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Revista mexicana de ciencias políticas y sociales

versión impresa ISSN 0185-1918

Rev. mex. cienc. polít. soc vol.68 no.247 Ciudad de México ene./abr. 2023  Epub 26-Ago-2024

https://doi.org/10.22201/fcpys.2448492xe.2023.247.77163 

Dossier

Repolitizar lo carcelario desde el género. Una aproximación a sus “desvíos” y horizontes sexuales de posibilidad

Re-politicize the Prison from a Gender Perspective. An Approach to its “Deviations” and Sexual Horizons of Possibility

María Florencia Actis 

Universidad Nacional de La Plata, Argentina. Correo electrónico: <florenciactis@gmail.com>.


RESUMEN

Este artículo analiza la cárcel como escenario poroso y performativo desde tres experiencias articuladas: 1) vínculos de amor/amistad entre presas, 2) “familias tumberas” y 3) masculinidades alternativas. Se desplegó una metodología cualitativa y participativa de investigación que conjugó entrevistas semiestructuradas y el desarrollo de un espacio de cine-debate en la Unidad Penitenciaria femenina Nº 8 de La Plata, Argentina. Los resultados exponen la dimensión productiva del régimen carcelario sobre la sexualidad y los múltiples modos en que interpela al cuerpo, entre ellos las exploraciones, desarreglos y posibilidades críticas frente a la heteronorma. Sin embargo, también revelan al ejercicio de la sexualidad y la construcción de “afectividades” como formas de atravesar el encierro. Este trabajo constituye un aporte a los estudios carcelarios al ahondar en una variable poco explorada de las relaciones de poder al interior de las prisiones y a los estudios feministas en tanto permite reconocer las derivas del género y tensiones otras (respecto del afuera) que se desandan en un espacio donde la relación norma sexual-disidencia asume una nueva dialéctica, significados y alcances.

Palabras clave: encarcelamiento; cuerpo; performatividad; norma sexual; disidencia sexual

ABSTRACT

This article analyzes the prison as a porous and performative setting from three articulated experiences: 1) love/friendship bonds between female prisoners, 2) “tumberas families” and 3) alternative masculinities. For this, a qualitative and participatory research methodology was deployed, which combined semi-structured interviews and the development of a space for cinema-debate in the Women’s Penitentiary Unit Nº 8 in La Plata, Argentina. The results expose the productive dimension of the prison regime over sexuality, and the multiple ways in which it challenges the body, among them promoting explorations, disorders, and critical possibilities in the face of the hetero norm. However, they also reveal the exercise of sexuality and the construction of “affectivities” as ways of going through the confinement. This article constitutes a contribution to prison studies by delving into a little explored variable of power relations within prisons, and to feminist studies since it allows to recognize the drifts of gender and other tensions (concerning the outside) that they retrace themselves in a space where the sexual norm-dissent relationship assumes a new dialectic, meanings, and scope.

Keywords: imprisonment; body; performativity; sexual norm; sexual dissidence

Introducción

El encarcelamiento de mujeres se instituye como un fenómeno “loable” de ser estudiado, en términos numéricos y cualitativos, a partir de su estrepitoso aumento entre la década de 1980 y 1990, como efecto de dos procesos interconectados en el avance de la geopolítica neoliberal en la región latinoamericana: la feminización de la pobreza y el recrudecimiento punitivo de los delitos de drogas. El comercio de estupefacientes en pequeña escala ha resultado para las mujeres de bajos y muy bajos recursos “una actividad compatible con los roles de madre, esposa, abuela y dueña de casa, centralmente por no estar obligadas a desplazarse fuera de sus viviendas” (Antony, 2007: 77). La captación penal selectiva de las(os) sujetas(os) más expuestas(os), más fácilmente reemplazables y peor remunerados(os) del mercado de drogas ilegalizadas, y la utilización de la cárcel como única respuesta, tuvieron un impacto desproporcionado en la vida de miles de mujeres devenidas en el chivo expiatorio de las políticas antidrogas (Almeda y Di Nella, 2017). En Argentina, hacia finales de 2018, 66 % de la población total de mujeres, cis y trans, a nivel federal se encontraba detenida por este delito, mientras que, en la totalidad de unidades provinciales, el porcentaje alcanzaba 47.3 % (PPN, 2020), cifras que en el mismo año se replicaron en países como Brasil y Costa Rica (WOLA, IDPC, Dejusticia y OEA, 2018). Sin embargo, como señala Máximo Sozzo (2016), en Sudamérica el giro punitivo y la inflación del llamado Estado Penal (Wacquant, 2010), parcialmente expresado en las tasas de encarcelamiento, no es patrimonio exclusivo de programas políticos neoliberales, ya que también se ha perpetuado durante gobiernos de alianzas de centro-izquierda y de signo “post-neoliberal”. Entre 1992 y 2014, la tasa de encarcelamiento en Argentina se ha incrementado 145 %, en Uruguay 182 % y en Brasil 305 %.

En materia de género, el discurso punitivista también alcanzó a un sector del movimiento feminista, donde la vía penal y carcelaria devino en una solución inmediatista y, por tanto, ficticia, al problema de la violencia de género, articulando un “nuevo sujeto político-social, la víctima, y a la mujer como su principal identificador” (Núñez, 2019: 74), en detrimento de su figuración como sujeta de opresiones múltiples (Pitch, 2014), siendo una de ellas la generada por los propios artilugios del sistema penal. También vale destacar una revitalización del campo de la criminología feminista y de un activismo de género antipunitivista que replanteó la masculinidad del derecho y del ámbito penitenciario (Carlen, 1983; Facio, 1993; Almeda y Bodelón, 2007), y los modos en que produce “formas específicas de discriminación” (Bodelón, 2003: 154) y disciplinamiento sobre las experiencias de vida -irremediablemente generizadas- de ciertas mujeres -en su mayoría jóvenes, pobres, migrantes, campesinas, indígenas (Hernández, 2010)-. Desde esta perspectiva, la criminalización y el encarcelamiento de los colectivos femeninos más vulnerados son comprendidos como procesos institucionalizados de violencia, que se despliegan sobre cuerpos intersectados de modos puntuales por los sistemas de opresión de clase, raza y sexo-género (Magliano y Ferreccio, 2017; Arens, 2017).

En cuanto a la vida dentro de los muros, es concebida como una experiencia social (Schnapper, 2012), lo que implica que “la población comparte una condición social objetiva: se apropia de las normas al tiempo que es apropiada por ellas” (Ferreccio, 2018: 64). En este sentido, hay un corrimiento respecto de las lecturas deterministas que caracterizan a la sociología de la prisión, donde la persona “detenida” representa un sujeto (enteramente) “sujetado”. Desde la comunicación -definida como un campo de lucha por el sentido social- interesa reconsiderar la prisión a partir de su condición significante y de su inscripción en una red significante más amplia; por tanto, de su imposibilidad de clausura e incluso de sus “fronteras porosas” con el afuera (Kalinsky, 2016: 19). Las relaciones carcelarias son en sí mismas relaciones comunicativas, enmarcadas en “un conjunto de relaciones de fuerza que se definen como desiguales, móviles, dinámicas y siempre en tensión” (Chiponi y Manchado, 2018: 233). La dialéctica poder-resistencia(s) se resitúa en un contexto social e institucional que innegablemente produce, extiende y distribuye sufrimiento sobre determinados individuos y poblaciones (Daroqui, 2019). Desde -y muchas veces a contrapelo- de estas tramas, las personas detenidas hacen experiencias, que entenderemos en clave de resistencia(s) por el sólo hecho de hacer vivible el encarcelamiento.

A lo largo del trabajo, será abordada la dimensión sexo-afectiva de estas experiencias al interior de una unidad penitenciaria de mujeres, y las “posibilidades metamórficas” (Kosofsky, 1999: 211) que se abren en el marco de las condiciones de vida excepcionales que ofrecen este tipo de instituciones. El cuerpo es entendido como “un campo plural de fuerzas heterogéneas respecto de los sentidos sociales vigentes y los sistemas simbólicos que los sostienen” (Suniga y Tonkonoff, 2012: 2) y como sustrato de procesos infinitesimales de significación. Por tanto, su localización en un nuevo emplazamiento disciplinario -que conjuga burocratización, castigo y austeridad- moviliza, consigo, nuevas interpelaciones no sólo performativas, sino también prostéticas, en tanto (re)hacen cuerpos (Preciado, 2011) y contrarrestan el peso discapacitante de este orden social y corporal específico. El ejercicio de la sexualidad es visto, en esta línea, no como una práctica individual, sino como expresión de, o frente a, un sistema normativo que rubrica, una y otra vez, la heterosexualidad como política y ética de vida (Foucault, 2007). En concreto, se abordan tres experiencias que permiten mirar la transposición de, al menos, dos sistemas normativos -el penitenciario y el sexogenérico-, sin soslayar la dimensión irreductiblemente deseante, significante y paradojal de “los cuerpos detenidos”:

  1. Los vínculos de amor/amistad entre presas -en la jerga carcelaria “ser de la mano”- como también aquellos de amistad/enamoramiento con/de masculinidades alternativas.

