El cine fue, durante buena parte del siglo XX, un medio relevante en el proceso de integración política, cultural y social al proyecto de la modernidad. Su carácter tecnológico, su capacidad de representación “fiel” de la realidad, su modelo “ritual” y masivo, su organización comercial y su accesibilidad en el espacio público fueron factores que hicieron de la exhibición de películas una actividad que incidió, de formas múltiples y contradictorias, en el actuar de sus “públicos”.1
Los salones de cine aportaron al proceso de secularización del espacio público y se convirtieron en “puntales de la modernidad”, es decir, lugares para la escenificación de ideas y comportamientos asociados a una urbanidad moderna, dentro y fuera de la pantalla. Los salones, en forma temprana, pusieron en práctica códigos para la convivencia colectiva entre iguales (de acuerdo con la condición común, legitimada por el liberalismo, de ciudadanos), pero con claras delimitaciones para las nuevas jerarquías sociales de la vida urbana.2 Esos códigos constituyeron un particular pacto de consumo, sujeto a transformaciones a lo largo de los años.
El temprano control estatal sobre las películas a exhibir,3 la creciente oferta, su carácter visual y la relativa facilidad para su comercialización permitieron que las proyecciones cinematográficas se convirtieran en espectáculos populares por su accesibilidad para los públicos subalternos. El cine como “espectáculo del pueblo” permitió la integración a la esfera pública de vastos sectores hasta entonces excluidos de la discusión ilustrada y, a la vez, favoreció la consolidación de una cultura visual moderna, caracterizada por hacer de lo visual el lugar donde se crean y se discuten los significados, es decir, una cultura que adopta una visión del mundo más gráfica y menos textual en su pretensión de instruir o tutelar el raciocinio.4
Este artículo se propone describir, desde las coordenadas descritas, los orígenes y cambios en el consumo cinematográfico en Oaxaca de Juárez, pequeña ciudad ubicada en el sur del país,5 y las formas en que la naciente cultura visual incidió y se nutrió de los procesos de cambio en marcha en la configuración urbana y las relaciones sociales a lo largo de la primera mitad del siglo XX. En un primer apartado recojo algunas consideraciones teóricas que serán relevantes en el relato posterior, en el cual destaco las formas en que los diferentes grupos sociales, en desigual proceso de adaptación a la modernidad, organizaron y se disputaron el espacio público.
La revisión a partir de fuentes es, inevitablemente, dispar: la prensa refleja, en forma abrumadora, las opiniones de un solo conjunto de voces, afines a un mismo proyecto social, racial y de clase. Mientras tanto, las posturas de los sectores populares se escapan entre líneas y, sobre todo, son apenas referencias desde la descripción, a menudo negativa, de sus maneras de reunirse, divertirse y protestar. No obstante, la revisión también muestra una interrelación profunda entre grupos, “en una dialéctica de permanencia y cambio, de resistencia y de intercambio”.6
Medios, mediaciones y modernidad
En el siglo XIX comenzó a observarse un fenómeno del todo común durante el XX: los medios de comunicación masiva se convirtieron en “el espacio de recolección colectiva predominante y cotidiano en las sociedades nacionales modernas”.7 Ese suceso sólo fue posible a partir de una transformación radical: la emergencia de las masas como sujeto histórico, el conjunto de los “ciudadanos inesperados” que “tuvieron que agarrar el toro de la construcción del Estado y la nación por los proverbiales cuernos y reclamar sus derechos, negociar el uso de recursos, y otorgar o retirar su consenso a los representantes de la soberanía”,8 es decir, a los miembros de la élite ilustrada que vieron con complementarias esperanza y repulsión cómo se superaba la estable segregación cultural proporcionada por el libro; primero por el periódico y luego, horror, por medios masivos anclados en la visualidad -la fotografía y el cine- o la oralidad -la radio.
La idea de mediación alude al rompimiento, característico de la comunicación de masas, entre el vínculo espacio-temporal del productor y el receptor de bienes simbólicos. Los lectores de libros o periódicos o los públicos cinematográficos no asisten a un diálogo que genera información, sino a un mensaje fijado en un producto tangible (como el papel o el celuloide), transmitido a través de medios técnicos específicos, que se recibe de forma unidireccional y es reapropiado de maneras diversas e indefinidas. En la medida en que este flujo de mensajes es público, la indeterminación de la recepción crea condiciones de incertidumbre respecto a una potencial incidencia en el entorno social: una protesta política motivada por una noticia publicada en los periódicos; la moda impuesta por una estrella de cine; la integración al cortejo de la música popular reproducida en la radio; el cuestionamiento a ciertos valores tradicionales a partir de modelos de identificación mediados por el cine o la televisión. Todos son sucesos mediados (véase la figura 1).9
El carácter público de la comunicación de masas favorece una transformación “de la naturaleza de la interacción social y de los modos de experiencia en la vida moderna”,10 en la medida en que los productos mediales intercambiados no son neutrales, ni por su producción ni por la diversidad de lectura de los receptores. Los medios testifican el fin de la experiencia burguesa “como la única configuradora de la realidad” y la posibilidad de una experiencia otra “que desde el oprimido configura unos modos de resistencia y percepción del sentido mismo de sus luchas”.11 Se trata de una interacción que involucra, además de la dimensión cultural, un sentido político profundo.
