Introducción
Una de las marcas distintivas de la vida de Bataille fue el gusto que el filósofo francés supo tener por los excesos y por las experiencias más lujuriosas y diversas. En la larga lista que bien podría describir esta marca distintiva de su vida -tan conocida como poco ocultada por el autor-, habría que incluir sin dudas sus incursiones por la bebida, el juego y el sexo -la habitualidad con la que Bataille solía asistir a los burdeles es de hecho bien conocida. Quizá la mejor definición a propósito de esta faceta de la vida de Bataille es la que Michel Leiris, amigo del propio Bataille y en su época subdirector del periódico surrealista Documents, del que Bataille también participó como secretario general, le transmitió a Michel Surya en la biografía que este último le dedicó al pensador francés: “Cuando conocí a Bataille éste llevaba ya la vida más disoluta. Era licenciado, bebedor y jugador” (Surya, 2014: 33).1
Es cierto que, para ser justos, esta calificación de la vida de Bataille como una vida disoluta, es decir, como una vida entregada a los vicios y los placeres, no debería hacernos perder de vista que a pesar de la precisión que posee para indicar lo que estamos intentando remarcar, no responde con toda fidelidad a los hechos de su biografía desde una perspectiva más general. Porque en sus años de juventud, el joven Bataille optó, luego de la muerte de su padre, por buscar en la fe y en la religión cristiana -en una vida más ascética, dicho en otras palabras- el motor de su vida. Una búsqueda que, sin embargo, fracasó: Bataille -escribe Surya en la biografía que citábamos- en aquellos años “era alguien que quiere creer, más que (..) alguien que realmente cree” (Surya, 2014: 87).2
En todo caso, entonces, esta vida disoluta y marcada por los excesos es la que distingue, para ser más precisos, al Bataille adulto. Ahora bien, lo que sí configura una certeza a propósito de este vínculo del estilo de vida de Bataille con los excesos es su relación, por demás estrecha, con su pensamiento o con su reflexión filosófica. Son pocos los autores cuyo pensamiento y cuya vida alcanzan una articulación tan profunda. Porque Bataille no sólo vivió, desde la adultez hasta su muerte, una vida de excesos. No sólo fue su vida la que estuvo marcada por los vicios y los excesos. Su pensamiento, lo más hondo de su pensamiento, estuvo también marcado por el exceso; pero va de suyo, por el exceso como objeto de reflexión filosófica.
El motivo del exceso ocupa en la trayectoria intelectual de Bataille un lugar central. El texto que, en este sentido, refleja con mayor claridad esta centralidad temática del exceso en su filosofía, es probablemente su célebre ensayo La part maudite (Bataille, 1967b). Escrito en 1949, Bataille distingue allí entre dos tipos o dos sentidos bien distintos de economía. En primer lugar -sostiene-, existe un sentido de lo que podemos llamar economía, que es aquel que se corresponde o se identifica con el uso que normalmente hacemos del término economía y que refiere al modo mediante el cual los individuos producimos y hacemos uso de la riqueza. Pero este sentido de la palabra economía, escribe Bataille, es en realidad un sentido restringido. Porque vista con el cristal o a través de esta perspectiva, como la esfera de la vida que da cuenta de la actividad mediante la cual los hombres producen y consumen -y, podríamos agregar, distribuyen- la riqueza, la economía sólo responde a un aspecto particular de una actividad más amplia y mucho más abarcadora -de la que la primera, por tanto, forma parte- que es la actividad terrestre “considerada como un fenómeno cósmico” (Bataille, 1967b: 58-59. La traducción es mía).
Este último sentido -al que Bataille llama general- de la palabra economía, el que remite a la actividad terrestre considerada como un fenómeno cósmico, alude ni más ni menos que al “movimiento en la superficie del globo que resulta del recorrido de la energía en este punto del universo” (Ibid. La traducción es mía). En este punto del universo, es decir, en el planeta tierra. La actividad económica de los hombres, la que refiere a la producción, al consumo y a la distribución de los bienes o la riqueza, es así sólo una parte, una instancia derivada de la economía en su sentido general; pues ésta “sólo se apropia -escribe siempre Bataille en La Part Maudite- de ese movimiento terrestre para ciertos fines: el del mantenimiento de la vida” (Ibid. La traducción es mía); es decir, de la vida de los hombres.
