1. Un naturalismo heideggeriano
En el presente artículo esbozaré una reconstrucción e interpretación de lo que podríamos denominar una incipiente “filosofía de la biología” en la obra de Martin Heidegger, bosquejada durante los años inmediatamente posteriores a la publicación de Ser y tiempo (1927). Como bien señala Storey (2015), en este periodo su pensamiento estuvo signado por una fuerte tensión interna entre dos tradiciones: una “fenomenológico-trascendental” (influenciada por el programa neokantiano y husserliano) y otra “biológica” (vinculada a sus diálogos con científicos como Jakob von Uexküll o Hans Dreisch). Mientras que la primera es decididamente “anti-naturalista”, la segunda “apunta a un naturalismo no-reductivo” (Storey 2015, p. 12).1
Ciertamente la expresión “naturalismo heideggeriano” (Storey 2015; Hayes 2016) puede sonar provocativa debido a una larga tradición interpretativa que sitúa a su pensamiento en las antípodas de la ciencia y en especial de las ciencias naturales-. Sin embargo, lo cierto es que Heidegger “escribió extensamente sobre la ciencia durante más de sesenta años” (Glazenbrook 2012, p. 52). En particular, es en los cursos dictados en el semestre de invierno de Friburgo en 1929/1930, conocidos como Grundbegriffe der Metaphysik, cuando “Heidegger se enfrenta a diversos problemas de la Filosofía de la Biología” (Alsina Calvés 2018, p. 62). Como intentaré mostrar, en dichos cursos Heidegger se aboca a una relectura de los principales resultados de la ciencia experimental de su tiempo, con la intención de establecer afinidades entre las ciencias naturales y su propia ontología.
El modo particular en que Heidegger aborda el problema de la relación entre la ciencia y la filosofía surge como respuesta a las críticas que algunos filósofos como Helmuth Plessner, Karl Löwith, Hans Jonas y, en especial, Max Scheler- habían dirigido sobre Ser y tiempo, debido a la virtual ausencia, en su ontología fundamental, de una reflexión sobre la Naturaleza y el lugar del Dasein en la misma (Dahlstrom 2002; Buchanan 2008). Esta “omisión” se reflejaba, entre otras cosas, en la escasez de reflexiones en torno a la relación del hombre con el mundo animal y orgánico en su conjunto.
En los años inmediatamente posteriores a la publicación de su obra más importante, y en vistas a responder a las dificultades planteadas por sus principales interlocutores, Heidegger se aboca a una profunda reformulación de la relación entre la ciencia y la filosofía, siendo los Grundbegriffe quizás el ejemplo más acabado de este diálogo con las ciencias naturales, y en especial, con la biología.
Sin embargo, Heidegger asume una manera muy peculiar de comprender esta “afinidad” entre filosofía y ciencia. Lo primero que hay que decir al respecto es que de ningún modo debemos comprender esta relación en términos de una “fundamentación” de las tesis filosóficas por parte de “la ciencia positiva” como puede ser el caso de un naturalismo reductivo-. Tampoco se trata, a la inversa, de una fundamentación de la ciencia por parte de una “filosofía primera” posición más afín al proyecto fenomenológico-trascendental de raíz husserliana que el propio Heidegger habría desarrollado años antes-. Por el contario, la relación entre filosofía y ciencia “no puede establecerse racionalmente, a la manera de una fábrica, como si se tratara sólo de la ciencia y de la metafísica como empresas filiales, de modo que la metafísica aporte los conceptos fundamentales y las ciencias los hechos” (Heidegger 2015, p. 240).
Más bien, su lectura apunta críticamente a la separación misma entre ciencia y metafísica, o dicho más precisamente, a la idea de que la actividad científica como tal no sólo teórica, sino también empírica- deba mantenerse separada del discurso metafísico. Para Heidegger ésta es una reconstrucción que no hace más que empobrecer tanto a la ciencia como a la filosofía misma. Mientras la investigación científica se confina dentro de los límites impuestos por una administración disciplinar (confundiendo estos límites con los confines de la ciencia misma) su ejercicio no pasa de ser “una servicialidad práctico-técnica” y “la filosofía pasa a ser una parte de lo que se da en llamar formación general” (2015, p. 241). Pero si los resultados experimentales abren la posibilidad de cuestionar la validez de los conceptos fundamentales de esa disciplina, entonces allí “se da la investigación verdadera y avanzada” y los científicos “piensan cada vez más y más filosóficamente y sólo así les es dado crear nuevos planteamientos” (2009, p. 95).
Esto significa que la ciencia, en el curso de su actividad cotidiana o, para usar un término kuhniano, en tiempos de “ciencia normal”- está siempre expuesta a la posibilidad de producir una crisis de fundamentos mediante el cuestionamiento de sus conceptos básicos y de la naturaleza de las entidades que estudia, y cuando lo hace, asume una dimensión propiamente “metafísica” sin que esto implique en modo alguno un abandono del pensamiento científico como tal.
De modo que, para Heidegger, no se trata de realizar un análisis general o “histórico” de la ciencia natural “desde” la filosofía, como tampoco de establecer relaciones de fundamentación inter-teóricas entre las proposiciones filosóficas y las científicas. Más bien su objetivo consiste en establecer tesis que puedan ser analizadas desde ambos registros. De hecho, cuando los resultados experimentales de las ciencias se someten a un escrutinio conceptual riguroso, éstos pueden poner en marcha un “proceso de cuestionabilidad” que Heidegger identifica directamente con el ejercicio metafísico. De modo que la posibilidad de preguntar filosóficamente por un ente está supeditada a la crisis abierta por el análisis positivo de estos mismos entes por parte de las ciencias mismas. Por esta razón, aunque estas tesis filosóficas “no provienen de la zoología”, tampoco pueden discutirse “independientemente de ella” (2015, p. 237). Son tesis filosóficas, mas no apriorísticas, su vocabulario pertenece a una teoría científica, pero no se agotan en ellas. Tal es el ambiguo lugar que Heidegger asigna a tales proposiciones.
