INTRODUCCIÓN
En los años sesenta, como parte del proceso de modernización cultural que atravesaba América Latina, el mercado editorial mexicano expandió la oferta de revistas, impulsó alianzas empresariales transnacionales e incorporó nuevas técnicas de edición y maquinaria estadounidense. Si hasta ese momento las revistas femeninas habían estado principalmente orientadas a temas vinculados con la familia, las labores domésticas y la belleza,2 para la segunda mitad del siglo XX éstas siguieron los derroteros de los magazines estadounidenses y de algunas publicaciones europeas que estaban ampliando sus temas de debate e incorporaban el tratamiento de la sexualidad femenina desde un enfoque menos centrado en el deber ser y más atento a las experiencias concretas que vivían las mujeres.3
Para esta época la Ciudad de México se caracterizaba por sus nuevos edificios altos, el desarrollo de los medios de transporte, el crecimiento de los lugares de esparcimiento, la creación de instituciones culturales y educativas, junto con la ampliación de la matrícula de estudiantes, aunque estos indicadores del “milagro mexicano” no afectaban del mismo modo a todos los sectores sociales.4 Fue la clase media, que vivía su propio proceso de expansión y consolidación -incluso espacial en los “barrios de clase media”-, la que más aprovechó estos componentes de la modernización y los utilizó para recrear un estado mental, un estilo de vida, un mundo cultural que le permitiera anclarse en ese segmento más allá de los marcadores puramente económicos.5 La introducción de los electrodomésticos y de los servicios de agua y luz en muchos hogares, así como el consumo de comida procesada, fueron también signos de distinción de clase. Esto podía verse en algunos anuncios que protagonizaban mujeres de piel clara y cabello rubio, cocinando con aceite vegetal o bebiendo café instantáneo, que apelaban a un imaginario popular que las identificaba con el “mundo civilizado y moderno” representado por Estados Unidos.6
Esta “mujer moderna” mexicana había accedido al sufragio universal en 1953 y participado por primera vez en elecciones presidenciales en 1958. Este reconocimiento de sus derechos procuraba sopesar la contradicción de un proceso de modernización que había mantenido a las mujeres excluidas de la vida política, paradoja que se sumaba a la brecha que ya existía entre el ideario posrevolucionario de justicia social e igualdad y su negativa a reconocer el voto femenino, justificado en la sospecha de que ellas favorecerían a intereses políticos tradicionalistas y clericales.7 En cuanto al mundo del trabajo, el empleo femenino comenzó a medirse en el censo de 1960, primera ocasión en la que se hizo el desglose por sexo de las ocupaciones remuneradas. La modernización también se vinculaba con el aumento de la secularización, cuyo dato más contundente fue la caída relativa del matrimonio religioso en relación con el civil. De todos modos, la moral sexual seguía siendo vigilada, la “decencia” de las “señoritas” expresada en el matrimonio civil y religioso, y el resguardo de la virginidad hasta entonces no era una mera cuestión individual, sino que involucraba el honor de la familia, aunque no de todas por igual. Las jóvenes de clase media y acomodada podían aspirar a ser reconocidas como “decentes”, mientras que las mujeres de menos recursos cargaban con la estigmatización de estar inmersas en un medio donde la promiscuidad, la carencia económica y la cercanía del vicio, terminaban tarde o temprano conduciéndolas a la inmoralidad.8 De ahí que la construcción de pánicos morales fuera un tema muy presente en los medios de comunicación de la época, como reacción a la ansiedad social que generaba la emergencia de una cultura juvenil,9 nuevas actuaciones de género y cierta flexibilización en las pautas de moral sexual y sus derivaciones en las prácticas.
En este contexto, más precisamente en septiembre de 1965, salió a la venta al público Claudia de México, que se presentaba a sí misma como una “revista moderna”.10 Su estética y su origen transnacional sostenían esa caracterización -había nacido en 1957 en Argentina y se había replicado en 1961 en Brasil-, lo mismo que sus contenidos editoriales, que buscaban captar la atención de la “mujer moderna”. En sus páginas se publicaron informes y noticias sobre las relaciones de pareja, la píldora anticonceptiva, el aborto clandestino, el placer sexual femenino, a partir de investigaciones y encuestas realizadas por su propio equipo y la consulta a “expertos”: médicos, científicos sociales, sacerdotes y, a veces, militantes feministas.
El propósito de este artículo es analizar las representaciones de la “mujer moderna” que construyó Claudia desde su lanzamiento editorial y cómo ella fue dando lugar a imágenes y discursos de “liberación femenina” a medida que avanzaba la década de 1970 y se sucedían cambios en las políticas demográficas mexicanas y en el debate político internacional sobre la situación de la mujer. A partir del estudio de todos los números publicados entre 1965 y finales de 1977, indago en los modos en que la revista presentó y sometió a escrutinio el escenario sociosexual mexicano de los años sesenta y setenta, particularmente el tratamiento que hizo de la anticoncepción, el aborto y la planificación familiar. El artículo se organiza a partir de esta transición, combinando los discursos de la revista con otros con los cuales dialogaba: el contexto internacional, las políticas de población, los feminismos, la Iglesia católica, y las necesidades y demandas de las propias mexicanas. Si bien Claudia apeló en sus otras versiones nacionales a esta misma retórica de “modernidad”, en cada país lo hizo de modos específicos. En este caso, la cercanía de México con Estados Unidos, sus modas y movimientos -desde los hippies hasta el feminismo de la segunda ola-, las características de su proceso de modernización, sus altas tasas de natalidad y los cambios experimentados en las políticas de población, que pasaron del pronatalismo al fomento de la planificación familiar, son elementos clave para localizar esta propuesta editorial.
Este trabajo se adhiere a las premisas del “giro hacia la agencia” de los estudios sobre las revistas femeninas, que focaliza en los usos activos y creativos que pueden hacerse de (y con) los medios.11 La mayoría de las publicaciones dirigidas a las mujeres, en su desempeño como amas de casa, esposas y madres, transmiten consejos sobre el cuidado de los hijos, el hogar y el amor conyugal, validados generalmente por “expertos” (médicos, religiosos, psicólogos, sociólogos) que indican a las lectoras cómo comportarse y justifican que lo hacen por el bien de ellas.12 Sin embargo, las revistas no solo ofrecen modelos de comportamiento estereotipados y sexistas, también facilitan instrucciones para transgredir dichos modelos, incluso en el terreno de la sexualidad.13 De este modo, podemos pensar a los medios como posibles aliados a la hora de difundir cuestiones relacionadas con los derechos de las mujeres, como es el acceso a métodos anticonceptivos,14 la legalización del aborto en donde está prohibido,15 además de someter a debate temas controversiales, que no encuentran otros espacios.16
Estas posibilidades creativas, placenteras y pedagógicas de las revistas femeninas son aquí un punto de partida. Se trata de reflexionar sobre las resistencias y negociaciones que generó este discurso de la “modernidad sexual” apoyado en “expertos”, en un país que, como otros de América Latina, es resultado de la conquista, el mestizaje y la imposición de saberes que colisionan y conviven con los modelos e imaginarios del cuerpo de las tradiciones indígenas.17 Asimismo, Claudia se presenta como puerta de entrada a un periodo que no ha sido abordado con intensidad desde la historia de las mujeres y de las sexualidades en México, procurando hacer así un aporte a la historia social y cultural de ese país.18
UNA REVISTA PARA LA “MUJER MODERNA”
En 1957 la editorial argentina Abril del empresario italiano Cesare Civita, lanzó Claudia al mercado de aquel país.19 Como ha señalado Isabella Cosse, la revista expresó la renovación del periodismo argentino y de la imagen femenina, mostrando la confluencia de los intereses de la editorial y del equipo de redacción, la dinámica del mercado de revistas y las experiencias de las mujeres, en especial aquellas de clase media con cierto poder adquisitivo y nivel cultural, quienes vislumbraban con entusiasmo algunos de los cambios en su situación social, sin llegar a interpelar abiertamente el orden de género.20 En su análisis Cosse distingue dos etapas. En la primera, la revista apelaba a la mujer como ama de casa, esposa y madre, que iba modernizando la forma de cumplir las expectativas sociales que acompañan estas actuaciones y que, a medida que avanzaban los años sesenta, cuestionaba más abiertamente el discurso de la domesticidad. El segundo momento arrancaba a principios de la década de 1970, con un diseño cercano al periodismo de actualidad, nuevas secciones como las dedicadas a las adolescentes y a la sexualidad, y una crítica abierta a la abnegación del desempeño doméstico. A lo largo de ambos periodos la estrategia fue presentar notas que proponían la osadía y a continuación otras que llamaban a la compostura; una que celebraba a la mujer “liberada” y otra preocupada por su “masculinización” y desdicha.21
