Introducción: la necesidad de una teoría del carisma
En los últimos años hemos asistido a un fenómeno que ha tomado por sorpresa a los observadores: el surgimiento y consolidación de varios líderes de características notablemente similares en todo el mundo. Algunos de los ejemplos más visibles son Hugo Chávez, en Venezuela; Rafael Correa, en Ecuador (De la Torre, 2013); Recep Tayyip Erdoġan, en Turquía (Akkok, 2015); Rodrigo Duterte, en Filipinas (David, 2016); Miloš Zeman, en República Checa (Trukhachev, 2018); el triunfo de Donald Trump en Estados Unidos, contra las predicciones de analistas y encuestadoras (Roberts, Siddiqui, Jacobs, Gambino y Holpuch, 2016), y su innegable carácter carismático (Berger, 2017); el ascenso de Marine Le Pen y Emmanuel Macron, en Francia (Cowley, 2017). Todos estos casos parecen ser muestra de que una oleada de liderazgos populistas se ha extendido incluso a las democracias consolidadas de países “desarrollados”, sin excluir a Europa: “El ascenso del populismo, en su mayoría derechista, es el cambio político europeo más importante del siglo XXI” (Galston, 2018; la traducción es nuestra).
Más allá de sus diferencias, estos presidentes y candidatos comparten una característica enigmática: son carismáticos (Deusdad, 2003); es decir, vistos como excepcionales por un nutrido grupo de seguidores y votantes con los que desarrollan una relación visceral de gran fidelidad y adhesión que no está necesariamente mediada por partido o ideología alguna, y cuyo ascenso y aumento de poder parecen ilimitados y arrastran consigo a la opinión pública, las instituciones e incluso los órdenes constitucionales.
Una de las razones por las que esta oleada de presidentes carismáticos ha sorprendido a los observadores e investigadores, es la ausencia de una teoría integral del carisma que explique no sólo su emergencia y aumento vertiginoso de influencia, sino su aparición simultánea en países tan diversos. Una teoría que englobe no sólo la excepcionalidad, emocionalidad, irracionalidad aparente e identificación con el líder carismático, sino su necesidad para los procesos populistas, la virulencia e inevitabilidad con la que se extiende e impone ante el asombro de los observadores y la susceptibilidad de las “masas” o multitudes marginadas a su influjo (Moscovici, 2013).
Para subsanar parcialmente esta ausencia, en el presente texto se realiza una revisión crítica de las teorías psicosociales más relevantes del carisma, desde el planteamiento inicial del Max Weber a la actualidad, señalando sus aciertos y limitaciones y especificando el desafío fundamental que plantea el fenómeno a la disciplina.
Teorías clásicas del carisma: Weber, Le Bon, Freud, Durkheim. Weber: el carisma como atribución de una cualidad extraordinaria
El primer y más importante teórico del carisma es Max Weber, que lo discute en el contexto de las “formas de dominación”; es decir, de las maneras en que se justifica o legitima la obediencia a un cierto régimen, ya que “un determinado mínimo de voluntad de obediencia… es esencial en toda relación auténtica de autoridad” (Weber, 2002: 170). El carisma es la tercera y más inasible de estas formas, siendo las otras la racional, fundada en “la creencia en la legalidad de ordenaciones estatuidas y de los derechos de mando de los llamados por esas ordenaciones a ejercer la autoridad” (Weber, op. cit.: 172); y la tradicional, “que descansa en la creencia cotidiana en la santidad de las tradiciones que rigieron desde lejanos tiempos y en la legitimidad de los señalados por esa tradición para ejercer la autoridad” (Weber, op. cit.: 172).
La dominación carismática, por el contrario, “descansa en la entrega extracotidiana a la santidad, heroísmo o ejemplaridad de una persona, y a las ordenaciones por ella creadas o reveladas” (Weber, op. cit.: 172). Para Weber, el carisma se construye merced al reconocimiento por parte de los seguidores de la “cualidad extraordinaria” del líder carismático, que lo hace poseedor de un poder sobrenatural (en su origen, mágico o espiritual); un don sobrehumano e inaccesible afianzado por la relación verticalizada que se cristaliza en la fórmula líder-seguidor (Deusdad, 2003). Al apuntar que el carisma es “...la cualidad (…) condicionada mágicamente en su origen (…) por cuya virtud se la considera en posesión de fuerzas sobrenaturales” (Weber, op. cit.: 193), Weber lo interpreta como una cualidad personal que no depende de ningún proceso de aprendizaje, adquisición o desarrollo (“el carisma sólo puede ser despertado o probado, no aprendido o inculcado”) [Weber, op. cit.: 200).
La dominación carismática se opone radicalmente tanto a la tradicional como a la racional: aquélla, porque el líder carismático promete precisamente romper con el pasado (la esencia de la tradición), instaurando una nueva época de bienestar sin precedentes. Y ésta, porque el carisma es sui generis, “ajeno a toda regla”, impone su propia norma; mientras que la regla, la norma, es la esencia de la racionalidad. Weber reconoce que “la creación de un dominio carismático… es siempre el resultado de situaciones singularmente extremadas… y se origina por una excitación común a un grupo de hombres” (Weber, op. cit.: 856).
Finalmente, el carisma debe demostrarse continuamente tanto a través de la obediencia que suscita, como en los réditos que debe brindar a los adeptos:
Si falta de un modo permanente la corroboración, si el agraciado carismático parece abandonado de su dios o de su fuerza mágica o heroica, el éxito se le resiste a cada paso y, sobre todo, si su jefatura no aporta ningún bienestar a los dominados, entonces hay la probabilidad de que su autoridad carismática se disipe (Weber, op. cit.: 194).
Desde una perspectiva crítica, el análisis weberiano, si bien pionero, tuvo un efecto paradójico sobre la noción de carisma: por un lado, la puso sobre el tapete asignándole una importancia capital en el estudio del liderazgo; por otro, la volvió opaca e ininteligible al hacerla depender de la atribución de los seguidores de una característica extraordinaria al líder que queda inexplicada. Es ése el vacío que han pretendido colmar las teorías a continuación.
Le Bon: la “masa”, el líder y el prestigio
Pese a haber sido pionero en el uso del concepto, la noción de carisma de Weber se extendió únicamente en el ámbito académico; todo lo contrario del siguiente clásico del tema, Gustave Le Bon, cuya obra Psicología de las Masas (2018), escrita en un tono coloquial y panfletario, fue extremadamente influyente a principios del siglo XX, leída con detenimiento por Freud y utilizada como manual de la propaganda nazi (Moscovici, 2013).
Le Bon aborda el problema de Weber desde el lado contrario: si éste parte del líder carismático y su forma de dominación, aquél lo hace de sus seguidores, a los que llama (no sin desprecio) “masa”, “multitud” o “muchedumbre”. Impactado por las aglomeraciones que las ciudades habían propiciado y por los fenómenos a que daban lugar (como linchamientos o revueltas), su diagnóstico es concluyente: si las épocas anteriores pertenecieron a los gobernantes (monarcas o líderes espirituales), el siglo XX será de las masas, por lo que cualquier aspirante a líder deberá entender su psicología y aprender a aprovecharla para sus fines.
Le Bon destaca que al sumirse en la masa, el individuo se transforma, volviéndose menos inteligente, incluso infantil; lo domina el inconsciente y actúa no por la razón, sino merced a la sugestión. La masa se desindividualiza y opera bajo una especie de “consciencia colectiva”, una dinámica espontánea que la lleva a buscar un caudillo que canalice sus emociones y energías y que ejerce un poder casi hipnótico sobre aquélla (Deusdad, 2003). Como las masas son anónimas y actúan sin responsabilidad ni objetivos, necesitan de un líder que las aglutine canalizando sus energías mediante un discurso simple e impactante, cargado de imágenes emocionales y golpes de efecto (Le Bon, 2018: 119 y ss.).
Este líder, por su parte, lo es porque goza de “prestigio”, concepto que ocupa en el sistema de Le Bon; el papel del “carisma” en el de Weber. El prestigio consiste en “una suerte de dominio ejercido sobre nuestra mente por un individuo, una obra o una idea”, “la fuente principal de toda autoridad” (Le Bon, op. cit.: 129) y puede ser adquirido por la fama o la fortuna o ser “personal”, innato, en cuyo caso es “una facultad independiente de todos los títulos… y la posee un reducido número de personas a las cuales les permite ejercer una fascinación magnética sobre quienes las rodean” (Le Bon, op. cit.: 131).