Dicha ambigüedad permite que cada tesis pueda ser “ejemplificada” o “apoyada” por los resultados experimentales (los cuales brindan más que una simple plausibilidad a estas proposiciones) y, al mismo tiempo, permite que el lenguaje de las mismas trascienda la “matriz disciplinaria” de cualquier ciencia natural específica, ya que pone en cuestión conceptos fundamentales que la estructuran. Es decir que, si bien pueden aparecer en el contexto de una teoría científica específica, dichas proposiciones y conceptos bien pueden abordarse filosóficamente esto es, con relativa independencia de su contexto teórico o experimental inmediato- sin por esto perder sentido o rigor conceptual.
En lo que sigue procederé del siguiente modo: primero ofreceré un breve análisis del abordaje heideggeriano de la biología y su interpretación de sus resultados experimentales en relación con la metafísica. Luego, desarrollaré una interpretación de la concepción heideggeriana del “organismo” que se desprende de esta apropiación metafísica de la biología. Según dicha interpretación, el organismo es concebido como una totalidad relacional de impulsos que constituyen capacidades orgánicas, i.e., procesos “cuya estructura pulsional consiste en la constitución normativa de una dimensión” (Ramos dos Reis 2017, p. 691). Esta reformulación del concepto de organismo implica, como veremos, un reordenamiento y redefinición de nociones centrales como las de “órgano”, “capacidad”, “cuerpo”, “impulso” y “ambiente”.
2. Dos “dogmas” de la biología
A diferencia de otros periodos de su pensamiento, el interés de Heidegger a fines de los años 20 se posa casi exclusivamente sobre las “ciencias de la vida”. En estos años la biología reviste un interés filosófico de peso debido a que en su seno se han producido, en su opinión, “dos pasos decisivos” (Heidegger 2015, p. 316) que él identifica respectivamente con el desarrollo de dos disciplinas: la embriología y la ecología. A partir de las problemáticas y desafíos teóricos suscitados por estas disciplinas, Heidegger desarrollará “una interpretación metafísica de la vida” (2015, p. 239) que toma como punto de partida una reformulación y crítica radical del concepto tradicional de “organismo”. Pero para comprender esta radicalidad debemos primero reconstruir su abordaje de la embriología y la ecología.
2.1. Embriología
Por “embriología” se entiende el estudio sistemático de la morfogénesis, esto es, el proceso por el cual un gameto adquiere la “forma” que finalmente tendrá al momento del nacimiento.2 Este proceso dinámico de formación celular no está, sin embargo, “inscripto” en ninguna célula individual:
Durante la embriogénesis [...] ninguna célula individual indica que la suya será la región del cerebro o del hígado. Más bien, es el conjunto de células, actuando como un colectivo y desde una posición particular en el colectivo más grande, la que determina su destino. Ninguna es la célula fundamental, sino la historia y dimensión espacial del colectivo. (Thelen y Smith 2006, p. 260)
De manera que el fenómeno de la morfogénesis plantea serios desafíos a la concepción mecanicista del organismo (que lo concibe como un conjunto de partes ensambladas), ya que en ella “la determinación de un grupo de células del embrión como su destino posterior se realiza en el contexto del conjunto y en consideración a este conjunto” (Heidegger 2015, p. 316). Por esta razón, la embriología representa “la clara irrupción de la idea de conjunto [Idee des Ganzen]: la totalidad en cuanto tal [die Ganzheit als solche] como factor determinante” (2015, p. 317; 1992, p. 381).
Por su carácter dinámico, esta “totalidad” no puede ser pensada como algo “allí a la vista”, pues no podemos encontrarla prefigurada en ningún elemento individual, sino que “repercute en cada momento de la duración del organismo y de su movilidad” (Heidegger 2015, p. 319). En este sentido, podría decirse que en la embriología, el desarrollo de la forma se explica con la forma del desarrollo: “el organismo no es una suma, no está compuesto de elemento y partes, sino que el hacerse y la construcción del organismo están guiados en cada uno de sus estadios por su totalidad misma” (Heidegger 2015, p. 316).
Es claro que, a ojos de Heidegger, la sola presencia de este factor holístico (la “totalidad” orgánica) como un elemento causalmente relevante, pone en tela de juicio cierto fisicalismo que pretendía explicar los fenómenos biológicos exclusivamente a partir del conjunto de relaciones causal-eficientes entre sus componentes inorgánicos. Pero a su vez, es plenamente consciente de que un abordaje filosóficamente adecuado del carácter de esta “totalidad” no puede funcionar reintroduciendo proposiciones vitalistas o teleológicas para explicar su comportamiento: “el vitalismo es tan peligroso para los problemas biológicos como el mecanicismo” (Heidegger 2015, p. 317).3
Aquí yace uno de los puntos clave de la interpretación heideggeriana de la embriología: lo que el mecanicismo y el vitalismo tienen en común es la imposibilidad de pensar esta “totalidad” debido a su necesidad de postular un “elemento subyacente” que explique la morfogénesis como tal. Es decir, que ambas posiciones comparten el marco interpretativo sustancialista que presupone la existencia de elementos subsistentes, autónomos y metafísicamente anteriores al conjunto de sus relaciones.
En efecto, si en el caso del vitalismo este elemento era representado por una “fuerza vital” de dudosa consistencia ontológica, en el caso del mecanicismo la estrategia consiste, análogamente, en identificar un elemento constituyente como responsable de la morfogénesis. Es el caso, por ejemplo, de la idea de “información genética”. De hecho, la noción de que “la información puede preexistir al proceso que da origen a la forma” sigue siendo aún hoy “la premisa fundamental en la visión tradicional del desarrollo morfogenético” (Thelen y Smith 2006, p. 259).
Esta ha sido justamente la función histórica que cumplió el concepto de “gen”, entendido como una “unidad hereditaria” (Dupré 2012, p. 50).4 De manera que en la biología molecular, la morfogénesis se entiende y explica en términos de la información genética “presente” en el organismo, esto es, en los genes, la cual luego será “codificada”, “traducida” y “expresada” en los rasgos fenotípicos del individuo. La presencia de un elemento discreto in-formante es conceptualmente necesaria para garantizar la inteligibilidad del proceso morfogenético en el organismo, el cual deriva en última instancia en su realización formal ulterior.
