Introducción
En la Historia de los trivmphos de nuestra santa fee… (1645), el jesuita cordobés Andrés Pérez de Ribas describió una serie de casos edificantes presentes en el proceso de evangelización de los indios que habitaban la provincia de Sinaloa, ubicada en el septentrión novohispano. Aun cuando la escritura se caracterizó por contener una retórica edificante que alababa la labor misionera de la Compañía de Jesús en aquellos parajes, resulta interesante hallar, en forma reiterativa, una imagen simbólica relevante: las acciones desplegadas por el demonio y sus huestes quienes, a través de distintos medios, perturbaban la tranquilidad de los indios reducidos:
Notable fue el caso que se sigue, y sucedió a un indio vaquero, que saliendo un día a recoger el ganado, se le apareció el demonio en figura de mulato y hablándole benignamente, le pidió le sirviese en el oficio abominable de hechicero. Hicieronse los conciertos y diole de comer el demonio en figura de mulato y hablándole benignamente, le pidió le sirviese en el oficio abominable de hechicero. […] Luego le comenzó a persuadir no entrase en la Iglesia, ni asistiese a la misa, y que ya alguna vez, porque no le echasen menos, se hallase en la Iglesia, no mirase a la hostia consagrada. Luego que el indio comió, y bebió de lo que el demonio le había dado, se sintió como herido, y cayó desmayado; y el fingido mulato no se desviaba un punto de su lado, y le tiraba de los pies: no parece que veía la hora de arrastrarlo al infierno.1
Es bien sabido que, en el septentrión novohispano, los jesuitas establecieron una red de misiones que corría desde la antigua provincia de Sinaloa, en la jurisdicción de la Nueva Vizcaya, hasta la península de California. En estas regiones, caracterizadas por la presencia de oasis, desiertos y sierras agrestes, los misioneros mantenían cierta obsesión por la presencia del simio de Dios,2 situación que se reflejaba en la retórica oficial y privada. A dicho personaje se le atribuían todos los males y calamidades que sucedían en las reducciones, tales como sequías, escasez económica, epidemias, rebeliones y, especialmente, la pervivencia de algunas actividades que se situaban fuera de la ortodoxia cristiana, calificadas como idolátricas o supersticiosas.
En este sentido, la influencia ejercida por Satanás en el pensamiento y modo de actuar de los indios representó un argumento reiterativo entre los religiosos, como un medio para justificar los progresos que se alcanzaban en los territorios fronterizos. De igual manera, se podía presentar en situaciones del ámbito cotidiano. Por ejemplo, Pérez de Ribas destacaba casos de posesión demoniaca entre algunos indios reducidos en misión:
Una noche se entró un demonio en una india, sino es que fueran muchos […] avisaron al padre, que luego la fuese a socorrer. Dijo sobre ella los santos exorcismos de la Iglesia, añadió las letanías y demás de eso le puso al cuello un relicario de varias reliquias que tenía […] Por último remedio trajo el padre una estampa que tenía de nuestro bienaventurado padre San Ignacio y mostrándosela primero a la pobre india, le dio que se encomendase a aquel santo, y luego se la puso sobre la cabeza. Al punto comenzó a sosegarle y quedando libre y sana del todo, se confesó, cobrando grande devoción y agradecimiento al santo, que la había liberado del cautiverio.3
El uso de recursos simbólicos, como la representación plástica de santos, se conformaba como una herramienta útil para enfrentar la presencia demoniaca. Cabe señalar que la lucha contra este personaje formaba parte de un programa espiritual derivado de las reformas tridentinas. Fueron dos los instrumentos principales para consolidar este proceso: el establecimiento del Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición en el ámbito americano y el impulso de la Compañía de Jesús como eje de un nuevo modelo de promoción cristiana,4 cuyas acciones pastorales se reflejaron en el ministerio de la misión.
Este último se convirtió en uno de los mecanismos relevantes para lograr la pacificación y reducción de las sociedades nómadas que habitaban el septentrión novohispano.5 En términos más amplios, se constituyó como un proyecto de dimensión global, nacido de una tradición occidental. Su desarrollo ayuda a entender la relación entre lo global y lo local en el momento de la primera mundialización ibérica, donde las órdenes religiosas cumplieron un papel fundamental al conformarse como las primeras empresas globales en términos de organización interna, de circulación de sujetos, de saberes y de experiencias.6 En este sentido, y como argumenta Bernd Hausberger, “la labor de conversión llevada a cabo en los más diversos contextos culturales y geográficos, provocó un sinfín de diferentes respuestas regionales y locales que transformaron el proyecto misionero y obligaron a los jesuitas a adaptaciones de su procedimiento”.7
Esos ajustes eran determinados por las distintas reacciones que podía traer el modelo de vida reduccional: aquellos que participaron de forma entusiasta, adoptarían numerosos aspectos de la cultura occidental; los que aceptaron selectivamente lo que mejor convenía a sus intereses, conservarían muchos vínculos con sus creencias y prácticas ancestrales; y aquellos que rechazaron tajantemente el cristianismo, a la par del sistema colonial.8 Centrándonos en el tema de la idolatría, el presente artículo tiene la intención de revisar parte del corpus contenido en la Historia de los trivmphos de nuestra santa fee, escrita por el padre Pérez de Ribas, específicamente en los temas de la pervivencia de las actividades consideradas transgresoras y la presencia física del demonio, quien perturbaba la tranquilidad de los indios reducidos. Si bien la crónica de este misionero ha sido analizada desde distintas perspectivas, destacando el asunto de la pasividad de los indios frente al sistema reduccional, se pretende rastrear aquellos testimonios relevantes que describen la concepción que los jesuitas mantenían sobre algunas prácticas contrarias a la fe cristiana, para resaltar la importancia y el papel que la escritura misionera tomó para la conformación y difusión de estas narrativas. En este sentido, se propone colocar la mirada en los denominados “saberes” jesuíticos9 enfatizando en el corpus retórico relacionado con los propósitos apologéticos de la conversión de los neófitos en el ámbito de la misión.
