A inicios de la década de 1930, miles de inmigrantes chinos fueron expulsados violenta e ilegalmente de México, aun cuando la mayoría tenía años de residir en el país y algunos habían adquirido la nacionalidad mexicana. Se trataba de la culminación de un largo proceso que, si bien afectó a todas las regiones donde residían, no se expresó con la misma profundidad ni tuvo efectos homogéneos. En algunos lugares, como Baja California, Tamaulipas, Chiapas, Veracruz y el Distrito Federal, muchos lograron quedarse, pero en Sonora y Sinaloa prácticamente desaparecieron.
Durante mucho tiempo este acontecimiento fue marginal en la historiografía dedicada al periodo, pero en los últimos años ha recibido mayor atención. Los historiadores participantes buscan rescatar del olvido a estos hombres y mujeres que fueron parte de la sociedad mexicana, pero también comparten cierta insatisfacción frente a las explicaciones previas. Se trata, a fin de cuentas, de una disputa por el sentido y la significación de este episodio dentro de la trama histórica del México revolucionario.
El problema, apuntaba en 2010 Robert Chao, era que las narrativas tradicionales de la revolución mexicana, al definirla como “un movimiento social y político heroico y patriótico que borró los opresivos intereses capitalistas y europeos de México”, permitía que también los inmigrantes chinos fueran condenados por haberse enriquecido mediante la explotación del pueblo mexicano. La sinofobia, en esa narrativa, habría sido una “expresión patriótica” de la Revolución mexicana.1 En una versión moderada, podría ser vista como el desahogo de una parte de la población urbana frustrada o resentida por el éxito de esos inmigrantes, a los que podía culpar de la escasa mejoría de su situación, no sólo a resultas de la revolución, sino también de la crisis de 1929.2
Jason Chang, unos años después, habla de un “olvido organizado” que buscó oscurecer “los fundamentos racistas del régimen posrevolucionario y sus esfuerzos por crear y dominar una nación mestiza”. Se trataba de un Estado que buscaba crear una identidad nacional y, en la disputa sobre los significados de ese nacionalismo, los valedores de la identidad mestiza tuvieron que pelear con otras visiones nacionalistas: “El antichinismo fue una importante, aunque oscurecida, parte del combate político por la hegemonía racial. Hizo aceptable la intensificación y expansión del aparato del Estado sin reformas democráticas. La imagen de la población china ayudó a promover una lógica racial del imperativo revolucionario de reforma a través de una dominación autoritaria”.3 En breve, la amenaza china requería un Estado que dominara la vida social a través de sus reglas e instituciones, para salvar a la nación mestiza. Bajo esta interpretación, el movimiento antichino dejaba de ser regional y marginal para convertirse en un elemento clave en la configuración del nuevo Estado y sus mitos, particularmente el de la “inocencia racial”, es decir, la idea de que en el México posrevolucionario no había lugar para el racismo.4
Este debate ha implicado la revisión de los hechos desde ángulos diferentes, pero sin que haya aparecido un estudio específico sobre el caso de Sinaloa, que contiene elementos valiosos para entender los motivos, las formas de organización y la estrategia de ese movimiento social racista. Mi propósito en este artículo es analizar cómo al término de la revolución se conformó en Sinaloa un movimiento que pasó de intentar debilitar y segregar a la comunidad china, a exigir su expulsión como una medida indispensable para eliminar una competencia desleal que impedía el mejoramiento social de los trabajadores y pequeños empresarios mexicanos, así como para evitar la degeneración de la raza mexicana. En términos de Michel Wieviorka, se trata de comprender cómo se pasó de una situación de discriminación y violencia infrapolítica, es decir, espontánea, localizada y no organizada, a una etapa de agresión física violenta y generalizada promovida por organizaciones con objetivos, cálculos y estrategias claramente definidos.5 Mi argumento es que sus líderes, si por una parte se sentían marginados del nuevo reparto y la práctica del poder revolucionario, por la otra actuaron cobijados en el amplio paraguas ideológico-simbólico que los revolucionarios habían construido para legitimar su dominación. Querían participar del poder, pero también decidir quién tenía derecho a formar parte del nuevo proyecto nacional, de manera que en su programa combinaron racismo con nacionalismo. Esa mezcla fue posible porque en los años veinte el propio régimen pasó por una fase acentuadamente nacionalista, con rasgos racistas, de tal modo que sus objetivos parecían compatibles. La aparición de este movimiento antichino, que además se extendió a varios estados de la república, generó tanto un problema político como uno ideológico, y la elite revolucionaria no encontró de inmediato la manera adecuada de manejarlos. No podían rechazarlo de plano, pero tampoco parecía posible aceptar de lleno sus demandas, hasta que la crisis del 29 y el maximato proporcionaron la cobertura para resolver el asunto. En ese momento coincidieron la radicalización y expansión del movimiento popular antichino, la utilidad de contar con un chivo expiatorio, la afirmación de un nacionalismo defensivo y un debilitamiento institucional; todo ello permitió que la comunidad china fuera expulsada de Sinaloa. En otras palabras, no podemos hablar de una explicación unicausal de este fenómeno. Cada uno de los actores mexicanos involucrados seguía su lógica y sus objetivos, pero en la práctica actuaron como aliados o enemigos de los chinos que, en esa coyuntura, perdieron las defensas institucionales y sociales que les habían permitido vivir y trabajar en Sinaloa.6
En la primera sección, se presenta un panorama de la comunidad china en Sinaloa, centrado en sus actividades económicas -sobre todo comerciales- y en sus esfuerzos para integrarse a la sociedad local, sobre todo mediante vínculos matrimoniales. La idea central es que se trata de indicadores que sugieren la intención de permanecer en México. En la segunda sección, se muestra la formación del movimiento antichino en los años de 1919-1920, así como su programa y los medios de que se valió para obtener sus primeros triunfos políticos. En la tercera, se aborda el episodio de la expulsión de los chinos, entre 1931 y 1935, como resultado de la confrontación de diversas fuerzas políticas tanto locales como estatales y nacionales. El triunfo de este movimiento racista no se produce sin resistencias, pero muestra que, en ese momento, en Sinaloa, el nacionalismo de corte liberal y civilizador era minoritario. Finalmente, en la última sección se trata de interpretar el sentido de este acontecimiento, sobre todo por la inquietante conexión entre nacionalismo y racismo que se produjo durante la construcción de un régimen que se proclamaba revolucionario, popular y nacionalista.
