Introducción
La experiencia reformadora de 1833-1834 abarcó prácticamente un año. Durante dicho periodo, Antonio López de Santa Anna retomó la presidencia en varias ocasiones, interrumpiendo la gestión de Valentín Gómez Farías. Doce años después de la consumación de la independencia (1821), un débil poder ejecutivo con una exangüe hacienda nacional acometía una relevante mudanza en el país. El jalisciense contaba con la legitimidad de la victoria en las urnas, pero como vicepresidente estaba abocado a cubrir las ausencias del veracruzano. Tenía el apoyo de la mayoría del Congreso, pero desde el inicio afrontaba la inminencia de una insurrección militar. Gozaba del respaldo de un grupo de pensadores y políticos como Miguel Ramos Arizpe y José María Luis Mora.1 Varios de ellos habían formado un núcleo político desde el surgimiento de los Imparciales, seguidores de Manuel Gómez Pedraza en la elección de 1828.
Los acuerdos de Zavaleta pactaron la salida del presidente Anastasio Bustamante (1830-1832) y el gobierno provisional de Gómez Pedraza, triunfador en los comicios presidenciales, pero exiliado a raíz del saqueo del Parián. Santa Anna era el previsible candidato para la elección de 1833, quien llevaría en la fórmula vicepresidencial a Gómez Farías. Partidario de la coronación de Agustín de Iturbide, había sido cercano al gobernador de Zacatecas Francisco García Salinas. Hombre cultivado, el médico estaba decidido a comenzar una transformación en la sociedad mexicana. Así, la exploración de la tolerancia religiosa permite comprender mejor los alcances del carácter reformista.
Múltiples aspectos del periodo han sido estuadiados por los historiadores: la secularización del fondo piadoso de las Californias y el fin de la coacción civil ante los votos religiosos, la desamortización de bienes de manos muertas y la disputa sobre el patronato eclesiástico. No obstante, la tolerancia ha carecido de estudios particulares, aunque en algunas investigaciones existen valiosas referencias.2 Así, el trabajo ofrece una visión en torno a las propuestas favorables a la tolerancia entre 1833 y 1834. El objetivo es exponer tanto la pluralidad de posibilidades imaginadas para eludir la doble prohibición constitucional de los artículos 3 y 171, como la enorme diversidad del momento reformista. La respuesta de los antagonistas de la temática fue más uniforme, aunque no carente de matices. Protagonizada por periódicos como La Antorcha y El Broquel de las Costumbres, las refutaciones merecen un texto particular. Cabe decir que los promotores de la tolerancia no desconocían y sí dialogaban con la Disertación contra la tolerancia religiosa de Juan Bautista Morales (1831), publicada para objetar el Ensayo sobre tolerancia religiosa de Vicente Rocafuerte.
Morales replicaba que la convivencia en la tierra era indisociable de la redención en el cielo. La virtud facilitaba la ordenación de la sociedad a la vez que aseguraba la salvación del espíritu. No había desacoplamiento posible entre el ciudadano obediente a la ley y el devoto anhelante de la eternidad. El resultado de cualquier mudanza sería la desmoralización de México y la condenación del mexicano. En consecuencia, los argumentarios favorables a la tolerancia enfatizaban, precisamente, el aspecto moral de la convivencia entre distintas confesiones. El objetivo sería difuminar temores no sólo ante la presencia de cultos disidentes, sino frente a la pluralidad ética resultante.
Más allá de la enunciación del tema, el problema de fondo es la aparición de la tolerancia tanto religiosa como política en la normalidad cotidiana. A través de múltiples tácticas y estrategias, sus seguidores pretenden no sólo incluirla en la arquitectura jurídica sino naturalizarla dentro de la sociedad mexicana. Se presentaba un doble proceso: la enunciación de elementos controversiales y la construcción de un argumentario que se incorporaría a la cultura política.
