El mexicano que no roba ó asesina,
es porque no quiere: la ocasión
se le presenta a cada paso.
“Gobierno y delincuentes”,
El Cosmopolita, 22 de abril de 1840, 3
Presentación
Las representaciones y los discursos presentes en la legislación y la prensa periódica de los primeros años del México republicano coincidían en que los tipos criminales más lesivos para el orden social eran, por una parte, los conspiradores (denominados también “conspirantes” o “infidentes”) y, por otra, los ladrones. La drasticidad de ciertas disposiciones punitivas, mismas que estuvieron a la baja durante los últimos años de la época virreinal, y el renovado ánimo en la represión de tales delitos fueron fenómenos signados, entre otras cosas, por el estado de aguda conflictividad social y política propio de la época, la correspondiente efervescencia de la actividad criminal y la estigmatización de los sectores populares, a los que era imperativo mantener bajo control. En un marco de cierta opacidad legal y acusada debilidad institucional, la justicia criminal ordinaria cedió parte de sus atribuciones punitivas a la justicia castrense, con el objeto de sentenciar bajo parámetros más severos tanto a los conspiradores contra el gobierno como a los ladrones, convertidos en enconados enemigos del orden en ciernes, “plagas” perseguidas con fruición en los principales centros económico-políticos.
La predominancia numérica de los ladrones depositados en las cárceles del Distrito Federal, pese a la importancia de otros tipos delictivos, era una realidad evidente. En una relación dada a conocer por la Comandancia General de México hacia 1827, se contabilizó a los presos juzgados militarmente en calidad de “conspirantes” y “ladrones”, a partir de datos correspondientes a los primeros ocho meses de ese año. De los 106 individuos sindicados como ladrones, 68 fueron puestos en libertad, 15 condenados a pena de obras públicas, 11 fueron destinados a la pena de presidio, 8 remitidos a la jurisdicción ordinaria, 2 de ellos fallecieron en prisión, otro se fugó y uno más fue condenado a pena de último suplicio.1
Con base en lo reflejado por las cifras de reos depositados en cárceles como la Nacional o la de Diputación, sitas en el Distrito Federal, los delitos contra la propiedad constituían el principal motivo de detención. La evidencia muestra, por ejemplo, que a partir de las visitas de cárceles efectuadas por los oficiales de justicia, hacia finales de marzo de 1828 se encontraban en la Cárcel Nacional 572 individuos, de los cuales 195 estaban presos acusados de ladrones, y sólo los “heridos y heridores en riña”, con 181 reclusos, se les acercaban un poco en cantidad. Mucho menos concurrida se encontraba por estas fechas la Cárcel de la Diputación, que albergaba apenas 9 individuos, 2 de ellos encausados por robo, no rebasando ninguna otra tipología más de un recluso, caso del único “conspirador contra la patria”.2 De acuerdo con las visitas de cárcel disponibles, entre las infracciones atendidas por los seis juzgados de Letras de la capital en 1830, 1831 y 1832, destacan los “delitos contra la propiedad” (hurto, robo, robo con ganzúa, asalto y robo en cuadrilla). Éstos promedian un 37 % del total de las causas, sólo por debajo de los delitos tipificados por Graciela Flores como “delitos contra las personas” (homicidios, heridas, golpes, riñas), con un promedio de 46 % en dicho trienio.3
En cuanto a los conspiradores, la necesidad de perseguirlos y castigarlos se explica a partir del afán por impedir que ciertos grupos o facciones pudieran alterar o revertir la marcha del orden republicano. Una explicación parcial a la baja aparición de la conspiración o la infidencia en los registros criminales, radica en que los delitos de corte político solían tener como protagonistas centrales a ciertas élites letradas o castrenses, por lo que el tratamiento que se les dio fue esencialmente político, ocasionando “que tales hechos no llegasen a ventilarse en instancias judiciales”.4 En contraparte, delitos contra la propiedad como el robo y el hurto eran “delitos típicos de las clases populares”,5 y por ende, no sólo relativamente abundantes, sino proporcionalmente más significativos, más frecuentemente perseguidos y, valga decirlo, más duramente castigados.
En la génesis del periodo republicano puede apreciarse, en consecuencia, una pauta muy marcada que mostraba a los ladrones como la principal plaga social a combatir, pues despojaba a los ciudadanos de su cualidad definitoria por excelencia, la propiedad. Los reportes en torno al orden social que se buscaba implementar en la ciudad capital se encuentran muy bien ilustrados en un órgano como El Sol, que en su sección “Tranquilidad pública”, vigente hasta mediados de 1828, consignó casi a diario los resultados de las rondas y patrullajes que los alcaldes, guardas, regidores y demás agentes de justicia efectuaban en las calles, y que terminaban regularmente en la conducción a la cárcel de todos los infractores que resultaban aprehendidos, celo por el orden social originado en el talante político decididamente conservador del periódico aun desde su primera época.6
En el ámbito delictivo, más allá de los casos que involucraban a los ebrios pendencieros, a los vagos y a otros perturbadores de la tranquilidad pública, descollaron los reportes de robo a transeúntes, casas y accesorias, algunos de los cuales eran víctimas de robos con violencia. En aras de contextualizar el problema, pueden apreciarse notas como las siguientes: una mujer y una niña resultaron heridas en el callejón de Chavarría en el robo consumado de un paraguas y una capa pertenecientes al sujeto que las acompañaba; un soldado del cuartel número 8 resultó herido por tres paisanos que intentaron robarle; seis paisanos y un soldado hirieron a un hombre tras arrebatarle su capa en la calle de la Misericordia; un residente de la calle de Necatitlán fue herido gravemente en la cabeza por un soldado ladrón; en la plazuela de la Sabana se encontró a un hombre medio muerto por un garrotazo que le propinaron en la cabeza dos ladrones; cinco hombres a caballo hirieron a un maicero en la calle de San Juan y le robaron la venta del día; idéntica suerte corrió un carnicero al que le quitaron la capa dos hombres armados con “sables desnudos” en la calle de Zuleta; en el callejón denominado de Los Gallos hirieron a un hombre con el propósito de hurtar sus pertenencias, aunque el ladrón fue capturado.7