En Brasil sucedió algo similar. Desde su aparición en 1961, Claudia propuso a sus lectoras modos de combinar las actividades domésticas y familiares con la imagen de la “mujer moderna”. También allí fue reconocida como una publicación de vanguardia porque no importaba contenidos como hacían otras revistas femeninas de la época, sino que los producía localmente. Entre 1963 y 1985 la escritora Carmen da Silva problematizó en sus columnas la doble moral sexual e incentivó la búsqueda de la identidad femenina más allá del marido y de los hijos. Su pluma marcó un importante cambio si se tiene en cuenta que quien estaba antes a cargo de su sección aconsejaba llegar virgen al matrimonio, ser fiel y perdonar las infidelidades del marido.22 Da Silva cumplió un papel clave al ir más allá de lo que se esperaba de una revista femenina; su voz “disonante” introducía la agenda feminista y exponía la vida cotidiana de muchas mujeres que ya no estaba limitada al espacio doméstico y familiar.23
Estos antecedentes regionales exitosos fueron informados en un número especial que se publicó en julio de 1965 en México, cuyo propósito fue captar el interés de los futuros anunciantes. Allí Claudia se representaba como “la amiga simpática, experimentada y libre de prejuicios que toda mujer necesita […] la compañera ideal de la nueva mujer mexicana, cada vez más consciente y sofisticada”. El primer número salió a la venta en septiembre de ese año y mostró un gran despliegue fotográfico, con muchos colores, impreso en papel de alta calidad. Su formato la distinguía de sus competidoras puesto que la frecuencia mensual brindaba la oportunidad de un mayor grosor y variedad de contenidos. Siguiendo la pauta argentina que analiza Cosse, el estilo era directo, casi coloquial, tratando así de reproducir una complicidad en la lectura. En sus páginas encontraban espacio la moda, la cocina, la decoración, los reportajes a celebridades, cuentos o relatos breves, consejos para afrontar problemas de la pareja, el hogar y la crianza infantil -hasta 1968 se publicaron notas del pediatra estadounidense Benjamin Spock, “el médico de niños más célebre del mundo cuida a los hijos de las lectoras de Claudia” se anunciaba en julio de 1965-, además de recomendaciones de libros, cine, discos, comentarios de la vida privada de las “estrellas” y el correo de lectoras. La reconocida actriz Dolores del Río se ocupó por unos meses de responder personalmente las misivas de las lectoras, tarea que asumió por la preocupación que le generaban las jóvenes que “envejecen en el hogar”.
Estas secciones típicas de las revistas femeninas tomaban características propias al poner en diálogo -a veces tenso, a veces relajado- la realidad mexicana con la de Europa y Estados Unidos. Una moda de evidente corte europeo se mostraba entre edificios coloniales y playas caribeñas; las recetas de una cocina “internacional” incorporaban algunos ingredientes locales, aunque no de manera protagónica. Los anuncios de moda sofisticada, vuelos internacionales, automóviles de lujo, cubiertos de plata y cirugías estéticas, definían un público consumidor que no solo tenía dinero, sino “buen gusto” y una proyección internacional.
Otra característica destacada fue la participación de periodistas y escritores reconocidos ya en ese momento o en camino a serlo, como José Agustín, Gustavo Sainz, Ignacio Solares y Vicente Leñero, primero redactor, luego jefe de redacción y director de la revista a partir de junio de 1970. Fue Leñero quien creó la sección “Zona Rosa”, el “Montmartre mexicano” -ubicado dentro de la colonia Juárez, en la Delegación Cuauhtémoc-, con sus galerías de arte, bares, hoteles, restaurantes, entre casas grandes y modernos edificios altos. “Demasiado tímida para ser roja y demasiado atrevida para ser blanca”, escribía Leñero en sus crónicas repletas de humor e ironía, y de nuevos personajes urbanos como los playboys.24 Según cuentan algunos integrantes de aquella redacción, la impronta de Leñero marcó una ruptura en la forma de hacer revistas femeninas en México. Su apuesta fue reconocer y valorar las capacidades de las mujeres y poner a la vista sus derechos, objetivos que fueron haciéndose más visibles a medida que avanzaba la década de 1970.25
Las primeras portadas tenían dibujado el rostro de una joven, pero a partir del número 12, en septiembre de 1966, comenzaron las fotografías a todo color de una o más mujeres, también jóvenes, de tez blanca, rubias, de ojos claros, cabello corto y cuerpo esbelto. Los avisos publicitarios sostenían este modelo, como la crema blanqueadora mercolizada que prometía: “Usted será la misma […] ¡pero más blanca!”.26 La “mujer moderna” estaba en acción y necesitaba de productos y servicios que la apoyaran y a la vez la definieran, incluso en cuestiones tan íntimas como la menstruación: “Hoy la moderna y dinámica mujer mexicana dispone de Modess, la más moderna y completa de las protecciones […] Sea moderna […] use Modess”.27 Estas toallas sanitarias, o “las Kotex” -como las llamaban las mujeres de la época-, venían a reemplazar a los paños de tela y también al algodón, ese “algo” que, de acuerdo con otro anuncio, había que superar y dejar atrás.28 También se promocionaban desodorantes para las toallas sanitarias, que decían prevenir los “malos olores” y resguardar la “pulcritud femenina íntima”.29 Así, la exigencia de la limpieza vaginal aparecía vinculada a la modernización de los materiales y también a un tratamiento más público de la sexualidad femenina, fuertemente restringida aún a contextos moralmente habilitados. Por ejemplo, Benzal -un polvo para “la higiene íntima de la mujer moderna”- debía utilizarse “cuando llueve arroz […] A partir de ese momento […] su matrimonio se lo agradecerá […]”.30
Esta invitación para ingresar a la “modernidad” a partir de consumos que rozaban lo secreto se extendía a la tecnificación del hogar a partir del empleo de electrodomésticos. Ellos fueron presentados como la solución a la falta de tiempo, aunque esos momentos que liberaban no eran de uso recreativo o productivo individual. Si “Hoover ya lavó la ropa […] y la feliz familia Hoover tiene tiempo para todo”, lo que podía hacer la madre, según mostraba la fotografía, era jugar con sus cinco hijos dentro de la casa.31 Estos productos no prometían solamente un ahorro de tiempo -de hecho varios estudios pusieron en duda que lo lograran-,32 más bien trataban de sostener una identidad de clase media que se alcanzaba, entre otras cosas, con la posibilidad de mostrar un hogar bien equipado y cuidado, y el acceso al servicio doméstico. Varias notas e informes referían a estas empleadas, con una fuerte marcación de clase y a veces preocupación, por ejemplo, “Cuando la sirvienta dice […] me voy”.33
Además de gestionar eficientemente su ciclo menstrual y las tareas del hogar, administrar dinero o conducir un auto eran formas de ser “moderna”. El “Equipo Técnico” de la revista se ocupaba de acercar algunos conocimientos a las lectoras para ayudarlas en esta empresa, desde indicar los mejores lugares para hacer las compras, el modelo de televisor más conveniente o cómo cuidar las rosas, hasta producir informes sobre temas controversiales como la píldora anticonceptiva y el aborto. La especificidad de la “mujer mexicana”, en cuanto a su identidad y situación, era también un tema de este equipo. En una oportunidad se preguntó sus opiniones sobre ellas a seis periodistas internacionales (de Gran Bretaña, China, Francia, Alemania, Estados Unidos y Canadá) que llevaban tiempo viviendo en México. Con diferentes énfasis todos destacaron que la mayoría de las mexicanas consideraban al matrimonio como el fin principal de sus vidas y estaban interesadas solo en temas domésticos y de crianza, lo que les daba la virtud de ser buenas madres. También señalaban el puritanismo, la censura, la ausencia de feminismos y de libertad en la sociedad mexicana en general: “a las estatuas les ponen bikini”.34 Solo el corresponsal de Estados Unidos veía el escenario en términos positivos, ya que consideraba que la “emancipación” debía darse en “su justa medida”. La mexicana, según él, “no es como la mujer de otros países, como el mío, en el que conquista terrenos que no le pertenecen y llega un momento en el que es todo menos mujer. A veces se olvida de que sus principales intereses deben ser el marido, la casa, los hijos”.35 La imprecisión de la definición de modernidad que manejaba la revista, o más bien su amplitud, era la clave de su éxito: cuestionar algunos preceptos pero sin derribarlos por completo.