Los públicos no son estáticos ni pasivos, sino que participan de negociaciones, “pactos de consumo” en los que se acuerdan las reglas para interpretar el producto medial ofrecido, sea éste una fotografía, un artículo periodístico, una canción o una película; el emisor despliega ciertas “estrategias discursivas”, aprovechando el “particular soporte o formato”, que exigen del receptor el “despliegue de sus propias estrategias de cooperación interpretativas”, las cuales pueden ser imprevisibles.12
Asimismo, hacia el exterior del intercambio cultural también hay pactos de consumo: audiencias públicas en espacios privados, sala oscura, silencio, respeto del espacio individual compartido entre hombres y mujeres, buenos modales, higiene, etcétera. En conjunto, esa “dimensión disciplinaria” se inscribe en lo que Norbert Elias definió como la “coerción civilizatoria” correspondiente al desarrollo de los órganos del poder político.13
Durante la primera mitad del siglo XX (e incluso hasta los años ochenta en vastas zonas de América Latina, dadas las asimetrías en las transiciones tecnológicas), la sala de cine fue un espacio donde se escenificaron múltiples mediaciones: la de los significados posibles de la película que se proyecta, pero sobre todo las que conectan deseos con imposiciones y emociones con códigos de conducta. A los salones de cine se acudía para acceder “a los moldes vitales, a la posible variedad o uniformidad de los comportamientos”.14 En la oscuridad, frente a la pantalla, se mediaba “lo que viene de las culturas campesinas con el mundo de la sensibilidad urbana”.15
En el caso de los públicos del interior de México, el cine fue un educador relevante para transmitir nuevas costumbres y formas de percibir la realidad. El cine representa costumbres propias y ajenas, y cada narración se impone ejemplar, incluso sin pretenderlo. La vida urbana, con sus modas y costumbres en construcción, se muestra como ideal de ascenso social. El espacio geográfico se amplía con la mirada de los nuevos rumbos revelados en la pantalla: las barreras entre el campo y la ciudad se disuelven en cada proyección, lo que facilita, en la medida en que resta incertidumbre, el desarraigo, el movimiento y la migración. Mientras que la vida cotidiana se desapega de la tradición, ésta se vuelca, vicaria, en las pantallas.
La exhibición cinematográfica en Oaxaca
El cine llegó al estado de Oaxaca en 1897, aunque no se tiene certeza de la fecha de la primera exhibición. En enero de 1898, sin embargo, la prensa consignaba que ya se realizaban temporadas de exhibición, sin precisar el recinto, con “la asistencia de gran número de personas”.16 La llegada del invento está vinculada a la integración de la región, naturalmente escarpada y de difícil acceso, con el centro del país gracias al ferrocarril inaugurado unos pocos años antes. Salvador Toscano, uno de los pioneros de la exhibición y la filmación, consideró a Oaxaca en sus rutas por el sur del país. Al inicio del nuevo siglo la exhibición en el Teatro Juárez, a un costado de la plazuela de Sangre de Cristo,17 ya era cotidiana, gracias al impulso de exhibidores que en su mayoría eran foráneos, como los hermanos Pastor, Enrique Rosas, los hermanos Asensio, los hermanos Becerril y Ramón Barreiro.
Durante la primera década del siglo, las exhibiciones cinematográficas en Oaxaca estuvieron compuestas por breves películas documentales (conocidas como “vistas”), las cuales mostraron otros rincones, atuendos distintos y personas diversas, ajenas a la realidad local. Otras películas enseñaron eventos cívicos cuya representación del proyecto nacional fue considerada relevante por las autoridades locales. Por ejemplo, el 30 de noviembre de 1910 se exhibieron en Oaxaca las vistas de las fiestas del Centenario de la Independencia en la ciudad de México. El espectáculo presentado por Salvador Toscano fue “obsequiado” por el gobierno del estado a “los niños y niñas que concurren a las escuelas”.18 La función pedagógica del cine ya comenzaba a ser aprovechada como una forma de integrar a la región a la modernidad pregonada por el régimen porfirista. Con el mismo bombo fueron filmadas, en 1907, las actividades inaugurales del ferrocarril transístmico. Los hermanos Alva, Salvador Toscano y otros camarógrafos tomaron vistas del acontecimiento presidido por Porfirio Díaz y capturaron imágenes que con los años adquirirían centralidad en el discurso nacionalista, como las tomas de las mujeres de Tehuantepec saliendo de misa con sus almidonados huipiles de cabeza, también conocidos como “resplandores” (véase la figura 2).19
En la segunda década del siglo, la exhibición se consolidó en salones bien acondicionados y equipados. Por ejemplo, el Teatro Casino Luis Mier y Terán, un suntuoso recinto de arquitectura ecléctica inaugurado en 1909, combinó la exhibición fílmica cotidiana con otros espectáculos cultos y populares, en un modelo tan redituable que se mantuvo hasta 1970. También había funciones regulares en el Cine Palacio y el Salón Venecia, ambos ubicados en el portal de Mercaderes del zócalo de la ciudad, y ya en los años veinte se consolidó el Salón Rojo, ubicado en la esquina de Bustamante y Guerrero. En todos los salones se exhibían películas de ficción estadounidenses, italianas y, cuando había, mexicanas. Así se configuró la forma de ver cine que dominaría la escena durante décadas.