En la esfera propiamente jurídica, los primeros años del Distrito Federal estuvieron enmarcados en un periodo transicional entre el Estado jurisdiccional y el Estado de derecho, con una notoria permanencia de ciertos postulados propios del Antiguo Régimen. De hecho, la iurisdictio era la esencia del orden jurídico-político de las monarquías occidentales. Como características definitorias, aquél era un orden tradicional, porque “cambiaba permaneciendo y mantuvo siempre sus características más definitorias y sustanciales”; en segundo término, era un orden natural porque estaba:
Objetivado en la constitución tradicional del espacio político, que se concretaba en un conjunto de derechos particulares -en rigor, subjetivos, por jerárquicos y desiguales que fueran, en correspondencia a la pluralidad de posiciones sociales jurídicamente importantes (o estados)- garantizados de manera judicial, mediante los procedimientos forjados ad hoc por la tradición y definitorios del llamado constitucionalismo antiguo, los cuales básicamente declinaban bajo distintas formas el binomio agravio-querella [...] y configuraban un modelo judicial de gobierno.8
De este modo, el Estado jurisdiccional “unía justicia y gobierno en un solo cuerpo”, estando marcado “por la existencia de un derecho común y un gobierno generado por la concentración de potestades en un monarca que [...] los delegaba por medio de la jurisdicción en un aparato administrativo”. Mientras tanto, el Estado de derecho reivindicado por el liberalismo político, se definió por contar “con una constitución que facilitaba el equilibrio de los poderes y el reconocimiento de los derechos al amparo de la ley, misma que se asumió de forma sistemática, estable y ordenada en los códigos civil, penal y mercantil”, rompiendo de este modo con el llamado constitucionalismo jurisdiccional.9
El presente artículo tiene como objetivo principal el estudio de las representaciones, las ideas y las visiones generadas por la élite gubernativa y judicial del Distrito Federal en torno a problemas como los delitos contra la propiedad, así como también el tratamiento y la punición a los ladrones, entre 1823 y 1840. Su hipótesis es doble: por una parte, dichas representaciones de los delitos contra la propiedad y sus actores giraron en torno a la consolidación de un ideal de propiedad, que si bien no surgió con el advenimiento de la república, configuró de un modo prístino la categoría de ciudadanía. En segundo término, aunque la retórica ilustrada con respecto al castigo de tales delincuentes tuvo continuidad legal y jurídica, la excepcionalidad de algunas leyes penales dejó abierto el espacio para la administración de castigos contrarios a la proporcionalidad entre delitos y penas. La presente propuesta, en consecuencia, busca estudiar los prejuicios de clase en torno a los derechos de propiedad y su vulneración, explicados a través de la necesidad de configurar un nuevo orden social y político medianamente estable, y que tuvo como principal órgano de expresión a la prensa periódica.
Los discursos de la prensa y la legislación penal, así como la praxis jurídica en la etapa previa a la codificación apelaron cada vez con más ahínco a la idea de regeneración social a partir de la educación y del trabajo. Podrá apreciarse, no obstante, que los primeros gobernantes republicanos no mostraron demasiados escrúpulos para administrar la pena de muerte sobre ciertos ladrones considerados especialmente nocivos no sólo para el nuevo orden político, sino también para la preservación de valores tradicionales como la religión católica y el respeto que ella merecía como culto de Estado consagrado constitucionalmente.10
Metodológicamente, este ejercicio retoma la inclinación de la historia del delito por estudiar los impresos de una época determinada “para observar la manera cómo se pensaba la criminalidad, a los delincuentes (las etiquetas para describirlos) y el castigo”.11 Una vez identificadas estas variables, bajo los presupuestos de una historia sociocultural del delito, que considera dicho fenómeno como un acto “irreductible del contexto que lo produce”,12 se pretende evidenciar los nexos efectivos entre las ideas y visiones, por un lado, y las instituciones, los crímenes y las prácticas institucionales, por el otro.13
El presente artículo está estructurado de la siguiente manera: en primer lugar, se ilustra brevemente el contexto jurídico-legal que enmarca el problema de investigación; es decir, el origen y las características de los principales hitos en materia penal contra los ladrones vigentes entre 1823 y 1840, mismos que justifican la periodización propuesta. En segundo término, se evidencian algunos discursos periodísticos que muestran la reconfiguración del concepto de propiedad durante los primeros años de vigencia del republicanismo y el modo en que éste se convirtió en un puntal indisociable de la ciudadanía en construcción. Por último, se analiza el cómo, pese a lo dispuesto en materia punitiva por la legislación contra los ladrones, la praxis judicial efectiva reivindicó en algunos casos puntuales las penas de último suplicio propias del Antiguo Régimen, contrarias al ideal liberal de proporcionalidad entre delitos y penas, definiendo a ciertos ladrones como una amenaza al orden social y a los valores estatuidos.