ANSIEDADES, PELIGROS Y PLACERES DEL SEXO
En una época de cambios en relación con las pautas de moral sexual y los cometidos y relaciones de género, el tratamiento de estos temas, para una revista con pretensiones de vanguardia y de actualidad, era imprescindible. “Claudia no tiene temas prohibidos”, afirmaba Adriana Civita, hija del fundador de la editorial argentina creadora de la revista.36 En su nota “La cigüeña no existe”, Adriana recomendaba impartir educación sexual en los hogares cuando los niños comenzaban a preguntar por el sexo y por el parto, sin apelar a leyendas o falsedades.37 El mayor desafío era guiar a los hijos mayores, y en especial a las chicas, ante una revolución en las modas y en las costumbres que ponía en riesgo su “virtud” y con ella, un elemento de distinción social de la clase media. El matrimonio había operado como un signo de clase frente a la convivencia “sin papeles” de los sectores populares, la aceptación de un marco legal de regulación indicaba un cierto nivel de “civilización”. Desde los años cincuenta, la extensión del divorcio había comenzado a verse como una amenaza a ese sistema de valores que marcaban una pertenencia social y se vinculaban con los principios de la moral católica. De acuerdo con esta visión, eran los hijos y las hijas quienes sufrían las peores consecuencias de las separaciones.
Varias películas mexicanas pusieron en escena estos dramas. Una de ellas fue ¿Con quién andan nuestras hijas? (México, 1956), dirigida por Emilio Gómez Muriel. En sus primeras escenas se presentaba a Rodrigo, un joven galán que utilizaba el dinero de su familia para vivir cómodamente, sin trabajar, y aprovechaba su porte y poder adquisitivo para seducir a jovencitas con falsas promesas de matrimonio. En los primeros minutos quedaba claro que el costo de la transgresión para las chicas iba a ser alto: una de las jovencitas seducidas descubre que no hay intención real de matrimonio y que su familia la busca desesperadamente. Atormentada por las revelaciones, se suicida saltando por el balcón del departamento de Rodrigo. Si bien se siguen las historias de varias jóvenes que son “víctimas” de éste y otros inescrupulosos, el foco no está puesto solo en las “desobedientes” sino en aquellos padres ajenos a la suerte de sus hijas, que no se interesan ni dialogan con ellas. En el afiche publicitario del film se los interpelaba: “proteja a sus hijas de estos peligros”, que se detallaban así: “deseo, maldad, calumnia, vagancia, seducción”, y llamativamente, “amor”. Mis padres se divorcian (1959), de Julián Soler, volvía a insistir en el daño que ocasionaba la falta de acuerdos parentales para educar a una muchacha que vivía de fiesta en fiesta, sin rumbo, entre un padre que le daba mucha libertad y una madre estricta. Las posibilidades de “caer” en estos engaños se relacionaban con nuevas circunstancias concretas: la incorporación de jóvenes de clase media al mercado de trabajo y las transformaciones en el sistema de citas. Desde los años cincuenta las chicas podían salir sin la compañía de un familiar, viajaban en el auto de su pretendiente y aprovechaban los nuevos espacios de divertimento que ofrecía la ciudad.38 Si durante las décadas de 1940 y 1950 los cafés existencialistas,39 con sus luces tenues y música de jazz, se habían considerado focos de inmoralidad, en los años sesenta fueron los “cafés cantantes” el foco de las razzias y de la atención mediática.40 Las posibilidades de un embarazo fuera del matrimonio causaba escozor en las clases medias, que veían en esta situación una “mancha social” difícil de borrar. De ahí la imperiosa necesidad de procurar un aborto clandestino, apurar una boda o simular el nacimiento de un “hermanito”, todas estrategias para cuidar el estatus social, muy vinculado a un tipo determinado de moral. En momentos en que la “prueba de amor”, es decir, comenzar las relaciones sexuales antes del matrimonio, se volvía una exigencia, Claudia procuró brindar a las madres una orientación41 y también apeló directamente a las jóvenes. La carta de una lectora de 18 años dejaba dudas sobre la conveniencia de dejar “La castidad” -ese fue el título de la nota-: no la había pasado mal pero tampoco había sido como en las novelas y, al final, sintió que había hecho “algo malo”. Su carta fue analizada por cuatro varones que opinaban desde su lugar de “expertos”: un sacerdote, un sociólogo, un psicólogo y un ginecólogo. Todos ellos evitaron un juicio de valor tajante argumentando que se vivía el surgimiento de una nueva moral sobre la que poco se sabía aún y que estas situaciones no podían analizarse aisladamente.42 La virginidad femenina era un tema que se discutía pero sin la opinión de las mujeres.
Además de los seductores, otras figuras juveniles despertaban la ansiedad social. El joven rebelde que había inmortalizado en el cine de Hollywood James Dean se presentaba como una amenaza cercana, concreta, que a fines de los años sesenta tomaba cuerpo en el movimiento hippie. Según contaba un informe de Claudia, estos jóvenes llegaban de Estados Unidos a México para participar de las fiestas mágicas en Huautla, Oaxaca, en donde consumían hongos alucinógenos y practicaban magia y brujería. De acuerdo con el cronista, se trataba de un mal que venía desde fuera y del que era difícil librarse, cuyo valor radicaba en invitar a reflexionar sobre “los sentidos de la vida”. El informe proponía una alternativa de “ejercicios psicodélicos” para realizar un viaje alucinógeno sin necesidad de drogas, valiéndose solo del yoga y la autosugestión, procurando así mostrar opciones para todas las moralidades. Según el cronista, el hippie mexicano solía vivir en los condominios de la colonia Narvarte -una zona de clase media en la Ciudad de México-, concurría al café Toulouse-Lautrec en la Zona Rosa, vestía ropas coloridas, se dejaba crecer la barba, podía consumir lsd y seguramente marihuana.43 Mucha de la publicidad que aparecía en la revista a fines de los años sesenta, invocaba esta presencia hippie y psicodélica en la cultura local desde su estética flower power, colores fuertes, letras gruesas y redondas, y muchas flores.
Valentina Torres Septién afirma que las “revistas del corazón” en los años cuarenta y más adelante algunas revistas femeninas, ofrecieron a sus lectoras “experiencias de vida” contrapuestas al discurso monolítico de la Iglesia católica. Podemos pensar que Claudia fue una de estas publicaciones.44 Por ejemplo, tuvo opiniones favorables respecto a las transformaciones que trajo el Concilio Vaticano II en el catolicismo y en México en particular, con las comunidades eclesiales de base y la renovación litúrgica, como cuando informó que un grupo de mariachis había tocado durante una misa celebrada por el obispo de Cuernavaca, Sergio Méndez Arceo.45
En general, la revista procuraba no meterse de lleno en controversias de tipo religioso ni morales. Por ejemplo, ante la polémica que generaban las minifaldas, la revista optó por dar consejos de belleza para las piernas: depilación, prevención de várices, ejercicios para tonificar los músculos, indicaciones sobre cómo caminar y cómo sentarse vistiendo esas faldas cortas.46 No hubo una reflexión sobre las implicancias morales de vestirse de ese modo; en todo caso, la crítica podía hacerse por “antiestética y fea”, tal como expuso una especialista en modas.47 Claro que había que saber ubicarse y encontrar un punto medio, no avergonzar al hijo buscándolo en el colegio en medias oscuras y minifalda, pero tampoco estar con batas y pantuflas, tal como se planteaba en la nota “¿Tiene mamá derecho a ser sexy?”.48
Como puede verse, este sentido práctico no cuestionaba los cánones de belleza hegemónicos: el problema no era la falda sino qué tipo de piernas iban a mostrarse. Ese pragmatismo ante los modelos de género establecidos solía aparecer en la sección del correo. En una ocasión una lectora contó que su marido le era infiel con una “mujer poco seria”. La respuesta fue: “peor sería que fuera seria […] trate que la vida en el hogar resulte muy agradable y atractiva, de modo que cuando él no pueda evitar comparaciones, las ventajas se muestren todas a su favor”.49
Este llamado a “poner el cuerpo” y superar inhibiciones estaba también presente en otras notas que abordaban la falta de deseo en el matrimonio y las dificultades que tenían muchas mujeres para alcanzar el orgasmo. Para fines de los años sesenta los temas sexuales fueron ganando espacio, en forma de encuestas, informes y consultas a expertos. Ser sexual y gozarlo era otro de los desafíos de la mujer moderna.50 Las publicidades de lencería apoyaban esta invitación, al mostrar a mujeres en poses sensuales, vistiendo camisones, saltos de cama y corpiños armados con transparencias y cortes que ajustaban y marcaban la figura. Las prendas funcionaban no sólo como parte de una tecnología de lo sexy, eran también signos de distinción social.51 La sexualización de la mujer moderna se imbricaba con el consumo de productos que acompañaban y sostenían su performance, desde la compra de la revista en sí hasta los bienes y servicios que ella anunciaba.