Hacia 1915, el cine era considerado “el único espectáculo en la ciudad” de Oaxaca.20 Las películas rentadas llegaban de la ciudad de México a través del ferrocarril. Una vez proyectadas se devolvían por el mismo medio al distribuidor. El ferrocarril permitía intercambiar con el centro del país, no sin peripecias, las películas a exhibir para mantener una programación novedosa.21
Racionalización y reacomodos urbanos
En el tránsito entre siglos, la élite oaxaqueña se enfrascó en un largo proceso de reorganización del espacio urbano para adaptarlo a sus propias ideas de modernidad. Este proyecto incluyó tanto la construcción y la adecuación de la infraestructura urbana, para hacerla higiénica, secular y racional, como una regulación creciente encaminada a controlar y a segregar a los habitantes de la capital de Oaxaca. Este proyecto social y político hizo de la ciudad el espacio para escenificar una cierta idea de civilización inspirada por las urbes europeas. Las élites porfirianas, tanto de la ciudad de México como de las capitales de los estados, “alteraron y adornaron los espacios de [su] ciudad y los llenaron con símbolos de progreso, nacionalismo y modernidad”.22
Los conflictos revolucionarios no eliminaron en Oaxaca las ideas de una ciudad civilizada y racional, pero sí forzaron a integrar a tal entelequia a los sectores medios, e incluso a compartir el espacio con los grupos étnicos antes invisibilizados y ahora enaltecidos por las representaciones mediadas por la prensa y la gráfica.
En 1915, el empresario del Salón Venecia, Fernando Ramírez Candiani, se vio obligado a repetir diez programas durante cerca de un año, pues los conflictos entre los soberanistas oaxaqueños y el gobierno de Venustiano Carranza cortaron las comunicaciones ferroviarias con las ciudades de Puebla y México.23
Pensamos que el público no resistiría alrededor de tres o cuatro repeticiones de programas lo que nos obligaría a hacer ciertas lagunas de tiempo y dar una o dos sesiones semanarias; pero nuestra sorpresa era progresiva, cada día mayor, al ver que el público no disminuía, sino al contrario, aumentaba de manera notable. […] Pero había que corresponder a la benevolencia del público y ya que éste, prácticamente había convertido el salón en el ‘rendez vous’ de la sociedad, organizaba con frecuencia funciones que llamaba de gala en las cuales las damas eran obsequiadas con algún pequeño objeto […]. Había más. Tanta repetición en los mismos nombres de las películas se hacía monótona y había que poner un poco de sal en el asunto. […].[T]rastocábamos los nombres de las películas lo que era motivo de sana crítica y risas no contenidas […].24
Este ejemplo muestra cómo el salón de cine operaba como extensión de la plaza pública (en este caso específico de forma literal, dada su ubicación en el contorno del zócalo oaxaqueño): lugar de socialización, de apropiación del espacio urbano, de resignificación y negociación de los discursos fílmicos. Era un lugar de creación de opinión pública que, hasta cierto punto, integraba una diversidad más amplia que la contemplada por el proyecto urbano de la vallistocracia que sostenía la necesidad de una racionalización de “los espacios de la ciudad para reflejar su forma de modernidad dominante, exclusiva de clases y razas”.25
Ocio jerarquizado y orgullo regional
La exclusión porfiriana fue sustituida por una jerarquización simbólica, funcional para los proyectos urbanos posrevolucionarios. Los festejos en torno a los cuatrocientos años de la fundación de la ciudad son un ejemplo de esa estratificación. En 1932 se realizó un evento cívico denominado “Homenaje racial”, descrito por la comisión estatal que lo organizaba como “una fiesta de color” en la que “las regiones del Estado acuden […] vistiendo sus mejores galas […] llevando sendos regalos y homenajes para ofrendarlos a Oaxaca, la perla del Sur”.26 El tributo indígena a la civilizada capital funcionó como metáfora del centralismo político, económico y social, que fue una constante a lo largo del siglo.
En los años veinte la asistencia a las salas de cine era una actividad plenamente integrada a la cotidianidad de la ciudad de Oaxaca. Ir al cine se consideraba una actividad moderna, que igualaba a sus espectadores con la población de otras urbes del mundo desarrollado. Por ejemplo, en el periódico oaxaqueño Mercurio se sostenía que el cinematógrafo, el automóvil y los deportes eran las formas más extendidas en que se gastaba el “ocio obrero en los Estados Unidos”.27 Y como para recalcar los afanes miméticos, las escasas páginas del diario intercalaban las notas políticas y policiacas con anuncios a plana completa de Ford (cuyo distribuidor autorizado, Jesús Barreira, tenía sus oficinas en el Portal de Mercaderes número 6), las carteleras del Teatro Luis Mier y Terán, y del Salón Rojo, así como la publicación semanal de unos “Comentos fílmicos” escritos por un tal Conde Otho (posible pseudónimo del joven escritor local Enrique Othón Díaz).