Los chinos en Sinaloa: entre el rechazo y la integración
Los inmigrantes chinos llegaron enganchados a Sinaloa para trabajar en los grandes proyectos económicos del Porfiriato: la construcción de ferrocarriles y el trabajo en minas y plantaciones. Ahí fueron maltratados y discriminados, de modo que pocos tendrían motivos para quedarse en estas tierras. Más bien tenían el sueño de cruzar a los Estados Unidos, pero desde mayo de 1882 se volvió muy complicado hacerlo, al prohibirse la inmigración china. Es verdad que algunos deben haber recurrido a los servicios de los contrabandistas de hombres, pero la mayoría de los sobrevivientes tuvieron que volver a su tierra.7
La situación cambió con la celebración del Tratado de Amistad, Comercio y Navegación entre China y México, que entró en vigor en julio de 1900. Garantizaba la libertad de sus ciudadanos para circular y hacer negocios en el otro país, así como la protección de sus personas, familias y propiedades, quienes gozarían de “todos los derechos y franquicias que se concedan a los súbditos de la nación más favorecida”. También establecía que la emigración sería libre y voluntaria y que para la defensa de sus “legítimos derechos”, los ciudadanos chinos tendrían “libre acceso” a los tribunales de justicia mexicanos, con “los mismos derechos y concesiones de que gozan los mexicanos o los súbditos de la nación más favorecida”.8
Como consecuencia de este tratado, comenzó a crecer el número de inmigrantes chinos en Sinaloa, respaldados por cadenas familiares y de paisanaje. En 1900 eran 234, en 1910 subieron a 667, que diez años después eran 1 034 y en 1930 ya sumaban 1 628. Igual que en otras partes de México, casi todos venían de la región de Guangdong, eran hombres jóvenes y viajaban sin familia incluso en el caso de que fueran casados. La mayoría parece haber tenido la intención de trabajar en México hasta acumular un capital que les permitiera volver a China, pero con el tiempo muchos abandonaron ese objetivo o acaso no acumularon los recursos que habían esperado.9 Unos cuantos llegaron con capital y pudieron establecer negocios de consideración desde los primeros años del siglo. Así, en 1884 Kon Ley estableció en Rosario una fábrica de zapatos y al año siguiente Sin Ley instaló otra. En 1906 la primera produjo 6 300 pares y la segunda 9 450. Teodoro Piczán, por su parte, abrió una fábrica de zapatos y curtiduría en Culiacán, que contaba con una sucursal en Mazatlán. Más pequeñas, pero también en el ramo del calzado estaban una de Juan Pan en Culiacán y otra de Juan Qui en Mazatlán. En cambio, Ignacio Lie prefirió abrir una de jabón en San Joaquín, distrito de Sinaloa. En fin, Domingo Ponzo ya tenía una finca agrícola con valor de más de mil pesos, que producía hortalizas para la ciudad de Mazatlán.10
Sin embargo, la mayoría de los recién llegados apenas tenía su fuerza de trabajo. Tal vez por ello, al principio los sinaloenses no deben haberlos visto como una potencial competencia, sino más bien como una fuerza de trabajo de la que podían aprovecharse. Pero con base en una dedicación absoluta al trabajo, el apoyo de los suyos, una vida frugal y el ahorro, empezaron a poner pequeños negocios y a ascender en la escala social. La mejor fuente al respecto la constituye un reporte que el poeta e inspector sinaloense Esteban Flores elaboró en 1919. Aunque advertía que no logró levantar un censo exacto de la colonia china, hizo un retrato bastante completo de la misma. Eran 1680 personas que se repartían por el territorio como muestra el Cuadro 1.
Fuerte | 219 |
Ahome | 337 |
Sinaloa | 64 |
Guasave | 108 |
Mocorito | 89 |
Culiacán | 428 |
Mazatlán | 323 |
Total en el estado | 1680 |
Fuente: Esteban Flores, Informe referente a la migración china en los estados de Colima, Sinaloa y Sonora (México: Departamento del Trabajo, 1919), 17.
De esos 1 680 habitantes, sólo 100 eran menores de 20 años y 193 eran mayores de 40; los otros 1 387 tenían entre 20 y 40 años; además, sólo 402 tenían menos de cinco años de residir en el Estado, es decir, la mayor parte había encontrado razones para quedarse. La revisión de sus ocupaciones nos permite completar esta imagen: 1 100 eran comerciantes, 32 eran industriales, 185 agricultores, 57 horticultores y 51 lavanderos, es decir, la gran mayoría tenía un negocio propio. En cambio, en ocupaciones proletarias había 16 cocineros, 18 domésticos y 170 jornaleros.11
El hecho de que la gran mayoría de los chinos terminaran como comerciantes ha recibido mucha atención y ha quedado claro que fue posible gracias al desarrollo económico promovido por las políticas porfiristas, particularmente por la apertura de vías de comunicación, el fomento de actividades mineras e industriales y la agricultura de exportación. Para nuestro caso, lo importante es que este modelo exportador favoreció también a “productores y consumidores de artículos de baja densidad de valor”, es decir, permitió la conformación de “un mercado interno de productos básicos, el abasto de insumos y combustibles para la industria, la explotación de minerales de baja ley y la urbanización”.12 En el caso de Sinaloa, eso se expresó tanto en el crecimiento y modernización de Mazatlán y Culiacán, como en la aparición de dinámicas poblaciones en el centro-norte del Estado, en regiones dedicadas a la caña de azúcar, el tomate y el garbanzo que, gracias al ferrocarril, ahora tenían a su alcance tanto el mercado nacional como el internacional.13 Justamente a esos lugares se dirigieron los inmigrantes, quienes percibieron correctamente que había espacio para ellos. Así, se dedicaron a producir zapatos fuertes y duraderos para la población trabajadora en crecimiento, pero sobre todo se dedicaron a abastecer a los consumidores de las ciudades en los ramos de abarrotes, ropa y hortalizas. De hecho, hacia 1919 dominaban en algunos lugares el comercio al menudeo y, según Flores, comenzaban a hacer la competencia a las grandes firmas comerciales nacionales y extranjeras. La verdad es que de sus propias cifras se desprende que el promedio de capital de los 404 negocios comerciales chinos era de 7 000 pesos, lo cual sugiere que la gran mayoría eran pequeños negocios familiares.14 De hecho, la investigación reciente ha confirmado que, si bien su número aumentó después de la revolución, sus capitales siguieron siendo modestos. Mayra Vidales encontró una sola empresa grande en Culiacán, la de Todoro Piczán, con un capital de 60 000 pesos, y Arturo Román apenas dos empresas de más de 30 000 pesos en Mazatlán: Yuen Fo Sam y Cía., y Ley Hermanos. Por eso, Román incluso cree que las cifras del informe de Flores pudieron ser ligeramente infladas.15
En todo caso, esos negocios daban una imagen de modesta prosperidad y omnipresencia que alimentó las primeras reacciones nacionalistas de los pequeños comerciantes y de los soldados revolucionarios. Igual que en otras partes del país, en Sinaloa los chinos sufrieron el robo, el saqueo de sus negocios e incluso el asesinato en los años de lucha armada. Aunque estos casos podían ser vistos como consecuencias no deseadas de la violencia revolucionaria y del ánimo antiextranjero, en Mazatlán a partir de 1911 hubo ya acciones específicamente dirigidas contra los chinos: una multitud los apedreó en las calles y circularon hojas volantes en que se les tachaba de viciosos, portadores de terribles enfermedades, jugadores empedernidos y comerciantes deshonestos. Para 1915 los cruzados antichinos percibían tal aumento en su fuerza política que demandaron, por primera vez, segregarlos en un barrio especial, aunque el gobernador Manuel Rodríguez se negó a concederlo.16
A pesar de que más de 800 chinos fueron asesinados entre 1911 y 1919 en México,17 la población inmigrante china siguió aumentando en Sinaloa, lo que se explica tanto por la guerra intestina, el hambre y las pocas posibilidades de progreso en China como por los informes de los ya establecidos. Los alicientes de poder trabajar y prosperar contrarrestaron esas señales de violencia revolucionaria o bien fueron interpretadas como transitorias.
