Introducción
Sin que se sepa por qué, hay obras cuyo infortunado destino es no ser estudiadas en su conjunto ni aprovechadas íntegramente, sino que, desmembradas en retacería a la medida, con frecuencia suelen hacer las veces de parches o refacciones para apoyar otros textos. Éste es, en buena parte, el caso de la llamada Enfermedades políticas que padece la capital de esta Nueva España en casi todos los cuerpos de que se compone y remedios que se le deben aplicar para su curación si se quiere que sea útil al Rey y al público, escrita entre 1785 y 1787 y firmada por un caballero de nombre Hipólito Bernardo Ruiz y Villarroel. El hecho es que, desde que esta obra se difundió en letras de molde -allá en los años 30 del siglo XIX- polemistas políticos, juristas, historiadores, filósofos, literatos y otros incontables especialistas han encontrado en sus páginas una rica cantera de la que desprenden trozos de diferente tamaño para apuntalar sus propios argumentos, historias e intereses intelectuales. Así, hasta nuestros días, la obra de Villarroel sigue esperando a su gran estudioso, pues del autor casi nadie se ha ocupado, si se descuenta a Woodrow Borah, y sobre la integridad de la obra sólo se cuenta con los estudios introductorios a sus ediciones, como los de Genaro Estrada, Aurora Arnaiz y Beatriz Ruiz Gaytán, amén de un puñado de artículos, posiblemente el más importante de los cuales sea el de Virginia Gil Amate.1
Por otra parte, desde ahora hay que decir que el título de la obra es engañoso, porque lo cierto es que Hipólito Villarroel va mucho más allá de la crítica a los problemas de la ciudad de México; en realidad se extiende al tratamiento de los de casi todo el reino, que, en muchos sentidos, eran también en aquel entonces los de gran parte de la América española.
Empecemos por hablar de la naturaleza del escrito mismo. Según la “carta del autor… a un amigo”, que hace las veces de prólogo, la obra -formada por seis apartados- se concibió y escribió a instancias de ese anónimo camarada, ya ausente del reino, con quien Villarroel discutió durante mucho tiempo los asuntos que conforman el contenido. El trabajo es ciertamente voluminoso, pues lo integran cuatro gruesos cuadernos cuya temática se inscribe en un género tradicional en el mundo hispánico: el del arbitrismo, de fines del siglo XVI y todo el curso del XVII, que encontró continuidad en el proyectismo del XVIII. Los expertos debaten sobre el sentido y denominación de ambas corrientes y muchos afirman que no son la misma cosa, ya que, según ellos, el arbitrismo ha de entenderse como una línea productora de literatura económica (de la voz “arbitrio” o recurso fiscal) cuyo interés era el mejoramiento de la real hacienda y es distinto del proyectismo que era una vertiente generadora de literatura de corte político, dirigida a reformar materias tocantes al gobierno. Otros analistas, en cambio -y cuya opinión yo suscribo- consideran que ambos son del mismo linaje, pues ni el arbitrismo dejó de lado la política, ni el proyectismo excluyó de sus consideraciones las materias económicas y hacendísticas.2 Así que los diferentes nombres que se les han puesto, más bien son indicadores de las distintas etapas históricas en que se produjeron.
Como sea, más allá de las etiquetas académicas, la obra y el nombre de Hipólito Villarroel se suman a la larga lista de escritores arbitristas y proyectistas -algunos oficiales y otros oficiosos- que quisieron contribuir con sus vivencias, reflexiones y consejos de papel a sacar a España y a sus dominios imperiales de las recurrentes crisis y postraciones que desde fines del siglo XVI y hasta las postrimerías del XVIII atenazaron al mundo hispánico. Por lo pronto, importa decir que sus expectativas de ser leído y atendido por los altos funcionarios que podrían instrumentar los remedios que proponía eran escasas y para explicar los motivos hay que hablar primero del destino de su texto.
Los tumbos de un manuscrito y su tardía difusión
Aún no está claro a quién remitió o entregó Villarroel sus Enfermedades políticas en la esperanza de que sus consideraciones tuviesen algún efecto reformador. Sin embargo, podemos formular algunas conjeturas a partir de los sitios donde, mucho más adelante, se encontraron tres copias de su trabajo. Por ejemplo, es posible presumir que la primera de ellas (que no es ológrafa, pero que lleva su firma) la ingresó directamente a la Secretaría de Cámara del Virreinato, cuyos oficiales debieron sacar por lo menos dos trasuntos más, uno de los cuales fue luego remitido a la metrópoli, acaso a la Secretaría de Indias. Pero como dicho organismo desapareció después de 1790 para dividirse en los Despachos de Hacienda y de Gracia y Justicia, a esta última fue a dar el escrito de Villarroel. Más tarde, con otros muchos legajos, se integraría a alguna de las colecciones reales que, a la postre, pasaron a la Biblioteca Nacional de España, donde hoy reposa este trasunto.3
Ya en el período independiente, el original y la otra copia que quedaron en México constituyeron, junto con el resto de la documentación del pasado hispánico, el fondo de origen del Archivo General y Público de la Nación, creado en 1823. Ahí acudía con frecuencia el abogado, político e historiador y ex insurgente, don Carlos María de Bustamante, para transcribir y publicar viejos papeles que le interesaban. Entre ellos, sin duda, a fines de los años 20 se topó con la copia, al parecer incompleta, de las Enfermedades políticas, que fue luego dando a la luz como suplemento de su periódico La Voz de la Patria, a partir de septiembre de 1830. Bustamante no le dio crédito al autor, probablemente porque el nombre no figuraba en la copia y, además, porque su forma personal de editar textos era caprichosa y arbitraria. Cuando decidió juntarlo y sacarlo como libro, al año siguiente, le añadió un título de su invención: México por dentro y por fuera bajo el gobierno de los virreyes.4 Ese mismo trasunto manuscrito del que se sirvió Bustamante fue a parar finalmente al acervo documental de la Biblioteca Nacional de México, aunque hoy, al parecer, está extraviado.