Gracias al Conde Otho podemos saber que en algunas ocasiones la función del Teatro Mier y Terán registraba un lleno “brutal […] sin lugar ni para colocar un simple alfiler”, lo que obligaba a algunos a “resignarse a estar parados todo el tiempo que dur[a] la función”. También sabemos que en cada función había un “juez de teatro”, responsable de mantener el orden entre los públicos.28 La misma arquitectura del teatro, planeada en la etapa álgida de la modernización racional-urbana porfiriana, permitía estratificar a los públicos y hacerlos convivir sin mezclarse. En 1925, el Mier y Terán ofrecía dos funciones los domingos, a las cinco de la tarde y a las nueve de la noche.29 Sus localidades se dividían en luneta (las butacas en la parte baja del teatro), palcos segundos, galería, y paraíso, este último en la parte más alta del teatro. Los palcos, sin embargo, estaban sujetos a la disposición de la administración del teatro: la desventura del Conde Otho -tener que contemplar una función de pie- se debió a que, a pesar de que ya tenía lugar en uno de los palcos, “hubimos de desocupar[lo] para dejar sentar a tres docenas de mocosos que según el empleado del teatro eran hijos de no sé qué conspicuo personaje”.30
Cada localidad restringía la mezcla de sectores sociales a partir del costo de acceso. En marzo de 1925 la luneta costaba 60 centavos, lo mismo que un kilo de carne de res o la mitad que una cajetilla de cigarros; los palcos, 30 centavos; la galería, 20 centavos; y el paraíso costaba una sexta parte del precio de la luneta: módicos 10 centavos, un poco más que un kilo de maíz.31 Esta estratificación funciona como una metáfora de la organización del espacio urbano y la disciplina requerida para habitarlo. La cercanía de la pantalla estaba reservada al público más pudiente -y, por tanto, imaginado como la “clase educada”-, mientras que la galería y el paraíso se reservaban para los públicos populares. Cada público era atendido por un boletero específico, entraban por puertas bien diferenciadas y todos eran vigilados por el juez de teatro para cumplir el pacto de consumo. En 1926 se ahondó esta división jerárquica: las funciones del Mier y Terán, recinto que estrenaba nuevo administrador, sumó a las entradas tradicionales las opciones de platea y de palcos primeros al elevado precio de 3.60 pesos.
Estos públicos en permanente escenificación y negociación de su participación en el espacio público también buscaron representarse en la pantalla. Durante los años veinte, el cine filmado en México o con participación de mexicanos era ampliamente resaltado por la prensa oaxaqueña. Fue el caso de la película Su nombre es mujer (Thy Name is Woman, Fred Niblo, 1924), protagonizada por “el gran artista mexicano” Ramón Novarro, “quien logró arrebatar el primer lugar al ídolo Rodolfo Valentino”.32 El Conde Otho explicó la postura de cierto público: “[A]l tratarse de un paisano, nuestro orgullo se esponja, y nuestro amor propio entona aleluya y dan ganas de darle un beso al afortunado muchacho (si se es mujer, ¡naturalmente!) y si se es hombre un caluroso y ‘cordialísimo’ apretón de manos”.33
Ese orgullo esponjado podía convertirse también en prurito regionalista. El 1 de marzo de 1925 se exhibió en el Mier y Terán el documental Revista Pro-Oaxaca, que seguía “el viaje de los Diputados al Congreso de la Unión a Oaxaca”. En su comentario publicado el 3 de marzo, el Conde Otho recriminó al director de la película: “sujeto cuyo nombre no recuerdo”, originario de “la polvosa ciudad de Tehuacán de las granadas”:
El público paga por ver cosas pasaderas cuando menos, no regala su dinero por ir a aburrirse con mamarrachos tan grandes como la revista precitada, y el que crea que el público de Oaxaca es poco culto y puede tragar gato por liebre, está muy equivocado y no hará sino buscarse una rechifla como la que se concedió el domingo a la Revista Pro-Oaxaca[…].34
La nota aprovechaba para destacar que “nosotros contamos con un operador cinematográfico más modesto pero mil veces más competente”: Óscar Aragón, “el fotógrafo ejuteco”, anunciante frecuente del Mercurio (“Fotógrafo. Av. Independencia 65. Retratos, vistas positivas para cine, películas cinematográficas. Trabajos para aficionados”, según se leía en una de sus publicidades). Óscar y su hermano Arnulfo Aragón se habían dado a conocer en noviembre del año anterior con la exhibición en el mismo Teatro Mier y Terán del documental Oaxaca (1924), el cual contenía “aspectos de la vida oaxaqueña en los últimos meses, así como costumbres regionales y panoramas muy bien logrados”.35
Los hermanos Aragón concretaron en 1926 dos cortos “de aficionados” (las primeras películas de ficción filmadas en el estado), con los auspicios de Enrique Petit Iturribarría, joven miembro de la vallistocracia. Ambos trabajos mostraron las aspiraciones de un público tan moderno como anclado a una idea decimonónica de cultura. La primera, una comedia titulada simplemente Una aventura de Petit, fue descrita por Iturribarría como “un juguetito”:
Sólo diré que se hizo lo que se pudo: cada quien, con pocas instrucciones y sin ensayos anteriores, se colocó ante la cámara, y desarrolló su papel a su modo; adorné la cinta con títulos más o menos ocurrentes y asunto concluido. ¿Que esto fue de gusto estragado, vulgar…? No; sed justos; decid que como cómico, no fue nada, convenido, pero no estragado, vulgar; fué un juguetito.36
