1. La discontinuidad del presente, el olvido y el juego en el capitalismo que nos sujeta
Nacer es, después de haber tenido todo, carecer repentinamente de todo, y en primer lugar del ser (el niño no existe como cuerpo constituido, ni como mundo) [...] Y cada vez que él cree haber conquistado una cierta relación de equilibrio con el entorno, cada vez que se recobra un poco de vida inmediata, es privado de ella nuevamente.1
…volver a ser niños, juntos [...]. Nos hacían adolescentes haciéndose a sí mismos, nuevamente adultos.2
Acercarnos a la infancia desde una perspectiva impolítica,3 como un ejercicio necesario que desoye los mandatos de la política moderna y los fundamentos de la política tradicional,4 las fijaciones taxonómicas, la dialéctica e imperativos, como también de las divisiones disciplinarias, es un ejercicio que horada la des-sujeción de lo instituido. Esta búsqueda delata la violencia ontológica, relacional e institucional, que se movilizan afianzándose en el modelo capitalista, obstaculizando la constitución comunitaria,5 con el extremo abismamiento del individuo, que pierde fuerza y valor, frente a esa homogeneización, bajo el yugo del terror como dispositivo omnipresente para la sumisión ante la ley y el poder. Es Nancy, como lo indicaremos más adelante, el que desarrolla los movimientos de destrucción y dispersión o disgregación que incorpora las fuerzas del nihilismo para pensar la política desde el horizonte impolítico. Incorporar el nihilismo como parte de la imposibilidad, y como primera: la existencial, la de que el Otro no soy yo. Una segunda: que no hay fundamento ya que el nihilismo excede el fondo “sobre su mismo límite, como su límite y a la vez como su afuera, pero sin ninguna mediación”.6 La modernidad conduce al ejercicio de ajenización7 por la operación de objetivación reductiva de la alteridad, lo que exhibe el extrañamiento que las infancias producen. Las infancias a las que aplicamos un impersonal “se sobrevive, se nace y se muere” en el camino a la adultez.
Vamos en busca de perforar etiquetamientos de la infancia en un descuido histórico-epistemológico-simbólico moderno, que la identifica de y bajo la lente adultocentrista como concentración de poder que interpreta la infancia,8 eurocentrista, capitalista y patriarcal,9 por la interpretación de las relaciones de poder y el emplazamiento como fin. Sujeto u objeto, que no desaparece, sino que puede pensarse en la indecisión del ser y el no ser, según Blanchot. En la ruptura dialéctica, este pensador comprende un desdibujamiento de lo interior y lo externo, de lo vacío o lo pleno, concebido a partir del concepto de neutro como reúso de dualismos, idealismos y totalitarismos ordenadores, provocados a partir de la anticipación de sentidos.
Ante estos indicios, desestimamos comprender la infancia como una etapa circunscrita y delimitada, como conceptualizan algunas disciplinas. Sí, entenderla como una experiencia permanente que incluye cambio de pieles que protegen una fuerza que continúa durante toda la vida, en tanto va deviniendo en el pulsar de la metamorfosis.10 Coccia describe este proceso con un doble movimiento de simbiosis y regeneración que incluye traumatismo antecedente, en el que presiente un latir como ritmo vital que podría extenderse a toda la vida. Para ello apelar al recuerdo,11 no como mera reducción memorística o sutura conveniente, sino como condición de lo humano ante la imposibilidad del olvido, siguiendo las consideraciones blanchotianas:12 concebir el olvido, no como la contraposición de la memoria, ni el negativo de la ausencia, falta o interrupción, ya que el recuerdo supone una relación con lo olvidado generando un espacio infinito en el entre que se abre una vacancia -a sostener- que no obtura, ni retira el pasado, ni tampoco se persigue alguna continuidad,13 sino que lo define como la dimensión de lo inmemorial del olvido.
La infancia es una etapa de experiencias nobeles, desprovistas de exigencias o estrategias, de aprendizaje sobre la gestión del tiempo, ya que se gesta en su recorrido un incipiente pasado ante la impactante vivencia presente, y esta emerge como el presente que pasó, sin ya estar presente. El pasado es recomienzo en el tiempo lineal, percibiendo la relevancia de la intensidad del infinito presente, a modo de espacio/tiempo infantil donde la multiplicidad es inagotable, asentada sobre el secreto de lo que es y deja de ser, al compás de las reglas que se pacten, ajustándose al deseo, a los otros y al momento.