Le Bon compara el mecanismo psicológico subyacente al “prestigio” con la hipnosis, otro fenómeno enigmático llamativo en su época, y apela al concepto de “contagio” de las ideas o “imitación”, del cual se declara descubridor (pues refiriéndose, posiblemente, al clásico de Gabriel Tarde, apunta: “mis observaciones han sido desarrolladas por otros autores en publicaciones recientes”, Le Bon, op. cit.: 126). Sin embargo, por qué ciertas personas pueden “contagiar” más que otras, y por qué los demás las obedecen, sigue sin explicarse: el prestigio es una fuerza misteriosa. A diferencia de Weber, que cifra el carisma en la atribución al líder de capacidades extraordinarias por parte de sus seguidores, Le Bon sostiene que el prestigio es anterior a su reconocimiento por los demás: “los grandes personajes… poseyeron su poder de fascinación mucho antes de convertirse en ilustres y nunca se hubieran convertido en ilustres sin ese poder” (Le Bon, op. cit.: 131); pero coincide con Weber en que se pone a prueba en cada empresa y en que depende de que el líder se mantenga exitoso: “el héroe a quien la masa aclamó ayer es insultado hoy si ha sido víctima del fracaso” (Le Bon, op. cit.: 133).
Si bien su concepción despectiva y elitista de la “masa” ha sido justamente criticada, algunas de sus ideas han sido retomadas por autores contemporáneos (que, como veremos, no lo citan). Asimismo, la investigación reciente sobre emociones ha corroborado (hasta cierto punto) las intuiciones sobre el contagio emocional; y al asimilar el estado en que se coloca la masa frente al líder, proporcionó un punto de partida al siguiente teórico clásico del carisma: Sigmund Freud.
Freud: identificación e ideal del yo
La primera teoría propiamente psicológica del carisma es la de Sigmund Freud, que aborda el fenómeno en “Psicología de las Masas y Análisis del Yo” (1992). Tomando de Le Bon la idea de que la relación entre líder y seguidores es semejante a la hipnosis, Freud propone una explicación desplegando su teoría estructural del “aparato psíquico” (el Ello, Yo y Superyó) y de las “pulsiones” (en particular la “libido”). No hace falta aceptar el esquema completo del psicoanálisis freudiano para reconocer sus dos aportes a la teoría del carisma: la identificación y el “ideal del yo”. Freud propone que el vínculo entre masa y líder se debe a que áquella se “identifica” con éste, al que ve como “ideal”; es decir, a que “aspira a configurar el yo propio a semejanza del otro, tomado como modelo” (Freud, 1992: 100). Pero la base de esta identificación es afectiva (o en términos freudianos, “libidinal”) y consiste en que “todos los individuos quieren ser iguales entre sí, pero todos quieren ser gobernados por uno” (Freud, op. cit.: 115) que cumple el rol de pseudopadre: “rige idéntico espejismo: hay un jefe… que ama por igual a todos los individuos de la masa” (Freud, op. cit.: 89).
Esta metáfora de la identificación masa-líder sigue siendo la más recurrente tanto en el sentido común como en las descripciones teóricas del carisma en política; por ejemplo, en Deusdad: “El líder político, además de ser una personalidad cotidiana a través de su aparición en los medios de comunicación, se convierte en el prototipo de la sociedad que representa. Se produce una mimesis, una tendencia a identificarse con el líder político” (Deusdad, 2003: 25).
O en De la Torre: “Sus discursos antioligárquicos [de Rafael Correa] le asemejan con la gente común y dignifican a los de abajo que se sienten representados e identificados en un presidente de origen popular pero superior a todos” (De la Torre, 2013: 33).
Sin embargo, por muy sugestiva que sea, apelar a la identificación para explicar el carisma desplaza la incógnita sin despejarla; preguntas como en qué se basa esta identificación (apariencia física, “raza”, nivel socioeconómico…) o cómo puede darse entre personajes tan disímiles como un millonario hereditario (Trump) y sus votantes (blancos, sí, pero de clase obrera [Cohn, 2016]) quedan sin respuesta.
Durkheim: carisma y “efervescencia colectiva”
El último teórico clásico, Durkheim, no suele incluirse en las discusiones sobre el carisma, ya que stricto sensu no emplea el concepto; sin embargo, aporta una idea crucial que contrasta con las mencionadas: que el líder carismático lo es porque tiene la capacidad de articular lo que para sus seguidores son experiencias emotivas vitales y perentorias pero tácitas (Tiryakian, 1995). Como describe Durkheim:
Es la sociedad quien habla por boca de quienes la afirman ante nosotros; es a aquella a quien escuchamos cuando la oímos y la voz de todos tiene un acento inaccesible para la voz de uno… Es eso también lo que explica… la actitud del hombre que habla a una masa, cuando por lo menos ha conseguido comulgar con ella... Es porque siente en sí toda una plétora de fuerzas que le desbordan y tienden a expandirse fuera de él; incluso tiene a veces la impresión de que está dominado por una potencia moral que le supera, cuyo intérprete es (Durkheim, 2007: 196-198)
Esta “canalización” de la experiencia colectiva (que Durkheim, a la manera decimonónica, metaforiza como “energía”) se hace más probable y necesaria en épocas de crisis, conflicto y revolución; es decir, de anomia. Cuando los usos, costumbres y leyes, dejan de servir para organizar e interpretar la vida social, las personas buscan un líder que reduzca el caos y les brinde un sentido (Durkheim, 2007: 98). Esta “necesidad de sentido” es la base de una de las teorías contemporáneas del carisma más relevantes.
Teorías contemporáneas
A partir de estos clásicos se han propuesto numerosas teorías del carisma, ninguna de las cuales ha gozado de la aceptación general ni alcanzado la influencia de Weber, Le Bon o Freud. Una de las razones para esta fragmentación es que buena parte de la investigación y teorización sobre el carisma se ha desplazado de la psicología política a la organizacional, con lo que el concepto ha sufrido una deriva que lo ha privado de su esencia de irracionalidad sui generis weberiana. Cabe resumir brevemente las teorías contemporáneas del carisma más importantes, para lo que seguiremos la clasificación propuesta por Molero (1995; a su vez basada en la de Shamir, 1991), actualizándola con los desarrollos posteriores.
Una clasificación bidimensional de las teorías del carisma
Molero organiza las teorías del carisma sobre dos dimensiones: si la concepción de éste es “amplia” o “restringida” y si se da o no importancia a la “misión” propuesta por el líder (Molero, 1995: 53 y ss.). Una teoría tiene una concepción restringida del carisma cuando lo ve como “un hecho aislado que se da sólo en circunstancias excepcionales” (Molero, 1995: 53) y tiene una concepción amplia si asevera que “este tipo de relación puede encontrarse con relativa frecuencia en todos los niveles de las diversas organizaciones sociales” (Molero, 1995: 53). Por otro lado, cuando una teoría concede importancia a la misión, asume que “el líder consigue atraer a sus seguidores precisamente por su visión o proyecto de futuro”; es decir, porque éstos sopesan racionalmente las visiones de los diversos líderes. Mientras, si no lo hace, concibe al carisma como un asunto irracional, emocional y expresivo, en el que “no tiene importancia tanto lo que el líder dice sino la manera en que lo dice” (Molero, 1995: 53). Parafraseando, en el primer polo lo que atrae es el mensaje; en el segundo, la persona.
Concepción restringida y alta importancia del mensaje: Weber, Durkheim y Shils
En primer lugar, se encuentran las explicaciones sociológico-simbólicas para las cuales el carisma es un hecho excepcional derivado de la adhesión de los seguidores a la visión del líder. Las teorías de este cuadrante cifran la atracción carismática en la “necesidad de orden” de los grupos humanos, concepto durkheimiano por antonomasia; el líder carismático se erige en el único autorizado para proclamar o determinar ese orden en virtud de su filiación con lo sagrado o de alguna característica inusual que sus pares reconocen (inteligencia, astucia, autosacrificio, etcétera).
Molero coloca aquí a Weber, de manera un tanto incongruente (debido a su explícita declaración de que el carisma es irracional); es una categoría más adecuada para la perspectiva de Durkheim, que Molero no considera, y la de Shils (1965), que extiende las ideas weberianas en una dirección durkheimiana enfatizando el aspecto del mensaje:
La cualidad carismática de un individuo… radica en su aparente conexión con (incluyendo el ser poseído por o el encarnar a) alguna característica central de la existencia humana y el cosmos en que ocurre. Esta centralidad, junto con la intensidad, la hace extraordinaria (Shils, 1965: 201; la traducción es nuestra).