Más ambiciosa resultó La ninfa extraviada, un relato escrito por Iturribarría en que una ninfa es seducida por un sátiro; “pensando en que aquello despedía aroma mitológico, reflexioné, y fui a consultar la mitología, la cual, confieso, nunca habían mis ojos leído”. Según Petit en pantalla se veía:
una exhuberante [sic] selva, por la que caminaba hermosísima ninfa, perseguida por un sátiro; vi a la ninfa, plena de juventud purísima, de encantadoras líneas y bellísimos contornos, sugestiva hasta lo irresistible. Vi al sátiro, pleno de vitalidad temible. Contemplé la frondosidad de la selva que por todos lados exhalaba amor; pasó ante mis ojos interiores la frenética lucha… Después maduré la idea: hice del sátiro el representante del amor brutal; de la ninfa, la defensora de la pureza; y si la di por vencida, fue porque así me lo pidió la vida.37
La película, estrenada en el Mier y Terán el 29 de abril, suscitó según un crítico “los gritos y las manifestaciones de las galerías que tomaron por su cuenta la acentuación escénica”.38 El público popular, se infiere, malinterpretó el alto mensaje que pretendía transmitir Iturribarría -quien aseguró tener, “no sé si por desgracia o por ventura, aunque parezca pretencioso, una sensibilidad exquisita”- y festejó sonoramente la alusión sexual en el escarceo entre ninfa y sátiro. La interpretación imprevisible de las películas, una parte inevitable del pacto de consumo mediado, incidió de manera determinante en la representación. Si los públicos populares no podían filmar sus propias historias, como había hecho Petit, sí pugnaron por “hacerse visibles” a través de su interacción con las imágenes de la pantalla: “más que argumentos [el cine] entrega gestos, rostros, modos de hablar y caminar, paisajes, colores”.39 Con la llegada del cine sonoro en los primeros años treinta, la asistencia al cine como experiencia cultural popular se impuso a los resabios de estratificación de la exhibición teatral de los veinte.
La “distorsión” popular
A finales de los años veinte era claro que el proyecto nacionalista de la posrevolución se construía en buena parte a partir de “un ‘descubrimiento’ del pueblo por intelectuales y artistas”.40 Ese fenómeno, sumado al notable incremento de la migración rural a las ciudades, dio como resultado una emergencia de lo popular, tanto a nivel simbólico como social y político, que desafió al proyecto de racionalidad urbana ya descrito.
En 1931 se alcanzó la cúspide de la disrupción desde lo popular, cuando los terremotos del 14 de enero y días subsecuentes dejaron a una gran cantidad de personas sin hogar, obligándolas a instalarse en las calles, las plazas y en el Paseo Juárez (un amplio parque público ubicado al norte de la ciudad) en “barracas provisionales, insalubres”. La administración local, en un intento por administrar el caos urbano derivado de la contingencia, financió la construcción de “confortables casas de madera”, diseñadas por el ingeniero Rafael M. Peña y elaboradas en talleres instalados ex profeso en los llanos contiguos al acueducto de San Felipe, los cuales “funcionaron bajo un sistema tan bien regulado, como cualquier industria profesional”, según presumió una revista propagandística.41
Las acciones racionales transitaron de la proyección civilizadora vertical del Porfiriato a la reacción voluntarista -como la descrita- frente a una ciudad desbordada por los cambios, que algunas voces ilustradas consideraban como un proceso de decadencia. En 1936, Enrique Othón Díaz describió a Oaxaca como sumida en una “profunda atonía y un pauperismo creciente” que ha ido “aniquilando la vida ciudadana”.42
La convivencia en los espectáculos públicos también reflejó esa disputa entre los afanes racionalistas y el crecimiento de las masas populares urbanas, relatada por los periódicos como el avasallamiento de la “gente decente” por los “gustos estragados” del pueblo, en los que, además del cine, se incluían otros espectáculos ofrecidos en carpas y jacalones, como las revistas cómicas, frívolas o costumbristas. En 1937, a propósito de las funciones de la Carpa Follies, instalada a un costado de catedral, frente al Palacio Federal, un artículo de Oaxaca Nuevo indica que entre los capitalinos “hay deseos de ver algo diferente que no sea el cine, pero se desea algo que esté en tono con la cultura”. Luego describe, con detalles escandalosos encaminados a justificar sus prejuicios, el espectáculo ofrecido por la carpa:
Penetramos y lo primero que salta a nuestra vista es la sala llena de humo porque a los espectadores no hay quien les prohíba fumar en el interior, con grave molestia para las familias que concurren a divertirse. Luego individuos de diversas categorías que trascienden a alcohol, lo que da margen a que causen molestias a los que tienen a su lado, y que perdida la noción a la descencia [sic] se dedican a propalar gritos destemplados que en más de una ocasión hieren el pudor de las damas […].43
La proliferación de carpas en las calles de las ciudades mexicanas ejemplifica la apropiación del espacio público por parte de los sectores subalternos durante los años veinte y treinta. Si bien el pacto de consumo en las carpas populares era distinto al de un cine, sobre todo en lo que se refiere a las posibilidades de interacción entre el espectáculo y el público, su influencia modificó también los acuerdos sobre la disciplina requerida para la asistencia a los salones cinematográficos, es decir, las maneras de compartir la sala, la convivencia en silencio y los espacios sociales delimitados por la arquitectura, que se fueron relajando gradualmente.
