Los estudios sobre inmigración y emigración ocupan un sitio secundario en la historiografía nacional, y un buen ejemplo de ello se advierte en Historia Mexicana. Sobre estos procesos es reducida la cantidad de artículos publicados, incluso si nos acercamos de manera amplia para incluir dinámicas demográficas, formación de colectividades de origen extranjero, experiencias de colonización, políticas de migración, de asilo y de naturalización junto con trayectorias personales o familiares en aspectos de la vida económica, política y cultural de México en los siglos XIX y XX. Lo cierto es que, a lo largo de 70 años, del casi millar y medio de artículos publicados en Historia Mexicana, poco más de 60 refieren a estas cuestiones.
¿Dónde buscar las razones de esta situación? Una de ellas, y posiblemente la más socorrida, aunque no la más asertiva, subraya que esa escasa representación refleja el exiguo peso cuantitativo de los extranjeros en la demografía nacional. Si en los siglos XIX y XX, los inmigrantes nunca alcanzaron una representación cercana a 1% en la población nacional, no habría motivos para esperar una situación diferente en los estudios sobre ellos. En este sentido, su reducido número resultaría directamente proporcional a su historiografía. Sin embargo, esta ecuación no guarda relación con los mexicanos que han emigrado a Estados Unidos; en este caso se trata de millones de personas y sobre su historia tampoco se observa un sostenido interés. Por otra parte, si el volumen de los extranjeros en la demografía nacional ha sido y es reducido, entonces cómo explicar preceptos constitucionales dirigidos a limitar derechos de extranjeros y de mexicanos por naturalización, o cómo dar cuenta de legislaciones migratorias con restricciones típicas de naciones con altas tasas de inmigración. Si son pocos los extranjeros en México, menos aún han sido los que han deseado y podido optar por la nacionalidad mexicana; y a pesar de ello éste ha sido un procedimiento sembrado de obstáculos, muestra evidente de una débil voluntad por “nacionalizar” a extranjeros.
Éste no es el espacio para dar respuesta a estos interrogantes; sin embargo, se podría sostener que cualquier intento por hacerlo debería considerar una serie de condiciones que muy esquemáticamente podrían sintetizarse de esta forma: en primer lugar, México, al igual que el resto de las naciones de América, compartió el paradigma inmigratorio en tanto dispositivo para poblar y promover actividades productivas, y al mismo tiempo, para mejorar la “calidad biológica” de sus respectivas poblaciones. Las dificultades fueron diversas, desde la geografía hasta los desórdenes políticos, aunque, en realidad, la vecindad con Estados Unidos constituyó el verdadero e infranqueable obstáculo. México no pudo competir con el más poderoso mercado para el empleo de mano de obra inmigrante de este lado del Atlántico. Tan no pudo que los propios mexicanos, desde finales del siglo XIX, comenzaron a emigrar a Estados Unidos. De suerte que, a diferencia del resto de hispanoamérica, México definió tempranamente un perfil de país de emigrantes antes que de inmigración; es decir, de México, a lo largo de su vida independiente, se han ido más mexicanos que los extranjeros que ingresaron para residir de manera temporal o definitiva. En segundo lugar, a partir de la tercera década del siglo pasado, el llamado nacionalismo revolucionario impregnó las aproximaciones a los procesos de inmigración y emigración; en el caso de los extranjeros se restringió su ingreso para proteger estrechos mercados de trabajo, y en el caso de los nacionales se trató de evitar su salida, y si sucedía, con poco éxito, se intentó que los empleadores en Estados Unidos garantizaran condiciones de trabajo dignas; de igual forma, y también con limitados resultados, se pretendió implementar políticas de empleo capaces de retener a trabajadores repatriados voluntariamente o expulsados por crisis cíclicas en Estados Unidos. En tercer lugar, la larga frontera con Estados Unidos tuvo una consecuencia que las autoridades mexicanas tardaron años en descifrar. Las primeras restricciones migratorias impuestas por los gobiernos estadounidenses a la migración asiática a finales del siglo XIX, ampliadas a otras nacionalidades y orígenes étnicos en las primeras décadas del siglo XX, atrajeron a México a millares de extranjeros que no pretendían radicar en el país, sino hacerlo hasta que encontraran la posibilidad de cruzar la frontera norte en forma regular o irregular. En cuarto lugar, abordar la historia de la migración en México obliga a considerar la existencia de un poderoso marcador “racial” que impregnó políticas de selección y exclusión de orígenes étnicos y nacionales en migrantes extranjeros. Marcador cuidadosamente ocultado por las autoridades de un país que había convertido al mestizaje en la quintaesencia de la nacionalidad. En quinto lugar, en el diseño normativo, en la gestión administrativa y en las prácticas sociales ante los extranjeros, operó una memoria colectiva alimentada con permanentes referencias a conquistas, invasiones, despojos y ocupaciones extranjeras. Un relato que, al evocar la larga resistencia de una nación a intereses foráneos, convirtió aquellos recuerdos en anclas identitarias. Esos recuerdos encontraron su traducción en leyes, decretos y disposiciones confidenciales pensados como garantía de un orden político percibido bajo una perpetua amenaza foránea. Y, por último, como excepción en este panorama de exclusiones, emerge la figura de México como país refugio. Excepción en el sentido de que todas las restricciones al ingreso de extranjeros se diluían, incluso en la propia legislación, si se trataba de perseguidos políticos. Esta generosa política de apertura, aunque con sus propias excepciones, fue deudora de principios y de prácticas en materia política exterior, junto con conductas solidarias alimentadas por imaginarios revolucionarios ligados a la experiencia mexicana de 1910.
