Nos ha prohibido el decoro / Vestirnos ante las gentes;
Mas si te es forzoso hacerlo / Te notarán si no atiendes
Al pudor, que es lo primero / Con que engalanarte debes.
Cada uno debe vestirse / Sin chocar a la decencia,
Procurando en el vestido / La honestidad y limpieza,
Y sin ser en cuanto a modas / Quien primero las comienza.
Introducción1
En Yucatán, durante el siglo XIX, como estaba sucediendo en otros lugares de México y Latinoamérica, las élites lideraron el proceso de asimilación de un modelo de comportamiento de origen europeo vinculado a la construcción de una nación cuyo fundamento se encontraba en la civilidad, la moral y el progreso. Su aspiración impulsó proyectos en los ámbitos económico, educativo y religioso que pretendían homogeneizar ciertas costumbres y hábitos en los individuos para el bien de la nación y la conservación del orden social. Paralelo a esto, los nuevos espacios de socialización y hábitos de consumo que hicieron su aparición en los centros urbanos, como la ciudad de Mérida, exigieron a quienes querían ser partícipes de las actividades desarrolladas en estos sitios exclusivos el aprendizaje de códigos de conducta específicos que modificaban hábitos, gestos y maneras públicas de comportamiento (Miranda, 2007).
Dentro de este orden de ideas, los manuales de urbanidad, moral y tratados de economía doméstica, junto con la prensa, facilitaron la propagación de un ideal de origen europeo que modelaría a los hombres y mujeres de la naciente República. Estos tratados fueron las herramientas utilizadas para definir todo aquello que entraba en el marco de la civilidad y también lo que se oponía a ese ideal. Las pautas que enseñaba la urbanidad se referían al control del cuerpo y de los sentimientos, de acuerdo con unos parámetros que debían regir la convivencia y la conducta diferenciada para hombres y mujeres en los espacios públicos y privados, y que tenía en cuenta, además, jerarquías, edad y condición social. Los niños aprendían a ser ordenados, respetuosos, obedientes, limpios y trabajadores, cualidades fundamentales para la conservación de la paz social y el respeto entre los seres humanos.2
Al incluir la clase de Urbanidad y Moral en los planes de estudio de las escuelas, los líderes yucatecos esperaban transmitir no sólo códigos sociales considerados como ideales y correctos, sino inculcar códigos morales, aquellos valores y principios emanados de la religión católica, que guiarían las costumbres de los sectores que en el siglo XIX tenían acceso a la educación. A mediano plazo, estas virtudes sociales modelarían al sujeto social que debía habitar las utópicas naciones republicanas, es decir, al ciudadano. Sus parámetros permearían progresivamente a los grupos sociales, en las interacciones cotidianas en las que “los superiores” orientarían el comportamiento de “los inferiores” hacia las reglas de urbanidad y moral que les correspondía seguir.
En Yucatán circularon una gran variedad de manuales de buenas maneras, moral y tratados de economía doméstica de origen extranjero reimpresos en Mérida; otros, escritos por habitantes locales y publicados en esa ciudad cuyo referente fueron textos similares del viejo continente y el ampliamente conocido Manual de urbanidad y buenas maneras para uso de la juventud de ambos sexos(1885), del venezolano Manuel Antonio Carreño; así como textos importados y artículos alrededor del tema que aparecían en la prensa regional, nacional e internacional que llegaba a la península. La palabra escrita permitía la transmisión de forma ordenada y reglamentada de los modelos a seguir en las aulas y fuera de éstas. Pablo Bolio en el Catecismo de moral y urbanidad deja ver la intención que estaba detrás de los manuales de buena educación y el aprendizaje de las virtudes sociales que buscaban transmitir:
Estos preceptos, grabados en los tiernos corazones de los niños, contribuirán a hacer a los hombres útiles y felices, porque conociendo y practicando sus deberes para con Dios, para consigo mismo y para con sus semejantes, y poseyendo finos modales, atención y comedimiento, jamás dejarán de ser buenos ciudadanos y excelentes padres de familia (Bolio, 1870: 3).
Uno de los aspectos que se abordaron en este tipo de textos fue el del vestido, a veces dedicándole un apartado exclusivo, en otros casos al hacer mención de él por su relación con hábitos de higiene, prácticas sociales o la administración de los recursos y actividades del hogar. La importancia de incluir al atavío en los libros de buena educación radicaba en el hecho de ser considerado un elemento visible para los demás del carácter moral, ético, social y estético del individuo, así como de distinción social (género, grupo social, actividad profesional, edad). Alrededor de la indumentaria, entonces, se van construyendo socialmente cuerpos ideales, pues el atavío no sólo cubre total o parcialmente al cuerpo con prendas, adornos y estilos, sino que transmite significados culturales vinculados a virtudes sociales, posiciones ideológicas y parámetros estéticos presentes en un grupo social determinado (Eco, 1976: 20; Cruz, 1996; Ruz, 1997; Pérez, 2005) que, para el siglo XIX y comienzos del XX, son principalmente los de orden, disciplina, respeto, decencia, decoro, modestia, dignidad y aseo.
En este artículo analizaremos, entonces, las pautas de conducta asociadas a la indumentaria prescritas por un modelo ideal de comportamiento presente en trece manuales de buena educación de la época, con dos propósitos. El primero es determinar cuáles eran las normas y códigos socioculturales vinculados al vestido a mediados del siglo XIX. El segundo, establecer comparaciones del contenido de los manuales escritos por autores locales con los extranjeros para identificar cuáles fueron las conductas a las que les prestaron mayor atención y cuáles fueron omitidas o poco exploradas teniendo en cuenta su pertinencia para el contexto local analizado. De esta forma, con posterioridad, cuando se analicen fuentes que incluyan descripciones de las prácticas cotidianas será posible identificar si ese modelo fue asimilado en su totalidad o parcialmente por los yucatecos a lo largo del siglo XIX y primera parte del XX, qué cambios se fueron dando en la transición hacia la modernidad y las particularidades locales del lenguaje del vestido.
De allí la importancia de leer y analizar el contenido de los manuales para el estudio de las costumbres, comportamiento y mentalidades detrás del atavío yucateco y su transición hacia la modernidad. La primera parte del artículo está dedicada a delinear las características de los cambios sociales y económicos de la península y su relación con la construcción de un nuevo sujeto social indispensable para el progreso económico y cultural del país; la segunda se enfoca en los manuales de buen comportamiento y su significado sociohistórico; el último apartado se refiere al análisis de las normas y códigos socioculturales vinculados al atavío presentes en los manuales de buena educación revisados.