La segunda teoría que cabe añadir a esta categoría proviene de la psicología política del carisma y es de Madsen y Snow (1991), que parten de que las crisis sociales, económicas o políticas, producen una pérdida de “autoeficacia” (Bandura, 1995); es decir, de la sensación de control que las personas tienen sobre los eventos a su alrededor. En estas circunstancias, “los desesperados recuperan su sensación de control vinculándose con una figura dominante y aparentemente efectiva, un líder que parece actuar en favor de ellos sin escaparse de su influencia” (Madsen y Snow, 1991: 15). A partir de ese momento, el rendimiento real del líder pasa a segundo plano, ya que este vínculo viene aparejado con una profunda sensación de alivio, una intensa emoción positiva que empaña cualquier análisis “objetivo”. En definitiva, el vínculo carismático es su propia recompensa porque alivia el malestar de los desamparados; esto lo vuelve extremadamente intenso, recalcitrante e inmune a la evidencia contraria, esto es, “irracional”.
Cabe acotar que Madsen y Snow no consideran al carisma como irracional por más que se base en una filiación emocional, ya que su concepción de “racionalidad” incluye las emociones en vez de desalojarlas:
no es sólo merced a la razón que mantenemos nuestra existencia social… Los vínculos entre seres humanos, como padres e hijos, soldados en unidades de combate o sociedades enteras, no dependen del análisis costo-beneficio por más que esta valoración cognitiva tenga lugar (Madsen y Snow, op. cit.: 7; la traducción es nuestra).
En esto, y trascendiendo los supuestos racionalistas de su época (Elster, 2002), se anticipan a la visión contemporánea de las emociones como núcleo, no enemigo, de la racionalidad (Damasio, 1995).
Una de las limitaciones de las teorías restringidas y centradas en el mensaje es que no responden a cómo eligen los seguidores entre los distintos candidatos o líderes y sus “ofertas” de mensaje: si lo hacen instrumentalmente, a la manera del “votante racional” (por ejemplo, citar el mito del votante racional; las fórmulas de la política), o visceralmente, por pura atracción emocional (Weber, 2012). Si lo primero, la excepcionalidad, intensidad y durabilidad de la filiación carismática quedan sin explicación, así como su selectividad e intransitividad y, sobre todo, su resistencia al fracaso del líder (a menos que sea estrepitoso); si los seguidores sopesan diversos mensajes y eligen el que tiene más “sentido”, deberían desplazar su adhesión de un líder que haya fallado en sus promesas a otro con un mensaje más cuidado y pertinente; todo lo contrario de lo que ocurre en realidad, pues como apuntan Madsen y Snow a propósito de Roosevelt, “su extraordinario prestigio a los ojos del público no pareció afectado [por sus fracasos]… Como si Roosevelt no pudiera fallar a ojos de sus votantes” (Madsen y Snow, 1991: 147). Dicho sea de paso, lo mismo se puede observar en el caso de Trump, cuyos primeros 100 días de gobierno han estado marcados por errores, traspiés e incumplimientos debidamente retratados por la prensa, pero cuyos votantes no sólo no lo han abandonado, sino que lo aprueban con más vehemencia que antes, por la paradójica razón de que si la prensa (vista como corrupta) lo critica, será porque está haciendo las cosas bien (Rozsa, 2017).
Concepción amplia y alta importancia del mensaje: Bass, Trice y Beyer, Shamir, Smith
Este cuadrante es el territorio natural de las teorías organizacionales del carisma, ya que extender el concepto al estudio del liderazgo en la empresa requiere privarlo de su naturaleza excepcional y enigmática, incompatible con ésta (recuérdese que los paradigmas de carisma para Weber son el profeta, el chamán, el demagogo o el guerrero frenético [Lindholm, 1988]). Asimismo, requiere buscarle una explicación que pueda someterse al estudio empírico o incluso experimental, lo que se facilita centrándola en algo repetible, transmisible y codificable: el contenido del mensaje del líder (y no su persona).
La teoría más extendida del carisma en el ámbito organizacional, la de Bass (1990), lo reduce a una faceta del “liderazgo transformacional” por el que “los líderes amplían y elevan los intereses de sus empleados, creando consciencia y aceptación del propósito y la misión del grupo” (Bass, 1990: 21; la traducción es nuestra); concretamente, a la “influencia idealizada”, el ser capaz de influir en los ideales de los demás para que trasciendan su egoísmo (Bass, 2010: 12). Los líderes logran esta influencia desplegando conductas carismáticas que generan en sus empleados orgullo, confianza y respeto y recordándoles la misión de la organización para que den su mejor esfuerzo; es decir, son básicamente eficaces transmisores de un mensaje abstracto (la misión) que es el verdadero origen del carisma.
Por su parte, Trice y Beyer (1991) sistematizan la teoría de Weber para analizar las culturas organizacionales dividiéndola en cinco elementos: la presencia de un líder con cualidades especiales (que derivan de rasgos de personalidad como autoconfianza, expresividad y dominancia), de una crisis que pone en entredicho las formas tradicionales de actuación, de una serie de ideas radicales para solucionar la crisis, de un conjunto de seguidores atraídos por el líder y sus ideas y, no menos importante, de una victoria previa que valide al líder a ojos de los seguidores. Nuevamente, el mensaje prima sobre la persona en la medida en que lo que provoca adherencia, es que promete resolver la crisis en que se encuentra la organización.
Shamir (1991) propone que el carisma nace de que el líder fomenta la auto-expresión de los seguidores, magnificando su autoconcepto de cuatro formas: aumentando el valor intrínseco del esfuerzo de éstos como expresión de su identidad, empoderándolos mediante cumplidos y reconocimientos; incrementando el valor intrínseco del cumplimiento de metas más allá de las ganancias inmediatas, e incrementando el compromiso, relacionándolo con la misión y enfatizando el autoconcepto de los miembros (Shamir, 1991: 92). Por tanto, el carisma opera cuando el líder consigue enlazar el autoconcepto de sus adherentes con una misión y visión, un mensaje, que los unifique.
A estas teorías, apuntadas por Molero, se añade la propuesta por Smith (2000) desde la sociología cultural y de especial interés para el estudio del carisma político por su indisoluble vínculo con el populismo. Tras definir la cultura como una estructura autónoma “sostenida por sistemas internos de semejanzas y diferencias” (Smith, 2000: 103), Smith sugiere que lo que hay que estudiar es el discurso (es decir, el mensaje) de los líderes carismáticos, e identifica dos componentes siempre presentes: “la autoridad carismática se sustenta en códigos culturales binarios que… oponen gramáticas de motivaciones sagradas y perversas, junto con narrativas que tejen los eventos dentro de una trama de salvación” (Smith, op cit.: 103), por lo que los líderes carismáticos necesitan de un “enemigo”, que puede ser abstracto (la pobreza, el capitalismo, la injusticia…) o personificado. Así, “el amor al líder carismático se funda sobre el odio al mal contra el que lucha” (Smith, op. cit.: 103), que se hace más urgente y predominante en situaciones de crisis o malestar (Laso, 2012).
Aunque ilumina un aspecto importante del carisma, esta teoría tiene una limitación que el mismo Smith reconoce: no todos los líderes que apelan a discursos maniqueos se vuelven carismáticos, ya que eso depende de la recepción de dichos discursos que permita la cultura; por ejemplo, aunque Bill Clinton enmarcó la lucha contra Hussein y Milosevic con citas bíblicas, no adquirió carisma porque “los ciudadanos norteamericanos continúan evaluando los eventos con marcos mundanos y realistas [y no religiosos]” (Smith, op. cit.: 109). Esta explicación parece insostenible al considerar que sólo seis años más tarde, en 2005, George Bush Jr. pudo afirmar que Dios le dijo que “terminara con la tiranía en Iraq” (MacAskill, 2005), no sólo sin caer en el escarnio público sino recibiendo un apoyo mayoritario (Pew Research Center, 2008).