El potencial filosófico de la embriología reside en el hecho de que ella nos interpela a pensar la morfogénesis de un modo radicalmente distinto: no como la “expresión” de un diseño preexistente en “los genes”, sino en términos del conjunto de interacciones en constante desarrollo. En este sentido, la teoría morfogenética “desafía las nociones usuales de la ciencia que comprendemos por análisis, aislando cosas ingredientes y componentes- hasta llegar a la materia esencial” (Thelen y Smith 2006, p. 263).
No obstante este potencial crítico, Heidegger considera que la embriología está esencialmente limitada, ya que permanece dentro de un marco de pensamiento sustancialista que concibe fundamentalmente al organismo biológico como una “cosa”. Esto se hace evidente en el hecho de que se interpreta la determinación formal de los organismos en términos fisiológicos:
Aunque el organismo se toma como totalidad [Ganzheit], sin embargo se lo toma de tal modo que la relación con el medio ambiente no queda recogida en la estructura fundamental. El conjunto del organismo en cierta manera se identifica con la superficie de la corporalidad animal. (2015, p. 317; 1992, p. 382)
Hoy es casi un pleonasmo decir que la morfología animal tiene que ver con su organización fisiológica, pero el punto de Heidegger es justamente que la identificación entre morfología y fisiología permanece injustificada desde un punto de vista ontológico. Sólo si se interpreta el concepto de “forma” en términos de algo “constante” o “subyacente” en el flujo “cambiante” de la vida del ente biológico, y a su vez se supone que el “cuerpo anatómico” del organismo (que se da como “compuesto” por órganos) es aquel substrato constante, tiene sentido la identificación entre “forma” y “fisiología”.
De manera que, en el fondo, el fisiologismo en el plano de la biología es una consecuencia del sustancialismo en el plano metafísico. Por lo tanto, concluye Heidegger, la embriología está necesitada de un segundo “paso decisivo” para librarse definitivamente del dogma fisiologista, y este paso lo da la ecología.
2.2. Ecología
El término ecología [Oecologie] fue introducido en Alemania por Ernst Haeckel para referirse al estudio de las relaciones entre los organismos y su ambiente biofísico. Sin embargo, no es Haeckel sino la ecología del biólogo estonio Jakob von Uexküll considerado el “padre de la etología”- la que tiene para Heidegger una significación esencial, debido a que allí se produce una reinterpretación radical de “la vinculación del animal con su medio circundante” (Heidegger 2015, p. 316). En efecto, la peculiaridad del enfoque de von Uexküll radica en el hecho de haber incluido al ambiente del animal [Umwelt] como un factor constitutivo del organismo.
En la biología de von Uexküll, el animal no es una unidad concebida con independencia del entorno, sino que “la composición” de cada órgano del organismo “debe ser entendido” en una “relación contrapuntística” con algún elemento del ambiente (1940, p. 171). El órgano existe en y para esa relación contrapuntística con un elemento “externo”, generando entre todos ellos una estructura relacional que vincula órganos y factores ambientales en una especie de “circuito”, que Uexküll denomina “círculo funcional” [Funktionskreis], y que constituye al mismo tiempo el fundamento de la unidad del organismo y del ambiente.
Heidegger es consciente de que el concepto de “ambiente” también desempeña un rol central en la teoría darwiniana de la selección natural. Sin embargo, al expresar esta relación mediante la idea de “adaptación”, el darwinismo tomó la problemática del ambiente “justamente en un sentido que hizo errar el problema” (2015, p. 319) ya que ambiente y organismo se toman como dos entidades autónomas vinculadas externamente. No obstante, “el organismo no es algo en sí mismo que luego además se adapta, sino al contrario, el organismo adapta a sí en cada caso un medio circundante determinado” (2015, p. 319). Esto implica ciertamente una concepción “relacional” del organismo, en la medida en que los vínculos funcionales establecidos con el entorno son considerados constitutivos del organismo y no un “momento ulterior” a su determinación fisiológica.
Ahora bien, esta implicancia puede ser comprendida de dos maneras, dependiendo del modo en que se interpreta esta relacionalidad constitutiva del ente biológico. Desde una perspectiva que podríamos llamar “ecología tradicional”, la relación entre el organismo y su ambiente es constitutiva en un sentido débil, esto es, el vínculo organismo-ambiente es constitutivo para cualquier conocimiento que queramos tener sobre el organismo, pero su unidad continúa siendo de orden corporal: el organismo es primeramente un cuerpo que se “adapta” a un entorno determinado.
Un ejemplo de esta posición puede encontrarse en el trabajo del biólogo holandés F.J.J. Buytendijk, según el cual “la vinculación del animal con su entorno es casi tan íntima como la unidad del cuerpo” (Heidegger 2015, p. 313). Sin embargo, para Heidegger, la unidad del animal con el ambiente no debe ser pensada como “casi tan íntima” ni “igual de íntima” que el cuerpo, sino que la unidad del cuerpo está fundada ella misma en otro tipo de unidad, la cual involucra al “cuerpo” y al “ambiente” no como dos esferas ontológicamente distinguibles, sino como partes integrantes de una sola realidad dinámica.
Esto da lugar a una perspectiva que, en contraste con la primera, podríamos llamar “ecología radical”. Según esta segunda perspectiva, la relación organismo-ambiente es constitutiva en un sentido fuerte, esto es: la unidad del organismo consiste en un tipo de relacionalidad desde la cual siempre es legítimo distinguir cuerpo y ambiente, pero sólo como una abstracción analítica y posterior del complejo original. Para comprender mejor el contraste entre esta perspectiva defendida por Heidegger y la perspectiva “tradicional” puede sernos útil remitirnos al debate contemporáneo de la filosofía de la biología en torno al problema de la identidad biológica.