La sociedad yucateca y la construcción de un nuevo sujeto social
En el Yucatán decimonónico, el atavío sufrió transformaciones reflejo de la configuración de una élite que se movía entre los parámetros de la modernidad y los del antiguo régimen, y cuyo poder económico y político se sustentaba en la estructura y producción de las haciendas y la servidumbre agraria de la población maya. Los profundos cambios asociados al auge económico agroexportador que se vivieron en la península, primero con el azúcar y el ganado en la Sierra (Tekax y Ticul), y de forma más significativa con el henequén a mediados del siglo XIX, dieron origen a unas clases dominantes que utilizaron la determinación de las tendencias y preferencias del gusto para posicionar su poder social, económico y político en la región. De acuerdo con Bracamontes, el siglo XIX representa para esta región el “nacimiento de un nuevo orden sustentado en la relación entre los amos y los sirvientes” (Bracamontes, 1993: 3). De esta forma la escala social (clases adineradas, mestizos de los estratos populares, mayas en comunidad o como sirvientes de las grandes propiedades) se fue ajustando más a la condición socioeconómica y las actividades laborales en las que los individuos se desempeñaban.
Esta situación permitió a nuevos sectores consolidarse en la región, lo que a su vez promovió la búsqueda de mecanismos de distinción social que afianzaran el estilo y refinamiento que caracterizarían a la oligarquía local. Su capacidad económica dependía, para unos, de la explotación comercial de la producción agrícola y, para otros, del comercio de exportación que daba mayores ganancias. El contacto más directo de la élite regional con Europa, especialmente con París como referente civilizatorio, influyó en el proceso de modernización de las ciudades y la creación de nuevos espacios lúdicos. En Mérida, por ejemplo, se invirtieron considerables sumas de dinero en la construcción de viviendas que reflejaran estilos arquitectónicos europeos, dando mayor importancia a la sala como un espacio de socialización; en el ámbito público hicieron su aparición teatros, cafés, hoteles, entre otros (Arana, 2013). Se deben añadir, además, las excursiones sociales realizadas a cenotes o pilas, las visitas a las haciendas y pueblos, y los famosos viajes de recreo en los que el objeto de interés fue interactuar con “el exotismo que despertaban las costumbres de los indios”, los animales y las actividades del campo. Los viajes que las familias pudientes realizaron a Europa y Estados Unidos los pusieron en contacto con la moda del viaje a la playa, que no tardó en ser introducido en Yucatán gracias a la construcción del camino de Mérida a Progreso en 1857 (Miranda, 2014: 9-10, 14).
La presencia de extranjeros que llegaron para quedarse o sólo estaban de paso (franceses, libaneses, cubanos, chinos, estadounidenses, etcétera) también influyó en las modificaciones paulatinas de hábitos y costumbres de los habitantes urbanos (Ramírez, 1994; Barceló, 2005; Miranda, 2010; Arana, 2013). Se debe sumar a esto el aumento en el comercio internacional, que puso al alcance de los yucatecos una gran diversidad de productos que se vendían en las casas de importación, se compraban directamente en el extranjero a través de anunciantes que publicitaban sus mercancías en la prensa local o bien en los viajes que las familias pudientes realizaban al extranjero.
Como parte de esta tendencia se comenzó a perfilar un ideal de ciudadano que debía asimilar un modelo de origen europeo acorde con los nuevos espacios de socialización y el consumo de gran variedad de bienes que estaban llegando a la península. Ese modelo ideal era producto de un largo proceso histórico que se inició en las cortes europeas en las que la regulación de las conductas, el lenguaje de los gestos, los movimientos voluntarios e involuntarios, la apariencia física, se fueron configurando como representación del rango que tenía cada persona en ese selecto grupo social. Para Norbert Elias, el cambio en la estructura de la sociedad occidental está vinculado a las transformaciones de las pautas de comportamiento humano que se fueron orientando hacia una civilización paulatina de los individuos, es decir, una regulación de las emociones y las prácticas a través del desarrollo del autocontrol y la presencia de coerciones externas (Elías, 1989: 47-49). Este proceso va a la par de la conformación de los Estados modernos y la interdependencia que se genera entre los seres humanos, es decir, que cada persona cumple una función determinada en la sociedad, lo que hace que las redes humanas sean cada vez más complejas, y que, conforme pasan los siglos, se esté a expensas de más personas para satisfacer muchas de las necesidades básicas (comer, vestirse, transportarse, etc.). La interacción requiere, entonces, que cada individuo asimile ciertas pautas de conducta para que las relaciones sociales puedan darse, al menos en teoría, de forma agradable y pacífica.
Ahora bien, “[e]n materia de civilidad, hay que convertir lo aprendido en innato, la lección en don” (Revel, 2001: 197), pues, mientras las personas no dejen de sentir que las normas que dicta la civilidad son una imposición, la urbanidad no ha logrado su fin más importante: el de transformarse en una segunda naturaleza del ser humano, aquella que lo obliga a reprimir todo lo que es considerado como incivil, y le permite autogobernarse y aparentar cuando sea necesario. Este lento proceso de autocontrol depende, entre otras razones, de la exposición a la mirada de los otros (la madre y el padre, la tía, la abuela, los compañeros del colegio, el maestro, la vecina, el cura, el jefe, el compañero de trabajo, etc.), quienes cumplen el papel de jueces que aprueban o desaprueban los actos de los demás. Una simple mirada basta para avergonzar al otro por un comportamiento considerado como incorrecto por un grupo social, o para felicitarlo por las virtudes sociales que ha manifestado a través de sus maneras (Revel, 2001: 183).
De esta forma, el reconocimiento juega un papel muy importante en las relaciones sociales; un reconocimiento que exige adecuar y controlar las actitudes corporales y, por lo tanto, las emociones que éstas manifiestan, teniendo en cuenta el efecto -bueno o malo- que en teoría pueden producir en los otros. No es lo mismo estar en la iglesia que en la calle, en la sala de la casa o en la habitación propia; si se está con un igual o con alguien superior o inferior; si se trata de una reunión familiar o social; si se es el invitado de honor o un sirviente. Por esta razón, cada uno debe aprender a dominar sus emociones, disimular sus impulsos y afectos teniendo en cuenta todas las prescripciones generales y aquellas que demandan un comportamiento diferenciado, de acuerdo con los modales reconocidos como legítimos (Revel, 2001: 169).
En el marco de ese largo proceso civilizatorio, en América Latina, durante el siglo XIX, se acude a modelos externos (económicos, políticos y educativos) por parte de las élites, que se pudieran implantar en las naciones en formación, con la esperanza de encauzarse en el camino del progreso. Los actores políticos se acercaron a los modelos europeos para filtrar, traducir y modificar la información en función de sus intereses y las necesidades de orden local. De esta manera los líderes latinoamericanos se convirtieron en mediadores del proceso de asimilación de un ideal civilizatorio. El escenario principal de este proceso fue la ciudad, que se convirtió en el espacio por excelencia de la vida civilizada. Las trasformaciones que sufrieron las urbes, especialmente su crecimiento demográfico, los nuevos espacios de recreación, las mejoras en los servicios públicos, entre otros, exigían de sus habitantes un comportamiento acorde con la urbe como referente del orden republicano. Forjar ciudadanos significaba “reducir las singularidades individuales; acomodarlos a un ritmo de funcionamiento; establecer formas de ocupaciones determinadas y rutinizar los ciclos de actividad y de conducta” (González Stephan, 1995: 434). En el lento tránsito de una vida de puertas cerradas a una de puertas abiertas, las relaciones sociales exigían de los hombres y mujeres la modelación de su conducta y el control de sus impulsos. La educación sería un medio a través del cual los individuos aprenderían parte de esa conducta. Como bien lo advierte el profesor Lázaro Pavía, la educación era “La reunión de principios dirigidos a preparar una naciente generación para el orden social” (Pavía, 1871: 5).