La misma objeción se puede generalizar a todas las teorías de este cuadrante: si la adhesión se deriva del mensaje, ¿cómo es que no cualquiera que lo transmita (o, pace Bass y Shamir, que ejecute las conductas carismáticas) adquiere carisma? Por otro lado, por apropiado o potente que sea un mensaje, no parece capaz de suscitar, de por sí, las intensas respuestas emocionales que hemos mencionado. Pues aunque pueden iluminar parte del asunto, la aplicación irrestricta de las teorías organizacionales del “liderazgo carismático” al carisma político es inapropiada por la simple razón de que las organizaciones no son estados: no tienen división de poderes, Constituciones, tribunales ni fuerzas del orden; no defienden un territorio ni ostentan el legítimo uso de la violencia en su interior, mucho menos eligen a sus gerentes por voto popular o están sujetas a luchas intestinas, revoluciones o guerras civiles. Además, fenómenos prácticamente inexistentes en las organizaciones (como revueltas, linchamientos, mitines y tumultos) son, en cambio, frecuentes en las crisis sociales, económicas o políticas, y constituyen el paradigma de la irracionalidad carismática de la conducta “no calculadora” (Lindholm, 1992: 287) ni instrumental de los seguidores del profeta y el demagogo. Es impensable que los empleados de Apple, Microsoft o General Motors digan de sus ceos cuestiones como “él es como mi padre, como el padre del pueblo, que está con nosotros los pobres, los necesitados”; o “El Presidente para nosotros es nuestro líder, él es, primero Jesucristo y después el presidente” (a propósito de Hugo Chávez, Villarroel y Ledezma, 2007: 39).
Sin embargo, estas teorías (sobre todo la de Tryce y Beyer) resaltan otro aspecto del fenómeno carismático: su pervivencia no sólo más allá del momento de emoción colectiva compartida en un mitin o un discurso televisado, sino sobre todo a lo largo de los años. Lo que Weber llamó “rutinización del carisma”, que parece deberse, esto sí, al mensaje, o más bien a la capacidad del líder de articularlo con suficiente claridad y amplitud para dar sentido a su conducta, motivar a sus seguidores en su ausencia y proyectar sus reformas hacia una promesa de salvación o mejora.
Concepción restringida y baja importancia del mensaje: Le Bon, Freud, Lindholm, Willner y Volkan
Las teorías de este cuadrante enfatizan la excepcionalidad del líder y “su capacidad para expresar y transmitir emociones” (Molero, 1995: 54), por lo que el carisma se entiende como un contagio social (Le Bon) o una relación por “características patológicas complementarias” entre líder y seguidores (Freud). Entre ellas están la de Lindholm (1990), que ve el carisma como “un vínculo emocional inexplicable, compulsivo, que une a varios seguidores en su adoración a un líder” (Lindholm, 1990: 9) y que nace, en último término, de un deseo innato a todo ser humano de “escapar de los límites del yo” participando de una “comunión extática” o de una “cruzada transformadora de la corrupción del mundo” (Lindholm, 1990: 193); y la de Willner (Molero, 1995: 50), que en vez de explicar el liderazgo carismático enumera sus requerimientos (el líder es percibido como extraordinario, se cree en él a ciegas, se acatan sus órdenes y recibe total compromiso emocional).
Asimismo, están las teorías que nacen del psicoanálisis, siendo la más importante y desarrollada la de Volkan (2004), según la cual los grupos que atraviesan crisis o conflictos corren el riesgo de perder su identidad colectiva y caen en una “regresión” a conductas y emociones típicas de la infancia, lo que los vuelve susceptibles a un líder que prometa protegerlos y sobre todo reparar la maltrecha identidad (Volkan, 2004: 187). Esto se facilita o dificulta según el tipo de personalidad del líder: concretamente, una exagerada dosis de autoconfianza y amor propio, es decir, narcisismo, puede convencer a los seguidores de que el líder sabe qué hacer y sabe cómo hacerlo (Volkan, 2004: 189 y ss.), desencadenando una bola de nieve en la que cada nuevo adepto convence a los demás de que el líder está en lo correcto -o al menos, de que su ascenso es imparable.
El desenlace del proceso depende, según Volkan, del tipo de personalidad narcisista que tenga el líder: si es benévola, es decir, si no es demasiado susceptible a la humillación o si consigue gestionarla sin volverse paranoico o autoritario, podrá “reparar” la identidad colectiva guiando a los ciudadanos hacia una resolución pacífica y pluralista del conflicto; si es maligna, es decir, susceptible a sentirse humillado y a responder violenta o impulsivamente, terminará por fortalecerla de forma maniquea, contraponiéndola a un enemigo al que hay que destruir y empeorando la crisis y la fragmentación social (Volkan, 2004: 193 y ss). Volkan pone como ejemplo del primer caso a Mustafa Kemal Ataturk, fundador de la Turquía moderna; del segundo, a Slobodan Milosevic y Richard Nixon.
Las teorías de este cuadrante rescatan el aspecto irracional, visceral, del carisma weberiano; y por ende, explican hechos como la idolatría de los seguidores al líder (el ya citado caso de Chávez; Villaroel y Ledezma, 2007) o su ceguera a los errores o excesos de éste. Otro de los fenómenos que sorprende, e incluso indigna, a los observadores, es el clamor de los adherentes y el silencio con el que la opinión pública, las “voces autorizadas”, parecen acoger las decisiones, actos y declaraciones extremas, chocantes o abiertamente anticonstitucionales, del líder carismático (por ejemplo, en el caso de Trump: Rozsa, 2017).
Concepción amplia y baja importancia del mensaje: Friedman
El último cuadrante comprende las teorías que, centrándose en la persona del líder, asumen que el carisma no es excepcional, sino un fenómeno extendido o incluso cotidiano -si bien de forma atemperada. La más desarrollada es la de Friedman, para quien el carisma es la capacidad de expresar de manera no verbal, y así contagiar, las emociones (Friedman y Riggio, 1981; Friedman, Riggio y Casella, 1988; Friedman y Riggio, 1999).
La propuesta inicial del mecanismo por el que esta capacidad de expresión de emociones genera adhesión en los seguidores, estaba basada en la teoría de Schacter y Singer (1962) de que las emociones consisten en una activación inespecífica (arousal) que se interpreta cognitivamente con base en pautas del entorno. Así, al expresar abiertamente su emocionalidad, el líder ayudaría a los seguidores a etiquetar su experiencia. Una versión más reciente añade el ya aceptado fenómeno del contagio emocional (intuido, como hemos apuntado, por Le Bon [Cf. Barsade, 2002]: “al menos parte del aumento en satisfacción y productividad… puede deberse a una intensificación del afecto causado… por la imitación o reciprocidad del seguidor de la conducta no verbal del líder” (Cherulnik, Donley, Wiewel y Miller, 2001: 2150).
La primera objeción a esta teoría, que el mismo Friedman contempla, es que no aborda el carisma político, sino lo que se quiere decir normalmente con la frase “es carismático” (entretenido, popular, colorido...); en un texto posterior, Friedman corrige su propuesta concretándola al carisma “personal” (elemento central del “carisma de liderazgo”; [Friedman, Riggio y Casella, 1988: 204)].
La segunda objeción es más de fondo. En un texto reciente, Deonna y Teroni (2016) revisan la teoría de Schacter y Singer a la luz de la evidencia acumulada y concluyen que, aunque errada en lo global, tiene un núcleo de verdad: efectivamente, la emoción incluye una valoración, una atribución tácita de significado, del escenario que la suscita; pero esta valoración es filtrada por la consciencia de la persona de su experiencia corpórea, que está teñida de su disposición a la acción (Deonna y Teroni, 2016; Laso, 2014, 2015). Por consiguiente, el primer (y más interesante) mecanismo explicativo de la teoría de Friedman, la función del líder como etiquetador de la emoción de los seguidores, no es sostenible con lo que enfatiza el segundo, el líder como contagiador de emociones merced a su capacidad de expresarlas intensa y claramente; en suma, una reedición del “prestigio” de Le Bon.