Por lo que toca a la copia que ostenta la firma de Villarroel, estuvo entre los papeles que el historiador José Fernando Ramírez sacó del Archivo General en 1847, para ocultarlos y protegerlos de los invasores yanquis que ocuparon la capital en dicho año. Un lustro después, Ramírez llegó a encabezar el Ministerio de Relaciones, del que dependía el Archivo; de algún modo, el ser custodio de la memoria histórica del país debe haberle hecho creer que podía tomarse algunas libertades con ella, ya que no tuvo empacho en incorporar muchos y muy valiosos manuscritos de los fondos antiguos a su biblioteca personal. Y de ese modo, una copia de las Enfermedades políticas pasó a ser propiedad privada.
Don José Fernando fue luego colaborador político del fugaz imperio de Maximiliano, así que cuando éste cayó, y para evitar ser fusilado por los republicanos triunfantes, se vio obligado a exiliarse a Europa en 1867, llevándose consigo sus libros y papeles. Finalmente, Ramírez falleció en Bonn; sus herederos, que de seguro no apreciaban como él los añejos cartapacios, los sacaron a subasta en Londres, en 1880.5 Allí, entre otras muchas cosas, se remató el manuscrito de Villarroel, que adquirió el editor y bibliófilo norteamericano Bancroft. Por tal motivo, la copia de las Enfermedades políticas suscrita y anotada por don Hipólito fue a encontrar acomodo en la Biblioteca Bancroft de California.6
Luego de cumplirse el centenario de la deficiente edición de Bustamante, es decir en 1937, el eminente diplomático e historiador Genaro Estrada, logró dar con la copia de Madrid y publicó el texto completo, con el nombre del autor y el título original, acompañándolo de un lúcido prólogo que trataba de dar algunas noticias del casi ignorado autor.7 Y luego, sucesivamente, las Enfermedades políticas se reeditaron en México en 1979,8 1982,9 1994,10 1999, y 2002,11 con distintos prólogos, que casi nada han añadido al primero de Estrada y que, por lo mismo poco han contribuido al conocimiento de ese curioso personaje que fue Villarroel. Así que lo pertinente ahora es referir lo que he averiguado sobre él, básicamente a través de fuentes documentales, datos que se complementan con lo que ha dicho Woodrow Borah, el único historiador que, hace ya una treintena de años, intentó aportar información respecto del autor de las Enfermedades políticas. Y aclaro que no procedo así porque crea que los incidentes biográficos de un sujeto tengan importancia en sí mismos, sino porque asumo que las trayectorias vitales son sumamente ilustrativas para dar cuenta y contextualizar los conceptos que los individuos plasman en los escritos que heredan a la posteridad. Mi intento anunciado, pues, será entreverar algunas situaciones y acontecimientos de la vida de Villarroel con la construcción de su ideario reformista, que cabalga a lomos de la corriente ilustrada del XVIII, pero también de sus experiencias propias para arremeter contra el peso casi inamovible de los vicios y rémoras en la práctica política americana, aunque a la postre, sus opiniones se vieron indefectiblemente influidas y matizadas por tales realidades.
Abogado, alcalde mayor, funcionario y crítico
Don Hipólito Bernardo Ruiz y Villarroel fue un castellano,12 posiblemente de la región de Valladolid, donde los Villarroel abundaban en el siglo XVIII, según se desprende de la lectura de los registros parroquiales correspondientes. Por lo que se deduce de una información que él proporcionó como testigo de viva voz y que hoy se conserva en la sección de Contratación del Archivo General de Indias,13 vino al mundo en 1731. Sabemos que tuvo formación universitaria, así que no hay razón para descartar la idea de que, al alcanzar la edad competente, Villarroel se hubiera matriculado en la propia Universidad vallisoletana para estudiar Leyes. Además, como destaca Borah, su buena formación clásica, que incluiría el latín, y su soltura en el manejo de los juristas romanos, medievales, renacentistas y posteriores,14 avalan sin discusión sus estudios superiores.
Desde principios del siglo XVIII la Corona había hecho reiterados y estériles esfuerzos para que en las Universidades de Salamanca, Alcalá y Valladolid, junto con las cátedras tradicionales de Derecho romano, se abriesen también otras para enseñar la legislación del reino o “leyes patrias”. No obstante, algo tuvieron que calar las tentativas regias en la ciudad de Valladolid, donde en 1748 se inauguró una Real Academia de San Carlos de Jurisprudencia Nacional Teórico-Práctica, en la que se celebraban sesiones, dos o tres veces por semana, para exponer y debatir casos concretos de derecho civil y eclesiástico y además se impartían cursos de legislación moderna dedicados a la formación de los futuros letrados. 15 Es, pues, muy posible que, si lo llevó, este renovado entrenamiento en el ejercicio del derecho haya influido bastante en la vena pragmática de Villarroel y haya normado sus ulteriores acciones y pensamientos en una línea que, sin descartar la formación clásica, apuntaba claramente a la modernización que impulsaba la corriente ilustrada española.
En algún momento, al mediar el siglo, Hipólito obtuvo su título de licenciado en Derecho y lo siguiente que se sabe de él es que, con treinta años de edad, en la primavera de 1761 se encontraba en Cádiz como residente temporal. Era soltero (lo sería toda su vida) y, evidentemente, se había hecho ya de algún capital, tal vez mediante su práctica profesional o quizá por otra vía, pero el caso es que en esas mismas fechas y por concesión de Su Majestad, había conseguido el nombramiento de alcalde mayor de Cuautla de Amilpas, en la Nueva España. El soberano, naturalmente, solía dispensar tales gracias a aquellos pretendientes que ofreciesen, aparte de méritos, si no siempre una interesante postura por aquellos cargos que se subastaban, al menos elevados montos por concepto de fianzas y pagos de media annata en los que no salían en almoneda. En el caso de la alcaldía que se adjudicó Hipólito Villarroel, su valor no pudo ser inferior a los 2 500 pesos de plata, contante y sonante, aunque no era precisamente de las mejores (el corregimiento de Querétaro, por ejemplo, valía por entonces 12 000, es decir unas cinco veces más).16 Y aun cuando el agraciado no tenía que liquidar su compra o pagar sus derechos de inmediato, sino sólo entregar al real erario una parte dejando el resto a cubrir en pagos anuales, es incuestionable que el abogado Villarroel era un hombre de posibilidades.