Junto a la consolidación económica, con los años muchos inmigrantes se integraron en la sociedad sinaloense, lo que fue determinante para la percepción de que constituían un peligro para la raza mexicana. Al respecto, tenemos una fuerte evidencia estadística poco utilizada hasta ahora. En el censo de 1930, al consignar el dato de población extranjera, hubo un notable aumento en el número de mujeres chinas respecto al censo anterior, de 1921 (véase el Cuadro 2). Esto resulta sorprendente si se considera que desde 1922 se había restringido la inmigración de chinos: en 1921 entraron 737, pero en 1922 sólo lo hicieron 343 y el descenso continuó toda la década.18 La explicación es que en el censo de 1930 se aplicó el criterio de que la mujer casada con un extranjero adquiría legalmente la nacionalidad del esposo.19 Eso indica que buena parte de las mujeres consignadas como chinas eran mexicanas casadas con chinos.
Baja California |
Chiapas | Sinaloa | Sonora | Tamaulipas | ||||||
H | M | H | M | H | M | H | M | H | M | |
Censo 1921 | 2792 | 14 | 615 | 30 | 1036 | 4 | 3573 | 66 | 1970 | 35 |
Censo 1930 | 2919 | 63 | 857 | 238 | 1685 | 438 | 3159 | 412 | 1875 | 212 |
Fuente: Dirección General de Estadística, Quinto censo de población. 15 de mayo de 1930 (México: Secretaría de la Economía Nacional, 1935)
Es verdad que algunas de estas mujeres podrían haber sido las esposas chinas que finalmente hubieran llegado a reunirse con su esposo, pero no era una práctica muy socorrida, en parte por el costo del traslado. Mi opinión es que esas cifras representan aproximadamente el número de mujeres mexicanas que hasta ese momento estaban casadas con chinos. El cuadro muestra los estados con la mayor población de inmigrantes chinos, porque las diferencias entre ellos indican el grado en que los inmigrantes habían logrado superar una barrera social clave, la matrimonial, para trascender su condición de extranjería. Esto significa que en Baja California sólo 2 por ciento de hombres chinos se había casado con mexicanas, que en Tamaulipas lo había hecho 11 por ciento y en Sonora 13 por ciento. En cambio, en Sinaloa este dato alcanzó 25.9 por ciento, apenas por debajo de 27.7 de Chiapas. En otras palabras, no es excesivo pensar que entre un quinto y una cuarta parte de los inmigrantes chinos había logrado establecer una familia en tierra sinaloense y por tanto tendrían la perspectiva de quedarse ahí el resto de su vida.
Las crónicas locales confirman esta tendencia. En 1953 murió en Badiraguato José Amarillas, cuyo nombre original era Lai Chang Wong, y que ha sido rescatado como uno de los introductores del opio a México. En realidad, se trataba de un curandero que trabajó en una droguería en California y en plena revolución se internó a México, donde en calidad de “médico” anduvo con los federales varios años. Luego se asentó en el ingenio El Dorado, donde el cura lo bautizó y le puso el nombre de José Amarillas. Una cojera producto de un balazo en la guerra no le quitó el entusiasmo por vivir: le gustaban el tequila, el juego, la tambora, y las mujeres. Por el juego tuvo que huir a Badiraguato, donde casó con Jesusita Monjardín, con la que tuvo 12 hijos, cinco de los cuales fueron profesores normalistas. Vivía de sus labores de curandero y tenía una huerta donde cultivaba sus hierbas, incluida la amapola. Fue apreciado por su trato humanitario hacia los pacientes, de modo que cuando se desató la persecución contra los chinos, el presidente municipal le ayudó a escapar a Guadalupe y Calvo, en la sierra de Chihuahua, de donde volvió al cabo de unos años, para seguir con su trabajo hasta 1948, es decir hasta los 79 años.20
Otro personaje conocido fue el empresario Teodoro Piczán, quien formó una familia en Culiacán y fue apreciado, entre otras cosas, por organizar grandes fiestas que se prologaban hasta el amanecer, aunque con todo orden. Era tan respetado que, cuando se juntaron los maderistas para decidir cómo reaccionar ante el cuartelazo de Huerta, lo hicieron en su casa.21 Por desgracia, el rastro de su familia desaparece en los años veinte, así que no se sabe si regresaron voluntariamente a China o fueron deportados en la época de la persecución.
Tal vez el caso más famoso es el de Juan Ley Fong, el patriarca fundador de una empresa comercial muy importante en la región, casa Ley. Había nacido en Mazatlán, pero su familia regresó a China cuando tenía cuatro años, por lo que no hablaba español. Cuando tenía diez años huyó de su casa y se embarcó como polizón en un barco que pasó por Mazatlán, donde decidió quedarse. Contó con el apoyo de un familiar, Sixto Pang, y pasó por varios trabajos, entre ellos uno de ayudante de cocinero con el general Obregón. A los 20 años ya había corrido mundo, era amiguero, jugador y circulaba entre Guaymas y Mazatlán. En 1932 se casó con Gregoria López, de sólo 15 años, y en vista de la amenaza del movimiento antichino, decidieron refugiarse en la sierra, en Tayoltita, Durango, casi en la frontera con Sinaloa. En ese pueblo minero pasó muchos años, fundó una tienda y traficó con mineral de oro y plata, de modo que tuvo ganancias considerables. Sin embargo, fue estafado en los años cuarenta por un socio y hacia 1952 lo había perdido casi todo. Sin desanimarse, compró una tienda ese año en Culiacán a un paisano que deseaba retirarse y, con la ayuda de sus hijos volvió a levantar un negocio que le dio incluso para financiar un equipo de beisbol. Cuando murió en 1969, la empresa estaba encarrilada, aunque fue su hijo Juan Manuel quien la convirtió en una cadena de supermercados.22
Lei Cuei Ho, quien terminó llamándose José Ley Chong, también ha sido rescatado por los historiadores locales. Huyó de Cantón por temor a ser castigado por su afición a los juegos de azar y llegó a Salina Cruz en 1913. En Oaxaca no la pasó bien, pero aprendió el español y en 1915 llegó a Angostura, a los treinta años. Ahí se casó con Guadalupe Domínguez Serna en 1916, quien lo animó a mudarse a Mocorito. En su nuevo destino arrendó un hotel y abrió un comercio, pero, a la postre, con la ayuda del legendario médico Luis G. de la Torre, abrió la Botica Moderna. De la Torre le enseñó los principios básicos de la farmacia y gracias a ello pudo atender enfermedades menores. También fundó una familia numerosa, pues tuvo ocho hijos de los cuales sobrevivieron seis. Cuando estalló la campaña antichina sufrió el saqueo de su negocio, pero con la ayuda de amigos pudo remontarse a un lugar llamado Potrero de Gastélum, donde estuvo escondido por tres años. A su regreso a Mocorito se enteró de los sufrimientos de su familia, pero gracias a que su esposa escondió sus joyas, logró reabrir la botica y prosperar nuevamente. Uno de sus hijos fue el médico José Ley Domínguez, personaje muy estimado en Mocorito, donde su casa se convirtió en Casa de la Cultura y lleva su nombre.23
Adicionalmente, hay casos similares en los archivos. Carlos Ley en 1935 llevaba en el país más de treinta años, la mayor parte de ellos en Mazatlán, donde se había casado con una mexicana y habían tenido siete hijos, cuatro de ellos estudiantes de preparatoria. Además, se había naturalizado en 1909. Luis Ozun, de 62 años, escribía en 1934 que llevaba 36 en México, los últimos 15 en Guasave, donde se dedicaba a la agricultura, tenía esposa mexicana y cuatro hijos que asistían a escuelas oficiales. Francisco Bon, residente de Mocorito, acreditaba en 1933 una residencia de 29 años, y tenía seis hijos mexicanos.24
En resumen, me parece distintivo de Sinaloa que una buena parte de los inmigrantes chinos habían aprendido el español, habían incorporado prácticas culturales mexicanas a su estilo de vida y se habían casado con mujeres locales. De hecho, sus hijos comenzaban a trazar una ruta de vida que era muy parecida a la de los jóvenes mexicanos. Manuel Lazcano rememoraba que tenían éxito con las mujeres porque eran muy trabajadores y, una vez casados, se dedicaban a su familia. Por su parte, Esteban Flores observaba que el chino era buen padre y “pone demasiado cuidado en formar a sus hijos, para que en un momento dado los abandone”.25 El problema es que todo ello ponía en entredicho dos de los supuestos subyacentes en el estereotipo acerca del inmigrante chino: la idea de que había un abismo cultural infranqueable entre las dos culturas, y la idea de que el inmigrante chino concebía su estancia de manera temporal y pragmática.