Históricamente en la biología han coexistido tres criterios distintos empleados para individuar a los organismos biológicos: el criterio fenoménico, el evolutivo y el fisiológico (Pradeu 2010).5 Según el primer criterio, un individuo biológico es algo que “puede verse con facilidad en el mundo” (2010, p. 249). Un ratón, un pino, un león o una anémona son ejemplos de organismos cuya forma es ostensible, de modo que podemos enumerarlos sin dificultad. El problema evidente con este criterio es que, por fuera del plano de los vertebrados superiores, se vuelve impreciso: ?es la célula un individuo? ?o el organismo multicelular? ?y qué hay de los organismos coloniales como el moho mucilaginoso?
De acuerdo con el segundo criterio, “un individuo biológico es un individuo evolucionario, es decir, una entidad sobre la cual actúa la selección natural” (2010, p. 250). Según este criterio, genes, genomas, organelas, células, organismos e incluso especies enteras serían ejemplos de individuos biológicos. Sin embargo, el criterio evolutivo nos fuerza a admitir cosas muy poco intuitivas como, por ejemplo, que en toda Sudamérica hay ocho o diez individuos llamados Eucaliptus (correspondientes a cada especie) y sólo un jaguar [Panthera onca].
Pero el criterio evolutivo adolece de una dificultad más grave aún: su plausibilidad descansa en la noción de “especie” biológica, la cual tradicionalmente ha sido asociada al genotipo. Sin embargo, la noción tradicional que asocia al individuo biológico con una secuencia específica de adn ha sido puesta en cuestión por recientes investigaciones en el campo de la microbiología.
Por ejemplo, el conjunto de bacterias comensales que residen en un organismo humano adulto y que cumplen funciones imprescindibles para su normal funcionamiento (lo que se conoce como microma humano) constituye una masa genética de unos 3 millones de genes. Esto significa que el material genético de nuestro genoma (aproximadamente 23 mil) representa tan sólo el 0,7% del material genético presente en nuestro organismo. Este hecho modifica profundamente “los paradigmas ontológicos” que prescriben nuestra concepción usual de los organismos individuales (Winslow y Schneider 2014, p. 216).
El último de los criterios, llamado “fisiológico”, define al organismo como “un todo funcionalmente integrado” (2010, p. 257). Ahora bien, ?cómo debe interpretarse dicha “totalidad”? Pradeu propone utilizar la inmunología como un criterio aceptable de individuación biológica: “la inmunología ofrece un criterio de inclusión diacrónica, esto es, lo que hace al organismo una unidad constituida de diferentes entidades en el tiempo” (2010, pp. 253-254).6 De este modo, Pradeu puede definir al organismo como sigue:
Un organismo es una totalidad funcional integrada, hecha de constituyentes heterogéneos interconectados localmente mediante fuertes interacciones bioquímicas y controladas por interacciones inmunes sistémicas que se repiten constantemente con la misma intensidad media. (2010, p. 258; 2012, p. 244)
Esta definición “ofrece una comprensión dialéctica del organismo” ya que “algunas entidades usualmente consideradas como parte del medio ambiente son, de hecho, parte integral del organismo” (Pradeu 2010, p. 260). De modo que en lugar de comenzar “enumerando constituyentes de un organismo para luego preguntar cuáles son sus interacciones” debemos reconocer que “toda entidad que exhiba patrones moleculares que activan constantemente interacciones inmunes de intensidad media es un constituyente del organismo” (Pradeu 2010, p. 261).
Considero importante remarcar dos cosas en esta definición. En primer lugar, señalar que se trata de una caracterización relacional y procesual del organismo, lo cual implica una toma de distancia respecto al sustancialismo como marco metafísico para conceptualizar los entes biológicos. Esta idea, defendida hoy en día por diversos especialistas (Ingold 2012; Guay y Pradeu 2015; Dupré 2012, 2021), se expresa bien en la siguiente imagen que proporciona Dupré:
La vida es una jerarquía de procesos. Cada nivel de la jerarquía consiste en procesos que persisten porque son estabilizados tanto por la presencia de otros procesos en niveles inferiores como por su pertenencia a procesos de orden superior. [...] en cualquier modo y donde sea que emerge, la vida es procesual. (2021, p. 65)
En segundo lugar, el hecho de definir al organismo como una totalidad funcional permite ir más lejos que el criterio fenoménico, al incluir en su definición del organismo algunos “constituyentes heterogéneos” que son usualmente considerados “como parte del medio ambiente”.
Pese a ello, queda manifiesto cómo la concepción fisiológica del organismo propuesta por Pradeu se mantiene dentro de lo que hemos llamado una concepción ecológica “tradicional” en donde la unidad privilegiada para una caracterización del organismo sigue siendo situada dentro de los confines del “cuerpo”. Pradeu está inclinado a buscar un criterio fisiológico para la individuación orgánica porque la fisiología o al menos alguna teoría fisiológica (como la inmunología)- preserva cierto “sentido común” que atribuye la coherencia y unidad orgánica a la unidad corporal (2010, p. 252).
Sin embargo, a las luces del planteo heideggeriano presentado anteriormente, la identificación entre “organismo” y “cuerpo” responde más bien a la pregnancia de un modelo sustancial que pretende situar “lo orgánico” dentro de los límites de una fisiología sustancial. Para Heidegger, si el organismo “se toma como la unidad formalizada del cuerpo o de la corporalidad, entonces justamente no se ha comprendido la estructura decisiva del organismo” (2015, p. 312).
Es aquí donde la propuesta heideggeriana da el paso hacia una ecología radical. En su enfrentamiento con el fisiologismo en la biología se revela un itinerario de alcance más profundo: una discusión filosófica con el sustancialismo, que insiste en identificar al organismo con sus caracteres “más permanentes”. Frente a esta larga tradición defendida por muchos en nombre del “sentido común”-, Heidegger intenta abrirse paso hacia una reformulación radical de la noción de “organismo”, sobre la cual ahondaremos en la siguiente sección.
