Introducción. ¿Puede el pasado no ser un país extraño?
En realidad, esta pregunta podría haber sido formulada de otra manera, o ni siquiera haberlo sido. No es de forma alguna una pregunta cuya respuesta dependa de algún tipo de prueba empírica, o que pueda ser refutada por una argumentación más contundente. Es, de alguna manera, hija de las miradas de la filosofía de la historia del último medio siglo. Tal vez haya sido el Michel De Certeau de La Possession de Loudun (1970) o de L’absent de l’Histoire (1973), quien plantó la semilla de la otredad del pasado, de ese muerto al que los historiadores hacen hablar. En 1985 fue publicado El Pasado es un País Extraño, de David Lowenthal (1998), alimentando la idea de que éramos turistas nostálgicos del país del presente viajando al país del pasado. Unas décadas antes, Collingwood (1952, p. 280) había dejado en manos de la imaginación histórica y del trabajo deductivo - mutuamente asistidos - el combate de los historiadores contra la resistencia del pasado a ser conocido. Por su parte, el afianzamiento de miradas ‘narrativistas’ respecto de la historiografía tendió a acentuar la idea de que una cosa era el pasado y otra lo que se podía decir de él en el presente del historiador o de la sociedad que alienta la producción de sus obras (Ankersmit, 1988; Ricœur, 2004, 2006; White, 1992, 2003). Michel De Certeau (1993) lo dice claramente:
[…] es necesario recordar que una lectura del pasado, por más controlada que esté por el análisis de los documentos, siempre está guiada por una lectura del presente. Una y otra se organizan, en efecto, en función de problemáticas impuestas por una situación. (p. 37)
Años antes, Heidegger (1922/2002) lo había dicho con la misma claridad:
La situación de la interpretación, en cuanto apropiación comprensiva del pasado, es siempre la situación de un presente viviente. […]. El pasado sólo se manifiesta con arreglo a la resolución y capacidad de apertura de la que dispone el presente. (p. 30)
En los tiempos que corren, las miradas ‘posnarrativistas’ de la historiografía tienden a considerar, filosóficamente hablando, la continuidad temporal entre presente y pasado (Kuukkanen, 2019; Runia, 2006) de una manera muy diferente a la que lo suponía Lovejoy hace ya casi un siglo. Es posible que sea entonces el presente el que nos permita comprender el pasado como “presencia en ausencia” (Runia, 2006, p. 6), lo que tendría que reconfigurar no solamente el trabajo de los historiadores, sino también el de los profesores de historia, tanto en la previsión de la clase o el curso y su puesta en práctica, como en el momento de tomar estas consideraciones como herramienta de análisis apropiada.
Las relaciones entre este tipo de consideraciones - de corte esencialmente filosófico - y la enseñanza de la historia han sido diversas a lo largo del tiempo y son muy difíciles de caracterizar en algún tipo de perspectiva generalizadora, clasificadora o evolutiva. En cierta forma, el mundo de las aulas - las del presente y las del pasado, las cercanas y las lejanas - considerado como una generalidad puede ser observado con las mismas herramientas con las que los historiadores y sus lectores atienden al pasado. Lo es en el sentido de que no hay duda de que cualquier afirmación respecto de lo que allí sucede tiene tantas posibilidades de ser acertada como de no ser pertinente, cubriendo toda la gama de posiciones intermedias. No tiene sentido por lo tanto presentar un trabajo acerca de cómo los profesores de historia, en general y a lo largo del tiempo, lidian con la relación entre las afirmaciones que sostienen en su clase y el pasado en el que acontecieron los sucesos referidos. Tenemos que partir sobre la base de que lo que se diga de ese asunto depende, por un lado, del profesor, del tema, del grupo, de la institución, etcétera, y por otro, de los ojos que lo ven; es decir, de las herramientas de análisis puestas en juego, así como de la postura de quienes escriben y de quienes leen, buscando saber, entender. En este sentido, no es lo mismo atender a la acción de otros, colegas o no, que enfocarse en la suya propia, privadamente o en el contexto de un grupo de análisis de las prácticas, por ejemplo. Lo que sí tiene sentido es dialogar con algunas posturas sobre los modos de acercarse al pasado en clase de historia presentadas en libros y artículos de revista, con la salvedad de que no se puede evitar la intermediación interpretativa y selectiva del lector o autor - cosa que por otra parte siempre resulta evidente -, de quien sabemos a partir de este momento que ha dado clases de historia en el nivel secundario durante varias décadas, y ocasionalmente en nivel primario.
Este trabajo está por lo tanto dedicado en parte a dialogar - que no es ni aceptar ni poner en cuestión - con algunas posturas relativas a los modos en que sus autores aconsejan a los profesores de historia que encaminen a sus alumnos en pos de un conocimiento más efectivo y realista de los fragmentos del pasado que son abordados en sus clases. Sin embargo, mi interés principal está relacionado con ir un paso más atrás, y poner bajo análisis los significados que términos como ‘imaginación’ y ‘empatía’ - en tanto modos de recursos para comprender el pasado - pueden tener en el contexto de una clase de historia, que puede ser la mía, o la de un lector colega, o la de un sujeto distinto del que la analiza. Parto de la base de que así como un libro o una clase de historia se vinculan con mayor o menor claridad con una mirada filosófica sobre la historia, las miradas respecto de imaginar el pasado o sentir empatía con algunos de los personajes mencionados en la clase no pueden no tener un trasfondo filosófico que las ubique más cerca o más lejos de una determinada postura filosófica: positivistas, historicistas, nacionalistas, ‘analistas’, estructuralistas, marxistas, narrativistas, posnarrativistas, subalternos, entre otros. En esto no difieren de las consideraciones que se pueden hacer respecto de otros tipos de ejercitación, incluidas las fichas de trabajo. La tesis central de este artículo dialogará con la filosofía de la historia, tanto en lo referente a las miradas sobre la historia y la historiografía activas en una clase de historia, como a las propuestas de ejercitación que sugieren empatizar o imaginarse en una determinada situación del pasado. Mi análisis permite la conversación de conceptos bien establecidos en la filosofía de la historia, como distancia temporal, tensión entre lo familiar y lo no familiar, otredad, ‘paseidad’1 del pasado, subalternidad, así como la dimensión ‘escriturística’ y literaria de la historiografía.
La primera parte se ocupará entonces de dialogar con algunas posturas que hacen énfasis en el trabajo de imaginación histórica como eje estructurante del sentido de una clase de historia. Deudores casi siempre explícitos de la obra de Collingwood (1952), quedará claro que en los hechos tienden a conceder a la imaginación una dimensión cognitiva relevante, hasta el punto de considerarla la clave de la comprensión histórica. En su cruzada contra la historia aprendida de memoria - y, por lo tanto, sin ningún sentido - muchos autores parecen estar buscando exorcizar a la vez la ‘paseidad’ del pasado - que lo vuelve ajeno y en el límite de lo cognoscible -, la incertidumbre y otros asuntos que vienen siendo objeto de reflexión en el ámbito de la filosofía de la historia. La inserción de estas propuestas de trabajo en una clase o curso singular, y necesariamente orientado por una concepción de la historia y de la historiografía, nos permitirá ver con otros ojos todas las ocasiones en que la imaginación trabaja en una clase de historia: imaginamos el pasado, imaginamos al historiador, los alumnos imaginan al profesor, los profesores imaginamos a los alumnos pensando. Estamos, definitivamente, expandiendo el sentido original de algunas herramientas de análisis, surgidas en otro contexto y para otros fines. De hecho, la historia y la didáctica de la historia lo hacen todo el tiempo.