Un periodo coyuntural para la justicia en la temprana república mexicana
El decreto de 27 de septiembre de 1823, alusivo parcial o totalmente al juzgamiento de “salteadores de caminos” y “ladrones en cuadrilla”, fue blanco de polémicas en torno a su vigencia, o bien, a su presunta inconstitucionalidad.14 Obra del Soberano Congreso Mexicano, el mencionado decreto prescribió en su artículo 1o. que:
Los salteadores de camino, los ladrones en despoblado y aun en poblado, siendo en cuadrilla de cuatro ó más, si fueren aprehendidos por la tropa del ejército permanente, ó de la milicia provincial ó local destinada expresamente á su persecución por el gobierno, ó por los jefes militares comisionados al efecto por la autoridad competente, serán juzgados militarmente en el consejo de guerra ordinario prescrito en la ley 8a., título 17, libro 12 de la Novísima Recopilación, cualesquiera que sea su condición y clase.15
El 3 de octubre de 1825, se extendió la ley de 27 de septiembre de 1823 sobre ladrones juzgados militarmente, “á todo ladrón aprehendido en el distrito federal y territorios, por la autoridad política, tropa permanente, milicia activa ó local, aunque no sea destinada para persecución de ladrones”,16 homologando, al menos en teoría, ambas tipologías delictivas. Por su parte, el 21 de noviembre del mismo año, se realizó una aclaración a dicha ley, consistente en que, cuando la sentencia dictada por el comandante general del Distrito Federal no confirmase la proferida por el consejo de guerra ordinario en primera instancia, la causa debería decidirse en un plazo no mayor a tres días por dos “asesores dotados” que no hubiesen tenido conocimiento de la misma previamente, en compañía de otro colega nombrado directamente por el gobierno, y cuya resolución sería de obligatorio acatamiento.17
En la esfera de los delitos contra la propiedad, aquella ley representó la supeditación de la justicia criminal ordinaria a la justicia castrense, dado que facultó el juzgamiento militar en consejo de guerra ordinario en todas aquellas causas en las que los ladrones fuesen aprehendidos por autoridad de cualquier fuero. La idea rectora del gobierno federal consagrado constitucionalmente al año siguiente era que esta disposición tuviese vigencia sólo hasta que fuesen promulgadas “las leyes que arreglen definitivamente su administración de justicia”.18 Dado el contexto de inestabilidad social e institucional, resulta evidente que uno de los asuntos más acuciantes y perentorios para el gobierno mexicano fue el tocante al orden público y al control social, por lo que esta coyuntura justificó la aplicación de castigos extraordinarios con el fin de reprimir robos especialmente graves, caso de los que representaban un ultraje tanto a la religión como a la sociedad.
A través de la ley de 18 de diciembre de 1832, la Secretaría de Justicia derogó la ley de septiembre de 1823, amén de la del 3 de octubre de 1825, eliminando de ese modo la competencia de los militares sobre delitos del fuero ordinario.19 En el Distrito Federal, el periodo comprendido entre 1825 y 1832 tuvo como telón de fondo algunas sonadas condenas a “último suplicio” contra ladrones, acordes presuntamente a una importante comisión de delitos contra la propiedad en los ámbitos urbano y rural. En cuanto a la naturaleza del accionar legislativo, la similitud con el caso de Bogotá es sugerente, pues las disposiciones en materia penal entre 1821 y 1833 hablan de una crisis de robos en la capital colombiana, cuya máxima efervescencia se presentó luego de 1826.20
Apenas llegados los centralistas al poder, la ley de 29 de octubre de 1835, sobre el modo de juzgar a los ladrones homicidas y sus cómplices, retornó parte de las atribuciones punitivas a los poderes castrenses, exceptuando de juicio militar a los “ladrones rateros que deban ser juzgados en juicio verbal, los que fueren aprehendidos por la jurisdicción ordinaria, o por fuerza armada en auxilio de ella”.21 Hacia 1840, el Congreso General reivindicó la utilidad de la jurisdicción militar en el juzgamiento “de cualquiera clase” de ladrones excepto los “rateros”, refrendada por la ley de 13 de marzo de ese año,22 e inspirada en el supuesto de que “la seguridad de los ciudadanos no existía, pues éstos llegaron a estar, aun en la ciudad capital, a merced de los ladrones y asaltantes”.23 No obstante, dicha disposición fue derogada casi de inmediato por el Supremo Poder Conservador, adverso a los tribunales privativos vetados por el constitucionalismo; acto legislativo que según algunos autores, devino en la “aniquilación” del órgano de control constitucional surgido de las Siete Leyes, junto con todo el sistema que le había dado vida.24 Al centralismo en cabeza de Anastasio Bustamante le saldría caro renunciar al “formidable poder” de juzgar a los ladrones militarmente,25 instrumento que presuntamente había permitido mantener a estos delincuentes bajo relativo control en el periodo de su primera vigencia.
La legislación contra los ladrones en el temprano republicanismo: trabajo y punición
Los primeros años del México republicano estuvieron signados por un estado de guerra interna y externa, así como por una marcada inestabilidad institucional26 directamente ligados a la dureza de cierta práctica penal, y que inevitablemente acentuaron los modos de punición existentes durante el periodo virreinal. Los “viles y rateros”,27 en particular, figuraron como uno de esos enemigos interiores que el naciente Estado mexicano veía como amenazas a la propiedad, la libertad y la seguridad individual de la ciudadanía, tal como fueron representados en la prensa, la legislación y los autos criminales.
El combate contra la “plaga” del robo tuvo características muy específicas, vinculadas con la idea de regeneración social a partir de labores “útiles y productivas”. Desde la época de transición de la Audiencia territorial, organismo que precedió a la instauración de la Suprema Corte, dicho tribunal de justicia proporcionaba listas de los “negocios” despachados por las dos salas que lo componían, en las que es patente que las condenas administradas a los ladrones en la ciudad de México se basaban principalmente en las penas de presidio, servicio en las obras públicas y servicios de cárcel. Así por ejemplo, en 1823 la primera sala de lo criminal, en la causa contra José Justo y sus ocho “compañeros”, sentenció a tres de ellos a diez años de presidio (sin mencionar lugar) y a los demás a cuatro años de presidio en Acapulco; a José Torres a cuatro años de servicio en las obras públicas de la capital; y a Domingo Arenchi y José Antonio Villaraus a dos años de la misma pena. La segunda sala, por su parte, sentenció a Francisco Ruiz a un año de servicio de cárcel.28
Esta política punitiva continuó desarrollándose legalmente hacia 1824, cuando el así llamado Ministerio de Justicia y Negocios Eclesiásticos, recogió una orden del Supremo Poder Ejecutivo, disponiendo que las audiencias territoriales de México y Guadalajara enviasen inmediatamente a todos los condenados a presidio al puerto de Veracruz. Tal orden pretendía que los reos de delitos leves se aplicasen al trabajo en los buques de guerra de aquel puerto,29 iniciativa incoada en el temor que suscitaba la posibilidad de una invasión española, la cual estuvo latente hasta bien entrada la década de los treinta.30 Durante los años subsiguientes, los reos condenados a presidio estuvieron discriminados de acuerdo con zonas de frontera como Tejas, Veracruz, las Californias y Acapulco, si bien algunos aparecían sentenciados a destinos no especificados. Las sentencias a trabajos en el presidio norteño de Santiago, relativamente habituales durante el virreinato, desaparecieron en la práctica.