Los manuales de buena educación como guía y control de prácticas y emociones
En Yucatán, el Consejo de Instrucción Pública del Estado, con la ley orgánica del 30 de junio de 1869, decretó que en la enseñanza primaria debían dictarse, entre otras clases, Moral, Higiene privada y Urbanidad (Pavía, 1871: 6). En el Reglamento de instrucción primaria obligatoria, decretado el 6 de agosto de 1887, se incluyó en los primeros tres años la enseñanza de “explicaciones de Moral y Urbanidad”, que suponemos eran nociones básicas que favorecían el desenvolvimiento de los más pequeños en la escuela y el hogar, mientras que en el cuarto y quinto año profundizarían el tema en la clase de “Moral y Urbanidad”, si tenemos en cuenta el contenido del libro Moral y urbanidad que Rodolfo Menéndez (1896b) escribió pensando en las capacidades de los alumnos de esa etapa de aprendizaje. El reglamento, en el artículo 43, advertía que en las escuelas de niñas se dictarían lecciones prácticas de economía doméstica y costura en blanco y bordados (Menéndez, 1889: 183-184). La enseñanza de la urbanidad, además, podía continuar a nivel preparatoria, pues en la Escuela Preparatoria de la Universidad yucateca, denominada Instituto Literario del Estado, durante el segundo año de la enseñanza primaria inferior se dictaba Moral y Urbanidad con los textos de Carreño y Zamacois.
La integración de tales cursos en los planes de estudio motivaron la publicación y circulación de un número importante de manuales en Yucatán que prepararían a esa nueva generación de mexicanos (Miranda, 2007). Para esta investigación se seleccionaron trece textos, dando prioridad a aquellos publicados en Mérida o que se tuviera conocimiento de su circulación en la región, así como aquellos redactados por yucatecos o extranjeros que vivieran en la península durante la segunda mitad del siglo XIX y comienzos del XX. No ha sido una tarea fácil, pues varios libros son de autor anónimo y para otros no existen suficientes datos biográficos que permitan esclarecer su origen. Por otro lado, como se mencionó, el libro Elementos de moral extractados por don Miguel de Zamacois se utilizó como texto en las escuelas primarias y el Instituto Literario del Estado, pero no ha sido posible su localización, lo que nos impide, entre otras cosas, saber si se importaba el libro o se reimprimió en Yucatán y cuántas ediciones tuvo.3 A pesar de estos obstáculos, la riqueza de los tratados revisados nos ha permitido recopilar descripciones muy ricas alrededor de las pautas de conducta vinculadas al vestido.
Tres de los manuales versan sobre la administración del hogar: uno de carácter anónimo, Catecismo de economía doméstica para el uso de las escuelas de niñas (Anónimo b, 1890), el Tratado de economía doméstica atribuido al monje español benedictino Benito Gerónimo Feijóo y Montenegro (1676-1764), publicado en Mérida en 1896, pero que originalmente debió ser escrito en el siglo XVIII, aunque no se tiene aún un indicio que lo confirme, y las Lecciones de economía doméstica para uso de las escuelas primarias de niñas (1895) del cubano Rodolfo Menéndez de la Peña,4 pedagogo, periodista y escritor radicado en Mérida desde 1873 hasta su muerte el 3 de noviembre de 1928 (Figura 1). Para 1903 ya se había impreso la tercera edición de este último texto por la Imprenta Loret de Mola.
Nueve textos atienden a la urbanidad y/o moral, aspectos que como veremos más adelante se interrelacionan y se enseñaron de forma conjunta en los planes de estudio. El primero es del español Pío del Castillo, Principios de urbanidad para el uso de la juventud arreglados a los progresos de la actual civilización, seguidas de una colección de máximas y fábulas en verso (1865) (Figura 2), publicado en Barcelona en 1841 y reimpreso en Bogotá en dos ocasiones, en 1845 por J. A. Cualla y en 1851 por la imprenta de N. Gómez (Vanegas, 1995: 28). En orden cronológico le seguiría el Tratado de los deberes del hombre: para el uso de los niños de las escuelas de primeras letras, corregido y aumentado (1866), de autor anónimo, que tuvo una primera edición en Mérida en 1858, y hemos localizado otra más, publicada por la Imprenta de J. D. Espinosa e Hijos en 1869. Su escritor dividió el texto en tres secciones: De las obligaciones del hombre, Reglas de urbanidad y Lecciones en verso.
El siguiente es Catecismo de moral y urbanidad. Dedicado a las escuelas primarias de Pablo Bolio (1870) (Figura 2), quien durante esos años era maestro de una escuela pública en Izamal (Solís, 2008: 285).5 Posteriormente está el Tratado elemental de moral. Extractado de los mejores autores y arreglado para que sirva de texto en todas las escuelas del Estado(1871) de Lázaro Pavía, vecino de Dzidzantún, de cuya escuela fue director en 1866 (Solís, 2008: 302).6 Desconocemos si la edición de 1871 es la primera o tiene una anterior, si tenemos en cuenta que para 1875 ya contaba con una sexta edición a cargo de la Tipografía de Gil Canto en la que se incluye una nota que advierte que el libro estaba aprobado y recomendado para que se adoptara como texto en todas las escuelas del Estado; para 1889 seguía siendo el texto declarado para la clase de Moral, pero se encontraba agotado, lo que sugiere que tuvo varias reimpresiones durante ese periodo que no fueron suficientes para asegurar su divulgación entre los jóvenes estudiantes (Menéndez, 1889: 67). El siguiente manual es el Catecismo de moral, virtud y urbanidad en verso castellano. Dedicado a la tierna juventud mexicana(1885) de J. M. Murguía, 13ª edición publicada en la Ciudad de México por la Imprenta de Murguía, y que desconocemos, por el momento, si circuló en Yucatán, pero nos pareció significativo que la Biblioteca Yucatanense tuviera este ejemplar y que, además de en la capital del país, también se leyera en Guadalajara (Guzmán, 2015); es un texto que circulaba desde la década de 1850, y en 1855 ya tenía una cuarta edición publicada por la misma imprenta.
