Eclipsada por la abigarrada decoración de los palacios nazaríes y por el sobrecogedor espec táculo de su entorno paisajístico, su pintura mural renacentista es una de las cuestiones menos atendida por la abundante historiografía de la Alhambra de Granada. En ello radica uno de los logros del libro que voy a reseñar en adelante y que en origen fue la tesis doctoral de Nuria Martínez Jiménez, profesora del departamento de Historia del Arte de la Universidad Complutense de Madrid. Dirigida por el catedrático Antonio Calvo Castellón, especialista en pintura, fue defendida en 2019 en la Universidad de Granada y alcanzó la máxima calificación y la mención internacional. Precisamente el referido director es el autor del prólogo del libro que ahora, tres años después, aparece publicado por el Patronato de la Alhambra y la Junta de Andalucía, en el que desgrana algunas de sus logros, como su carácter interdisciplinar, ya que integra la vertiente histórica del asunto con la artística; su sagacidad al plantear las relaciones de esta pintura con la italiana que le sirvió de modelo; su vincu lación con la arquitectura sobre la que se despliega y el reflejo que en ella produjo la natu raleza que la rodea.
El delicado y amplio ciclo de pintura mural de la Alhambra, aunque cuenta con fuentes desde el mismo siglo XVI en que fue realizado, sólo comenzó a analizarse en su contexto por la historia del arte en el último tercio del XX, tanto por la belga Nicole Dacos, como por la española Rosa López Torrijos en distintas publicaciones que apuntaron su relación con Italia, analizaron los géneros representados y su vínculo con la arquitectura en la que fueron realizadas. Con posterioridad, Vicente Ruiz Fuentes, Arsenio Moreno Mendoza o José Manuel Almansa Moreno han vuelto a incidir en los referidos aspectos, han llevado a cabo aportaciones documentales y puesto de manifiesto sus relaciones con otros centros artísticos andaluces y la siempre sugerente cuestión de los grutescos.
Al partir de esta base historiográfica, puntualmente recogida en el libro, Nuria Martínez Jiménez comienza su estudio enlazando la pintura nazarí de la Alhambra con los primeros testimonios cristianos, para pasar de inmediato al análisis de la arquitectura de las nuevas estancias que se construyeron en la Casa Real Vieja, dirigidas por Pedro Machuca. De particular interés y uno de los aciertos de este estudio con respecto a anteriores es el profundo análisis que hace de la relación de Carlos V, mecenas último de la gran empresa, con la pintura italiana del momento. Gracias a sus triunfales viajes para su coronación en Bolonia y, poco más tarde, tras la victoria de Túnez, el emperador conoció de primera mano algunos de los conjuntos de pinturas murales más significativos del Renacimiento italiano, los cuales le inspiraron para recrear algo parecido en sus Palacios Reales Granadinos, que definía como “lugares amenísimos y los más bellos del mundo”, en los que pensaba “gozar la felicidad, dejando la guerra y el trabajo”. Particular significación tuvo su visita al palacio Doria de Génova y no sólo por la contratación allí de los pintores que luego trabajarían para él en Granada, sino para el conocimiento de tipologías arquitectónicas como la estufa o la loggia, de las que el arquitecto Machuca hizo logradas reinterpretaciones en la Alhambra. La obra hace también un apurado análisis de toda la arquitectura efímera y el arte festivo vincu lados a ambos viajes italianos del emperador.
Corazón del libro es el capítulo dedicado a la bottega de pintores italianos, vinculados al círculo de Rafael, que se ocuparon de decorar la Alhambra a partir de 1534, siempre en íntimo hermanamiento con la arquitectura de Machuca, tanto al interior como al exterior de estas estancias. Los más conocidos fueron Alexandre Mayner y Julio Aquiles, que primero trabajaron para el secretario imperial Francisco de los Co bos en Valladolid y luego para el propio Carlos V en la Alhambra.1 Como bien queda aclarado en el libro, Mayner fue especialista en las escenas, mientras Aquiles en los grutescos. Pero no sólo trabajaron ellos, también otros versátiles artistas, entre los que cabe destacar el polifacético y de brillante trayectoria Gaspar Becerra, aparecido en la Alhambra tras un pormenorizado rastreo documental.2
De particular interés resulta el análisis que se hace de la organización de la actividad laboral de dicho taller de pintores. De igual modo, el libro se ocupa in extenso de cuestiones materiales, instrumentales y técnicas de la pintura, poco atendidas en general por la Historia del Arte. Los pigmentos y todas las fases del proceso pictórico son explicados con detalle. Logro particular al respecto resulta la cuestión de los dibujos preparatorios, de los que es un buen ejemplo el del Candelabro grutesco y dos putti portando flores, conservado en el Metropolitan Museum de Nueva York, donde hasta ahora estaba atribuido a Andrés de Melgar, y que la autora en esta ocasión restituye a Julio Aquiles e identifica con el idéntico motivo pintado por él en la Sala de Faetón de la Alhambra. La contextualización de todo ello re sulta particularmente acertada, ya que, junto al constante parangón italiano, se hacen agu das referencias a otros ámbitos, como las pinturas del palacio de Fontainebleau.