El establecimiento de las misiones jesuíticas de Sinaloa (1591-1609)
En 1590, el gobernador de la Nueva Vizcaya, Rodrigo del Río de Loza, informó a las autoridades virreinales sobre el problema de la explotación de algunos yacimientos mineros en su jurisdicción. Insistía en la poca atención que los colonos manifestaban en el proceso de reclutamiento de mano de obra indígena para obtener la productividad necesaria, pues éstos se enfocaban en actividades económicas menores, como era el caso de la agricultura. Recalcaba también la dificultad para establecer alianzas entre los caciques indígenas y los corregidores españoles, quienes entorpecían las políticas de reducción y conquista.10
Estas razones pueden hacernos suponer el interés que Del Río de Loza tenía en promocionar el establecimiento de misiones religiosas, situación que le traería beneficios para ejercer un mayor control sobre su jurisdicción. Desde 1589, ya había manifestado el deseo de que los padres de la Provincia Mexicana de la Compañía de Jesús llegaran a evangelizar la provincia de Sinaloa con el fin de consolidar su proyecto colonizador. Estableció contacto con el provincial, Pedro Díaz, quien en principio estuvo de acuerdo. Sin embargo, poco tiempo después, manifestó el problema de la escasez de personal y de recursos económicos para establecer residencias. Al mismo tiempo, permeó un nulo interés para capacitar y fomentar la vocación misionera.11
La entrada oficial de los jesuitas en Sinaloa tuvo lugar el 6 de julio de 1591. Esta empresa abarcó las cuencas inferiores de los ríos Mocorito, Sinaloa o Petatlán y Zuaque, nombrado posteriormente como el Fuerte.12 Los padres Martín Pérez y Gonzalo de Tapia llegaron a la villa de San Felipe y Santiago de Sinaloa el 6 de julio de 1591 para ocuparse de la conversión de los indios que habitaban los lugares aledaños. El prepósito general de la Compañía, Francisco de Borja, emitió una Instrucción que establecía las siguientes normas: que los misioneros vivieran en una residencia fija, asistieran operarios con vocación y virtud, se bautizara a los habitantes de la misión y se estableciera un colegio para la formación de los futuros gobernantes.13
En una carta enviada a Roma, fechada el 1 de agosto de 1591, Gonzalo de Tapia describía el panorama que apreció a su llegada a Sinaloa:
El P. Diego de Avellaneda, visitador de la provincia de la Nueva España, me envió con un compañero a misión entre infieles donde parecíale convenir. Comunicamos con el gobernador de la Nueva Vizcaya, al cual le pareció que viniésemos a la provincia de Sinaloa, en la cual entramos el 6 de julio de 1591. Corre esta provincia entre la mar del sur y el norte, debajo de la cual va una gran serranía que atravesando casi toda esta Nueva España viene a quebrar aquí. Es la gente de esta provincia toda desnuda […] No tienen príncipe ni reconocen superior, y con todo eso son y viven muy conformes los que son de una lengua (que es mucha la variedad que hay de lenguas).14
Retomando a López Castillo, el mote de “Sinaloa”, no hacía referencia a una misión, sino a un colegio del mismo nombre, que se constituyó como la cabecera del rectorado de San Felipe y Santiago.15 Ante la fundación de diversos pueblos de visita, se conformarían dos núcleos poblacionales: las reducciones que se encontraban propiamente en el territorio de Sinaloa y el complejo “Topía-San Andrés”, establecido en 1598. Con el correr de los años, las fundaciones continuarían expandiéndose. Esta situación dio lugar a la formación de un nuevo sistema misional, cuyos establecimientos pueden situarse en tres fases: entre 1614 y 1622, se realizó la ocupación del área cahíta o de los valles costeros entre los ríos Mocorito y Yaqui; entre 1619 y 1653, destacó la expansión por los valles de altura media y grande en las áreas llamadas Pimería Baja y Opatería; de 1687 a 1699, la ocupación se extendió hacia la Pimería Alta.16
El trabajo misional desplegado en Sinaloa se desarrolló entre los ahomes y los zuaques, principalmente, y con la extensión de la empresa misionera, con los acaxees y xiximíes de la sierra de Parras, los tepehuanes y tarahumaras, habitantes de la Baja y Alta Tarahumara, y los yaquis y mayos de la sierra de Topia.17 En estas experiencias, los misioneros diseñaron planes de autosustentabilidad, a partir del cultivo de la tierra y la cría de ganado, que permitiera mantenerlas asentadas en un lugar fijo.18
Sin embargo, a pesar de estos avances, los superiores jesuitas no facilitaron ni promovieron las labores religiosas de sus misioneros en la provincia de Sinaloa. Después de la III Congregación Provincial de 1593, y hasta 1632, los jesuitas llevados a la región fueron seleccionados por dos vías: los que recibieron la totalidad de su educación religiosa en colegios novohispanos, y aquellos que iniciaron su formación en colegios europeos.19 La falta de integración de los jesuitas de Sinaloa se debió a que los provinciales no promovieron la asistencia de candidatos a los colegios de aprendizaje de lenguas y no fomentaban el apostolado a indios gentiles, como lo solicitaba la curia romana. Esta carencia de integración se cimentó en la constante reiteración de que a las misiones sólo irían jesuitas europeos y por considerar que no todos los integrantes de la orden estaban obligados a acudir a ellas.20
Dicha situación se contrarrestó un poco con la promoción realizada por el virrey Luis de Velasco para el fortalecimiento militar de la región y el resguardo misionero, con el envío del nuevo gobernador Francisco de Urdiñola y de los capitanes Alonso Díaz y Diego Martínez de Hurdaide. Sin embargo, con la llegada del siguiente virrey, Gaspar de Zúñiga y Acevedo, conde de Monterrey, las misiones experimentaron dificultades económicas. Aunque se habían recibido instrucciones específicas, de Madrid, para acelerar las congregaciones, sobre todo en el territorio que conformaba el arzobispado de México21 y, a pesar de la existencia de proyectos de reducción en las regiones costeras, se consideró que los gastos del real erario para sostener a 32 soldados y 6 misioneros eran excesivos en relación con los resultados obtenidos. Por este motivo, se dispuso que los indios cristianos se trasladaran a Culiacán y se suspendiera la misión. Para beneficio de la Compañía, esta medida nunca fue concretada.