Y mientras esperaba en el puerto la salida de un buque que lo llevara a su destino,17 departía alegremente con otros dos amigos y nuevos funcionarios como él que también iban a la Nueva España. El primero era el prominente criollo Martín José de la Rocha y Lanz, que tenía trato con Hipólito desde hacía siete años, que era abogado de los Reales Consejos, recomendado del virrey marqués de Cruillas y, a la sazón, nuevo titular de la riquísima plaza de corregidor de Querétaro.18 Quién sabe si esta amistad de juventud con un colega novohispano lo hubiera puesto en contacto con la situación del mundo ultramarino y hubiera sido, a la postre, la instigadora del interés de Villarroel por obtener un puesto en América. El segundo de sus camaradas era un peninsular, don Manuel de las Barreras y Santelices, amigo de Villarroel de cinco años atrás, y flamante alcalde mayor en la más modesta plaza de Huejotzingo.19
Con estos compañeros, el alcalde de Cuautla se hizo a la vela y todos debieron arribar a las costas de Veracruz a fines del 61 o principios del 62. Como solían hacer los nuevos oficiales del rey, los tres pasarían brevemente por la ciudad de México para mostrar y hacer válidos sus nombramientos ante el virrey y la Audiencia, antes de dirigirse a ocupar sus respectivos puestos. Ya en posesión de él muy pronto Villarroel daría muestras de ser un celoso y diligente servidor de los intereses fiscales de Su Majestad, pues en el transcurso del último año referido, puso tras las rejas a un minero de su distrito y a su mayordomo por no registrar la plata extraída y beneficiada ante la autoridad competente, que en este caso era él mismo.20
Sin embargo, a la vuelta de tres años era obvio que don Hipólito se había puesto perfectamente al corriente y se mostraba un consumado maestro en las prácticas, usos y abusos políticos de la tierra. Eso explica que en 1765 el marqués de Cruillas hubiera declarado inválidas las recientes elecciones para gobernador indígena habidas en Cuautla, que aparentemente habían sido amañadas por el señor alcalde para sacar como ganador a un candidato de su conveniencia, lo que le valió la severa amonestación del Virrey.21
El incidente no pasó a mayores y su gestión en Cuautla no registra en adelante incidentes de consideración o por lo menos, si los hubo, no trascendieron a los expedientes de la cámara virreinal. Es creíble pues, lo que apunta Woodrow Borah respecto de que Villarroel no resultó ser ni más ni menos corrupto que otros servidores del Rey, razón por la cual conservó la titularidad de su alcaldía a lo largo de ocho años. Una cláusula del contrato de compra del puesto permitía que los alcaldes ejerciesen sus funciones a través de un representante; así que quizá alrededor de 1766, cuando empezaron a caerle a Villarroel otro género de comisiones administrativas y legales, haya designado a un teniente de alcalde, en la persona de Alfonso Rodríguez, quien despachó en su nombre por varios años.22
El cambio en sus actividades parece relacionarse con la reciente llegada del visitador general don José de Gálvez, quien se instaló en Nueva España en 1765 con el fin de instrumentar una serie de reformas que la historia conoce como borbónicas (como luego haría un recomendado suyo, José Antonio de Areche en el Perú). Desde luego, ser alcalde mayor de Cuautla -jurisdicción de categoría secundaria- no era la mejor carta de recomendación para convertirse en un colaborador cercano del plenipotenciario Gálvez. Sin embargo, hay evidencia de que don Hipólito hizo méritos suficientes para llamar su atención. Por ejemplo, en razón de que la real caja no tenía fondos para costear la recaudación del recién implantado impuesto del tabaco, él mismo los pagó de su bolsillo; ésa era una forma de quedar bien con aquél que, entre otras muchas cosas, venía a supervisar y a reformar todos los ramos de la real Hacienda, así como la gestión de corregidores y alcaldes mayores, a quienes consideraba la mayor plaga del reino pues, según decía, con sus negocios, desangraban a las reales arcas y a la población.23
Ese gesto debió hacer que Gálvez reparara en él y que le encomendara una tarea de orden fiscal: la inspección del manejo de las reales aduanas en Puebla, hacía poco recuperadas de manos de particulares. Su labor tuvo que ser satisfactoria, ya que en enero de 1767 acompañó en su comisión a Acapulco al sobrino del nuevo Virrey, el caballero don Teodoro de Croix, quien acudió en calidad de visitador de las reales cajas y ramos. La inspección a la recién atracada fragata “San Carlos Borromeo”, procedente de Manila, reveló la existencia de un fraude monumental, pues los papeles de registro de mercancías asentaban unos 45 mil pesos, cuando lo cierto es que sus bodegas contenían efectos por 400 mil.24
Conforme con la actuación del alcalde de Cuautla, el visitador Gálvez le dio luego un encargo confidencial y mucho más delicado. El 25 de junio de 1767, antes del amanecer, el comisario don Hipólito Villarroel fue con el personal competente hasta el Colegio y noviciado de Tepozotlan para leer a sus 70 ocupantes el edicto por el que Carlos III los expulsaba de sus dominios. Aparte de cumplir al pie de la letra con esta instrucción, también tuvo que haber pronunciado frases que incomodaron a alguien, visto que a los pocos días el fiscal del Santo Oficio lo estaba denunciando por haber hecho en tal ocasión “ciertas proposiciones indebidas”.25 La denuncia no tuvo ninguna consecuencia hasta donde se sabe.