El juego implica el encuadre y el desencuadre, la instalación y la destrucción sin otro sentido. Lo lúdico desoye las lógicas mercantilistas. Un hacer embriagado en la “fragilidad de las apariencias y la carencia de modelo y no busca ninguna forma de salvación; es, por consiguiente, inmoral”,14 por no poder ser extraído a la luz del orden por sus sutilezas y complejidades. Habitar en la oscuridad no requiere ni iluminación ni revelación, según Blanchot.
Jugar en espacios concretos, el confinamiento de las actividades en aras de la organización permite la vigilancia y el control, identificación y efectividad. Según Deligny, “Construir un castillo fortificado. Trabajo de esclavo o juego maravilloso. Todo está en la manera”.15 En la forma propia del juego, su organización dista de una finalidad asignada. El juego es, un no tiempo y un no-espacio cuyo requisito para Blanchot es que sea un movimiento superficial en esencia, con la capacidad de absorber “todo el ser”,16 sin técnica, por estar desposeído del riesgo y la estrategia. Las infancias invitan a ser repensadas, por eso sugerimos una re-problematización17 que cuestione el adultocentrismo y el logocentrismo,18 recordando que el adulto es el niño en proceso de ese proyecto. La pregunta que nos hacemos es a qué proyecto estamos respondiendo y a qué “maneras” estamos apelando. Para eso debemos cuestionar los imperativos patriarcales que se camuflan en el eurocentrismo, que reduce desde lo blanco las diversidades, incluso mestizajes e hibridajes. Aunque estos también modelan en tanto binarismos como lo masculino y lo femenino. Mandatos que promueven prácticas excluyentes, sistemas dualistas,19 cerrados, como el pensamiento continuo, al que Blanchot indica que “la continuidad no es nunca suficientemente continua, por ser solo de superficie y no de volumen”,20 y agrega que, a partir de la dialéctica hegeliana, se construyen un centro y periferia,21 un abstracto y concreto, y continuo, en tanto sincrónico, del que emerge el “parámetro” de duración y de historia constituida como “una totalidad en movimiento, finita e ilimitada que responde a la vez al principio del entendimiento, que solo se satisface con la identidad por la repetición, y al principio de la razón, que quiere la superación por la negación”.22 Por lo tanto, no solo implica una interpelación, sino una actitud atenta a los discursos que merecen ser incluidos para pensar la multiplicidad de la infancia. Empezando por el cuestionamiento del tiempo y su percepción, pero más aún, de la representación del tiempo en función del progreso, considerarlo en cuanto a la instrucción que supone la productividad y la evidencia de que estamos en un sistema basado en la utilidad y la satisfacción inmediata, que se manifiesta en la monetarización, como expone Benjamin.23 El capitalismo y su versión vigente, el neoliberalismo, tienen la particularidad de generar un vaciado de sentido simbólico y por tanto proyectado a conceptos, palabras, discursos y acciones que terminan plasmando bajo la premisa del “hacer como”24 en la construcción ficcional. Por tanto, en los brillos, en el encandilamiento de su propia exuberancia, se desdibujan los sentidos y las intenciones. El precepto del progreso, sus prioridades y la imposición de valores, como la utilidad, funcionalidad y certeza, contienen la consecuencia del descarte, lo que está desarrollado en todas las vertientes que piensan la biopolítica y la vertiente de tanatopolítica25 con lo nefasto de sus secuelas. El mandato de producción, sustentado en la propiedad, linaje, sangre, tierra, entre tantas pertenencias que ubican lo identitario, lo retiene, lo extrae. La paradoja se constituye en que la existencia depende de la comunidad, y esta pertenencia sustrae lo que se considera como “lo común”. La sustracción se da porque el sujeto está en relación con otros, “desposeído” de lo que en principio producía pertenencia. Al mismo tiempo ese “tener” es insuficiente, ya que se normaliza e instituye: la carencia, la deficiencia, naturalizándose en la búsqueda de homogeneizarse. De cara al soberano, todos somos iguales, todos somos y estamos expropiados. Este es el costo de la identidad: lo que nos identifica nos reúne, conforma lo común. Lo exclusivamente común, tanto que nos arranca —expropia— de otras relaciones.