Los siguientes tres textos son de Rodolfo Menéndez, la quinta edición del Catecismo de urbanidad (1896a) (Figura 2), que se publicó al menos hasta 1904, año de su novena reimpresión; Moral y urbanidad (1896b) y la segunda edición de Cuadros de moral: pensamientos, máximas, preceptos. La naturaleza (1910), impreso originalmente en 1900. El último libro incluido en este grupo sería el Manual de urbanidad y buenas maneras para uso de la juventud de ambos sexos(1885) de Manuel Antonio Carreño, editado originalmente en Caracas en 1854 por la imprenta de Carreño Hermanos (Alcibíades, 2012: 173). Debido a su gran extensión (la de París tiene 338 páginas) pocos años después el autor redactó un Compendio del manual de urbanidad y buenas maneras para uso de las escuelas de ambos sexos.7Fue tal su éxito que ha sido publicado, modificado y traducido infinidad de veces a nivel mundial llegando hasta la actualidad. En Yucatán el Manual y el Compendio no sólo fueron vendidos en las librerías locales (Miranda, 2007: 150), sino utilizados en las aulas (Menéndez, 1889: 93). Otros textos importados que eran vendidos en Yucatán, pero que no han sido consultados para esta investigación son las Lecciones de moral, virtud y urbanidad de José Urcullu, el Resumen de urbanidad para niñas de Pilar Pascual de Sanjuán y Tratado de urbanidad para los niños de Esteban Paluzié y Cantalozella (González Calderón, 2014: 339-342).
En último lugar está el libro de Feliciano Manzanillo Salazar, Elementos de fisiología e higiene privada (1884), declarado como texto obligatorio para las escuelas dotadas por el erario público y el de los municipios, por decreto del Superior Gobierno del Estado de 28 de junio de 1884. El texto incluye un breve tratado de Anatomía y Fisiología humana que sirve de fundamento a las lecciones de higiene. Este es el único texto que hemos consultado sobre higiene, pero, como se verá, incluye algunas recomendaciones alrededor de la relación limpieza, indumentaria y cuerpo.
En los libros que circularon en Yucatán es posible identificar algunas generalidades, si se tiene en cuenta el lenguaje, la forma, la extensión del texto y el público al que sus autores pretendían llegar. La mayoría está pensado para el uso en las aulas y para los más pequeños, a los que se busca llegar con frases breves y sencillas que sintetizaran el mensaje que se quería trasmitir (Anónimo a, 1866; Bolio, 1870; Pavía, 1871; Manzanilla Salazar, 1884; Menéndez, 1889; Anónimo b, 1890; Menéndez, 1896a, 1896b, 1903, 1910). En este caso se hace uso de una pregunta seguida de su respectiva respuesta, la escritura en verso (Castillo, 1865; Murguía, 1885) o la recopilación de frases de filósofos, políticos y educadores (Menéndez, 1910) que pueden ser memorizadas y repetidas por los alumnos con la idea de interiorizar el contenido. Los textos en los que priman frases y un lenguaje más elaborado (Castillo, 1865; Manzanilla, 1884; Carreño, 1885; Feijóo, 1896) están pensados para un público de mayor edad, que además se enfrenta a situaciones sociales más variadas. Entre los tratados que tienen como temática la economía doméstica existen los dedicados exclusivamente a las mujeres (Anónimo b, 1890; Menéndez, 1903) y otros dirigidos a niños y niñas en los que se incluyen recomendaciones específicas para el género femenino (Feijóo, 1896). El autor del Catecismo de economía doméstica para el uso de las escuelas de niñas, advierte que “La educación de los dos sexos se diferencia en mucha parte porque la mujer debe tener costumbres más puras, modales más finos y ocupaciones más suaves que el hombre”, debido a su “destino providencial […], y en su constitución, que es naturalmente más débil y sensible que la del hombre” (Anónimo b, 1890: 15).
La presencia de la urbanidad, la moral, la higiene y la economía doméstica en los planes de estudio para la instrucción pública del estado de Yucatán buscaba cambiar los hábitos de niños y niñas, favoreciendo su desempeño en los ámbitos público y privado. Los manuales de buena educación, en ese sentido, facilitaron el control ideológico y la disciplina de los más pequeños (Guereña, 1997: 476). Tanto para la sociedad estamental del Antiguo Régimen como para la sociedad burguesa del siglo XIX, “fuertemente estructurada en clases, sigue siendo válida […] una educación fundada en los principios de autoridad y obediencia” (Benso, 1997: 17). El México de la segunda mitad del siglo XIX no era la excepción, pues con la enseñanza se buscaba cierta homogeneización del sujeto social guiada por virtudes morales favorables al proyecto nacional.
Estos textos servían, entonces, de guía de aprendizaje a los alumnos que asistían diariamente a las escuelas y se convertirían en los futuros ciudadanos de la república. También fueron leídos por aquellos jóvenes o adultos que querían ser incluidos en los círculos sociales exclusivos de las élites urbanas; ese código de comportamiento civilizado y moral era un parámetro de inclusión indispensable. El otro público estaba conformado por las niñas y señoritas como futuras encargadas del hogar. Rodolfo Menéndez aclara en sus Lecciones de economía doméstica que el lugar en el que las mujeres ejercían su principal influencia era “la familia, con objeto de proporcionar a las personas de su cariño la mayor felicidad y bienestar posible” (Menéndez, 1903: 30). Eran, pues, las señoras las principales portadoras de esos principios que debían enseñar en casa a través del ejemplo, la corrección y su continua puesta en práctica. A la pregunta “¿qué conocimientos debe poseer una buena ama de casa para cumplir con sus deberes?, Menéndez responde:
A la Moral, la Higiene y la Urbanidad, para cumplir y hacer cumplir a las personas de la familia sus principales deberes; a la Instrucción cívica, para enseñar a sus hijos las ideas progresistas y democráticas e inspirarles amor a la libertad y a la patria; a la Economía doméstica, sin la cual ignorará el gobierno de la casa y no podrá inspirar amor al trabajo y al orden (Menéndez, 1903: 28).
Los tratados cumplían, entonces, dos de sus funciones al mismo tiempo: moralizar y civilizar a sus lectores. Mientras que la moral abarca el código de deberes y obligaciones que regularían la vida humana sobre la base de principios éticos, y su enseñanza tenía como finalidad la virtud y la formación del carácter, la urbanidad alude a las reglas de la convivencia social que regirían formalmente el trato entre los seres humanos, cuya enseñanza se propone crear hábitos adecuados de sociabilidad. En la práctica, sin embargo, los tratados de moral incluyen deberes sociales, y los de urbanidad insertan los deberes que el hombre tiene con Dios, para consigo mismo y para con los demás, y más que cualidades se establecen como una serie de virtudes sociales (Benso, 1997: 108); características que inclusive se encuentran en los tratados de economía doméstica, como se verá más adelante.
Los manuales fueron un mecanismo de distinción social y enseñanza de pautas de comportamiento diferentes para hombres y mujeres. En la España decimonónica inclusive existieron dos tipos de códigos sociales, uno que comparten la aristocracia y la burguesía, con reglas de comportamiento mucho más complejas, detalladas y exigentes, y otro para las clases inferiores, con parámetros considerados básicos del comportamiento y la moral católica (Benso, 1997: 39). De esta forma la presencia del manual en la educación, tanto de los primeros como de los segundos, enfatizaba no sólo las diferencias de clase sino también las de género, enseñándole a cada uno cuál era el lugar que ocupaba en la sociedad, teniendo en cuenta, además, edad y oficio.