Durante los años siguientes, los oficiales reales de México continuaban objetando que aquella misión costaba mucho dinero al real erario, pues provocaban un gasto total de 17 mil pesos anuales.22 Sin embargo, en 1609, Velasco, virrey de Nueva España por segunda ocasión, envió al monarca una breve relación de las misiones que hacían los jesuitas en el norte de México:
Las misiones hechas hasta aquí son cuatro en que tienen cuarenta y cuatro religiosos, dos solos en cada doctrina, por no tener los que más serían menester. La primera misión es la de Cinaloa, en que tienen ya cristianos al pie de veinte mil personas, y hay más de otras cincuenta mil que piden bautismo, y por falta de ministros no se les ha dado. Otra es la de Topía, donde dicen que hay más de diez mil indios bautizados y otros muchos […] otra es la de los tepehuanes […] otra es la que llaman de las Parras y Laguna Grande.23
A pesar de todos los inconvenientes, las misiones sinaloenses se extendieron durante los decenios venideros. Para mediados del siglo XVII e inicios del XVIII, los jesuitas ya tenían armada una red misional a lo largo de la Sierra Madre Occidental. Bajo estas complejidades, arribaría a la provincia de Sinaloa el jesuita Andrés Pérez de Ribas.
De Andalucía a Sinaloa: trayectoria y escritura del jesuita Andrés Pérez de Ribas
Andrés Pérez de Ribas nació en 1575, en la ciudad andaluza de Córdoba. Pudo haber pertenecido a una familia aristócrata, sobre todo por su ingreso temprano a la Compañía como sacerdote ordenado. Acerca de su formación académica, la historiografía jesuítica concuerda en que se educó en el Gran Seminario de San Pelagio de Córdoba.24 Comenzó su noviciado en 1602, y dos años después viajó a la Nueva España, específicamente al colegio jesuita de Puebla. Desde este lugar, sería enviado a Sinaloa para dedicarse a la empresa misionera entre los indios sinaloenses. El 21 de junio de 1612 realizó la profesión solemne de los cuatro votos.
Ribas permaneció 16 años en el septentrión novohispano: trece, en las riberas del gran río Sinaloa, lugar donde habitaban distintos grupos como los tehuecos, los zuaques y los ahomes, y tres en los territorios adyacentes al río Yaqui o del Espíritu Santo, hogar de los indios mayos. La figura del jesuita tomó un protagonismo importante, sobre todo por ser el encargado de negociar con el virrey Diego Fernández de Córdova, marqués de Guadalcázar, y el provincial de la provincia mexicana, Nicolás de Arnaya, la expansión misionera en las regiones costeras.25 Esta situación desembocó en la creación de un nuevo rectorado, independiente al de Sinaloa, que recibió el nombre de San Ignacio, en 1620. Ese mismo año, salió de las misiones para ocupar un cargo con más prestigio, sería nombrado maestro de novicios en el colegio de Tepotzotlán por dos años.26
Paulatinamente, la carrera eclesiástica de Pérez de Ribas tomaría tintes más importantes. En 1622 viajó a la ciudad de México, a la Casa de la Profesa, para fungir como secretario personal del nuevo provincial, Juan de Laurencia, por cuatro años. También fue elegido para ocupar el puesto de rector del Colegio Máximo de San Pedro y San Pablo, entre 1626 y 1632. El cargo más célebre llegó en 1638, al ser nombrado provincial de la Provincia Mexicana durante tres años.27 El 22 de enero de 1641 recibió otra enmienda relevante: asistir como procurador de la provincia mexicana a la octava congregación provincial en Roma. Fue así como emprendió el viaje hacia la Ciudad Eterna, haciendo una escala de dos años en Madrid. Durante dicha estancia, visitó la Biblioteca del Colegio Imperial, donde recogió informes y escritos de misioneros para comenzar con la escritura de su obra. Después de acudir a la congregación romana, regresó a Madrid para complementar su manuscrito. Dos años después regresó a México, donde pasó sus últimos años en el Colegio Máximo hasta su muerte, el 26 de marzo de 1655.
Respecto a su obra escrita, la Historia de los trivmphos de nuestra santa fee entre gentes las mas barbaras y fieras del nueuo orbe, se publicó por primera vez en Madrid en 1645. Se editó en la imprenta de Alonso de Paredes, bajo el cuidado de Francisco Murcia de la Llana.28 Dividida en doce libros, la Historia consta de dos partes: la primera hace hincapié en los aspectos geográficos, la religiosidad y modos de vida de los indios, así como también en los primeros trabajos de la Compañía de Jesús en Sinaloa. La segunda se ocupa de las reducciones establecidas en Topia, San Andrés, Tepehuanes y Parras.
En 1598, el general Claudio Acquaviva había solicitado a las distintas provincias jesuíticas americanas la redacción de una “composición íntegra y continuada de su historia”.29 Se encargó de enviar una misiva en la que señalaba que era de suma importancia escribir una historia general de cada provincia y pedía recopilar todo lo relevante sobre la fundación, crecimiento y progresos espirituales.30 En palabras de Bernabéu, la obra del jesuita se insertaba en este contexto, pues pretendía ser una historia de la empresa misionera de la Compañía de Jesús en el norte novohispano, situada entre los años 1590 y 1645.31 A pesar de esta consideración, la obra tenía el interés de mostrar las peculiaridades de una cosmovisión local que debía ser erradicada.