  2. Las “familias tumberas” en tanto modo de organización de la sociabilidad carcelaria (y de sus relaciones de género) con efectos paródicos sobre las denominadas “familias reales”.

  3. Las masculinidades alternativas, concebidas menos como grupos identitarios particulares (“chongos”, “chonguitos”, “tumberas”, etc.) que como presencias amenazantes, especialmente potentes.

En términos generales, se considera que dichas experiencias -entendidas como desplazamientos temporales o “desvíos” de la (hetero)norma- contradicen y remueven la figuración absoluta, de “víctimas-pasivas” del sistema carcelario -categoría especialmente disponible por tratarse de sujetos femeninos, o feminizados-, para reinscribirlas en lugares vitales de disputa, negociación, acción, apropiación, resignificación del adentro/afuera. Comprenderlas desde la teoría performativa del género (Butler, 1990), pero también desde la interseccionalidad del poder (Crenshaw, 1991), restituye la condición de agencia de un sujeto específicamente negado, desposeído de ciudadanía e históricamente patologizado-tutelado, encarnado en “la mujer delincuente”, y luego en “la privada de la libertad”. En este sentido, el objeto de análisis remite a un conjunto de estrategias y respuestas, diversas y posibles, individuales y colectivas, de esta población frente al continuum de opresiones que recorren sus biografías, antes y durante los períodos de encarcelamiento. A su vez, a través de ellas, se pone de manifiesto el carácter permeable de los muros carcelarios, en tanto ofrecen indicios sobre los sentidos y saberes de género que traen de “la calle”, y que continúan mediando -y en casos definiendo- sus márgenes para hacer [y rehacer] experiencia durante la vida intramuros. De esta manera, el trabajo permite iluminar las formas sexuales y genéricas que regulan inadvertidamente el afuera, desde la perspectiva “abismal” de la cárcel.

Para finalizar, se plantea una equidistancia respecto de los estudios que han abordado el surgimiento de los vínculos amorosos entre presas como simple respuesta ante la “ausencia de varones” o “de afectos”, enfatizando su transitividad e “inautenticidad”. Pero también de aquellos otros que los explican más allá de sus condiciones de producción, y por tanto los esencializan. Se ponderan los trabajos que, al situarlos, introducen las nociones de poder y conflictividad inherentes al contexto (De Miguel, 2012; Ojeda, 2013; Salinas, 2018), mientras se arguyen sus potencialidades políticas, y paródicas.

Breve caracterización de la Unidad Penitenciaria Nº 8 (UP8)

Situaremos espacial e históricamente la Unidad donde se llevó a cabo la investigación con el fin de dar a conocer grosso modo las condiciones de vida específicas de su población, partiendo de la comprensión de que esta “materialidad institucional” afecta inexorablemente las experiencias subjetivas e intersubjetivas para analizar.

En primer término, la up8 pertenece al Sistema Penitenciario Bonaerense (SPB), el sistema penitenciario de mayor magnitud del país. Está integrado por 63 dependencias entre unidades carcelarias y alcaidías, de las cuales 5 unidades son para alojamiento exclusivo de mujeres y 9 son anexos femeninos en unidades de varones, lo que implica que fueron pensadas para varones en su arquitectura, distribución y organización (CPM, 2019). Al año 2020, su población total alcanza los(as) 42 089 detenidos(as), 1 466 computadas como “mujeres”, lo que arroja una tasa general de encarcelamiento de 265 detenidos(as) cada 100 mil habitantes (CELS, 2020). A su vez, la up8 es la más antigua de la provincia de Buenos Aires, fundada en 1904 en la ciudad capital de La Plata. Es una unidad “de mujeres”, aunque entre su población haya una variedad de identidades sexo-genéricas que rebasan esta categoría. Tipificada “de máxima seguridad”, cuenta con dos tipos de regímenes, cerrado y atenuado, y forma parte del Complejo Penitenciario Los Hornos, junto a la Unidad Penitenciaria Nº 33 (up33), de “mediana seguridad”. El trabajo de campo intracarcelario se desarrolló en 2016 en una casa, lindera al penal, donde tiene lugar el régimen atenuado; en 2017, 2018 y 2019, respectivamente, en el espacio del Centro de Estudiantes, al interior del módulo central.

Es importante aclarar que, más allá de las tipificaciones formales, la up8 comparte población con la up33, en tanto que en la up8 hay alojada una vasta mayoría de internas detenidas por delitos no violentos, mayoritariamente vinculados al comercio de drogas. Esta situación de “desorden poblacional”, que parece ser inherente al funcionamiento carcelario bonaerense, se vio notablemente agravada desde 2005 por las modificatorias de la Ley de Estupefacientes (Nº 23.737) que impulsaron una desfederalización de los delitos de drogas, y las unidades provinciales comenzaron a recibir detenidos y detenidas por este tipo de causas. La reorientación de la política criminal, plasmada en la reforma legislativa, trajo consigo una serie de transformaciones e impactos concretos en la vida de las unidades, y de “sus sujetos”. En primer lugar, produjo y reprodujo nuevas formas de encarcelar, como puntualiza Esteban Rodríguez Alzueta (2012), expresadas en una modalidad masiva, selectiva, preventiva y rotativa, que hizo desbordar la capacidad habitacional y funcional de las unidades provinciales. A su vez, las “presas viejas” de la up8 identifican un recambio cualitativo en el perfil de las detenidas: “desprofesionalizado”, “sin códigos” y sensiblemente más joven. De acuerdo con los datos suministrados por el Registro Único de Personas Detenidas de la Provincia de Buenos Aires (MPBA, 2019), alrededor de 39 % de la población femenina tiene entre 18 y 30 años, 29 % entre 30 y 40 y 32 % más de 40. Añaden que, a partir de la reforma de la Ley, y de la mano de este “nuevo perfil” de mujeres, se incrementó el comercio de drogas adentro de las unidades, lo que cambió el comportamiento de la población, y los modos de administración del conflicto penitenciario por parte del Servicio.

Metodología

En tiempos en que el “mundo carcelario” es objeto de representaciones en series y películas de la industria cultural, se torna necesario reflexionar en otras instancias sobre estos modos de producción, circulación y consumo de un saber o metarrelato carcelario, poner en juego aquellas narraciones urdidas en la experiencia de quienes han sido encarcelados y encarceladas. “Voces ausentes del debate público que involucran directamente a los cuerpos que las portan. Voces desechadas, censuradas, silenciadas y, por ende, proscritas” (Parchuc, 2018: 76). Conocer la cárcel a través de los relatos de sus protagonistas es central, ya que revelan otros sentidos, dimensiones y complejidades de sus vidas no alojadas en las voces institucionales o en el mercado del entretenimiento, “obligando a repensar los estereotipos estancos sobre los sujetos e imprimiéndole corporalidad a las voces que se auto-relatan” (Arens, 2017: 191).

El trabajo de campo que sustenta esta investigación se nutrió de dos instancias complementarias de interacción-participación con la población carcelaria de mujeres: la realización de entrevistas abiertas o semiestructuradas y la conformación de un espacio que llamamos de “cine-debate feminista”. Dos formas de habilitar y destrabar la palabra en un entorno donde tiende a ser instrumentalizada, rehusada y suplantada por lenguaje de violencia. Es importante aclarar que la tarea de observación participante y registro fue transversal a estos encuentros, en tanto el objetivo último de la investigación consistió en conocer las formas en que las personas detenidas hacen experiencia y habitan las contradicciones del encierro, a través de la práctica narrativa, es decir, partiendo de concebir narración/experiencia no en términos de opuestos excluyentes, sino a la narratividad como una dimensión más de la experiencia, con efectos realizativos. Los relatos no “estaban allí” esperando ser escuchados, sino que han sido, en buena medida, reguladas por las escenas comunicativas -y de poder- en que, alternativamente, tuvieron lugar. “El testimonio es una narrativa construida en la interacción de la entrevista, y la relación de poder con la entrevistadora, lo que lleva a adecuar el relato a lo que «se espera»” (Jelin, 2002: 112). En este sentido, tanto las entrevistas como los debates supusieron escenas donde “lo dicho” no se tomó como reflejo sino como discurso de lo vivido, condicionado y producido por las mismas situaciones de enunciación.