En 20 de mayo de 1826, se prohibió que los condenados por ladrones fuesen aplicados al servicio de las armas durante el tiempo de su condena, disposición que fue matizada poco después y en la práctica penal no se cumplió a rajatabla, pues servir en el ejército ya estaba implícito en la pena de presidio.31 Aunque la mencionada ley prohibía taxativamente el empleo de los condenados por robo en el servicio de las armas, su violación, así como su rehabilitación legal en años posteriores, tuvo cometidos signados por las necesidades defensivas de la primera república federal,32 y constituyó un reforzamiento de las atribuciones de los cuerpos castrenses, aún después de 1832.
En este orden de ideas, el pensamiento ilustrado inspiró diversas disposiciones encaminadas al usufructo de la fuerza laboral de ciertos tipos de delincuentes, caso de los ladrones.33 Ejemplo de ello es lo dispuesto por José María Tornel y Mendívil, coronel, diputado y gobernador del Distrito Federal, quien, haciendo uso de sus facultades extraordinarias e invocando principios humanitarios (ahorrar sufrimiento a los reos), morales (evitar la impunidad y satisfacer la vindicta pública) y utilitarios (“la necesidad que la patria tiene de brazos útiles”), ordenó que los desgraciados que padecían en las cárceles capitalinas se ocupasen en el ejército o en la marina, en cualquier obra de fortificación o en las Californias.34 El destino último, al parecer, no revestía una importancia superlativa: lo más importante es que los brazos de los delincuentes se empleasen provechosamente en toda obra benéfica para la república.
El hacinamiento carcelario en el Distrito Federal, por otra parte, provocó que las justicias fuesen impelidas a asignarle un destino concreto a cada uno de los reos previamente condenados a la pena de presidio. Resulta palpable la preocupación del gobierno por el sobrecupo en las cárceles capitalinas, especialmente en la Cárcel Nacional, pero también lo persistente del malestar por las posibles fugas masivas de presidiarios mientras eran conducidos a su destino punitivo o cuando ya estaban trabajando en él. En 1830, el secretario de Guerra hizo una propuesta a la Cámara de Diputados proponiendo que fuesen más detalladas las relaciones de reos conducidos en las cuerdas de presidiarios; tales “medias filiaciones” deberían ser formadas por los jueces o tribunales competentes que hubiesen conocido de la causa en cuestión.35 Circulares como la anterior estaban pensadas para trasladar presidiarios hacia lugares muy distantes como Galveston (Coahuila-Tejas), puerto susceptible de servir como anclaje colonizador ante la arremetida de los hombres del norte.
La devolución de atribuciones a la justicia ordinaria por parte de la justicia militar pareció quedar consagrada en la circular de la Secretaría de Guerra de 4 de marzo de 1833, la cual ordenó que en lo sucesivo, ningún preso del fuero ordinario podría seguir recluido en cárceles militares.36 Poco después, el poder ejecutivo resolvió que los militares se ciñeran a administrar justicia únicamente en los casos que les competían, “sin disponer de la vida de ningún ciudadano”.37
En contraprestación a estas medidas, y como una forma de satisfacer las necesidades materiales del ejército, el general y presidente Antonio López de Santa Anna, investido de facultades extraordinarias, ordenó que los reos de delitos leves ya sentenciados y aún por sentenciar a penas “correccionales” como obras públicas o servicios de cárcel, fueran destinados al servicio de las armas en la medida en que resultaren aptos para tales fines.38 De esta medida habrían de quedar exentos los ladrones condenados a presidio, en virtud de la aludida ley de 20 de mayo de 1826.39
La propiedad en un universo de ciudadanos
La importancia de la prensa como insumo de la investigación histórica ha sido señalada repetidamente desde diversos ángulos y perspectivas. Como bien ha mostrado Gilberto Loaiza Cano para el caso del Nuevo Reino de Granada en los albores del siglo XIX, los letrados criollos del agonizante virreinato ya eran ávidos consumidores de las gacetas y periódicos extranjeros, y lograron consolidar asociaciones con énfasis en el debate político. Esta dinámica intelectual tuvo importantes repercusiones en lo que habría de ser primeramente, el proceso independentista, y seguidamente, la construcción de una arquitectura institucional acorde con las exigencias del régimen republicano.40
Lo anterior no refiere exclusivamente a cuestiones relativas al diseño del entramado político-administrativo, sino también al de la administración de justicia, dada la formación jurídica presente en la mayor parte de tales letrados. Por ello, no debe resultar extraño que la prensa haya devenido en una arena política que reflejó, tanto enconadas disputas, como transacciones y negociaciones entre los diversos actores herederos o continuadores de la tradición ilustrada virreinal. Los periódicos, en consecuencia, “fueron verdaderos protagonistas de las diferentes contiendas públicas, pues se desempeñaron como actores que pretendieron incidir en la dirección del país”.41
En el caso mexicano, la prensa de los primeros años independientes resulta fundamental para acercarse a los sucesos y actores que no sólo se disputaban el control de las nacientes instituciones, sino que pretendían moldear a su favor una opinión pública en plena formación, así como “ilustrar al pueblo”, “reformar” las costumbres públicas y debatir con los ilustrados allende el Atlántico.42 Los periódicos reflejan, entre otras cosas, que el sistema federal, adoptado rápidamente una vez abolido el primer imperio, no careció de encarnizados críticos, puesto que la clase política en formación se encontraba atomizada entre los monárquicos simpatizantes del borbonismo o del iturbidismo y los republicanos; estos últimos divididos a su vez “en centralistas y en defensores de los distintos tipos de federalismo”.43
Así las cosas, varios de los periódicos más sobresalientes impresos en el Distrito Federal durante este periodo fueron regularmente órganos de expresión de las así llamadas logias escocesa y yorkina, poderosos “partidos” republicanos que supuestamente mantenían una enconada “guerra a muerte”.44 Por ejemplo, El Sol y El Observador de la República Mexicana pertenecieron a la primera facción y Águila Mexicana, el Correo de la Federación Mexicana, o El Amigo del Pueblo, a la segunda;45 si bien Vázquez Semadeni atribuye el Águila al grupo de los “imparciales”, dirigido desde enero de 1828 por Valentín Gómez Farías.46 En alardes retóricos tendientes a la persuasión, estos periódicos hicieron esfuerzos por mostrarse ante la opinión pública como enconados defensores de programas antagónicos frente a sus rivales en determinadas materias clave, como el sistema de gobierno y las relaciones entre Estado e Iglesia, más allá de las pugnas intestinas características de la masonería.