Para las élites y aquellas personas que estaban ascendiendo socialmente, el código social de la antigua aristocracia significaba la adquisición de un signo externo que los distinguía de las clases populares y las investía de cierto poder. Asimilar las exquisitas buenas maneras era expresión del grado de educación y de la clase social a la que se pertenecía, pero sobre todo era reflejo de cualidades morales, que le garantizaban el respeto de los otros, no sólo de los miembros de su propio círculo social, sino de quienes están bajo su autoridad (Benso, 1997: 47; Torres, 2001). El reconocimiento y la aceptación ya no los daban solamente un apellido, dependían, junto con la posesión de dinero, bienes materiales y una buena educación, de la asimilación del código social y moral trasmitido por los tratados de buen comportamiento (González Stephan, 1995: 438).
Este tipo de libros difundía una distinción muy clara entre lo que se consideraba bueno o malo, culto o inculto, civilizado o bárbaro, educado o mal educado. Pío del Castillo, lo resume así: “La modestia, el respeto y la cultura son las principales partes de la cortesía, propias de las gentes bien educadas, mientras la altivez, la grosería e incivilidad se miran como frutos silvestres, nacidos en tierra inculta, y producidos por la falta de principios y de acertada educación” (Castillo, 1865: 9).
En síntesis, los manuales de buena educación cumplían las siguientes funciones: trasmitir un código moral y un código social ideal para una época; ser un elemento de inclusión y exclusión social; enseñar a sus lectores a dominar emociones, disimular impulsos y controlar el cuerpo; servir como un elemento de control social y disciplina; pretender reformar las costumbres a medida que se va propagando; trasmitir los roles que hombres y mujeres deben cumplir en la sociedad y, para el caso latinoamericano, modelar al sujeto social que debía habitar las utópicas naciones en formación.
Veamos a continuación las normas y códigos socioculturales asociados al atavío presentes en los tratados de buena educación como un claro ejemplo de lo hasta aquí dicho.
Normas y códigos socioculturales del atavío
El atavío es una manifestación de la colectividad y el individuo, pues al mismo tiempo que destaca la pertenencia a un grupo social, la unidad e igualdad entre personas, permite cierta variación asociada a lo particular, a la singularidad (Simmel, 2002: 42-43). Cubrir y descubrir el cuerpo es un acto personal, pero sobre todo social, pues está permeado de valores y reglas que “prescriben o proscriben ciertos usos, toleran o estimulan ciertas conductas” (Perrot, 1981: 159). Para Simmel, la “moda es imitación de un modelo dado y proporciona así satisfacción a la necesidad de apoyo social” e igualdad; pero, cuando el interés es el de diferenciarse y destacarse de los otros, el atavío se convierte en un símbolo de distinción social, económica, de rango (Simmel, 2002: 44-45), y por tanto de identidad cultural a través de la generación de códigos propios de identificación. Se trata, en este sentido, de comprender qué condiciona las formas y los comportamientos vestimentarios de una sociedad, yendo más allá de su carácter utilitario.
El atavío no se limita a su función de protección, pudor o adorno. Es, ante todo, una manifestación cultural a través de la cual las personas se reconocen. Sirve para ajustarse a las normas de belleza de una época o, por el contrario, a repelerlas o cambiarlas. A través de él las personas se pueden acercar a una de las condiciones de un cuerpo ideal socialmente construido, sin olvidar que en este proceso pueden, inclusive, poner en riesgo su propia salud al usar prendas muy ajustadas, como el corsé. La indumentaria, por otro lado, puede recubrir al cuerpo o descubrirlo ante los demás, ya sea en su totalidad o sólo en parte, según las necesidades físicas y espirituales imperantes. Cruz de Amenábar advierte, además, que la moda es un signo de dinamismo social por su constante transformación de colores, materiales y formas, llegando a alterar, inclusive, “el orden de las categorías sociales y el mapa del mundo” (Cruz, 1996: 33).
Pierre Bourdieu afirma que la apropiación de bienes económicos y culturales (estilos de vida) es parte de una lucha simbólica entre grupos sociales en la que los bienes se convierten en signos distintivos, aunque su intención no necesariamente sea la distinción. Por ejemplo, la pretensión de la pequeña burguesía motiva la adquisición de bienes asociados a un estilo de vida legítimo, generalmente el de las clases privilegiadas; cuando los obtiene el grupo social que los monopolizaba se ve obligado a buscar nuevos signos distintivos en una continua redefinición (Bourdieu, 2002: 247). En este caso, la moda es un constante juego de apariencias, de un ser-para otro, asociado al consumo de mercancías, experiencias y signos. Un factor determinante de esta apropiación es el gusto, aquellas posturas objetiva y subjetivamente estéticas, que en caso del vestido y la cosmética corporal se definen como un mecanismo que permite afianzar la posición que se ocupa en un entramado social al mismo tiempo que establece una distancia con aquellos que no lo poseen (Bourdieu, 2002: 55). El atavío cumple así una función sociopolítica muy clara al establecer un parámetro visible de autoafirmación para unos y de subordinación para otros (Perrot, 1981: 165) permeado, además, por valores morales, éticos y estéticos asociados a una construcción idealizada del cuerpo social.
Por tanto, las prendas y accesorios con las que los seres humanos han cubierto y adornado sus cuerpos como una segunda piel en el ámbito cotidiano, festivo o ritual, no son simples objetos, sino que dicen algo, lo que los convierte en un signo cultural (Eco, 1976: 15-17), que como investigadores podemos explorar, pues el estudio del atavío permite comprender
[…] no sólo los recursos locales y la forma en que su utilización se modifica al ritmo del comercio, sino también las preferencias de sus portadores; su resistencia al cambio o su disposición a las modificaciones para comprender a los grupos y sus prácticas sociales, las preferencias de los portadores, la resistencia a los cambios, las adaptaciones locales, etcétera (Ruz, 1997: 177).
En los manuales de buena educación se encuentra un espacio privilegiado para el análisis del sentido y valor social del atavío, su interacción con el cuerpo, los gestos, las virtudes sociales, los comportamientos cotidianos y las distinciones asociadas a géneros, jerarquías, lugares, entre otras. Como ya se ha dicho, en ese tipo de textos se plasma un ideal moral, ético y estético, en este caso de la apariencia exterior vinculada a las prendas que cubren o descubren el cuerpo, de tal suerte que lo que a continuación presentamos son aquellos códigos y normas vinculadas al vestido en sociedad, que requerirán, sin duda, nuevas evidencias que permitan explorar las particularidades del lenguaje del atavío yucateco.