Con la llegada de la tecnología que permitió empatar imágenes y sonido se afianzó la idea de un “cine nacional”. A lo largo de los años treinta, este cine perfeccionó la capacidad para desplegar una narrativa teatralizada y sobresimplificada, sostenida en convenciones melodramáticas amparadas en la moral tradicional, el costumbrismo y la mitificación de “lo popular”, incluida la música de moda, derivación de ritmos tradicionales como los sones y los corridos. Ese cine sintetizó múltiples referentes: la novela romántica, los relatos folletinescos, el pintoresquismo pictórico y fotográfico, el sainete, la zarzuela y las revistas de carpa. Los temas de mayor éxito se repitieron una y otra vez hasta consolidar géneros bien identificables: comedias rancheras habitadas por doncellas inocentes, bravucones seductores y violentos empistolados; dramas de madres dominantes y patriarcas venerables; una ciudad nocturna poblada de gánsteres, cantantes y bailarinas exóticas; barrios habitados por honestos trabajadores, atribulados por las pillerías de los ricos, y muchas veces por cómicos que, entre tropezones, borracheras y equívocos verbales de ascendencia carpera, logran quedarse con la joven e ingenua vecina.
El éxito del cine mexicano se consolidó, sobre todo, entre los sectores subalternos tanto de México como de buena parte de Latinoamérica. Este descubrimiento comercial de las masas, al inicio de los años cuarenta, impulsó al emergente aparato industrial del cine mexicano a ensayar un modelo de mediación con los sectores populares, tanto urbanos como rurales, que procuraba acercar el discurso de la modernidad -temas, situaciones, arquetipos, valores, prejuicios- con imágenes y expresiones verbales y corporales a menudo contradictorias. Entre finales de los años treinta y hasta bien entrados los sesenta, las películas mexicanas constituyeron sucesos mediados que confrontaron mensajes explícitos (moralistas, desmovilizadores, racistas, misóginos y garantes de las jerarquías, de la propiedad y del culto al progreso) con “subversiones visibles” sin las cuales ese cine “no hubiera arraigado en un público tan ávido y reprimido”.44
La oferta fílmica mexicana y su preferencia en el público popular fue motivo de preocupación entre las “clases educadas” de Oaxaca. En 1939, un artículo de Oaxaca Nuevo reflexionaba sobre los vínculos entre la “educación popular” y el “arte cinematográfico”, y señalaba la importancia de aplicar una censura profesional al cine para “defender a nuestro pueblo de influencias perjudiciales a su evolución social”. Líneas más adelante describe una serie de sugerencias a través de las cuales el cine mexicano podría ayudar a “orientar” al pueblo:
Al mismo tiempo que se presentan a nuestros charros ebrios, introducir los estragos del alcoholismo; al propio tiempo que se presenta al hombre como vulgar conquistador de una mujer hacer resaltar la dignidad de ésta en su preferencia por un hombre íntegro, sencillo pero decente y trabajador. Una propaganda atractiva a la vez que de educación ayudaría mucho a levantar el espíritu popular. No hay que olvidar que el espectador inculto es un niño grande que imitará al gangster si todos los días se le muestra en nuestras pantallas […].45
La legislación proteccionista establecida desde la administración de Lázaro Cárdenas -que imponía cuotas de pantalla para el cine nacional- favoreció que las ciudades del interior tuvieran una exposición mayor al cine mexicano que la ciudad de México, con más pantallas y mayor diversidad de películas exhibidas. A finales de los cuarenta, mientras que en la capital del país las cintas nacionales promediaba el 30 % de la oferta total -en su mayoría exhibidas en las salas más populares en los barrios periféricos-, en el resto del país, por el contrario, la proporción era inversa: 70 % de las películas exhibidas eran mexicanas.46
Ir al cine durante los años treinta y los cuarenta fue una experiencia radicalmente distinta a la de los años veinte. Los precios, si bien todavía diferenciados, dejaron de ser un factor de segregación. El teatro Macedonio Alcalá (nuevo nombre del Mier y Terán)47 siguió ofreciendo programas que mezclaban cine mexicano y estadounidense, con precios que en 1939 iban de 1.25 pesos en luneta a 30 centavos en paraíso. Desde inicios de la década también comenzaron a exhibirse funciones en matiné, pensadas para público infantil y costos aún más reducidos: en 1932 la entrada en paraíso costaba 5 centavos.