La segunda parte dará un paso más y me hará ir en busca de los modos en que la empatía histórica es considerada una herramienta valiosa para la enseñanza de la historia, al menos en los aspectos de tipo más bien informativo, que son los propiamente ‘imaginables’. Quedan relativamente por fuera las posibilidades de imaginar la periodización Asamblea Constituyente-Convención-Directorio-Consulado-Imperio, Baja y Alta Edad Media, o paleolítico-neolítico, o conceptualizaciones como auge del absolutismo o sociedad de órdenes. De todas formas, como no es posible pensar una clase de historia por fuera de algún marco historiográfico, y también filosófico, tanto la empatía como la imaginación histórica - para algunos autores estos dos últimos conceptos son sinónimos o al menos mutuamente implicados (Lee, 1984; Lee y Ashby, 2001; Lee y Shemilt, 2011; Shemilt, 1984) - han de estar necesariamente contenidas en una visión de la historia, una historiografía y una orientación del curso a cuenta de su profesor. Más allá de esto, y en cierta forma por fuera de los marcos historiográficos o filosóficos, la condición dual del trabajo de empatía, que tiene un pie en lo afectivo y otro en lo cognitivo (Endacott y Brooks, 2013, p. 42; Garrett y Greenwald, 2010, p. 9), me permitirá valorar - a menudo, desde el sentido común - tanto sus posibilidades como sus límites en una clase de historia. Así como a veces nos permitimos imaginar al historiador trabajando en el archivo o escribiendo en su casa, y accedemos a la empatía como ‘estar en el lugar de’, otras veces nos sorprende la empatía como propuesta de identificación con ese personaje del pasado - o del presente - que nos está permitiendo tratar de saber acerca de los aztecas, los griegos o los españoles en América.
La tercera y última parte de este artículo considerará lo relativo a los trabajos de descentración - en el sentido piagetiano del término - propuestos a los alumnos, como forma tanto de abordar la otredad del pasado - o su presencia en el presente - como de movilizar saberes disponibles provenientes de la historiografía, vía el manual o la ficha de trabajo. De hecho, a veces es necesario hilar fino para distinguir entre empatía y descentración, y aún entre ambas y la imaginación histórica. Tan difícil de comprobar - a partir del desempeño escolar de un alumno - como la empatía o la imaginación, y por qué no la comprensión, el trabajo de descentración es el único que puede considerarse consistente con la distancia temporal que nos separa del pasado, en tanto descentrándose nadie deja - ni debe dejar - de ser uno mismo. De todas formas, tanto la imaginación como la empatía o la descentración siempre dependen de los elementos que el profesor haya suministrado como insumos para hacer ese trabajo - e.g., información sobre la realidad material, el paisaje, los alimentos, los medios de transporte, las relaciones familiares, sociales, laborales, la educación o la vida religiosa -. Que esta selección es consistente con una mirada filosófica tanto sobre la historia como sobre la historiografía, es un asunto que no dejará de requerir su mención a lo largo de todo el artículo.
Imposible no imaginar; imposible imaginar
En infinitas situaciones el lenguaje, hablado o escrito, nos invita a formarnos una idea - una imagen mental - de aquello de lo que trata el discurso o la palabra. No podríamos ser profesores de historia si no hubiéramos leído muchos libros de historia, y consecuentemente habernos formado una idea de cómo era el escenario - imagen o contexto - en el cual los acontecimientos sobre los que leemos tuvieron lugar. Además de escuchar la clase, y tal vez ver imágenes, a veces en movimiento, contamos con que nuestros alumnos leen, y además después hablan y también escriben. A los fines de este artículo, del trabajo de Ricœur (2001, p. 202), analizando en profundidad el fenómeno de la imaginación, me interesa particularmente la idea de que, relacionada con la lectura - o con lo dicho en una clase - la imaginación tiene una dimensión creadora, cuasi óptica y sensorial, que va de la palabra leída o escuchada a la imagen mental. Sin duda es la imaginación la que une u organiza la información disponible y la convierte en un relato con sentido, para su autor - que puede ser el escritor, el historiador, el profesor o el alumno - y para sus interlocutores. En otro lugar, Ricœur (2004, p. 130) la reconoce como el estructurador del relato en Mímesis ii, a la que llama significativamente “el reino de ‘como-si’”. Nos sugiere igualmente que es la dimensión heurística de la imaginación la que, pudiendo ir más allá del lenguaje, tiene la posibilidad de poner en crisis el relato leído o escuchado. Las clases de historia están llenas de esas explosiones de imaginación, a menudo difíciles de gestionar sin perder el hilo de la exposición.2 A veces, la experiencia nos hace previsores, y nos imaginamos que eso pasará.
En un curso normal, son contadas las excepciones en las cuales la clase de historia no gira en torno a un intercambio en el cual mientras el profesor habla, o leen un texto, en las mentes de los alumnos se forman imágenes que corresponden a lo que cada uno entiende eso de lo que se está tratando la clase. A veces hay que preguntar: “¿Saben lo que es una carabela?” y puede ser que haya que mostrar una representación gráfica porque la imaginación de algunos alumnos no tiene como hacerse a la idea de qué tipo de barco se trataba. Collingwood (1952, p. 280), pionero en este asunto, conjugaba de una manera particular en el trabajo de los historiadores las ‘evidencias’ con la imaginación para poder efectivamente comprender el pasado. En una clase de historia, las ‘evidencias’ son la información que suministramos de una manera o de otra a los estudiantes, o que les pedimos que busquen por su cuenta. Eso no quiere decir, sin embargo, que la propia experiencia vital de cada estudiante no le suministre por su lado alguna ‘evidencia’ que ayude a comprender o imaginar - a su manera - términos como batalla, soldados, armas, castillo, rey, e incluso, barcos. A menudo en lugar de evidencias lo que formulamos son más bien precauciones contra el anacronismo, y explicamos que en esa época no había electricidad ni automóviles ni agua corriente ni vacunas ni tantísimas cosas que nos rodean habitualmente.3 Otros anacronismos pasan inadvertidos a veces en la clase de historia y a veces en la historiografía.