Sin embargo, existe un factor fundamental que determina por igual ambos tipos de economía -a la economía en su sentido restringido, y a la economía en su sentido general. Hay un hecho elemental, puesto en otras palabras, que explica el modo en que ambas actividades se desenvuelven y condicionan mutuamente: el excedente de energía a partir del cual funcionan y son posibles: “En la superficie del globo -escribe Bataille- la energía está siempre en exceso (en excès)” (Bataille, 1967b: 61. La traducción es mía). Se trata, en suma, de la “superabundancia” (surabondance) de energía solar que recibe la tierra para el mantenimiento de la vida. La tierra recibe siempre más energía de la necesaria para la reproducción de los organismos vivos que la habitan.
Y este excedente de energía que recibe la tierra condiciona y determina la actividad del hombre para el mantenimiento de su propia vida. La economía en su sentido restringido, por lo tanto, está también condicionada por este excedente de energía. Tanto la materia viva en general, la vida de los organismos vivos en su generalidad, como la materia viva que es el hombre, la vida humana, están atravesados por este excedente suplementario de energía que las constituye como tales, que las constituye y, por supuesto, las desborda porque las excede. Como vemos, el exceso ocupa un lugar central y preponderante en la filosofía de Bataille. Forma parte de su pensamiento, pero -decíamos también- de lo más profundo de su pensamiento o de su reflexión teórica.
Para decirlo de otro modo, de acuerdo con Bataille, el exceso no es de ningún modo un aspecto accidental de su teoría. Y no lo es en un doble sentido. Porque el tema lo ocupa y preocupa en varios textos -ya no se trata, pues, sólo y únicamente de La Part Maudite: el tema vuelve en ensayos como La Notion de Dépense (Bataille, 1967a) o en el prefacio a Madame Edwarda (1956), para nombrar sólo algunos ejemplos. Y porque conforma, si se quiere, una verdadera ontología, hace las veces de su ontología. Basta, para ir un poco más lejos y como mencionábamos más arriba, en detenerse en el prefacio a su novela Madame Edwarda -novela que le pertenece a Bataille, pero que éste firma bajo el ignoto nombre de Pierre Angèlique- para ver formulada esta ontología en forma aún más explícita; es decir, para leer ya del todo elaborado y del todo claro este estatuto ontológico que ocupa el exceso en su filosofía: “el ser -escribe allí Bataille- nos es dado en un desbordamiento (dépassement) intolerable del ser” (Bataille, 1956: 22. La traducción es mía). O mejor aún: “el exceso (excès) -escribe un poco más adelante- es aquello mismo por lo que el ser, en primer lugar, es” (Bataille, 1956: 31. La traducción y las cursivas son míos), como observábamos al principio, si la vida y el pensamiento de Bataille están tan estrechamente vinculados o articulados entre sí, es precisamente por esto; porque Bataille, para decirlo rápidamente, no sólo vivió una vida de excesos, sino porque también pensó al exceso como constitutivo de la vida, como el horizonte insondable de una ontología.
Con objeto -en suma- de situar la especificidad teórica que dicho exceso ocupa en el pensamiento del ensayista francés; la de constituir, como veremos al final del trabajo, una ontología política posmetafísica fuertemente vinculada a la práctica de la escritura, en las siguientes páginas haremos primero un breve repaso por la forma en la que el tema es abordado por Lévi-Strauss y el posestructuralismo en general, para llegar finalmente al pensamiento político posfundacional (heredero, en este sentido, del posestructuralismo), cuya vigencia y actualidad en la teoría y la filosofía política son indiscutibles.
El estatuto ontológico del exceso: de Lévi-Strauss al posestructuralismo
Lo cierto es que Bataille no fue, ni mucho menos, el único en otorgarle al exceso este estatuto ontológico y esta primacía. La reflexión a propósito del lugar ontológico del exceso cuenta con una larga tradición en el pensamiento occidental. Una tradición que incluye a Lévi-Strauss y, más ampliamente, a la disputa posterior a Lévi-Strauss; es decir, a la disputa que se desprende del pensamiento de Lévi-Strauss y que incluye al estructuralismo y al posestructuralismo, y al pensamiento político posmarxista o posfundacional.