La extensión de la oferta cinematográfica en este teatro, la difuminación de las jerarquías y el creciente predominio de los públicos populares fue lamentado de formas diversas en la prensa, en un ejercicio narrativo que buscó exacerbar prejuicios y fortalecer la distinción frente al público popular, denostado con argumentos clasistas e, incluso, racistas. Una nota del diario Libertad da cuenta, en clave metafórica, del desprecio a un público identificado en términos raciales. Según el texto, “desde que los espectadores populares llenan el coliseo” comenzaron a presentarse problemas de parásitos: “Seguro que hasta la carne más morena no ha salido tan bien librada de las manchas rojas que dejan en brazos, caderas y piernas las canibalescas chinches de los asientos”.48
La relajación disciplinaria en el pacto de consumo dificultó la convivencia entre sectores sociales en los salones de cine, lo que impulsó nuevas segregaciones, físicas y simbólicas. Los “cines populares” (de hecho conocidos como “de piojo”) fueron narrados, con sensacionalismo, como espacios de tumulto y desorden. El cine Mitla, ubicado en la calle Guerrero, muy cerca de donde estuvo el desaparecido Salón Rojo, fue uno de esos cines populares y visitarlo en 1943 era, según la prensa, casi peligroso:
[O]btener un lugar durante la función es cuestión de ir dispuesto a ser “machucado” y a recibir empellones y quizá hasta lesiones con los filosos muros de las paredes del referido cine Mitla y generalmente el público de las localidades altas comienza a llegar desde muy temprana hora […] [pero] tiene que vencer dos obstáculos, primero que le vendan en el expendio su boleto, lo que se hace con demasiado retraso y luego esperar que abran las puertas, y cuando al fin se da paso a los espectadores, es cuestión de echar a correr entre empujones y todo género de molestias, con peligro de que al pretender obtener un sitio en la primera fila puede perderse el equilibrio y sufrir una tremenda desgracia […].49
Cinelandia, salón ubicado a partir de 1950 en el extemplo de Santa Catarina de Siena en la calle del Cinco de Mayo, buscó distinguirse por su precio de entrada más elevado, entre tres y cuatro pesos, y por programar casi siempre cine de Hollywood, reservado para un público con habilidades de lectura suficientes para comprender los subtítulos.50 Su oferta estaba dirigida a ese público “decente”, temeroso de visitar el cine Mitla o el Alcalá y exponerse a los “escupitajos, ladrillazos, cigarros encendidos y hasta botellazos”, que según la prensa menudeaban en los cines populares.51
En los años cincuenta, el historiador Fernando Iturribarría se quejaba no sólo de los salones populares, sino de las películas mexicanas, en su mayoría dedicadas a halagar “los más bajos instintos del pueblo”. La postura de Iturribarría hace eco de un determinismo, muy común en la época, que consideraba que la cultura debía “elevar” los gustos populares, intrínsecamente primitivos: “El cine que aun siendo caro, resulta por ahora el más barato, al imponerse en el medio de la provincia, ayuno en lo general de espectáculos más elevados, degenera el gusto, enerva el sentido moral, si casi exclusivamente está formado por este tipo de películas”.52
Tal desprecio por el cine mexicano muy pronto se convirtió en una señal de distinción, en una declaración obligada para los que se consideraban parte de un público “educado”. La resonancia de esta postura muestra también las formas múltiples de apropiación de las películas, las cuales acumulan capas de significado y formas de decodificación según los nuevos contextos de recepción. Una comedia ranchera, celebrada en los años treinta por su reivindicación del “alma nacional”, en los cincuenta podía ser vista como una mera curiosidad primitiva, mientras que otras nuevas películas del mismo género fueron descalificadas por su escenificación celebratoria del “atraso rural”. La discusión en la esfera pública constantemente negocia y reelabora significados y pactos de consumo que norman las formas de valorar los productos mediales.53
Un articulista aseguraba en 1961 que era “una ofensa obligar a toda una nación a ver cintas calculadas a la medida del analfabeto”. En su argumentación enaltece la superioridad de lo urbano y también recurre a estereotipos racistas para describir una ruralidad considerada premoderna.
[…] el cine nacional se ha adaptado a nuestro pueblo, que cuenta con un 40 % de analfabetos, los cuales pagan y quieren salir complacidos. Los productores vieron la necesidad industrial de producir películas para la gente de huarache y alpargata, o sea, para la que no sabe leer. De aquí la fabricación en serie de churros de mala pasta cocidos en pésimo aceite de algodón, inaceptables para todo paladar que sepa lo que es un pastelillo apetitoso.54
Un año antes, la prensa oaxaqueña anunció una reorganización de la exhibición cinematográfica en la ciudad que, en gran medida, respondió a la presión exclusivista entre los públicos y “rescató” al Teatro Alcalá de la popularización. Un nuevo salón en proceso de construcción -el cine Oaxaca, ubicado en la calle de Morelos- sería dedicado junto con el Mitla a la exhibición de cine mexicano y otros espectáculos “simples […] propios del público que asiste a sus programas”, mientras que el Teatro Alcalá fue reservado para la exhibición de cine extranjero, sobre todo estadounidense, y espectáculos “de gran envergadura”.55
La preocupación por la moralidad de las películas era otra forma de distinguirse como público educado, en la medida en que permitía desplegar una cierta idea de tutela y, con ella, un enaltecimiento de la propia condición social. Si bien la censura cinematográfica era una práctica institucional cotidiana,56 la “clase educada” no sólo se quejaba, también actuaba para incidir en la recepción de los públicos populares. En paralelo a la censura estatal, la Iglesia católica aplicaba la propia e impulsaba a su feligresía a participar en el proceso. En 1959, la esposa de un distribuidor de películas de 16 mm en la capital oaxaqueña informaba de sus preocupaciones pero también de sus logros a la directora del Centro Católico de Orientación Cinematográfica de la Acción Católica Mexicana:
[…] nos hemos limitado a no traer películas clasificadas en C, pero temo que esta situación no podrá ser mantenida en forma perdurable pues, desde mayo que empezamos a trabajar en esto ya había programadas algunas a las cuales se les pudo cortar el pedazo o las escenas [inmorales], y hemos acaparado las exhibiciones en escuelas de la ciudad y algunas de fuera, lo mismo en Parroquias […].57
La práctica censora era una tarea sistémica que -desde una pluralidad de actores tanto estatales como de la esfera pública, pero siempre asumida como parte de la “clase educada”- gestionaba la visibilidad y, de esta forma, intentaba tutelar a los públicos populares, determinando lo que les era posible, o no, mirar.