El aseo es uno de los primeros referentes asociados a la indumentaria, al ser el objeto más inmediatamente visible de una persona. Desde el siglo XVII el aspecto de los objetos que recubren y adornan el cuerpo estuvo asociado a los códigos aristocráticos de apariencia y espectáculo de la sociedad cortesana, referentes que se cambiarían lentamente en la sociedad burguesa, “más sensible a la fuerza física y demográfica de las naciones”, en las que la atención se comienza a poner en el cuidado de sí mismo, lo íntimo y el autocontrol (Vigarello, 1991: 13-14, 16). En los manuales de buena educación se observa esa transición hacia el cuidado del cuerpo físico, sin que signifique un quiebre con ciertas ideas del antiguo régimen que hacen alusión a la limpieza de las partes del cuerpo que son más visibles y la indumentaria como referente de virtudes morales y un adecuado aseo personal. Pío del Castillo, por ejemplo, al referirse al aseo diario de las personas, dice:
Lo primero que debemos hacer cada mañana es lavarnos la cara y manos, peinarnos y conservar limpios los cabellos, cepillar la ropa que nos debamos poner para salir de casa, y hacer lo mismo con la que hayamos usado el día anterior, antes de guardarla en su puesto.
Nuestros vestidos no han de tener manchas ni mugre, ni se deben llevar rasgados o descosidos, y aunque sean pobres o muy usados no por eso se deben cuidar menos (Castillo, 1865: 13).
Se presta especial atención a la ropa interior blanca y la necesidad de su cambio frecuente. Mudarla, desde el siglo XVIII significaba “limpiar la piel”, pues las transpiraciones e impurezas se quedaban en los tejidos (Vigarello, 1991: 84). Para Menéndez (1896a: 7-8, 1903: 14), Pío del Castillo (1865: 13) y Carreño (Carreño, 1885: 61), el cambio de la ropa interior es un deber indispensable, por encima del resto de los vestidos. El único que sugiere que su renovación se haga dos o tres veces a la semana es Menéndez (1903: 14), mientras Carreño resalta que “Si alguna vez fuera dable ver con indulgencia la falta de limpieza en los vestidos,nsería únicamente respecto de una persona cuya ropa interior estuviese en perfecto aseo” (Carreño, 1885: 61).
Al aludir a la mudanza de la ropa exterior, los autores tienen claro que no se le puede exigir las mismas reglas a todos, dado que los “pobres” no lo pueden hacer con frecuencia, lo que no los exime de cuidar el aspecto de la indumentaria, sobre todo para no causar fastidio en los demás; en caso de no hacerlo será una señal evidente de “abandono y negligencia” hacia sí mismos (Castillo, 1865: 22; Anónimo b, 1866: 59).
Desde el ámbito de la higiene, el ejemplo más claro del cambio que se va dando hacia el cuidado de uno mismo, lo íntimo y el autocontrol está en Elementos de fisiología e higiene privada de Feliciano Manzanilla Salazar. Sus recomendaciones son más explícitas sobre la relación entre conservación de la salud e higiene, sin abandonar el aspecto ético (Manzanilla, 1884: 4). La alegría de la casa consiste en el cuidado de sí mismo, mantener los objetos y espacios, entre los cuales está el vestido y la habitación, en orden y limpios, pues esto hará a las personas “recomendable[s] a los ojos de los demás” (Manzanilla, 1884: 60). Cuando se refiere al calzado, por ejemplo, dice: “Nunca debe pecar por estrecho ni por ancho, pues de lo contrario estropearía los pies y produciría callos que ocasionan muchos dolores”, mientras que advierte que al andar con los pies descalzos se pueden contraer dolores reumáticos (Manzanilla, 1884: 69). Se debe evitar, además, el uso de ropa que le pertenezca a otras personas; mientras los autores que lo preceden no especifica cuál es la razón que está detrás de esa regla, Manzanilla advierte que es por el peligro de contagiar enfermedades de la piel (Manzanilla, 1884: 60), afirmación que Menéndez parafrasea en sus Lecciones, señal evidente de que leyó al primero (Menéndez, 1903: 16).
Por otro lado, en los tratados de economía doméstica se encuentra un mayor interés por el cuidado de las prendas, por ser una de las tareas que está en manos de las amas de casa, quienes deben aprender sobre telas, las diferentes manchas y las formas más adecuadas de eliminarlas. Desde el punto de vista de la economía la indumentaria representa un gasto improductivo necesario, junto con los gastos que se realizan de habitación, alimentos y médicos. Las amas de casa deben ser moderadas en la compra de las prendas de vestir y aprender el oficio de manejar la aguja para hacer ajustes en las prendas, disimular imperfecciones y alargar la vida útil de los vestidos pensando en la economía y eficiencia del hogar. Además, la confección de ropa era una labor adecuada para el género femenino, de acuerdo con los autores, que además de permitirles ahorrar dinero, podía ser una forma de ganarse la vida al manufacturar algunas prendas para la venta (Anónimo b, 1890: 5; Feijóo, 1896: 10-11). Para Menéndez, las ventajas de que la mujer elabore y arregle sus propias prendas son las siguientes: “una positiva economía, pues los trajes comprados hechos, siempre cuestan más y duran menos”; “entretener agradable y útilmente el tiempo que le dejen libre las ordinarias ocupaciones” y “ejercitar y perfeccionar el sentido de la vista y el gusto estético, y muchas veces ganarse la subsistencia con el honrado producto de su trabajo” (Menéndez, 1903: 29).
Otros ejemplos que dejan ver la relación entre limpieza, apariencia y cuidado de la indumentaria son que los vestidos no deben estar “nunca rotos, descocidos ni ajados”; “el sombrero debe conservarse sin polvo ni manchas; el calzado limpio y con lustre […]” (Menéndez, 1896a: 8); “las calcetas, medias y zapatos han de estar limpios de polvo y lodo, sin agujeros ni puntos, y se han de mudar a menudo, principalmente en verano para evitar el mal olor del sudor” (Anónimo a, 1866: 60). En este sentido, las personas no se visten sólo por necesidad de abrigo o pudor, sino porque otros los observan y juzgan lo que ven y huelen. Como lo señala el autor del Tratado de los deberes del hombre, “En suma, nada debe notarse en nuestra persona, ni en lo que llevamos encima, que ofenda la vista o el olfato de los demás” (Anónimo a, 1866: 61).
Como se observa, la limpieza no era exclusivamente una manifestación de salud, sino sobre todo de ciertas virtudes: orden, delicadeza, dignidad personal, decencia, buen gusto, sencillez, “y aun de nuestros sentimientos y de nuestro carácter” (Menéndez, 1910: 24). La atención que se presta al traje es expresión del “respeto del hombre honrado por el público y por sí mismo” (Menéndez, 1910: 24). El fraile Feijóo y Montenegro va más allá al recomendar a las amas de casa como deber número uno “el cuidado de su persona y de sus vestidos”, porque “la más rigurosa limpieza en su persona, el orden más perfecto en sus vestidos anuncia el respeto que se tiene a sí misma y manifiesta al marido que conserva el deseo de agradarle” (Feijóo, 1896: 13).