Nos detenemos en el punto de la carencia/falta/insuficiencia, que se instaura a nivel relacional y por ende personal, garantizado desde la reproducción de las exigencias en la familia y en la escuela,26 donde se cultiva y reproduce la ética moderna.27 Estos son los valores y criterios de autopercepción a partir de la mirada institucional, impartidos con “sangre, sudor y lágrimas”, promocionando la escatología del mercado laboral, el estatus social y la teleología de un modelo de producción expansivo y extractivista,28 basándose en la ilusión de un por-venir mejor, siempre mejor. Lo que conlleva la percepción del tiempo que en las infancias es observado en términos productivos acelerados, hoy amenazado por el impulso de la inteligencia artificial con el agravante de la instauración del aprendizaje externo impartido por el adulto, bajo requisito de una actitud pasiva.
La propuesta imperante destaca la eficacia del uso del tiempo en tanto producción, focalizada en la supervisión actitudinal del aprendiz, posponiendo y excluyendo al lento, improductivo y al desobediente, produciendo una erosión y ruptura de la experiencia sensorial-estética-creativa-poiética-física. De ahí que no tenga sentido hablar del cuerpo y del pensamiento separadamente uno del otro, como si pudiesen ser subsistentes cada uno por sí mismo: “no son otra cosa que su tocarse uno a otro […]. Ese toque es el límite de la existencia”.29
2. La falta como intervención de lo diverso
El concepto de “proyecto” desde una dimensión existencial se puede describir como la eyección individual hacia un futuro inexistente, incierto, que se diseña a golpe de presentes, en los que al final como infantes estamos anclados en un “ser” y “hacer” para el futuro. Es en ese terreno venidero donde se ejerce violencia sobre las infancias, donde lo esperado pulveriza la pulsión errante constitutiva de lo existencial, aunque la paradoja se asienta en que lo prorrogado desvanece el presente, pierde sentido y vacía el pro-yecto. En la educación,30 no podemos dejar de pensar en esta cuando se habla de infancias, se instauran dichos que van calando profundo en las biografías, el mandato de una escatología: lo bueno siempre está por venir, y la espera hacia cuando seas grande. Siempre, el próximo paso va a tener más sentido que el actual, desplazamiento y enrarecimiento permanente del ahora y aquí.31 El futuro,32 tan innecesario por ilusorio y por la dispersión del presente, se pretende configurar como apropiador y superador de trayectorias vitales. Lo que es más presente es lo errante, y en esa deriva se confirma su imposibilidad, como también se afirma la relación con el afuera, en tanto que es una relación con el pathos, que impulsa a aventurarse.33
Esta operación futura también atraviesa la autopercepción, ya que las latencias quedan aterrorizadas en función de esa posteridad omnipotente, experiencia reiterada hasta la comprobación final del rigor del mercado laboral y las dificultades de la vida autónoma/independiente. En ese punto se vinculan dos horizontes ficcionales y entrópicos: el del mercado laboral/profesional como espacio de autoexpresión y el de la exigencia del tiempo, nuevamente el tiempo y su relato moderno, que en la escuela se asimila desde la gradualidad, el calendario escolar, los programas, los niveles, en esta carrera imparable de la formación.
Las infancias están sometidas a la retahíla de la repetición como recurso para instaurar el proyecto social, político y económico definido, concreto, limitado, institucionalizado y programable a pesar de su constitución ficcional, un a priori al que solo resta encajar, distinguiendo entre aptos y no aptos, que suspende el ahora hacia un anhelante mañana. Aptos, en tanto que dóciles, adecuados, “normales” y exitosos: los comunes somos “nosotros”, y los “otros”, el “contratiempo” de los rotos, lentos y torpes.
