Humberto Beck [HB]: En Democracia sin atajos, señalas que “el único camino para obtener mejores resultados políticos es el largo camino participativo en el que los ciudadanos transforman mutuamente sus opiniones y actitudes para forjar una voluntad política colectiva”. ¿En qué consiste, en términos concretos, este camino participativo de la democracia?
Cristina Lafont [CL]: Empiezo con la cuestión de la democracia deliberativa, que es central en el libro. Estoy presuponiendo que la democracia deliberativa es el modelo más legítimo de democracia. Hay distintas maneras de entender cómo podemos tomar decisiones que son vinculantes para todos, decisiones que afectan nuestras vidas y todos estamos obligados a obedecer, aun cuando tengamos visiones distintas sobre qué es lo que se debería hacer. Entonces, dado el desacuerdo entre ciudadanos sobre qué es lo que debemos hacer, ¿qué justifica que se impongan decisiones coercitivas a gente que es libre y no está de acuerdo con ellas? Ésa es la pregunta democrática por excelencia. Hay muchas respuestas. Hay, por ejemplo, aquellas que dicen que la legitimidad reside en el hecho de que todos podamos votar y tengamos el mismo poder de decisión; es decir, en que el procedimiento nos trata a todos como iguales. En esa medida, agregamos los votos: la mayoría decide y la minoría tiene que aceptarlo como legítimo porque el procedimiento lo ha tratado como libre e igual. Todos hemos votado y nuestro voto ha tenido el mismo valor.
La democracia deliberativa es otra respuesta, directamente opuesta a la anterior, pues supone que el hecho de que alguien esté en la mayoría, o que se beneficie de la cultura mayoritaria, no necesariamente da legitimidad a las decisiones democráticas, por ejemplo, cuando existe la posibilidad de que se violen los derechos de las minorías. La democracia deliberativa responde de otra forma a la pregunta sobre dónde se sitúa la legitimidad democrática, si no es en el procedimiento de votar. Su respuesta es que ésta se sitúa en los debates de la opinión pública, es decir, aquellos en los que las minorías tienen la posibilidad de convencer a las mayorías, de cambiar “sus corazones y sus mentes” sobre las políticas, las decisiones, etcétera. Ganar el juicio de la opinión pública es lo que le da, realmente, legitimidad a las decisiones democráticas, no el mero hecho de que agreguemos votos y veamos aritméticamente quiénes son mayoría. Son los argumentos que puede tener incluso una minoría lo que hace que sea legítima o no una decisión.
Ahora bien, si ése es el caso, el problema es que tenemos dos criterios democráticos distintos: por un lado, el de participación; por otro, el de deliberación. Mucha gente cree que las decisiones sólo son legítimas si, en última instancia, tienen información a su favor y están basadas en los hechos. Es decir, que la razón está del lado de quienes han esgrimido buenos argumentos. De eso va mi libro. En él, analizo el argumento de que lo que se debe hacer es darle prioridad a mejorar la calidad de la deliberación. Según este argumento, para aumentar la calidad de la deliberación, para asegurarnos de que las decisiones que se toman son las que están apoyadas en los mejores argumentos, información y evidencia científica, quizá sería necesario limitar la participación, pues es muy difícil que toda la ciudadanía se informe de temas complejos y pueda tomar decisiones bien fundamentadas en temas que son muy difíciles. Además, existen los problemas de que no hay información suficiente y de que todas las personas tienen una vida propia, en la que se necesitan resolver asuntos que requieren de su atención. En resumen, este argumento sostiene que no es posible aumentar la calidad de la deliberación mientras se mantiene la participación masiva.
Esta idea ha generado, en las últimas décadas, propuestas que arguyen que, para aumentar la calidad deliberativa, es necesario disminuir la participación. Ofrecen varias opciones para lograrlo. Una es que sean los expertos quienes tomen las decisiones. Otra descansa en la organización de asambleas ciudadanas en las que se ponga en práctica el concepto que llaman “microdeliberación”, que consiste en que haya deliberación cara a cara, sincrónica, en un momento dado: por ejemplo, que veinte ciudadanos discutan con información privilegiada. Esa deliberación, argumentan, es la que es valiosa. Por tanto, esos ciudadanos serían los responsables de tomar las decisiones.