Estos seis vectores recortan el campo de estudios sobre la migración y desde allí es posible avizorar las características de fenómenos inmigratorios nunca masivos, resultado de un permanente goteo de llegadas individuales, y de contados casos de experiencias planificadas al amparo de iniciativas de colonización agrícola. Como resultado de aquel goteo se conformaron pequeñas comunidades de extranjeros que nunca rebasaron los millares o las decenas de millares en una nación con millones de habitantes. Comunidades con escasa densidad cuantitativa, aunque con significativo peso cualitativo. Los extranjeros fueron pocos y visibles en los espacios donde radicaron, y algunos alcanzaron destacadas posiciones en el mundo de los negocios y tuvieron estrechas relaciones con las élites políticas. Esa visibilidad ha despertado interés entre los historiadores, ya sea por las carreras empresariales, por las relaciones políticas, por la conflictividad social y política que desataron sus presencias, o bien por sus contribuciones en distintos campos del quehacer académico y cultural. En suma, estos vectores permiten delimitar un vasto y poco explorado campo de estudio, en el que es posible ubicar avances consistentes. Algunas de esas exploraciones se encuentran en las páginas de Historia Mexicana.
Los que se fueron
Antes que los inmigrantes, fueron los emigrantes los primeros en hacerse presentes. A finales de 1951, año fundacional de la revista, Moisés González Navarro, prefigurando la que sería una larga y productiva trayectoria en el estudio de la historia de la población mexicana, esbozó una crítica al libro Problemas demográficos y agrarios, publicado un año antes por Moisés T. de la Peña.1 Este economista, buen conocedor de las dificultades que enfrentaba la producción agrícola, sostenía que México, desde finales del siglo XIX, se había convertido en un país de emigrantes, afirmando que hacia 1930, por cada extranjero que se afincaba en el país, diez mexicanos lo hacían en Estados Unidos. González Navarro discutió estas cifras, y también polemizó sobre las razones de la emigración, que no sólo se explicaba por la baja rentabilidad de la economía campesina, sino también por el diferencial de salarios entre México y Estados Unidos. La crítica de González Navarro resume toda una agenda de investigación que en buena medida se proyectará sobre su obra futura, cuando reclamaba a los economistas mayor cuidado en la revisión de los antecedentes históricos de los problemas nacionales, mejor manejo de los fondos documentales, y más precisión en el empleo de categorías analíticas en asuntos de población y de trabajo en el mundo rural.
Al promediar el siglo pasado, la demografía mexicana aún se asentaba en paradigmas poblacionistas que subrayaban la escasez de población y su mala distribución geográfica como los principales obstáculos para los proyectos de modernización económica. En sus señalamientos González Navarro fue deudor de este paradigma, como también lo fue Fernando Rosenzweig en otra crítica a otro libro publicado una década más tarde: The Role of the Bracero in the Economic and Cultural Dynamics of Mexico de Richard h. Hancock.2 Esta obra, una de las primeras investigaciones sobre las características e impacto socioeconómico del Programa Bracero en la sociedad de Chihuahua, ponía al descubierto “anomalías” del modelo que conoceremos como de “desarrollo estabilizador”. Hancock observó que las condiciones de vida de la población mexicana con menos recursos se deterioraban año con año, a pesar de lo que indicaban estadísticas oficiales. A Rosenzweig, que con González Navarro trabajó en el proyecto de Historia moderna de México, y que entre otros asuntos reconstruyó las series estadísticas del porfiriato, la crítica a las cifras oficiales no dejó de llamarle la atención, como también la “proclividad malthusiana” de Hancock al indicar que entre las razones de la emigración figuraba la ausencia en México de políticas de control natal.