Desde su aparición, la Historia disfrutó de una gran popularidad, no sólo por el interés del público español sobre el conocimiento de los pueblos bárbaros, sino porque difundía noticias sobre la actividad de los jesuitas en la región de las misiones septentrionales. En términos apologéticos, narraba la familiaridad entre los demonios y los indios sinaloenses, por lo que también permeaba el interés de acentuar los triunfos evangélicos de los jesuitas frente a los indios “bárbaros y fieros”, como lo indicaba el título mismo.
Comprendiendo el ámbito de la retórica como una forma particular de percibir la propia realidad y que se plasmaba en los medios escritos, el contenido de las crónicas jesuíticas se conformó como un recurso que motivaba posibles vocaciones para la labor misionera, además de que hacía énfasis en las virtudes morales y cristianas de los operarios. En las fronteras americanas se consolidó como un medio necesario para el despliegue de la actividad pastoral, pues plasmaba una construcción narrativa del conocimiento ritual de las sociedades locales, con el fin de hacerle frente. En este sentido, se podría hablar de la presencia de una descripción retórica en la obra del padre Pérez de Ribas en la que los naturales serían identificados como el pueblo sojuzgado por Satanás. Esta idea se constituyó como el eje principal que guiaba la escritura de la obra.32 Al mismo tiempo, el paisaje del noroeste novohispano, estéril y de difícil acceso, favorecía la identificación de este espacio como el reino del Maligno. Ambas concepciones actuaban como una forma de apropiación, tanto espacial como intelectual, además de que los argumentos del jesuita contribuían a la conformación de una memoria misionera de carácter oficial.
La retórica del “mal” en la escritura del padre Pérez de Ribas
Aprobada en 1540 por el papa Paulo III, la Compañía de Jesús se empleó en la defensa de la ortodoxia y la propagación de la fe, entre las masas rudas europeas y los denominados neófitos americanos. Para lograr este objetivo, distintas vías fueron utilizadas; cabe destacar las predicaciones públicas en las misiones populares, la impartición de sacramentos, como el bautismo y el trabajo de adoctrinamiento cristiano en las misiones de conversión viva.33 En estos procesos era posible notar la afinidad de la Compañía por asemejarse a un ejército victorioso que caminaba en el cortejo de una Iglesia triunfante: un cuerpo eficaz en la lucha contra la herejía.34
Sin embargo, a pesar de que la población indígena terminaba por aceptar el catolicismo, de manera total o parcial, aparecieron muchas formas de cristianismos locales, basados en una enorme gama de reinterpretaciones y resignificaciones de los elementos cristianos, donde se conservaban distintos segmentos de la cosmovisión local.35 Con base en estos elementos, los jesuitas se conformaron como las “puntas de lanza” que eran enviadas a los lugares donde se hacía sentir más su necesidad apostólica. En el seno de la orden, era evidente el interés de consagrar esfuerzos en el proceso de evangelización de los territorios americanos. Era necesario legitimar la obra pastoral ejercida por la Compañía entre los grupos que habitaban los pueblos de misión; el medio más eficaz era la descripción de distintos hechos edificantes. Continuando con el discurso interpretativo centrado en la denominada “construcción retórica de la realidad”, las crónicas de evangelización deben ser estudiadas como comunicaciones y no como percepciones.36 Se trataba de composiciones escritas que manifestaban una serie de enunciados emitidos en un contexto particular y dirigidos a un receptor determinado, situación que explica su carácter retórico y persuasivo. En los textos jesuíticos se pueden identificar estilos narrativos que cumplían con dos necesidades fundamentales: exaltar la fundación de las provincias y las virtudes de sus miembros.
Los discursos eran dinámicos, pues sufrieron constantes cambios establecidos por agentes individuales, personificados por los superiores de misión, los rectores de colegios o los provinciales mismos. En este sentido, la representación o imagen del indio bárbaro e indómito que se plasmaba en estos documentos era maleable, pues se movía de acuerdo con las necesidades retóricas de la narración. Como señala Rubial, “cuando se trataba de exaltar a los frailes como destructores de la idolatría se usaba el vituperio contra los vicios indígenas, cuando se intentaba amplificar los logros de los evangelizadores se exaltaban las virtudes del indio cristiano”.37
En el caso concreto de la escritura de Pérez de Ribas, es posible identificar el paisaje del noroeste novohispano como el reino o morada del demonio. Se exaltaban las acciones de la Compañía en favor de la cristiandad frente a quienes calificaba como las “gentes más bárbaras y fieras”.38 Al final de la primera parte de la Historia la narración se interrumpe por un paréntesis del autor donde resalta la dignidad que caracterizaba la labor misionera y que los jesuitas realizaban entre las “naciones nobles, políticas y de lustre del mundo”.39 Un asunto íntimamente relacionado con la presencia física del demonio era el de la pervivencia de la idolatría entre los indios reducidos. Este era un tipo de superstición que englobaba prácticas que suponían “la existencia de relaciones causales inviables, inexistentes, imposibles, desde la perspectiva de la combinación de los factores básicos de materia y movimiento que ordenan el funcionamiento de la máquina del universo”.40 Se constituyó como un pecado de fuero mixto, de alta gravedad, pues atentaba contra el Dios cristiano y el rey de forma directa. Desde la legislación regia, era considerada un crimen que se daba por desacato a la autoridad; por ello se le juzgaba como un acto de rebeldía.41 En el ámbito local, la idolatría podía ser utilizada por las autoridades locales como un instrumento político para tomar posesión de las propiedades de los indios, como una excusa de protección frente a los propios españoles o, en caso contrario, para otorgarles beneficios económicos.42
Prosiguiendo la visión agustiniana del siglo XIII, el Maligno ejercía un insólito poder en el mundo terrenal, pues se cometían delitos como el infanticidio, la antropofagia y los sacrificios rituales, gracias al apoyo de algunos de sus seguidores o ministros, chamanes o hechiceros.43 A partir de las acciones desplegadas por estos personajes, la idolatría fue clasificada como un tipo de superstición relacionada con la obtención de beneficios particulares: la adivinación, las prácticas medicinales y las vanas observancias.44 Todas estas prácticas eran, sin excepción, una invención directa del demonio.