La vida parecía sonreírle a Villarroel: se había ganado el beneplácito del Virrey Marqués de Croix y del Visitador Gálvez. Y tanto que su siguiente misión fue de carácter legal. Por un enconado y embrollado pleito testamentario en la norteña villa de Saltillo, en el que estaban implicados y divididos en bandos los herederos, de apellido Orovio; la Audiencia de Guadalajara y diversos jueces, todos inmersos en un litigio que llevaba once años sin resolverse, el licenciado Villarroel fue remitido allá por el Virrey en febrero de 1768 con la consigna de ponerle término.26 Sin embargo, en un año y medio, lo único que consiguió fue enemistarse con las facciones, que lo acusaron de corrupción. Pero lo que acabó por hundirlo fue haber elevado una carta e informe al Virrey en las que denunciaba la actuación del fiscal y de la Audiencia de Guadalajara. Por considerar que sus cargos no tenían fundamento y que, por el contrario, mostraba un gran desprecio por las autoridades, el fiscal y jueces de la Audiencia de México resolvieron castigarlo, separándolo de su comisión y remitiéndolo a España. Junto con sus nombramientos, Villarroel perdió también su alcaldía mayor de Cuautla.27
Caído en desgracia, don Hipólito llegó a la península en septiembre de 1770, pero en la revisión de su caso en el Consejo de Indias no se le halló culpable, así que fue exonerado. Permanecería en España poco más de tres años, quizá negociando su capital político que, una vez más, lo sacó avante, pues en mayo de 1773 tenía en su mano una real cédula que lo nombraba alcalde mayor de Tlapa (distrito comprendido en el actual estado de Oaxaca), que era plaza de primera categoría y productora de algodón, caña y grana cochinilla. Su alcaldía era costosa; además estaba obligado a pagar una fianza para ejercer ahí sus funciones y si Villarroel había conseguido adquirirla en un momento en que carecía de ingresos y seguramente de ahorros, todo lleva a pensar que algún poderoso amigo, no sólo le dio una mano, sino igualmente una buena cantidad de reales.
Don Hipólito tomó posesión de su alcaldía de Tlapa en abril de 1774, un distrito en el que su antecesor había entrado en agrias disputas con los párrocos, sobre todo con el de Chipetlán, quien lo acusó ante el gobierno de extorsionar y abusar de los indios con el repartimiento de mercancías, aparte de cargarlos de impuestos y pretender cobrarles el establecimiento de escuelas para la enseñanza del castellano. Al entrar en funciones, Villarroel adujo que esos problemas no le competían, pero siendo como era un funcionario regalista y nada afecto a la intromisión de los eclesiásticos en materias administrativas, pronto se cocinó sus propios líos con la clerecía. En 1777 hubo una averiguación oficial en su contra y una amenaza de mil pesos de multa si perseveraba en mostrarse irrespetuoso y ofensivo con el cura de Xochihuehuetlan;28 y en el mismo año, el párroco de Chipetlán lo acusó de negligencia por tolerar y fomentar la conducta insolente de los indígenas del poblado.29
En el otro extremo, Villarroel tenía una opinión bastante negativa sobre los clérigos de la localidad, así manifestó que sus intentos de promover en Tlapa el cultivo del nopal y la cría de grana cochinilla se habían visto frustrados por los curas, quienes habían instigado a los indios a descuidar las nopaleras, con lo que la cosecha de grana se perdió.30
Poco más adelante, apremiado por la necesidad de recuperar la inversión hecha en la alcaldía y en la fianza, y viendo que el salario de su cargo apenas alcanzaba para su sustento, don Hipólito incurrió en las mismas políticas del resto de los alcaldes y explotó a sus gobernados mediante negocios a trasmano y otras trapacerías. Por este motivo, los naturales, tal vez azuzados por los párrocos, le abrieron denuncia en el Juzgado General de Indios en 1777. Con las demoras habituales de la marcha de la justicia, este caso se incluyó en el juicio de residencia que se le abrió a Villarroel en 1779, pero que no se ventiló sino hasta tres años después. Se acusaba al alcalde mayor de cobrar un real por tributario cada vez que visitaba una comunidad y de imponer multas arbitrarias a su antojo; de cobrar cuatro reales por cada reo que metía a la cárcel y otros tantos cuando lo liberaba, amén de un peso por la estancia carcelaria; se dijo que aunque designaba maestros de escuela, los empleaba como capataces para supervisar el hilado de algodón que por sus órdenes hacían los indios y de castigar a los trabajadores con azotes si no cumplían con la cuota. Se le denunciaba, además, por vender mantas a los indios a dos pesos y medio, aunque el precio en el mercado era de uno y medio y por ejercer un monopolio comercial en la alcaldía, dado que no permitía el ingreso de otros vendedores. Y todo esto lo avalaban no sólo los curas, sino incluso el obispo de Puebla, diócesis a la que pertenecía Tlapa. La resolución del fiscal fue de gran lenidad: sólo condenó a Villarroel a devolver lo injustamente tomado y a pagar mil pesos de multa. Sin embargo, ni siquiera cumplió esta sentencia, toda vez que el expediente del juicio se perdió misteriosamente.