En un excelente trabajo sobre Althusser, Emilio de Ípola (2007) va, incluso, más lejos y plantea que tanto el posestructuralismo como el posmarxismo posestructural no hicieron “otra cosa que repetir lo que el estructuralismo ‘a secas’ de Lévi-Strauss había planteado (…) punto por punto y con toda claridad” (p. 107) en su texto de 1950 sobre Marcel Mauss. Comencemos, entonces, por el principio. En la Introducción a la obra de Marcel Mauss (Lévi-Strauss, 1979), publicado -precisamente- como introducción a una serie de ensayos de Mauss compilados bajo el nombre de Sociología y antropología, Lévi-Strauss se detiene en una noción a la que el propio Mauss le dedicó una parte importante de su trabajo y cuyos resultados fueron plasmados, sobre todo, en su Esbozo de una teoría general de la magia (Mauss, 1979).
La noción a la que hace referencia Lévi-Strauss en aquel texto, es la noción de mana. En su ensayo, Mauss decribe que el mana es una palabra que tiene su origen en la región de Melanesia, pero que es común no sólo a todas las lenguas melanesias propiamente dichas, sino también a la mayoría de las lenguas polinesias. El término es estudiado por Mauss en virtud de su uso en los ritos mágicos de las comunidades primitivas que integran esta región específica de Oceanía. Sin embargo, la singularidad que presenta la noción de mana, es que ésta no sólo alude, en el contexto de estos ritos mágicos, “a una fuerza” o a “un ser” (Mauss, 1979: 122), sino que también es utilizada como sinónimo de “una acción, una cualidad, un estado” (Ibid.). Es decir; “es a la vez -aclara Mauss- un sustantivo, un adjetivo y un verbo” (Ibid.).
De una cosa, por ejemplo, se puede decir que es mana, lo que significa que tiene esa cualidad y en ese caso es una especie de adjetivo -un adjetivo que, sin embargo, no es posible ser utilizado para calificar a los hombres. De un hombre, un ser o un espíritu, en todo caso, se puede decir que tiene mana: el mana de hacer esto o lo otro. Aquí, en consecuencia, el término ya no funciona como adjetivo, sino como sustantivo; es algo que se tiene, una cosa que generalmente la tienen los individuos calificados precisamente con mana -los magos- en el contexto de un rito o un acto mana. Por último, el mana puede también hacer las veces de una acción; la acción de dar mana.
En cualquier caso, concluye Mauss, lo esencial es que la palabra subsume una cantidad de ideas que pueden designar diferentes cosas: “poder de brujo, cualidad mágica de una cosa, cosa mágica, ser mágico, tener poder mágico, estar encantado, actuar mágicamente” (Mauss, 1979: 123). El vocablo reúne así una serie de sentidos que, aunque tienen un cierto parentesco entre sí, no dejan de dar cuenta de una palabra que es “vaga y oscura” y al mismo tiempo “abstracta y general”. De hecho, Mauss sostiene que es posible encontrar en otros lugares además de en Melanesia nociones que cumplen la misma función que el mana.
Por ejemplo, entre los malayos de Detroits está el kramat; hay lugares, cosas, momentos, animales, espíritus, hombres y brujos que son kramat, que tienen kramat y que actúan con los poderes kramat. En la antigua región francesa de Indochina, los Bahnars expresan una idea análoga a la de mana cuando dicen que la bruja es una persona deng o que tiene deng. En Madagascar, la palabra hasina designa una cualidad sagrada que pertenece al mismo tiempo a ciertas cosas, a determinados seres, animales u hombres y especialmente a la reina. En América del Norte, otro de los lugares en donde es posible encontrar este tipo de vocablos, los iroqueses suelen utilizar la palabra orenda -aunque, sostiene Mauss, quizá los más famosos de todos estos ejemplos sean los términos que cultivaron los algonquinos y los sioux, que responden en el fondo también al mana melanesio y que son los términos manitou y wakan.
Ahora bien, en el texto que Lévi-Strauss le dedica a Mauss, la lectura que hace el primero difiere en relación con la función que el segundo le otorga a estas nociones en su clásico estudio sobre la magia. En primer lugar, y como es evidente, Mauss restringe la función del mana y similares a los ritos mágicos y a la forma en la que ellas operan en el contexto de esos ritos o en los ecos que ese pensamiento mágico tiene en la vida cotidiana de una comunidad. O mejor aún, tanto el mana como el resto de estas nociones que mencionábamos explican y forman ese pensamiento mágico que es propio de las comunidades arcaicas. Y en segundo lugar, y por efecto de esta misma argumentación, Mauss entiende que son nociones que se desprenden de la naturaleza arcaica de esas comunidades, por lo que sólo podrían existir en este tipo de sociedades.