Sobre el contexto del desarrollo de la diversidad, a partir de la década del cuarenta se inicia fuertemente la demanda de derechos de la población negra afrodescendiente, y esto marca un hito para el resto de las diversidades. Luego, serán los colectivos de discapacidad y de género los que enfrentaron el olvido, la negación, la persecución, el aislamiento y la postergación. Se instaura en la sociedad la falta y la carencia, el déficit en que el discurso capitalista se funda. La falta que se identifica en “tener” una capacidad, linaje, cierto color de piel, valores morales o sanidad. La propiedad fija el deber y la perenne deuda: ante los imperativos hegemónicos, los sujetos siempre somos insolventes. La frustración se termina confirmando. La falta, en esta narrativa, se esgrime como motor de voluntades en función de concepciones teleológicas.
En comprensión del diseño de la falta desde el horizonte categorial de lo impolítico se debe atender al nihilismo con sus cualidades, el que, según la observación impolítica de Esposito, se caracteriza por su “artificialidad, anomia, insensatez —es percibido como lo que se ha vuelto imposible—”, y o su flujo de “explosión —o la implosión— de la nada”.34 Y la comunidad, como espacio de supuestos comunes, arrasados por la necesidad extrema de individuación con la complejidad del componente sustrayente, reivindicando la pérdida o la deuda ligada a un menos, nunca suma. Sus miembros ya no son idénticos a sí mismos, sino constitutivamente expuestos a una tendencia que los lleva a forzar sus propios confines individuales para abismarse en el “afuera”. Desde este punto de vista, que rompe toda continuidad de lo “común” con lo “propio”, ligándose más bien a lo impropio, vuelve la figura del “otro”. Si el sujeto de la comunidad no es más el “mismo”, será necesariamente un “otro”. No otro sujeto, sino una cadena de alteraciones que no se fija nunca en una nueva identidad.35 Según Nancy, el nihilismo se define como “estado patológico intermedio”, y por estar suspendido en perpetuación se convierte en “normal”. Y lo normal, como “mantenimiento indefinido de los fines, al mismo tiempo: una tendencia nunca extinguida y la eterna reaparición del problema del cumplimiento, del fin, del aniquilamiento, en un agotamiento infinito”.36 La lectura del nihilismo, operando como exigencia, sustracción y carencia, colabora en la comprensión de la homogeneización de la diversidad y el mandato que nace para no poder ser cumplido. El entramado de la modernidad y su basamento requieren una lectura de filigranas para correr el velo de la igualdad, libertad y fraternidad atado en el contrato social y los acuerdos ante el soberano, en el que, según Hobbes, se sientan las bases de ordenamiento construido artificialmente, donde la nada existencial es reemplazada en una operatoria de sustracción, “vaciamiento vaciado”,37 por una nada ex nihilo, lo que impone un costo de sacrificio y renuncia altísimo, este desgarro paradigmático por su impacto debe ser contenido. Se crea entonces el artificio de las instituciones, asumir “como forma de mediación social precisamente una prótesis —es decir, un no-órgano, un órgano faltante— significa hacer frente al vacío con un vacío todavía más extremo porque desde el comienzo es aferrado y producido por la ausencia que debería compensar”.38 El resultado es su propia inoperancia; junto al vacío irremplazable y latente, es lo que constituye el ser en común. La herida evidencia que no hay nada en común; esta es la base de la comunidad: su límite, su imposibilidad, a la vez su propia pulsión vital y destructiva. Estas potencias coinciden, sincrónicamente, y no responden al pensamiento dualista de una que excluya a otra. Son una con la otra: destrucción/sustracción.39
No nos detendremos en la comunidad, pero sí queremos exponer la conflictiva de esta falta fundante; Nancy va más allá considerándola constitutiva y previa, por ser inherente a la relación como desgarro primigenio donde se produce una división para identificar el Yo del Otro,40 en el que este Yo se enclaustra41 en su inmanencia del “consigo mismo”. Este exacerbamiento del individualismo —fuera de lo constitutivo—, según Bataille, sustrae al sujeto de la alteridad, generando la ilusión de una interioridad de plenitud, incluso de abismamiento, que concluye en la idea de refuerzo de la individualidad del homus lupus y consolida la imposibilidad relacional con el exacerbamiento del narcisismo que anula el “ser con”.42
3. Crápulas, vagabundos e infancias errantes
Observada la maquinaria simbólica hegemónica donde la falta está instituida y ritualizada, en tanto repetida en cuantas acciones realicemos, podemos observar que para la modernidad la diversidad produce reactividad. Nuestro punto de partida es que la diversidad es inherente a la vida, que es múltiple, sincrónica, compleja y heterogénea. Entonces, la diversidad interpela al extremo las instituciones, y estas condicionan, configuran: nutren, educan, fundamentan, incluyen y excluyen.