El inicio del movimiento antichino en Sinaloa
En marzo de 1919, la animadversión contra los inmigrantes chinos tomó un nuevo cauce. Un grupo de comerciantes de Culiacán, encabezados por el antiguo maderista Jesús Penne y el farmacéutico Reynaldo Villalobos, a semejanza de lo que había hecho José María Arana en Sonora tres años antes, formó la Junta Central Nacionalista de Culiacán (JCN), la cual emprendió una campaña antichina “por considerar el elemento chino perjudicial a nuestra nacionalidad y a nuestra raza”. Para agosto decía contar con más de 500 socios, sucursales en todos los pueblos de importancia, e incluso un periódico llamado Por la Raza. Aun así, el gobierno local no parecía preocupado por sus actividades y se concretaba “a aconsejar moderación a los más excitados”.26
El programa de la JCN era sencillo. Argumentaba que “los mongoles” habían invadido lentamente el país, quitando a los mexicanos sus medios de vida, y obligándolos a conformarse con “trabajos duros y rústicos”. Muchos caían en la miseria y se veían obligados a emigrar a los Estados Unidos, pues “no pueden vivir como los chinos en tugurios, ni formar conglomerados como ellos en contra de la higiene y salubridad pública”. Además:
Varios chinos se han adueñado de las mexicanas más hermosas del país con el oro nacional, burlándose de la dignidad y honra de ellas, y quedando impunes sus delitos. Y, ¿será posible que nosotros los mexicanos permanezcamos indiferentes ante los ultrajes y crímenes cometidos en las mujeres más hermosas de nuestra raza por esos vampiros chinos, por esa raza la más abyecta y degenerada de todas?
Las autoridades, ante ello, estaban obligadas a combatir a los “degeneradores de la raza”. De lo contrario, el pueblo se haría justicia por “su propia mano”. La solución era expulsarlos del país por “nocivos”, como habían hecho otros países “civilizados”.
El pueblo mexicano, decían, “es libre de aceptar al extranjero que le convenga y repudiar a los chinos porque no simpatizan con nuestra raza… el Gobierno no puede obligar al pueblo mexicano a que acepte una raza vil, infame, egoísta, avariciosa, corruptora, inmoral, enfermiza, abyecta y degenerada, como lo es la raza amarilla”. No habían traído ningún beneficio a la nación, en ningún ramo del saber, de la producción o del arte. Por eso repudiaban el tratado con China, “por nocivos a nuestro país, por corruptores de nuestra raza, y porque debe separarse la gangrena social, así amputándola si es necesario”.
Finalmente, reclamaban penas para quienes se burlaban de “la honra y la dignidad” de la mujer mexicana, así como la prohibición del “cruzamiento de la raza mexicana con la raza amarilla” en cualquier modalidad: matrimonio, relaciones ilícitas o clandestinas.27
A fines de año esta organización pudo movilizar a cientos de personas en Culiacán y exigir a los diputados locales transformar sus demandas en disposiciones legales. Lo sorprendente es que el Congreso fuera tan receptivo a las mismas. El 8 de diciembre aprobó el decreto que facultaba a los ayuntamientos para fijar una zona en que se debían asentar las personas y los giros de cualquier naturaleza “pertenecientes a individuos de origen chino”. Dos semanas después establecía como impedimentos para contraer matrimonio “la embriaguez habitual, fumar opio, la impotencia, la sífilis, la tracoma, el berry-berry, la gota asiática, la locura y cualquiera otra enfermedad crónica e incurable, que sea además contagiosa y hereditaria”. Además, en el caso de los extranjeros, deberían acreditar su “condición de célibes en el país de su origen o procedencia”. Y finalmente, el 27 de diciembre aprobaba la disposición que obligaba a los negocios del estado a ocupar 80 por ciento de mexicanos.28
Es sorprendente que tales decretos, inspirados en las demandas de los antichinos sonorenses, alcanzaran rango legal tan rápidamente en Sinaloa, pues en Sonora, donde hubo una movilización más intensa, no se completaron hasta 1923. Tal vez esto se deba a que entre los diputados de Sinaloa había simpatizantes de la causa, como Andrés Magallón, un antiguo comerciante de Mazatlán que había tenido éxito en la política revolucionaria, al grado de formar parte de Congreso Constituyente de Querétaro. Después, como diputado local, fue quien propuso la creación de los barrios chinos.29
Por lo demás, el joven y católico gobernador de ese momento, Ramón Iturbe, estuvo ausente de su puesto durante todo el último año de gobierno (del 7 de agosto de 1919 al 15 de septiembre de 1920), en el que hubo cinco gobernadores interinos. Además, se alineó con Carranza durante la complicada sucesión presidencial de 1920, resuelta entre abril y junio con el levantamiento de Agua Prieta. Cuando las aguas se calmaron y llegó a la gubernatura el general Ángel Flores, apoyado por Obregón, no mostró ningún interés por aplicar tales leyes, de modo que quedaron ahí, vigentes sólo en la letra. Peor aún, poco después de su toma de posesión pidió una licencia y un subordinado suyo, el coronel José Aguilar Barraza fue interino desde octubre de 1920 hasta marzo de 1923.30
A fines de 1922, esta inmigración volvió a adquirir importancia, cuando los conflictos políticos de China llegaron a México y dieron lugar a violentos enfrentamientos de dos grupos rivales: los nacionalistas de la Kuo Ming Tang y los masones tradicionalistas de la Chee Kung Tong. Ambas se disputaban la representación de los inmigrantes tanto por motivos ideológicos y culturales como por el poder y los recursos de la comunidad. Y como era usual en el México de entonces, contaban con armas, “para su seguridad y legítima defensa” en los caminos solitarios que debían usar en sus viajes de negocios.31 En este caso, sirvieron para asesinar a unos veinte rivales políticos. Aunque en un primer momento Obregón determinó aplicar el artículo 33 a casi 200 chinos, la lentitud de la burocracia mexicana, la escasez de fondos y una investigación tortuosa y confusa de los hechos retrasaron el proceso. Al final, después de dos años, sólo fueron expulsados 25 de ellos.32
Este episodio no ayudó a mejorar la imagen de los chinos y, en cambio, incidió en la Ley de Migración de 1926, la cual fijó una política selectiva de inmigrantes, excluyendo a quienes “por su moralidad, su índole, sus costumbres y demás circunstancias personales, no sean elementos indeseables o constituyan un peligro de degeneración física para nuestra raza, de depresión moral para nuestro pueblo o de disolución para nuestras instituciones políticas”. Posteriormente diversas circulares indicaron quiénes eran esos inmigrantes indeseables y peligrosos: negros, libaneses, armenios, turcos, rusos, polacos y, por supuesto, chinos, máxime que el 30 de noviembre de 1929 venció el tratado con China. Un año después la nueva Ley de Migración estableció que sólo serían aceptados los inmigrantes de razas “fácilmente asimilables a nuestro medio”.33