Éstas fueron las únicas referencias a la emigración durante 20 años. Se trató de dos miradas atentas a estudios sobre una experiencia que estaba en curso y que se cerraría a mediados de los sesenta con la finalización del Programa Bracero. En sentido estricto, la publicación en Historia Mexicana de investigaciones sobre trabajadores mexicanos en Estados Unidos comenzó en 1970, y ese decenio y la primera mitad del siguiente concentran la tercera parte de todos los artículos publicados sobre emigración. Se trató de seis contribuciones, cinco de las cuales mostraron la vitalidad del tema en la academia estadounidense antes que en la mexicana. Arthur F. Corwin presentó una acuciosa revisión historiográfica de la migración de mexicanos a Estados Unidos;3 Abraham Hoffman expuso los resultados de una indagación en torno a los debates en agencias gubernamentales y en la opinión pública estadounidense que condujeron al establecimiento de fuertes restricciones al ingreso de mexicanos en los años previos a la crisis de 1929;4 y Harvey Levenstein revisó las razones y las prácticas de la oposición de las centrales obreras estadounidenses a la migración mexicana, para mostrar la compleja y contradictoria trama de intereses gubernamentales, empresariales y sindicales en el vecino país antes, durante y después del Programa Bracero.5 Este pequeño núcleo de artículos publicados en los años sesenta se completaba con el trabajo de Lawrence A. Cardoso, una investigación pionera sobre la conducta del gobierno de Álvaro Obregón ante lo que fue la primera deportación masiva de trabajadores mexicanos,6 junto con un artículo de Moisés González Navarro que analizó el arribo multitudinario de mexicanos repatriados a consecuencia de la crisis de 1929 y las iniciativas gubernamentales para instituir programas de colonización agrícola con el fin de emplear a los recién llegados.7 Sobre esta repatriación, Camille Guerin-Gonzáles, a mediados de los años ochenta, concentró la atención en aquellas familias con una residencia regular en Estados Unidos.8
En Historia Mexicana no volverá a repetirse un momento en que la migración entre México y Estados Unidos haya sido revisada con tanta energía, ni tampoco una presencia tan notable de académicos estadounidenses, en buena medida discípulos y colegas del historiador Arthur F. Corwin, profesor de la Universidad de Connecticut y editor en aquella década de la influyente obra Immigrants and Immigrants: Perspectives on Mexican Labor Migration to the United States.9
La emigración regresó a la revista en la última década del siglo pasado con dos artículos elaborados por un pequeño colectivo de académicos estadounidenses liderados por el historiador Myron P. Gutmann, en aquel entonces dedicado a proyectos de demografía histórica en la frontera suroccidental de Estados Unidos. Uno de los artículos estuvo dedicado a estudiar el peso de la migración mexicana en diversos condados texanos en un intento por recortar patrones de nupcialidad a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX,10 mientras que el segundo artículo muy pronto se reveló como una referencia en un asunto largamente discutido entre los expertos en la revolución mexicana: las razones y los volúmenes del decrecimiento de la población mexicana durante la década revolucionaria de 1910.11
En los últimos 20 años, la emigración a Estados Unidos en las páginas de la revista se cierra con cuatro colaboraciones de Fernando Saúl Alanís Enciso, experto en los fenómenos de retorno voluntario y compulsivo de migrantes mexicanos durante los primeros cuarenta años del siglo XX,12 y con un texto de los antropólogos Jorge Durand y Patricia Arias orientado al estudio de las primeras investigaciones antropológicas sobre la migración mexicana.13 El hecho de que en las últimas dos décadas un solo autor concentre la mayoría de lo publicado es síntoma inequívoco de la débil presencia de la disciplina en el estudio de uno de los temas más candentes de la agenda política y económica de México, muestra evidente, por otra parte, de la asimetría en los estudios históricos de la migración entre la academia de México y la estadounidense.