En el ínter, don Hipólito salió de Oaxaca y en 1783 consiguió colocación como asesor legal del Tribunal de la Acordada. En los seis o siete años siguientes entró en problemas y en dimes y diretes con los poderosos señores de la Audiencia, a causa de profundas diferencias de opinión sobre las competencias y procedimientos sumarios de la Acordada. Finalmente, y sin que hubieran podido echarle del empleo de asesor, los oidores lo fueron relegando mediante la contratación de otros consejeros, hasta que a la postre, Villarroel dejó de servir en el Tribunal hacia 1789 o 1790. Más allá de escribir el texto de las Enfermedades políticas (entre 1785 y 1787) se ignora qué hizo en el lapso final de su vida. Falleció a los 63 años en la ciudad de México el 30 de marzo de 1794. Y a pesar de los diversos cargos de corrupción que se le imputaron en diversas ocasiones, es obvio que en el desempeño de sus funciones públicas no acumuló grandes capitales. Unos meses después de su deceso, una señora de nombre María Bermeo, quien se ostentó como su albacea y heredera, pidió a la autoridad que se le entregasen los 1 500 pesos que le había legado el difunto don Hipólito. 31
El rostro de Hipólito Villarroel en las Enfermedades políticas
La obra está dividida en seis secciones que, respectivamente, tratan el aparato eclesiástico, los tribunales de justicia, asuntos varios del orden público, el comercio, las milicias y el Reglamento de Intendencias. Quienes han editado o prologado el manuscrito lo han descrito casi siempre como una extensa y documentada diatriba contra los vicios de la administración en los reinos ultramarinos, aunque menor hincapié se ha hecho en su faceta de crítica a algunas de las Reformas borbónicas. Por lo pronto, ya en 1831, don Carlos María de Bustamante acarreaba con la obra agua para su molino al afirmar que, a la vista de tantos males de la dominación española, el discurso del autor sólo podía considerarse como precursor y heraldo de la independencia, de la que los mexicanos debían sentirse orgullosos y agradecidos.
Quizá exagerando un poco, en su prólogo a la edición de 1994, Beatriz Ruiz Gaytán confiere al texto de las Enfermedades un sitio de honor junto a la obra de Bartolomé de Las Casas (siglo XVI) y la del inglés Thomas Gage (siglo XVII), en una terna de literatura demoledora de los cimientos del sistema español en América.32 Pero habrá de repararse aquí en que, aunque ciertamente todos estos autores fueron críticos de una realidad que constataron de vista, no todos tenían el mismo trasfondo ni las mismas motivaciones para sus denuncias. Las Casas tenía fundamentos teológicos y doctrinales para denunciar la usurpación de las tierras de los indios y su exterminio; Gage exhibió las miserias de la administración hispánica guiado por la finalidad de informar en detalle a la Corona británica de las posibilidades de hacerse con el dominio del Mar Caribe y Golfo de México para quebrantar la hegemonía española en las Indias. Villarroel, en cambio, censura a las organizaciones política, judicial, eclesiástica, comercial y social del reino de la Nueva España al calor de la perspectiva de las Reformas borbónicas que, por otro lado, tampoco acepta en su conjunto sin reparos: es, pues, un interesado en el mantenimiento del orden monárquico prevaleciente, pero con premisas distintas a las que proponían los ministerios carolinos. Lo que describe y fustiga es una construcción que, armada pacientemente en sus engranajes, mecanismos y relaciones a lo largo de los dos siglos del régimen de los Austrias, se resistía férreamente a cambiar y a modernizarse en aspectos cruciales. En un símil organicista, lo que Villarroel pretendía no era abjurar del dominio español, sino curar, sugerir remedios para estas rémoras o patologías del cuerpo político del reino. Él mismo aduce que la intención que lo movía a sugerir su serie de reformas era sacarlo del infeliz estado en el que lo tenía la lisonja, la corrupción, la mala gestión de funcionarios medios y menores y la notoria falta de una buena administración de justicia. Sin embargo, muy lejos estaba de considerar que todas las añejas instituciones deberían desaparecer o perder sus facultades y funciones, pues más de una había probado secularmente su eficiencia.
Aclarado esto, recuperemos aquí los hilos que fuimos tendiendo al referir su trayectoria vital y entretejámoslos con algunas partes de las que consta el texto de las Enfermedades.
En la primera parte, que toca el tema de la Iglesia, desde luego se trasluce la postura regalista de Villarroel que aspiraba a una subordinación plena del brazo clerical a los dictados del poder civil. En el plano eclesiástico, las Reformas borbónicas aplicadas en ultramar se dirigieron inicialmente a sujetar a unos regulares que, por las peculiaridades del proceso de evangelización, desde el siglo XVI habían acumulado demasiado poder y autonomía. Aunque los esfuerzos para disciplinarlos habían iniciado mucho tiempo atrás, en el siglo XVIII la Corona aplicó medidas radicales y definitivas: los despojó de las doctrinas y redujo su número mediante el cierre de noviciados y conventos. Para los años 80 del siglo, las parroquias de indios estaban todas en manos de clérigos y aquí don Hipólito se permitía disentir de las políticas metropolitanas, pues según él, en los tiempos de frailes, los indios cultivaban la tierra y favorecían el comercio, eran entonces “católicos y civiles”; en cambio, ahora sus reemplazos los sacerdotes seculares no cumplían su cometido: sólo se interesaban en el “valor del curato”, expoliaban a sus feligreses y permitían que éstos vivieran como “bárbaros e idólatras”.33 De hecho, lo que él proponía era una reversión del proceso: que se devolvieran las parroquias a las órdenes religiosas, lo cual no implicaba, por supuesto, el retorno de sus libertades y predominio.