3. Órgano, herramienta y movimiento
Actualmente, la química orgánica ofrece la caracterización más frecuente del organismo: lo “orgánico” refiere a la materia orgánica, esto es, la materia compuesta por carbono (C) e hidrógeno (H), los cuales, junto al oxígeno (O) y el nitrógeno (N) son considerados los cuatro elementos esenciales presentes en todo ser vivo de allí las famosas siglas “chon” que son empleadas como un acrónimo para referirse a esta constitución básica de la vida-.
Dicha concepción, ya muy extendida en ese entonces, es criticada frontalmente en los cursos de 1929: “la química orgánica es todo menos una ciencia de lo orgánico” (Heidegger 2015, p. 263). En tanto concibe “lo vivo” en función de sus partes constituyentes, la concepción bioquímica de la vida reitera el gesto sustancialista de identificar al organismo con una materia subyacente, y de este modo “la organicidad de lo viviente” queda por fuera de su propia definición (2015, p. 263), en la medida en que se busca comprender “lo vivo” en términos de lo “no-vivo” dejando afuera precisamente lo más importante: el sistema de relaciones y procesos que constituyen la organización de estos elementos químicos.
Uno podría pensar que la citología esto es, la biología celular- brinda una respuesta satisfactoria a este problema, ya que la célula es considerada “la unidad funcional y estructural de todo ser vivo” de modo que “todo animal se presenta como una suma de unidades vitales, cada una de las cuales presenta todas las características de la vida” (Epstein 2015, p. 38). Sin embargo, Heidegger nos insta a resistir la tentación de volver a identificar “lo orgánico” con un “elemento básico” presente en el organismo: “la unidad de la vida no es la célula” sino que es “su específica totalidad” la que hace a lo vivo ser concebido como un organismo (2015, p. 263).
Contrariamente a la bioquímica, el punto de partida de Heidegger es la acepción común del organismo como “aquello que tiene órganos” (2015, p. 263). Un “órgano” (del griego órganon, es decir, “herramienta”) es, a su vez, algo que “sirve para” algo el ojo para ver, el estómago para digerir, etc.-, de manera que la idea misma de “órgano” involucra una dimensión funcional que lo vincula con otros elementos al interior de un conjunto o totalidad.
En este sentido los órganos se comportan respecto a esta totalidad de un modo análogo a como lo hace el utensilio [Zeug] ampliamente analizado por Heidegger en Ser y tiempo- en el contexto de una actividad práctica determinada (2015, p. 266; 1992, p. 315). Una herramienta “es aquello que es y tal como lo es sólo en una conexión [...] determinada en cada caso por la totalidad de una situación” (2015, p. 266; 1992, p. 315). Una pluma de escribir, por ejemplo, sólo es tal en el contexto de una práctica que lo vincula con otros elementos: el papel, la tinta, etc. Tomada aisladamente, la pluma carece de una significación pragmática específica, y por ende, su carácter “de pluma” desaparece, aunque su constitución física no cambie. Y esto es así porque la pluma no puede ser concebida sino en relación con una totalidad concreta dentro de la cual recibe una funcionalidad: la pluma es un utensilio que sirve para escribir.
Esto implica la inclusión de una dimensión normativa en todo útil, ya que en la medida en que existe una función estamos legitimados a realizar juicios para determinar si la pluma funciona bien o mal. Sólo gracias a esta normatividad presupuesta en una práctica, los utensilios tienen la posibilidad de estar averiados, esto es, de tener un “malfuncionamiento”. En el mismo sentido, decimos que un ojo “sirve para ver” y esto conlleva asimismo la posibilidad de que el ojo funcione bien o mal según cumpla su función y el modo en que lo haga.
Pero hasta aquí llega la analogía entre la herramienta y el órgano, ya que para Heidegger el tipo de normatividad implicada en cada caso es fundamentalmente distinto. Esta diferencia es expresada en los Grundbegriffe del siguiente modo: mientras que el utensilio tiene una “disposición” [Fertigkeit], el órgano tiene una “capacidad” [Fähigkeit]: “la pluma como utensilio está dispuesta [fertig] para escribir pero no tiene ninguna capacidad de escribir. Qua pluma no es capaz [fähig] de escribir” (2015, p. 272; 1992, p. 322). Decir que la pluma tiene disposición para escribir significa que el criterio normativo que define un uso correcto del útil en cuestión es, por así decir, “externo” al mismo. El caso de la capacidad es totalmente distinto: “sólo hay capacidad donde hay impulso [Trieb]” (2015, p. 280; 1992, p. 334).
Esto quiere decir que en el órgano la “norma” no es algo que viene a “prescribir” el uso del órgano de una vez para siempre, sino que su funcionamiento está íntimamente ligado al proceso total que le da sentido como órgano en el curso de la vida impulsiva de ese organismo. De manera que “lo capaz aporta reglas” de modo fundamentalmente distinto a la prescripción de un útil: si bien ambos pertenecen a un plexo de relaciones funcionales, en el caso del órgano se trata “un plexo totalmente nuevo” (2015, p. 279).
Uno podría objetar rápidamente a esta observación que una pluma no es capaz de escribir “por sí sola”, sino que quien puede escribir es la persona. Del mismo modo, el ojo tampoco es “en sí” capaz de ver, sino que quien ve es el organismo. Pero Heidegger se anticipa a esta objeción observando que el ojo nunca está como “algo presente” separado del organismo, esto es: un ojo extirpado, aunque sea anatómicamente idéntico, no “sirve” para ver. Su función sólo se realiza en el contexto del empleo efectivo que el organismo hace de él esto es independiente de si el organismo está o no viendo algo: mientras duerme, el ojo todavía “sirve” para ver, en tanto que su utilidad para ver está enlazado a la totalidad orgánica a la cual pertenece. Por el contrario, una pluma está “dispuesta” para escribir incluso cuando no se la está usando.
La diferencia esencial entre la herramienta y el órgano reside, por lo tanto, en la independencia relativa de la “disposición” respecto de su empleo práctico, frente a la dependencia esencial de la “capacidad” respecto a un “impulso”. A diferencia del útil que, como vimos, adquiere una dimensión normativa “desde afuera”, el animal “no se comporta por medio de una regulación exterior”, sino que éste se mueve determinado fundamentalmente por medio de “una función auto-reguladora” (Ciocan 2003, p. 13).