Deborah Cohen y Lessie Jo Frazier han señalado que la mayor disposición a abordar temas sexuales en el espacio público respondía a un movimiento global y a uno local que tenía su eje en 1968, año de movilizaciones juveniles en el mundo y el hito de la represión y asesinato de estudiantes en la Plaza de Tlatelolco el 2 de octubre en la Ciudad de México.52 Para estas autoras lo que sucedía en la política formal y en los movimientos (contra)culturales estaba íntimamente relacionado, ya que los afectos, las emociones y la sexualidad tenían un lugar destacado en los movimientos. De acuerdo con Joseph, Rubenstein y Zolov, el cuestionamiento que comienza a hacerse al varón en su papel de proveedor es el cuestionamiento a la idea de Estado como padre proveedor, cuando entra en crisis el modelo patriarcal familiar que sostuvo la revolución.53 La “casa chica” -una segunda familia que sostiene un varón ya casado- cae en descrédito, los padres participan más activamente en las tareas de crianza, las mujeres se suman a grupos feministas y un movimiento gay lésbico comienza a organizarse. Esta transformación se manifiesta también en el cine mexicano, que muestra mujeres fuertes e independientes54 y nuevos modelos de maternidad, no (solo) anclados en el sacrificio personal y la abnegación.55
Claro que esto no significaba la desaparición de los tabúes y prejuicios. Según una encuesta realizada por Claudia, la virginidad femenina hasta el matrimonio seguía siendo importante entre la juventud. Ante la pregunta “¿Admiten ustedes las relaciones sexuales a partir de los dieciocho años?”, respondía que no 60% de la franja entre 15 y 20 años, 50% de entre 20 y 25, y 81% de quienes tenían más de 45. La generación de 20 a 25 años ya consideraba necesaria la educación sexual, aceptaba el divorcio y la difusión de métodos anticonceptivos, y prefería el lecho conyugal a las camas gemelas, dándole importancia al “factor físico” en la pareja, entendiendo que ello era una buena forma de evitar la infidelidad.56 En otra encuesta, publicada en junio de 1969, se preguntó a 150 mujeres, de entre 20 y 50 años, sobre la importancia que le daban al “amor físico”, fórmula que nuevamente confirmaba la dificultad de separar la actividad sexual del amor. Varias de ellas presentaban la escena sexual como un campo de batalla; los varones solo buscaban “eso” y ellas vivían el temor al embarazo y la presión de una educación estricta. Una entrevistada de 30 años contaba que su madre la obligaba a usar ropa íntima “horrible” para que sintiera vergüenza al desvestirse. La falta de educación sexual actuaba como un obstáculo importante para encontrar satisfacción y colocaba a los primeros novios en el papel de instructor/educador: “Yo lo ignoraba todo, pero él me enseñaba lentamente, no en una vez, ni en dos […] en cincuenta veces”.57 Las voces expertas convocadas, un médico y una ginecóloga, instaban a las mujeres a informarse, a desestimar la frigidez como realidad y a recuperar el deseo sexual. No obstante, el espacio para pensar y experimentar el sexo era el del matrimonio o el de la pareja próxima a concretarlo.58 En julio de 1966 Claudia presentó por primera vez el debate sobre la píldora anticonceptiva y anunció hacerlo desde un punto de vista “médico, moral y religioso”. El encabezado de la nota -“Dios dijo: ‘creced y multiplicaos’, pero no dijo cuánto”- y su título -“La píldora del amor”- ubicaban el tema en un espacio particular. De hecho, los testimonios reunidos eran de mujeres casadas, quienes comentaban los problemas de los “hijos no deseados”. Una de ellas, madre de 6 niños, vivía una crisis matrimonial aguda. Su médico le había recomendado tomar la píldora, pero sus creencias religiosas católicas se lo habían impedido hasta que decidió seguir el consejo de la ciencia. Si tenemos en cuenta las políticas demográficas mexicanas de entonces, el acceso a los anticonceptivos no debería haber sido fácil; sin embargo, no hay referencia en la nota a impedimentos legales y los farmacéuticos entrevistados decían que las píldoras se vendían “como pan caliente”. Lo que sí se menciona es una frase del entonces presidente Gustavo Díaz Ordaz, que confirmaba la falta de interés estatal en este tema: “nosotros tenemos muchos problemas de qué ocuparnos para andar metiéndonos en esas intimidades”. La nota exponía los tres enfoques prometidos: desde el plano médico, se dice que la píldora es ya segura, sin efectos nocivos; en lo social, atiende al problema de la sobrepoblación; y en lo religioso asegura que tomarla depende de la conciencia de cada mujer de acuerdo con su situación.59
Una voz más crítica se presentó en el correo, cuando una lectora manifestó su enojo porque las pastillas volvían a las mujeres responsables de la anticoncepción y no se difundían “pildoritas” para los hombres. Combinando la respuesta seria con la broma, se le respondió sobre las limitaciones médicas y socioculturales para lanzar un anticonceptivo masculino y se agregó: “lo ideal sería que en lugar de que la esposa tomara la pastilla anticonceptiva fuera el señor quien tomara un somnífero”. Así, con un tono jocoso lo que se recomendaba era la abstinencia.60 En ese mismo número, se reprodujo una entrevista de la famosa periodista italiana Oriana Fallaci al escritor alemán Robert Jungk, autor del libro El mañana ya está aquí, en el cual se advertían los peligros de la sobrepoblación. La solución que planteaba el escritor ante tan grave problema era convencer y también obligar a las mujeres a tomar anticonceptivos.
En julio de 1968, ese año que antes describí como clave en la historia mexicana, Claudia presentó a “las mujeres que toman anticonceptivos”. Para ese momento, según la nota, éstos se vendían en casi todas las farmacias y dispensarios, menos en los que dependían de la Iglesia católica. Una encuesta realizada por el sacerdote Alfonso Orozco, profesor de Teología Moral del Seminario Conciliar de la Ciudad de México, aplicada a más de 500 mujeres que tomaban la píldora, informaba que la mayoría tenía entre 7 y 11 hijos, vivía necesidades económicas y decía sentirse sin cuidado ni apoyo por parte de sus parejas. Estas situaciones servían para justificarlas: “son madres y no la toman ‘por gusto’ ”, y permitía hablar del problema social de las familias numerosas y la ironía del “católico México”, que solo ofrecía a estas mujeres prohibiciones y condenas. Aun en el clima de debates posconciliares y antes de que el papa Pablo VI anunciara Humanae Vitae, era posible mostrar aceptación de los anticonceptivos orales. Un médico católico lo corroboraba: mientras la Iglesia no diera a conocer su postura final sobre los anticonceptivos orales, él los recetaba como un modo de luchar contra el aborto. El título de la nota era elocuente: “La píldora. Una victoria para el amor”. Entre las nueve entrevistadas, siete estaban casadas. Una de ellas, de 24 años, explicaba: “Para mí la contracepción no significa el permiso de un libertinaje sin el peligro de quedar grávida. Significa la posibilidad de ser madre en el momento elegido”.61 Nuevamente se trataba de no renunciar a abordar temas de actualidad y pivotear entre la aceptación de la píldora sin dejar de circunscribirla a la pareja estable con proyectos reproductivos.
“El Papa dijo sí… al ritmo” expresó ya la desilusión que trajo en el mundo católico Humanae Vitae, que solo aceptaba la abstinencia sexual periódica como medio de “paternidad responsable”.62 Luego de acusar el “baño de agua fría” que significó la encíclica, el informe explicaba el método del calendario -calcular los días fértiles y confirmarlo con el termómetro-, sin dejar de mencionar los problemas que esta modalidad implicaba para las mujeres con ciclos irregulares y el hecho de tener que ajustar el deseo sexual a fechas anticipadas. De este modo, Claudia informaba sobre la anticoncepción sin dejar de lado la cuestión religiosa, ni su postura más flexible al respecto.