De alguna manera, de lo que se trata es de dar algunas pistas para poder recrear visualmente un escenario posible, en el sentido de racionalmente defendible, en el cual los romanos se enfrentaron con los cartagineses, o Luis XIV gobernaba desde Versalles, o la primera fundación de Buenos Aires. Comentar a los alumnos que, el 3 de febrero de 1695, “Durante la comida real, el vino y el agua se helaron en los vasos” (Braudel, 1984, p. 253) es en cierto modo ir por el camino de Collingwood (1952), asumiendo que ‘se heló’ - con una temperatura ambiente que dábamos por sentado que era muy baja - quiere decir que solamente tenía escarcha superficial, lo cual no lo hace menos terrible. Asumíamos sin más que el testimonio la condesa Palatina era fiable y que Braudel no había manipulado la fuente de ninguna manera. De todas formas, nunca podemos tener la seguridad de lo que en cada cabeza esto representa.4 En realidad, la única manera que tenemos de hacernos una idea es solicitar una devolución en modo lenguaje o pequeño dibujo. Sin embargo, para ambas modalidades existen restricciones importantes, en tanto hay alumnos que dominan mejor el lenguaje - oral o escrito - y que se sienten más cómodos que otros diciendo lo que imaginan, si es que lo hicieron y desean compartirlo. De la misma manera, la representación gráfica exige una destreza muy desparejamente distribuida entre los alumnos, y entre los humanos en general, así que tampoco podemos contar con eso como vía de acceso a lo que un alumno ha imaginado mientras leía un texto o escuchaba un relato en clase de historia. De hecho, es importante no confundir el ‘saber’ de un estudiante con su ‘desempeño’ escolar. Es posible que un buen trabajo equivalga a la posesión, al menos temporaria, de un cierto saber o de una cierta capacidad operativa como hacer deducciones, inferencias o argumentos. A todos nos ha pasado alguna vez, de haber tenido un mal desempeño en un trabajo escolar, pudiendo haberlo resuelto adecuadamente, y entonces ese desempeño tenía más relación con las circunstancias que con la posesión efectiva del saber o de la capacidad operativa. Podemos, sí, imaginar que están imaginando algo similar a lo que su profesor está imaginando cuando habla de la Noche Triste. En cierta forma, lo que podemos percibir del saber de nuestros alumnos - adquirido vía lectura, escucha o imaginación - tiene una arista común con lo que podemos saber - vía imaginación de escenarios, de sentimientos, de intenciones o de entrelazamientos causales - de gente que vivió hace mucho tiempo y que ya no podemos contactar directamente. Como dice Koselleck (1993, p. 105), la historiografía dice cosas de ellos que ellos mismos no podrían haber dicho, así como nosotros, los profesores, decimos cosas referentes al saber o la capacidad de nuestros alumnos que a menudo los sorprenden, para bien o para mal. Por otra parte, aún una corta experiencia en las aulas nos enseña que no todos los alumnos son iguales, y que la presencia de alumnos desinteresados en el tema de hoy, en la historia, o en cualquier asunto escolar, es casi inevitable. Sabemos que también hay de los otros, aquellos con los que contamos para cualquier tarea que propongamos, que escuchan, intervienen, dialogan y preguntan. Si hay algo que no podemos imaginarnos - precisamente, y a partir de la evidencia disponible - es que un grupo o todos los grupos de alumnos son homogéneos y estables en interés, disposición, capacidad, y en otros asuntos que harían funcionar la clase de historia de la mejor manera posible. Como vemos, a veces las herramientas para pensar el pasado también son útiles para pensar el presente, y más en clase de historia.
Por otro lado, mientras que para Ricœur (2001, p. 210), la comprensión del pasado es un trabajo esencialmente imaginativo en la medida en que permite reconocernos formando parte del tiempo de los antepasados y del de nuestros herederos, para Lee (1984, p. 89) o para Shemilt (1984, p. 45) la imaginación - asociada con el logro de la empatía - está en la base de la comprensión histórica en el medio escolar. Lee (1984) afirma que ‘si la historia que sabe un alumno carece de imaginación, nosotros no podemos simplemente asumir que lo que ha escrito o dicho tiene algún sentido para él”, lo que le permite concluir que: “Si la imaginación es un criterio para comprender la historia, entonces la falta de imaginación es probablemente sintomática de la falta de comprensión. Y la falta de comprensión hace que la historia sea inútil’ (p. 111).5 De todas formas, al menos en los ejemplos de los que Lee (1984, pp. 91-92) se sirve en su artículo, su idea de la imaginación - como aparece en Collingwood (1952) - está más bien asociada con la descentración, especialmente implicada en un trabajo lógico de argumentación. Los ejemplos tomados de su clase solicitaban a los estudiantes decir qué hubieran hecho, y por qué, si se hubieran encontrado en la situación de Luis XVI en 1789. En sus comentarios valora especialmente la capacidad argumental de los estudiantes, en relación con la información disponible para hacerlo.
El enfoque de Lee (1984) es ampliamente compartido por Lemisko (2004) y Bain y Mirel (1982) quienes - siguiendo a Collingwood (1952) - extienden las funciones de la imaginación a lo analítico y lo deductivo en relación con cierta información dada. Sin dar cuenta de la posición filosófica que respalda su posicionamiento, mantienen el rechazo por la asimilación del término imaginación a fantasía, ficción y otras características que acerquen el trabajo de los estudiantes a la literatura. White (2003) les diría: “No importa si el mundo es concebido como real o solamente imaginado. La forma de darle sentido es la misma” (p. 138). Volveré sobre este aspecto más adelante.
En un libro de historia - y en un curso de historia, de cualquier nivel - hay muchas más cosas que solo nombrar y describir situaciones o secuencias de acontecimientos sobre las cuales apoyar un trabajo de imaginación o de empatía. Lo que distingue unas miradas historiográficas - y unas clases de historia de otras - es precisamente la forma que construyen sentido a los acontecimientos del pasado de los que pueden dar cuenta con un cierto margen de seguridad. Posiblemente esta cuestión ocupe, explícitamente, la mayor parte del tiempo en clase de historia, además de ser objeto privilegiado de la ejercitación y la evaluación. No cabe duda de que, para poder imaginar el pasado de una manera defendible, primero hay que tener claras unas cuantas cosas respecto de la época, la situación o las personas implicadas. Tampoco cabe duda de que los modos de hacer historia implican conceptualizar el tiempo, la sociedad, la economía, la política, la cultura, el pensamiento, así como vincular - ‘imputar’, diría Ricœur (2004, p. 301) - causalmente los acontecimientos.
Antes que nadie, son los propios historiadores quienes imaginan, a la Collingwood, en todos los términos posibles, cada cual a su manera frente a los mismos restos del pasado. Es por supuesto superfluo decir que su trabajo de conceptualización tampoco es homogéneo. Así tenemos épocas, regímenes, transiciones, auges, decadencias, formas de gobierno, ideologías, modalidades económicas, organizaciones sociales, entre otros, presentadas y definidas de maneras no siempre coincidentes de unos historiadores a otros. Entonces, si por ejemplo hay miradas bonapartistas y robespierristas de la Revolución Francesa, ¿cómo quisiéramos que nuestros alumnos imaginaran a Robespierre o a Napoleón?, ¿según Mathiez o según Lefebvre? El profesor decide. Desde este punto de vista, tal vez tengamos que pensar en hablar de imaginación historiográfica, o al menos historiográficamente orientada, y no solo de imaginación histórica, tanto en las páginas de los libros como entre las cuatro paredes del aula.
En el fondo, lo que cabe preguntarse es si la orientación historiográfica - que codifica buena parte de la información manejada en clase - no es en sí misma alguna clase de evidencia a partir de la cual imaginar deductivamente lo que sucedió o pudo haber sucedido en la época que estamos estudiando en clase o lo es más bien para imaginarse al historiador pensando el pasado. Muchas veces utilicé fragmentos del libro Expansión Europea y Descolonización de Miège (1975) no solo para comprender, imaginar o hacerse una idea de la descolonización, sino también para ver, comprender o imaginar al autor herido por la pérdida de las colonias francesas en Asia y en África, a partir de sus propios dichos en el libro. Cabe notar que tendríamos que dar por descontado que seguramente en la mayoría de los países de África o de Asia, la enseñanza de esta temática tiene connotaciones muy diferentes - para los planificadores, para los profesores y para los alumnos - que las que puede tener en un país de América del Sur, como lo tiene sin duda el análisis de las prácticas de aula, por sus profesores o por otros interesados en el tema.