Para Lévi-Strauss, sin embargo, el estudio de Mauss debería conducirnos a un análisis más profundo. La pregunta fundamental que se hace Lévi-Strauss es, entonces, si las diversas concepciones del tipo mana no están en realidad más extendidas de lo que piensa Mauss, y si ellas no indican, por lo tanto, la “presencia de una forma de pensamiento universal y permanente que lejos de caracterizar determinadas civilizaciones o “estados” arcaicos o semiarcaicos de la evolución del espíritu humano” (Lévi-Strauss, 1979: 36. Las cursivas son mías) son resultado, en realidad, “de una determinada situación del espíritu al encontrarse en presencia de las cosas (de cosas extrañas o exóticas, sin explicación en lo inmediato o desconocidas),3 apareciendo, por tanto, cada vez que se produce esa situación” (Ibid.).
Para apoyar esta hipótesis, Lévi-Strauss se sirve de dos ejemplos: uno que menciona el propio Mauss en su Esbozo sobre una teoría general de la magia, y otro que es producto de su propio trabajo etnográfico. El primero es el que se desprende de una observación del Padre Thavanet a propósito de la noción de manitou; el segundo es el que se deduce de la forma en la que un grupo de nativos de la tribu Tupi-Kawahib reaccionaron frente al regalo que los antropólogos -Lévi-Strauss incluido- les hicieron al llegar al lugar.
En ambos casos se trataba de designar un objeto desconocido o poco familiar: una salamandra a la que una mujer de la comunidad de los algonquinos le tenía miedo -a la que llamaba precisamente manitou-, y un trozo de franela roja que los nativos de la tribu Tupi-Kawahib no conocían en absoluto -y al que llamaron bicho. En fin, lo que intenta demostrar Lévi-Strauss es que efectivamente las nociones de tipo mana que analiza Mauss no sólo no pertenecen únicamente al pensamiento mágico y a las comunidades arcaicas, sino -decíamos- a una “forma de pensamiento universal”, de la que nuestras propias sociedades no están exentas, y que se ejerce frente a la presencia de objetos, situaciones o individuos que aparecen frente al observador o al actor como desconocidos, indescifrables en lo inmediato o carentes aún de nombre que los designe o identifique.
En las sociedades actuales, palabras como truc o machin cumplen en la lengua francesa esta función. En francés, truc quiere decir coso, truco -lo que lo acerca en este sentido más estrechamente al sentido del mana melanesio-, y suele también utilizarse para hablar de una persona desconocida -lo que en español designamos con el nombre de fulanito. En español, en efecto, también tenemos y hacemos uso de este tipo de palabras; el mismo término coso designa por lo general algo que o bien es desconocido, o bien lo conocemos pero no sabemos cómo nombrarlo. La palabra ángel o aura suelen también utilizarse en castellano para describir el poder o el talento -lo que vuelve a acercar a estos términos más estrechamente al uso del mana melanesio y al poder mágico que éste designa- que tiene una persona, pero cuyo origen y forma son totalmente indeterminados.
Es decir, para Lévi-Strauss de lo que se trata no es de suprimir o desatender el rol que este tipo de nociones tienen en la configuración del pensamiento mágico de las comunidades primitivas, sino en todo caso de extender su función más allá de ese rol e, incluso, de tomar esa función para designar las características mágicas de determinadas cosas, seres o individuos como parte de una función en la que esa dimensión está involucrada: la de “permitir que se ejerza el pensamiento simbólico a pesar de las contradicciones que le son características” (Lévi-Strauss, 1979: 40).
Y estas contradicciones que le son características tienen -escribe Lévi-Strauss- una forma bien precisa: en “su esfuerzo de comprender el mundo -sostiene-, el hombre posee un exceso de significados”. Como vemos, y para retomar el argumento que esbozábamos al principio, el análisis de Lévi-Strauss a propósito del mana y las diferentes nociones de este tipo en la obra de Mauss muestra el lugar ontológico que ocupa el exceso en todo sistema simbólico: es constitutivo, o pertenece a la dimensión del ser u ontológica, de cualquier sistema simbólico, y esto es así independientemente del tipo de sistema simbólico con el que estemos confrontándonos: el de una sociedad arcaica, semi-arcaica o moderna.