Para el caso de las entrevistas, estas fueron efectuadas tanto al interior de la Unidad Penitenciaria, como en el medio exterior, en cafeterías y en las viviendas de quienes estaban detenidas bajo arresto domiciliario, o transitando la última fase de la progresividad penal, bajo salidas transitorias y libertades condicionadas. En la mayoría de los casos había un previo conocimiento de y con las entrevistadas, ya que los encuentros se fueron realizando en paralelo al desarrollo de la actividad de cine-debate, de la que también eran, o habían sido, participantes. Sin embargo, a diferencia del espacio colectivo, propició otro tipo de acercamiento y reconocimiento dado por un contexto de mayor intimidad -en el caso de las entrevistas extramuros, de mayor comodidad para las mujeres ya que generalmente estaban en sus viviendas, oficiando de anfitrionas, cebando mates o preparando almuerzos-. Como plantea Adela Ruiz sobre la entrevista, “más allá de un intercambio informativo […] supone dialogicidad, y se asemeja a una conversación en la que el instrumento de investigación es el/la propio/a investigador/a, y no los protocolos o formularios utilizados” (Ruiz, 2006: 3). Las cualidades de esta técnica y de las formas/lugares/tiempos que adquirieron los intercambios, permitieron amplificar las posibilidades expresivas de las mujeres extendiendo los umbrales de enunciabilidad y, por tanto, ofreciendo nuevas perspectivas sobre ellas. Al mismo tiempo, también fue importante visualizar los condicionamientos a la escena dialogal que imprime quien investiga, para inscribirlos como materia de análisis.

Por su parte, el espacio de cine-debate, que tuvo lugar entre 2016 y 2019 en diferentes sectores de la Unidad, se planteó a sí mismo como un dispositivo colectivo de reflexión crítica a partir de proyecciones fílmicas y televisivas, haciendo hincapié en las llamadas “problemáticas de género”, pero sobre todo en una perspectiva feminista interseccional que abone a pensar las vivencias de género de las mujeres encarceladas. Se ha conceptuado como “feminista” menos por “lo temático” o por la necesidad de pensar realidades complejas en clave de género que, por su perspectiva metodológica participativa orientada hacia la reflexividad, el diálogo de saberes, la flexibilidad, y la comprensión de los conflictos como fuentes de enseñanza-aprendizaje (Astudillo y Villasante, 2016). Este marco de trabajo indujo un proceso dialéctico continuo, procurando una transformación de los contextos, así como de los sujetos y las sujetas que hicieron parte de estos (Calderón y López, 2014). “En una institución que fomenta la supervivencia individual y que intercepta los intentos de grupalidad, la construcción de comunidad resultó una de las resistencias más interesantes a alentar” (Arens, 2017: 194).

Entre el amor y la amistad; entre el deseo y los mandatos

La hipervisibilidad de los límites carcelarios pone de manifiesto la función restrictiva y productiva del contexto sobre la sexualidad. Las personas detenidas lo tienen claro: la privación de la libertad ambulatoria, la lejanía con las familias nucleares y con los roles de género tradicionales, la revinculación con las mujeres y la “nueva normalidad” que personifican las parejas “sin hombres”, la confidencialidad que suscitan los muros, los obstáculos institucionales para concertar visitas íntimas con varones por fuera del concubinato, suponen condiciones que abren otras prácticas, saberes y sentidos posibles de sexualidad, mientras invitan a extrañarse de la heteronormalidad.

En las conversaciones con mujeres se dejó entrever que animarse a explorar la sexualidad y suspender temporalmente sus guiones aprendidos, conocidos, repetidos, tiene que ver con las interpelaciones del entorno carcelario, entendidas como “actos de habla con contenido proposicional” (Dussel, 1993: 39). Una propuesta latente y perturbadora de reconstitución sexogenérica. Mujeres que se definen heterosexuales, con familias en la calle y en varios de los casos practicantes de la religión evangélica, que de no ser por “haber caído detenidas”, muy difícilmente se hubiesen permitido gustar o intimar con una mujer, o una masculinidad no hegemónica. A su vez, es necesario distinguir, a grandes rasgos, aquellas mujeres que forman pareja y pasan a “ser de la mano”; de quienes minimizan estos vínculos o encuentros -por más inquietantes que resulten- como confusiones, producto de la depresión, la necesidad de afecto, e incluso el desamor hacia una misma implantado por el sistema.

La expresión carcelaria “ser de la mano” ilustra el modo en que las parejas habitan la Unidad, haciéndose compañía, tomadas y tomados de la mano. Si bien la misma alude más a una “condición” (ser) que a una “situación” (estar), muchas de las parejas se construyen a sabiendas de un final anticipado, que más allá de su consumación o no, establece un modo efectivo de percepción y tramitación del vínculo como situacional. A su vez, conviven -no sin tensiones- con las parejas heterosexuales en la calle. Este fue el caso de Rocío, de treinta años, en la jerga “primaria” (primera detención). Al momento de la entrevista llevaba un total de diez meses detenida por una pelea callejera, dos de ellos en la up8. Contó tener marido detenido por la misma causa, y “una amiga”. Aquello encorsetado inicialmente a una amistad, avanzada la entrevista terminó en calificativos tales como “mi gordita hermosa” y en la narración de un vínculo inquietante y compañero que abría más preguntas que certezas, temores y ansiedad; la necesidad de encontrar un -tranquilizador- nombre, una definición exacta, y de saber qué iba a pasar cuando salieran. En su relato convivía, no sin perturbación, el hecho de tener marido e hijos(as), sentirse “en serio” atraída por “una mina”, pero también el enojo hacia “los maridos” en general ya que “por culpa de ellos” estaban presas, “por seguirlos”. Vale mencionar que, de las doce mujeres entrevistadas, y más de treinta que participaron regularmente del espacio audiovisual, sólo tres no afirmaron (ni negaron) haber sufrido violencia por parte de sus parejas heterosexuales. La amplia mayoría contó situaciones cotidianas de violencia y de abuso sexual, de cómo habían realizado denuncias inconducentes en las comisarías de sus barrios, y que habían terminado presas por convivir con vendedores-consumidores. Rocío enfatizó el corrimiento de los varones respecto de la función de sostén económico y cuidado familiar, y cómo la experiencia común entre mujeres presas creaba un reconocimiento en la otra y forjaba vínculos de complicidad más fuertes.

Yo antes de caer detenida tuve relaciones sexuales con mujeres, pero nunca me dio para un noviazgo, nunca me animé. Acá adentro sí. Las mujeres te valoran más. Acá tenés mucho tiempo para pensar y darte cuenta de que las mujeres te van a valorar y tratar mejor que un hombre. (Rocío, 2017)

Quienes no “son de la mano”, tejen igualmente relaciones, más o menos esporádicas, con otras mujeres o masculinidades que, a diferencia de Rocío, encapsulan en una confusión pasajera, sin poner en duda su “verdadero deseo”. En cuanto a la visibilidad dentro del penal, como señala “Marcela” a continuación, el ocultamiento no es necesario.

En general soy bastante activa sexualmente, pero ahí tenés tantos problemas los primeros tiempos que no te dan ganas. Llegué a pensar que ya estaba vieja y que no iba a tener más ganas [risas]…después me di cuenta de que no […] Lo que sí en la cárcel está más aceptado que una mujer salga con otra, pero para un hombre no. Es más, hay visitas inter-carcelarias entre concubinas, o concubinos. Yo, por ejemplo, puedo ir con una mujer o con un hombre. Los varones sólo pueden ir con una mujer. Si tiene concubino, o novio, lo tiene que hacer en oculto. (Marcela, 2017)

Marcela tenía 48 años al momento de la entrevista, y pasó siete años y ocho meses de su vida en prisión por defender a su hija ante una situación de abuso. Asistente social y profesora en comunicación social -carrera que emprendió estando privada de su libertad-, afirma que sorteó el peso del encierro a través de la educación: cursó una carrera universitaria, fundó el Centro de Estudiantes “Juana Azurduy” en la up8, junto a otras estudiantes detenidas, y organizó una biblioteca ambulante (llevando libros a los pabellones) para “reducir la violencia entre la población”. Es madre de tres hijos/as adolescentes y ya tenía pareja cismasculina en la calle cuando la conocí a finales del 2015. Sin embargo, durante el cumplimiento de su condena, más allá de su asunción heterosexual, transitó experiencias de atracción e intimación con sus compañeras, llegando incluso a integrar “un matrimonio tumbero”.

Siempre me pareció que en los contextos de encierro a la mujer se la trata de asexuada. Por ejemplo, los hombres pueden tener varias visitas de la calle: la esposa, la amante que se hace pasar por la prima, y también pueden visitar a una mujer presa. En cambio, la mujer no. Yo para ver a mi pareja esperé a tener salidas transitorias, porque no me aprobaron la visita. Me pedían papel de concubinato, dos testigos, domicilio en La Plata y un análisis de sangre. A ellos no les piden nada. Tal vez piensan que el hombre necesita más y que la mujer puede esperar. (Marcela, 2017)

Los testimonios dan cuenta no sólo de los criterios estereotipados de género que subyacen a la organización penitenciaria, desigualando el acceso a los derechos, sino de cómo estas privaciones “extra” a la sexualidad constituyen -al mismo tiempo- condiciones (de posibilidad) para el desarrollo de formas sexuales y afectivas imprevistas al interior de los penales “de mujeres”.