Sin embargo, un análisis más profundo del fenómeno del carisma sugiere que el primer mecanismo no es tan absurdo como parece y que puede salvarse en una versión modificada. La irracionalidad del carisma en su acepción weberiana se puede descomponer en dos elementos: por un lado, la visceralidad no instrumental ni “calculativa” (antes discutida a propósito de la teoría de Madsen y Snow); por otro, un trasfondo de simbolización que ninguna teoría ha captado por completo hasta la fecha. Parte de esta simbolización, que puede interpretarse como paraguas identitarios en línea con la teoría de Volkan, cristaliza en los lemas, imágenes o himnos, que los líderes exitosos emplean para extender y consolidar su poder (por ejemplo, la esvástica nazi [Moscovici, 2013]; o el empleo del vocablo “bolivariano” por parte de Chávez); y en los rituales que renuevan su carisma en comunión con las multitudes (como los actos presenciales en el caso de los nazis o los informes semanales radiales o televisados al estilo del “Aló Presidente”, de Chávez). Pero otra parte se manifiesta, o más propiamente se encarna, en la persona del líder carismático (su actitud, lenguaje no verbal, decisiones, imagen…); en efecto, cuando los líderes carismáticos permanecen lo suficiente, terminan convertidos en símbolo de los movimientos que pasan a adoptar su nombre (“chavismo”, “peronismo”, “correísmo”, “hitlerismo” …). Es a esta faceta del fenómeno a lo que alude Shils con “una conexión… con una característica central” de la condición humana (Shils, 1965: 201) y lo que sugiere Durkheim con “es la sociedad quien habla por boca” del líder, a que éste es carismático porque es capaz de dar voz a convicciones o malestares que sus seguidores viven sin ser del todo capaces de articular.
Teorías integrativas
La clasificación de Molero es útil no sólo para organizar las teorías, sino para evidenciar las líneas de falla que atraviesan el debate y los supuestos que les subyacen. La primera enfrenta a una concepción del carisma como sui generis a otra como exacerbación de un fenómeno común. Aquella ve la forma más pura y prístina del carisma en la religión, seguida de cerca por la política; ésta considera que todas las formas de liderazgo pueden ser carismáticas, independientemente de su contexto, en la medida en que sean emocionalmente expresivas.
Desde una visión global, ambos polos aciertan y yerran a la vez. El carisma weberiano, sin lugar a duda, se juega en el terreno de las emociones; y por tanto, puede presentarse en cualquier contexto, aunque el político y el religioso lo faciliten. Pero entre el carisma político de un Trump, un Luther King o un Erdoġan, y el carisma personal de un Steve Jobs o un Lee Iacocca, media un abismo, por más que todos consigan motivar a sus seguidores a sacrificios y esfuerzos extraordinarios o sean más emocionalmente expresivos que la media (al menos en público), ya que mientras éstos sólo articulan y transmiten un mensaje o misión, aquellos lo encarnan. Por ende, la primera línea de falla desafía a cualquier teoría a dar cuenta del contexto en que surge el carisma para la completa comprensión del fenómeno y sus distintas manifestaciones.
La segunda línea de falla, por su parte, asume que existe una oposición entre mensaje y persona del líder; o en otro nivel, que racionalidad (“mensaje”) y emocionalidad (“persona”) se contraponen en tanto que explicaciones del fenómeno. Como discutimos a propósito de la teoría de Madsen y Snow, este supuesto es ya insostenible: el carisma nace de la convergencia de ambos polos, de la capacidad del líder de encarnar, y no sólo proclamar o transmitir un mensaje que aglutine a sus seguidores brindando sentido a sus experiencias hasta entonces inconexas e inarticuladas.
La insuficiencia de ambos supuestos ha conducido al intento de superarlos mediante teorías que integren ambas polaridades de cada línea de falla. La primera de estas teorías integradoras es la de Klein y House (1995), quienes sostienen que el carisma no reside en el líder, en sus seguidores o en el contexto en que operan, sino en una feliz combinación de los tres: aprovechando la metáfora del fuego, indican que el líder con cualidades carismáticas es la “chispa”, los seguidores susceptibles a ellas el “material inflamable” y el contexto facilitador el “oxígeno”. El carisma no es la chispa, el material inflamable ni el oxígeno, sino “la relación entre un líder con cualidades carismáticas y aquellos seguidores que están abiertos al carisma dentro de un entorno propicio” (Klein y House, 1995: 183; la traducción es nuestra). Cuando coinciden, el carisma se propaga vertiginosamente por la sociedad; cuando alguna falta, se queda en incendios aislados dentro de grupos vulnerables o marginales. Así se resuelve la dialéctica entre las concepciones restringidas y las ampliadas: el carisma será tan excepcional como dramático el contexto en que emerja, populoso el material inflamable y pertinente la chispa que lo inicie. En consecuencia, “El líder puede compartir un vínculo carismático con: a) todos sus seguidores (carisma grupal de alto nivel); b) algunos de sus seguidores (carisma variable diádico); c) ninguno de sus seguidores (bajo carisma grupal)” (Klein y House, 1995: 187).
Klein y House engloban varias de las teorías ya reseñadas incluyéndolas bajo cada ingrediente del “fuego”. Así, un líder posee “cualidades carismáticas” cuando es capaz de articular las metas últimas del grupo u organización (sobre todo si se oponen al statu quo), transmitir su confianza a los seguidores, contagiarles por la intensidad de su expresión emocional y defender la identidad colectiva para motivarlos al autosacrificio (Klein y House, 1995: 184). Para propiciar el carisma, el entorno debe ser incierto, impredecible o cambiante, colocando a las personas en una condición de desorientación y ansiedad, la clásica anomia durkheimiana: el caso paradigmático son las crisis sociales, políticas o económicas (Klein y House, 1995: 186).
El tercer ingrediente, los seguidores, presenta dos posibilidades: por un lado, la susceptibilidad al carisma puede deberse a la “vulnerabilidad” de éstos (un eco de la concepción de Le Bon: baja autoestima, autoconfianza o autoeficacia) o a su carencia de un sentido de vida; por otro, puede depender de la semejanza entre sus valores, ideales y estilo y los del líder (Shamir, 1991). Aunque Klein y House no lo reconocen, no se trata de posibilidades incompatibles, sino incluso mutuamente reforzadoras: de hecho, la crisis (el “oxígeno”) propicia el liderazgo carismático justamente porque hace vulnerables a las personas al romper sus expectativas y planes y cuestionar su sentido de vida, lo que las moverá a apoyar a un líder que prometa firme y vehementemente (es decir, expresiva y expansivamente) mejorar sus condiciones vitales y restaurar su sentido. Pero no basta cualquier mensaje: como hemos apuntado a propósito de Durkheim, sólo surte efecto el que coincide con la experiencia tácita, con el desasosiego o confusión inarticuladas de los seguidores, pues sólo éste consigue restituirles un sentido y aglutinarlos en torno a un sueño. En otras palabras, la semejanza crucial es la que media entre el mensaje del líder y las vivencias tácitas de los adeptos, no sólo sus valores, metas o propósitos, mucho menos si son explícitos.
Aunque engloba los diferentes ingredientes del fenómeno carismático, el modelo de Klein y House se limita a describirlo sin abordar el mecanismo que lo sustenta, a diferencia de la siguiente y exhaustiva teoría, que integra varias de las anteriores tomando como marco la microsociología dramatúrgica (Goffman, 2006; Garfinkel, 2006), cuyas premisas son que “el significado de los actos de las personas se encuentra en la manera en que se expresan al interactuar con otros similarmente expresivos” (Brissett y Edgley, 1990: 2; la traducción es nuestra) y que “el comportamiento humano constituye y está constituido de retórica: los individuos procuran persuadir e influenciar la conducta de sus congéneres” (Brissett y Edgley, 1990: 4).
La perspectiva dramatúrgica parece idónea para explicar el carisma, ya que “los líderes carismáticos son personas excepcionalmente expresivas… el epítome del drama… medran creando significados que inspiran a los demás a seguir su visión” (Gardner y Avolio, 1998: 33; la traducción es nuestra). Al igual que Klein y House, Gardner y Avolio cifran el carisma no en el líder o “actor” ni en los seguidores o “espectadores”, sino en la relación entre ambos, la que entienden, dramatúrgicamente, como resultado del “manejo de identidad” por parte del líder mediante un despliegue público y bien calculado de acciones que le permitan ser percibido por su audiencia como poderoso, creíble, innovador o moralmente superior. Cuando lo consigue, el líder carismático recluta a su audiencia en una performance masiva destinada a impresionar a un tercero (como un medio de comunicación o un grupo político rival).