La diversidad funcional, y en especial la discapacidad intelectual, cuestiona y choca con el modelo/proyecto capitalista-neoliberal, puesto que trastoca sus pretensiones de progreso, producción, velocidad; modelo discapacitante por establecer sus metas, objetivos, lineamientos, reproduciendo un sistema de incluidos, y consecuentemente de excluidos, lo que se replica también en general en la diversidad: el blanco excluye al mestizo, al negro o sea, al no blanco; la heteronorma excluye al género fluido, a la lesbiana, al gay, al travesti y al trans, al queer; el europeo excluye al africano, al asiático y al latinoamericano; pero también la ciudad erosiona, con sus bordes y ambición de crecimiento, a la naturaleza. Toda exclusión instaura su supremacía, como ha sido con la exacerbación del racionalismo, el hombre por sobre la tierra y los animales. Al mismo tiempo, esta adjudica el derecho de uso y abuso, de extracción, aniquilación, ya sea simbólica o material. Estas lógicas subyugan y suman pliegues43 y repliegues nominados desde unívoca disposición hegemónica o discurso dominante, como el extremo de anulación de la alteridad.
Por ende, lo que el sistema no tolera, enfatizando la capacidad de decisión y ordenamiento vertical del poder, son la deficiencia o la discapacidad. Por eso recurrimos a Fernand Deligny, con un trabajo invisibilizado tanto como sus crápulas y vagabundos, que pululaban por las calles de París al finalizar la segunda Guerra Mundial, “una vida de oficio”, que nos acompaña en el extravío y hallazgos posibles, siempre posibles en el encuentro de las infancias en este mundo que agoniza.
La obturación es el resultado del terror que supone la extrañeza de una alteridad ajena y conocida. Palacios identifica los modelos44 y las diferentes concepciones sociohistóricas de la discapacidad, situando el modelo de prescindencia, cuya justificación del origen es la religiosa-mágica, y acentúa la improductividad que arrojaba a las personas con discapacidad a la mendicidad y la resolución mediante el infanticidio.
4. No eres uno de los nuestros y el devenir arácnido
De los pliegues del manto salieron dos niños; unos niños harapientos, abyectos, temibles, espantosos, miserables. Se arrodillaron a sus plantas y se colgaron del manto [...] Este chico es la Ignorancia. Esta chica es la Carencia.45
La pata, cuando le vio, ¡se quedó espantada! No era un patito amarillo y regordete como los demás, sino un pato grande, gordo y negro que no se parecía nada a sus hermanos.46
Las diferencias y sus representaciones. “La infancia se entrelaza con la literatura pues ambas se cifran en el NON SERVIAM,47 pensando con Blanchot. Podemos asumir que, al no ponerse al servicio, ni subordinarse o entrar en relaciones funcionales, se habilita a nuevos modos como sucede con Tlön,48 un mundo creado por tantos que no se puede identificar autoría, “una serie heterogénea de actos independientes” con un lenguaje nuevo modelado para ellos: “aéreo-claro sobre oscuro-redondo”, que resuena como un posible nombrar del infante, similar a los primeros trastabilleos que rompen el silencio. En la in-utilidad de la literatura, aparecen trazos de la mirada hegemónica con las características estigmatizantes por excelencia que hemos recorrido en este desarrollo que busca interpretar los bordes que custodian el secreto, y que pueden ser franqueados a través del recuerdo que asume la exigencia del olvido, por lo que la escritura entraña un repaso que solo el recuerdo puede conducir incluyendo la imposibilidad del pasado, que vuelve transfigurado, tan ambiguo como el hecho de la escritura siguiendo a Blanchot. De igual manera lo que se está implicando es la multiplicidad, en exilio permanente, como un movimiento incesante hacia el afuera, un espacio que no admite poder ni pertenencia, sin punto de partida ni destino.