Habría que evidenciar que no se ha hecho referencia a malos tratos, tratos discriminatorios o castigos por parte de las encargadas o autoridades del Servicio a causa de “mostrarse de la mano” con una compañera, a diferencia de otros relevamientos de campo, por ejemplo, en México, donde los sistemas penitenciarios aún mantienen vigentes en sus fundamentos legales una serie de lineamientos, escritos y no escritos, que oprimen a la población femenina de preferencias no heterosexuales (Mejía, 2009). Para el caso bonaerense, estas prácticas y relaciones son escenas integradas con “normalidad” a la disposición visual-corporal de las cárceles “de chicas”, y las violencias, o disciplinamientos, no provienen tanto de las esferas formales del poder, sino que discurren solapadamente entre la misma población. Para el caso chileno (Sandoval, 2017), en un estudio cualitativo realizado en la cárcel de Concepción, las situaciones de discriminación también se registraron entre las mismas detenidas, mayormente de parte de las adultas practicantes de cultos religiosos.

Para el caso de la población cismasculina, en sintonía con las observaciones de Marcela, un estudio cualitativo realizado con internos del Complejo Penitenciario N° 1 de la provincia de Córdoba, Argentina (Fedelich, 2017), da cuenta de cómo las regulaciones sexuales (formales e informales) de esa institución están basadas en un paradigma de preso-heterosexual, que concuerda con el imaginario de “varón delincuente” (hipermasculino) que la propia población tiene de sí. Quienes hacen experiencias sexuales y/o amatorias con otros presos, al igual que las mujeres, buscan desestimarlas como transitorias; pero a diferencia de éstas, la cárcel masculina se presenta como un lugar hostil, incluso peligroso, para el ejercicio “visible” de una sexualidad disidente. En este sentido, si se ratifica que “lo homosexual” habita un lugar ocultado e indecible por todos los actores de la institución -población y funcionarios-, podría establecerse que para un varón cis el paso por la cárcel, lejos de desestabilizar, performa, aún más, su adscripción heterosexual.

Volviendo al relato de Marcela sobre sus vivencias sexo-afectivas con otras presas, éstas oscilaban entre el deseo y su reinscripción a un lugar “naturalmente” equívoco. Las recuerda como experiencias “tiernas” y fluidas: sin presiones, sin tiempo. Destacó los momentos de risa y las charlas con sus amigas/amantes como dos formas de combatir “la frialdad” de la cárcel y “sentirse viva”. “Tumbero(a)” es un término argentino popularmente utilizado para referirse a una persona detenida, adaptada a la subcultura carcelaria. Para varias de las informantes, “devenir en tumbero(a)” expresa haber sido “quebrado(a) por el sistema”. Marcela alude a este paralelo entre la cárcel y “la tumba” o la muerte cuando plantea que las instituciones de encierro “están diseñadas para quebrar a las personas” y que la sexualidad ayuda a sentir “calor humano”.

Creo, incluso, que se descomprime un poco el grado de violencia. Ya no se están peleando tanto por una ‘zapatilla’ [regleta] o por la comida; pero sí se preocupan por conseguir una audiencia para tener una ‘ínter’ [visita íntima con otros/as detenidos/as]. En algunas unidades no se podía estudiar, entonces qué ibas a hacer…y bueno, conseguías novios o novias. (Marcela, 2017)

Por último, aclara que su atracción no había “pasado a mayores” porque “en la cárcel tener pareja es sinónimo de problemas”.

Por su parte, Luciana, de 24 años, de origen paraguayo y madre de tres hijos(as), llevaba diez meses presa cuando la conocí en la up8. Sin embargo, la entrevista se realizó afuera, en una vivienda “prestada” donde cumplía su arresto domiciliario. En su relato de la cárcel, ésta había sido un lugar de sufrimiento y desesperación [“hay días en que quería correr, saltar la reja, no quería saber nada, no quería vivir”] y, a la vez, una experiencia que le había devuelto la posibilidad de “sentirse mujer”. De familia evangélica ortodoxa hasta el momento de caer “en cana”, cuenta que nunca había usado ropa al cuerpo, “toda ropa larga”, no se había teñido ni cortado el pelo, tampoco salido a bailar. Fue entre sus compañeras de celda y las encargadas del Servicio que la ayudaron a “cambiar de imagen”. Tampoco había recibido educación sexual, no sabía usar profiláctico y se enteró que estaba embarazada cuando una patrona -en Buenos Aires- la asesoró en el tema y le consiguió un test de embarazo. La vida carcelaria la llevó a desenvolverse frente a las encargadas, a plantarse frente a sus compañeras más de una vez para “defender su rancho”, y también a revincularse con su sexualidad, su cuerpo y su deseo. Se torna necesario repensar al régimen de la prisión y a las experiencias sociales que lo constituyen (y desbordan) a partir de su carácter irreductiblemente paradojal.

Todas sufren el período de prisionalización (sea más o menos corto) porque, entre otras penas, se ven obligadas a convivir con quienes, en principio, no eligieron. Pero luego, en ese mismo espacio hostil, se enamoran, se divierten, descubren aquello que muchas mujeres afuera llamamos ‘tiempo para nosotras’, tiempo que ellas no conocían, que les permite hacer amigas e, incluso, en algunos casos, hacer cosas que nunca hicieron antes, como ir a la escuela, bailar, cantar. (Ojeda, 2013: 85)

En su caso, se vio atraída por un chongo apodado “el Rama”, a quien describe como “una de esas mujeres que se visten y se cortan el pelo como hombres, y terminan siendo hombres-hombres”, y agrega, “esos capaz sí te atraían”. La confusión con un chongo, sin embargo, es un hecho disruptivo en el marco de su relato plagado de comentarios lesbotransfóbicos. “Yo una vez pregunté cómo era el sexo con mujeres y me contaron, y no me gustó, nunca lo voy a experimentar… con un hombre ‘de verdad’ sí” (Luciana, 2017).

A su vez, Luciana coincidió con Marcela en lo conflictivo que es que le gustes a alguien, que alguien te guste o formar pareja, y los recaudos que se deben tomar a la hora de convivir con parejas, ya que ocasionar celos puede significar un riesgo para la propia integridad. Las informantes con trayectoria carcelaria, sin embargo, adjudican el agravamiento de la “conflictividad” en las relaciones entre mujeres a la llegada de “la nueva población” a partir del año 2005. Julia, a sus 58 años, con una nutrida carrera delictiva, “presa vieja”, planteó directamente que se “pervirtieron” los códigos de la cárcel. Entre estos cambios, señala una mayor visibilización de las parejas de chicas, lo que describe como “un libertinaje”, “un descontrol”, y a las peleas intrapareja como parte de “una psicosis”. Cuenta que, a raíz de esta situación, en los pabellones de madres (donde residen las madres con sus hijos/as menores de 4 años) llegaron al punto de prohibir que “estén a los besos” delante de los/as niños/as. Constanza, otra detenida “adulta”, comparte esta lectura del quiebre de los códigos y recuerda:

Otro de los viejos códigos, te estoy hablando del 98, es que si vos estabas en pareja y te separabas, tenías que pelear y una de las dos se tenía que ir. Ahora no. Ahora se separan, y al día siguiente ya están con otra. Están todas con todas y, además, tienen su pareja de la calle. Todas tuvimos la fantasía de estar con una mujer, pero esto ya es un asco. (Constanza, 2018)

También señalan que “ponerse en pareja” responde, utilitariamente, a la búsqueda de protección dentro del penal (a lo que le llaman “camisetear”) y no únicamente a un sentimiento “genuino”, más aún cuando se trata de chicas jóvenes. El discurso de la protección como valor de cambio de la pareja en la cárcel no hace más que imprimirle un sentido estrictamente temporal y funcional a la supervivencia.

He visto jovencitas que se ponen en pareja con una mujer por una cuestión de seguridad física. Con una mujer masculina, generalmente, más grande que ellas. He visto pocas parejas estables. Habré visto 5 o 6 con toda la furia, que la siguen en la calle… ahí se nota una estabilidad emocional y no sólo sexual. A eso voy. Ves una firmeza, un vínculo, un proyecto. Lo demás, es todo sexo para hoy y mañana nos vemos. (Marcela, 2017)

La investigación de Sandoval (2017) sobre “el comportamiento sexual de mujeres privadas de la libertad” en Chile, también pone de relieve el carácter “útil” del estar en pareja dado inicialmente por la protección física, y luego por la posibilidad de acceder a eventuales mejoras en las condiciones materiales de vida.