Los historiadores nos transmiten, intertextualmente, muchas de las evidencias sobre las cuales han elaborado sus conclusiones, y es posible que ese trabajo - desde cierto punto de vista, arqueológico y selectivo en las páginas de un libro de historia - permita a los profesores, más allá de la historiografía, poner en marcha un trabajo de imaginación respecto de diferentes aspectos del pasado. El fragmento mencionado más arriba, tomado de un libro de Braudel, es un ejemplo apropiado, entre muchísimos posibles. De todas formas, en mi clase, nunca vino al caso si con ese trabajo Braudel innovaba, cambiaba o revolucionaba la historiografía francesa. Lo importante era poder imaginarse el frío espantoso que hacía en el palacio de Versalles, paradigma de la fastuosidad. El comentario era siempre, que, si eso pasaba en Versalles, qué no estaría pasando en el resto de las casas, más ricas o pobres, de la región. En alguna ocasión alguien comentó que tal vez, en casas más pequeñas, con un fueguito alcanzaba para calentarse. Deducíamos a partir de la evidencia. Imaginábamos lo no dicho. Como sea, es muy difícil decir si lo que queremos que imaginen es lo mismo que nosotros imaginamos, o si se trata más bien de volver a imaginar lo que el historiador de referencia ya imaginó. La idea o deseo que imaginen ‘lo que realmente pasó’ y tal como pasó, está también muy claramente definida desde el punto de vista filosófico. Gadamer (1993) la identifica con la ingenuidad del historicismo que sostenía que se avanzaba en la objetividad histórica en la medida que los historiadores se desplazaran “al espíritu de la época, [logrando] pensar en sus conceptos y representaciones en vez de en las propias”. Sostiene que, “por el contrario de lo que se trata es de reconocer la distancia en el tiempo como una posibilidad positiva y productiva del comprender” (p. 367). De todas formas, hay que encontrar un argumento fuerte para contrarrestar la idea de que no hay manera de que no veamos al pasado con los ojos del presente (De Certeau, 1993, p. 37; Heidegger, 1922/2002, p. 30) para lo que nos interesa recordar, investigar y enseñar, y para lo que preferimos olvidar o no darle tanta importancia.
Por otra parte, no debemos olvidar que abocarse a trabajar con un concepto, como por ejemplo absolutismo, o los vínculos causales entre excedente de producción y surgimiento del poder político, no invoca directamente un trabajo de imaginación para orientarse en pos de su comprensión. Ricœur (2004) considera, sin embargo, que el trabajo de establecer un vínculo causal - o una imputación causal, en sus términos - es también un trabajo de imaginación por parte del historiador: “Esta lógica consiste esencialmente en el siguiente proceso: construir por la imaginación un curso diferente de acontecimientos, sopesar las consecuencias probables de este acontecimiento real y, en fin, comparar estas consecuencias con el curso real de los acontecimientos” (p. 301, cursivas en el original). Para nosotros, en clase, es una ocasión de adentrarnos en la racionalidad singular del pensamiento historiográfico. Sin duda, seguimos en clase de historia, y no nos alejamos del pensamiento de los historiadores, pero en lugar de a la imaginación, apelamos al manejo conceptual. A menudo preguntamos qué nos hace pensar o saber que este texto lo escribió un anarquista, cuáles características del fascismo están presentes en este discurso, o de qué manera el aumento del comercio ultramarino tuvo algo que ver con los comienzos de la revolución industrial. Requerimos, antes que nada, la organización de un discurso argumentativo, a menudo siguiendo las huellas de algún historiador que nos mostró cómo hacerlo. Que esto puede hacerse a partir de una propuesta de descentración, lo veremos en el último apartado de este trabajo.
No cabe duda de que los enfoques que alientan el trabajo de imaginación en clase de historia - así como los que son de corte más operativo o estratégico - están dando cuenta del rechazo a una práctica que a veces hace, o ha hecho, del aprendizaje de la historia un ejercicio esencialmente memorístico en relación con los contenidos de un texto. Es por cierto muy difícil negar el papel que tiene la imaginación, tanto en el trabajo de los historiadores como en el desarrollo de los cursos, en particular en el nivel primario y secundario. Escuchar o leer un relato, y más si es acerca del pasado, es ya una invitación a imaginar. Recorrer el camino inverso y convertir la imaginación en relato - e.g., en un dibujo o una historieta - es un esfuerzo complementario de naturaleza definitivamente intelectual y cognitiva, por lo tanto, educativamente valioso sin lugar a duda.
Al mismo tiempo hay que aceptar que además de la imaginación en la clase de historia hay un trabajo metodológico e intelectual que moviliza otros aspectos del pensamiento, como el manejo conceptual o la interacción causal entre fenómenos (Stockley, 1983, pp. 50-51). Finalmente, debemos tener en cuenta que, así como la imaginación no tiene forma de estandarizarse, regularse y programarse en la mente de los alumnos - un recurso cuyos límites conocemos - el trabajo historiográfico - que está lejos de ser homogéneo - nunca deja de dar forma y sentido a lo que sabemos del pasado, de la mano de un historiador o de otro, historiográfica e ideológicamente considerados. El lenguaje descriptivo nos invita siempre a imaginar, pero hay conceptos y otros tramos del discurso historiográfico que más bien nos invitan a pensar. En el apartado siguiente el foco del análisis recaerá sobre el trabajo de empatía en clase de historia. Limitando de forma borrosa con la imaginación, la dimensión cognitivo-afectiva del trabajo de empatía nos mostrará tanto sus potencialidades como sus limitaciones en la clase de historia.
La empatía como forma de comprensión
En sentido estricto, empatía quiere decir ‘sentir como el otro’, ‘ponerse en su lugar’. En clase de historia, sentir empatía con otro, pero del pasado es, en esencia, imaginarse que uno es otro diferente de uno mismo. Importa particularmente el esfuerzo de tomar conciencia del presente para ponerlo a un lado e imaginarse a uno mismo sintiendo, opinando, reaccionando como si fuera otra persona, que de hecho no conoce. Sin embargo, también es posible que la comprensión del otro - que puede no solo ser ajeno, sino también diferente en todo - provenga más bien de lo que hay en común que de las diferencias con ese otro del pasado. La acepción más corriente del término empatía sugiere la identificación - en el sentido de afinidad - con la persona o la situación en cuestión. Si avanzamos en la lectura del texto del acápite nos damos cuenta de que tal vez Descartes podía haber tenido una mirada crítica sobre los ejercicios de empatía:
Pero el que emplea demasiado tiempo en viajar acaba por tornarse extranjero en su propio país; y al que estudia con demasiada curiosidad lo que se hacía en los siglos pretéritos ocúrrele de ordinario que permanece ignorante de lo que se practica en el presente. (1997, p. 46)
De alguna manera podemos pensar que presagia al Nietzsche de la Segunda Inactual. La dimensión escolar de los esfuerzos de los estudiantes en este sentido tiende a alejar esta acepción del término. De hecho, a lo largo de un curso es posible que los estudiantes sean solicitados en esfuerzos de empatía referidos a situaciones muy variadas entre sí; por ejemplo, un siervo, un burgués, un bandido, un monje de clausura, un señor feudal o una dama de la corte.