Si el mana, el wakan, el orenda y las nociones de este tipo vienen a “permitir que se ejerza el pensamiento simbólico”, es -en suma- precisamente porque permiten su sutura, son “absolutamente necesaria(s) para que en el total los significados disponibles y las cosas significadas señaladas guarden entre sí la relación de complementariedad que es condición esencial para el ejercicio del sistema simbólico” (ibid.). Su valor “simbólico cero”, su capacidad de designar todo aquello que aún no cuenta con un significado, lo desconocido e incluso lo mágico o inexplicable, hace posible así el cierre o la sutura del sistema, es su condición de posibilidad. Y la condición de posibilidad va de suyo del sentido mismo.
Ahora bien, como señala Emilio de Ípola -a quien retomábamos un poco más arriba-, el posestructuralismo posterior a Lévi-Strauss no hizo otra cosa que repetir punto por punto y con toda claridad lo que Lévi-Strauss ya había formulado en su Introducción a la obra de Marcel Mauss: en primer lugar, la identificación de un exceso que pertenece a la dimensión ontológica de cualquier sistema o estructura o, más ampliamente, que es constitutivo de lo real, del ser o de lo que es -o para regresar sobre los términos de Bataille, lo que es, el ser, está siempre en exceso.
Aquí los nombres y las figuras que adopta este excedente ontológico son diversas y dependen de cada autor. Pero lo cierto es que desde Lacan hasta Derrida, pasando por Althusser y demás, todos ellos se han debatido en torno a la reflexión sobre esta “ración suplementaria” que constituye a toda estructura o sistema simbólico, o más ampliamente al sentido, a la verdad, al logos o a lo real mismo. Vale la pena recordar lo que el propio Emilio de Ípola destaca en su trabajo sobre Althusser para dar cuenta de esta presencia a todas luces prematura y temprana del “problema fundamental de todo estructuralismo”, como señala en otro texto Badiou (1969: 285, nota), en el pensamiento de Lévi-Strauss y más específicamente en su texto sobre Mauss: “el problema -escribe entonces de Ípola- (…) posee una historia cuyos comienzos se remontan a cerca de una década antes de que Lacan ‘reconozca’ lo Real y doce o trece años antes de la publicación de los primeros grandes trabajos de Althusser” (de Ípola, 2007: 107).
Para continuar con la argumentación de de Ípola, si el texto de Lévi-Strauss es muy anterior a los escritos en los que Lacan reconoce lo Real -figura que precisamente vendría a encarnar este exceso ontológico del que hablamos-, es también precedente a los textos en donde Derrida reconoce la presencia de este mismo exceso o resto ontológico bajo las nociones de la huella (trace) o de la différance -la formulación de la primera se remonta recién a 1967 con la aparición de De la grammatologie (Derrida, 1967), y la segunda a 1968 con la Conferencia que Derrida dicta en la Sociedad Francesa de Filosofía (Derrida, 1972).4 En segundo lugar -decíamos-, la apertura de este vasto espacio teórico que inaugura Lévi-Strauss coincide, o haya su continuidad, con las corrientes posestructuralistas posteriores, con la identificación de un elemento o un representante (lieutenant) -dirá con algo de imprecisión, desde nuestro punto de vista, Badiou en su texto de los ´70 que mencionábamos (Badiou, 1969: 285, nota) -; es decir, un significante por caso, que se ocupa de realizar la operación de sutura del orden simbólico, del sistema o de la estructura, es decir, del sentido (Miller, 1988).