Yo tengo miii... ahora yo tengo quien me proteja, mira, yo soy lesbiana, yo decidí eso, decidí ser lesbiana. (“Entrevista 3”, Sandoval, 2017: 24)

En esta afirmación, ser lesbiana se presenta efectivamente como condición de acceso a la protección de otras presas, lo que da cuenta de una nueva economía moral que poco a poco fue desplazando los viejos códigos, y consolidando -también en materia de género- un nuevo(a) sujeto(a) social carcelario(a). Sin embargo, en otro intercambio, se expone cómo estos vínculos, inicialmente signados por el beneficio personal, con el tiempo pueden devenir en lugares más significativos de contención, acompañamiento y erotismo.

Saben que tienen que estar harto tiempo aquí y muchas mujeres no tienen, heee visita. Es que mira, alguna es por el tiempo que están acá, y pa’ no sentirse sola, pa’ sentirse acompaña’, o pa’ que no la pasen a llevar que la otra es más chora que ella y la puede defender por el hecho de estar acostándose con ella también [...] Algunas, pero algunas se enamoran, porque se enamoran no más po, le gustan las mujeres como hablan, como camina, pasan el resto del día junta con ella, y le va gustándole cosas de ella, y ahí hasta que son pololas [novias]. (“Entrevista 8”, Sandoval, 2017: 24-25)

Por último, vale sumar la experiencia amorosa de Vanesa, presidenta del Centro de Estudiantes de la up8, que llevaba más de diez años detenida cuando nos conocimos en 2017. Contó haber formado pareja con “el Colo”, un “chongo”, a quien no obstante alude insistentemente en femenino. Si bien admite el componente de los celos en y entre las parejas de la cárcel, añade el del compañerismo y la familiaridad.

Yo tuve pareja mujer […] Ésto de que tienen que ir los dos juntos para todos lados, ¡no! El Colo tenía varios oficios. Está bueno que cada uno tenga sus actividades. Además de ser mi pareja, era una excelente compañera, que me apoyaba en mis estudios. (Vanesa, 2017)

Es interesante complementar la mirada de Vanesa a la de Rocío, quien adicionó a esta identidad situada que es “ser de la mano” una impronta de sororidad. Este concepto, que no significa borrar las relaciones de poder, potencia el compañerismo al conllevar un reconocimiento político de la otra en tanto mujer. Se articulan las experiencias de dolor y se visualiza circunstancialmente a la otra como “igual”, agrietando la heterosexualidad y poniendo en duda sus beneficios para las mujeres.

Transformar la familia en juego

Cuando se piensa en el familiar de un detenido o una detenida inmediatamente se prefigura a una mujer con un bolso de comida, ropa y productos de higiene, haciendo fila en la entrada de una unidad penal, muy temprano en la mañana. Esta representación de la relación familia-cárceles corresponde al universo de unidades masculinas y a lo que se denomina “encarcelamiento extendido” (Ferreccio, 2018; PPN, 2019), aquel que da cuenta de los efectos de la cárcel en las biografías de madres, abuelas, hermanas, novias, hijas, que acompañan a sus parientes detenidos, resistiendo traslados, demoras para ingresar a las unidades y requisas vejatorias. Las mujeres presas son más abandonadas; su encarcelamiento conlleva un desmembramiento del grupo familiar y son sus madres o hermanas las que continúan con las tareas de crianza. Los y las parientes se cansan de viajar hasta los centros penitenciarios, o las mismas presas prefieren no recibir vistas para evitar exponerlas al maltrato policial o a la vergüenza. Varias informantes contaron que habían mentido sobre su paradero a los hijos y las hijas.

Para una mujer entrar a una cárcel es, en buena medida, sinónimo de un distanciamiento, cuando no de una ruptura, de los lazos familiares consanguíneos o matrimoniales. Lejos de explicar la conformación de “familias tumberas” de manera unicausal, a partir del abandono de la “familia real”; lo que sí puede afirmarse es que la familia tumbera ocupa un lugar significativo en la organización de las relaciones intrapoblación y en el desarrollo de la sociabilidad carcelaria, funcionando como sostén emocional y como forma de protección. Luciana, por ejemplo, fue visitada por su madre, por única vez, cuando todavía estaba detenida en comisaría, quien viajó desde Paraguay, y durante su estadía en el penal recibió visitas esporádicas de su cuñada, quien había quedado a cargo de sus hijos e hijas. Recuerda que fue “adoptada como hija” por sus compañeras de pabellón, y que encontró en esa “gran familia” no sólo asistencia material, sino un sentido de compañerismo y una red de apoyo.

Había cuatro señoras, y eran como mi mamá; me hablaban, me levantaban cuando me sentía mal, ‘vamos a tomar unos mates, vamos a hacer ésto y ésto’, y trataban de animarme el día. Yo era la hija de una señora, pero le decía ‘abuela’, a todas ellas les decíamos ‘abuelas’. Y ella me decía, ‘vos tenés que cambiar tu actitud, ser más despierta’. Era boliviana y estaba por drogas. Cultivaba y vendía de a camionadas. Esa mujer tenía lo que quería. Derrochaba las cosas. Tenía mucha visita: venían sus amigas, amigos… [Entrevistadora: ¿Y qué beneficios tenía ser su ‘hija’?] Y me ‘pasaba la mano’. Y las otras señoras eran también así. Me decían, ‘vos sos mi hija, vení para acá’. Y el día que me dieron el arresto domiciliario lloraron todas. Me acuerdo de que una me dijo, ‘te voy a hacer una pastafrola bien grande’ […] y comimos, tomamos un tereré con jugo bien frío. La otra abuela me hizo un guiso que le llaman ‘carrero’, con zapallo, zanahoria, papa, alita de pollo. Cocinamos las dos juntas. Una de mis compañeras me llamó ese día y me dijo, ‘vos sabés que yo te quiero mucho’, yo le digo, ‘te voy a extrañar un montón porque sos una recompañera’. Nos abrazamos y lloramos. Nos miraban todos. (Luciana, 2017)

En este caso, en el pabellón había roles fijos de “abuelas-madres” y de “hijas” que, como Luciana, eran ocupados por la población más joven. En otros casos, se construyen directamente grupos familiares, o matrimonios, donde cada uno(a) ocupa un rol específico, único y relacional dentro del “clan”. Pueden ser esposas y/o madres, tías(os), abuelas(os), hermanas(os), primas(os), o esposos. También es común la práctica de adoptar un/a muñeco/a como “hijo/a” de la pareja, asignarle un nombre, una identidad. Por ejemplo, Marcela y su esposa tumbera habían adoptado a un muñeco de tela. “Ella lo hizo para que sea nuestro hijo. Tenía zapatillitas de tela, un buzo con capucha, todo. Estaba relindo” (Marcela, 2017).

Según ella, “el juego del muñeco” constituía una forma de volver a la tarea de crianza truncada por el encarcelamiento. Pero también introduce la idea del juego que, al extenderse durante meses o años, establece, menos una reproducción, que una reapropiación paródica de los roles de género preestablecidos por el modelo familiar. La creencia en el juego, y la vivencia del encierro a través de él, le otorga una función social vital y un alcance material/ corporal que diluye la frontera entre el adentro y el afuera del juego, entre su carácter real e irreal. Desde este punto de vista, el proceso lúdico en tanto proceso exploratorio y creativo (Ambrizzi, 2012) es una propuesta a personificar temporalmente nuevos roles y a mirar de otro modo a la institución familiar, con una potencialidad transformadora. Entre sus efectos más palpables se identifican los lazos de compañerismo y solidaridad, que contrarrestan los vínculos lábiles promovidos por los(as) operadores(as) penitenciarios(as). Pero también, para mujeres como Luciana, en donde la familia del afuera ha ofrecido y producido experiencias de violencia y soledad, durante el encierro devenidas en abandono, la familia tumbera abrevia formas desconocidas y reveladoras de encontrase con otras, y arroparse. Por su parte Julia, fue contundente al afirmar que la salida de la cárcel implica “cambiar una familia que te conoce para volver a una que ya no te conoce” (Julia, 2017). Tal y como se ha postulado últimamente, la identidad es removida al calor de la sociabilidad carcelaria y las familias tumberas constituyen un vector de transformación identitaria que alcanza una reconceptualización de la familia en sí.