Es posible que haya bastante idealización del autor respecto al papel que tuvieron los frailes en la administración de indios, pues para cuando él arribó a Nueva España los curatos ya habían pasado a manos diocesanas, así que él no atestiguó el antiguo orden de cosas. En cambio, no cabe dudar de los efectos de sus experiencias directas con la gente de sotana: la primera fue la acusación del fiscal del Santo Oficio en ocasión de su comisión para el extrañamiento de la Compañía, la segunda -más sensible y grave-, las acciones de los curas de Oaxaca para desbaratar los proyectos agrícolas de la cría de cochinilla. Ambos episodios lo afectaron personalmente, en su honor y su trabajo, pero en particular el segundo evidenciaba la intromisión de la clerecía en los proyectos regios de procurar la prosperidad material y la felicidad de sus súbditos. ¿Qué podía seguirse de ello sino la aseveración de que el bien del reino demandaba que se disminuyera el número de clérigos -en especial de los seculares-, que se les repartiera mejor en el territorio, que se les asignara donde realmente fueren necesarios y, sobre todo, que se les impidiera la indebida acumulación de riquezas y los abusos en el manejo de fondos de las comunidades indígenas? ¿Habría aquí también vagas alusiones a sus añejas disputas con los párrocos del distrito de Tlapa por el control de la mano de obra de los naturales?
Uno de los apartados más extensos de las Enfermedades es el segundo, referido a los tribunales de justicia. Doy por sentado que la formación y la práctica profesional del licenciado Villarroel en un ámbito jurídico castellano que se aireaba y refrescaba con las ideas pragmáticas de la Ilustración fueron elementos que lo llevaron a hacer una pormenorizada repulsa de los lentos, embrollados y viciados procedimientos de la Audiencia, en sus salas civil y criminal. En el viejo ámbito judicial de los Habsburgo invariablemente concurrían, al momento de juzgar, los criterios del estamento o calidad de las personas -es decir los privilegios--, las costumbres de las comunidades, el conjunto de circunstancias particulares que intervenían en el hecho juzgado y un sinnúmero de elementos más. Por añadidura, la legislación indiana no era realmente un código, sino una compilación de cédulas, ordenanzas y disposiciones dictadas para casos particulares; los jueces no estaban obligados a sustanciar sus sentencias, esto es a apoyar sus fallos en una ley. Pero con el advenimiento de los Borbones llegó también la voluntad de erradicar el derecho tradicional casuístico para reemplazarlo por otro codificado, de leyes de aplicación general que los magistrados tendrían que tener siempre presentes. Seguramente, todo esto tenía en mente Villarroel en su filípica contra la Audiencia,34 en la que “cada oidor es una deidad, a quien tiene que tributársele incienso”, y en quienes podían conjuntarse o mostrarse de manera independiente la ineptitud, la venalidad, la pasión o el antojo, con el resultado de una infame administración de justicia que producía la inculpación de un inocente y el perdón del infractor. Por cierto, que de lo que daba cuenta él tenía su amarga cuota de experiencia y acaso todavía vivos resentimientos, como que fue una decisión de la Real Audiencia de México la que lo mandó de vuelta a la península sujeto a proceso judicial.
La preferencia del Siglo de las Luces por una burocracia corta en número, disciplinada y observante rigurosa de la ley, forzosamente habría de hacer que Villarroel censurara la existencia de un enjambre de procuradores, fiscales, escribanos y relatores que demoraban los procesos intencionalmente para esquilmar a los infortunados litigantes. Otro punto crítico para él eran los protocolos vacíos, las fórmulas y los ceremoniales ostentosos, desplegados por funcionarios peninsulares tan fatuos cuanto mal preparados y del todo ayunos de las realidades locales.
Al tocar el tema del Tribunal de la Acordada, don Hipólito ofrecía sus opiniones de primera mano, dada su larga trayectoria como asesor. Tal órgano judicial, creado en 1719, debía desahogar la carga de trabajo de la Sala del Crimen de la Audiencia administrando justicia sumaria, tanto en áreas pobladas como despobladas, y lo encabezaba un juez, asesorado por dos letrados, y un defensor. Afirmaba Villarroel, deslizando un poco de autoelogio, que, de no ser por la Acordada y en particular por la administración de justicia que dependía de los asesores, no condicionados como otros por “las trabas de los respetos, de las pasiones y el interés”, nadie viviría seguro “en el sagrado de su casa”. 35 Tampoco logró evitar que en un pasaje anexo se insinuase nuevamente su crítica a la Audiencia, cuando aseveraba que en vez de dotar a las “salas criminales”, con sujetos bisoños, cuyo saber provenía apenas de unos malos rudimentos adquiridos en las “universidades y colegios”, deberían reforzarse cuerpos como el de la Acordada con la incorporación de “hombres prácticos en el carácter y conocimiento de estos habitantes para la más expedita administración de la justicia”; en pocas palabras, gente como él mismo.
Sitio preminente en el banquillo de los acusados tuvo el Juzgado General de Indios. El dictamen lapidario del autor lo califica no sólo de inútil, sino incluso de perjudicial al interés público. Aquí borda con insistencia en el carácter malicioso de los indios, en la inobservancia de las normas por parte de los magistrados, en la codicia de los subalternos del juzgado y en la circunstancia, para él inédita, de que los naturales pudiesen, por este conjunto de factores, poner en calidad de “reo” indiciado a un alcalde mayor que, en última instancia, era el administrador de justicia distrital. Esta caterva de males, desde luego brotaba de la naturaleza perversa del indio, pero lo más grave es que los ministros togados no estaban familiarizados con ella. Y, nuevamente, entre las líneas de su argumentación aflora el triste caso que él vivió en Tlapa, porque en el apartado siguiente “Modo de introducir los indios sus recursos ilegales”,36 Villarroel explica que éstos solían presentarse al tribunal con un escrito de denuncia cuyo fundamento no era otro que un “simple dicho”, lo que generaba inmediatamente una orden para solicitar una información a los curas locales, “que son los verdaderos instigadores”, cuando no los diocesanos mismos. Con ello se abría el juicio y el alcalde mayor debía comparecer, quedando en el acto “expuesta la jurisdicción, sus intereses y su estimación, al arbitrio de sus enemigos, hecho el escarnio del público y privado de sus haberes”.