Los que llegaron
Las páginas de Historia Mexicana revelan el escaso espesor de una historiografía orientada al estudio del encuentro de corrientes de inmigrantes extranjeros con la población nacional. Sobre estos asuntos en sus aspectos estrictamente demográficos, sociales y culturales, se publicaron menos de una decena de artículos a lo largo de siete décadas. Esta exigua cuantía puede llegar a duplicarse si miramos aquel encuentro desde ángulos diplomáticos, políticos y económicos. Y sobre este pequeño universo, más de dos terceras partes ha estado dedicado a los españoles. El primer análisis sobre esta migración fue elaborado por Clara E. Lida y publicado a más de 30 años de fundada Historia Mexicana.14 Si bien el artículo se concentró en el porfiriato, las reflexiones de Lida desbordan aquel periodo y a la misma comunidad española, para proyectar un diagnóstico sobre los grandes temas, los principales problemas y los acervos documentales para el estudio de colectividades de origen migratorio en la historia de México en los últimos dos siglos, proponiendo una hoja de ruta para investigaciones que desde entonces no han dejado de expandirse hacia nuevas cuestiones y a otras comunidades. Buena parte de los resultados de estas nuevas indagaciones han cristalizado en trabajos monográficos antes que en colaboraciones en revistas académicas; esto fue estudiado también por Lida cuando ya en este nuevo siglo publicó una exhaustiva revisión historiográfica sobre la presencia de españoles en México desde la independencia hasta 1950.15
Junto a estas miradas de conjunto, Carlos Marichal en 1999 y Javier Moreno Lázaro en 2009, desde perspectivas de historia económica, rescataron trayectorias personales y familiares de migrantes españoles en el mundo de las finanzas y las empresas.16 Mientras, Alicia Gil Lázaro en 2010 puso la mira en el otro extremo de la escala social para exponer los resultados de una pesquisa sobre los españoles que “no hicieron la América” y que en condiciones cercanas a la indigencia gestionaron su repatriación durante los años más álgidos de la revolución mexicana.17
Las comunidades españolas ocupan el primer lugar en los estudios sobre el pasado de inmigrantes de Europa occidental, seguidas de lejos por las procedentes del Extremo Oriente, las del Levante y en menor medida las de origen judío provenientes de Europa oriental y Medio Oriente.18 Por otra parte, en el último cuarto de siglo distintas experiencias de colonización han merecido especial atención19 para continuar desbrozando un camino que en 1960 inauguró Moisés González Navarro al publicar la hasta la fecha más completa reconstrucción sobre los proyectos de colonización agrícola.20 En Historia Mexicana existen unos pocos botones de muestra de algunas de estas líneas de trabajo. Respecto a experiencias de colonización, en un trabajo publicado en 1974 se indagan los primeros proyectos de colonización agrícola en la región de Tehuantepec durante los años iniciales de la independencia,21 y en otro texto se revisaron los empeños que anidaron en el Segundo Imperio por hacer realidad una política de colonización extranjera en Veracruz.22 En relación con estas cuestiones, pero en la frontera norte, una colaboración de 2002 revisó un poco conocido y fracasado emprendimiento a cargo de boers sudafricanos en terrenos ubicados en Chihuahua cerca de la frontera con Nuevo México.23
Por otra parte, acerca de inmigrantes libaneses se registra un único artículo que reconstruye las estrategias comerciales y las redes de solidaridad étnica que permitieron una rápida movilidad social a miembros de esta comunidad en la península yucateca.24 Las incursiones en el pasado de la migración china han privilegiado los fenómenos de rechazo y discriminación que condujeron matanzas, segregaciones y expulsiones masivas.25 Estos asuntos quedaron registrados en dos colaboraciones publicadas ya entrado el nuevo siglo. En 2005, Catalina Velázquez Morales puso atención en las fracturas políticas en las colectividades de origen chino en el noroeste del país que llevaron a violentos enfrentamientos usados como excusa para alentar políticas de exclusión;26 y tres lustros más tarde, otro artículo incursionó por primera vez en esas políticas en el estado de Chihuahua.27 Por último, en torno a la migración judía, un texto de Daniela Gleizer expuso la peculiar trayectoria de esta migración a partir de nuevos hallazgos documentales y de aportes historiográficos recientes que desde años atrás comenzaron a proyectar sombras acerca de ideas preconcebidas en torno a México como un país de puertas abiertas en materia inmigratoria.28 De esta forma se introdujeron en la revista perspectivas que ya nutrían un campo de estudio atento al sentido de las políticas migratorias en el México de la posrevolución, a sus aristas xenófobas y a un desembozado racismo.29