Masculinidades alternativas

El género constituye un régimen político, epistémico y visual que, en intersección con otros sistemas de poder, ordena nuestra mirada del mundo a partir del binomio norma/desvío. Aquellos cuerpos que se ajustan a la heteronorma, y se sitúan en el terreno de “lo natural” o “lo universal”, pasan inadvertidos, mientras que aquellos “otros” que desajustan la relación sexo-género-deseo, en cualquiera de sus puntos o líneas de continuidad, devienen en raros, ilegibles, “diversos”, peligrosos, enfermos, artificiales, excesivos o carentes, es decir, en cuerpos diferencialmente visibles. En este sentido, el “chongo”, al referir a una categoría de masculinidad nacida entre los muros de las prisiones de mujeres, en los márgenes de los márgenes, sutura en variantes exotizadas, y por tanto excesivamente visibles, de género, sexualidad, raza y clase. Quiénes -qué- son estos “chongos”, “mujeres-chongo”, o en términos de Luciana, estos “hombres-hombres” y, sobre todo, qué pretenden, son las preguntas que interpelan a quienes ingresan por primera vez a la cárcel en su intento de encapsular lo que discurre como una nueva y extraña amenaza. Desde esta mirada normativa, además, se borra la gama de “masculinidades alternativas” (Halberstam, 2008; Mendieta, 2016) que habitan las prisiones y rebasan la categoría homogénea y popular de “chongo”. Mujeres masculinas (o “chongas”), mujeres tumberas, chongos tumberos, “chonguitos”, géneros no binarios; una diáspora de masculinidades (y feminidades) innombrables e irreconocibles desde las nomenclaturas binarias.

La mayoría de las informantes mujeres ha desplegado una retórica de simulación para referirse a estas masculinidades, que descansa sobre la idea-fuerza de simular para ejercer poder. En un espacio social donde el respeto se gana y sostiene en buena medida a partir de la fuerza física -se pelea por una cama, por un teléfono, por una pareja; se pelea con las encargadas para ser escuchada(o)- el devenir-masculino apunta, según ellas, al aumento de poder, y beneficios, dentro del penal.

Sin embargo, repasando la historia de la Unidad donde se desarrolló la investigación, desde comienzos de la década de 1990 hasta la actualidad, sólo un interno, apodado “el Gordo”, había logrado comandar -no a un pabellón- sino al penal en su conjunto; mientras la mayoría de las referentes de pabellón habían sido “mujeres-mujeres”. “Referente” se le llama en la jerga a quien accede a estas posiciones de liderazgo y se identifican al menos dos tipos: quienes velan por mayores beneficios para la población, “tienen códigos” y enfrentan a la policía -en general provenientes de la “vieja escuela delictiva”- y quienes colaboran con el Servicio, administran el conflicto carcelario y garantizan orden a cambio de beneficios personales. El Gordo, fallecido en circunstancias poco claras a meses de su salida en libertad, había sido un referente del segundo grupo. Mayoritariamente evocado como una figura cuasidespótica, decidía unilateralmente sobre la distribución de la población en los pabellones, la asignación y distribución de oficios y la gestión de redituables “negocios”. Más allá de que el Gordo reunía una serie de factores influyentes -cuando no determinantes- para la conformación de un o una referente; a saber, carrera en el ámbito delictivo y carcelario -llevaba más de veinticinco años detenido por tres causas “pesadas”-, conocimiento del sistema y edad considerable; su vocación de poder y su estilo de liderazgo fueron centralmente adjudicados a su “grotesca” performance masculina. Marcela lo identificó como “el rey de la cárcel” y lo definió como “una persona violenta”. También eran comunes los comentarios que exotizaban su aspecto físico, o exaltando sus genitales “de mujer”. Rita, detenida desde 2001 en el régimen atenuado de la up8, a quien entrevisté durante una de sus salidas transitorias, describió al Gordo como “una chica”, y aclaró “pero se hizo sacar los pechos y se cortaba el pelo tipo varón. Era chongo-chongo, la cara de un tipo tenía” (Rita, 2018).

En cuanto a aquellas masculinidades que, sin llegar a ser referentes, ocupan lugares de cierto poder ante las autoridades y la población al desempeñar un rol varonil dentro de la pareja, las informantes señalaron que “se hacen los hombres” como estrategia de coqueteo. En palabras de Luciana, “ahí adentro viste cómo son, se creen hombres, pero no son hombres. Es la imagen que muestran para que a vos te atraigan”. Este es el caso de “Marilyn/Mario”, quien ingresó al sistema como mujer en 2015, por el motivo de “lesiones graves” en perjuicio de su pareja (cismasculina), en una de esas causas excepcionales de violencia intrafamiliar en que la víctima es un varón y quien agrede una mujer. De orientación bisexual y madre de dos hijas adolescentes, contó que el primer día en el penal se entusiasmó al ver tantas mujeres tomadas de la mano y no tardó en ponerse en pareja. Entre celos, infidelidades y la intensidad propia de una convivencia ininterrumpida con “Vanina”, su pareja, construyeron una relación que define como “apasionada”. De hecho, fue para estar con ella que resignó los beneficios de un régimen atenuado y fue trasladada a los pabellones generales de Población.

Fue mi primera experiencia de noviazgo con una mujer. Somos locas las dos, con mucho carácter. Ella es muy celosa. Yo también lo soy. Conozco a su familia ‘de la calle’, y ella a mis hijas. Saben que es mi pareja. […] Dicen que el amor de mujer es más fuerte. Yo me enamoré. Nos peleamos mucho de palabra, y hasta físicamente. Son celos posesivos. Yo le fui infiel, pero le pedí perdón. Hasta un día planté ‘el mono’ [pertenencias personales] en la reja del pabellón del régimen atenuado donde tenía muchos privilegios, como máquina de afeitar, cocina, secador de pelo. ‘Me voy’, dije, ‘quiero estar con mi pareja’, y me sancionaron, me mandaron a ‘buzones’ [celdas de aislamiento]. (Mario, 2017)

La conocí en 2017, en el marco del Taller de cine-debate. En ese entonces integraba el Centro de Estudiantes “de la 8” porque estaba inscripta en las carreras de Sociología y Derecho, y según la clasificación disciplinaria tenía “Conducta buena”. Era participativa y, como le gustaba escribir cuentos de ficción y poemas, se ofrecía a compartirlos al final de cada encuentro. Ese mismo año, inició su transición hacia la masculinidad, “a pedido de su pareja”, y devino en “Mario”. Dentro de la precariedad estructural de las unidades, se las había ingeniado para “lookearse” cortándose el pelo al ras, usando vistosas camisetas de fútbol o camperas de jean. Para él, ser reconocido como chongo era “hacer de hombre” en la pareja, pero también en el penal, lo que, aludiendo a una lógica masculinizada de las jerarquías carcelarias, le permitía adquirir estatus.

Cuando me puse a salir con Vanina, a ella le gustaba que yo sea como el varón y, bueno, ahora soy así, varón; me comporto como un varón, me visto de varón […] gané más como chongo que como mujer, más respeto de la policía. Igual no sólo por ser chongo, también estudio, trabajo, estoy acá en el Centro de Estudiantes, soy persistente. (Mario, 2017)

En los fragmentos del cuento autobiográfico, “El viaje de Mario”, en el que ficcionaliza su historia con Vanina, y los traslados de pabellón (“palacios”) a buzones (“calabozo”) que atravesó para estar a su lado se plasman menos una representación idealizada del vínculo que una proyección de sí mismo que guía y da sentido a su actuación de género. Este cuento integra una suerte de “cuaderno de bitácoras” que Mario confeccionó durante el desarrollo del Taller, donde confluyen diferentes tipos de escritos sobre su experiencia personal dentro del penal, su mirada más amplia sobre las relaciones de género y “cómo es ser chongo”.

Ahora les comparto un cuento que escribí en buzones: ‘Mario se había enamorado de una bella princesa. Ella estaba en otro palacio, y él abajo. Se hablaban de balcón a balcón, como Romeo y Julieta; y se encontraban en los jardines del reino (…) Mario, caballero valiente y decidido, quiso estar con su amor, sortear las pruebas. Pero lo mandaron a un calabozo frío y soso […]. (Mario, 2017)

Un “viaje” que metaforiza desplazamientos identitarios de la mano de desplazamientos espaciales, las renuncias y posibilidades enlazadas en el trayecto y la potencia movilizadora del deseo. Mario no aspiraba a ser un hombre “acabado”, sino que, a partir de la mutabilidad de su cuerpo y las inagotables variantes del género, exteriorizaba avidez de exploración, de reinvención, de juego y de viaje, en un entorno donde por ello su vida no corría peligro. Como es sabido, el espacio público y las instituciones sociales “del medio libre” son lugares de amenaza y exclusiones múltiples para la población trans o no binaria; pero también los penales cismasculinos suponen una exposición a situaciones de segregación, discriminación y abusos para las mujeres trans y travestis allí alojadas. Contrariamente, en los penales “de mujeres” el ejercicio de la disidencia sexogenérica no representa ningún riesgo para la integridad de las personas y, en el caso particular de los chongos, puede suponer incluso la transición hacia lugares de relativo poder.