El cometido fundamental de tales órganos de expresión no era tanto el informar como el hacer política, pues a partir de la generación de múltiples espacios de debate periodístico se buscaba influir en las contiendas electorales, elogiar o denostar a los jueces y gobernantes, consolidar un sistema político y jurídico particular, o acceder al poder. En suma, ganarse a las mayorías del pueblo y moldear la sociedad mexicana a partir de ciertos valores de clase.47 De una u otra manera y en diferentes grados, los periódicos señalados mostraron interés por las cuestiones referidas al orden social, valor que debía ser garantizado para hacer viable el efectivo ejercicio del gobierno y de la justicia. Dicha preocupación, no obstante, tuvo sus oscilaciones, pues no en todo momento aparecen secciones dedicadas abiertamente a estos temas.
La denuncia de los reiterados robos y asaltos tenía como trasfondo un interés muy claro en amplificar el daño causado por los atentados contra la propiedad, puesto que la defensa de los bienes públicos y privados fue objeto de especial atención por parte de los sectores privilegiados y por tanto, de gobernantes y jueces. En las distintas lógicas discursivas que hacían eco de la problemática, se encontraba la idea de que la propiedad era la cualidad definitoria por excelencia del ciudadano, y lo que hacía la diferencia con la antigua categoría de vecino.48 Múltiples grupos con interés en gobernar se alinearon detrás de sendas publicaciones, animados por la necesidad de “alimentar” o “fijar” la opinión pública en torno a este tópico, debatiendo respecto a la adecuada estructuración de un nuevo orden social, político y jurídico-legal a partir de las nociones de igualdad, libertad y propiedad bajo el prisma liberal. La detentación de esta última resultaba fundamental en esa definición de ciudadano, pues sólo podrían acceder a dicho estatus “individuos masculinos con prominencia social y económica”, característica definitoria y necesaria del “hombre libre para la iniciativa empresarial”.49
Ejemplos de momentos definitorios de la condición de ciudadanía se encuentran expresados en la prensa de la época. El primero que habrá de examinarse data de 1823, cuando recién instalado el Soberano Congreso, José Celestino Negrete, presidente del Supremo Poder Ejecutivo, hizo eco de las promesas y las garantías que el nuevo sistema federal pretendía implementar para la protección de los derechos civiles, recién aplastada la “espantosa hidra” del primer imperio tras el éxito del Plan de Casa Mata. Los congresistas que habrían de fungir como los representantes del pueblo mexicano estarían encargados principalmente y sobre todas las cosas de fomentar y estabilizar el orden legal, la seguridad personal y la propiedad de los ciudadanos: “la virtud, el mérito, la suficiencia para desempeñarlos, las ideas liberales y los servicios positivos á la Pátria, serán de hoy en adelante la única recomendación que considere la justicia distributiva”. Esta retórica oficialista, que exaltaba al nuevo sistema de gobierno como “verdaderamente liberal”, prometía lisonjeramente defender la propiedad privada así como castigar con arreglo a la ley a quien osare menoscabarla, pues con “las más estrechas medidas” pondría a los ciudadanos “a cubierto del ladrón y del asesino que os asalten en las calles ó dentro de vuestras propias casas”, situación que al parecer era bastante frecuente por entonces.50
El segundo de tales ejemplos se ubica en 1830, momento en que se hallaban mejor asentadas las ideas del liberalismo político mexicano y se había consolidado la identificación de los “hombres de bien” con los grupos propietarios.51 Este discurso resulta fundamental, además, por la importancia ideológica que tuvo el pensamiento de su autor, José María Luis Mora, quien desde El Observador de la República Mexicana clamó al congreso general por la regulación del prometido ejercicio del derecho de ciudadanía, del cual deberían estar excluidos, obviamente, todos los no propietarios, en afinidad con los postulados aristocratizantes del “partido” escocés. En palabras de este letrado, si un individuo no podía asegurarse una vida desahogada y honorable con base en sus propios bienes, lo más probable es que se viese dominado, al igual que el “populacho”, por cualidades execrables como las bajas pasiones, un ánimo ligero, inquieto y revoltoso y una más que notoria propensión al delito. Únicamente la propiedad era garante de la virtud, la prudencia y el carácter pacífico indispensables para hacerse cargo de los negocios públicos, de tener voz activa y pasiva en los asuntos del gobierno, y en suma, de “ejercer exclusivamente los derechos políticos”.