En el ámbito americano, es posible ubicar una retórica demonológica similar al proceso general de la conquista europea con sus respectivas variantes y observándolo desde el ámbito local. La aparición del Nuevo Mundo ante la mirada occidental inauguró una explosión literaria que coincidió con el ascenso del miedo al demonio en la Europa occidental.45 Durante este proceso, la figura de Satanás se afianzó durante el proceso evangelizador, gracias al interés que los misioneros tenían por encontrar similitudes o aproximaciones a lo que ocurría en Europa. Al demonio se le comenzó a asociar al campo, a las “breñas silenciosas y sombrías”,46 a sitios poco habitados, pues intentaba frustrar la conversión de los indios a través de distintos medios.
En este sentido, el desierto novohispano se constituyó como el hogar del demonio, pero también como un lugar de salvación, prodigio y revelación donde la consolidación de la fe cristiana se ponía a prueba.47 Para Pérez de Ribas, la finalidad histórica de las misiones americanas era evidente: la evangelización de los indios norteños, quienes se encontraban en las garras del demonio.48 Manifestaba la importancia de un ministerio más particular, desplegado por la misión jesuítica:
[…] el fundamento de todo el bien de las repúblicas está en la crianza en doctrina y buenas costumbres de la juventud. Lo uno, por ser esa edad más tierna para imprimir en ella como en materia más suave y blanda la forma de las virtudes. Lo otro, porque como esa edad es principio y fundamento de toda la vida del hombre, en él se asegura la fábrica, y es más perseverante y durable el edificio que sobre ese fundamento se levanta.49
Para lograr el objetivo propuesto, la misión se constituyó en el medio por excelencia para enfrentar la idolatría. En el capítulo V del libro I de la Historia, el jesuita ofrece un argumento retórico interesante: el beneficio que podía ofrecer la presencia de la idolatría en el proceso de conversión frente al ateísmo. El ser ateísta representaba un problema más grave que ser idólatra, pues los primeros se encontraban completamente apartados de cualquier creencia o manifestación de la religiosidad. Éste podía ser atribuido al demonio, al ser enemigo del género humano. Sin embargo, los indios se salvaban del ateísmo, pues la existencia de estas prácticas manifestaba el conocimiento de la divinidad por parte de los grupos indígenas, lo que los convertía en sujetos aptos para recibir la fe cristiana.
Esta premisa ayuda a explicar la presencia de los cultos idolátricos en la pluma del jesuita cordobés. Además, es necesario recordar que, durante el periodo moderno, se presentaron dos momentos que marcaron la definición teológica-filosófica de idolatría. El primero, situado en la primera mitad del xvi, cuando la idolatría se definió a partir de aquellos postulados que retomaban la obra de Tomás de Aquino, y respondían a un contexto concreto marcado por las acciones de la Inquisición apostólica, cuya atención principal se ubicaba en el pecado. El segundo, se ubica a partir de la segunda mitad del siglo XVI e inicios del XVII, el cual restablece la idolatría como una “enfermedad del alma” o peste contagiosa, cuya cura era el aprendizaje de la doctrina cristiana.50 Incisiva fue la postura del jesuita José de Acosta, quien, en el ámbito andino, distinguió entre dos géneros de idolatría: la que se asociaba a los elementos naturales y geográficos, como el sol, los ríos, las montañas o los árboles, y otra que era fruto de la invención humana relacionada con el culto dirigido a un objeto en concreto, como era el caso de los cuerpos momificados de los gobernantes incas.51 En su obra De Procuranda Indorum Salute (1580), Acosta mencionaba la estrecha relación entre idolatría y enfermedad contagiosa:
[…] se [trataba] de una enfermedad idolátrica hereditaria que, contraída en el mismo seno de la madre y criada al mamar su misma leche, robustecida con el ejemplo paterno y familiar y fortalecida por larga y duradera costumbre y por la autoridad de las leyes públicas, tiene tal vigor que no la podrá sanar sino el riego muy abundante de la divina gracia y el trabajo asiduo e infatigable del doctor evangélico.52
No se ha enfatizado un punto importante de la historiografía sobre el padre Pérez de Ribas respecto a los elementos retóricos que caracterizaban el concepto de idolatría propuesto por el misionero. Éste retomaba doctrinas teológicas medievales, de los concilios americanos y de las obras de algunos de sus coetáneos, como Acosta, e insistía en que su presencia se reflejaba en la existencia de objetos de culto idolátrico: figuras de piedra o madera, las cuales generalmente se encontraban escondidas en lugares de difícil acceso. Entre los indios sinaloenses, destacaba la existencia de idolillos que resolvían necesidades particulares o cotidianas y se encontraban ocultos en las viviendas de los indios de la misión. Podían ser preservados por hechiceros que curaban enfermedades porque servían para alcanzar la victoria en las guerras, para cuidar a los animales en sus sementeras, para lograr la obtención de lluvia y la fructificación de la pesca. Sobre las formas en que se establecía el culto, el jesuita destacaba la forma en como los indios invocaban al demonio a través de éstos:
A algunos de estos ídolos les levantaban una forma de altares o humilladeros, que venían a ser unos montones de piedras con barro, donde los colocaban, a quien hacían sus ofrendas […] Y con palabras desusadas invocaban al demonio, que allí se les aparecía en figuras, ya de persona humana, ya de animales, y siempre fieros, como él lo es desde que desobedeció a Dios.53
La destrucción sistemática de esos objetos, en conjunto con otras actividades como la persecución de hechiceros y sacerdotes, la ingesta de alucinógenos o la embriaguez ritual, fueron instrumentos fundamentales en el proceso de imposición de la nueva fe. El interés por desarraigar este tipo de prácticas se manifestaba desde el siglo XVI, pues Felipe II había establecido en una real cédula de 1555 en la cual se permitía a los indios mantener sus leyes y buenas costumbres; sin embargo, debían desarraigar algunas otras “torpes”, como era el caso del incesto, la sodomía, la antropofagia, los sacrificios humanos o de animales, las borracheras y, principalmente, la idolatría.54 Si tomamos en cuenta un contexto más cercano a la obra de Pérez de Ribas, en 1607, Felipe III dictó una ley, titulada “Que los indios sean apartados de sus falsos sacerdotes idólatras” (énfasis mío), donde se solicitaba a los prelados “que aparten de la comunicación de los naturales a estos supersticiosos idólatras, y no los consientan a vivir en unos mismos pueblos con los indios castigándolos conforme a derecho”.55