Sabemos, en virtud de lo que venimos comentando, que ese significante, ese elemento o representante que equilibra la estructura, que la sutura, es en Lévi-Strauss el significante con valor simbólico cero; es decir, el término o la palabra que señala la necesidad de un contenido simbólico suplementario al que ya tiene la cosa significada, pudiendo ocupar por eso mismo el lugar de cualquier cosa significada: el mana, el wakan o la orenda que describe Mauss en su Ensayo sobre una teoría general de la magia, pero que en el caso de las corrientes “pos”, o más en particular en el caso de Lacan o Derrida, para seguir con nuestros ejemplos, toman la forma de nociones como las de point de capiton en Lacan (Zizek, 2009 y Miller, 1988), o de la escritura bajo tachadura en Derrida -la escritura de la “a” reemplazando a la “e” en la palabra francesa différence es el ejemplo, si se quiere, más contundente.5
Sin embargo, y a pesar de esta insoslayable continuidad que une y reúne al estructuralismo con el posestructuralismo, en sus diferencias y en sus debates, que los une y reúne por lo tanto y en el sentido de que los agrupa alrededor de este problema que Lévi-Strauss formula y enuncia con toda claridad en su Introducción a la obra de Marcel Mauss, un aspecto igualmente indiscutible e insoslayable los separa: el de la posibilidad que, con la identificación de este exceso ontológico, se abre para las teorías “pos”: el de la imposibilidad final del cierre de la estructura, del sistema o del sentido; es decir, el de la inadecuación final e irreversible entre significante y significado.
A diferencia del estructuralismo, entonces, el pensamiento posterior a Lévi-Strauss va hacer de este exceso ontológico la posibilidad permanente y siempre latente, y por lo tanto nunca superable o saldable, de la subversión del sistema o de la estructura haciendo posible -para recuperar precisamente las palabras del último Barthes, más cerca del posestructuralismo que del estructuralismo de sus inicios-, “la hemorragia permanente por la que la estructura (…) se escurriría, se abriría, se perdería (…) (y) que nada puede, en definitiva, cerrar” (Barthes, 2002: 936. La traducción es mía).
El estatuto ontológico del exceso y el pensamiento político posfundacional: Rancière y Laclau
De la amplia variante de corrientes “pos” herederas de este problema, y beneficiarias en particular de la forma en la que éste vuelve para hacer lugar a una reflexión que se desplaza de la localización del exceso en su función de sutura del sistema o la estructura a una que enfatiza su función de subversión o de apertura (del sistema o la estructura), me interesa sobre todo una variante específica: la del pensamiento posfundacional o posmarxismo.6 En primer lugar, porque esta “variante” ocupa hoy un lugar decisivo en el pensamiento político contemporáneo (Marchart, 2009). Y en segundo lugar -lo que en parte se desprende de esto último-, porque a partir de este exceso ontológico tal pensamiento traza el horizonte de lo que pensamos con el nombre de política.
En la tradición de la filosofía política, para recuperar una vez más un trabajo de De Ípola (2001), la concepción de la política estuvo subsumida a dos metáforas distintas. La metáfora débil o sistémica de la política, y la metáfora fuerte o rupturista de la política. Con la primera, la política es comprendida -o reducida- a una esfera específica de lo social, a una especie de subsistema de un sistema más amplio en el que ella opera, aunque con sus limitaciones, y del que forma parte, que integra, y que es el sistema social. Una buena parte de la tradición del pensamiento político hizo suya esta metáfora débil de la política. Con la segunda, en cambio, la política ocupa un lugar bien distinto: encarna, ya no una esfera específica de lo social, sino el momento mismo de institución de lo social, de su apertura.7
El posmarxismo o el pensamiento posfundacional se inscribe en esta segunda corriente. Es decir, adhiere a la metáfora fuerte de la política. Ahora bien; si la política es para el posfundacionalismo el momento de institución o de apertura de lo social, es porque la política excede lo social. El exceso ontológico del que venimos hablando, dicho de otro modo, es lo que hace posible a la política. Para recuperar una bellísima expresión de Martín Plot (2008), inspirada en la filosofía de Merleau-Ponty, si la política es la carne de lo social, porque la carne -escribe Plot- no es “ni materialidad inerte ni etérea espiritualidad, ni pura negatividad ni pura positividad” (p. 9), materialidad por lo tanto “autoconfigurada”, maleable y reversible -permitiendo a esta maleabilidad y reversibilidad darle forma al cuerpo social y abriendo así la posibilidad de la configuración y reconfiguración de ese cuerpo, de su carne o de su forma-, esta carne está siempre en exceso, y eso es también lo que hace posible tal maleabilidad y reversibilidad, la configuración y reconfiguración del cuerpo social.8 9
En este sentido, dos ejemplos ilustrativos de la forma en la que este exceso opera y posibilita la existencia de la política en el pensamiento posfundacional. El primero es el caso de Laclau, quien designa a este exceso con el nombre de “campo de la discursividad”: “Este exceso -escribe el autor en Hegemonía y estrategia socialista-, en la medida en que es inherente a toda situación discursiva, es el terreno necesario de constitución de toda práctica social” (Laclau, 2010: 151). Lo que Laclau llama campo de la discursividad no es ni más ni menos que el “exceso de sentido” (ibid.) -del que, por otro lado, hablaba el propio Lévi-Strauss en el texto que analizábamos más arriba- que amenaza toda articulación discursiva; es decir, toda identidad política o discurso. La emergencia del pueblo sólo es posible, de este modo, en la medida en la que existe siempre un excedente de sentido que no forma parte del campo de representación discursiva que configura lo social.