Ya abordado el tema de los naturales, cabe señalar que su tratamiento no abarca una parte entera, sino que, a pinceladas, se disemina en la integridad del manuscrito, al igual que su presencia física lo hacía en las distintas regiones del reino. Sin embargo, en las Enfermedades políticas hay un pequeño inciso intitulado “El carácter de los indios, difícil de creerse”. Y como cabía esperar, todo en sus líneas es pura adjetivación. Afirma que los nativos son perezosos y que han de ser obligados a trabajar; que son además falsos, maliciosos y amigos de pleitos; vengativos y crueles; malos cristianos, supersticiosos e idólatras. Lo peor para don Hipólito es que con fingida humildad y al presentarse la más mínima ocasión acuden ante el superior gobierno a quejarse de que sus alcaldes mayores los agravian (si bien concede que algunos funcionarios sí lo hacen). No hace falta insistir en el punto de qué indios y qué alcalde mayor específicos tendría en mente el tratadista.
Por lo demás, Villarroel no responsabiliza del todo a los naturales por su comportamiento y vicios. Como se dijo en otra parte, culpables de su ignorancia y miseria son los malos párrocos que, por sus intereses personales, su comodidad y sus negocios, los dejaban vivir aislados en montes y barrancas, sin instrucción y “sin policía”; en cierto modo, también lo era el gobierno virreinal que no fomentaba como debiera su castellanización; y mucho más responsables eran los leguleyos que los exprimían en interminables pleitos en los tribunales. Sin embargo, su impresión general es casi ontológica: es decir, que, por naturaleza, los indígenas no tenían remedio y que habían de ser sempiternamente tutelados y dirigidos por las autoridades eclesiásticas y civiles. ¿Acaso por ello sería necesario que los magistrados locales -es decir los alcaldes- metieran mano en sus elecciones, como él llegó a hacer en Cuautla?
También a este particular viene al caso referirse a la rotación en los cargos públicos que, como se entiende, aluden una vez más a las alcaldías. Villarroel se opone al relevo de funcionarios sólo por el hecho de que ha fenecido el plazo de su encargo. Así reflexiona: si eran incompetentes nunca debió habérseles designado y si eran los idóneos debería mantenérseles en el puesto indefinidamente. Sobradas razones tenía para tal alegato quien fue dos veces alcalde mayor sin haber logrado alcanzar el beneficio de una tercera o cuarta ronda. ¿No constituye esto una queja, bastante personal, por el desperdicio de la experiencia política acumulada en individuos como él?
Hay, además, dos puntos fundamentales en la obra de don Hipólito que vuelven a disentir abiertamente de las líneas trazadas por las Reformas borbónicas. El primero era su consideración de que los criollos debían ser incluidos en los altos cargos de gobierno. A contrapelo de lo que pensaba el visitador José de Gálvez, Villarroel estaba convencido de que entre los americanos había sujetos de gran valía intelectual y moral que, además, tenían la ventaja de conocer perfectamente a la población y al territorio sobre los que habrían de mandar, cualidades que difícilmente se encontraban entre el funcionariado peninsular de reciente arribo. Si en este parecer contaba el recuerdo de su aristocrático amigo de juventud, el abogado De la Rocha y Lanz, o la presencia y colaboración de su colega asesor en la Acordada, don Francisco Guillén de Toledo o de otros criollos con los que tuvo trato profesional a lo largo de su carrera es algo que aún queda por determinar, pero se antoja probable que así fuera.
Pero será en el segundo punto de su disenso, el tocante al nuevo Reglamento de Intendencias,37 donde volcará el grueso de su discurso y se explayará incontenible. Sin ambages, declara el autor que el fin principal del Reglamento no es otro que el incremento de las rentas reales, cosa que no puede cumplirse sin oprimir a los vasallos, por mucho que se disfrace o aderece el propósito con la inclusión de otras medidas. Y directamente procede a analizar los cinco aspectos o “heridas” que correlativamente pretenden infligirse “al cuerpo de esta sociedad”. La primera es el desplazamiento de la figura de poder central, la del Virrey, despojándolo de sus atributos tradicionales (la superintendencia fiscal y la atención directa de los ramos de justicia, policía y guerra) para transferirlos a los intendentes. Con lo cual, afirmaba Villarroel, Su Excelencia quedaría en calidad de mero figurante y sería objeto de la irrisión general. La segunda es el cambio en la administración de la justicia territorial o distrital, representada en los alcaldes mayores, a los que se ha suprimido para pasar sus poderes a subdelegados, tenientes de subdelegados y asesores legales. Sin considerar las distancias reales entre los pueblos, se compactaron jurisdicciones y la distribución de subdelegados se pretendía hacer en un radio determinado por la distancia de la sede de la intendencia a la que quedarían sujetos. Esto, en el concepto de don Hipólito, iría en detrimento de la procuración de justicia.
La tercera es el estímulo de la producción y el comercio mediante el expediente de abolir los repartimientos y dar carta abierta a los indios para sembrar, criar animales y comerciar sus productos libremente. Villarroel encuentra impracticable la medida, porque -en sus palabras- eran los repartimientos, a cargo de los alcaldes mayores, los que justamente permitían proveer a los indios de los insumos necesarios para la producción y eran asimismo los encargados de mantener un ojo vigilante sobre el desarrollo del trabajo. Lejos de fomentar la riqueza, afirmaba, estas providencias no harían sino dar al traste con lo poco que daba de sí el reino.
La recaudación fiscal es la cuarta “herida”. Villarroel no admite la innovación en los métodos de cobranza, que han demostrado su efectividad por larguísimo tiempo; altamente nocivo es para él que, en lo venidero, sean los subdelegados quienes cobren los tributos y lleven por ello un cinco por ciento, más otro uno por ciento de los gobernadores indígenas de las cabeceras, ello sin incluir los sueldos de un par de contadores que vendrían a enseñarles a todos el sistema de la “partida doble”, al que por cierto tilda de “método extranjero”, más propio de comerciantes que de oficiales reales. La queja aquí es el empeño en renunciar a un sistema de recaudación tributaria simple y gratuito para adoptar a cambio uno complicado y, paradójicamente, muy gravoso al erario real.