A pesar de ello, para los chinos de Sinaloa, estos años fueron un paréntesis de relativa paz. Las organizaciones antichinas se mantuvieron activas, pero al no contar con el respaldo del gobierno estatal, se limitaron a continuar con su labor de propaganda.34
El movimiento racista y la expulsión de los chinos
En octubre de 1930 se reinició en Sonora, bajo el auspicio del gobernador Francisco S. Elías, el movimiento que finalmente expulsó a los chinos de ese estado. Los de Sinaloa rápidamente se organizaron y pretendieron seguir su ejemplo, aunque se encontraron con la oposición del gobernador Macario Gaxiola. Este general revolucionario eligió el bando villista en 1915 y tuvo que exiliarse con su derrota, pero regresó a Sinaloa luego de la rebelión de Agua Prieta y estaba dedicado a la agricultura. Es posible que la larga inestabilidad vivida por Sinaloa durante los años veinte, en que hubo 29 gobernadores, entre constitucionales e interinos, lo animara a presentarse a las elecciones de 1928, que ganó fácilmente. Tomó posesión el 1 de enero de 1929 y terminó su periodo en diciembre de 1932, de modo que tuvo que lidiar con la crisis económica y el movimiento antichino.35
La movilización se dio en casi todo el estado, pero su mayor fuerza estuvo en los principales centros urbanos. Comenzó en julio de 1931 con “escandalosas manifestaciones” pero a los pocos días se convirtieron en agresiones violentas. Ramón García Bojórquez, al frente de un grupo que “profería vil palabrario” se dedicó a cerrar los establecimientos comerciales de los chinos en Ahome, con el pretexto de que no cumplían la obligación de emplear 80 por ciento de mexicanos. Aunque los chinos acudieron a pedir protección al presidente municipal, éste negó “conocer” tales hechos. Por ello decidieron exponer a Ortiz Rubio que el trato recibido lastimaba su “dignidad de hombres” y preguntaban “qué clase de apoyo tienen expresados comités que hanse constituidos en árbitros de nuestros destinos”.36 Poco después, Luis Bonson denunciaba que en Guasave atropellaron en “forma brutal” a señoritas, señoras, ancianos y niños que “no querían abstenerse de comprar en los comercios extranjeros”. En el fondo, decía, no se trataba de nacionalismo, sino de una “competencia comercial”, por la que una minoría azuzaba las “violencias del pueblo”. También en San Blas trataron de cerrar la farmacia de Engi Fognio (sic) por infracciones a la ley de 80 por ciento y por vender medicinas sin permiso, pero el síndico municipal se presentó y los detuvo pues no contaban con autoridad para hacerlo. Luego la policía los llevó a la sindicatura, donde el síndico los amonestó “duramente” y amenazó con aplicarles penas severas si reincidían. Más descarados, los antichinos de Mazatlán exigían retirar todos los comercios de chinos por la competencia ruinosa que hacían y por su “asquerosidad característica”.37
El gobernador Gaxiola intervino para frenar los cierres, y además giró una circular a los presidentes municipales para orientarlos en esta situación. Respecto a lo del 80 por ciento de empleados, la manera de cumplir con la ley y a la vez “no lesionar” los derechos de los extranjeros era recurrir a datos confiables como las escrituras de la negociación y su capital declarado. Así se podría establecer quiénes eran socios y vivían de las utilidades y quiénes no lo eran y dependían de un salario. En cuanto a los empleados naturalizados mexicanos, era claro que debían ser considerados mexicanos, pues la ley sólo los distinguía en cuanto a los derechos políticos. Finalmente, por lo que tocaba a quienes nunca hubieran tenido empleados ni los requerían, “no puede aplicarse el precepto que comentamos ni puede prohibírsele el ejercicio de su industria o comercio”.38
Esto dio lugar a un áspero y prolongado debate con los comités antichinos. Los de Ahome afirmaron que las escrituras habían sido modificadas expresamente para incorporar como socios a los empleados, que las cartas de naturalización se habían conseguido “para escudar sus malos manejos y que habían dividido sus comercios para ‘eludir’ el cumplimiento de la ley”. Lo peor era que habían empleado mujeres, algunas de “dudosa conducta” y otras que podrían caer “víctimas de las acechanzas del chino”. Admitían que eso era legal, pero a la vez “inmoral”. Lo importante, en todo caso, era acabar con la “influencia perniciosa del comercio chino”, pues había que proteger a los mexicanos y sostener a los repatriados del norte. En Los Mochis se sentían lastimados porque no se entendía su labor y “por el contrario se le hostiliza”. Los chinos, a la sombra de los derechos que le daba la constitución, cometían “abusos y muchas violaciones a la ley”, y “vienen a llevarse lo más que pueden”. Lo que estaba en juego era la “dignidad” y el “decoro” nacional, la “salvación” de los factores de la riqueza y, sobre todo, “la conservación de nuestra raza que es algo muy grande y sagrado”.39
Gaxiola contestó para explicar con detalle sus argumentos, pero sobre todo para señalar que el espíritu de la revolución y su constitución era “esencialmente socialista o internacionalista”, y por tanto ajeno a sus demandas. En cuanto a las dudas acerca de su “espíritu nacionalista”, les recordaba que lo había comprobado al servicio de la revolución, “exponiendo mi persona y mi vida”, pero en cuanto gobernante, estaba obligado a “cumplir con la ley, dando a cada quien las garantías a que tienen derecho, cuya línea de conducta no puedo ni debo torcer”.40
Esta postura de Gaxiola frenó los planes de expulsión de los chinos, pero no pudo evitar del todo la violencia contra ellos. En Guamúchil, el líder antichinista Federico González, como a las tres de la tarde del 25 de septiembre de 1931, se presentó en el local de L. Chan y Cía., “desenfundó su pistola disparándola e hiriendo al señor Alejandro Chan”, luego se fue al otro extremo del poblado, se introdujo en casa de Chon Ley y Cía., donde disparó contra los dependientes, “resultando herido el señor Concepción Ley”. Todavía pasó a un tercer comercio, el de los señores Ten Sen y Cía., donde disparó contra Hermenegildo Cinco, “quien quedó muerto instantáneamente”. Luego huyó sin problema, mientras Miguel Gaxiola (sin parentesco con el gobernador), quien había sido síndico suplente en el periodo 1925-1926, amagó con su pistola a otros chinos, pero no disparó, ya que había “mucho público”. Más tarde, “una patrulla de antichinistas, montados y armados, recorrían las calles lanzando denuestos y amagos, todo esto con anuencia de las autoridades locales”. El gobernador, al enterarse, ordenó la detención de Miguel Gaxiola, pero González seguía libre a pesar de la “tenaz persecución” emprendida.41