De igual manera, merece la pena rescatar lo establecido en el III Concilio de México (1585) respecto al asunto de la idolatría. En esa junta eclesiástica, se intentó definir aquello que podía ser considerado idolátrico. Aun cuando el asunto central era la evangelización de los indios, sólo se acotó una breve definición: ésta consistía en la adoración de falsos dioses y podía ser considerada como una interpretación heterodoxa de la religión.56 En la mayor parte del territorio novohispano, el asunto de la extirpación quedó como una empresa aislada que se enfrentaba a la tibieza de la Iglesia secular y a algunas indiferencias manifestadas por los representantes de la Corona. Sin embargo, en las fronteras sucedía lo contrario. Al tratarse de indios insumisos o rebeldes, a diferencia de los que habitaban el centro de México, se planteó la posibilidad de ejercer la justicia de una empresa bélica, la denominada guerra justa:
Si a estos indios se les puede dar guerra a fuego y a sangre con seguridad de la conciencia, presuponiendo que a esa licencia general se ha de dar con límite de los lugares que se han de acometer, y los soldados han de venir a dar cuenta de las presas que hagan al general de esta guerra, para que siendo justas conforme a lo que se decrete, se les adjudiquen, o en su defecto se les castigue y se de libertad a los presos; segundo, haciéndose estas presas por la moderación referida, si se podrán dar por esclavos perpetuos.57
Fue así como los grupos norteños serían asimilados a la imagen de fieros, salvajes, caníbales, carniceros, bestiales, practicantes del pecado nefando, infieles y apóstatas.58 Todos estos calificativos podían reafirmar la cualidad de ser idólatras. La retórica de la “guerra justa” contra los indios insumisos, en conjunto con la idea de la misión providencial de la monarquía para la conversión al cristianismo, se conformaron como dos poderosas apologías que manejaron la actuación de los españoles, para imponer su dominio y orientar sus deseos de riqueza y ennoblecimiento. Las fronteras establecidas en el proceso de expansión sólo fueron atractivas para los hispanos en la medida que se lograba explotar provechosamente un territorio, mediante la implantación de estancias de ganado, o por el descubrimiento de minas de oro y plata.59 Cuando esta condición no se cumplía, la presencia hispánica quedaba reducida a los misioneros, quienes buscaban evangelizar poblaciones de difícil acceso.
Para proseguir con la obra de Pérez de Ribas en relación con el pecado de la idolatría, se destacó la presencia de la embriaguez entre los indios sinaloenses, caracterizada como una costumbre realizada por gente bárbara. Esta actividad se presentaba, sobre todo, en los convites o preparativos para la guerra entre distintas naciones:
El vicio que generalmente cundía en las gentes […] era el de la embriaguez en que gastaba noches y días; porque no la usaban cada uno a solas, y en sus casas sino en célebres y continuos convites que hacían para ellas […] Eran célebres estas embriagueces y generalmente entre ellos, en ocasión que se preparaban y convocaban a guerras […] Y en estas tales fiestas eran también muy célebres los brindis del tabaco […] cuando alguna nación convida a otra a hacer liga para alguna guerra.60
En relación con este punto, el jesuita destacaba la descripción de celebraciones rituales, mejor conocidas como mitotes, que implicaban la presencia de sacrificios humanos. Pérez de Ribas ofrece un ejemplo de estas actividades en la misión de Mapimí, habitada por indios tepehuanes, en el territorio de Parras, durante la segunda etapa misionera:
A este pueblo se habían reducido indios de otra nación, y con la ocasión de un cometa que apareció en este tiempo y enfermedad que había comenzado, y temían llegase a su pueblo, determinaron hacer un mitote o baile muy célebre a su usanza, para tener propicio al cometa, o a Satanás […] Traían todos unos cestillos en la mano derecha, y en la izquierda una flecha, puesta su punta de pedernal sobre el corazón. […] Cortaron luego el cabello a cercen a seis doncellas, con harto sentimiento suyo; y los viejos con unos peines que traían comenzaron a rasgarse las carnes de suerte, que corría de ellos mucha sangre, y luego les siguieron en este sacrificio los demás, sujetando a él aun los niños recién nacidos, que no perdonaba esta crueldad el que es tan cruel enemigo. Recogieron de la sangre de todos en unas grandes jícaras y haciendo hisopo de las cabelleras que habían cortado a las doncellas, rociaban con la sangre el aire a todas partes, dando los viejos bufidos horrendos. Últimamente echaron en el fuego la sangre que había quedado, y volviendo a azotar el humo que de ella salía, y viendo que iba derecho a lo alto, por haber cesado el aire, quedaron contentos, pareciéndoles que no tenían ya que temer el cometa, ni enfermedad, con que dieron fin a su baile diabólico.61
Según la visión occidental, el mitote representaba un espacio privilegiado para que los especialistas rituales conjurasen enfermedades y diesen explicaciones a la población sobre distintos fenómenos naturales.62 Sin embargo, esta ceremonia no sólo manifestaba un sentido religioso, sino también político, pues se podían establecer pactos o alianzas entre naciones.63 En relación con esta práctica se encontraba el canibalismo ritual, así como la embriaguez, las cuales se relacionaban con la presencia del Maligno, entre los indios acaxees. Pérez de Ribas atribuía la culpa de esta actividad al demonio: “El vicio de los que llaman antropófagos que comen carne humana, había introducido el demonio, enemigo capital del género humano, en casi todas estas gentes, en tiempo de su gentilidad, aunque en unas se usaba más, en otras menos”.64
Cabe señalar que la práctica del canibalismo entre las sociedades norteñas se realizaba con los enemigos muertos en la guerra. El consumo de carne impartía las virtudes de la valentía y el atrevimiento a quienes la consumían y, en ocasiones, los cráneos de los sacrificados eran guardados en cuevas y los esqueletos eran colgados de los árboles para solicitar abundancia en las cosechas agrícolas.65