La cita de mi libro a la que te has referido es un intento radical de cuestionar la idea anterior; de demostrar que se nos ha olvidado cuál era la función democrática de la deliberación. Esta función no era simplemente conseguir los mejores resultados, sino explicarle a nuestros conciudadanos por qué pueden ser coaccionados en contra de su voluntad. El ejemplo de la pandemia ha sido muy claro: no basta con que los expertos decidan que hay que vacunarse o que hay que cerrar los negocios, es necesario convencer a la ciudadanía de las decisiones, porque éstas pueden influir de manera determinante sobre su vida. La razón por la que hay que seguir el camino participativo y convencer a la ciudadanía no es que quizás estos ciudadanos tengan mejores o peores opiniones, o porque sean los que mejor debaten en el mundo. Es porque son ellos los que van a ser los afectados. Por eso tenemos la obligación de justificar las decisiones que nos imponemos los unos a los otros.
En casos como la pandemia o el cambio climático -es decir, de grandes impactos en los que todo el mundo exige que se tomen buenas decisiones- no vamos a conseguir los resultados que esperamos si no hemos convencido a la ciudadanía, pues ella será la que deberá tomar decisiones que podrían cambiar su vida: modificar su consumo, sus maneras de transportarse, etcétera. Considerando esto, tanto en términos de resultados como de legitimidad, no podemos pensar que las decisiones se han de tomar sólo con la deliberación de mejor calidad, sino que se requiere la participación de quienes van a estar sujetos a las decisiones. Ésa, creo yo, es la vida democrática por excelencia.
[HB]: Ahora quiero hacerte una pregunta respecto a la puesta en práctica de criterios normativos: ¿cuáles son las condiciones para que, en una sociedad con un cierto sistema político pueda darse este proceso de deliberación o mutuo convencimiento? ¿Cuáles serían las condiciones ideales para que eso suceda y en dónde identificas las principales fallas en las democracias contemporáneas para alcanzar esas condiciones?
[CL]: Es un tema muy complejo y hay muchas cosas que podrían decirse pero, en términos generales, hay dos condiciones fundamentales a nivel democrático para poder tener un proceso de deliberación o simplemente de formación de la opinión pública. Esta última no consiste en un mero intercambio de argumentos abstractos, sino en un abanico más amplio que incluye cambios culturales que, muchas veces, son canalizados mediante, por ejemplo, las películas, las series televisivas, etcétera. Es decir, es importante considerar la configuración de la opinión pública para cuestiones políticas. Intervienen varios elementos como las redes sociales, los periódicos, la televisión. Todos los que participan en la configuración de la opinión pública tienen una responsabilidad enorme. Un problema gigantesco que tenemos es el nuevo modelo de negocio de las redes sociales, pues para que la ciudadanía pueda participar en un debate tiene que poder estar informada, aunque sea mínimamente, sobre las cuestiones que se discuten.
No toda la ciudadanía debe tener una opinión sobre todas las decisiones. Lo que sí me interesa subrayar es que en los debates en los que la ciudadanía no puede estar ausente es en aquellos relacionados con decisiones que impactan directamente sus derechos fundamentales. Puede haber decisiones más técnicas, que sólo afecten a determinados grupos, en las que no hay necesidad de que la ciudadanía entera tenga una opinión al respecto. Pero sobre cuestiones que impactan sobre sus derechos fundamentales, la ciudadanía debe tener siempre la posibilidad de debate y, para eso, es necesario que haya un mínimo de información. El problema de las redes sociales y de su sistema de negocios es que deriva en cosas como los “filtros burbuja”, que hacen imposible saber si lo que te está llegando es información verídica o meras manipulaciones cibernéticas.
De esta manera es imposible hacerse una opinión informada sobre cualquier cosa. Tenemos un gran problema que no teníamos antes y debemos regular las redes sociales. Cuando teníamos los periódicos tradicionales, por lo menos toda la ciudadanía tenía un foco único para identificar cuáles eran los debates. En cambio, ahora cada uno puede estar en su burbuja, escuchando sólo las opiniones con las que uno ya está de acuerdo sin saber en absoluto qué piensan sus conciudadanos. Este último es el verdadero problema, pues tenemos teorías de la conspiración y desinformación altamente accesibles, que los ciudadanos no saben distinguir de la información fidedigna. Es un enorme problema que siempre ha existido, pero nunca a esta escala. Ese problema deberá solucionarse en las próximas décadas porque, si no, la democracia es imposible.
También hay otro grave problema que debemos resolver: conseguir la inclusión de la voz de quienes están marginados y no tienen el mismo poder de acceso a la opinión pública. Lo que hace falta como mínimo en una democracia para que movimientos sociales de protesta o de activismo puedan tener resonancia y empoderarse, es la protección de las libertades de expresión, de asociación, etcétera. Las libertades deben ser lo suficientemente fuertes como para permitir que las voces realmente se escuchen y no sean reprimidas. La ausencia de estas condiciones es un problema que estamos viendo con la caída de democracias liberales en el autoritarismo, como en Hungría, con la presión hacia periodistas o la represión de movimientos sociales. Estas condiciones hacen imposible que exista un proceso de transformación de la opinión pública.