Las pinturas murales del Renacimiento en la Alhambra resultan sugerentes por muchos motivos. Así, en esta ocasión se recalca el carácter innovador que supone su índole paisajística. Lo mismo ocurre con la pintura de batallas o con los bodegones, los cuales, al igual que el paisaje, fueron géneros que se desarrollarían con amplitud en la posterior pintura española y que encuentran en la Alhambra su origen.
El apartado más extenso del libro es el dedicado al particularizado análisis de estas pinturas, tratadas tanto en su conjunto, para comprender el ciclo iconográfico que articulan, como de forma particular. En tal sentido, recoge las que representan el mito de Faetón, presentes antes que en Granada en la Villa Farnesina de Roma, en el Palacio del Te de Mantua o en el Palacio Doria de Génova, con las que enlazan en forma directa las de la Alhambra. Las proezas compositivas de las escenas granadinas y sus elegantes figuras se analizan en este libro con esmero.
En segundo lugar, Martínez Jiménez trata el ciclo de la conquista de Túnez, donde la simbiosis entre arquitectura y pintura alcanza su culmen. Amplísimos paisajes marítimos muestran la gran flota imperial, auténtica protagonista de estas pinturas y que es tratada con auténtica delectación, de manera que creemos que resultan interesantes fuentes para la carpintería de ribera, en particular, y para la historia naval, en general. Tales barcos están representados en una verdadera cartografía tunecina en la que se insertan sugerentes detalles, como evocadoras ruinas tan caras al Renacimiento, aparte de la propia naturaleza.
En tercer lugar, el libro analiza la colección de bodegones que se encuentran en los caseto nes de las cubiertas de estas estancias imperiales, donde se despliega con sorprendente preci sión botánica y biológica un amplio repertorio de flores, frutas y aves, identificas y analizas con precisión. Por mi parte, no puedo dejar de señalar la extraordinaria calidad de las pinturas de frutas, en particular, de las que ya el poeta Luis de Góngora dijo que de “tan bien fingidas [...] no hay hombres que no burlen, ni pájaros que no engañen”. Pienso que serían dignas de parangón con los contemporáneos relieves de platos de comida del arco de ingreso de la Sacristía Mayor de la catedral de Sevilla que Juan Clemente Rodríguez Estévez ha estudiado recientemente con detalle.3
Por último, el libro aborda la decoración de grutescos del Cuarto de la Estufa, donde hace hincapié en la relación de Aquiles y Mayner con la decoración que pintó Perino del Vaga en el referido palacio Doria de Génova. Sin duda, el asunto del grutesco, ese ornamento sin nombre que trató con genialidad André Chastel, es uno de los grandes temas ornamentales del siglo XVI, cuyo estudio resulta fundamental, ya que se encuentra en buena parte de las obras del Renacimiento, tanto en España como en América.
La obra termina con un apéndice documental, que creemos será de utilidad para otros investigadores, sobre todo, en relación con la organización del trabajo y con los materiales y las técnicas artísticas.4 Merece especial mención la actualizada bibliografía del libro, particularmente rica en referencias italianas, fruto de sus estancias de investigación y de su gran conocimiento del asunto de la autora del trabajo.
Especial referencia merecen las ilustraciones del libro, de enorme cantidad, calidad y precisión, que permiten analizarlas con detalle, ver su estado de conservación y, en ocasiones, hasta los grafitis que aún pueden leerse.
Como conclusión, quiero destacar que este libro supone una visión innovadora y contextualizada de la pintura mural de las estancias imperiales de la Alhambra, pieza clave del Renacimiento en España y aún en todo su ámbito cultural. Creo realmente que resulta un verdadero modelo para el análisis de tantos ciclos de pinturas murales renacentistas a ambos lados del Atlántico que merecerían en un futuro, oja lá próximo, contar con estudios como éste.