La empatía implica sin duda el establecimiento de un vínculo - entre racional y afectivo (Endacott y Brooks, 2013, p. 42; Garrett y Greenwald, 2010, p. 11) - que involucra dimensiones personales y en cierta forma subjetivas - sentimientos, creencias, pensamientos, motivos, intenciones - de dos personas. Para el caso de la clase de historia, una está en el presente - agente activo de la empatía -, y la otra o las otras están en el pasado, cercano o lejano, en el tiempo o en el espacio - en realidad, el objeto, por lo tanto, pasivo, que da lugar a la empatía -. Es tratar de hacer el esfuerzo de sentirse como un soldado romano, un esclavo en el sur estadounidense, una mujer sufragista o María Antonieta rumbo al cadalso, al tomar contacto con un relato acerca de esas situaciones. En la mayoría de los casos, ese relato no fue escrito por ellos mismos, sino por alguien que tal vez tampoco los conoció personalmente. Muchos de esos relatos recogen lo que otros dijeron anteriormente, sean historiadores o no. A veces sabemos del pasado por sus propios actores, pero en la inmensa mayoría de los casos son otros los que nos hablan de los campesinos, de las mujeres, de los esclavos o de los soldados. La preocupación de Carlo Ginzburg por quién era realmente Menocchio, o la de Michel De Certeau por las poseídas de Loudun, no es un detalle menor en el juego de la imaginación y la empatía con personajes o situaciones del pasado en clase de historia. La mayor parte de la información que se tiene de muchos de ellos, empezando por su propia existencia, proviene de quienes partían de la base de que eran culpables, como en el caso de Menocchio y de las poseídas de Loudun, o que eran simplemente inferiores - en realidad totalmente ajenos -, como en el caso de los indígenas americanos vistos por sus conquistadores españoles, ingleses, franceses, holandeses o portugueses.
Los estudios de la subalternidad representan todavía una traba mayor en relación con las posibilidades de conocer el pensamiento y el sentir de las clases subalternas. Spivak (2008, p. 36) habla directamente de ‘fracaso cognitivo’ en el intento de acceder a su conciencia. Los subalternos - campesinos, mujeres, pueblos dominados por extranjeros - para ella son, derrideanamente hablando, tout-autres, en el sentido de irrepresentables en su conciencia. Si bajo la mirada heterológica de Michel De Certeau (1993, p. 16; 2000, p. 172), la historia - o ciencia del otro - tienen común con otras ciencias la intención de ‘escribir la voz del otro’, hacer hablar a un muerto que permanece callado, siendo el presente el que por fuerza da voz al pasado; bajo la mirada subalterna de Spivak (2008), no hay ninguna posibilidad de proponer o hacer un trabajo de empatía con un ‘otro’ que ha sido creado por sus dominadores, materiales o intelectuales.
Esto quiere decir que la clase de historia replica en cierta forma, o incluso está orientada, por un trabajo anterior de imaginación y de empatía - entendida como comprensión - de las personas y de las situaciones que son objeto de su interés como historiador. Naturalmente son también del interés del profesor que las ha trasladado a su clase y las utiliza con la idea de que los alumnos tomen contacto con esa situación del pasado. De otra forma, las hubiera dejado pasar. No debemos olvidar que todo lo que los profesores de historia sabemos de historia y enseñamos en nuestras clases, lo aprendimos directa o indirectamente a partir de los libros que escribieron los historiadores. Fue a ellos antes que nadie que descubrimos imaginando - en el sentido de ‘hacerse una idea de’ - el pasado a partir de lo que leyeron en los documentos del archivo. También sabemos que no recordamos o apreciamos por igual todos los libros que hemos leído sobre el tema de la clase de hoy. Algunos nos gustaron más que otros, y, de hecho, hay algo de empatía con algunos de sus autores, mientras que otros están enterrados en el pasado oscuro de su solo-lectura.
En cuanto a herramientas para acercarse a la comprensión de situaciones del pasado, tanto la imaginación como la empatía - que para algunos autores como Lee y Schemilt (2011) son difíciles de distinguir con total precisión - es posible que la noción gadameriana de ‘distancia temporal’ nos ayude a pensar con más claridad sus connotaciones -. Gadamer (1993, p. 365) sugiere que la comprensión del pasado está articulada por una tensión entre la percepción de lo familiar y la de lo no familiar, lo extraño, lo impensable. Es interesante destacar que Gadamer utiliza el mismo término que Freud para referirse a ese fenómeno que nos muestra a nosotros mismos como extraños e impensables (Umheimlich). Psicoanalíticamente orientado, Runia (2006) enfatiza la idea de que, en su continuidad con el presente, el pasado nos muestra lo que no sabíamos que podíamos ser. Para De Certeau (1993, p. 60) - también cercano al psicoanálisis - la cuestión está en el límite de lo pensable, y es la historiografía la que vuelve pensable el pasado, conmoviendo los límites.
Es posiblemente la articulación entre imaginación - como hacerse una idea de - y empatía - como ponerse en el lugar de - la que nos permita gestionar, un paso a la vez, las situaciones que nos son familiares, a pesar de haber sucedido hace siglos, de que sus actores hablaran otro idioma u otra versión del nuestro, se vistieran diferente y comieran otras cosas, y las situaciones que no nos son familiares con las que hay que permitirse sorprenderse, como los rituales funerarios, las formas de hacer justicia, el valor de la vida humana, entro otros. Es también la que nos permite poner un pie en la dimensión otredad del pasado, la que lo hace imaginable, comprensible, pero siempre a partir de restos parciales y, sobre todo, de la mano de un historiador que valoró o dejó pasar algo que para otro era importante. La imaginación y la empatía desafían todo el tiempo a la otredad del pasado y nos permiten imaginarnos que, por un momento, la derrotamos. Sin embargo, si tratamos de imaginarnos qué pensarían los egipcios de nuestras clases, o qué diría Chopin de sus intérpretes actuales, el edificio se tambalea. De hecho, solo tenemos las partituras, negro sobre blanco y nada más, si no contamos los testimonios que dicen que tocaba maravillosamente bien. Nunca sabremos, para el caso, lo que esto quería decir y en qué se parece - si es que se parece - a lo que hacen actualmente los pianistas, ni mucho menos cómo tocaba Chopin el piano. De hecho, para imaginar el pasado tenemos que hacer como que todos hablaban el mismo idioma que nosotros - porque no podemos imaginarlos hablando ni en latín ni en griego antiguo ni en náhuatl prehispánico - y de verdad nunca vamos a saber cómo era la voz de César ni la de nadie que no tengamos un registro fonográfico. La presencia de relatos o interpretaciones alternativas o discordantes respecto de un mismo tema redobla el efecto.