Estos problemas de inclusión, participación y desinformación siempre han existido. Desde Platón, se planteaba la existencia de estos problemas en las democracias. La diferencia radica en las condiciones propias de la época actual, donde hay recursos más peligrosos. Por ejemplo, la amenaza que significan la inteligencia artificial y las nuevas redes sociales en ausencia de modelos eficaces de regulación. Es muy importante regular, pero también lo es considerar el peligro de la censura por parte de los gobiernos. Mi miedo es que podamos crear soluciones que, lejos de solucionar los problemas, empeoren las cosas. Que no podamos resolver estos problemas de una manera que beneficie a la democracia y a la ciudadanía.
Mi intención es que procuremos que las propuestas de reforma se dirijan y redunden en empoderar a la ciudadanía, y evitemos crear atajos que sean utilizados por los poderosos para impedir que la ciudadanía realmente pueda participar en los procesos deliberativos.
[HB]: Ahora quiero preguntarte sobre estas visiones de la democracia que denominas “atajos” para darle la vuelta a la deliberación pública y que dan título a tu libro. A lo largo de los capítulos, expones cómo estas visiones que presentan shortcuts o atajos pueden ser más bien un riesgo para la democracia. Específicamente, hablas del riesgo de lo que llamas la “interpretación lotocrática” de la democracia, que se refiere a la toma de decisiones por cuerpos deliberativos integrados por sorteo o lotería. Esta interpretación pretende formular reformas para combatir el déficit democrático, pero argumentas que, más bien, podrían terminar profundizándolo. ¿Cuáles son esos atajos a los que te refieres y por qué son un riesgo para la democracia?
[CL]: Hay dos riesgos, dos atajos tradicionales y bien conocidos por los que trabajan las teorías de la democracia. El primero es pensar que lo que hay que hacer es tomar decisiones basadas únicamente en el voto de la mayoría y que esas decisiones son legítimas por ese mero hecho, aun si la mayoría es capaz de violar derechos y libertades fundamentales de las minorías. Este atajo es bien conocido y ha sido un problema desde siempre. Sin embargo, con el populismo, vuelve a tener auge la idea de que hemos estado dominados por las minorías y que ahora el pueblo, el verdadero pueblo, tiene que tomar sus propias decisiones en contra de las elites. Insisto, es un atajo bien conocido, pero que ahora revive con el populismo y que, además, se enfrenta al atajo contrario: el tecnocrático.
El atajo tecnocrático tiene que ver con las elites y parte de la premisa de que la minoría debe gobernar porque es la única que sabe cuáles son las decisiones correctas. Es la idea según la cual la mayoría de la ciudadanía es ignorante, de modo que, si dejamos que gobierne, como quieren los populistas, va a tomar decisiones horribles, la economía colapsará, etcétera. Estos dos atajos, el mayoritario y el tecnocrático, son conocidos. Son peligros que están ahí desde que la democracia existe como concepto: que gobiernen las mayorías contra las minorías o que gobiernen las minorías contra las mayorías.
El riesgo lotocrático, por el contrario, es nuevo, aunque quienes defienden esta interpretación de la democracia sitúan su origen desde Atenas. Nadia Urbinati y yo estamos escribiendo un libro contra esta interpretación, mostrando que no es cierto que estaba presente en Atenas pues, aunque se hacía uso de las loterías, nunca se decidió la integración de la Asamblea Legislativa a través de ellas. Se utilizaban, más bien, para lo que nosotros llamaríamos asambleas judiciales o de revisión. Ahora bien, al margen de si tiene un pedigrí histórico en Atenas o no, lo que me resulta realmente peligroso no son las propuestas extremas de lotocracia, pues considero que no son inminentes y no van a ocurrir. Harían falta enmiendas constitucionales en todos los países. Lo peligroso es la mentalidad lotocrática, la nueva manera de pensar que esa práctica sería legítima democráticamente. Esa manera está infectando a gente cuyas propuestas son moderadas. Esta visión consiste en que, mediante la lotocracia, es posible tener una mezcla perfecta de participación ciudadana y calidad de las decisiones.