Vicente Leñero analizó para Claudia esta crisis. Si bien la jerarquía de la Iglesia mexicana había aceptado el documento papal, en otros espacios católicos los cuestionamientos eran fuertes. En opinión de Leñero, Cuernavaca era para México lo que Holanda para el mundo, con su obispo Sergio Méndez Arceo y su compromiso social e ideas renovadoras que apoyaban el psicoanálisis y el celibato optativo. Gregorio Lemercier, prior de un monasterio benedictino, había abandonado los hábitoscuando el Vaticano le prohibió la práctica de psicoanálisis entre los monjes. Lo mismo había hecho Iván Illich, cuando también desde Roma se prohibió que asistieran personas religiosas al Centro de Estudios e Investigaciones sobre Problemas Latinoamericanos que él había fundado.63 En revistas de pastoral como Servir y Christus, o en las declaraciones del Consejo Internacional de Laicos, la oficina de información CENCOS y la Unión de Mutua Ayuda Episcopal, se podía comprobar la disidencia. El título del artículo era elocuente: “La Iglesia ha resucitado”.64
En otra oportunidad, Claudia presentó avances del estudio realizado por el sociólogo Luis Leñero Otero durante tres años en Monterrey, Chihuahua, Guadalajara, León, Oaxaca, Mérida y el Distrito Federal y pequeñas poblaciones en grandes ciudades, que tuvo a 5 000 personas entrevistadas, 4 250 en grandes
ciudades y 750 en zonas rurales. De acuerdo con este estudio, para 65% de las familias el ideal de hijos era cinco o más. El 47.1% de las mujeres y 50.4% de los varones consideraban que la principal satisfacción del matrimonio era tener hijos. De ahí que el conocimiento sobre distintos métodos fuera escaso: 45.7% no conocía ninguno; 29.9% solo uno; 13.1% sabía de dos, siendo los más conocidos el ritmo, la píldora y el preservativo. En el plano de la práctica, 55% utilizaba el ritmo, 16.5% la píldora y 9% el condón. Solo 9% de varones y mujeres había acordado la limitación de embarazos.65
En agosto de 1969, se publicó el libro de Carmen Elu de Leñero, Hacia dónde va la mujer mexicana, escrito con el apoyo del Instituto Mexicano de Estudios Sociales (imes). Nuevamente los datos confirmaban que la planificación familiar no era aún un tema prioritario en la vida de la pareja: el acuerdo acerca de la planificación familiar (50.6%) era solo un poco más fuerte que el desacuerdo (48.1%). Otra dificultad surgía con la elección de los anticonceptivos, ya que 67.5% no los usaba por motivos religiosos. Quienes sí los habían tomado y luego abandonado, lo hicieron por considerarlos ineficaces (47.6), por temor a perder la salud (23.5) y por escrúpulos religiosos (9.3).66
Sobre esta situación debía trabajar el gobierno, una vez que se decidió cambiar la política pública y volver a la planificación familiar un derecho y, también, un deber.
LA MUJER LIBERADA
En agosto de 1970 la portada de la revista mostró a una joven con un minivestido y cabello corto pisando el suelo lunar. Allí se leía: “Claudia plasma la época actual […] no se conforma con estar al día, ve más adelante, se anticipa al futuro”.67 En esta década los cuestionamientos a los modelos de género más tradicionales y a los controles familiares y religiosos fueron más explícitos, lo mismo que los contrastes entre diferentes modos de vivir la feminidad. Algunos informes presentaban las formas de pensar y vivir de las chicas jóvenes en diferentes lugares de México, como Puebla, Guadalajara y Michoacán. La mayoría expresaba su deseo de estudiar y no querían que el matrimonio terminase con sus otros proyectos vitales. Algunas no renegaban de su religión pero relativizan sus mandatos, como lo expuso una joven que estaba de acuerdo con las relaciones prematrimoniales: “soy católica pero no fanática”.68 En otra nota, titulada “Y usted ¿peca?”, se abordaba el conflicto moral de una época en la que no se sabía qué estaba bien y qué no. Las opiniones de psicoanalistas se mezclaban con las de sacerdotes, algunos de ellos muy progresistas, que no veían siempre como un problema grave el tener relaciones sexuales prematrimoniales.69 Ginecólogos y psicoanalistas hablaban también de la importancia de la plenitud sexual y cuestionaban que fuera el himen y la virginidad el mayor atributo de una mujer.70
Durante estos años encontramos más reflexiones sobre la sexualidad femenina y la necesidad de buscar y alcanzar el placer sexual: “En la actualidad, de la misma manera que la mujer está exigiendo derecho al voto, exige derecho al orgasmo”. Y en todo caso, “no hay mujeres frígidas sino hombres torpes”, varones que temen la comparación o una mirada crítica de una mujer que ya no se deja convencer tan fácilmente.71 “¿Por qué teme al sexo?” se tituló una nota en la que se criticaba la falta de educación sexual, aunque ella se recomendaba en el marco de la pareja estable, y más específicamente se proponía al matrimonio como espacio de exploración.72 Al mismo tiempo, algunos efectos de la “revolución sexual” o la “libertad de las costumbres” eran criticados. Por ejemplo, se decía que maridos que no besaban más a sus esposas era porque lograban sin dificultad lo que deseaban (el encuentro sexual) y ya no lo veían necesario.73 Se decía que la revolución sexual había instalado expectativas que traían cierta frustración si no se daban. La píldora podía traer nerviosismo, el diu el temor del varón por resultar herido, el preservativo limitaba el placer masculino. Tampoco era recomendable buscar el placer sexual sin desarrollar lo espiritual y se dudaba si toda la sensibilidad femenina radicaba en el clítoris.74 Los informes de Alfred Kinsey y de Master y Johnson sobre la sexualidad humana reconocían que era posible disfrutar “El sexo después de los 40”, aunque también se recomendaba no dejarse llevar por “la histeria de la revolución sexual”.75 Con estas notas se procuraba poner límites a un fenómeno que generaba ansiedades y muchos reparos pero que, al mismo tiempo, no podía ignorarse ya que formaba parte de la actualidad de la mujer que la revista interpelaba.
En esta década se publicaron otras notas sobre el divorcio con menos ansiedad y valoración negativa respecto a sus efectos que en los primeros números de la revista. En todo caso, lo que proponían allí eran herramientas para explicarlo a los hijos de la mejor manera posible y ayudándose con la psicología. Otras de las nuevas situaciones que la revista sometió a debate fue el aumento del trabajo asalariado femenino, con anuncios de babysitter y reflexiones sobre las jóvenes que vivían solas, las llamadas “solteras en libertad”, que al hacerlo planteaban “una forma de revolución pacífica, pero mucho más efectiva y terminante que cualquier otra”.76
Estos temas se introducían con un vocabulario que incluía las palabras “libertad”, “liberación”, “revolución”, “sexo”, que daban cuenta de un nuevo clima de época 77 La nota “¿Quién desea liberarse? Los problemas que implica la emancipación femenina” remitía a las tesis de las feministas Simone de Beauvoir, Betty Friedan y Kate Millet, para concluir que la liberación traía más complicaciones que beneficios.78 Igualmente este discurso libertario tocaba a todas las mujeres: en “Las monjas se liberan” se presentó a religiosas que cursaban en la universidad, se proletarizaban para estar cerca de las necesidades obreras, no usaban hábito y tenían una mentalidad moderna que les permitía sentir la discriminación de la Iglesia hacia las mujeres.79
Este tipo de informes daban cuenta de la circulación de las ideas del feminismo internacional y del mexicano en particular, sin que ello significase que se tomasen todas sus ideas y acciones positivamente.80 Por ejemplo, en una noticia las feministas de Estados Unidos eran vistas como “sacerdotisas de la violencia”, criticando sus modalidades de lucha, sin hacer casi referencia a sus motivos y demandas.81 Algo parecido se registra en el comentario sobre el manifiesto de las 343 mujeres que reclamaron la legalización del aborto en Francia en 1971, al que calificaron como una “insólita petición dirigida al gobierno francés”.82 También en una entrevista que realizó en Estados Unidos una enviada de Claudia a la feminista Gloria Steinem, se volvía a hablar del miedo que causaba el discurso radical, la “violencia del feminismo”.83