Mediante el concepto de “impulso” [Trieb], Heidegger busca capturar esta dinámica autorregulada como “un modo totalmente específico de movimiento” que no puede ser reducido a una “sucesión de acontecimientos” (2015, p. 289). Movimiento orgánico y movimiento mecánico son ambos “procesos”, pero sólo el primero está articulado normativamente: un “impulso” es, por definición, un movimiento “hacia” algo, está provisto de una direccionalidad. “Huir”, “perseguir”, “cantar” o “devorar” son movimientos que no pueden explicarse “por ninguna mecánica ni matemática teóricas, por muy complicadas que sean” (2015, p. 289).
Es importante señalar que el concepto de “impulso” forma una parte central de la elaboración fenomenológica del ser del animal que pretende Heidegger. Esto quiere decir que la impulsividad es tomada como un dato fenomenológico del análisis de lo viviente y no como la “expresión” visible de alguna causa subyacente al fenómeno en cuestión, el cual habría que descubrir por fuera del movimiento impulsivo mismo tal sería, por ejemplo, el razonamiento que conduce a las distintas formas de vitalismo, así como al reduccionismo genético-. El enfoque fenomenológico le permite a Heidegger elaborar un abordaje autónomo del impulso animal como un movimiento autorregulado que caracteriza a todo organismo en general, sin la necesidad de apelar a elementos ontológicamente “básicos” que le sirvan de fundamento.
Por lo tanto, la categoría de “impulso” designa la unicidad singular de un proceso orgánico, que es ontológicamente diferente a una mera sucesión de estados.7 El impulso que, en tanto definido como un tipo de movimiento debe ser distinguido del “instinto” o cualquier disposición psicofísica- aparece, entonces, como una condición de posibilidad del órgano mismo, y por consiguiente, del organismo como tal.
4. Organismo y ambiente: la “morfología extendida” de Heidegger
Pero Heidegger extrae una consecuencia aún más radical de este carácter impulsivo del movimiento biológico. Todo movimiento impulsado tiene el carácter de un “recorrido” [Durchmessung], esto es, de “una dimensión en sentido formal” (2015, p. 280; 1992, p. 334). La dimensionalidad del impulso “es la condición de posibilidad de que el animal pueda recorrer un espacio de un modo totalmente determinado” (2015, p. 280; 1992, p. 334).
Por lo tanto, la idea de una dimensión “no tiene un significado espacial, sino más bien formal, siendo, inclusive, una condición para la espacialidad propia de los animales” (Ramos dos Reis 2017, p. 703). Dicho de otro modo, lo impulsado configura un espacio que no es una mera distribución aleatoria, sino que, siguiendo a Malpas, podríamos llamar “topológica”:
En el núcleo de la noción de lo topográfico está la idea de que las entidades y los acontecimientos no deben comprenderse en términos de una estructura interna predeterminada, puesto que son esencialmente relacionales. Las entidades y los eventos están determinados por la manera en que se relacionan con otras entidades y eventos. [...] No obstante, la relacionalidad a la que me refiero aquí está, a su vez, condicionada [...] por la regionalidad. Así, las relaciones no se ramifican de manera infinita, sino sólo dentro de ciertos límites. El holismo se ve siempre condicionado por el regionalismo. (2015, p. 217)
Aquí es donde la embriología se radicaliza a través del aporte de la ecología (en una interpretación radicalizada): el organismo no está “simplemente allí” en un ambiente, sino que éste constituye su morfología propia: el “espacio de vuelo” de un ave o “el espacio específico que tiene un pez” son espacios “totalmente distintos unos de otros” (2015, p. 217). Dichos espacios, configurados en el curso del movimiento orgánico, no son meras porciones de un espacio físico homogéneo, sino que constituyen “regiones”. De allí se deduce que el empleo que hace Heidegger de la dimensionalidad es susceptible de ser interpretado en los términos topológicos propuestos por Malpas, en tanto que la dimensión en cuestión es constitutiva de aquello que la atraviesa, y no un mero contenedor externo.
Volviendo al ejemplo anterior, puede decirse que el modo en que un organismo se vincula con el espacio es totalmente distinto a, por ejemplo, el modo en que lo hace el utensilio. El utensilio “está” en un espacio normativo que, sin embargo, no es configurado primariamente por él mismo, mientras que el organismo configura activamente ese espacio mediante el movimiento impulsivo. La “dimensionalidad” del órgano significa que su acción normativa se da al tiempo que recorre el “espacio vital” del animal, su “región” propia.
La identificación entre un organismo y su movilidad constituye el núcleo de una conceptualización dinámica y relacional del organismo en donde “los cuerpos, en tanto organismos [...] son su movimiento” (Ingold et al. 2016, p. 30). La radicalización de esta propuesta consiste en comprender la constitución morfológica que incluye la fisiológica- como una función del movimiento del animal mismo, a punto tal que “el problema del espacio animal [tierischen Raumes] [...] no puede abordarse en absoluto por aislado” (Heidegger 2015, p. 296; 1992, p. 354). De modo que la unidad fisiológica del organismo, así como la unidad del ambiente propio [Umwelt] de este organismo son articulados por una unidad en el movimiento y sólo porque esta unidad está presupuesta es que podemos darle un sentido tanto la unidad fisiológica de los órganos como a la unidad ecológica del ambiente.
“Cuerpo”, “movimiento” y “medio ambiente” son absolutamente inescindibles y no pueden ser pensados como “momentos” separados secuencialmente en la vida de un animal: primero el cuerpo, luego un ambiente, después el movimiento en ese ambiente desatado por impulsos. Esta totalidad estructural “no es en absoluto un modelo espacial, sino fundamentalmente una estructura relacional del ser del animal” (Buchanan 2008, p. 93).