Sobre la interpretación de rasgos que esbocen las infancias, hallamos silencios contenidos que prefieren enmudecer, y en otros casos el recurso del secreto que se pierde en el desastre de la desmemoria, en la mirada que desde el atalaya desde donde se escribe es la adultez. Se liberan detalles al lector, se simulan recursos estéticos en busca de la discreción y se sugiere, como sucede en la metáfora, o con el uso de animales, como en las fábulas.
No buscamos hacer una exhaustiva exégesis literaria ni una identificación sistemática, sino señalar la dificultad de nombrar y describir la diversidad en las infancias, pero sí interpretar los elementos rectificadores y normatizantes e incluso invisibilizadores de la riqueza de la pluralidad. Cómo se relatan, cómo se perciben, lo que se dice en sus derivas y lo que se obtura. Para ello la búsqueda supone las tensiones en la diversidad de género, funcional y sociocultural. En referencia a esta última, fundamentar que lo social es una marca de clase, raza, color de piel o por la misma pobreza y hambre, que causa estigmatización y por ende resulta en segregación, vulneración y muerte.
Las diferencias se vislumbran, desde el harapiento y extremadamente delgado Lázaro,49 un Quasimodo,50 un niño modelo de carencia, abandonado y oculto hasta que es descubierto por el amor, como resolución redentora a la historia del tullido y deforme. La enfermedad es periférica, como es el caso de Beth en “Mujercitas”,51 un padecimiento invisibilizado por la historia de sus hermanas. En un contexto de guerra civil, la muerte debe incorporarse, pero queda desplazada ante la vitalidad de las otras hermanas.
Hacia el siglo XX, la “La gallina degollada”52 relata el origen fantástico de la discapacidad “la unión maldecida”, que se palpa en esos niños babeantes que viven en el fondo de la casa, y lo ominoso de su presencia que desencadena la muerte de su hermana, bella criatura que daba vida a la familia. No hablan, pero son centrales sin ser el centro que es cuestionado a partir del nacimiento de su hermana. Los diálogos no los incluyen, salvo la descripción de los cuatro hijos idiotas.53 En contraposición, para comprender las representaciones que la diversidad puede suponer, está la mirada de Cortázar en “Final del juego”.54 El escritor relata el paso hacia la adolescencia de las hermanas Holanda y Leticia, la más baja y delgada de las hermanas: “era muy buena como estatua, pobre criatura. La parálisis no se notaba estando quieta”, estado que el autor no considera discapacitante; eso es lo enriquecedor y generoso de su observación. En este cuento corto, pasan otras cosas, pero, sobre todo, la creatividad, la mirada admirada,55 de iguales, otorga potencias a este personaje.
En los ochenta56 emergieron varias series con protagonistas con ceguera o discapacidad motriz; sin embargo, el tratamiento de la diversidad de género en la infancia reprodujo el tabú sexual.57 Tanto en la literatura como en el cine, los exponentes que podemos encontrar son recientes, como la película “XXY”,58 sobre el hermafroditismo, que relata la historia del despertar sexual y sus primeras relaciones, con las dificultades que impone y ejerce el binarismo con la heteronorma. Otras películas como “Tomboy”,59 sobre las infancias trans, en otro contexto cultural, colaboran en exponer la “voz” del personaje sin sesgo exacerbado, incluso exhibiendo la mirada positivista, empirista y objetiva de las instituciones como de la sociedad, aunque esa perspectiva disminuya su complejidad.
En revisión de los mandatos culturales, un buen ejemplo es “Billy Elliot”,60 en la que, en una familia minera, el hijo menor desea ser bailarín clásico, aunque se le impone la propuesta paterna del boxeo. Billy encarna la desviación del proyecto dado, y al final del camino, ante la fidelidad del llamado acogido, la consagración a partir de la capacidad creativa de recrearse, a pesar de todo el peso de la tradición cultural.