Al analizar la persona del líder, Gardner y Avolio se hacen eco de las teorías anteriores indicando que suele caracterizarse por su elevada autoestima que le permite mostrarse seguro pese a los tropiezos, tranquilizando a sus seguidores; pero añaden que presenta también alta auto-monitorización, que definen como “la capacidad de supervisar y controlar la propia conducta expresiva” (Gardner y Avolio, 1998: 37) y que le permite detectar sutiles indicios del estado emocional y las necesidades de su audiencia y ajustar concomitantemente su conducta y discurso para satisfacerlas. Asimismo, sugieren que el carisma se forja desde la niñez: los líderes carismáticos aprenden a verse a sí mismos como tales en la infancia, merced a las atribuciones de sus familiares, coetáneos y figuras de autoridad; tienen, en consecuencia, una alta motivación de poder. Parafraseando, el líder carismático es alguien que se ve como superior a los demás; por ende, llamado a gobernarlos y deseoso de hacerlo, pero que además aprende a manejarse como un actor consumado, sensible a las carencias de los demás, maestro de la improvisación y la manipulación: una imagen que encaja perfectamente con algunos líderes históricos (Owen y Davidson, 2009), pero no con los más positivos o benéficos (como Luther King o Mandela). Esto se debe a que el ansia de poder puede verse inhibida o canalizada, por lo que los autores, siguiendo a McClelland, llaman oscuramente “inhibición de actividad”, pero que puede interpretarse como colectivismo o altruismo: “el uso del poder al alcance del individuo para alcanzar metas sociales o institucionales en vez de sólo personales” (Gardner y Avolio, 1998: 38).
El carisma también radica en la forma del mensaje carismático: en línea con Smith (2000), los autores indican que debe ser una “visión idealizada”, una “imagen mental de un estado futuro deseable” (Gardner y Avolio, 1998: 39), y no sólo una meta o plan abstractos; ya que aquélla tiene un efecto motivador y aglutinante, sobre todo si se asocia con una identidad deseada (à la Volkan) por los potenciales adeptos; una vez más se puede apreciar la influencia no reconocida de Le Bon (Moscovici, 2013).
En cuanto a los seguidores, Gardner y Avolio apuntan que el líder construye para aglutinarlos a una identidad colectiva, proponiéndose como modelo y “personificando en una imagen concentrada el modo en que los miembros del colectivo dan sentido y dirección a sus vidas” (Gardner y Avolio, 1998: 48), elemento fundamental que remite a la ya citada idea de Durkheim de que el líder es carismático porque “la sociedad habla a través de él”. Asimismo, y en línea con Klein y House y varios de los autores citados (que, a su vez, retoman sin reconocerlo las ideas de Le Bon), Gardner y Avolio sostienen que una parte significativa de los seguidores lo son porque sufren de baja autoestima, problemas emocionales o baja autoeficacia (Gardner y Avolio, 1998: 48). Son éstos los que se vuelven más ardientes y devotos del líder. Más interesante es su aserto de que estos seguidores vulnerables tienden a apoyar a los líderes cuya “inhibición de actividad” es baja; es decir, los más narcisistas y ambiciosos. Esto suscita una relación simbiótica en la que el líder se nutre de la adulación y sumisión de los adeptos y éstos medran y se tranquilizan por la hiperseguridad y grandiosidad de aquél (fenómeno que subyace a los liderazgos autoritarios [Laso, 2012]; y que ya fuera identificado por Adorno, Frenkel, Brunswik, Levinson y Sanford, 1950; y por Reich, 1933, a quienes Gardner y Avolio no citan).
Tácitamente, Gardner y Avolio distinguen así dos tipos de seguidores (vulnerables y fuertes), dos tipos de mecanismos de afiliación (los primeros atraídos por la persona, los segundos por el mensaje o visión) y dos de líderes (narcisistas o con baja “inhibición de actividad” y altruistas o con alta “inhibición de actividad”, los que Bass denomina “transformacionales”), con lo que resuelven de un plumazo las dos líneas de falla de Molero:
El carisma es una combinación de dos mecanismos cuya proporción determina si es “restringido” (alta intensidad emocional y limitado al terreno religioso o político) o “ampliado” (baja intensidad emocional y presente en una variedad de contextos).
El primer mecanismo atrae a seguidores que compensan su vulnerabilidad apoyándose en la persona del líder y su capacidad de proyectar fortaleza, seguridad y dominancia gracias a su expresividad emocional y su calculada mise en scène; el segundo, a seguidores fuertes cuyos valores coinciden con los del líder tal como se plasma en su mensaje, sobre todo cuando lo plasma plástica y concretamente en una visión o imagen.
Gardner y Avolio amplían su propuesta añadiendo elementos que no interesan para los fines de este artículo, a diferencia de esta división bipartita de líderes, mecanismos y seguidores, que puede considerarse un paso en la dirección correcta, pero que sigue sin responder a dos preguntas fundamentales: si la intensidad de la dedicación de los seguidores vulnerables se deriva de que se guarecen bajo la imagen de dominación y potencia del líder, ¿por qué, de entre todos los posibles líderes violentos o autoritarios, algunos triunfan masivamente y otros no? Y ¿por qué los que triunfan masivamente no son los autoritarios “puros”?
Las últimas elecciones presidenciales en Estados Unidos ofrecen un claro ejemplo: los votantes del candidato vencedor, Donald Trump, son menos autoritarios que los de sus iniciales competidores republicanos Marco Rubio y Ted Cruz; pero sí más populistas, es decir, maniqueos (Rahn y Oliver, 2016) y racistas (Wood, 2017). La diferencia es que a los votantes de Trump no les preocupan las normas morales ni tienen la disposición a obedecer ciegamente, lo cual caracteriza a los autoritarios; aunque comparten con éstos la sensación de que el mundo es cada vez más caótico, lo atribuyen a la influencia perniciosa de una élite económica que controla el gobierno y los medios de comunicación y no a una decadencia moral generalizada; y en realidad, descreen de toda autoridad, a la que consideran ilegítima heredera de un sistema político injusto y desigual (Gillespie, 2016). Llama la atención, a este respecto, que Gardner y Avolio no hagan referencia a la nutrida literatura sobre autoritarismo político en psicología social (Altemeyer, 2006; Stenner, 2005), lo cual les habría permitido salir al paso de esta limitación de su teoría; problema que comparten con la siguiente teoría integrativa, la de Weierter (1997), que se centra sobre todo en su “rutinización”; es decir, la capacidad del líder de afianzar y extender su mensaje carismático a mediano y largo plazo.
A diferencia de Gardner y Avolio, Weierter parte de diferenciar explícitamente los tipos de seguidores y mecanismos que subyacen al carisma, con lo que obtiene una clasificación bipartita muy similar a la de éstos; sin embargo, va más allá al indicar que ambos tipos de seguidores tienen algo en común: encontrarse en medio de una crisis de valores. Esta crisis puede ser colectiva cuando ataca a “una subcultura o grupo que, sintiéndose oprimido, cuestiona la visión comúnmente aceptada de la realidad, preguntándose metafóricamente “¿cuál es nuestro lugar en el mundo?” (Weierter, 1997: 173); o individual, cuando asalta a miembros de la clase media blanca occidental que, compartiendo el énfasis en la autonomía y la independencia, se sienten obligados a ser fieles sólo a sí mismos, pero que sin una guía sobre qué es ese “sí mismo”, se preguntan “¿cuál es mi lugar en el mundo?” y buscan alguien que los oriente e ilumine. En el primer caso, el mensaje carismático se deriva de procesos culturales y sociales, preexiste al líder y es, por tanto, “rutinizado”, pero no creado por éste; en el segundo, es creado por alguien, el futuro líder carismático; y es, por ende, “personalizado”. Weierter añade un tercer tipo de relación carismática denominada “situacional” (prácticamente una copia de Le Bon, al que como es de esperar no menciona), en la que el líder, al facilitar el contagio social por su extrema expresividad en los encuentros masivos con sus seguidores, deviene en símbolo y legitimador del estado de unión extática que éstos ambicionan (en la línea de Lindholm, 1988).
Los tres tipos de carisma son compatibles entre sí. De hecho, el movimiento Nazi pudo imponerse y expandir su mensaje precisamente porque, dependiendo de la audiencia, era personalizado, situacional o rutinizado. Sin embargo, normalmente predomina uno de ellos, dependiendo de cinco características de personalidad de los miembros de la audiencia:
La “claridad de autoconcepto”, que es la medida en que el individuo es consciente de sus propios valores y creencias.
La “auto monitorización”, la tendencia del individuo a basar su conducta en señales externas o internas.
El “autoestima”, el valor atribuido a uno mismo.
La “autoeficacia”, la medida en que la persona se cree capaz de satisfacer sus deseos.
La “autoconsciencia”, que consiste en un estado temporal dependiente de factores situacionales que fomentan la reflexión acerca de uno mismo (Weierter, 1997: 177).