Esa asociación entre indumentaria y respeto también la encontramos en el uso del sombrero, tanto en el espacio privado como en el público. Los hombres deben saber cuándo es apropiado quitárselo o tocarlo teniendo en cuenta las jerarquías sociales, así como esperar a que se les indique que se lo pueden volver a poner, pues hacerlo antes sería una descortesía con un superior (Castillo, 1865: 11; Anónimo a, 1866: 63; Menéndez, 1896a: 13), recomendación que también se añade al pasar enfrente o al entrar a una iglesia, así como cuando se ingresa a casa de alguien para realizar una visita de negocio o de cumplimiento (Castillo, 1865: 10 y 37; Anónimo a, 1866: 63 y 82; Bolio, 1870: 15; Carreño, 1885: 127, 131, 137,138, 147, 152, 239, 244, 369; Murguía, 1885: 28; Menéndez, 1896a: 13, 24). Menéndez les recuerda a sus lectores que la “calle es un estrado social” y por lo tanto allí deben primar, entre otros, aquellos actos que demuestran respeto y cortesía frente a las jerarquías sociales (Menéndez, 1896a: 15).
Otras situaciones asociadas a la falta de respeto son el recibir una visita sin estar correctamente vestidos o “tocar los vestidos o el cuerpo de la persona con quien se habla” (Anónimo a, 1866: 66 y 75). En el espacio público las personas deben evitar presentarse “con la piel sucia e inconvenientemente vestidos”, mientras que en el ámbito privado lo pueden hacer “con más desahogo; pero jamás solo con la ropa interior” (Menéndez, 1896a: 8-9).
Existen, pues, diferencias muy sutiles que se distinguen en los comportamientos y las relaciones sociales lo que es correcto de lo que no, vinculadas a las jerarquías, los espacios, los tiempos y las formas de interactuar con los elementos que componen el atavío. Por ejemplo, al referirse a la ropa que debe usarse en las casas, Pedro Bolio le recomienda a sus lectores que tengan en cuenta que ésta debe ser igual a la “que se llevaría con personas extrañas, aunque sin los atavíos del lujo ni la severidad de la moda” (Bolio, 1870: 15). Por otro lado, muchos de los autores incluyen reglas sobre la indumentaria en el dormitorio, espacio en el que jamás se podrá estar completamente desnudo “ni de un modo contrario a la honestidad y la decencia”, incluyendo el momento de vestirse o desvestirse, que siempre debe realizarse con honesto recato y orden tanto si se está solo como en presencia de otra persona (Bolio, 1870: 15; Menéndez, 1896a: 11). Otro ejemplo de esto es el pañuelo, que no puede mirarse después de sonarse si se está en compañía de otros, pues es considerado un acto vulgar (Castillo, 1865: 13, 21-22; Anónimo a, 1866: 72; Murguía, 1885: 30; Menéndez, 1896a: 7). Menéndez y Bolio incluso les recomienda a los yucatecos “usar dos pañuelos, uno para el sudor y otro para sonarse”, de tal suerte que los fluidos corporales no se junten (Bolio, 1870: 14; Menéndez, 1896a: 7).
Por otro lado, se manifiesta una crítica a los gastos de adorno y placer, que sólo son viables para los ricos que cuentan con recursos para cubrirlos. Si bien los objetos que se compran bajo este concepto “proporcionan lucimiento y satisfacción” a quien los adquiere, no dejan de ser, sin embargo, gastos asociados a la avaricia y la soberbia, pues son innecesarios y atesorados por sus dueños (Pavía, 1871: 32; Feijóo, 1896: 13; Menéndez, 1896a: 8, 1910: 23-24). Feijóo y Montenegro recomienda a las jóvenes que inician su vida como amas de casa que destierren de “sus trajes y de sus maneras todo lo que, aun de lejos, parezca coquetería o anuncie un lujo inútil” (Feijóo, 1896: 13). El autor del Catecismo de economía doméstica incluye una advertencia para las mujeres en relación con el lujo, sin duda con el ánimo de que cuiden las virtudes femeninas y el bolsillo de los padres:
M[aestra]. Luego [¿] será lujo en una señorita el vestido de seda, punto u otro de tela costosa si sólo tiene medios para comprarlo de muselina?
D[iscípula]. Sí, señora.
M. [¿] Cuáles son los efectos del lujo?
D. El lujo en el bello sexo causa su deshonra y envilecimiento, y con frecuencia es el motivo de la ruina y desesperación de los padres de familia (Anónimo b, 1890: 28).
Para la élite yucateca justamente el consumo de objetos importados, que progresivamente inundan el mercado, el adorno y el placer son signos de estatus social. En el relato “¡Que impertinencia!”, publicado en el periódico La Burla en 1860, un padre de doce hijas se queja al decir que la que tiene 15 años
[…] pide malackoffs,8 y calzones, y botines, y pendientes, y manteletas para pasear de día y para de noche talma,9 y sombrerito a lo Garibaldi de paja italiana, que yo no sé por qué han cobrado las zagalejas10 de la época tanta afición a la bendita paja italiana, y la talma ha de ser de paño de Sedan y el sombrerito de alas tamañotas, tamañotas que dejen a la criatura completamente perdida bajo su gigantesco vuelo […] (El Buitre Plumado, 1860: 43).
El hombre debe, además, mucho dinero a comerciantes y cocheros porque a las tres hijas mayores las tiene que vestir “de manera que den el golpe” para “sacarlas a paseo por mañana y tarde” esperando “prender a su paso el corazón de algún mozalbete” (El Buitre Plumado, 1860: 44). Sin embargo, sabe que son deudas necesarias si quiere llamar la atención de un buen partido para sus hijas, al que le importe más el apellido y no tanto el dinero de la dote. Este ejemplo muestra, por un lado, cómo el consumo se vincula a necesidades creadas por la moda importada, en muchos casos poco apropiadas para el clima, en el que el uso de objetos variados según el lugar y la hora se va convirtiendo en signo de status, en un juego de apariencias que atraerá, en este caso, a un posible marido.
En los manuales, sin embargo, se encuentra una crítica sobre todo a las mujeres que quieren comprar un vestido para cada baile o siguiendo los cambios “porque pocos caudales bastarían para seguir todas las modas que inventa el capricho y el interés individual” (Anónimo b, 1890: 28). Situación que otros autores matizan, al advertir que tal tipo de erogaciones se pueden hacer mientras no afecten los gastos prioritarios de la economía familiar. Este último punto se enlaza con las observaciones que se realizan alrededor de la moda. Manzanilla, por ejemplo, a la pregunta “¿qué reglas deben seguirse respecto de las modas?”, responde:
Tanto el hombre como la mujer deben limitarse a seguir las que son razonables, honestas y que no perjudiquen a la salud ni a la comodidad, dejando de seguir todas las que sean extravagantes y dañosas, como también las que sean contrarias a la economía. Si alguno dice que el no vestir a la moda hace parecer ridículo, que sepa que el seguir ciertas modas hace serlo de veras. En resumen, el vestido debe ser siempre aseado, modesto y arreglado a la condición y recursos individuales (Manzanilla, 1884: 68-69).
