de Pérez Vejo), fundamentales para la construcción del México moderno, tanto por su imagen negativa como por sus logros reales.
Inmigración y racismo. Contribuciones a la historia de los extranjeros en México es una aportación importante tanto para los nuevos estudios étnicos latinoamericanos como para la reevaluación de la construcción de la(s) identidad(es) nacional(es) mexicana(s). Al ubicar a México en el contexto del mundo atlántico, y al analizar la aplicación de políticas en los niveles nacional, estatal e individual, el volumen recuerda a los lectores que la inmigración y los inmigrantes, reales e imaginados, fueron fundamentales para la creación del Nuevo Mundo y los Estados nacionales que surgieron de él.