A fines de año, los antichinos lograron poner en práctica una vieja medida de presión, que no dependía del gobernador: el aumento de impuestos. Éstos eran fijados por juntas calificadoras independientes, lo que habla del avance de los comités en otras instancias locales de poder. Como explicaba el ministro chino en México, los aumentos iban de treinta hasta cien veces los montos pagados hasta entonces y sólo se aplicaban a sus paisanos. Si eso se ponía en práctica, “no podrán tener otro resultado que la liquidación de todos los comerciantes chinos en el estado”. Entre los 53 casos que enlistaba, el peor era el de Vicente Chong, de Naranjo, quien giraba un modesto capital de 500 pesos, y pagaba impuestos de 9 pesos al mes; a partir de enero de 1932 aumentaba a mil pesos. Se trataba de un método “injusto y discriminatorio” para “obligarlos a abandonar sus negocios” y el estado.42
Durante el año siguiente, la combinación de la violencia y el alza de impuestos hizo que algunos chinos salieron del estado. Por ejemplo, Luis Bect, naturalizado, huyó de Mazatlán y se refugió en la ciudad de México. Antonio Sam, aunque también tenía carta de naturalización, fue obligado a salir de Concordia y desde Mazatlán su esposa Carpia Granados pedía que se les dejara vivir y trabajar “sin odios, sin rencores, sin escozores de raza, sin prejuicios de ninguna naturaleza, que no deben tener razón de ser”.43
En su último informe de gobierno Gaxiola se refirió a este episodio en términos que, según algunos historiadores, dejaban traslucir su sentimiento antichino. En realidad, creo que ante la expulsión tan radical que se había dado en Sonora (concluida por el gobernador Rodolfo Elías Calles) con la evidente complicidad del gobierno federal, se dio cuenta de por dónde soplaba el viento político. Al decir que casi todo el campo comercial estaba ahora en poder de mexicanos, “de cuyo resultado debemos felicitarnos”, intentaba no ser recordado como alguien que se opuso al “pueblo sinaloense”. En todo caso, reconoció la inminente derrota de la postura que había mantenido, al explicar que algunos chinos habían estado “cerrando sus establecimientos”, y que tenía noticias de que otros “se retirarían”.44
Es probable que la mayoría de los chinos siguieran en Sinaloa hasta ese momento, esperando la intervención del gobierno federal a su favor. Sin embargo, el primer día de enero de 1933 tomó posesión de la gubernatura el farmacéutico Manuel Páez, un oscuro personaje que llegó al poder básicamente por su amistad con Plutarco Elías Calles. Páez, heredero de un rico agricultor del valle de Culiacán, se vinculó a Calles por mediación del empresario Cristóbal Bon Bustamante, y se convirtió en asiduo del círculo que se reunía con el Jefe Máximo en la casa que su yerno Jorge Almada le había construido en la playa El Tambor, junto a Navolato, para jugar, beber y hablar de política. De esa manera Páez se convirtió en una de sus piezas locales, de modo que entre 1927 y 1928 lo había colocado como gobernador interino en tres ocasiones. Además, le sirvió fielmente en sus dos campañas personales, contra los católicos y contra los chinos.45
Con este aliado en la gubernatura, los antichinistas tuvieron por fin libertad para desalojar a los chinos del estado, sin necesidad de recurrir a subterfugios legales. Durante la primera quincena de febrero de 1933, de manera coordinada, piquetes armados comenzaron a cerrar sus comercios y a expulsarlos hacia Nayarit y Jalisco, con la complacencia de las autoridades municipales y estatales, sin respetar a muchos ya naturalizados. De nada sirvieron las protestas de un grupo de sinaloenses ante el presidente Rodríguez por los procedimientos de los “llamados comités nacionalistas”, compuestos en su mayoría por “elementos advenedizos en el Estado y que son unas verdaderas lacras sociales”. Tales actos pugnaban contra la “civilización” y aun “contra lo humano”, sin que las autoridades locales los evitaran y mucho menos los castigaran.46
El desesperado representante diplomático de China, Samuel Sung Yong, se presentaba una y otra vez en la Secretaría de Relaciones Exteriores para exponer quejas y demandas, pero sólo se turnaban a Gobernación o al gobernador Páez. Desde el 13 de febrero denunció el arresto de 31 chinos en Culiacán, que después fueron liberados “por falta de méritos”. En cambio, alrededor de cien fueron arrojados de Los Mochis “sin otra cosa que la ropa que vestían”. En los días siguientes fueron detenidos cientos en Ahome, Guasave, Mocorito, Mazatlán, a los que se echó en camiones, “con destino desconocido, como si fuese ganado”. Incluso se les robó la ropa y a una mujer china la separaron deliberadamente de su familia. Sus hogares y tiendas fueron saqueados, y algunos fueron golpeados. En el trayecto, a las víctimas “no se les dio ni agua ni alimentos, y como habían sido robadas de su dinero no podían comprarlos tampoco. Muchas de ellas sólo vestían ropa interior para protegerse del frío y se notó que algunas llegaron enfermas”. Para el afligido diplomático, era “casi imposible creer” que fueran objeto de ese “bárbaro, cruel e inhumano trato” con el “consentimiento y ayuda de las autoridades locales”. Los “criminales y prisioneros de guerra son tratados con mayor consideración y humanidad”, afirmaba. La respuesta de Páez a los reclamos fue que no podía protegerlos; sólo podría suspender la expulsión temporalmente a cambio de que todos los chinos consintieran en salir del estado en el más corto plazo. Por su parte, el delegado de migración en Mazatlán dijo que las expulsiones en ese puerto se habían hecho “sin conocimiento de las autoridades”.47
En marzo y abril prosiguieron las expulsiones. Uno de los más activos era nuevamente el inefable Ramón García Bojórquez de los Mochis, quien se presentó en la población de Sinaloa para fijarles como fecha de salida el 1 de marzo. Los agricultores chinos tuvieron que vender apresuradamente sus productos y aves y algunos pudieron esconderse en los ranchos cercanos, mientras el presidente les aclaraba si ya no podían residir en el país, y en ese caso, “ver de la manera que nos vamos”.48
A fines de abril Sung Yong contaba cómo en Culiacán habían sido encerrados quince chinos en el local del Comité Nacionalista y luego a las 10 de la noche sacados para meterlos en el tren con destino a Las Barrancas, en las montañas de Jalisco, donde fueron abandonados. “Cinco de éstos tenían suficiente dinero para comprase boletos y seguir hasta Guadalajara. Posteriormente otro logró persuadir al conductor de un tren para que lo llevase hasta Guadalajara. La suerte de los otros nueve se desconoce hasta ahora”.49 De los expulsados en febrero, incluso entregó una lista detallada de lo que se les robó entre ropa, joyas y dinero en efectivo. A tal reclamo, el gobernador interino, Melesio Angulo, respondió que luego de una averiguación “muy minuciosa” (que le tomó más de tres meses), se concluyó que “en este estado no se cometieron arbitrariedades de esta naturaleza”.50