La promesa lotocrática sugiere que podemos tener lo mejor de los dos mundos: que las decisiones estén basadas en buena información y deliberación y que sean también representativas de la ciudadanía. Todo esto como producto de la organización de asambleas en las que ciudadanos ordinarios son elegidos por azar, de modo que haya una muestra representativa de los valores, los intereses y las distintas visiones de la ciudadanía. En esta interpretación, se descarta así la tecnocracia, puesto que no son las elites las que están informadas y gobiernan, sino que se informará a ciudadanos ordinarios como tú o como yo para que sean ellos quienes tomen decisiones. Es decir, se les colocará en una circunstancia en la que sea posible deliberar y aprender unos de otros.
Normalmente esto es muy difícil de conseguir, porque con las redes sociales o la televisión, nunca oímos las voces de gentes diferentes a nosotros, de modo que no sabemos qué les pasa o qué problemas tienen. La interpretación lotocrática propone la idea de que, con instituciones basadas en la lotería en las que se reúnen ciudadanos ordinarios, podemos tener el mejor de los dos mundos: son como nosotros y no forman parte de la elite, pero además pueden deliberar e informarse; por tanto, lo mejor es que tomen las decisiones, mientras nosotros simplemente esperamos.
Este tipo de propuesta está ya inspirando la organización de asambleas ciudadanas en muchos países del mundo. Algunos son pioneros, como Bélgica, donde se están institucionalizando. Hay otros ejemplos, como Irlanda, donde se han planteado como base para enmiendas constitucionales sobre el aborto y el matrimonio homosexual. Las asambleas integradas por sorteo tienen el aura democrática que les brinda el hecho de que quienes participan son ciudadanos ordinarios y se piensa, por tanto, que representan a la ciudadanía en su conjunto. Me produce miedo que la gente se confunda y considere esta forma de tomar decisiones como democrática y participativa.
¿Por qué la propuesta lotocrática es un atajo a la democracia? No se puede llamar participativas a esas asambleas cuando se tienen que limitar a cantidades de entre 60 y 200 ciudadanos para que puedan deliberar. Es lógico que, si tienen que deliberar sincrónicamente, cara a cara, no es posible reu nir en un mismo espacio, por ejemplo, a los 300 millones de ciudadanos que tiene Estados Unidos. Para que sea factible, deben ser entre 60 y 200. Pero si se representa a una ciudadanía de 300 millones con 200 personas y ellos son los que se informan, deliberan y toman las decisiones, no se puede decir que se trata de un ejercicio participativo, porque se limita y excluye necesariamente al resto de la ciudadanía. Puede ser que esas asambleas sean representativas (en el sentido de que puedan tener gente de diferentes géneros o clases), pero no son participativas si los restantes 300 millones que quieren participar no pueden hacerlo. Es un atajo por antonomasia asumir que quienes resulten sorteados serán los informados y los que van a deliberar, mientras todos los demás deben aceptar ciegamente sus decisiones, sin saber por qué deben asumir las consecuencias y sacrificios que conllevan las decisiones políticas importantes. Imagina las conse- cuencias de tomar decisiones respecto al cambio climático o cualquier otro asunto importante bajo la premisa de fiarnos ciegamente de ese grupo de ciudadanos.
En las democracias electorales estamos representados porque los actores por los que votamos nos han dicho qué es lo que van a hacer. Yo no estoy representada por ser mujer, o de clase media, o académica. Yo estoy representada porque he votado por el partido que dice que va a atajar el cambio climático de cierta manera, o porque hará una cierta cosa u otra. Esto, y no las características de adscripción, es lo que unifica a la población: no el ser mujer, ser de clase media o vivir en una cierta localidad, sino saber que se comparte una visión dadas las opciones de los partidos y sus propuestas. Así, unificamos gente de todo tipo: viejos, jóvenes, mujeres, hombres de toda clase. Esa manera de representación es política, porque se basa en lo que tienen en común todos los que votan igual. Esa visión política no es compatible con la lotocracia, en la que ya no se elige qué es lo que se quiere que haga alguien, sino que la lotería selecciona a quiénes van a decidir y ellos son libres de hacerlo sobre cualquier base, sin estar comprometidos a nada.
Esta visión de que se nos representa por compartir características adscriptivas, aunque el representante tome decisiones con las que no coincidimos políticamente, es un peligro en sí misma. Es un cambio de visión con respecto a las democracias electorales, que se basan en la idea de que somos capaces de votar y elegir porque conocemos ex ante el sentido de las decisiones que se van a tomar. Eso no se puede tener en la lotocracia. La idea de tomar un atajo, de que unos pocos decidan sólo sobre la base de que están informados es, en mi opinión, antidemocrático. Resulta preocupante que muchas personas que se consideran demócratas radicales estén a favor de esa agenda porque creen que es democrático. Pero esta propuesta podría desmantelar la democracia todavía más de lo que ya lo está.