La radicalidad de este planteo fuerza objeciones naturales: ?acaso no se puede hablar de un mismo cuerpo que atraviesa diferencias en el ambiente y, más aún, exhibe distintas conductas? ?No es el cuerpo lo más “esencial” al animal, en contraste con la multiplicidad de acciones y locaciones posibles? Siendo esto último cierto, el punto permanece intacto: la determinación de lo que llamamos “cuerpo” como lo “esencial” al organismo no se sigue de esta diferencia entre una relativa “permanencia” del cuerpo frente a la “multiplicidad” de ambientes y acciones, sino que es consecuencia de una interpretación sustancialista que ya ha consignado la subsistencia como el rasgo ontológico definitorio del organismo como tal.
Para Heidegger, es posible suspender esta tesis sustancialista sin que ello implique abandonar todo concepto de una morfología. Lo que es necesario es desembarazarse de cierta tradición que concibe la “forma” de un organismo como una estructura subyacente a la variabilidad conductual y ambiental, y repensarla como el conjunto de movimientos impulsivos que contribuyen a la conformación de una estructura fisiológica y de una región ambiental propia. Dicho en un lenguaje “procesual”, debería decirse que la morfología de un organismo no se circunscribe a una estructura fija o delimitable, sino que se corresponde más bien a la forma de un proceso, es decir, a la relativa estabilidad de un conjunto de interacciones causalmente relevantes.
En la apropiación heideggeriana de la embriología hay, por así decir, una “morfología extendida” en el sentido de que la morfogénesis del órgano es un proceso que continúa incluso después del nacimiento del organismo. Heidegger propone tratar la morfología en un sentido radicalmente amplio: la forma de un paramecio, por ejemplo, no es el producto de un diseño previo, sino un proceso siempre con-formante, una “constitución dinámica” (Ramos dos Reis 2017, p. 703) que no “se acaba” con la conformación visible y sólida de una membrana, sino que continúa en el desarrollo de la vida del animal.
En el Paramecium, como en la mayoría de los protistas, esta dependencia entre morfología y movimiento es especialmente notoria. Los paramecios se alimentan de pequeñas bacterias y algas marinas, y para ello tienen una estrategia peculiar: una “parte” del organismo (llamado “citostoma”) comienza a moverse con mayor intensidad que las otras partes, generando así una corriente de agua hacia el interior del paramecio, lo cual permite el ingreso de alimento en el organismo. Sólo entonces el citostoma cumple la función de una “boca”. Pero en su interior no hay aún un sistema digestivo dispuesto a digerir el alimento: sólo cuando se ha acumulado una cierta cantidad de partículas de alimento en su interior, el paramecio “genera” una vacuola digestiva que servirá de estómago.
Esto ejemplifica la dependencia estructural entre los “órganos digestivos” y el curso de movimiento impulsivo que denominamos “alimentación”. Si esto es así, es inexacto decir que el citostoma “tiene la capacidad” de absorber alimento, o que la vacuola “es capaz” de digerir, por el contrario, la posibilidad de digerir de la vacuola está dada por su papel específico en el movimiento alimenticio del paramecio, y no por su “constitución fisiológica”. De allí Heidegger extrae una de sus famosas tesis centrales: “no es que el órgano tenga una capacidad, sino que la capacidad tiene órganos” (2015, p. 273).
Es evidente en este punto que Heidegger está haciendo un uso filosóficamente relevante de los resultados de la embriología, en especial si tomamos en cuenta que fue durante esos años que la Escuela de Embriología de Friburgo (de la mano de Hans Spemann) probó experimentalmente la existencia del proceso conocido como inducción embriológica.
En la embriología se conoce como “inductor embriológico” a aquel conjunto de células o tejidos que, mediante diferentes mecanismos bioquímicos, produce una transformación en otro grupo de células adyacente (denominado “respondedor”) provocando así un efecto organizador en el conjunto. Fue precisamente Spemann quien, durante sus años en Friburgo, probó mediante técnicas de microcirugía la existencia de una “capacidad organizativa” [organisatorische-organisiriende Fähigkeit] de ciertas células durante el desarrollo embrionario, cuya acción es capaz de inducir una dirección específica en el desenvolvimiento del conjunto (Ramos dos Reis 2017, p. 700).
Mediante la noción de “capacidad” [Fähigkeit], Heidegger ofrece una interpretación ontológica del concepto biológico de “capacidad organizativa”, a la vez que extiende su uso más allá del proceso inicial de la morfogénesis, hacia una descripción generalizada de la dinámica orgánica como tal. Una vez más vemos el modo en que Heidegger articula ciencia y filosofía: los experimentos llevados a cabo con diferentes organismos (anfibios, equinodermos, protozoos, etc.) dan lugar a un proceso de cuestionamiento de orden ontológico en el cual se hace necesario interrogar por la capacidad organizativa del “todo” implicado en el desarrollo del organismo, y esto a su vez tiene consecuencias sobre el modo de comprender la naturaleza de esa totalidad, y por ende la “esencia” de “lo orgánico” en general.
El caso de los protistas constituye para Heidegger un fuerte argumento a favor de la tesis de la prioridad ontológica de la capacidad respecto al órgano: “los microorganismos protoplasmáticos unicelulares no tienen forma ni estructura. No muestran una forma animal fija. [...] Tienen que configurarse en cada caso por sí mismos sus órganos necesarios, para luego volver a destruirlos” (2015, p. 275). De esto “resulta concluyentemente que las capacidades de comer, de digerir, son anteriores a los órganos respectivos” (2015, p. 275).