Por el órden común sólo éstos tienen verdaderas virtudes cívicas: la beneficencia, el decoro en la persona y modales, y el amor del bien público, son virtudes casi exclusivas de los propietarios ¿Cómo ha de pensar en socorrer á sus semejantes ni en fomentar la ilustración y la piedad pública, aquel á quien apenas basta el día para pensar en el modo de ocurrir á las necesidades más urgentes? [...] Seamos francos: la miseria y las escaseces fomentan y son una tentación muy fuerte para todos los vicios antisociales, tales como el robo, la falta de fe en las estipulaciones y promesas, y sobre todo, la propensión á alterar el orden público.52
Dado que la propiedad estaba definida desde esta óptica pletórica de liberalismo como “la posesión de los bienes capaces de constituir por sí mismos una existencia desahogada e independiente”, resultaba apenas natural que la propiedad fuese la garantía suprema del mantenimiento y la conservación del orden social. Por tal motivo era indispensable atacar con denuedo tanto los hurtos mayores como los menores, no siendo óbice estos últimos para poner en práctica una “filantropía extravagante” por parte de aquellos que con tanto ahínco clamaban por la dulcificación penal a la manera de Beccaria o Lardizábal e incluso por el perdón total a los actos de los ladrones. Ahora bien, emplear indiscriminadamente la pena de muerte para todo tipo de latrocinios, a la usanza de la antigua “justicia monstruosa”, resultaba inmoral, puesto que, en esta lógica, la vida no podía igualarse a la propiedad. En teoría, todos los ladrones debían ser escarmentados, pero bajo la lógica de la utilidad social, cuya mayor esperanza estaba situada en la reforma de las cárceles, despojándolas de su tradicional mácula como escuelas del vicio y del delito, y tomando como modelo a las prisiones norteamericanas por entonces en boga, materia en la que el propio Mora fue pionero.53
La “inexacta” aplicación de la ley en los inicios republicanos
Aunque los primeros gobiernos de “impronta liberal” contaron entre sus múltiples propósitos reformistas poner coto a la atenuación de “la dureza de los medios punitivos” propios del supuesto despotismo virreinal,54 tal intención se omitió deliberadamente en algunas causas puntuales contra ciertos ladrones, mismas en las que tuvo mucho peso lo estipulado respecto a su juzgamiento inmediatamente antes y después de la ley de septiembre de 1823, dejando en evidencia que la justicia penal sirvió como un instrumento de dominación de clase. Casos de este talante y características ejemplifican no sólo la coexistencia de las leyes españolas y las leyes mexicanas en materia penal, sino también las pugnas ideológicas “entre los que se apegaron a la herencia de las leyes españolas y los que las rechazaban”.55 En ese orden de ideas, no parece tan desconcertante la apenas relativa y en ocasiones moderada recepción de los principios del derecho penal ilustrado en torno al castigo, mismos que propendían por la moderación de los castigos físicos y la conservación de la integridad corporal de los imputados.
Tal como recuerda Edward Palmer Thompson en el caso de la Inglaterra dieciochesca, una interpretación liberal de las leyes podía llegar a ser compatible con una extrema severidad a la hora de penalizar los delitos contra la propiedad.56 En ausencia de código penal, los legisladores mexicanos dejaron un resquicio legal que permitiese apelar a una praxis penal de índole espectacular y moralizante en la que destacaron el garrote y el fusilamiento, imponiendo una tensión entre tradición e innovación en torno a ciertas prácticas punitivas. Dicha tensión no ensombreció la punición a través del trabajo en el tránsito del Estado jurisdiccional al Estado de derecho, aunque las justicias mostrasen en algunas ocasiones una particular dureza o “gran severidad” en lo relativo a ciertas condenas, propia de una “feroz represión estatal” contra los ladrones,57 integrantes por antonomasia de los sectores populares.
En medio de este abigarrado panorama punitivo, y como preámbulo a la ley de septiembre de 1823, el 29 de julio de ese año la Audiencia territorial ratificó la pena de último suplicio conferida por el juez de primera instancia contra los ladrones sacrílegos José María Salinas y Juan Nepomuceno Prado, hallados culpables de la extracción del copón y de la custodia con el sacramento pertenecientes a la iglesia de La Merced, además de la comisión de ciertos robos profanos no especificados en el expediente.58 Si bien los reos habían hecho uso del recurso de apelación, su funesto desenlace parece haber estado propiciado por el encendido discurso anónimo de uno de los redactores de la Gaceta del Gobierno Supremo de México, quien propugnaba la ratificación de la sentencia desde mayo del mismo año. Según este órgano oficialista, aunque los mencionados reos eran “dignos de la compasión pública”, su pecaminoso crimen había constituido un ultraje tan descarado a “los misterios más sagrados de nuestra Religión”, que de no mediar la intervención de las justicias, la indignación popular hubiera sembrado las calles “con sus más menudos pedazos”:
Este sería un exceso reprobado por las leyes. Se descubrieron, han sido juzgados y sentenciados según ellas; apelaron de la sentencia, y el tribunal en que se seguirá esta segunda instancia, tan justo como el primero, hará que se lleve adelante, y que los reos sin privarlos de este trámite legal, expíen sus crímenes, dejando la memoria de que si insultaron á la Religión y á la sociedad, una y otra los compadecieron; pero no los toleraron en su seno para oprobio de la especie humana.59
Idéntico destino deparó la justicia a una cuadrilla de ladrones autora de múltiples asaltos y pillajes cometidos en el Distrito Federal y sus alrededores, y que tenía atemorizados a los pobladores a causa de la violencia desplegada durante sus incursiones. Un par de lucrativos asaltos cometidos entre el 1 de agosto y el 13 de septiembre de 1825, fueron descritos con cierta minucia por el juez José María Puchet, quien afirmó que José María Espinosa, Pedro Rodríguez, José Antonio García alias Bola y otros cuatro criminales conformaban una asociación delictiva que tenía por modus operandi salir separados desde la capital, con el propósito de no despertar sospechas respecto a los robos que buscaban perpetrar en las afueras. Así las cosas, se supo que a unos arrieros les quitaron más de 1 500 pesos en un paraje denominado Tortolitas; y en el pueblo de Santa Marta sustrajeron a unos viajeros que se dirigían a Tlaxcala diversos objetos: bestias, dinero, ropa y algunos otros efectos que, juntos, sumaban poco más de 600 pesos.