[HB]: En tu libro propones una interpretación participativa de la democracia deliberativa y el argumento es, según entiendo, que esta interpretación participativa sería la más fiel al ideal de la democracia como autogobierno. ¿Puedes describir cuáles son los principales aspectos de este ideal de autogobierno y cómo puede encarnar mediante la interpretación participativa de la democracia deliberativa que propones?
[CL]: En mi opinión, lo fundamental en el ideal democrático de autogobierno es la idea de que la ciudadanía tiene que poder identificarse con las decisiones políticas que se toman: aceptarlas como propias y, en esa medida, aceptar las consecuencias, los riesgos y los sacrificios involucrados. Para eso es necesario que haya un conjunto de instituciones, un sistema de gobierno democrático, que asegure que en última instancia sea la ciudadanía la que toma las decisiones fundamentales.
Una forma de organización es participativa cuando incluye a la ciudadanía en su conjunto. En el diseño de la democracia electoral está garantizado que la decisión más importante que se puede tomar -en qué dirección nos vamos a dirigir- la tome la ciudadanía en su conjunto, colectivamente, en igualdad de condiciones. Lo que se pretende es que, basados en el principio de que una persona es igual a un voto, todos, colectivamente decidamos qué visión política va a ser la predominante. Como esto lo decide toda la ciudadanía, en la cual hay personas con opiniones muy diferentes, diseñamos el espacio político de manera que muestre cuánta gente está a favor de la visión de cada partido y por cuánto margen. Estamos tan acostumbrados a mirar sólo los fallos de la democracia electoral que se nos está olvidando lo importante: por limitado que esté el ámbito de opciones, es la ciudadanía toda la que cada tantos años, dentro de las opciones de los partidos que hay, decide qué riesgos correr.
Por ejemplo, en Estados Unidos es muy claro cómo deciden los estadounidenses, porque cuando un partido ha ganado una mayoría absoluta y controla las tres ramas del gobierno, en las siguientes elecciones intermedias el partido de la oposición gana una de ellas, o gana el Senado. En contraste, en España, después de la dictadura, el Partido Socialista [Partido Socialista Obrero Español] fue capaz de cambiar el país completamente porque tuvo mayoría absoluta tras mayoría absoluta. Esas diferencias dicen cómo, aunque es cierto que todo es muy limitado e imperfecto, es la ciudadanía la que toma la decisión, la que dice cuánto poder quiere darle a un partido.
Si no están presentes las condiciones que mencioné, no se está en una democracia. Lo que llamo participativo considera dos aspectos: tanto quién toma las decisiones fundamentales como con base en qué opiniones las toma. Si queremos buenos resultados, tenemos que luchar junto con la ciudadanía. Cambiar sus opiniones, cambiar sus “corazones y sus mentes” hasta que pueda identificarse con las decisiones que le parecen mejores.
[HB]: En términos históricos, ¿cuáles serían ejemplos concretos de este proceso de deliberación pública que transforma los pareceres de una comunidad?
[CL]: La discusión sobre el matrimonio homosexual en Estados Unidos es el ejemplo que sigo en el libro por varias razones. En primer lugar, es un caso exitoso que muestra cómo las instituciones han funcionado en momentos en los que no parecía que fueran a funcionar. Elijo este ejemplo, porque se trata de la lucha exitosa de una minoría por persuadir a la mayoría. En segundo lugar, este ejemplo es relevante porque se ocupa de un tema de derechos fundamentales. No considero que todo el mundo deba tener una identidad política o estar involucrado políticamente, pero creo que sí se debe estar involucrado cuando lo que está en juego son derechos fundamentales. Quizá para materias más ordinarias, que sólo afectan a determinadas áreas de un país, puede que mucha gente no se involucre pero, cuando están en juego los derechos constitucionales, todos deben involucrarse, y sobre todo los que consideran que hay derechos que están siendo violados, pues ellos deberán convencer a gente que está más allá de su propio grupo.
En el libro sigo el ejemplo del matrimonio homosexual muy detalladamente porque se trata de una minoría persistente, de un tema de derechos fundamentales y porque participaron todos los grupos de la opinión pública relevantes, pues el caso duró décadas. La pelea legal por mostrar que era inconstitucional la prohibición se desarrolló a lo largo de dos décadas, de 1993 a 2015. Existió, por un lado, el activismo político y, por otro, el activismo cultural, que consistió en concientizar a la población mediante la televisión, las películas, los libros, para que perdiera el miedo a las personas homosexuales. También contribuyó el hecho de que las personas “salieran del armario” para hacerse visibles. Todas esas peleas son fundamentales. No es posible restringirse únicamente a la pelea política o incluso legal. La idea de que la pelea fue sólo legal y que la Suprema Corte es la que les dio los derechos es absurda.