Esta conclusión, por supuesto, no se circunscribe a los protistas: incluso “allí donde los órganos surgidos quedan fijos y donde se anuncia una forma animal duradera” como en los mamíferos- no debemos pensar al órgano como “algo presente que se mantiene a través del cambio de toda la vida del animal” y que, al compararlo “con la relativa multiplicidad de aquello que el animal puede lograr” gracias a éstos, nos inducimos a pensar que los órganos son algo “más permanente” que las múltiples acciones del animal en su entorno (Heidegger 2015 p. 276,). Aunque los órganos parezcan perdurar y estar presentes, sin embargo, sólo son tales en el modo de ser que llamamos “vida”:
El ojo del insecto, y así también todo órgano, y de modo correspondiente toda parte orgánica del órgano, está determinado en su carácter de realización por estar puesto al servicio de la capacidad de ver del insecto, es decir, que, por así decirlo, está introducido como algo no independiente entre el medio circundante y el animal que ve, pero no introducido desde fuera, sino por la capacidad respectiva por vía de su recorrer impulsivo. (2015, p. 282)
La visión extendida de la morfogénesis proporcionada por Heidegger tiene “tremendas implicaciones” en relación con la noción de “organismo”: el cuerpo, aunque no es dispensable, deja de ser “el límite primario que aúna el organismo individual en una unidad autosuficiente” (Buchanan 2008, p. 95). En el fondo, la extensión de la morfología y la morfogénesis es la consecuencia de haber desmantelado el modelo sustancialista del organismo a favor de una mirada relacional y procesual, y llevada ésta hasta sus últimas consecuencias filosóficas, en donde “un organismo no es un elemento discreto, contable y estable del mundo viviente tal como lo supone la ontología sustancialista [...] sino más bien estabilidades estructurales dadas en un complejo conjunto de procesos” (Dupré 2021, p. 47).
Esto implica, a su vez, una interesante inversión en la consideración de la ilustración de Jakob von Uexküll presentada con anterioridad (Figura 1). Dentro de una visión tradicional diríamos que el dibujo de la izquierda nos muestra al Parmecium, mientras que el dibujo de la derecha es “una abstracción” de su movimiento impulsivo habitual. En la interpretación que estoy considerando, en cambio, el primer dibujo es el más abstracto porque nos presenta el cuerpo del paramecio abstraído de su espacio impulsivo, cosa que no ocurre con el segundo dibujo, donde el paramecio es identificado con el movimiento mismo, el cual no es una mera sucesión, sino una totalidad dinámico-topológica compuesta por el conjunto de movimientos impulsivos cuya interrelación constituye lo que (abstractamente) llamamos “cuerpo” y “ambiente”.
Mediante su movimiento, el organismo vivo “constituye un ambiente” al mismo tiempo que el ambiente constituye al organismo en su totalidad. Y es en este tipo específico de movimiento donde radica, para Heidegger, la “esencia” de la animalidad: “toda vida es no sólo organismo, sino, igual de esencialmente, proceso, es decir, formalmente movimiento” (2015, p. 320).
Es precisamente este “movimiento” o “proceso” el que se convierte en tema central del análisis, desplazando a la superficie corporal como criterio de unidad de lo orgánico. Una vez que Heidegger disuelve los presupuestos sustancialistas del fisiologismo, la identificación entre el organismo y su superficie corporal deja de tener efecto, al mismo tiempo que el organismo es re-concebido como un conjunto dinámico de relaciones orgánico-ambientales que constituyen una dimensión normativa fundada en estructuras de movimiento pulsional.8
Al radicalizar las consecuencias ontológicas de la embriología y la ecología, Heidegger disuelve el sustancialismo biológico al mismo tiempo que busca inaugurar un camino distinto al mecanicismo y al vitalismo para abordar la naturaleza de lo orgánico.
5. Conclusión
Más allá de la singularidad del lenguaje empleado en los Grundbegriffe, la apuesta heideggeriana por una re-conceptualización radical del concepto de “organismo” no debe pensarse como un hecho filosóficamente aislado en su obra. Dicha radicalidad refleja, en efecto, todo un proceso de reformulación ontológica llevada a cabo en años anteriores, y en especial, en Ser y tiempo. Un análisis comparativo entre las posiciones de 1927 y 1929 bien podrían iluminar los orígenes de muchas de las tesis aquí tratadas. Sin embargo, dicho análisis excede los objetivos del presente artículo.
De todos modos, lo que sí debe señalarse es que esta incipiente “filosofía de la biología” la cual constituye un hecho más que singular en la obra de Heidegger- formó parte de un itinerario filosófico más vasto, el cual consiste fundamentalmente en la deconstrucción de la metafísica tradicional de Occidente. Dicho proyecto (que Heidegger nunca abandona, a pesar de modificar sustancialmente su marco teórico, metodológico y su vocabulario) tiene, en el fondo, una consecuencia relevante para nuestra discusión: la metafísica y la ciencia occidentales han estado y siguen estando enmarcadas predominantemente dentro de una tradición de pensamiento de raíz aristotélica que concibe la existencia principalmente en términos de subsistencia, es decir, como “sustancias”. Y es este sustancialismo el que Heidegger intenta desactivar en los fundamentos teóricos de la biología.
Esta apreciación es la que respalda su provocadora afirmación (hecha diez años después de los Grundbegriffe) de que “la Física de Aristóteles es el oculto y por ende nunca considerado adecuadamente- libro fundacional de la filosofía de Occidente” (1998, p. 242). Lejos de ser una mera expresión, la preocupación de Heidegger por las ciencias naturales y su relación con la filosofía es como hemos visto en este artículo- una problemática ampliamente abordada en su pensamiento.
Mediante la discusión aquí ofrecida, he intentado mostrar no solamente que debemos considerar a Heidegger como un pensador consciente de los avances científicos de su tiempo y dispuesto a entrar en discusiones filosóficas al respecto, sino también mostrarlo como un pensador más que relevante para el campo de la filosofía de la biología. En efecto, la mayoría de quienes han sostenido de una u otra forma la necesidad de abandonar el marco sustancialista para pensar la realidad biológica (y la naturaleza en su conjunto) coinciden en que tal “giro ontológico” es “extremadamente difícil” de lograr y por esta razón rara vez ha sido llevada a cabo de un modo detallado y satisfactorio (Guay y Pradeu 2015, p. 341). Es aquí donde considero que un pensador del calibre de Heidegger puede ofrecer la profundidad metafísica, la crítica sistemática y la radicalidad necesaria para avanzar decididamente en el desmantelamiento de las ideas tradicionales en torno al organismo y a la vida.