Recabar estas minucias fue posible gracias a la captura y confesión de Bola, quien, como encargado de amarrar a las víctimas en medio de los asaltos, recibía a la sazón una parte menor del botín, siendo hallados en su poder unas piezas de coletilla, un paño de rebozo y un caballo cebruno. García fue juzgado militarmente al amparo de la ley de 27 de septiembre de 1823 y sus posteriores ampliaciones, incluidas la ley de 3 de octubre de 1825 y la de 21 de noviembre del mismo año. Como resultado, el ladrón capturado fue condenado a la pena de último suplicio por parte de la comandancia general de México, y puesto en capilla para ser ajusticiado el día 2 de abril de 1827 en la plaza de Mixcalco “a la hora acostumbrada”.60
Otro desdichado destinado a sufrir los rigores de la justicia fue Onofre Tobar, autor intelectual del robo a la casa y a la tienda comercial propiedad de doña Teresa Rodríguez en Chapultepec, quien fue condenado en 1825 a la pena de último suplicio, “para lo cual será sacado de la prisión en que se halla con soga de esparto al cuello, y grilletes al pie, al son de clarín y voz de pregonero que manifieste sus delitos hasta llegar al lugar acostumbrado donde se le dará garrote hasta que naturalmente muera; sin que persona alguna sea osada á quitarle pena de la vida”. Pese a que el juez de primera instancia lo había condenado a diez años de presidio en los bajeles veracruzanos, la Suprema Corte de Justicia sustentó el agravamiento de la pena a causa de la violencia que Tobar, como jefe de la asociación delictiva, ejerció sobre las criadas de la señora Rodríguez. En una mezcla de castigos vindicativos y utilitarios, los otros dos socios, absueltos en primera instancia, fueron sentenciados a trabajos penados: Mariano Flores, a ocho años de servicio en bajeles “y en caso de no ser útil, á los trabajos públicos por igual tiempo”, y Juan Antonio Campos, individuo al parecer bastante entrado en años, “á seis años de obras públicas” en consideración a su edad.61
A inicios de 1832, el menor Amado Ortega se encontraba preso en la Cárcel Nacional de la Ex Acordada, acusado del robo de un copón de plata perteneciente al sagrario de la Catedral Metropolitana. Supuestamente, el objeto de culto había sido fundido por un sospechoso “hombre de negro” y presunto cómplice de Ortega, llamado Vicente Hernández, morador de una humilde vivienda situada en el callejón de la Ave María, perteneciente al cuartel menor número 19.62 Ésta era una zona de raigambre popular habitada por bruñidores de paños, carretoneros, pintores, requesoneros, silleros, zapateros y un sinfín de artesanos; incluía no sólo el callejón citado, sino también la plaza de toros de Necatitlán, la pulquería de Buenos Aires, además de múltiples accesorias, algunas de ellas deshabitadas.63
La peculiaridad de Ortega consistía en que, pese a su asociación con individuos venidos de los sectores populares, sólo parecía frecuentar las márgenes citadinas cuando sus negocios ilegales así lo demandaban; su figura no parecía encajar con las típicas representaciones del criminal elaboradas en la época. El joven sacrílego, de acuerdo con lo expresado en las páginas de El Sol, pertenecía a una “buena familia” del Distrito Federal, lo que a priori invalidaba el discurso hegemónico de los sectores privilegiados y la clase media incipiente, que “señalaba a los pobres como propensos a cometer actos de inmoralidad” porque “aquellos a quienes consideraban ciudadanos virtuosos también cometían delitos como el robo”.64 En todo caso, el origen privilegiado de Ortega no fue óbice para que desde su adolescencia se dedicase al robo, “habiendo llegado su despecho”, como otros tantos pillos de la época, “hasta la sacrílega irrespetuosidad á los santuarios”,65 haciéndose merecedor de ser pasado por las armas en agosto del mismo año.
Por estos mismos años las mujeres también fueron objeto de sentencias consideradas drásticas como la pena de muerte, encierro perpetuo o “exportación” por delitos livianos como el robo.66 Este complejo panorama fue inspiración para la retórica de los publicistas en oposición al gobierno en turno, quienes atribuían los delitos contra la propiedad a la corrupción del mismo, y clamaban por la administración de penas basadas en leyes propias del mundo civilizado. Valga el ejemplo de El Cosmopolita, publicación bisemanal surgida tras la caída de la primera república federal, y cuyas editoriales homónimas rescatan el tono de las discusiones acerca de estos temas inmediatamente antes y después de promulgada la ley sobre ladrones de 1840.
De acuerdo con el discurso presente en este periódico, la miseria de la población a finales de la década de los treinta era de tales dimensiones que “nada le importa al facineroso hacerse de una alhaja que tiene que ocultar con bastante peligro, que para sacarle alguna utilidad le es forzoso casi destruirla, y que el provecho por lo común, es como una décima de su verdadero valor”, pese a que los ladrones solían ser conscientes de que sobre sus cabezas pendía una amenaza penal desproporcionada respecto a sus actos. La corrupción del gobierno, además, había exacerbado las “aberraciones” del desmoralizado pueblo mexicano, fomentando la mendicidad a la par de un creciente “aborrecimiento” hacia las clases propietarias, “aunque hayan conseguido sus fortunas por los medios legales”,67 convirtiendo a los ladrones surgidos del pueblo en enconados enemigos de los “ciudadanos laboriosos”:
Aquellos hombres que sin ningún respeto á las leyes, sin temor a las penas, y destituidos de ideas de moralidad destruyen momentáneamente la fortuna que los ciudadanos laboriosos se han adquirido á costa de afanes y sacrificios que sólo ellos saben apreciar: aquellos que se hacen de recursos sobre la miseria de sus semejantes á quienes dejaron rodeados de llanto y de dolor: aquellos que en un camino aislado, en donde el hombre no ve otra cosa que facinerosos que le sorprenden, le ultrajan y le arrancan violentamente lo poco ó mucho que tiene y forma todo el cuidado de su vida, son los seres espantosos con que el crimen ha horrorizado á los ciudadanos de todo país.68
Aunque “semejantes criaturas” eran dignas de la execración general, y debían ser escarmentadas para proteger la seguridad de los hombres ligados por el pacto social, las leyes penales deberían procurar no sólo imponer penas para evitar la criminalidad, sino también propender por el bienestar de toda la ciudadanía. Castigos de fuero particular aplicados al común de las gentes, como los que se buscaban revivir en la república, serían conocidas como “leyes antisociales”, “leyes bárbaras” o antileyes, ejercicios legales pero no legítimos, no conformes con el principio de proporcionalidad entre penas y delitos, contrarios a la naturaleza y a la razón.