Sobre estas cuestiones, es llamativo el largo silencio que reinó entre un trabajo pionero que Moisés González Navarro publicó en 1969 y un primer núcleo de investigaciones que, tres décadas más tarde, incursionaron en las conductas xenófobas, etnófobas y racistas en su proyección sobre las normas que regularon la extranjería y también como detonadores de conflictos sociales y políticos. González Navarro, con peculiar sagacidad y armado de una robusta base documental, sentó los precedentes para el estudio de las pulsiones de atracción y rechazo hacia los extranjeros; en particular, revisó los casos de estadounidenses, españoles, chinos y guatemaltecos.30 Con este estudio delimitó un terreno que desde los años noventa comenzó a rendir frutos alentados por reflexiones y discusiones de mayor calado en torno a la formación de las naciones en el mundo occidental, al papel desempeñado en estos procesos por las identidades tanto étnicas como políticas, junto con las ineludibles exclusiones a que obliga todo proceso de construcción nacional.31
En la estela de estas preocupaciones se advierte un ensanchamiento de colaboraciones en Historia Mexicana en temas directamente vinculados a procesos de migración, o bien a estallidos sociales destrabados por presencias foráneas. A los ya mencionados artículos sobre migrantes chinos y judíos, el autor de este texto publicó una primera aproximación a la política de expulsión de extranjeros indeseables por la aplicación del artículo 33 de la Constitución de México.32 Años más tarde, en otro artículo exploró esa misma indeseabilidad vinculada a segmentos de la comunidad estadounidense durante la revolución de 1910.33 Al mismo tiempo, las exploraciones sobre la indeseabilidad de ciertas comunidades de extranjeros se enriquecieron con enfoques comparativos que contrastan procesos nacionales con los estadounidenses.34 Por otro lado, también en la primera década del nuevo siglo, se mostraron evidencias del peso y la persistencia del rechazo al gachupín en la construcción identitaria de la nación. Dos artículos interesados en la naturaleza del nacionalismo mexicano muestran las continuidades de imaginarios sociales fundados en rencores y antipatías étnicas. En uno, Marco Antonio Landavazo interroga sobre el antigachupinismo en la violencia insurgente de 1810; y en otro, Tomás Pérez vejo hurga en las páginas de un periódico opositor a la dictadura porfiriana para mostrar la vitalidad de aquellas antipatías y la eficacia de su uso político.35
Por último, en años recientes Historia Mexicana ha sido espacio de precursoras exploraciones que, también ancladas en la historia política, han atendido marcos normativos, procedimientos jurídicos y prácticas políticas en los procesos de construcción de ciudadanía. Sobre la atribución estatal de conceder o negar la nacionalidad mexicana a extranjeros reinó un largo silencio que fue roto en 2012 por Erika Pani, en un artículo orientado al estudio del sentido y los procedimientos seguidos en la naturalización de extranjeros en el siglo XIX.36 Años más tarde, el autor de este texto expuso los resultados de la reconstrucción de la serie estadística de extranjeros naturalizados en México, con énfasis en la primera mitad de la pasada centuria, por concentrar esas décadas el mayor volumen de extranjeros naturalizados en casi dos siglos de vida independiente.37
La exigua cantidad de extranjeros que dejaron de serlo puso de manifiesto que se trataba de un fenómeno vinculado a políticas poco dispuestas a la inclusión de personas con cercanos antecedentes de extranjería. De esta forma, quedaron abiertas nuevas vías para, desde el mirador de extranjerías reales o imaginarias, incursionar en las relaciones entre nación, nacionalismo y Estado en la construcción del orden político en México. Dos recientes trabajos evidencian las posibilidades de estos nuevos acercamientos. Erika Pani, en el contexto de la firma del Tratado Guadalupe hidalgo -que puso fin a la guerra con Estados Unidos-, indaga las transformaciones en la nacionalidad de los mexicanos residentes en los territorios anexados por los estadounidenses. Por medio de debates legislativos y sentencias judiciales reconstruye el contradictorio y lento tránsito que condujo a que decenas de miles de mexicanos se transformaron de “enemigos extranjeros” en ciudadanos estadounidenses.38 Mientras, Daniela Gleizer realiza un recorrido inverso al analizar fenómenos políticos y jurídicos que amenazan o concluyen con el retiro de la condición de mexicanos a quienes no pueden cumplir los requisitos exigidos para acreditar la nacionalidad de origen. Se trata de casos de “desnacionalización” en los que, además de la debilidad estatal para hacer cumplir normas obligatorias en el registro de la población, se exhibe una voluntad estatal por “extranjerizar” a nacionales en casos muy específicos y por estar involucrados en conflictos políticos.39
Los exilios como excepción
En Historia Mexicana se registran poco más de 20 colaboraciones vinculadas a asuntos de exilios y de ellas dos terceras partes refieren a republicanos españoles. Las razones de esta situación remiten al papel fundacional desempeñado por académicos de este exilio en el Centro de Estudios históricos y en la misma revista. Aunque esta presencia mayoritaria se proyecta también sobre la misma historiografía de los destierros en México, ya que hasta mediados de los años noventa, el caso español constituía la única experiencia exiliar estudiada con rigor.