El último punto, el de los ingresos eclesiásticos, ya no lo desarrolla el autor, aunque no deja de señalar que el proyecto de privar a la Iglesia de la prerrogativa de colectar el diezmo para favorecer y engrosar las reales arcas no produciría buenas consecuencias.
Don Hipólito cierra su tratado con sus propias consideraciones sobre las medidas que debieron tomarse con mucha antelación para que el proyecto de las Intendencias alcanzara éxito. Parte de ellas son de carácter moral, como que el gobierno debió haber procedido paternalmente inculcando con firmeza la religión entre sus hijos y luego introduciendo en ellos los principios políticos de respeto y obediencia y, para el efecto, debió mantener la dirección espiritual de indios y castas en manos del clero regular. De modo erróneo, también optó y ha optado por la “piedad” en vez de decantarse por la justa y oportuna aplicación de castigos a los indios insolentes e insumisos; igualmente ha tolerado la embriaguez en ellos, que es la fuente de casi todos los crímenes y pecados.
En el orden práctico, el gobierno fue omiso al permitir a los naturales vivir apartados y dispersos en montes y otros parajes; no se preocupó por reducir las distancias entre los curatos o por incrementar el número de éstos, ni por congregar a la multitud de barrios o aldeas en pueblos de doscientas familias con un párroco a su cargo. No ha derogado la prohibición a españoles y castas de residir en pueblos de indios; tampoco ha procedido al reparto de tierras entre estas últimas, para hacer de ellas colectividades productivas. No debió permitir el cultivo de magueyales en torno a la ciudad ni consentir la amplia difusión del vicio de los juegos de naipes y peleas de gallos. Hace mucho que debió haber destinado a los vagos -europeos y locales- a los buques de guerra y, por encima de todo, en su afán exclusivo de extraer los minerales preciosos de la tierra, desatendió la principal riqueza: la administración de la justicia, la promoción del trabajo, la formación moral y la procuración del bienestar de la población.
Corolario
La filosofía, los sistemas políticos o administrativos o, simplemente la imagen que los individuos se forjan de su entorno inmediato jamás van desligados de la materialidad de sus experiencias, de sus intentos exitosos o fallidos por influir en la marcha de las cosas y, no rara vez aunque no sea éste el caso, de hacerse de posición, nombre o riquezas. Advertir esto y tenerlo presente siempre que emprendemos el análisis de una obra no es sino estar alerta a la necesidad de historizar la gestación de los productos intelectuales, dar y darse cuenta de que lo humano siempre se manifiesta en un contexto contingente, movedizo y singular.
Hipólito Villarroel, abogado, funcionario regio y decidido partidario, aunque no incondicional, del nuevo giro que se buscaba dar a la administración americana, no pudo sustraerse a los hábitos seculares de los alcaldes mayores de Nueva España: a pesar de su celo inicial por mantenerse en la línea de la probidad profesional, muy pronto, avasallado por la necesidad o por el ejemplo circundante, incidió en las añejas costumbres del repartimiento de mercancías y de la extorsión y el atropello contra los indios de sus jurisdicciones. Por otro lado, concitada la buena voluntad del visitador José de Gálvez y del Virrey Marqués de Croix, Villarroel medró bajo su patronazgo -como se estilaba en los viejos tiempos de los Habsburgo-, aunque siempre llevando en ristre como currículum su experiencia y conocimientos de los asuntos novohispanos. Presumiblemente, a la protección del primero o a la de gente cercana a él pudo haberse acogido también cuando le fue preciso resolver sus apuros judiciales en la península y conseguir el retorno a la Nueva España, siendo portador de un nombramiento mejor que el que había tenido antes.
Así como estuvo fuertemente imbuido del prejuicio ilustrado contra los indios “ignorantes y bárbaros”, en contrapartida -y al igual que algunos virreyes y prelados de otras épocas- su convivencia y colaboración con criollos fue factor para decantar su voluntad en pro de ellos y pedir que se les considerara para los puestos encumbrados de gobierno, no sólo porque varios eran realmente de prendas estimables, sino en especial, por su condición de “hombres prácticos y de experiencia”, virtudes que mucho apreciaba la nueva corriente meritocrática del régimen borbónico.
Por más que en las Enfermedades políticas se trasluzcan rasgos autobiográficos de Villarroel, es evidente que no fueron pensadas como un texto reivindicatorio de su persona o intereses; el autor no buscaba granjearse con ellas una posición mejor o una merced regia. No era hombre que tuviera el futuro por delante, pues al escribir su obra ya rebasaba con mucho los cincuenta años de edad y la mitad de su vida la había destinado al servicio público en Nueva España; además, todavía fungía como asesor del Tribunal de la Acordada, donde consideraba que su labor era de gran utilidad. Así que convengo con quienes plantean, como Gil Amate, que su escrito tenía esa misma finalidad: resultar útil al Rey, al Virrey y a los moradores de su patria adoptiva, un reino que tan urgido estaba de reformas y cambios de fondo.
Como se dijo en otra parte, Villarroel estaba al corriente de que su obra difícilmente llegaría a las manos de quienes tuvieran el poder para instrumentar en la administración las transformaciones que creía precisas y su premonición resultó certera: las Enfermedades políticas no ejercieron ningún efecto inmediato o práctico en la conducción del reino; sin embargo, quizá quedaría satisfecho, porque en ellas quedaron plasmadas sus filias y fobias, su percepción particular de la res pública y de la población, el tapiz entreverado de sus buenas intenciones reformistas y de su postura personal sobre lo que convenía dejar y lo que convenía cambiar: el caleidoscopio que, invariablemente, termina por ser la opinión del individuo sobre las materias políticas de su tiempo.