Es indudable que si una disposición previene que el ladrón recibe por el castigo de su crimen el que le sean arrancadas las uñas, quemados los pies y brazos, y destruidos sus bienes, si los tiene, hay exceso en la pena, la disposición es una orden cruel y destructora, ajena de la naturaleza y de la sociedad [...] Prevenir á un juez de paz bajo su responsabilidad, que por todos los medios posibles persiga de muerte á los ladrones, viene á ser lo mismo que prevenirle que los asesine ó decapite, y que haya ó no razón, tenga ó no la facultad, los condene por sí y ante sí al último suplicio.69
Para los opositores al gobierno, la invocación del “mejor servicio a la patria” no era excusa válida para violentar las leyes y destrozar el pacto social instituido por “el bello orden de cosas” de la Constitución de 1836, llevando aún más lejos lo estatuido años atrás, cuando se pusieron las causas contra los ladrones a disposición de los juzgados militares poco después de caído el primer imperio. Lo más preocupante, en palabras del editorialista, es que muy pocos hombres influyentes se habían atrevido a cuestionar la constitucionalidad de la ley dictada a inicios de 1840, “y entretanto que no se esperaba que esa ley fuese declarada nula, todos creían que la moralidad y la justicia habían desaparecido totalmente de la desgraciada México”.70
El autor se lamentaba por aquel “cuadro triste” de México como país, pues una vez desvirtuada la división de poderes con sus pesos y contrapesos, las leyes penales y la Constitución, aparecía pintado por “la más terrible tiranía” de una dictadura incapaz de acatar lo dispuesto por el mismísimo órgano de control fruto del diseño institucional del centralismo.71 En aparente ironía, los nostálgicos del sistema federal terminaron poniéndose de lado del Supremo Poder Conservador, presuntamente vulnerado en sus atribuciones con el avieso propósito de “arrancar a los ciudadanos de sus jueces natos”, llevando a cabo el proyecto de “derramar sangre mexicana” y “calumniando de ladrones á quienes gritan que la república se pierde”.72
Conclusiones
El periodo comprendido entre 1823 y 1840 resulta de particular importancia para la historia jurídica y legal de México. La vigencia de la ley de 27 de septiembre de 1823 coincide con la época en que se presentaron las más sonadas penas a muerte contra ladrones en la capital; es decir, los años inmediatamente posteriores a la instauración del régimen republicano. Sin ánimo de considerarlas como “causas célebres” ni mucho menos, algunos de estos episodios tuvieron resonancia en los incipientes medios periodísticos, por lo que las representaciones de tales sentencias tanto en las notas oficiales como en las no oficiales ejemplifican todo aquello que los gobernantes, jueces y legisladores, al menos en aquel momento, no estaban dispuestos a tolerar.
En un contexto de crisis social e inestabilidad política, la prensa se posicionó como un actor de primer orden en la construcción de valores nodales para el naciente Estado mexicano, caso de la propiedad privada, configurada como la cualidad definitoria del ciudadano de pleno derecho. Independientemente de las causas coadyuvantes de la delincuencia reconocidas por federalistas y centralistas, los prejuicios del liberalismo político compartidos por las élites jurídico-políticas respecto a las clases no propietarias, reforzaron las imágenes y los discursos acerca de los ladrones como los enemigos principales de los propietarios, autodenominados como los “hombres de bien”.
Las autoridades de la primera república federal, por ejemplo, pretendieron no sólo emplear con mayor provecho la fuerza laboral de ciertos reos de delitos livianos, sino también reforzar la legitimidad de un sistema por entonces vacilante, abrazando los preceptos de la justicia liberal basada en la igualdad ante la ley y en la administración de penas proporcionales a los delitos cometidos. No obstante, en aras de asegurar un orden medianamente estable que permitiera afianzar tanto las nacientes instituciones como el renovado ideal de propiedad, los poderes estatales contemplaron con buenos ojos la promulgación de normas que apelaban a la justicia militar para el juzgamiento de los ladrones bajo parámetros especialmente drásticos, y a tono con ciertas leyes, normas y decretos que, según algunos medios impresos, estaban en los límites de la constitucionalidad o habían sido promulgados con anterioridad a la carta de 1824, y por tanto, se encontraban potencialmente reñidos con ella.
Si bien los primeros años del centralismo resultaron, aparentemente, más moderados en el aspecto punitivo, la promulgación de leyes reivindicativas de la justicia militar sobre los ladrones como la de 29 de octubre de 1835 (apenas seis días más joven que las Bases Constitucionales) y muy especialmente, la de 13 de marzo de 1840, denota que el problema de los robos se mantuvo en niveles intolerables. Las críticas plasmadas en la prensa hacia las leyes consideradas resabios de épocas pretéritas, y el celo del Supremo Poder Conservador por mantener la administración de justicia penal en el redil de los jueces ordinarios, fueron los detonantes que, al menos desde un ángulo estrictamente jurídico, facilitaron la restauración de la carta de 1824 unos años después.