El vicecónsul chino en Sinaloa, Shen Ming, había logrado hablar con Páez, pero éste no había hecho nada por ayudarlos. Peor aún, en privado aseguraba que después de mayo no quedaría un solo chino en el estado.51 Ante las repetidas protestas y peticiones de garantías que enviaban los aterrados chinos, el gobierno las turnaba de una oficina a otra y al final simplemente no contestaba. A la solicitud de Ángel Quizán de que se le permitiera volver a liquidar sus propiedades en Culiacán, Navolato y El Dorado, Páez simplemente respondió que no tenía conocimiento “de que el señor Quizán ni ninguno de los demás chinos que salieron del estado hayan dejado propiedades”.52
Aunque en ese aciago año fue expulsada la mayoría de los chinos, las cosas no terminaron ahí. Durante tres años más los fanáticos antichinos prosiguieron incansables en su labor de limpieza étnica, y persiguieron a los pocos que habían logrado permanecer en Sinaloa, con la cooperación de funcionarios municipales, del gobernador y su tesorero, Cristóbal Bon Bustamante. La documentación al respecto es abundante y repetitiva respecto a lo que he relatado: se les impidió trabajar, les aumentaron los impuestos, les llegaron a prohibir la adquisición de artículos de primera necesidad y los detenidos eran trasladados “como fardos” en camiones y trenes.53 Y a pesar de las múltiples peticiones de justicia elevadas al gobierno de Cárdenas, éste no cambió la postura del gobierno federal. Sólo después del rompimiento con Calles en abril de 1936 hubo señales de cambio, pero ya no había mucho qué salvar. De los 1 628 chinos censados en 1930 quedaban, diez años después, 165 en Sinaloa.
Las razones del triunfo de los antichinistas
Una vez que terminó la guerra y entraron en vigor las leyes e instituciones revolucionarias, en Sinaloa se formó un movimiento social que se identificó a sí mismo como nacionalista y se propuso la expulsión de los inmigrantes chinos establecidos en el estado. Este movimiento popular, luego de unos quince años de labor continuada, logró su objetivo, casi al mismo tiempo que comenzaba en Sinaloa la era de las reivindicaciones obreras y campesinas, que tradicionalmente se asocian al nuevo régimen. Sin embargo, este movimiento también se proclamó integrante del campo revolucionario y logró su propósito gracias al apoyo, o al menos la aquiescencia, de algunos de sus jerarcas nacionales, destacadamente Plutarco Elías Calles y el presidente Abelardo L. Rodríguez.
Conviene recordar que la conexión entre nacionalismo y racismo fue común en el mundo a partir de 1870, cuando la creación de nuevos Estados y las grandes migraciones -de europeos y asiáticos principalmente- convirtieron a la etnicidad y la lengua en indicadores de pertenencia y fidelidad. En muchas partes surgieron grupos que se movilizaron contra los extranjeros y algunos Estados usaron su poder y legitimidad institucional para excluir a los refugiados e inmigrantes de sus naciones.54 Lo peculiar del caso mexicano fue que estos movimientos se produjeron después de una revolución que para muchos de sus participantes fue popular y nacionalista. Tales rasgos, sin embargo, no eran interpretados de la misma manera por todos los ciudadanos. El nacionalismo mexicano era un proyecto, no algo terminado, en lo que estaban de acuerdo tanto los constituyentes como los nuevos líderes, quienes de hecho se trazaron el objetivo de construirlo usando todos los medios a disposición del Estado: la política migratoria, la Ley Federal del Trabajo -que impuso la obligación a las empresas de ocupar 90 por ciento de mexicanos-, los proyectos educativos, e incluso las políticas de salud pública.55 A la distancia, no parece extraño que todo ello fuera interpretado por la “masa de nacionalistas interesados”56 como una invitación a participar, lo que permitió al movimiento antichino encontrar el espacio político para intervenir en el debate acerca de quién tenía derecho a considerarse mexicano.
En lo que se refiere a las formas de organización y actuación que adoptó este movimiento en Sinaloa, hay que destacar ante todo su modernidad. A partir de la formación de la Junta Central Nacionalista en 1919, el formato se repitió por todas partes: la constitución de una asociación de interesados, la realización de reuniones y manifestaciones públicas, las demandas escritas dirigidas a funcionarios y legisladores, la labor de propaganda a través de periódicos y volantes, e incluso la lucha por ocupar algunos puestos públicos, tanto en el congreso local como en los ayuntamientos donde eran más numerosos. Este trabajo político fue constante, de modo que es legítimo considerarlo una verdadera campaña, mediante la cual se convirtieron en protagonistas políticos identificados y reconocidos por los otros actores del momento. Todo ello, en términos de Tilly, los convirtió en un movimiento social, una parte movilizada del pueblo, y obligó a las instituciones y poderes de la revolución a atender sus reivindicaciones.57 En ese camino, ganaron muchos aliados y partidarios, además de ocupar distintas posiciones de poder. Durante el año de 1920, por ejemplo, fueron miembros del ayuntamiento de Culiacán Francisco Sotomayor -miembro de la JCN-, Manuel Páez y Juan de Dios Bátiz, quien más tarde sería un importante dirigente nacional del movimiento. Un hermano de Bátiz, Guillermo, fue regidor en Culiacán varios periodos, hasta que ocupó la presidencia municipal justamente entre 1932 y 1934, cuando se produjo la expulsión de los chinos.58 Asimismo, varios miembros participaron activamente en la campaña de Obregón a la presidencia y años más tarde se sumaron al naciente Partido Nacional Revolucionario. En Mocorito, los antichinos contaron con la simpatía del hombre fuerte del lugar, el mayor retirado Ricardo Riveros, quien fue presidente municipal varias veces, una de ellas durante el bienio 1933-1934.59
En el nivel federal, tenían aliados sobre todo entre diputados y senadores. Entre ellos destacaron Walterio Pesqueira, Miguel Salazar, Emiliano Corella y José Ángel Espinoza, de Sonora, y dos sinaloenses, Juan de Dios Bátiz y José María Dávila, quienes formaron un Comité Directivo de la Campaña Nacionalista, el cual trató de coordinar a los comités locales. Además, como miembros del naciente Partido Nacional Revolucionario (PNR), participaron en una campaña nacionalista durante 1931 y 1932, que se proponía colaborar con las cámaras comerciales, agrícolas, industriales y ganaderas para impulsar el consumo de productos hechos en México y al mismo tiempo crear conciencia nacionalista.60 Desde esos frentes, pudieron cabildear en favor de la postura de sus gobiernos estatales y así contener una posible intervención del gobierno federal.