Al igual que el trabajo de imaginación, y bien relacionado con él, las posibilidades de ponerse en el lugar de gente del pasado en una clase de historia dependen en buena medida no solo de la información que suministre el profesor, el manual o la ficha de trabajo, sino de la forma en que eso adquiere destaque y centralidad en la clase. Con seguridad las posibilidades de sentir empatía - en el sentido de ponerse en su lugar - con un esclavo dependen de los detalles de la vida cotidiana que sean mencionados en clase: horas de trabajo al cabo del día, falta de privacidad, hacinamiento, castigos, alimentación, y en general formas de violencia física o simbólica que no pueden hacer de la esclavitud más que una condición deplorable. Seguramente en algunos lugares y en algunos tiempos, como algunos estados del sur estadounidense, o Sudáfrica hasta bien avanzado el siglo XX, este ejercicio no tenía sentido, como probablemente todavía no lo tenga el esfuerzo de descentrarse y comprender los sentimientos de un carcelero de Auschwitz o de Treblinka, o de un torturador de la ESMA. Con esto quiero decir que si bien la empatía tiene un lugar importante en aras de una comprensión más cabal - es decir, es menos libresca y solo discursiva - del pasado, también está mucho más a merced de la orientación particular que tenga el curso, o el programa, y por supuesto las condiciones sociales, políticas e ideológicas en las que ese curso tiene lugar. Así como las historias de género dan lugar a una demanda de empatía con las mujeres segregadas, poco independientes, o sin participación política, las páginas de la historia reciente tienden a rescatar al horror del olvido. Sin embargo, en un mundo complejo como en el que vivimos, a veces nos sorprendemos con el hecho de que lo que sea que estamos suponiendo como lo extraño, lo que demanda un esfuerzo intelectual y emocional para ser comprendido, en realidad no es la ajenidad del pasado, porque es muy similar al presente de muchas de las mujeres de la clase o cercanas a ellas, al de muchas víctimas de violencia, o a situaciones económicas y sociales insostenibles, pero cotidianas y reales. Para muchos alumnos, tratar de ponerse en el lugar de, no tiene sentido, porque en el fondo son como ellos. Como mucho tienen que saber que en el pasado también había de eso, y la empatía no parece ser necesaria. Todo el mundo puede poner un ejemplo de esto, aquel día, en aquel grupo en que nos topamos con que lo que creíamos un país extraño, no lo era.6 La tensión entre lo familiar y lo no familiar puede funcionar, para algunos estudiantes, en sentido inverso.
Todos sabemos que a veces tratar de provocar empatía con jefes militares, presidentes, reyes o emperadores es un poco difícil. Lo es antes que nada porque resulta una experiencia con pocos puntos en común para el sujeto a quien invitamos a caminar con los zapatos de un general romano, del presidente Kennedy o de Napoleón exiliado en Santa Elena. Así como la experiencia de la violencia - moral, simbólica o física - o las distintas formas de segregación social, la cuestión de género también cuenta, y a menudo hay que pedirles solo a ellas o solo a ellos que se imaginen, que traten de pensar cómo reaccionarían si fueran una reina, una monja, un labrador o un soldado.
Por otra parte, y si como hemos visto, el trabajo de imaginación de los alumnos es relativamente incontrolable y muy difícil de comprobar, el de la empatía - que apunta mucho más directamente a lo personal - lo es todavía más. Normalmente la tarea escolar tiene algo de rutinario y de predecible, de forma que a cierta altura del año no podemos saber si lo hacen bien porque captaron la clave del procedimiento, o si sinceramente están haciendo el esfuerzo de ponerse en el lugar o en la situación que les solicitamos. Hay que tener en cuenta que, desde el punto de vista de la calificación de los desempeños, además de o incluso antes de enfocarnos en la imaginación o en la empatía, nos concentramos en la manera en que ese alumno gestiona o moviliza la información que tiene para respaldar su trabajo información plana - e.g., fechas o nombres - y, además, conceptos relevantes, y si es el caso, vínculos causales entre los acontecimientos implicados en el ejercicio. Como mencioné anteriormente, los buenos escritores tienen ventaja adicional en todas las propuestas de trabajo abordadas en este artículo. Los historiadores que además son buenos escritores, también la tienen.
Al igual que en el caso de lo referente a las posibilidades de un trabajo de imaginación en clase de historia, en el caso de la empatía no podemos tampoco localizarla en relación con el trabajo conceptual y causal más estricto, más si está vinculado con una propuesta historiográfica. Es cierto que no podemos descartar el trabajo memorístico que pone a disposición nombres, lugares, fechas y acontecimientos imprescindibles para llevar a cabo la tarea, pero lo que importa es lo que hacemos con ellos en clase, y lo que les pedimos después a los estudiantes que hagan por su cuenta. Desde este punto de vista, los trabajos de comparación, de análisis, de organización conceptual, y por supuesto los que tienden a desmontar cuidadosamente la articulación de los vínculos causales que uno o varios historiadores han tejido en torno al devenir de los acontecimientos, no ven en las propuestas que apelan a la imaginación o a la empatía más que un lugar complementario. Esto no les quita importancia, solamente nos obliga a tener claro qué hacemos y para qué lo hacemos en clase.
De todas formas, el trabajo a cara descubierta con el pensamiento de un historiador supone también un trabajo de empatía, pero con el autor y no con los personajes o las situaciones de su relato. Entender a un historiador nacional de principios y a otro de fines del siglo XX es una tarea habitual en muchas clases de historia. Son los mismos personajes, las mismas guerras, los mismos acuerdos de paz, los mismos resultados electorales, la misma prosperidad o depresión, y, sin embargo, los libros de historia dicen cosas diferentes. Mousnier y Perry Anderson tienen miradas opuestas sobre el lugar de la nobleza en el absolutismo. Si no acabamos concluyendo que uno tiene razón y el otro no, entonces la idea es entender a cada uno en su época, en su contexto ideológico, político, e incluso, historiográfico. La empatía, pero desde otro lugar: entender el libro de historia del cual aprendemos como el resultado del trabajo de ese historiador, que vivió en una época en la que era de tal partido o de tal orientación ideológica.
Por otra parte, a los ojos de algunas autoridades, enfocarse en la empatía con personajes o situaciones del pasado puede tener, y a menudo lo tiene, un sesgo peligrosamente cuestionable. Aunque por una parte la clase de historia tiene - históricamente hablando y hasta nuestros días - una vinculación con la formación cívica de los futuros ciudadanos, además de considerar el devenir de la historia nacional como un proceso exitoso hasta el presente; por otra parte, las sospechas de que eso puede no ser así y el profesor de historia manipule exitosamente a los estudiantes llevándolos por otro camino, es algo que no deja de tener vigencia, en todos los países. La historia objetiva, la de lo que realmente pasó y nada más, no deja de ser una utopía político-educativa siempre actualizada; de hecho, en franca contradicción con los fines políticos y cívicos oficialmente propuestos para la enseñanza de la historia. De todas formas, todos sabemos que entre lo que los profesores - individualmente considerados - deseamos y lo que sucede realmente en la mente de cada uno de nuestros estudiantes en el corto, mediano o largo plazo, existen a veces distancias enormes, lo mismo sucede entre la interpretación de sus desempeños como exitosos o fracasados y los saberes que se supone los respaldan. Nadie quiere ‘imaginar’ eso. Sin embargo, a veces, leyendo un trabajo los profesores tratamos de ponernos en la cabeza del alumno para tratar de entender lo que quiso decir, no solo desde el punto de vista gramatical. Al mismo tiempo, damos por descontado que los estudiantes llevan a cabo un trabajo minucioso de imaginación y de empatía en el otro sentido: los profesores nos volvemos previsibles en muchas cosas a lo largo del año. Alguien se pone en nuestro lugar y trata de pensar con nuestra cabeza para intentar adelantarse a los acontecimientos. Antes de ser profesores, todos fuimos alumnos. Los historiadores también.