Resulta interesante advertir que el peso de estos estudios y de una política de permanente conmemoración de lo que sin duda fue una ejemplar conducta humanitaria del Estado mexicano, engrosada con otras solidaridades hacia perseguidos políticos del fascismo europeo y años después con víctimas de dictaduras latinoamericanas, terminó instalando la idea de que aquella solidaridad era constitutiva de una política migratoria abierta y generosa.
Muchos de los estudios publicados en la última década en Historia Mexicana ponen en entredicho esta creencia y exhiben aquella conducta humanitaria como la excepción a normas y prácticas migratorias llenas de restricciones y no pocas prohibiciones. En algunos de los artículos ya referidos sobre inmigración española, naturalización de extranjeros y migración judía, aparecen delineados los contrastes entre la recepción a inmigrantes y a exiliados.
Ahora bien, la presencia del exilio español en la revista muestra dos vertientes; la primera y más abultada apunta hacia la historia de El Colegio de México a través de la vida y obra de algunos de sus fundadores; y la segunda, a indagaciones en el terrero de la política interna e internacional de México respecto a la Guerra Civil española o bien, a fracturas y polémicas en el seno de la comunidad republicana. Muy temprano, en el segundo año de la revista, Javier Malagón, historiador y abogado toledano exiliado en México desde 1946, dedicó un primer artículo a la trayectoria de su mentor, el ilustre historiador americanista Rafael Altamira, también exiliado y fallecido en México en 1951. A manera de obituario, Malagón revisó los vínculos de Altamira con México para recordar que se remontaban a 1909 para desde entonces acrecentarse hasta terminar refugiado desde 1945 y vinculado a El Colegio de México y a la Universidad Nacional.40 En otros dos artículos, Malagón, también profesor de estas instituciones, volvió sobre Altamira. En una oportunidad para comentar su último libro: Diccionario castellano de palabras jurídicas y técnicas tomadas de la legislación indiana, obra de referencia en la historia del derecho indiano,41 y en otra para reconstruir gran parte de su obra hemerográfica.42 Una cuarta colaboración de Malagón, publicada en 1972, se revela como el primer intento de valorar las aportaciones de los exiliados al campo de la historia de México. Junto con los aportes de Altamira se examinan las contribuciones de una ancha pléyade de académicos, entre ellos, Pedro Bosch Gimpera, Agustín Millares, José Miranda, Ramón Iglesia, Concepción Muedra y José Gaos.43 Décadas más tarde, Jaime del Arenal realizó un ejercicio similar aunque circunscrito a la presencia del exilio republicano en los estudios del derecho;44 al tiempo que Andrés Lira, con el pretexto de examinar la reedición de un par de obras de José Medina Echavarría, trazó las coordenadas fundamentales de la biografía intelectual de este sociólogo español desterrado en México entre 1939 y 1946 y estrechamente vinculado a El Colegio de México.45
Esta primera vertiente de artículos se completa con otros orientados al pasado institucional de La Casa de España en 1938 y su transformación en El Colegio de México dos años más tarde. En 1968, los editores de Historia Mexicana publicaron, de manera póstuma, un breve texto de José Miranda, quien desde 1943 había sido profesor del Centro de Estudios históricos. Esta contribución fue la primera recapitulación histórica del proyecto que animó la fundación de La Casa de España y de los primeros elencos de académicos que la nutrieron.46 Años después, la mirada ofrecida por un protagonista del exilio se complementó cuando Daniel Cosío Villegas publicó un adelanto de sus memorias. Ahora el relato correspondía a uno de los fundadores de la institución en un recorrido que iniciaba en 1936, momento en que el estallido de la Guerra Civil en España planteó la posibilidad de dar refugio temporal a un selecto grupo de intelectuales españoles, hasta alcanzar la década de 1960, cuando El Colegio de México ya estaba sólidamente asentado en la vida académica y cultural del país.47 Por último, este espacio de recuperación de memoria institucional se cierra con la publicación de una pequeña antología de documentos referentes a la gestación de lo que sería La Casa de España. Cartas intercambiadas fundamentalmente entre Alfonso Reyes y Daniel Cosío Villegas exponen ideas, ambientes y proyectos de lo que Clara E. Lida ha calificado como una auténtica “hazaña cultural”.48