Los rasgos modernos del movimiento se debían a que los principales líderes del movimiento eran de clase media, pero en vez de mantenerse en un plano pacífico, en la etapa final se decantaron por la acción directa, una particularmente violenta. Ello se debió a que su principal demanda era incompatible con la legalidad institucional que se construía en ese momento. Haber permanecido en la vía pacífica hubiera conducido a institucionalizar una situación de desigualdad e inferioridad para los inmigrantes chinos, pero no a su expulsión del territorio; su radicalización les obligó a salir de los cauces legales. Lo extraño del caso es que los gobiernos municipales, del Estado y nacional, no recurrieran a la policía y al ejército para detener esos actos, en una época en que eran llamados con frecuencia para resolver distintos conflictos políticos y sociales. Peor aún, en algunos casos incluso usaron esa violencia legítima para apoyar a los antichinos, lo que implicaba algún acuerdo con su propósito.
Tal acuerdo parece haber estado construido sobre dos ideas, nación y raza, que en ese momento aparecían juntas, aunque provinieran de dos tradiciones diferentes. La primera estaba vinculada a la consolidación del Estado y funcionaba como su resorte emocional cohesionador. La segunda, en cambio, surgió para destacar las diferencias entre grupos humanos, una vez que se popularizó el conocimiento de grandes desigualdades en sus trayectorias y situaciones sociales. Pretendía que la existencia de las razas podía demostrarse histórica y biológicamente, en el primer caso por su antigüedad y en el segundo por su trayecto, sus virtudes y sus logros. “La supervivencia del más apto enfrentaba unas razas con otras”, resume Mosse.61
Lo complicado de adoptar el discurso racial era ubicarse en su mapa jerárquico. Para el caso mexicano eso era sumamente problemático por su historia, de modo que recurrieron a dos argumentos que salvaban la situación. Uno era local y provenía de Molina Enríquez: había mezclas buenas, como la que había tenido lugar entre españoles e indios. El mestizo resultante era enérgico, perseverante, y serio, lo que se manifestaba en un talante político revolucionario y patriótico. “El carácter mestizo no puede ser más firme ni más poderoso” concluyó.62
La segunda, importada, tenía que ver con que esas superioridades raciales se daban en relación y competencia con otros. Unos evolucionaban, pero otros podían degenerar. Los enfermos mentales, los anormales y deformes, los viciosos y los criminales eran signos peligrosos de una posible degeneración del grupo. De hecho, su amplia aceptación popular se debía a esta asociación con la inseguridad y el miedo. “La idea de degeneración remite a una concepción del hombre, como especie o individuo, amenazado por el peligro de la decadencia; poco importa que se trate de decaer a partir de un origen perfecto o hacerlo a partir de un tipo medio”. Y justamente ésta fue la idea que caló profundamente entre los antichinistas de Sinaloa. El miedo a la degeneración de la raza, “la defensa frente a todo germen de imperfección o desviación”, que en este caso portaba una raza extraña y peligrosa, era la manera de sentirse virtuoso, de conjurar sus miedos y sus carencias.63 La implicación inevitable era de carácter eugenésico: había que deshacerse de los indeseables.
Por lo demás, en el discurso antichino no hay un uso extendido de lo mestizo y, más notable aún, ninguna mención de lo indígena, ya que los mayos movilizados en la revolución se alinearon con el bando villista. Su nacionalismo básicamente consistía en oponerse a la posibilidad de que los inmigrantes chinos se convirtieran en sinaloenses, justamente para conservar y reforzar una identidad supuestamente superior.64 Que tal homogeneidad fuera impura o mestiza era un detalle que no requería ser defendido porque, en el fondo, se trataba de grupos e individuos que pasaron por dos conmociones sociales profundas: la modernización y la revolución, ambas cargadas de peligros e incertidumbres. Para algunos significaron una promoción, pero muchos las experimentaron como exclusión política o caída social. Y en ausencia de instituciones protectoras y representativas como los sindicatos, que en Sinaloa apenas estaban formándose, la solución fue “protegerse” culpando a otros de esos males.65
En ese entramado complejo, el factor decisivo fue la poderosa presencia del Jefe Máximo, Plutarco Elías Calles, un antichino convencido. Incluso el embajador norteamericano, al protestar porque la expulsión a través de la frontera norte generaba problemas de control y enormes gastos de deportación a su gobierno, no consiguió de la Secretaría de Relaciones Exteriores más que evasivas. Al final de cuentas, los poderes federales sólo podían amonestar a los gobernadores involucrados, así como recomendar vagamente el respeto a los derechos de los inmigrantes. Y cuando ocupó la presidencia Abelardo L. Rodríguez, otro partidario de la causa, las quejas de los chinos simplemente quedaron como testimonios para el futuro.66
A partir de este caso, e incluso considerando las experiencias de Baja California y Sonora, me parece que pensar en el antichinismo como una pieza ideológica clave de un Estado racializado y antidemocrático, como hace Chang, es ir demasiado lejos; hasta ahora no hay evidencia de que sus rasgos hayan sido replicados en regiones muy diferentes del país, y en Mexicali, a pesar de estas políticas, se conservó el núcleo principal de inmigrantes chinos. Me parece, más bien, que el nacionalismo mexicano no fue una construcción consensada e impulsada por una elite revolucionaria homogénea ideológicamente. En Sinaloa, al menos en este periodo, fue predominante entre los ciudadanos movilizados un nacionalismo cultural, claramente racista, más que uno cosmopolita e igualitario.67 En ese momento fue enarbolado como la ideología de un grupo amenazado por el exterior, en defensa de una raza que debía mantenerse unida y pura como condición de su progreso. Es verdad que en el nivel federal esa vertiente fue menos pronunciada, pero había un gozne poderoso entre ambos niveles en la persona de Plutarco Elías Calles. Y habría que recordar que en esos años Calles promovió una “política reaccionaria” en temas clave como la reforma agraria y la movilización obrera, sin olvidar sus muestras de simpatía por los regímenes totalitarios.68 En todo caso, se trataba de una versión particular del nacionalismo que competía con otras versiones, y el predominio de alguna más bien dependió de las luchas políticas nacionales. De hecho, en 1936 el Jefe Máximo perdió su influencia y tuvo que convertirse en un exiliado, mientras que en el clima radical del cardenismo este tipo de movimientos fue separándose del tronco revolucionario.69