La interacción entre estos cinco factores determina el tipo de carisma al que el individuo es susceptible; en concreto, las dos primeras determinan la importancia que el individuo otorga al mensaje del líder y su congruencia con sus propias creencias, mientras que las tres últimas condicionan la posibilidad de que el mensaje se “rutinice” y la relación se afiance a largo plazo.
Los individuos con alta auto-monitorización emplean señales externas (en particular, la expresión emocional de los demás) para dar sentido a las situaciones y orientar su conducta, por lo que son más atraídos por la emocionalidad de la persona del líder que por su mensaje, al contrario de los que presentan baja auto-monitorización. En concreto, son más vulnerables al puro contagio emocional, especialmente al “desinhibitorio”, por el que se sienten justificados a realizar una conducta antes reprimida al ver a otros ejecutarla (Weierter, 1997: 182). Por su parte, los individuos con baja claridad de autoconcepto se encuentran confusos acerca de sus valores y deseos, por lo que pueden tener creencias contradictorias o erráticas y entablar con el líder una relación visceral en la que el mensaje es menos importante que la persona y su impacto; a diferencia de los que tienen alta claridad de autoconcepto, para quienes la congruencia entre el mensaje y sus propios valores (que conocen con certeza) determina la magnitud de su apoyo al líder.
En los tres casos, la viabilidad a largo plazo del carisma depende de la medida en que el líder acreciente el autoestima y autoeficacia de los seguidores, cosa que es distinta según cada tipo de relación. En el carisma socializado, “el líder aumenta el autoestima y autoeficacia colectivas manifestando su confianza en la capacidad de los seguidores de cambiar el mundo” (Weierter, 1997: 185); en el personalizado, es el seguidor quien, al emular los valores y conductas del líder, aumenta su autoestima; en el contagio social, la mera expresión emocional intensa compartida eleva el autoestima de los seguidores (pero no su autoeficacia, que se deriva más bien de llevar a cabo el mensaje del líder, el cual no es tan importante en este tipo de relación).
En cuanto a la auto-consciencia, el líder que manipula el entorno para reducirla (por ejemplo, ordenando a sus seguidores que “dejen su pasado atrás”), provoca que la congruencia entre los valores de éstos y su mensaje sea menos importante y, a fortiori, que su “rutinización” sea menos probable.
Finalmente, la expansión del carisma obedece también al tipo de relación en juego. El carisma socializado es el núcleo de los movimientos carismáticos exitosos en tanto que les provee de una base sólida, cohesionada y fuerte; el personalizado sirve para traer al redil a un grupo importante pero más limitado de seguidores; y el contagio social refuerza la atribución de cualidades extraordinarias al líder amplificando su vehemencia y atractivo (Weierter, 1997: 187).
Como puede advertirse, el modelo de Weierter es el más preciso, exhaustivo y desarrollado de todas las teorías integrativas hasta ahora reseñadas; sin embargo, en un último análisis, recicla las ideas de Le Bon sin citarlo, revistiéndolas de términos de la psicología social contemporánea al caracterizar al seguidor ideal del líder carismático como “infantil”, confuso y dependiente, esto es, con baja “claridad de autoconcepto” (confuso y desorientado) y alta “automonitorización” (dependiente de los demás para orientarse). Esta perspectiva traiciona, posiblemente, un prejuicio típico de la clase acomodada, que valora la autosuficiencia, la independencia, el “ir contra la corriente” y el individualismo, hacia la obrera, que enfatiza el colectivismo, la interdependencia y el “seguir la corriente” (Piff, Kraus, Côte y Cheng, 2010; Kraus, Piff, Mendoza-Denton, Rheinschmidt y Keltner, 2012). En efecto, evidencia cada vez más numerosa sugiere que conceptos como “confusión” y “dependencia”, atribuidos por Weierter y demás investigadores a los adeptos del líder carismático, se pueden reinterpretar desde la clase obrera como solidaridad, altruismo, compasión y deseo de evitar el conflicto y potenciar los acuerdos (Kraus y Stephens, 2012).
Este prejuicio conduce al segundo y más grave problema del modelo de Weierter: que predice que “la congruencia de valores entre seguidores y mensaje del líder carismático modera la relación carismática sólo en aquellos seguidores que gozan de un sistema de valores bien desarrollado (a juzgar por su nivel de claridad de auto-concepto y autoconsciencia)” (Weierter, 1997: 177) y que para los demás, los “personalizados” y de “contagio social”, el mensaje es poco o nada relevante.
Además de acercarse peligrosamente a la postura paternalista, antidemocrática y reaccionaria (frecuentemente utilizada como alegato contra el populismo), que afirma que como las clases obreras o marginales “no saben lo que quieren ni lo que les conviene”, son presa fácil de cualquier demagogo huero, vehemente y extremista y que, por ende, es necesario reducir su acceso al voto o sojuzgar su influencia en la política “por su propio bien”. Esto supone que los seguidores del carisma personalizado se afilian a cualquier líder vehemente y dominador sin importar su mensaje y que los seguidores socializados sopesan entre sí los diferentes mensajes de los candidatos en pos del más coherente con su sistema de valores. Por tanto, ambos grupos podrían cambiar de lealtades sin mayor dificultad; aquellos al encontrar a un líder más vehemente y dominante y éstos a uno cuyo mensaje sea más conforme a sus valores. Ello, como hemos apuntado antes, contradice la notable durabilidad y persistencia de la adhesión al líder carismático que se presenta en la realidad y reintroduce subrepticiamente la línea de falla entre mensaje y persona, o entre razón y pasión, que se pretendía trascender.
Al adscribir a los socializados toda la racionalidad instrumental que niega a los personalizados, al ver en aquellos el núcleo de los movimientos carismáticos, Weierter hace de estos últimos adeptos ciegos, serviles y desechables; y de aquéllos, seguidores condicionales, calculadores, oportunistas e indispensables. Tal división no se corresponde con la realidad, ya que en la mayoría de casos el apoyo al líder carismático de los desposeídos y marginados “vulnerables” depende estrechamente de que crean en sus promesas de mejorar sus condiciones (Madsen y Snow, 1991), mientras que el de las clases medias y acomodadas puede ser tan o más visceral que el de aquéllos (“El nacional-socialismo fue originalmente un movimiento de clase media, y lo ha sido siempre que se ha desarrollado” [Reich, 1933]. La traducción es nuestra).
El carisma como desafío epistemológico: Antonakis et al.
La última, más reciente y ambiciosa teoría integrativa, merece un apartado propio, ya que propone no sólo una definición del carisma sino una evaluación crítica de la epistemología que ha caracterizado a los estudios anteriores. A diferencia de nuestra propuesta, la revisión histórica que sirve de punto de partida a Antonakis, Bastardoz, Jacquart y Shamir (2016), se apoya en análisis bibliométricos de los que derivan gráficos de co-citación que les permite identificar los artículos más “centrales” (es decir, más referenciados) en la literatura, decisión metodológica que les posibilita ganar en centralidad a costa de perder amplitud y profundidad. Así, hacen caso omiso de Le Bon y Durkheim, por no mencionar a Weierter, Klein, Friedman, Volkan y muchos otros. Merced a esta revisión, identifican el punto de quiebre crucial (que ya hemos reseñado): el desplazamiento de la noción weberiana de “carisma”, imprecisa pero cercana al fenómeno, a la de “liderazgo transformacional”, mejor delimitada pero que traiciona la esencia emotivista, irracional y sui generis del liderazgo carismático (Antonakis, Bastardoz, Jacquart y Shamir, 2016). Los autores reconocen que la justificación de este desplazamiento no fue teórica, sino epistemológica: “estudiar una versión más ‘ordinaria’ [del carisma] brinda importantes ventajas, ya que el ‘carisma organizacional’ puede hallarse y estudiarse en muchos entornos distintos” (Antonakis, Bastardoz, Jacquart y Shamir, 2016: 14.4). No obstante, apuntan a que la epistemología implícita en este desplazamiento es insuficiente, porque “los constructos [teóricos] no deberían definirse en términos de sus efectos, sus antecedentes, o mediante ejemplos” (Antonakis, Bastardoz, Jacquart y Shamir, 2016: 14.10), errores en los que, según ellos, han incurrido todas las teorías anteriores.