“El despertar de la mujer mexicana a la cultura” presentaba las opiniones de Elena Poniatowska, “escritora best seller”, y de Marta Acevedo, “periodista”, sobre la necesidad de acabar con la cultura sexista. Para introducir a ambas, sus datos familiares cobraban importancia: una era madre de tres hijos y la otra estaba casada y tenía dos.84 La portada de septiembre de 1972 tenía como título “La nueva mujer mexicana” y mostraba la foto de una niña desnuda de espaldas, con un sello en la nalga que decía “Lo hecho en México está bien hecho”. Este número especial daba cuenta de los cambios de un “momento crucial” para la historia de las mujeres, en el cual el matrimonio y la maternidad no eran considerados ya las únicas fuentes de realización femenina.85 Esto se planteaba en un número cuya portada mostraba un cuerpo de mujer -de una niña más precisamente- devenido mercancía, una objetivización que pasó inadvertida para quienes plantearon este número celebratorio de la “nueva mujer”. Marta Acevedo fue convocada nuevamente para dar sus opiniones pero ya como “dirigente local del Movimiento de Liberación Femenina”. Acevedo se preguntaba irónicamente “¿La mujer mexicana es un ser humano?”, y cuestionaba el modelo de socialización de género, los juegos de niñas y niños, sin dejar de preguntarse por las posibilidades reales de que una mujer fuera presidente y así morigerar el optimismo por los avances. En estos años, podía también encontrarse una nota que inquiría: “¿Es malo ser lesbiana?”, y aunque esta opción se trataba como algo “anormal”, la voz del experto consultado terminaba diciendo que no era una enfermedad, que el amor era valioso y que debía respetarse la libertad de cada persona.86
La imagen de éxito y poder que transmitía la “mujer liberada” también fue una carta que jugaron los anunciantes. Erazo y Santa Cruz analizaron los avisos de las revistas mexicanas Claudia, Kena, Buen Hogar, Cosmopolitan y Vanidades y los compararon con los anuncios de revistas femeninas de Colombia, Venezuela, Brasil y Chile, en sus ediciones de diciembre de 1976, y enero y septiembre de 1977.87 En su estudio se preguntaron en qué medida estos avisos apuntaban al desarrollo intelectual y creativo de las mujeres, su participación económica y política, su desarrollo sexual, e instaban a compartir el trabajo doméstico y la educación de los hijos.88 Para estas autoras México era el país que más “liberaba” a las mujeres, “aunque sea parcialmente o falsamente”, por ejemplo, a partir del acceso a los electrodomésticos. Para apoyarse, citaban un anuncio de Televisa publicado en Claudia que promocionaba su emisión cultural “Introducción a la universidad” de este modo: “Que las decisiones a alto nivel sean exclusivas de los hombres […] es tiempo pasado! Hoy la mujer no tiene barreras. Ni temores. Es un ser pensante. Con criterio propio para entablar un diálogo sobre cualquier tema y expresar su propia opinión de tú a tú con los hombres”.89
Otros avisos publicados en Claudia también apelaban al discurso de la liberación, como el de unas ollas que rompían “las cadenas de la esclavitud en la cocina” y permitían recibir al esposo “arregladita, bella y hermosa”, con la imagen de una mujer con brazos en alto, con delantal, con una olla y la tapa en cada mano y unos grilletes rotos colgando de sus muñecas.90 Como en otros avisos ya comentados, se trataba de tener tiempo libre para dedicárselo a otros, como en ese caso, dejar de ser una mujer doméstica para ser esposa y amante. Acorde a esta época de mayor apertura sexual es el anuncio de lencería Peter Pan que decía: “tarde o temprano alguien los va a ver […] y como esto puede suceder hoy mismo […] mejor combinar los colores”, y mostraba a una modelo luciendo un conjunto en llamativo rojo.91 Una nota sobre ropa interior ampliaba aún más el horizonte de posibilidades: “Lencería sexy para seducir a su marido o amante”.92 Incluso para publicitar toallas se mostraba a una mujer saliendo del baño mostrando sus hombros, en actitud sensual, mirando a la cámara. En otra página se presentaba una nueva fragancia corporal con el nombre de fantasía:“Orgía”.93 Todo esto volvía al sexo más próximo y también más mercantilizado. El ejemplo más acabado de esta imbricación del discurso feminista de liberación y el mercado fue el anuncio de un esmalte de uñas que mostraba unas manos femeninas en alto dibujando en el aire una vulva -gesto que replicaba el activismo feminista en diferentes latitudes-,94ya en el contexto del Año Internacional de la Mujer y de la Conferencia Mundial del Año Internacional de la Mujer que se celebraría en la Ciudad de México entre el 19 de junio y el 2 de julio de 1975.
En esta reunión participaron más de 9 000 personas provenientes de 133 naciones. En paralelo, en otro punto de la ciudad, aproximadamente 6 000 formaron la Tribuna de las Organizaciones No Gubernamentales, en donde confluyeron participantes de todo el mundo, pero principalmente de América Latina y Estados Unidos. Betty Friedan, autora de The Feminine Mystique (1963) y fundadora de la National Organization of Women (now), fue la representante más visible y activa de Estados Unidos,95 mientras que por América Latina fueron la ecuatoriana Marisa de los Andes y la boliviana Domitila Barrios de Chungara, líder de los mineros de su país. Como explica Fuentes, para muchas latinoamericanas las propuestas relacionadas con los anticonceptivos, el aborto, la prostitución y el reconocimiento lésbico, eran problemas secundarios, “individualistas”, incluso “triviales” o “extravagantes” ante situaciones como la explotación y el reparto desigual de riquezas en el mundo. Mucho más cuando el acceso a la anticoncepción y el aborto se volvían funcionales al control demográfico impulsado por Estados Unidos en América Latina.96
En varias oportunidades los enfrentamientos fueron estridentes y la prensa aprovechó para burlarse del hecho y confirmar que las mujeres eran conflictivas por naturaleza. La mayoría de las organizaciones feministas mexicanas recientemente creadas decidieran no participar y las que lo hicieron, recibieron críticas por ello. Para estas militantes los temas centrales eran el trabajo doméstico y la anticoncepción y el aborto, pero no de la manera que lo planteaba la Conferencia. La mujer no debía ser la única responsable de la planificación familiar ni de la crianza de los hijos y las tareas domésticas. Este encuentro no quedó fuera de la redacción de Claudia, que difundió algunas opiniones de las feministas acerca del Año de la Mujer: “¿Un triunfo femenino o un premio de consolación?”.97
El acceso de las mujeres a la educación, su inserción en el mundo del trabajo asalariado, su presencia en puestos de decisión, las que conducían automóviles y motos, además de las notas del feminismo antes comentadas, iban conformando un tipo de mujer mucho más abierta al cambio que la mujer moderna, que ya no se limitaba a tecnificar o volver más sofisticada la vida familiar, sino que podía tomar decisiones clave sobre ella. Una de ellas tenía que ver con el parto y la difusión de las técnicas del “parto sin dolor”, que colocaban a las mujeres en un papel más protagónico. Gimnasia y participación del padre, rechazo a la anestesia general, eran algunas prácticas que seguían las mujeres de sectores más altos que no veían ya las relaciones sexuales como algo frustrante y así tampoco el parto. “Parirás con dolor” no podía ya considerarse como un castigo a su pecado porque no había pecado.98 En esta línea, el acceso a la planificación familiar se fue volviendo indispensable para avanzar en esa liberación, sin tener que enfrentar un embarazo no buscado, como afirmaba Teresa Rueda en una nota titulada “Entre la libertad y el miedo”.99
PLANIFICAR LA FAMILIA
A partir de la década de 1930 el Estado mexicano había instalado medidas que buscaban revertir la escasa población del país, en un clima de gran optimismo económico y político. Las leyes de población que se aprobaron en 1936 y 1947 tenían entre sus objetivos repoblar el territorio con una distribución armoniosa, preservar la soberanía nacional y contribuir al desarrollo del país. En ese marco se promovieron normativas que fomentaban la inmigración, el matrimonio y la natalidad, y que procuraban bajar los índices de mortalidad, especialmente infantil y juvenil. Más allá de los estímulos, también hubo lugar para la coerción: se estableció la prohibición del aborto y de la propaganda y venta de métodos anticonceptivos.100 De acuerdo con Cosío Zavala, estas disposiciones no llegaron a constituirse en una verdadera política demográfica que vinculara a los diferentes sectores y niveles, y tampoco fue llevada a la práctica de manera constante.101 Lo mismo sostiene Brachet-Márquez: existía una valoración de la familia numerosa, para la élite porque era su apuesta al desarrollo económico y para la clase popular porque era su reaseguro solidario ante el desempleo; más que resultado del machismo era la respuesta a un sistema económico precario. 102 Los anticonceptivos se vendían con receta o incluso sin, y la planificación familiar se realizaba en el marco de investigaciones en salud.103 Lo único que sí estaba prohibido era el aborto, aunque esto no impedía que se practicara. La autora relativizaba también la influencia de la Iglesia y planteaba que las resistencias provenían de quienes no consideraban que reducir la natalidad fuera una condición necesaria para el desarrollo.