Hasta aquí he tratado de mirar las posibilidades y los límites de los trabajos de imaginación y empatía en clase de historia, tratando de considerarlos separadamente, aunque autores como Lee, Shemilt o Ashby los presentan como mutuamente implicados. Son, sin duda, herramientas para dialogar con la otredad del pasado y con el trabajo de los historiadores. También son, a su manera, herramientas potentes para poner bajo análisis el propio trabajo de enseñar historia, porque si bien no hay una distancia temporal propiamente dicha con nuestros alumnos, hay muchas otras distancias que hacen de ellos a menudo unos ‘otros’ a los que nos podemos acercar con ayuda de la imaginación. En el apartado final de este trabajo me concentraré en otra forma de mirar la movilización de los recursos imaginativos y empáticos de los estudiantes sin perder de vista los aspectos conceptuales y causales presentes en los libros y en las clases de historia. De hecho, el trabajo de descentración al que está destinado el siguiente apartado tal vez no refiera a otras actividades de la clase de historia, sino a otra forma de mirarlas y de entenderlas.
El trabajo de descentración: ser el otro sin dejar de ser uno mismo
En los dos apartados anteriores me he ocupado de analizar las posibilidades de apelar a la imaginación y a la empatía - más que nada en el sentido de ponerse en el lugar de - en una clase de historia. De hecho, mientras escribía, muchas veces puse ‘descentración’ en lugar de empatía. Es que si lo miramos desde el punto de vista de ponerse en el lugar del otro parece ser más que nada una cuestión de palabras. Sin embargo, no son exactamente coextensivos ni pueden utilizarse sistemáticamente como sinónimos. Hay que tener en cuenta que mientras que empatía puede entenderse tanto como ‘ponerse en el lugar de’ o ‘identificarse con’, descentración tiene una sola acepción, que es no pensar las cosas desde el punto de vista del sujeto sino del otro que no es él mismo. Para Piaget (1978b) es una etapa fundamental del desarrollo cognitivo del sujeto, y es a partir de sus obras que este término es usado, mientras sostiene que el egocentrismo es inconsciente, para él “la descentración supone una inversión de sentido laboriosa, que procede por el establecimiento de relaciones entre los diversos puntos de vista” (p. 218). Esto no contradice en nada lo que casi todos los autores entienden por la empatía que respalda o complementa el trabajo de imaginación en clase de historia.
Naturalmente, aún en los ejemplos piagetianos, está implicada la posesión de alguna información acerca del otro y un trabajo de elaboración imaginaria para representarse una situación en el futuro que advierte al sujeto qué conducta tomar. De hecho, lo hacemos todo el tiempo. La diferencia con el trabajo de descentración piagetiano es que en clase de historia la descentración o la empatía, no implican al sujeto más que como estudiante, y si tienen consecuencias para su futuro, están relacionadas con la calificación de su actuación en el curso. Desde otro punto de vista podemos también relacionar el trabajo escolar con el deseo de saber, con el interés de ese alumno por conocer más acerca de los egipcios o de la vida rural en la Rusia zarista, aunque sea una motivación circunstancial y esté escolarmente codificada. Lo importante en todo caso es que el trabajo de descentración no acontece espontáneamente y relacionado con la vida interpersonal y afectiva del sujeto, sino ante la propuesta del profesor, habitualmente en un ejercicio que ha de resolverse por escrito. Es desde este punto de vista que tenemos que tratar de entender las actividades escolares que implican la descentración en personajes del pasado.
Me interesa en este punto volver sobre la cuestión de la imaginación. De hecho, tal vez la mayoría de las consignas de trabajo incluyen el verbo imaginar como estructurador: “Imagina que eres, estás, has visitado, elabora un diálogo entre, escribe una carta desde las trincheras”. En otros casos está implícito: [imagina que] eres un obrero en una fábrica textil en Liverpool. Cuéntanos tu jornada de trabajo”. Tenemos que aceptar, que, en tanto trabajo escolar, para los estudiantes están a la par de otras como: “¿Cuáles son las principales características de…? Analiza las consecuencias de… Compara...”, etcétera. Sin embargo, para unas alcanza con tener la capacidad de movilizar saberes, o encontrarlos en un texto, y para otras, además, hay que imaginar o ‘ponerse en el lugar de’. Sin duda el trabajo de descentración es, antes que nada, un trabajo de la imaginación, pero no de la imaginación libre y creativa que puede fantasear con cualquier cosa, sino de una imaginación reglada que no puede poner armas de fuego en manos de los romanos ni teléfonos en Versalles ni otras cosas por el estilo. De alguna manera es como armar un rompecabezas al que le faltan algunas piezas que, cada uno según su imaginación, agrega y completa. La historiografía disponible y los materiales suministrados en clase son las piezas disponibles para armarlo; lo demás, es cuestión de imaginación, ya sea reconstruyendo la escena o poniéndose en el lugar de alguno de sus protagonistas. En realidad, aunque son tareas distintas en relevancia y en rigor, esto tiene algunos puntos en común tanto con el trabajo de los historiadores como con el de los escritores de novelas históricas.
La didáctica de la historia de las últimas décadas ha apoyado fervorosamente este tipo de tareas sobre todo en pos de la superación de una enseñanza libresca, recitadora de listas de nombres, lugares y acontecimientos. La idea ha sido por un lado acercarse a la historiografía, a menudo más allá de los historiadores, y por otro la de dar a la clase un aspecto menos acartonado, menos ritual, incluso más participativo. Las propuestas que apelan a la imaginación y a tomar el lugar del otro del pasado tienen a menudo un aspecto lúdico que es lo que las hace más interesante para algunos alumnos, y para otros todo lo contrario. Siempre hay otros que preferirían escuchar al profesor, tomar notas y disfrutar de la clase en lugar de tener que estar haciendo de cuenta que son un marinero del barco de Cristóbal Colón.7 También hay estudiantes que están convencidos que la historia es lo que realmente pasó, y por lo tanto no encuentran sentido ni a los trabajos de imaginación, de descentración, ni a los de análisis y confrontación historiográfica.8 A veces, cuando proponemos un ejercicio de descentración, tendemos a dar por descontado no solo el interés de cada alumno en llevarlos a cabo, sino también su capacidad imaginativa, incluyendo fantasear, que está implicado en la propuesta de trabajo. Sin embargo, si hay algo que la experiencia nos dice es que lo que no podemos hacer es, justamente, imaginar a nuestros alumnos como un todo homogéneo en interés, capacidad o disposición al trabajo.
Por otra parte, hay que tener en cuenta que en realidad hacer un ejercicio de descentración implica de por sí una doble descentración: “Imagina que eres… es un primer paso en el cual tengo que hacer de cuenta que no soy yo mismo sino otro, que es algo así como representar un papel”. El segundo paso es hacer de cuenta que soy un marinero en la expedición de Colón, un periodista neoyorkino en los años 30 o un estanciero modernista entusiasmado. No tendríamos que dejar de tener en cuenta el hecho de que el trabajo heurístico que está detrás de la resolución de estas consignas en primer término se expresa en condicional: “¿qué diría o qué pensaría yo si…?”. En segundo término, apela a la memoria en busca de elementos apropiados, descartando los no apropiados. En esa época la gente comía solo dos veces al día, se alumbraban con velas o con el fuego de la estufa, o dormían en colchones en el piso. Descartemos, pues, las sábanas, la luz eléctrica, la heladera y demás electrodomésticos, los tenedores o la cerradura de la puerta. Los ojos del profesor están siempre atentos al rigor con el que ha seleccionado o descartado la información con la que elabora su respuesta.9
En un cierto modo podemos pensar que los trabajos de descentración, implicando la imaginación y la empatía, tienen un formato literario que los acercan más a la novela histórica que a la historiografía propiamente dicha. No hay duda de que - más allá de su orientación historiográfica o filosófica - difícilmente encontremos en un libro de historia un párrafo en el que el historiador imagina ser un legionario romano o un colono norteamericano. De hecho, es la forma en que saca sus conclusiones - conceptuales o causales, o simplemente descriptivas - la que nos permite inferir un trabajo de imaginación o de empatía o de descentración. Lo es principalmente cuando atribuye sentimientos como desilusión, alegría o deseo a sus personajes - e.g., Hitler ‘siempre había querido invadir’ Polonia -. Sin embargo, en la novela histórica encontramos con seguridad muchos textos que responderían a consignas del tipo: “Imagina que has estado en la batalla de Borodinó. Descríbela”.10 No debemos olvidar que para los profesores de historia - así como para los autores de manuales, y posiblemente también para los historiadores - la novela histórica, y a menudo el cine con temáticas de época, constituye un aliado valioso para ayudar a la imaginación y por supuesto a la comprensión del tema que estamos abordando en clase. Debe haber toda una generación para la cual Cleopatra se parecía mucho a Liz Taylor, y seguramente hablaba en inglés.