Las personas, en este sentido, pueden seguir las tendencias de la moda, si no son contrarias a las virtudes morales de la sociedad civilizada que plasman los tratados. Debe tenerse en cuenta, sin embargo, que la moda es un reflejo de un cambio, de una ruptura con el pasado que siempre atraerá las críticas, y que el atavío es parte de una cultura material dinámica. Tanto en la cita anterior como en la siguiente se observa la importancia que adquiere la moda para la sociedad decimonónica:
[…] los deberes relativos al traje no están fundados únicamente en nuestra propia estimación, la cual exige siempre de nosotros un porte honesto y elegante, sino en la consideración que debemos a la sociedad en que vivimos, para quien es ofensivo el desaliño y el desprecio de las modas reinantes, así como la impropiedad en el conjunto y los colores de las diferentes piezas de que consta el vestido. La persona que vistiese caprichosa o negligentemente se equivocaría si pensase que lo hacía tan sólo a costa de su propio lucimiento y decoro, pues su traje manifestaría en la calle poco respeto a los usos y convenciones sociales del país, y en una visita, en un festín, en un entierro, en una reunión de cualquiera especie, iría a ofender a los dueños de la casa y a la concurrencia entera (Carreño, 1885: 322).
En respuesta a las reiteradas críticas a la vanidad femenina por parte de los hombres, María Luisa, autora del artículo “La moda de otoño é invierno. Reglas del buen tono”, destaca que, si bien el deseo de agradar es una de las virtudes más estimables de las mujeres, la importancia del traje y el cuidado que se le presta va más allá, pues “revela el gusto, la posición social, la medida de refinamiento que se posee y aun el carácter de quien lo lleva” (María Luisa, 1904: s/p).
El atavío es un lenguaje frente a los otros, que puede agradar o no a quien observa, que sirve para juzgar la educación y comportamiento individual y del grupo familiar. Por ejemplo, si un niño está desnudo o andrajoso en su casa, quien observa esta situación se forma “una idea bien desventajosa de la educación de su familia” (Carreño, 1885: 93). Como muestra de la importancia que efectivamente tenía el conocimiento de las pautas de conducta que rigen los encuentros sociales y cómo la mirada y los gestos de los demás juzgan el comportamiento del invitado, incluyo un breve extracto de una escena yucateca escrita por Ene Pitillan en 1861, titulada “Un poblano en Mérida”. En ella su autor describe sarcásticamente el comportamiento de don Pascual Abecerrado, hombre que gozaba de una renta considerable, en un convite de rigurosa etiqueta realizado en la capital yucateca, en la que es objeto de burla por parte de los asistentes, al mismo tiempo que estos se preocupan por no ser blanco de vergüenza al cometer algún error similar.
Señoritas y caballeros, presento a U[ste]des a mi distinguido amigo D. Pascual Abecerrado, dijo el señor de la casa, al entrar en el salón. D. Pascual, al escuchar aquellas palabras no sabía que hacer ni que decir; al ver aquella reunión tan numerosa se quedó inmóvil en medio del salón; uno de los que estaban junto a él, le dijo que al menos se quitase el sombrero, y él, obediente a aquella insinuación, se lo quitó, pero ¡qué desgracia! estaba tan apretado, que al quitárselo, se había quitado también la más grande y reverenda peluca, dejando ver un cráneo lustroso y estéril enteramente de cabellos.
La risa entonces no pudo contenerse, sin embargo, algunas personas bien serias, maquinalmente llevaron las manos a la cabeza, temerosas acaso de que les pasase el mismo chasco11 (Pitillan, 1861: 82).
La imagen que acompaña la narración (Figura 3), elaborada por José Dolores Espinosa Rendón, muestra al protagonista como el centro de atención de dos mujeres que lo observan con recelo, y no se aprecia la peluca mencionada. Tras el chasco inicial don Pascual sigue cometiendo varios desaciertos sociales que el autor narra en detalle.
Como se observa, para la sociedad decimonónica, la forma en la que se estaba vestido, cómo se cuidaba de las prendas, así como su correcto uso según la ocasión era, ante todo, una manifestación visible de la buena educación en la que primaban virtudes morales fundamentales que guíaban el comportamiento consigo mismo y con los demás. Las normas y códigos de conducta que se estipulaban en los manuales de urbanidad y buenas maneras querían perfilar a un ciudadano disciplinado, autocontrolado y conocedor de sus deberes morales, enseñaba un comportamiento acorde con unos parámetros generales a todos, así como aquellos que le recordaban a superiores e inferiores su condición específica dentro del engranaje social vinculada a diferencias de género, edad, actividad laboral, etcétera.
Consideraciones finales
Enfocarnos en la descripción y análisis del proceso de introducción del código de comportamiento que los manuales de buena educación de finales del siglo XIX y comienzos del XX plasmaban como parte del anhelo de aquellos que pretendían alcanzar a través de su asimilación el progreso y la civilización es sin duda un tema pertinente a la hora de abordar la modernización en Yucatán y las transformaciones sociales inmersas en un proceso de cambio vinculado al auge agroexportador, la importación de prendas de vestir de moda y las prácticas sociales.
Los manuales de urbanidad, moral y economía doméstica decimonónicos estaban permeados de representaciones simbólicas asociadas a parámetros estéticos, morales, de higiene y homogenización social, característicos de su época. Al mismo tiempo que la urbanidad les inculcaba las normas básicas de la convivencia social, se pretendía que los seres humanos sufrieran una transformación en sus hábitos y actitudes naturales, aprendieran a controlar o reprimir sus sentimientos y movimientos espontáneos, a ser limpios y organizados, y a relacionarse con los demás respetando las jerarquías sociales y los espacios en los que se desenvolvían cotidianamente.
El atavío está impregnado de pautas de conducta y virtudes morales, unas construidas socialmente en la práctica cotidiana que se van perfilando como ideales y otras que no son normalizadas y se salen del esquema homogeneizador. En este artículo se prestó atención a las primeras, aquellas que se esperaba que los individuos llegaran a interiorizar y convertir en hábito a través de la educación formal, los actos cotidianos y la mirada de los demás como referente que reacciona frente a lo considerado como incorrecto, y en ciertos ámbitos corregirlo para evitar sentimientos de vergüenza o rechazo.
Las pautas de conducta vinculadas al vestido están determinadas por una variedad de circunstancias según la edad, sexo, condición social, ocupación, capacidad adquisitiva. Hay reglas que les competen a todos, pero a unos se les exigirán más que a otros. Una falta, como por ejemplo estar descalzo o mal calzado, es un signo inmediato de “atraso o abandono personal”, cuando en realidad en términos culturales pueden no necesitarse zapatos o usarse otro tipo más acorde con una pauta, justamente, de la indumentaria de ciertos grupos que en la transición hacia la vida urbana y la modernidad son un parámetro de exclusión y distinción social.