En los años setenta este escenario cambió radicalmente. Un nivel de fecundidad de 7 hijos por mujer en el promedio nacional pasó a ser considerado como un grave problema ante el desempleo, la inflación y el aumento de la deuda externa, que terminaban con el “milagro mexicano”. La sanción de la Ley General de Población (1973), la creación del Consejo Nacional de Población (Conapo) (1974) y la puesta en marcha del Programa Nacional de Planificación Familiar (1977) marcaron el nuevo rumbo de las políticas públicas. La propaganda y la difusión de métodos anticonceptivos dejaron de estar prohibidas (1973) y la planificación familiar se postuló como derecho, con un Estado que asumía normativamente su promoción en la propia Constitución nacional.104
No obstante, aquí también sobrevinieron tensiones por las implicancias de proponer el control de la natalidad en un contexto en que éste se consideraba una imposición del imperialismo estadounidense. Asimismo, como sucedió en otros países, la corporación médica vio en la planificación familiar una buena forma para evitar los abortos provocados. La disminución de la fecundidad lograda se enlazó con un creciente nivel de urbanización, el progreso en la educación femenina y un papel social más activo de las mujeres, lo que derivó en nuevas actitudes hacia la familia y la maternidad, y el abandono de los comportamientos tradicionales de nupcialidad precoz y fecundidad natural. Ahora bien, las adolescentes y las menores de 35 años, las que vivían en zonas rurales y las más pobres, mantuvieron en promedio niveles de fecundidad mucho más altos que el resto. Asimismo, si bien dentro de las nuevas políticas demográficas se incluían principios que procuraban una mayor igualdad entre mujeres y varones, el peso de la “paternidad responsable” seguía recayendo sobre ellas.105 En relación con el aborto no hubo cambios; si bien, en 1976, el Conapo constituyó un grupo específico para estudiar la situación y éste terminó recomendando la supresión de los castigos a las mujeres y al personal calificado que lo practicara, las normativas no cambiaron.106
Las nuevas políticas necesitaron diversos apoyos para su difusión. Para las zonas rurales, en donde la planificación familiar tenía mucho menos arraigo, se propusieron acciones teatrales. Marionetas y actores trataban temas del cuidado de la salud, la prevención de embarazos, las ventajas de la familia pequeña y los prejuicios y mitos más comunes sobre estas cuestiones. Se pensaba que el teatro podía ayudar a romper estos esquemas, superar el problema del analfabetismo y lograr un acercamiento de tipo emocional.107 Carteles, espacios publicitarios radiales, telenovelas, fueron algunos de los medios de la campaña para reducir la natalidad, con mensajes que asociaban el empleo de anticonceptivos orales con participaciones “modernas” en la población, y un reforzamiento de las divisiones raciales y de las actuaciones de género.108 Por ejemplo, la ficción mexicana Acompáñame, en el aire en 1977, presentaba a tres hermanas con situaciones vitales muy diferentes en cuanto a la cantidad de hijos, sus carreras y las relaciones que mantenían con sus parejas, demostrando que quien había planificado el tamaño de su familia era la que estaba en mejores condiciones.109 En productos culturales típicamente mexicanos, como los albures de Chaf y Queli, pueden encontrarse también referencias a esta preocupación. En Albures Mexicanos, vol. 2, se escucha: “dicen por ahí que el mexicano es como las gallinas, nomás oscurece y al palo. -Eso era antes porque para eso está la televisión. -Cierto, pero como los buenos programas tienen muchos comerciales, en México pues resulta lo mismo”.110
En este contexto Claudia asume una tarea pedagógica explícita. El estudio de Carmen Elu de Leñero, que en 1969 había anunciado la revista, sostenía que de las 201 mujeres que habían acudido a la Clínica para Estudios en Reproducción Humana del Instituto Nacional de Nutrición en búsqueda de asistencia para planificar sus familias, 21% lo había hecho luego de leer sobre el tema en revistas femeninas y otras como Selecciones.111 Así es como se publican nuevas notas sobre la píldora y se presentan los nuevos dispositivos intrauterinos, entre ellos el Dalkon Shield,112 un modelo que tuvo que ser retirado del mercado luego de varias denuncias por fallas que derivaron en muertes, tal como la misma Claudia contó meses más tarde.113 La publicidad de una espuma vaginal espermicida tiene un mensaje moral claro: “Un proyecto de amor ¡la planeación familiar! Señora confíe en Lemco y siéntase tranquila”.114
La tensión que se genera entre el nuevo derecho que tiene la mujer a regular su fecundidad en contextos en donde otros derechos no son tenidos en cuenta y en los cuales la mujer se vuelve responsable de la puesta en marcha de un modelo de desarrollo, es analizada en Claudia: “¿La cuestión sexual es un tema que atañe a todas las mujeres o las trabajadoras, las de clase baja, no reclaman primero derechos laborales y justicia social?”115 También hay lugar para los debates más políticos en relación con la planificación familiar, como cuando se citó una canción que decía “a parir, madres latinas/a parir más guerrilleros/ ellos sembrarán jardines donde había basureros” y se preguntaba si era verdad que existía un problema de sobrepoblación o si se trataba de una “argucia yanqui”. Más allá de esta situación política internacional, se entendía que las resistencias a la nueva ley de población venían de la mano de una religiosidad mal entendida, la ignorancia respecto a los métodos, y un pensamiento machista que opinaba que la mujer era “como las escopetas, cargadas y en un rincón”. La cuestión de clase seguía siendo importante cuando se instaba a que las “señoras” instruyeran a sus “sirvientas” en la planificación familiar.116
En ese mismo número de la revista se anunció que el Instituto Mexicano de Estudios Socio Políticos y Económicos (IMESPE) había hecho un folleto con el título “Paternidad responsable”, que aclaraba que el Vaticano no estaba contra la paternidad responsable, sino que indicaba algunos modos de ejercerla y se mostraba una foto del presidente Luis Echeverría con Paulo VI. Citando al Movimiento Familiar Cristiano, se leía en un recuadro: “La pareja no tiene por qué sentirse apartada de la amistad divina aun cuando use los anticonceptivos que mejor le acomoden”.
Claudia también difundió la campaña oficial “Vámonos haciendo menos […]” cuyas imágenes y textos promovían el compromiso y la acción de las mujeres con la planificación familiar -“Vámonos haciendo menos pasivas y más útiles, estudie, supérese”-117 y la crítica al machismo -“Mi padre es ‘muy macho’. Ojalá fuera hombre”-.118 Quizá una de las gráficas más significativas fue la que mostraba a una médica sentada con su recetario, que apuntando a la cámara con su pluma interpelaba:
“SEÑORA, USTED DECIDE SI SE EMBARAZA. Los que trabajamos para la salud podemos ayudarla […]. La pequeña familia vive mejor. Decida la suya”.119 La presentación de la planificación familiar como un derecho, más allá incluso del acuerdo del marido, se reproducía en Claudia en estas campañas oficiales, pero también en las notas y entrevistas que hacía la revista.
A diferencia del apoyo que tenían la planificación familiar, los dispositivos intrauterinos y la píldora, el aborto era un tema más controvertido y por eso tratado con ambigüedad. Según un informe de la revista, 1 de cada 5 mujeres había abortado y esta era una de las principales causas de mortalidad de mujeres entre 15 y 35 años. La ilegalidad se traducía en temor; las mujeres no querían hablar del tema y si lo hacían pedían que no se publicaran sus nombres: algunas pensaban que era pecado solo decir la palabra aborto. En la clase baja en cambio, existía esta idea: “con el aborto nomás se peca una vez, en cambio con las pastillas se peca todas las noches. Hay que estarse confesándose todos los días”. Si bien se reconocía el problema social y la cantidad de muertes, la “emancipación femenina” aparecía como una de las razones del aumento de los abortos (lo mismo que de los suicidios), situaciones que asociaban esa emancipación con el peligro y la muerte.120
En noviembre de 1973, el título de tapa fue “La pesadilla del aborto” y la pregunta del informe “¿Liberación o delito?”. Aquí la cuestión fue presentada como un tema de salud pública, con datos que referían a 600 000 abortos por año y 6 000 muertes por esta causa. El cambio con el informe del año anterior resulta notable. En esta nota se reconocía el derecho de la mujer a decidir sobre su cuerpo y la necesidad de difundir y hacer accesible la anticoncepción. Un cuadro comparativo entre algunos países de Europa y Estados Unidos exponía a México como el lugar en donde el aborto era ilegal siempre. Incluso cuando se daba espacio a una voz que argumentaba contra el aborto exponiendo los derechos del feto, la recomendación fue trabajar en la planificación de la familia, la educación sexual, y si éstas fallaban que el aborto fuera legal para evitar las muertes y la esterilidad que solía derivarse de las malas prácticas.