El campo de la discursividad desborda y excede siempre al discurso en torno al cual se articula y configura la sociedad. En La razón populista, 20 años después de la publicación de Hegemonía y estrategia socialista, Laclau va a denominar a este exceso de sentido con el nombre de “heterogeneidad social” (Laclau, 2008). Para resumir un poco esta idea, entonces, Laclau va a referirse a ella unas décadas después diciendo que “existe (siempre) un real del pueblo que resiste la integración simbólica” (Laclau, 2008: 191). La política (el pueblo) se funda -en suma- en este exceso ontológico que es el del sentido, y que el autor designó primero como campo de la discursividad, y que luego reformula como heterogeneidad social. El segundo ejemplo al que hacíamos referencia es el caso de Rancière. Para éste, sin embargo, el exceso es el que hace posible la igualdad última -o primera, en el sentido de fundamental- que permite la estructuración de cualquier orden social -a pesar de que este ordenamiento sea siempre desigualitario- (Martínez, 2013): “el poder del pueblo -escribe Rancière en un artículo contra Derrida- es el exceso o el suplemento que constituye la política como tal” (Rancière, 2012/3: 159. La traducción y las cursivas son mías). Y el poder del pueblo es el poder de la igualdad, la capacidad de confirmar la capacidad de cualquiera de gobernar y, por lo tanto, la capacidad de nadie en particular (de n’importe qui): “pero hay un solo principio -agrega Rancière en el texto que mencionábamos- (…) que queda (…) en exceso sobre todos los otros: el principio (…) o la cualificación de los que no tienen ninguna cualificación particular” (Rancière, 2012/3: 60. La traducción y las cursivas son mías). El dèmos, en el sentido aristotélico, o la parte de los que no tienen parte (Rancière, 1995) son las categorías con las que el autor francés suele referirse a los sujetos políticos que encarnan este exceso igualitario que ningún orden o sociedad puede domesticar (Rancière, 2015).
Bataille y la escritura: hacia una ontología política posmetafísica
Si volvemos al pensamiento de Bataille, vemos enseguida que este exceso ontológico es objeto de una reflexión filosófica distinta en relación con el pensamiento (pos)estructuralista y posfundacional, pero una reflexión filosófica que no deja de ser por eso una reflexión política -y esto es, en parte, lo que queremos mostrar: que en Bataille existe una ontología política, pero una ontología política distinta, insistimos, a la del pensamiento político actual, el posfundacional, por un lado, y una ontología política que, por el otro, es posible inscribir en el marco de un régimen u horizonte posmetafísico de la política (Martínez, 2018; Plot, 2018). En primer lugar, porque este exceso nada tiene que ver, en Bataille, con el sentido, como en el caso del (pos)estructuralismo y Laclau, o con la igualdad, como en el caso de Rancière.10 Es un exceso de energía, una energía que excede -decíamos en la Introducción- la energía necesaria para el mantenimiento de la vida. Ahora bien: si para Bataille la vida está en exceso, a este exceso, agrega el autor francés, hay que gastarlo (dépenser) o, mejor aún, dilapidarlo. La dilapidación del exceso es necesaria a la vida, pero no porque esa necesidad sea teleológica, sino porque se trata en todo caso de una necesidad ontológica.
El gasto, como sostiene el filósofo italiano Rocco Ronchi en un artículo sobre Bataille, es “dilapidación de la sustancia” (Ronchi, 2000/1: 110. La traducción es mía), del ser -decimos nosotros-, de la ousía. El gasto nos “acerca” en algún punto a la muerte, revela nuestra finitud, la posibilidad última de la desaparición de la vida, de la substancia -el elemento- del que estamos hechos -la carne, para seguir a Plot, de nuestros cuerpos. Por eso escribe Bataille, en La Part Maudite, que el movimiento que él estudia es “el del excedente de energía, traducido en la efervescencia de la vida” (Bataille, 1967b: 50. La traducción y las cursivas son mías). El gasto o la dilapidación es precisamente eso, el movimiento que traduce el excedente de energía en la efervescencia de la vida, en la desaparición de nuestra carne.