A pesar de las quejas, inconvenientes y desacuerdos, el cine siguió siendo por muchos años el espectáculo más concurrido y popular.58 En 1959 había en el estado 17 cines (la abrumadora mayoría en la capital) que en conjunto vendieron cerca de millón y medio de localidades, casi una por cada habitante;59 sin contar con los exhibidores itinerantes que desde mitad de los cuarenta visitaban las cabeceras municipales en prácticamente todo el estado. En los Valles Centrales las proyecciones en formato de 16 mm itineraban una vez a la semana, en coincidencia con el día de mercado; en Tlacolula de Matamoros, por ejemplo, se exhibía los domingos y en Zaachila, los jueves. En la escarpada Cañada, en Huautla de Jiménez, las primeras exhibiciones se realizaron en 1946.60
Conclusiones: tensiones y acuerdos frente a la pantalla
En 1961 se filmó en inmediaciones de la ciudad de Oaxaca, en la zona arqueológica de Monte Albán y en Tlacolula de Matamoros la película Ánimas Trujano, producida y dirigida por Ismael Rodríguez a partir de la novela La mayordomía de Rogelio Barriga Rivas. Durante la filmación en Tlacolula, lugar natal del autor adaptado, decenas de vecinos colaboraron, en forma voluntaria y con gran entusiasmo, para representar una mayordomía tradicional frente a la cámara. La filmación fue todo un suceso en la localidad.61 Meses después, la película obtuvo cierto éxito de taquilla y reconocimientos internacionales como una nominación al premio Oscar de la academia hollywoodense. A pesar de la mala recepción de la crítica, la “clase educada” oaxaqueña la consideró una buena muestra de los paisajes, las costumbres, las fiestas y las tradiciones autóctonas, un catálogo que sin duda ayudaría a promocionar el turismo, actividad que era prioritaria para el gobierno de Adolfo López Mateos y se había convertido en uno de los motores económicos de la ciudad de Oaxaca. Incluso su función “première” mereció la pantalla del Teatro Alcalá, ya para entonces dedicado casi en exclusiva al cine extranjero (véase la figura 3).
Para esa época, muchas de las familias acomodadas de la ciudad habían integrado ya a sus diversiones privadas el uso de cámaras y proyectores caseros de ocho milímetros que se publicitaban en la prensa local a un precio de $ 985.00. Comenzaba a registrarse en la ciudad de Oaxaca una nueva transición tecnológica que en unos años, gracias a la televisión, modificaría por completo el panorama del consumo audiovisual, con una tendencia a que este tipo de entretenimiento transitara hacia el ámbito privado.62
Entre gozos, tensiones y desencuentros, los heterogéneos públicos oaxaqueños de la primera mitad del siglo XX se apropiaron de formas diversas del espectáculo cinematográfico. Del proyecto de racionalidad urbana diseñado en el Porfiriato, jerárquico, estático y ordenado, a la ciudad masiva de la posrevolución, con una integración e intercambios cada vez más intensos con el centro del país, el salón de cine adquirió y consolidó en la ciudad de Oaxaca un papel relevante como espacio de socialización, de mediación y de escenificación de diferencias y acuerdos entre sectores sociales.
Los recintos destinados a la exhibición fílmica fueron vividos por los públicos populares como espacios para el desarrollo de estrategias de adaptación y de resistencia frente a un proyecto modernizador que los impactó en formas múltiples. En las taquillas, vestíbulos y butacas afirmaron su presencia pública y demandaron un espacio para participar en el espectáculo; en la pantalla encontraron cartabones, mensajes y rostros que los interpelaron y motivaron a regresar a nuevas funciones. En su práctica cotidiana como asistentes al cine ensayaron, perfeccionaron y legitimaron sus estilos de sentir y de pensar. La mediación descrita sin duda incidió en sus maneras de imaginarse citadinos y de interactuar social y políticamente en el espacio público.
Al mismo tiempo, las élites tanto antiguas como emergentes se distinguieron por sus formas de consumo fílmico en espacios diseñados especialmente para ellos, pero también por sus esfuerzos para racionalizar, instruir y tutelar la mirada del público popular; en su narración mediada de los salones populares y de las películas producidas en México se expresan muchos de sus valores, prejuicios, proyectos, aspiraciones y frustraciones frente a una modernidad que también los sacudió y los obligó a resistir y a negociar nuevas maneras de integrarse a una sociedad masiva, sin perder su condición de excepcionalidad en su ser citadino, ciudadano, oaxaqueño, mexicano y moderno.