En el caso de “Café de Flore”,61 se observa la dificultad de maternar la discapacidad, como una doble vulneración, y las dificultades impuestas por la sociedad, como sucede con la escolarización de Laurent. El filme expone la conflictividad de su autonomía propiciada por su madre, y la amistad que desarrolla con Véronique, ambos con Síndrome de Down. El interés por esta película se potencia por acercar la mirada de la discapacidad en la Francia de 1968. En los relatos y películas, las vidas son confinadas al claustro de la exclusión. El significado etimológico de in clausere supone un límite, un borde impuesto: un adentro y un afuera, un nosotros y un otros, los que están enclaustrados, definidos por locación o determinados en una taxonomía.
El consumo se cuantifica y se exacerban sabores, colores, brillos, sonidos en abundancia. Como contrapropuesta, se exige devenir al entre con otros, y en esta gesta la eficacia es desmontada y confrontada; la funcionalidad se encuentra inoperante. Ante el trazo firme y recto que se demanda en la discapacidad, observamos la experiencia de Deligny y sus dibujos, que plasman la multiplicidad de trayectos errantes, a veces repetitivos, borroneados, desdibujados, pero colmados de vitalidad. El aislamiento de los espacios en los que convive con niños y jóvenes autistas son márgenes de lo conocido, periferia de lo que se ve, bordes.
Los extremos como las diversidades también son cohabitados por la vejez, concebida como los “improductivos del sistema”, la “clase pasiva” y la muerte como el último vacío, el final que no se comprende. El vacío nihilista es estéril, entrópico, arrasa. Hay otra concepción del vacío, habitado por lo desconocido, la muerte, la vejez y la discapacidad, sin tiempo y repleto de sensibilidades no categorizables.
En lo arácnido,62 la red es un modo de ser, infiere Deligny. Se pregunta por el objetivo de la tela de araña, si su fin está previsto, pero observa que la red es su camino, su soporte en el espacio en que las gotas pegajosas se adhieren a la red. Hay tantos tipos de redes como arañas. ¿Teje la red o es la red?; responde: “la red es no hacer, está desprovista de todo para…”63 Es sin intención ni exceso; de otra manera provocaría su ruptura. La araña avanza y teje.
Así como la araña se sujeta de su vela, Deligny se afana por no caer en la crueldad de las instituciones; se detiene “tejiendo” sus propias corpografías,64 que delinean su experiencia, mapas, gestos, trayectorias, acciones, rizomas; expresan escritura-vida. El pedagogo y maestro se arriesga a la errancia, luego de presenciar la violencia institucional de la Francia de entreguerras, plagada de crápulas, huérfanos y muertos de hambre y sus maestros, tan huérfanos como ellos.65 Se compromete con el lenguaje no verbal, dando testimonios sin intervención. Los movimientos, trayectorias recorridas que, observa, tienen que ver con operaciones de evacuación del lenguaje. Para Deleuze y Guattari,66 esto es una apertura de las líneas de escritura a líneas de vida, que permiten dar voz a los que no tienen habla.