No se puede legislar a través de un tribunal supremo en contra de las opiniones de la mayoría, y la comunidad LGBT lo sabía perfectamente. Por eso primero tenían que conseguir un cambio cultural, conquistar los corazones y las mentes de la gente para que cambiaran su opinión sobre ellos, por ejemplo, mostrando que cuando las parejas homosexuales tienen hijos adoptivos a los niños les va fenomenal y, de hecho, mucho mejor que a la media de los niños de parejas heterosexuales.
Lo que sucedió fue un cambio de opinión radical. Hubo momentos de retroceso, claro. La comunidad LGBT estaba muy dividida, porque siempre está presente el peligro del retroceso derivado de que la opinión pública esté en contra. Lo que ayudó fue la constitucionalización del debate, es decir, que pasara de ser un debate sobre el significado del matrimonio (qué opinamos sobre el matrimonio basados en ideas religiosas o culturales) a uno sobre derechos fundamentales. En ese contexto, sí es discriminatorio no permitir que las personas se casen con base en su orientación sexual. Al cambiar el debate y volverlo un debate sobre esa cuestión únicamente, porque esa era la única cuestión sobre la cual el tribunal podía decidir, la gente cambió de opinión sin cambiar de opinión. En el libro documento los cambios de opinión en torno a la decisión del tribunal desde 2012, que fue el momento de más rechazo, hasta 2015, cuando se presenta un cambio radical de opinión. Después de este cambio, había casi 58% a favor del matrimonio homosexual. Ahora es 70%.
Aun así, muchos siguieron pensando que la homosexualidad es un pecado y están en contra de ella. Es decir, no cambiaron su opinión sobre la práctica del matrimonio homosexual, sólo sobre si debería ser ilegal, que era fundamental porque de ello depende si nos coaccionamos los unos a los otros. Podemos todos tener opiniones sobre qué están haciendo los demás y si nos gusta lo que hacen o no, pero la cuestión cambia cuando nos prohibimos hacer cosas: ¿quién tiene derecho a tomar esa decisión y por qué? Ese grupo pequeño de personas que todavía mantiene sus visiones religiosas sobre el matrimonio, pero que opinó que no tenía derecho prohibírselo a otros, fue el que hizo la diferencia fundamental.
Este ejemplo muestra cómo en un debate en el que se involucran derechos fundamentales, si se tiene apoyo tanto político como legal, se puede conseguir el cambio de los corazones y las mentes. Hay, por supuesto, muchos casos en los que este efecto positivo no sucede pero, en los que históricamente ha sucedido y para todos los derechos que hemos conseguido, las opiniones empezaron siendo visiones de la minoría, desde los abolicionistas de la esclavitud hasta el derecho de las mujeres a votar. Todos los derechos que se han conseguido empezaron siendo una visión minoritaria. ¿Cómo se ha conseguido que pase a ser mayoritaria? Sólo puede ser a través de cambios en la opinión pública, pero para eso deben tenerse instituciones que puedan apoyar ese cambio.
[HB]: Creo que este ejemplo es muy interesante porque ilustra muy bien la relación que hay entre la democracia deliberativa y el cambio cultural pero, ¿cuál crees que debe ser la postura de un Estado democrático al respecto? ¿Debe activamente promover el cambio cultural o limitarse simplemente a que sus instituciones reflejen de manera responsiva los cambios culturales que suceden ya de hecho en la sociedad? En otras palabras, ¿debe el Estado promover el cambio social o sólo limitarse a reflejarlo?
[CL]: La promoción del cambio cultural por parte del Estado es peligrosa por el enorme poder que tienen los gobiernos, por ejemplo, en el área de la educación. Ahí creo que hay que andar con cuidado, porque un gobierno con una determinada agenda cultural tiene un poder enorme de configurar, por ejemplo, la enseñanza primaria. Es muy importante que todo gobierno fomente la actitud crítica y reflexiva, la capacidad de tener opiniones propias y no el adoctrinamiento en una agenda particular. En el ámbito educativo estamos hablando de individuos que no son adultos, sino niños que son influibles. Pero, fuera del ámbito de la educación, creo que los gobiernos pueden estar perfectamente comprometidos con causas relacionadas con el aumento de libertades y derechos. Me parece que los gobiernos tienen que fomentar derechos y ver si convencen a la mayoría de la ciudadanía o no. Es muy importante que esto último sea compatible con el fomento de la actitud crítica de los niños y los adolescentes, en vez de simplemente darles una agenda determinada.