Para subsanar este error, Antonakis et al. apelan a un marco epistémico que consideran más sólido y que se intuye en su terminología (“decir que el carisma depende de las características de los seguidores, lo convierte en un constructo endógeno; y las variables endógenas se pueden usar sólo como resultados o como mediadores y no como regresores” [Antonakis, Bastardoz, Jacquart y Shamir, 2016: 14.10]. La traducción y las cursivas son nuestras): el positivismo de la econometría y el análisis de regresión. Concomitantemente, proponen una definición fundada en la economía y su ubicua metáfora mercantilista:
...nos referimos al mercado de la selección o emergencia de líderes, que incluye líderes, seguidores que les adjudican estatus (informalmente) a través de seguirlos, y selectores de líderes, que actuando en representación de otros otorgan a los líderes posiciones de autoridad. En este mercado, los líderes se dedican a enviar señales [signaling]… que pueden entenderse como “cosas que uno hace y que están en parte destinadas a comunicar” … Por medio de estas señales, los líderes pueden ganar torneos de selección o recibir estatus gracias a los seguidores (Antonakis, Bastardoz, Jacquart y Shamir, 2016: 14.12).
En resumen, “el carisma es una forma de señalamiento [signaling] basada en valores, simbólica y cargada de emoción” (Antonakis, Bastardoz, Jacquart y Shamir, 2016: 14.12). Un líder será carismático en la medida en que:
Justifique la misión apelando a valores que distingan lo correcto de lo incorrecto.
Se comunique de forma simbólica para hacer el mensaje más claro y vívido y simbolice y encarne la unidad moral de colectivo per se.
Demuestre convicción y pasión por la misión a través de despliegues emocionales” (Antonakis, Bastardoz, Jacquart y Shamir, 2016: 14.12).
De este modo, los autores pretenden definir el carisma de forma objetiva independientemente de las atribuciones de los seguidores o el contexto, como una característica o rasgo de los líderes exitosos, quizá genéticamente determinado y vinculado con su nivel de inteligencia (evaluable, según ellos, a través de su uso de metáforas). Y concluyen con varias sugerencias de cómo hacer “más científica” la investigación sobre el tema, hasta ese momento gravemente insuficiente desde su punto de vista.
La revisión de la literatura de Antonakis et al. es exhaustiva y su propuesta de una teoría sintética (que no integrativa) loable; sin embargo, desde una perspectiva crítica, y si bien se presenta como revolucionaria, su teoría es la continuación lógica de las anteriores: un intento de exorcizar definitivamente la esencia del carisma weberiano, la irracionalidad y excepcionalidad emotivísticas, apelando en este caso al epítome de la racionalidad, la economía del rational choice y a su (supuesto) prestigio científico. En contenido, no aporta nada propio, pues se limita a traducir las ideas de Weber, Durkheim y Lindholm (entre otros) a términos economicistas (signaling, “mercado de liderazgos”, etcétera); metodológicamente, erige al análisis de regresión, el modelamiento matemático y el experimentalismo, en paradigmas del rigor científico. Y es aquí donde radica su mayor debilidad: en el afán de fortalecer la cientificidad de la psicología, Antonakis et al. terminan importando acríticamente las carencias epistemológicas de la economía. No deja de ser irónico que mientras la economía reconoce su insuficiencia y se aparta progresivamente del actor racional (a juzgar por la reciente concesión del Nobel a Richard Thaler y por la proliferación de la economía del comportamiento), algunas orientaciones de la psicología, en un afán de ser más “científicas”, pretendan erigir a la rational choice y al homo economicus en las bases de la teorización.
La principal flaqueza epistemológica de la psicología como disciplina es su fragmentación, que se evidencia en la proliferación de “enfoques” terapéuticos y de “efectos” psicológicos cada vez más microscópicos y discutibles, de métodos y técnicas de investigación inconmensurables (cualitativas, observacionales, correlacionales, experimentales…) y, por fin, en la separación entre psicólogos “aplicados” (clínicos, comunitarios, organizacionales…) y “teóricos” (investigadores). Como la psicología carece de un marco teórico generalmente aceptado, de una “teoría unificada de la mente”, los hallazgos empíricos de cada grupo de investigadores (incluso suponiendo que no sean espurios [Colquhoun, 2014; Ioannidis, 2005], conducen a postular mecanismos o “efectos” imposibles de combinar o siquiera de equiparar (Taagepera, 2008), que terminan agolpándose en líneas de investigación independientes, las cuales pueden progresar a lo largo de las décadas sin que ese progreso endogámico contribuya al de la disciplina en general (Henriques, 2011). En resumen, un siglo y pico de ciencia psicológica ha arrojado una ingente masa de datos empíricos en pos de una teoría que los explique y entrelace (Henriques, 2011). Por tanto, es natural que, en pos de dicha teoría, ciertos investigadores (especialmente los dedicados a estudiar algo tan apegado a la economía como el comportamiento organizacional) apelen a la que se presenta como la más científica de las ciencias sociales; la economía, cuya principal fortaleza es precisamente que goza de una teoría unificada e integradora (al menos en el terreno micro), la del actor racional; y de una metodología aceptada, el modelamiento matemático (y la regresión o la teoría de juegos como ejemplos más puros, si no más actualizados).
Sin embargo, la economía no está exenta de un serio problema epistemológico: su falta de realismo, derivada de la simplificación requerida para elaborar modelos matemáticos coherentes. El paradigma dominante en la economía contemporánea es el modelamiento matemático deductivista, lo que la convierte en una ciencia teóricamente integrada con base en postulados de los que se deducen consecuencias apodícticas inaplicables a la realidad, porque los supuestos originarios no coinciden con los hechos (Keen, 2011; Lawson, 1997, 2003; Syll, 2010). El ser humano no es ni remotamente un “actor racional” que maximiza sus utilidades esperadas, ni un “individuo” que toma decisiones sin la influencia de sus pares; los sistemas sociales no son en absoluto cerrados; las vicisitudes del entorno no son para nada predecibles, etcétera. Por ende, y descontando la dificultad de medir variables como “capacidad simbólica” con las que Antonakis et al. operacionalizan sus ideas, al tratar de compensar la falta de una teoría global de la psicología mediante el homo economicus, terminan importando una teoría global, coherente y unificadora, pero falsa.
Esto se evidencia en que su propuesta deja pendientes preguntas cruciales pero imposibles de responder desde la teoría del actor racional: por ejemplo, ¿por qué iban los “votantes” a preferir racionalmente un líder que ejerza su liderazgo “de forma simbólica, emocionalmente intensa”, a uno pragmático y frío o distante? ¿Qué ventaja le otorga el ser emotivo y metafórico de cara a satisfacer las necesidades o intereses de sus votantes? Después de todo, y por mucho signaling al que se dedique, el ser emotivo y simbólico son estilos que no tendrían por qué alterar la capacidad del líder de cumplir sus ofertas de campaña, a menos que los votantes las interpreten como indicadores de su honestidad, compromiso con sus valores o con su bienestar, es decir, signos de confianza, tema que nos aparta del homo economicus para acercarnos a la sociología y la psicología (Laso, 2010). Asimismo, aspectos del carisma como el contagio emocional (cuya existencia es indiscutible [Barsade, 2002]) o la persistencia del carisma a pesar del fracaso, no sólo quedan excluidos, sino que son incompatibles con esta teoría, que en el afán de contrapesar el empirismo empedernido de la psicología cae en un platonismo racionalista tan consistente como ilusorio.
Conclusión: la “doma” del carisma
Pese a sus aspectos cuestionables, la propuesta de Antonakis et al. es la única que aborda el fondo del problema del carisma, que no es sólo teórico, sino epistémico; que su irracionalidad, emotividad y carácter extraordinario ponen en duda los supuestos racionalistas e instrumentalistas de las teorías sociales, políticas y psicológicas al uso, las cuales se han ido permeando cada vez más del paradigma del “actor racional” -y alejándose concomitantemente de las emociones, que están siendo redescubiertas (Damasio, 1995). En definitiva, y retomando una metáfora de Beyer (1999), esta revisión histórica da cuenta de los repetidos fracasos de la mayoría de los teóricos contemporáneos de “domar” la irracionalidad carismática expurgando su núcleo emocional y alineándola con un racionalismo estrecho y utilitarista; es decir, de reducir la autoridad carismática a una variante de la autoridad racional weberiana.
El carisma se erige, así, en el más importante desafío a la episteme contemporánea: integrar las emociones sin desnaturalizarlas, obviarlas o restarles importancia. Es este el desafío que una teoría integral y realista del carisma, una que haga justicia a las intuiciones de los clásicos, debe afrontar.