La segunda vertiente de colaboraciones referidas al exilio español recorre los territorios de la historia política tanto de México como de la propia comunidad desterrada. El historiador español Abdón Mateos y el mexicano Lorenzo Meyer, en la primera década de este siglo, abrieron esta vertiente para indagar, el primero, la conducta del gobierno encabezado por Manuel Ávila Camacho con la España de Franco y con los exiliados republicanos,49 mientras que Lorenzo Meyer se acercó a la caída de la Monarquía, la restauración de la República y la posterior Guerra Civil para explicar cómo la situación española se convirtió en un campo de batalla en el que también dirimieron sus diferencias políticas Plutarco Elías Calles y Lázaro Cárdenas.50 Por último, en esta última década, dos colaboraciones pasaron revista al tesoro que transportó el yate Vita a costas mexicanas. Una de ellas dedicada a reconstruir el valor monetario y las operaciones financieras que permitieron sufragar gastos para apoyar a exiliados republicanos;51 y la otra, a cargo de Carlos Sola Ayape, interesado en las polémicas en la opinión pública mexicana sobre al misterioso contenido de este embarque.52 Desde igual perspectiva, este último historiador exploró el impacto en la prensa española y mexicana del asesinato de José Gallostra, representante extraoficial de Franco en México.53
Hacia finales de los años noventa, los estudios sobre la recepción de exilios comenzaron a ensancharse. Al caso de los españoles republicanos se incorporaron otras experiencias de destierros europeos durante la segunda guerra mundial, de latinoamericanos a lo largo de todo el siglo XX y de exiliados estadounidenses perseguidos durante el macartismo.54 La ampliación de este campo ha encontrado eco en Historia Mexicana por medio de colaboraciones que proponen recorridos biográficos de corte político e intelectual. Es el caso de un ensayo que reconstruye los últimos años de la vida de Alice Rühle-Gerstel y Otto Rühle, intelectuales y militantes de izquierda antiestalinista cuya presencia en México contrastó con un mayoritario exilio alemán de filiación prosoviética.55 Y en esta misma dirección, destaca la reciente publicación de otro ensayo que revisa la trayectoria política e intelectual de Victor Serge, para abrir líneas de reflexión en torno al grupo de militantes antiestalinistas que Serge encabezó durante su exilio en México.56 Por último, y en el espacio latinoamericano, Daniela Morales expone el paradójico asunto de un contingente de presos políticos de la dictadura brasileña que encontraron refugio a finales de los años sesenta en un México gobernado por Gustavo Díaz Ordaz.57
En el entorno latinoamericano, todas estas contribuciones abonan a una producción que presenta al país como una excepción en materia de asilo y refugio a perseguidos políticos. Y en efecto así fue; sin embargo, hay otro rostro menos amable: el del México que generó destierros. Estas expulsiones aún siguen ocultas al conocimiento histórico a pesar de que se han sucedido desde el temprano siglo XIX. Historia Mexicana contiene algunos registros que vale la pena apuntar porque señalan brechas en periodos y procesos con una fuerte impronta de exclusión política. El más lejano antecedente corresponde a Harold D. Sims, quien en 1981 expuso los resultados de una amplia indagación que demostraba la existencia de una segunda expulsión de españoles en 1829, para con ello corregir la equivocación de algunos historiadores que sostuvieron que la única expulsión había ocurrido en 1827, ya que la segunda ley de expulsión, promulgada dos años más tarde, no habría encontrado verificativo por haber sido anulada por el Congreso. Sims demuestra el error de esta afirmación y consigue reconstruir la suerte corrida por centenares de españoles y sus familias residentes en Nueva Orleans, cuya presencia en México, apuestas políticas y fortunas fueron valoradas como una amenaza al primer liberalismo mexicano.58