[HB]: La siguiente pregunta es sobre la temporalidad de la democracia. Sobre todo en su interpretación deliberativa, ésta implica un juego de sincronización de temporalidades. Por un lado, está la temporalidad más pausada del cambio cultural, del cambio histórico. En tu libro, cuando presentas la democracia deliberativa, muchas veces utilizas la frase “con el tiempo”, por ejemplo: “con el tiempo, las luchas políticas pueden llevar a un acuerdo”; “con el tiempo, la deliberación puede transformar las mentes y los corazones”, etcétera. Pero también está el tiempo más acelerado de los ciclos electorales. ¿Cómo se conjugan estas diferentes temporalidades?
[CL]: Lo importante es que no perdamos de vista dónde está el locus de la legitimidad. Hay que fijarse necesariamente en las decisiones que se toman en la temporalidad electoral, porque un gobierno toma decisiones sólo durante los años en los que está en el cargo. Pero estamos tan pendientes de este punto que se nos olvida qué es lo que está haciendo que los resultados electorales vayan en una dirección o en otra. Tener únicamente esa perspectiva es peligroso porque deja fuera otros aspectos importantes, como queda claro con el ejemplo de los avances y retrocesos en los derechos relativos al matrimonio homosexual. Si sólo estás pendiente del ciclo electoral, no ves los temas presentes en la otra temporalidad. ¿Cómo es que nadie cuestiona el matrimonio interracial cuando fue un debate tremendo y hasta sangriento en Estados Unidos? Ha desaparecido: ya no es un tema, al igual que muchos otros.
Es verdad que tenemos el problema de derechos que están en disputa, como el aborto, pero no podemos perder la perspectiva de que, si miramos la otra temporalidad, hay debates que se han cerrado. La pena de muerte ya no es debatible en Europa y, por mucho que manipulen los políticos, es muy poco probable que vuelva. Esto mismo pasa con el matrimonio interracial y con un montón de derechos que se han consolidado, como el de la mujer a votar. Esto demuestra que sí es posible consolidar opiniones y, para darnos cuenta, es necesario adoptar la perspectiva diacrónica.
Mucha gente cuestiona el ciclo electoral porque es corto y no puede lidiar con problemas de largo plazo, como el cambio climático. Creo que está bien que sea corto, en la medida en que nos permite hacer ajustes y no arriesgar demasiado en una dirección o en otra. Eso lo podemos ver en el contraste de la democracia con regímenes autoritarios como China, donde tendrán socialismo con características chinas para por lo menos las siguientes décadas. Si les va bien o mal, la ciudadanía no puede hacer cambios y adaptar esa agenda económica, política y social. Es verdad que no se avanza tanto como se quisiera, pero hay que tener en cuenta que no se puede avanzar tanto porque montones de ciudadanos están en desacuerdo. De modo que lo que unos llaman avanzar, otros lo consideran un enorme problema. Como somos todos los que estamos involucrados, es necesario ir ajustando.
Es importante notar que el ciclo electoral no impide cambios de largo plazo, porque ayuda a canalizar y dirigir el cambio cultural que se manifiesta, por ejemplo, en los movimientos sociales. Es decir, permite que ocurra día a día la labor de cambiar los corazones y las mentes, pues se necesita que una sociedad tenga todas esas posibilidades a la vez. Entonces, las dos temporalidades pueden ser complementarias y no necesariamente opuestas o contraproducentes, aunque a veces lo lleguen a ser.
[HB]: Mi última pregunta tiene que ver con el Poder Judicial, porque en los años recientes ha adquirido un nuevo protagonismo en varias democracias del mundo, sobre todo en términos de la definición del alcance de los derechos fundamentales. Hay algunas personas que han considerado, o consideran, que esto es una forma de epistocracia, pues el Poder Judicial se percibe como un grupo minoritario de elite que decide respecto a temas que tienen que ver con toda la comunidad. Contrario a esta tendencia, en tu libro interpretas el procedimiento de la revisión judicial como un elemento de la democracia participativa y deliberativa. ¿En qué se basa esta interpretación democrática de un proceso como la revisión judicial por el que un poder no electo, como los jueces, puede incidir sobre decisiones tomadas por poderes electos, como los ejecutivos o los parlamentos?
[CL]: Es quizás una visión provocadora, pero estoy convencida de ella. Lo que hago en el libro es mirar a las instituciones democráticas desde la perspectiva de los ciudadanos. Para cada institución, la pregunta es: ¿para qué la tenemos? ¿Estamos dispuestos a defenderla o creemos que debemos suprimirla? Son preguntas genuinas que la ciudadanía se tiene que hacer con cada institución. Tenemos que mirar las instituciones y preguntarnos si su razón de ser está justificada o no. Si no lo está, hay que cuestionarnos si las podríamos quitar.