La escritura de Deligny es fragmentaria, jirones de trazos errantes, rizomática entrecortada, sin citas, con borraduras, dibujos y anécdotas. Por momentos, con la fluidez de quien ama; otros, con el tono angustiante de quien sabe que el tópos de lo amado no tiene lugar; sin categoría para la fragilidad, una modernidad “sin lugar para los incapaces”. En el vagar del por qué, la comprensión, en contraste con la certeza moderna, que se sujeta desesperadamente a pesar de estar fundada en el desfonde (Esposito), están estos niños, los sin nombre, en el olvido de la sociedad y de los que desean omitir la infancia.67 Sin habla infans,68 Deligny decide firmarlos, con el objetivo de restaurar la dignidad de que sean un ser social, en la villa que se construyó intempestivamente a medida que la comunidad crecía, en una red nómada inacabable e incesante. Se ven en una cotidianidad, se ven en su trajín, en la repetición del gesto, en la mirada sostenida al cielo y la ruptura del trazo. Relata ese retorno impredecible sobre los mismos pasos, el giro súbito sobre los propios pasos. En “Semilla de crápula” aparece una propuesta que desliza una ética que describe su mirada respetuosa de la integridad y la intimidad: “No explores las ‘pequeñas historias entre ellos’ sin sostener firmemente la escalera por la cual bajaste. Corres el riesgo de asfixiarte como en el fondo de un pozo”.69
Deligny conocía la experiencia de Celestine Freinet y su máxima de que toda pedagogía que no parta del educando, sus necesidades y aplicaciones más íntimas, está condenada al fracaso. No obstante, y en honor a su errancia, que atiende a estar-con sus andrajosos en un devenir educativo. Trayectoria que resulta de una biografía atravesada por su orfandad, las necesidades de la guerra, el escoutismo. Luego de asistir a clases de filosofía y psicología, ingresa como reemplazo del maestro de educación especial, donde entra en contacto con las instituciones psiquiátricas, como eran los asilos en época de guerras, como solución para resolver la cantidad de huérfanos, enfermos, el incremento de la delincuencia infantil, el hambre y otras tantas necesidades, que terminaban conduciéndolos al suicidio o fuga, que terminaba arrojándolos al mismo espacio de encierro. Se desdibujan las etimologías y se deja perder en pensamientos. En “Lo arácnido”, la red tiene dos acepciones. Es preciso demorarnos para su comprensión. El término réseau, tela sin trama, sin diseño, sin previsión despojada de intención, supone un tiempo infinito en el que el azar está presente “La cosecha, si hay cosecha, será para otro momento, para más tarde o para siempre”, apunta. La amenaza de los tiempos modernos que se desvanecen o se afirman en el vagabundeo como experiencia. “La vaguedad” describe una experiencia en silencio y la vacancia que hospeda al infinito de “extraordinaria riqueza”. Lo no dicho, el gesto al aire, la mirada perdida, la contención de la inacción. Lo que no tiene peso.
5. Abrir la puerta para ir a jugar
El juego como espacio relacional con otros, con el tiempo y el espacio, es una conquista contemporánea. En el transcurso del texto, observamos dos tipos de violencias, la primera, ontológica y por tanto epistemológica con sus desvaríos binarios y dialécticos, útiles a la sociedad de consumo que con sus mandatos dificultan la construcción de individualidades en diversidad en el contexto de una ética comprometida con el ser y su multiplicidad, y la segunda, la simbólica.70 Si tomamos algunos exponentes históricos, como señalan Ariès, Foucault y Agamben, y las representaciones artísticas, vemos que demuestran que la demasía existencial desborda las categorías totalizantes y constreñidas. Volvemos a una cuestión inicial en la que el recuerdo parece salvar las distancias biográficas y cronológicas, ¿cómo corrernos de la mirada adultocéntrica para dar parte de las infancias? Des-sujetarnos, ceder el control. ¿Cómo abrirnos a la conversación, o silencio, del Otro sin pugnas? O cobijar —siguiendo a Blanchot—71 lo desconocido sin romper la diferencia ¿cómo esperar que ese encuentro no esté mediado por las representaciones inflexibles de un mundo ya diseñado y a punto de extinguirse?, desde la exploración de Deligny, surge para las semillas de seres72 “Adultos sean menos bulliciosos”,73 medida y conveniencia del adulto. “No le digas: ¿Te parece que yo…?”
“Quizás eres un adulto modelo. De seguro no eres un modelo de niño”,74 conveniencia medida que se agrava en el intento de comparación a la medida del adulto. Aparece el prurito de la extrañeza, la voluptuosidad del deseo de explorar de las infancias que “debe” ajustarse al orden, alinearse o encajar. Al método unívoco que recusa la diversidad como lo excepcional en un mundo de excepciones, la infancia se transforma en parte de la ficción de la modernidad que se encuentra en peligro de desaparición frente a las taxonomías que se multiplican hacia lo infinitesimal en el movimiento tanatopolítico de la extrema individuación. Profunda contradicción, que, en vez de proteger o atesorar las infancias, las exilian objetivándolas hacia la maquinaria de producción de sentidos. Las infancias, quedan/quedamos postergadas en su ser-proyecto, desposesión radical.
N. A.: el plural surge de la comunidad de diálogo con los autores y colegas. El saber surge como construcción comunitaria.