Si se consideran estas variantes de las prácticas locales, el concepto de idolatría sufría una mutación, pues no se limitaba sólo al culto de un objeto físico. Los misioneros dejaban de prestar importancia a los templos, a los ídolos físicos y a los sacrificios humanos, su atención se dirigía hacia otras prácticas como la antropofagia, la enseñanza y la predicación de los saberes ancestrales. De este modo, se desprendía el asunto de la existencia de individuos que se interesaban en fomentar y preservar las antiguas formas de religiosidad y que podían alterar el orden moral de la vida reduccional. En su búsqueda por implantar el cristianismo, los jesuitas tuvieron que enfrentarse a la oposición de curanderos y hechiceros. Algunos ejecutaban actividades relacionadas con prácticas terapéuticas, a través de soplos o succiones en distintas partes del cuerpo:
El medio de curar estos endemoniados médicos es unas veces soplando la parte lesa o dolorida del cuerpo, o todo él con tanta fuerza y connato que se oye muchos pasos el ruido que hace: otras chupando la parte dolorida […] a los enfermos les dan a entender, que les saca del cuerpo palos, espinas y pedrezuelas, que les causaban el dolor y enfermedad.66
Andrés Pérez de Ribas enfatizaba algunas acciones que contrarrestaban con este tipo de supersticiones, consideradas como embustes o charlatanerías: era necesaria la administración de sacramentos, principalmente el bautismo y la confesión. En la Historia se cita el caso sobre un indio famoso en el “arte diabólico de la hechicería”, quien después de ser bautizado y haberse confesado, suprimió sus antiguas costumbres. Este mismo individuo manifestaba que, antes de ser bautizado, el demonio se le aparecía de forma física o como un fenómeno natural.
Respondió el indio convertido, que de mil maneras se le aparecía. Porque a los que les quería persuadir guerras, y venganzas se aparecía muy feroz, y ellos le llamaban en su lengua la fortaleza; y como a señor de ella, le ofrecían arcos, flechas y adargas, y otras armas. A los que quería incitar a deleites y torpezas, se les aparecía en forma apacible y deleitosa; […] le ofrecía plumas, mantas de algodón y cosas blandas. Otras veces les decía que él era el señor de las lluvias; y que como tal lo habían de llamar para que se lograsen sus sembrados, y tener prósperas cosechas. Otras veces se les aparecía como rayo, o espada de fuego, que cimbraba y heria el aire con grande furia.67
Podríamos señalar que la cita muestra algunas características narrativas de los sermones o exempla,68 utilizados en gran medida por la Compañía en el proceso de predicación, cuya función era moralizante. En este caso se trataba de un indio que, como consecuencia de su desconocimiento de la verdadera fe, estaba a merced del Maligno y era persuadido constantemente por él. Gracias a su bautismo el asunto se logró solucionar, pero el testimonio servía como un ejemplo que destacaba la importancia de dicho sacramento como arma espiritual e invitaba a los indios reducidos a prestarle mayor relevancia. Otro de los asuntos relacionados con la presencia demoniaca eran las rebeliones al interior de las misiones. Según Felipe Castro, las insurrecciones que ocurrían en los pueblos de indios aparecían porque las condiciones de la dominación española no eran las usuales. Existían factores clave para su desarrollo: el descubrimiento de minas, la destrucción de los ídolos y la persecución de prácticas religiosas.69 Por tradición narrativa, la retórica jesuítica del norte novohispano atribuía directamente al demonio el origen de la rebelión. Pérez de Ribas retomó el caso de una rebelión entre la nación tepehuana, perpetrada por un hechicero que encarnaba la figura de Maligno:
No contento el indio hechicero o demonio revestido en él, con su nación tepeguana, pasó a hacer las mismas; y añadiendo otras de nuevo, para espantar y rebelar otras naciones comarcanas de acaxees y xiximies, ya cristianas. Apareció a los xiximies el indio que era viejo, en forma juvenil y de mozo, con un arco y dos flechas en la mano, y con un ídolo de piedra de media vara de alto, que hablaba en todas lenguas, y el viejo interpretaba lo que la piedra les decía, apareciendo con resplandores […] A otros de la nación acaxee se mostró tomando figura de mozo, y con un cristal como espejo sobre el vientre, el cual decían, que con eminencia hablaba en todas lenguas; y que las palabras que sonaban, era con tal fuerza que sentían los indios, o les parecía que les hacían violencia, y ser imposible dejar de hacer lo que les mandaba.70
Fue así como el jesuita caracterizó a los pueblos sinaloenses como grupos en permanente estado de guerra. La oposición indígena encarnaba en aquellos personajes que permitían cierta cohesión social entre los grupos reducidos. Entre ellos destacaban los hechiceros, responsables tanto de las creencias idolátricas y supersticiosas como de los alzamientos y rebeliones que perturbaban la paz y el proceso de adoctrinamiento.71 En el libro VIII de la Historia, Pérez de Ribas seguía insistiendo en la influencia de estos personajes y el establecimiento de pactos explícitos con el demonio, situación que agravaba su pena:
Había en esta misión algunos indios hechiceros que tenían con el demonio pacto expreso; y forzoso es, que siempre nos encontremos con este género de endemoniados […] Los que había entre esta gente hacían notable daño por medio de sus familiares: predicaban y persuadían a los demás, que estaba en su mano el hacerles bien o mal; darles salud o enfermedad, trabajos o descanso; años abundantes o estériles; vida o muerte, y de hecho continúan la vida con hechizos diabólicos a algunos, con que traían desatinada y temerosa a la gente.72
Desde la visión de los misioneros, los hechiceros recurrían a ciertos poderes sobrenaturales que controlaban el medio físico, al igual que los comportamientos humanos y de su salud. Como estrategia pastoral, el régimen misional empezó a poner en entredicho su prestigiosa reputación como curanderos o médicos e intentó diluir y erradicar la cohesión social que habían tenido entre los suyos. En sentido contrario, la respuesta de los especialistas rituales fue atribuirles a los padres la culpa de los males que azotaban la misión, como las hambrunas, las epidemias y la inestabilidad económica que, en determinados periodos, padecían las misiones de Sinaloa.