¿Para qué, entonces, podría una comunidad democrática tener algo como la revisión judicial? La conclusión que saco en el libro e intento demostrar con el ejemplo del matrimonio sexual es que necesitamos esa institución -que es una institución contramayoritaria- porque está involucrada en la interpretación de qué derechos y libertades fundamentales tenemos. Los ciudadanos necesitamos una institución que permita revisar y, por tanto, cambiar, decisiones mayoritarias sobre la dimensión de nuestros derechos fundamentales en la medida en que nunca sabemos cuándo vamos a estar en minoría y la mayoría va a tener visiones que impliquen violar nuestros derechos. Lo que necesitamos es tener ciudadanos reacios a estar simplemente sujetos a la obediencia a las mayorías y conscientes del derecho a contestar una decisión mayoritaria. Ese derecho no puede ser solamente político, porque si estamos en la minoría política, votando siempre vamos a perder. Tiene que ser también un derecho de contestación legal amparado por una institución contramayoritaria, que me permita cuestionar la constitucionalidad de una determinada decisión, sin importar si se trata de una decisión de alto o bajo impacto.
Un ejemplo es el debate que existe en Estados Unidos sobre la exclusión de las personas trans de los baños que corresponden a su identidad de género. Es una decisión minúscula y, sin embargo, ahora mismo hay una persona transgénero de dieciséis años que está llevando el caso a la Suprema Corte, con el argumento de que la actual ordenanza respecto de los cuartos de baño es anticonstitucional.
Tenemos un caso muy claro donde la vía política no es una opción, porque las decisiones por votación política son mayoritarias. Si estás en la minoría, la vía política está cerrada doblemente: está cerrada para conseguir una mayoría y está cerrada para que la mayoría tome en serio tu problema, dado que tiene opiniones contrarias. Es gracias a un derecho a la contestación legal que en 1993, en Estados Unidos, un juez decidió que no permitir que las personas homosexuales se casaran podría ser inconstitucional. Eso puso al país entero a tener que presentar los argumentos para ganar la discusión.
La visión de la Suprema Corte como una institución epistocrática tiene el problema de considerar que las cortes se ciñen únicamente a los jueces. Para mí, los jueces son un derivado del hecho de que los ciudadanos deben tener derecho a la contestación legal. Esta vía tiene que ser contramayoritaria, porque en ella debe poder ganarse un caso tanto si se tiene a la mayoría detrás como si no. Eso no lo puedes garantizar de ninguna otra forma.
¿Por qué se han creado tribunales de derechos humanos transnacionales, regionales, globales? La visión epistocrática considera que la razón de ser de estas instituciones es que haya jueces que decidan por nosotros y nos digan qué derechos tenemos y los tengamos que obedecer diariamente. Mi interpretación, en cambio, responde que esas instituciones se han creado porque el debate respecto a una decisión se ha cerrado demasiado pronto. Quienes están en contra, en minoría, necesitan otra instancia.
En cualquier caso, lo que muestra ese desarrollo institucional es que necesitamos que haya una avenida contramayoritaria abierta, a través de la cual podamos reabrir el debate, volver a examinar las razones. Cuando el debate queda decidido, cuando ya hay una inmensa mayoría a favor, simplemente ya no necesitas más instancias. Ya nadie cuestiona que no debemos quemar a los presos en la estaca. Eso no es un debate abierto porque nadie lo cuestiona. Por tanto, no hacen falta más avenidas legales ni de otro tipo.
Mi interpretación de la revisión judicial explica por qué es un problema que ahora, en la Suprema Corte en Estados Unidos exista una supermayoría definida de seis contra tres. Esto es problemático porque la Suprema Corte se ha vuelto políticamente predecible al igual que el Congreso, que es predecible porque debe corresponder a lo que la gente ha votado. No sirve tener otra rama que, en vez de ser potencialmente contramayoritaria, afirme una determinada posición política. No se trata de una visión rosa sobre la intervención de los jueces. Sólo propongo cómo hay que configurar esa institución para que sea legítima.
La democracia constitucional nos permite aceptar la legitimidad de un orden social sólo en la medida en que tengamos derechos de contestación legal. Se trata de ir moviendo el debate hacia una protección de derechos cada vez mayor. El hecho de que haya jueces como instancias para cuestionar las decisiones, habilita la posibilidad, para los ciudadanos, de abrir los casos y exponer los argumentos.