Las incursiones sobre este tipo de exilios se reactivaron a inicios del nuevo siglo para fijar la atención en los originados por la revolución de 1910. Sobre los de cuño porfiriano, Gabriel Rosenzweig incursionó en la suerte de embajadores y cónsules apostados en el exterior cuando el triunfo del constitucionalismo,59 mientras que Susana Quintanilla se adentró en la bohemia madrileña para seguir los pasos del entonces joven Martín Luis Guzmán que, desilusionado con el curso que había tomado la Revolución, se marchó a España en 1915.60 La última presencia de estos desterrados en Historia Mexicana atendió la peculiar coyuntura de 1929, cuando un nutrido y variopinto contingente de mexicanos buscó refugio en Estados Unidos, todos opuestos al callismo, aunque no por iguales razones. Allí fueron a parar derrotados de la rebelión escobarista, cristeros desilusionados tras los acuerdos del gobierno con la jerarquía de la Iglesia católica y finalmente perseguidos vasconcelistas a raíz de la campaña electoral de aquel año.61
En síntesis
A un ritmo lento, aunque continuo, los estudios sobre migrantes, exiliados y mexicanos por naturalización se han hecho presente en Historia Mexicana. Esa presencia, en algunos casos, acompañó una historiografía particularmente desigual en temas y periodos; y en otros, la revista ha sido pionera en la publicación de estudios que pusieron nuevos asuntos en la conversación historiográfica.
El recorrido a lo largo de siete décadas muestra que las primeras entradas se registran en los años cincuenta y sesenta, dedicadas a los migrantes mexicanos y al exilio republicano español. Se trató de comentarios críticos de libros y de repasos de corte biográfico de figuras del exilio. En los setenta, el exilio sostuvo su presencia en gran medida de carácter testimonial, mientras la emigración de mexicanos conformó el núcleo más importante de contribuciones. La década de 1980 inaugura un largo periodo que con altas y bajas alcanza a nuestros días. La gran novedad fue la entrada en escena de estudios sobre inmigrantes extranjeros, españoles en primer lugar, seguidos muy de lejos por chinos, libaneses y judíos. En forma simultánea los fenómenos de emigración fueron revisados desde ópticas sociodemográficas primero, y estrictamente políticas después. Ya inaugurado el nuevo siglo, se sumarán aproximaciones al mundo de las exclusiones tanto en las normas jurídicas como en las prácticas sociales, así como exploraciones sobre el exilio español y sus relaciones con la política mexicana. De igual manera, vieron la luz los primeros trabajos sobre expulsiones de extranjeros y de mexicanos. Por estas razones es notorio el ensanchamiento del número de colaboraciones desde finales de los años noventa hasta poco después de concluida la primera década del nuevo siglo. Un nuevo ciclo ascendente se puede advertir a partir de 2020 con la publicación de trabajos vinculados a naturalización y ciudadanía, así como a exilios de latitudes distintas a la española.
Por otra parte, de los casi 70 autores, una cuarta parte tuvo una adscripción académica en instituciones extranjeras, la mayoría en universidades estadounidenses, y de los colaboradores en instituciones nacionales menos de 10 fueron de El Colegio de México. Las colaboraciones extranjeras no han sido constantes, se concentran en unas pocas décadas, y fundamentalmente en temas vinculados a la migración de mexicanos a Estados Unidos. En este sentido, y de tener en cuenta la potencia de estos estudios en el país vecino, son evidentes las preferencias de sus historiadores por publicar los resultados de sus indagaciones en inglés en las revistas de referencia.
Por último, este recorrido por siete décadas muestra que aquellos vectores referidos al inicio de este artículo: la peculiaridad de ser un país de emigración, de inmigración y de tránsito de mexicanos y extranjeros; los marcadores “raciales” y los anclajes identitarios en la definición de políticas de migración y naturalización; y la recepción de aluviones de exiliados, han sido asuntos que dejaron huella en la revista. Cada uno de ellos, en forma intermitente, aparece en sus páginas, para conformar un núcleo de aportaciones que, vistas a la distancia, constituyen referencias ineludibles en este campo de estudios.