A lo largo de su obra -y de su vida, no nos olvidemos, decíamos también más arriba, de la articulación tan estrecha en Bataille entre pensamiento y vida-, Bataille encontró distintas formas de dilapidar o gastar ese excedente (Bataille, 1967a). El sexo, la bebida, el juego y, fundamentalmente, la escritura. En el prólogo a La Part Maudite, Bataille escribe: “Escribiendo el libro en el cual yo decía que la energía finalmente debe ser gastada, empleaba yo mismo mi energía (…). Me atreveré a decir que en estas condiciones yo no podría muchas veces sino responder a la verdad de mi libro” (Bataille, 1967b: 51. La traducción y las cursivas son mías).
El vínculo de este gasto de energía -de esta dilapidación de la sustancia, de la carne de la que estamos hechos; este morirse en vida o esta traducción del gasto como forma de habitar la efervescencia de la vida- con la escritura, es puesto una y otra vez en juego en la obra -y la vida- de Bataille: “esta mano que escribe es moribunda -expresa en el prefacio a Madame Edwarda- y por esta muerte a ella prometida, ella escapa a los límites aceptados escribiendo (aceptados por la mano que escribe pero rechazados por aquella que muere)” (Bataille, 1956: 32). Así, la escritura es el lugar de este movimiento en el cual lo que muere acepta su muerte, la precipita dilapidando la sustancia de la que está hecho lo que muere, pero escapa a sus límites precisamente escribiendo, inscribiendo esa efervescencia de la vida en el papel que se escribe.11
Ahora bien; lo que quisiera subrayar es que esta práctica, la de la escritura, es como la de la constitución del pueblo en Laclau, como la de la emergencia de la parte de los sin parte o el demos en Rancière, una práctica política porque es el momento de institución -digámoslo aunque sea en un primer momento muy provisoriamente- de lo social. No ya de lo social en el sentido más sociológico del término, porque configura o reconfigura el cuerpo social, su carne, sino porque instituye otra forma “de lo social”, una comunidad “ni comunal ni estrictamente política” -como dirá Nancy (2016: 21-22) con algo de imprecisión, como veremos enseguida-; una comunidad, en fin, sin carne -para retomar a Plot y a Merleau-Ponty-, sin corporalidad, sin cuerpos presentes -plenamente- en el espacio de su aparición o configuración. Instituye -en suma- lo que en otro trabajo llamábamos la comunidad política de la escritura (Martínez, 2019). Sin carne y sin corporalidad, en primer lugar, porque, como mencionábamos en aquel trabajo, se trata de una comunidad que no tiene, estrictamente hablando, lugar. No encarna ni bajo la forma ni como el cuerpo del pueblo, ni bajo la figura ni como el cuerpo del demos (pero tampoco bajo la forma o el cuerpo de la Nación, de la clase proletaria o de los trabajadores). No tiene, estrictamente hablando, espacio de aparición. Es este espacio, el que se abre ahora, en el momento en el que estoy escribiendo. Es aquel, o cualquier otro espacio, que se abre cuando escribe otro. Es un no lugar, o una comunidad en la que no están presentes, plenamente, los que la forman: ni el que lee ni el que escribe, pero que la configura la ausencia del que lee cuando se escribe, y la ausencia del que escribe cuando se lee. ¿Qué es, en fin, la comunidad de los que no tienen comunidad de la que hablaba el propio Bataille (2016) y de la que hablaron, después de Bataille pero a partir de él, Nancy en La Communauté Désœuvrée (1999) y Blanchot en La Communauté Inavouable (1983)? ¿En qué comunidad nos querían hacer pensar todos ellos, sino es esta comunidad sin carne, esta comunidad sin cuerpos que la constituyan; es decir, la comunidad de la escritura, que es esta misma comunidad que se abre, en suma, con este texto y con esta escritura? Una comunidad de iguales, como quisiera Rancière (2007), y por eso -decíamos en parte en desacuerdo con Nancy- una comunidad política.