También habría que pensar en la diferencia que naturalmente existe entre las posibilidades de imaginar de un historiador que lleva tal vez años estudiando un tema de interés prioritario para él y ha consultado cientos de documentos - que son los que lo invitan a imaginar -, y la de un estudiante que se encuentra con el tema por primera vez en la vida y dispone de apenas unos párrafos para emprender el viaje hacia el pasado, caminando con los zapatos de otro. Es en este sentido que no podemos evitar pensar en la dimensión lúdica - y en el fondo, práctica - que tienen estas propuestas de trabajo, lo que no las hace para nada cuestionables. Al contrario, considero. Aprendemos de mil maneras diferentes.
De todas formas, nadie piensa en hacer descansar su curso enteramente sobre propuestas que apelen a la imaginación o a la empatía histórica. Los ejercicios de descentración ocupan un lugar importante, pero no tienen el monopolio de la ejercitación propuesta a los estudiantes ni de los modos en los que intentamos tener una idea de cuánto saben de historia. Desde mi punto de vista su importancia reside - además de lo que aportan a la comprensión de un determinado momento del pasado - en la exigencia intelectual que representan para los estudiantes. En primer lugar, es imposible resolverlos sin la posesión de unos ciertos saberes que podemos denominar informativos, o sin la capacidad heurística de irlos a buscar en los apuntes, en el libro o en la web, y seleccionarlos apropiadamente. En segundo lugar, implica una operación de cambio de formato discursivo importante, en la medida en que lo que se encuentra expresado como información, como concepto o como argumento, tiene que ser traducido a una carta, una conversación o un artículo periodístico. A menudo los historiadores hacen, precisamente, la operación inversa y los convierten en historiografía. Tal vez, escribir una novela histórica o un guion de cine o de teatro de época tenga alguna arista en común más relevante con la resolución de una consigna de descentración que con el trabajo de los historiadores, del cual por supuesto no pueden prescindir. Los historiadores están primero y sin ellos no hay trabajos de descentración, aunque hay gente que dice que, leyendo La Guerra y la Paz, Papá Goriot, Orgullo y Prejuicio o Juliano el Apóstata, ha aprendido más historia que en un libro de historia. No son pocos los profesores que utilizan fragmentos de novelas históricas en clase, así como fragmentos de películas referentes al tema del momento, denotando en cierta forma la frontera común que esto tiene con los ejercicios de descentración que proponen a sus alumnos.
Conclusión: la clase de historia, entre el pasado y el presente
En realidad, la educación es una apuesta al futuro. Sin embargo y con distintas fundamentaciones, desde hace unos dos siglos, enseñamos historia a niños y jóvenes. Los gobiernos, la academia, y también la sociedad, tienen mucho interés en que lo que se invierte en ese trabajo tenga los mejores frutos posibles. Las preocupaciones por cómo enseñar de la mejor manera posible son casi tan antiguas como las escuelas a las que se trata de que asista la mayor parte de la población en edad escolar. La enseñanza de la historia puede dar cuenta de una oferta numerosa y variada en este sentido, entre la que se cuenta una extensa bibliografía referida al trabajo en clase a través, o a partir de la imaginación y la empatía con las personas que vivieron en las épocas que se estudian en clase.
Por otro lado, las distintas filosofías de la historia nos han ido mostrando que no hay una sola manera de entender la forma en que el pasado que está consignado en los libros de historia puede ser conocido en forma más o menos cabal y segura. Hay que admitir que es escasa, y relativamente reciente, la preocupación por vincular didáctica y filosofía de la historia. Por un lado, porque las distintas notas de incertidumbre y diversidad que fueron desplazando a las seguridades iniciales se vuelven relativamente inmanejables, por no decir poco funcionales, a una empresa que busca enseñar acerca del pasado. Por otro lado, el énfasis en la dimensión ‘escriturística’ de la historiografía la acerca peligrosamente a la literatura, y un paso más, a la ficción, sembrando dudas similares en la empresa de enseñar historia a nuestros alumnos.
Es posible entonces que el énfasis en encontrar una manera, sencilla y accesible de entender a la gente del pasado a través de las posibilidades que nos brindan la imaginación y la empatía sea, en las aulas, una manera de conjugar al mismo tiempo la idea del país extraño, de la otredad y de la distancia temporal que hace de ellos los ‘otros’ de nosotros mismos. De todas formas, la historiografía de todas las orientaciones sigue expresándose en modo indicativo y no deja lugar a dudas que lo que dice que pasó, pasó de la manera en que el historiador lo entiende y lo hace saber a sus lectores. Lo que sucede, y todos lo sabemos, es que nunca está escrita la última palabra, y que la coexistencia de versiones discordantes está en la naturaleza de las cosas. Tal vez sea precisamente de la mano del modo indicativo que el trabajo de la imaginación y la empatía pueden tener cabida en una clase de historia. Dejan, sin embargo, un aspecto dual al descubierto; en tanto, por momentos podemos hacernos una idea razonable de cómo eran, cómo pensaban, qué cosas les preocupaban, en otros lo importante es poder entender cómo un historiador nos muestra sus conclusiones a menudo con escasas referencias metodológicas.
Finalmente, y lo hemos visto a lo largo del artículo, si el pasado es incierto y nos obliga a ayudarnos con la imaginación y las herramientas deductivas para hacernos una idea acerca de lo que pasó, las mentes de nuestros alumnos son todo menos transparentes y homogéneas en relación con lo que saben. Todos sabemos que se requieren condiciones especiales para poder afirmar con toda certeza que esa respuesta acertada da cuenta de un saber - al menos temporalmente - sólido y no de un acierto más o menos involuntario, o incluso de una astucia. Es sobre estas bases que - como cualquier desempeño escolar - las propuestas de imaginación, empatía o descentración deben ser tomadas como lo que son: una invitación a los estudiantes a realizar una cierta tarea, en el marco de un curso y a la espera de una calificación. Esto no significa - cualquiera que sea el tipo de propuesta - que no aporte significativamente al crecimiento intelectual y personal de los estudiantes. Es lo que todos esperamos que pase, pero sabemos por experiencia personal, que muchos de nuestros logros escolares - historia al fin - se hunden en un pasado del cual es muy difícil rescatarlos. Como profesores lo importante siempre es entender lo que hacemos y tratar de hacerlo lo mejor posible.