Decidir sobre el tamaño de la familia, mediante la planificación familiar y haciendo uso de los métodos anticonceptivos modernos, e incluso recurriendo al aborto si éstos fallaban, era una responsabilidad y también un derecho. La mujer encontraba su liberación en ello y el país una oportunidad.
CONCLUSIONES
La aparición de Claudia de México en 1965 fue resultado de un proceso de transnacionalización del mercado editorial que hizo circular la propuesta desde su lugar de origen en Argentina, previo paso por Brasil. Las tres versiones de la revista tenían en común su apuesta a la modernización, que se expresaba en las técnicas utilizadas, el formato editorial y el tipo de mujer al que interpelaban. La lectora imaginada en los comienzos de la revista era una mujer de clase media, blanca, casada o con voluntad de estarlo, madre o con un proyecto de serlo, que no rechazaba del todo las tareas domésticas ni familiares pero que quería optimizar su tiempo de dedicación y generar espacios de esparcimiento. Los anuncios de electrodomésticos, las notas sobre el servicio doméstico y las recetas de cocina internacional con cierto grado de dificultad y sofisticación eran signos de distinción, marcadores de pertenencia de clase que la revista exacerbaba. El acceso a la modernidad podía darse desde la incorporación de tecnologías de higiene femenina, que eran íntimas y secretas -como las toallas sanitarias o los desodorantes vaginales-, pero que por su importancia en la formación de la subjetividad femenina en tanto protegía y daba seguridad, podían también terminar incidiendo en el desenvolvimiento social de las mujeres en el espacio público y también en la cama matrimonial. Este prototipo de “mujer moderna” estaba definido por su acceso a un determinado tipo de bienes más que por sus acciones en la vida cotidiana. En todo caso la apertura mental, el “no tener temas prohibidos” (para debatir más que para concretar), era una forma de no salir de una ambigüedad que hacía de la revista un producto para mujeres con diferentes repertorios morales.
Durante los años sesenta y setenta México profundizó una serie de cambios sociales y culturales que impulsaban una nueva idea de modernización, en un clima de agitación política, efervescencia juvenil y crisis del modelo económico. Algunas de estas transformaciones generaron ansiedades sociales y pánicos morales, como el aumento de los divorcios, el trabajo femenino asalariado, los nuevos lugares de diversión y el sistema de citas lejos del control parental, incluso la llegada del hippismo a tierras mexicanas, fenómeno que era visto como una “invasión” extranjera con consecuencias siempre negativas para la sociedad local. Ante estas nuevas situaciones Claudia procuraba dar un marco de interpretación, claves de lectura del contexto y algunos consejos para evitar la zozobra. A diferencia de algunas películas mexicanas que circulaban fuertemente en esos años y que exacerbaban un tipo de moral castradora en relación con la experimentación sexual y la independencia femenina, Claudia utilizaba la ironía para desdramatizar ciertas situaciones sin declararse abiertamente en favor de estas posibilidades.
En sintonía con otras publicaciones femeninas internacionales que comenzaron a incorporar temas de sexualidad en sus contenidos, Claudia abordaba la cuestión de la virginidad, el placer sexual y los debates sobre la píldora anticonceptiva en un esquema de combinaba multiplicidad de voces. La consulta a “expertos” convocaba a psicólogos, ginecólogos, científicos sociales y también a sacerdotes. El punto de vista religioso al que se daba espacio era solo el católico. No obstante, las opiniones que se presentaban no eran rígidas ni estaban en total acuerdo con lo que planteaba el Vaticano, especialmente después del anuncio de la Humanae Vitae en 1968. Los títulos y subtítulos de las notas que referían a esta cuestión -“Dios dijo: ‘creced y multiplicaos’, pero no dijo cuánto” (julio de 1966), o “El Papa dijo sí […] al ritmo” (enero de 1969)-, así como la elección de pequeñas noticias que retrataban positivamente algunas de las transformaciones litúrgicas generadas por el Concilio Vaticano II -la misa con mariachis en Cuernavaca (abril 1966)-, hablaban de una decisión editorial explícita de cuestionamiento.
Las opiniones y prácticas de las mujeres aparecían retratadas en encuestas y entrevistas realizadas por la propia revista, y en citas de trabajos de investigación a los que se hacía referencia. La sección del correo actuaba a veces como un espacio de confirmación, pero también de confrontación entre la línea editorial y las lectoras. En notas como “Las mujeres que toman anticonceptivos” (julio de 1968), se materializaba el debate político, médico y religioso en mujeres concretas, que expresaban dudas, temores, y más acuerdo que rechazo, con la salvedad de que se trataba generalmente de mujeres casadas. El sexo era visto en esta y otras notas como “amor físico”. La pastilla anticonceptiva era la “píldora del amor”.
A partir de la década de 1970 la revista comenzó a incorporar un lenguaje que refería a la liberación femenina, tanto en sus contenidos como en sus publicidades. Por ejemplo, informes sobre monjas que se liberaban porque dejaban de llevar hábito y reconocían la discriminación que ejercía la Iglesia hacia las mujeres; notas sobre el placer sexual femenino y “el derecho al orgasmo”, entrevistas a mujeres jóvenes que cuestionaban que solo debían casarse y tener hijos. En paralelo, algunos anuncios confirmaban estas premisas, como aquellos de ollas antiadherentes que cortaban grilletes, lencería sexy que permitía a las mujeres “estar preparada” para encuentros sexuales, esmaltes de uñas que embellecían unas manos en alto que dibujaban el símbolo feminista de una vulva.
Y si bien se daba cabida a una preocupación por los efectos de la “revolución sexual”, en tanto generaba nuevas exigencias y elevaba expectativas, en general el balance era positivo. En relación con el feminismo podemos ver también el pasaje de un enfoque que se limita a denunciar su supuesta violencia a una consideración más positiva, que se podía comprobar en el espacio que se dedicó para explicar a algunas autoras extranjeras y sus tesis, las entrevistas a algunas activistas internacionales y a la líder local, Marta Acevedo, primero presentada como periodista y madre (agosto de 1971) y tres años más tarde (agosto de 1974) como líder del Movimiento de Liberación Femenina, aunque ya jugaba ese papel en 1971. La cobertura de la Conferencia Internacional de la Mujer organizada por las Naciones Unidas en la Ciudad de México en 1975 fue otra forma de exponer las diferentes corrientes del feminismo, sus debates y enfrentamientos, con una mirada bastante crítica respecto a los efectos reales de esta reunión y del Año Internacional de la Mujer.
En esta clave de liberación, la planificación familiar se fue posicionando como una práctica indefectiblemente asociada a ella. El cambio en las políticas demográficas mexicanas, que pasaron de estimular los nacimientos y la familia numerosa, a denostar ese modelo y postular que “la familia pequeña vive mejor”, ocupa un lugar destacado a partir de 1973. Este viraje hizo necesario que se enfatizara cierto beneplácito de la Iglesia católica con la “paternidad responsable”, situación que la revista puso en evidencia, confirmando su vocación de mostrar voces disonantes respecto a los mandatos del Vaticano.
Con estos contenidos la revista asumía una tarea pedagógica, de formación moral y sentimental para las mujeres, en un tiempo en el que no había muchos otros espacios de educación sexual y de difusión de pautas de control de la natalidad. Como había sucedido en otros países occidentales, en tanto producto de la industria cultural, Claudia intervino de manera directa en la creación de un universo de lo posible en términos de prácticas para distintos públicos. Vista desde una postura que se enfoca en la recepción activa de los mensajes que transmiten los medios, la revista amplió la información existente y legitimó ciertas transformaciones.
La puesta en discusión, como efecto buscado o impensado, de temas controvertidos como el aborto o el uso de las píldoras anticonceptivas, colocó en la arena pública temas que habían estado resguardados a la privacidad de las alcobas, los confesionarios y los consultorios médicos y que justamente había colocado en confesores, médicos personales y novios/maridos la tarea de instruir a la mujer en la performance sexual. La revista invitaba a estos personajes también, sumaba a otros profesionales, pero también daba lugar a las mujeres comunes, a las protagonistas de esta época de cambio, con quienes cada lectora podía de alguna manera identificarse.