Sin embargo, a los chongos les toca lidiar con la sospecha sobre la veracidad de su género, ya que hay una percepción generalizada de que “los verdaderos chongos son los(as) que vienen de la calle” y que los demás “se hacen”. Esta distinción no es nueva y encuentra parte de su correlato histórico en las “prisiones lesbianas” de primera mitad del siglo XX en Estados Unidos que estudia Estelle Freedman (1996). En su trabajo repone cómo, a partir de la preocupación creciente de los funcionarios y las funcionarias de prisiones por la intensificación de la actividad y “subcultura lesbiana”, en particular por la proliferación de modelos butch femmes (mujeres masculinas, “marimachos”), vistas como “inmorales”, “promiscuas” incluso “agresivas”, se tornó necesario registrar, evaluar, medir, clasificar, develar, con instrumentos de la psicopatología, quienes “eran” y quienes “se hacían”. En otras palabras, quienes tenían una “inclinación natural” (por tanto, un “desorden mental”), de quienes lo hacían por simple entretenimiento o por supervivencia. A lo largo del trabajo de campo en la up8, también se identificó un discurso tendiente a la “psiquiatrización” de estas prácticas o identidades, aludidas desde categorías diagnósticas tales como “perversas”, “enfermas”, “psicóticas”, oscilantes entre la peligrosidad (moral) y su victimización.

Para algunas de nuestras informantes, los chongos encarnan la consumación del individuo “quebrado”, “chupado” por el sistema; son vistas como “personas frágiles” que han “perdido su identidad” y dejado de ser ellas mismas.

Tiene que ver con la falta de afecto, la soledad, esas personas no necesariamente eran así en la calle… por ahí el que se hace el chongo, se pone chomba, equipo deportivo y visera, también es una manera de supervivencia, a su manera. Le da para ser nene y no nena. Está el que es realmente nato, que nace sintiendo ser hombre, que tiene un solo rol determinado, y después está el chongo… […] Todo se confunde un poco en la cárcel, el amor y las emociones. (Silvia, 2017)

Sin embargo, Mario sintetizaba mediante su puesta corporal un redireccionamiento lúdico frente a la violencia correctiva, subrepticia al argumento de la simulación. Su particularidad disruptiva radicaba precisamente en su apertura para hablar del carácter mimético y teatral de la masculinidad mediante frases tales como “hago el papel masculino”. Era él mismo quien planteaba su intención de imitar el caminar, vestir, hablar, desenvolverse de un hombre, de un “caballero”. De su categórica división entre hombres reales/hombres aparentes y de su apacible asunción como lo segundo, se vislumbra la pregunta por la definición y experiencia (im)posible de ser “hombre” (Forastelli, 2002; Rapisardi, 2015; Millington, 1999).

Los meses previos a ser excarcelado, Mario “volvió a ser Marilyn”, adoptando una imagen particularmente feminizada, coqueta, que se destacaba entre sus compañeras: labios y uñas pintadas, peinados vistosos, ropa ajustada. En uno de los encuentros semanales en el Centro de Estudiantes, ya en “papel femenino”, manifestó “nosotras estamos atravesadas por el adentro y el afuera, yo tengo una vida paralela que es ésta, mi vida real es la de afuera, con mis hijos” (Mario, 2018). Esta “vida paralela” parece inscribirse en un universo de posibilidades oníricas; en una dimensión “surreal” (calificativo utilizado por Marcela para describir a la up8 “llena de chongos”). Su desenlace de la mano de “la libertad” y el contraste adentro/afuera, rubrica la versión coercitiva de la norma, y revela la inherente dependencia (o vulnerabilidad) de los sujetos respecto de ella.

Discusiones

En términos generales, el trabajo de campo ratifica la necesidad de abordar el interior de la prisión a partir de su entramado de continuidades con el afuera. Se trata de la institución más ostensible de una difusa red de espacios y actores sociales, penales y policiales, que los detenidos y las detenidas conocen, reconocen y habitan mucho antes de ser encarcelados(as). Sin embargo, estos itinerarios previos difieren significativamente de acuerdo con el género de las personas y, con ellos, los sentidos que el encierro asume. Quienes trabajamos en unidades femeninas sabemos que las experiencias pre y postcarcelarias de las mujeres están atravesadas por otros “cautiverios” (Lagarde, 2005) simbólicos/materiales, que contrastan con la idea del afuera como ejercicio de “autonomía” o “libertad”. Hablamos de sobrevivientes de violencia de género, jefas de hogar, con hijos(as) y/o nietos(as) a su cargo; desempleadas y precarizadas; donde contrasta el exceso de cargas familiares y la escasez estructural de tiempo y recursos económicos.

La pobreza arrebata a las mujeres los insumos necesarios para su supervivencia, pero también les roba la posibilidad de encontrarse a sí mismas, más allá de las necesidades siempre urgentes y prioritarias de los otros. ¿Qué mundo es este en el que las mujeres pueden llegar a sentirse más libres dentro que fuera de la prisión? […] Para responder a esa pregunta sería necesario hablar de las mujeres antes de la prisión. De aquellas cárceles que estuvieron antes de la cárcel. De la forma en la que la violencia de género, los estereotipos, la discriminación y las pobrezas constituyeron los primeros encierros de estas mujeres. (Salinas, 2016: 373)

En este marco, las experiencias carcelarias adquieren sentidos paradojales e inesperados que se develan a través de la etnografía, como plantea Natalia Ojeda: “por un lado, el encierro y el castigo, junto con, y por otro lado, las posibilidades que genera ese espacio” (Ojeda, 2013: 66). Las condiciones de vida privativas y diferenciales de las prisiones habilitan sugestivos y confusos llamados a revincularse con el cuerpo, la sexualidad, y el deseo. Los emplazamientos, temporalidades y modalidades en que tienen lugar estos procesos, producen “ajenidad” pero también curiosidad; alojan preguntas, agrietan verdades de género y rearticulan sentidos instituidos de “amor”, “amistad”, “familia”, “pareja”, ya que “pudiendo ser cautiverios, se convierten en plataformas de trascendencia del encierro tras los barrotes” (de Miguel Calvo, 2012: 188).

Este trabajo, además, desliza una reconsideración del “afuera” como función regulatoria de las experiencias carcelarias, a partir de su común evocación como sitio que alberga “la verdad”. En oposición al adentro como espacio de “simulaciones”, e incluso hay quienes las describen como “perversiones”; el afuera simboliza el retorno tranquilizador a la “auténtica identidad” y a las “libres elecciones”. Estos sentidos del afuera regulan, no sólo las vivencias de quienes no “desvían” su heterosexualidad durante el encierro, sino también las de quienes prueban, forman parejas, o intervienen sus cuerpos, en tanto, enunciativamente siguen adscribiendo a la retórica del desvío (permitido por la prisión). Por ejemplo, en el caso de las relaciones entre mujeres, es al menos llamativa la desaparición de la categoría “lesbiana”. Si bien, los términos utilizados -“ser de la mano”, “amigas” o “compañeras”- dan cuenta de esta gama de construcciones situadas, en términos de Ojeda (2013), de “afectividades carcelarias”, también pueden pensarse como estrategias enunciativas de reducción, o fijación, a posiciones sexuales contingentes. “Estrategias” no para solapar el ser lesbiana (lo cual constituiría una nueva rúbrica del par verdad/simulación), sino como formas de nombrar/mostrar, que procuran amenizar un lugar social y sexual, intrínsecamente incómodo. En algún punto, el ser lesbiana representa un sitio inhabitable, abyecto en términos de Judith Butler (1993), a partir y en contra del cual, se demarca el campo de la identidad sexual al interior de la prisión.

En la tesis de Estibaliz de Miguel Calvo sobre experiencias amorosas de mujeres encarceladas en la penitenciaría de Nanclares de Oca (País Vasco), la cárcel se define como “un espacio propicio para la transgresión a la heteronormatividad […] y la experimentación de prácticas lesbianas”, entre otros factores, porque “las normas heterosexuales se relajan” (de Miguel Calvo, 2012: 158). Al igual que en las unidades platenses, la extensión, reiteración y significación de estas prácticas parecen diferir del status al que quedan relegadas.

Las prácticas lésbicas que relataron se circunscribían al ámbito de la prisión, a algo pasajero que no definía su identidad […] Estas mujeres tendieron a definirse a sí mismas como heterosexuales y a adscribir la homosexualidad o bisexualidad al encarcelamiento, más que concebirlo como un estilo de vida a llevar en sus vidas cotidianas […] La conformación de la norma heterosexual, parece pues, demasiado cómoda como para ser cuestionada más allá de los muros de la prisión. (de Miguel Calvo, 2012: 158-159)

De igual manera, resuena la pregunta de si cabe hablar de “prácticas lesbianas” de mujeres, ya que, siguiendo a Monique Wittig (1992), ser lesbiana no constituiría una opción sexual individual, sino una identidad que pone en jaque a la heterosexualidad como régimen político, y a las categorías de “varón” y “mujer” que se desprenden de él.