Conclusiones
Estaba tan sepultada esta nación en estas tinieblas, que una india ya desengañada después que se introdujo la doctrina del Evangelio declaró y dijo a uno de los padres que se lo predicaba: padre, mira de la otra parte del río, ¿ves cuantos cerros, motes, picachos y cimas hay en todo este contorno? Pues en todos ellos teníamos nuestras supersticiones; y a todos los reverenciábamos y los celebramos en ellos. Las viejas certificaban que el demonio se les aparecía en figuras de perros, sapos, coyotes, y culebras, figuras propias de quien él es.
Pérez de Ribas, Historia de los trivmphos…, 332.
El epígrafe muestra el testimonio de una india tepehuana que manifestó al padre Pérez de Ribas su renuncia a sus antiguas prácticas después de haber aceptado el cristianismo. El ejemplo citado por el misionero jesuita englobaba los principales elementos retóricos que pretendía mostrar en su obra escrita: El triunfo del bien sobre el mal, gracias a los progresos espirituales que llevaba consigo la vida reduccional y, además, caracterizaba a las misiones administradas por la Compañía de Jesús.
Testimonios como el antes mencionado consolidaron y justificaron la idea de la misión como una institución preponderante en las fronteras de los virreinatos americanos. La participación de la sociedad jesuítica se enmarcaba en el proceso general de occidentalización desplegado por la monarquía hispánica. Este asunto no resulta contradictorio si partimos de la idea de la proyección global que caracterizaba a la empresa misionera y que se manifestaba a través de distintas vertientes, destacando la itinerancia de sus miembros, los puntos de conexión y el discurso retórico vertido en la escritura oficial y privada.
Para el caso novohispano, iba de la mano con otros mecanismos de control poblacional, como las estancias ganaderas, los yacimientos mineros o los presidios militares. La apropiación de esos espacios por los jesuitas se originó a partir de la cultura escrita a la que pertenecían figuras narrativas sobre la presencia de individuos que entorpecían la labor pastoral, calificados como indios bárbaros e idólatras. A la par de este discurso, tomó preponderancia la figura del demonio cristiano, quien impedía la labor de adoctrinamiento entre las sociedades norteñas. La información contenida en las crónicas de evangelización legitimaba la presencia de la Compañía en aquellos territorios estériles; se exaltaban las virtudes y sacrificios de los misioneros, algunos de ellos martirizados.
La idolatría reflejaba el rechazo al Dios verdadero, la sustitución del culto respectivo dirigido a falsas deidades. En las crónicas encontramos un imaginario centrado en la influencia demoniaca para la realización de actividades de culto idolátrico. Distintos testimonios y ejemplos los encontramos en la Historia de los trivmphos de nuestra santa fee… escrita por Andrés Pérez de Ribas. A diferencia de lo que ocurría en otras regiones, el misionero insistió en la presencia de una idolatría material relacionada con actividades de la vida cotidiana, pero también en el despliegue de otras actividades que podían estar asociadas con el fenómeno de la transgresión al orden moral cristiano: mitotes, embriaguez y actividades terapéuticas desarrolladas por los especialistas rituales, quienes a su vez preservaban los saberes ancestrales. Al ser una obra monumental, su alcance logró extenderse por distintas regiones europeas. De ahí el interés por describir la ritualidad y las costumbres de los indios sinaloenses, el papel que ejercían los hechiceros, instigadores de rebeliones. Incluso, nos encontramos con individuos que podían ser poseídos por el Maligno ante el nulo o poco conocimiento de la divinidad cristiana. Las descripciones sobre estos hechos y otras prácticas tenían el interés de exaltar y magnificar el ministerio pastoral que la Compañía realizaba en los márgenes, destacando la funcionalidad de los sacramentos para enfrentar la idolatría. Algunas de éstas fueron más específicas que otras, pero todas buscaban mostrar las principales características de una cosmovisión local mal comprendida, pues era asociada al culto demoniaco. Para los miembros de la Compañía, era esencial conocerla y llevar un registro para determinar los medios efectivos para su erradicación.
Finalmente, no está de más insistir en que la obra de Pérez de Ribas ofrece nuevos derroteros de investigación, ya que puede ser analizada desde distintos ámbitos, más allá de la retórica demoniaca y la descripción de la cosmovisión de los indios que habitaban en la antigua provincia de Sinaloa. Al ser una lectura de largo alcance, dirigida a un público más amplio la Historia de los trivmphos de nuestra santa fee… buscaba resaltar la consolidación de la presencia jesuítica en el septentrión novohispano durante el siglo XVII, que a su vez se insertaba en el asunto de la presencia universal de la Orden, para lograr el progreso espiritual y la salvación de las almas de aquellos que desconocían la doctrina cristiana.