En cuanto a los procesos de transformación de género, en buena medida -son regulados por “los cautiverios” normativos del afuera, bajo la idea (en muchos casos autopercibida) de la simulación y no autenticidad. “El chongo” es emblemático dentro de las variaciones de masculinidad, por suponer una puesta hipermasculina, que busca, y según los testimonios, logra amplificar su poder dentro del penal. Este trabajo difiere de aquellos otros sobre masculinidades en cárceles femeninas, que explican “la masculinización de lo femenino” como pura “fuente de ventajas” (De Souza, 2015: 19) exaltando el carácter voluntario y útil de esta masculinidad. Se torna inevitable preguntarse hasta qué punto ejercen poder, si la propia “performance de tener poder” es a fin de cuentas invalidada y vista como usurpación en un territorio que “naturalmente” no les pertenece. En otras palabras, si lo que conforma el campo de inteligibilidad -y legitimidad- del sujeto es una matriz excluyente

(Butler y Laclau, 1999), hasta qué punto estas masculinidades “existen” dentro del juego de diferencias carcelarias, o de qué maneras pueden ser varones. A su vez, se acuerda con Fa bricio Forastelli en que

[l]a tesis de la feminización del varón y la masculinización de lo femenino […] promete la existencia de un sistema de diferencias claro y estable entre los géneros sexuales, que sólo atravesaría un período de perturbación […] una re-estructuración de las visibilidades de las sexualidades y los géneros construidas en términos de desvío. (Forastelli, 2002: 113)

Un encuadre que sigue “binarizando” debido a que da por supuesta la existencia de un reducto original de varón y de mujer fundamentado en la biología del cuerpo; pero también abona al constructo “trascendental/temporal” donde “feminización” o “masculinización”, asociados a lo segundo, nunca llegan a constituir identidad. A su vez, es interesante de este tipo de argumentaciones hacer ver no sólo sus efectos correctivos (mediante la insistencia en ese “ser original” que antecede a la “perturbación”) sino sus efectos productivos. Cómo el discurso binario que funciona invalidando estas transiciones, es unívocamente el de “ser una misma”; cercenando y a la vez ordenando sentidos, saberes, prácticas, horizontes sexuales de posibilidad. Como señala Forastelli, “la relación norma/desvío está en el corazón mismo de los placeres heterodoxos y de la ética de la sexualidad” (Forastelli, 2002: 161). Teniendo en cuenta las particularidades sexuales y genéricas del contexto y los múltiples despojos que conlleva el encarcelamiento, definirse “definida” se traduce en una forma de convalidar y defender la heterosexualidad como bastión identitario.

Por último, la figura paradojal de Marilyn/Mario, fue elegida para presentar el apartado de masculinidades, aunque -a diferencia de otras- no encarne un anhelo de “completud masculina” y pueda ser vista como una muestra “poco representativa”. La decisión responde a la forma de referirse a su proceso de conversión a varón [“y bueno, ahora soy así, varón”] y de internalizar las pautas conductuales masculinas [“me comporto como un varón, me visto de varón”], lo que expone los esfuerzos permanentes para ser legible en el complejo espacio de la masculinidad. En la expresión “como varón”, en donde parece haber un mero afán de subsunción a esta categoría, se halla su dimensión constitutivamente paródica. En la misma línea, se inscribe la afirmación de la mujer encarcelada en Chile que recoge la investigación de Sandoval (2017) [“yo decidí eso, decidí ser lesbiana”] en tanto da cuenta del carácter estratégico y performativo-realizativo de esta (y de toda) identidad. “Al imitar se pone en evidencia que el género ‘natural’ es una construcción naturalizada y creada como original o primaria en un sentido cultural. Se demuestra que lo original también es una copia” (Saxe, 2015: 5). Pero también en su masculinidad precaria y marginal, se advierten “las formas de la desposesión […] y la potencia desestabilizante de los cuerpos que, a pesar de todo, irrumpen en la escena del reconocimiento” (Silva, 2019: 306). Como afirmó el propio Mario luego de la proyección de la película “XXY” en el marco de un debate sobre disidencias sexogenéricas, “nuestro deseo pasa por lo raro” (Mario, 2017). Se entiende que el valor crítico del discurso de Mario (o de Mario como discurso) en el desarreglo varón/mujer, norma/desvío, verdadero/aparente, está dado por su reclamación autoafirmativa para (no) definirse, fantasear y aletear entre las categorías; por la ridiculización del agravio mediante la transformación de ese no lugar en un lugar vitalmente inconcluso.

Palabras finales

Este trabajo no se propuso estudiar “la diversidad” y mucho menos clasificar y particularizar las prácticas e identidades, sino enfocar la cárcel como escenario donde se despliega un lenguaje corporal crítico que evidencia la relación discontinua e indeterminada entre sexo-género-deseo y el riesgo latente de ser desajustada o rearticulada. El distanciamiento físico del universo cisheterosexual viabiliza una interpelación a la identidad (sexual y de género); un llamado a pensarse, extrañarse de lo vivido en la calle, explorarse, dislocando o revalidando lo conocido y lo instituido. Se entiende que esta dimensión del encarcelamiento ha sido históricamente soslayada en los estudios sociológicos sobre los efectos de la institución en la subjetividad de los/as prisioneros/as, en favor de mirar la resubjetivación en términos de “pérdida de identidad”. No se buscó añadir “la cuestión de género” a la problemática del encierro carcelario, sino repensar desde el género las lógicas disciplinarias y las violencias estructurales de la prisión, y al cuerpo (y los cuerpos) como centro de resistencias. En cuanto a los estudios interdisciplinarios sobre género y cárceles, si bien se ha compartido la noción estratégica de sexualidad, no así las visiones que suplantan “estrategia” por “utilitarismo”, y comprenden los usos (o utilidades) de la sexualidad como rasgo exclusivo o exótico de lo no hegemónico. Por el contrario, se tuvo en cuenta la condición performativa de todo género (Butler, 1990, 1993), que refuta la posibilidad de hacer género de manera voluntaria.

Por otro lado, tampoco se buscó “forzar los ojos para mirar si estas performances particulares eran subversivas, o sólo mantenían el statu quo” (Kosofsky, 1999: 212) exportando, sin más, los sentidos políticos de la sexualidad de afuera hacia adentro. En su lugar, se han ido señalando contradicciones, contrasentidos y contraefectos que las mismas disciplinas (de adentro y afuera) suscitan; intentando mirar cómo la relación statu quo/subversión se repolitiza y resignifica bajo las constricciones específicas de la institución. Se han evitado romantizar las performances “disidentes”, reconociendo sus paradojas de género, aquellas que las habitan y condicionan. De igual manera, se ha analizado el discurso de la “mismidad”, “la autenticidad del género” y “la preservación de la identidad” desplegado por las mujeres “definidas” como otra forma de agenciamiento frente al encierro.

Finalmente, se arguye que los desplazamientos conceptuales de la cárcel acogen una potencialidad descolonizadora de la heterosexualidad y los géneros normativos, ya sea para quienes la habitan a tiempo completo, como para quienes la recorremos con ojos investigativos, interpelando directamente al afuera y “sus visibilidades”. ¿Qué prácticas de poder todavía no vemos en las relaciones y familias heterosexuales?, ¿acaso la heterosexualidad no supone imitar a otros(as) para ser reconocido(a)? ¿Hasta qué punto no constituye “una estrategia” para sobrevivir? “¿Podemos seguir pensando la masculinidad y la feminidad como conjuntos cerrados y estables, o debemos radicalizar y complejizar esa relación en tanto puede ser construida de diversos modos?” (Forastelli, 2002: 112). El proceso de campo ha invitado a revisar los propios supuestos de género y procedimientos normativos desde los cuales elaboramos nuestras preguntas de investigación, trazando nuevos horizontes para (hacer) ver el género y hablar de él.

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Recibido: 06 de Octubre de 2020; Aprobado: 27 de Julio de 2021

María Florencia Actis es doctora en Comunicación por la Universidad Nacional de La Plata, Argentina (UNLP). Es profesora titular en la Especialización en Periodismo, Comunicación Social y Género (FPyCS, UNLP), y becaria posdoctoral del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, con lugar de trabajo en el Grupo de Estudios sobre Familia, Género y Subjetividades de la Universidad Nacional de Mar del Plata, Argentina. Su línea de investigación articula el campo de los estudios de género y los estudios carcelarios. Entre sus publicaciones más recientes se encuentran: “Malas víctimas: Un acercamiento a las perspectivas y experiencias de mujeres delincuentes” (2022) DILEMAS. Revista de Estudos de Conflito e Controle Social, 15(3); “‘Alguien tenía que pagar, alguien tenía que estar en la cárcel’. Relato de vida de una mujer acusada de infanticidio” (2022) Revista interdisciplinaria de estudios de género de El Colegio de México, 8(11); (con Juliana Inés Arens) “Metodología feminista y participativa en cárceles de Argentina y México” (2022) Revista de Ciencias Sociales (175).

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