La administración de Gómez Farías ha sido conceptuada como un antecedente directo de la reforma iniciada en 1855: existía una presunta continuidad entre ambos esfuerzos, partes a su vez del proceso protagonizado por el grupo liberal en pos del avance del país. Tal visión no sólo fue acentuada sino difundida a lo largo del siglo XX. El gobierno de 1833-1834, aunque interrumpido, era imprescindible en la comprensión del progreso liberal.
Ya en el siglo XXI tal visión ha cambiado aunque perdura un cariz, en ocasiones justificado, en la óptica interpretativa: el momento reformador es no sólo un precedente sino una preparación. Para Marta Eugenia García Ugarte, la misión liberal en el campo de la tolerancia habría sido, ante todo una labor pedagógica: la preparación para la libertad de culto se correspondía con el énfasis educativo del programa reformista. El propósito último era la eliminación de los privilegios del clero y la milicia.3 La vehemencia tampoco ha estado ausente. Para Rafael Rojas: “el proyecto de Gómez Farías demostró una impresionante coherencia ideológica y política, obra en buena medida del respaldo que le brindaron letrados liberales”, como el doctor Mora.4 Por su parte, Pablo Mijangos y González pondera que Mora, el principal teórico del momento reformador, creía que era la oportunidad para una “revolución mental”, es decir, una reforma de las costumbres mediante la educación, la preponderancia de la ley y la autoridad civil sobre los medios de influencia de la Iglesia.5 El cambio atacaría la omnipresencia de la corporación católica, predecible paso previo para una mudanza significativa.
La lucha por la libertad de culto ha sido generalmente abordada como un indicador del avance liberal y de la conquista de los derechos individuales. De igual forma, ha sido articulada a una presunta invasión protestante o la deseada inmigración extranjera. En ambos casos, ha sido entendida más como parte de una discusión inextinguible que como una decantación permanente dentro de la formación de la cultura política. Otras ópticas son destacables aunque no resulten novedosas. Por un lado, es factible entenderla como parte de un rico proceso no lineal tendiente a la secularización de la sociedad. Por el otro, de acuerdo con Jürgen Habermas, la fe católica, que otorgaba una fuente sagrada de legitimación política, enfrenta a partir de la tolerancia una cierta “despolitización”, porque ya no determina las relaciones entre los miembros de la comunidad política.6 Por uno u otro sendero, la tolerancia deja de ser sinónimo de controversia y se torna un signo revelador de mudanzas profundas.
En términos historiográficos, una óptica dominante ha sido vincular tolerancia e inmigración, como lo hace Dieter George Berninger en su clásico La inmigración en México, 1821-1857.7 Tal perspectiva ha sido desarrollada por algunos artículos.8 Otros enfoques han atendido menos la inmigración y más la riqueza multidimensional de la temática como el trabajo de Jean-Pierre Bastian sobre protestantes, liberales y francmasones seguido de otros estudios del mismo autor.9 De igual forma, Gustavo Santillán parte de una óptica moral en dos estudios al respecto.10 Silvestre Villegas Revueltas y Susana Sosenski han estudiado los debates entre 1856 y 1857.11 Una perspectiva centrada en la refutación de la tolerancia ha sido construida por Marco Antonio Pérez Iturbe y Marcela Corvera.12 Por último, la perspectiva regional ha sido atendida por Alma Dorantes, en Jalisco, aunque el horizonte de las entidades federativas ha sido poco explorado.
De igual forma, diversos estudios han modulado la naturaleza de la experiencia reformista. Dorothy Tanck ha precisado que el impulso a la educación no significó la ruina de un inexistente monopolio eclesiástico ni un ataque contra la educación católica, sino el aumento de las aulas públicas y el incentivo de las escuelas particulares.13 Asimismo, ha enunciado que el principal teórico de la instrucción primaria no fue el doctor Mora, sino Gómez Farías.
El estudio de la tolerancia permite tanto profundizar como matizar algunos planteos de artículos clásicos. Para Anne Staples, el logro de la tolerancia “era un punto importante en la secularización”.14 El texto observa que, si bien hubo una defensa plural de dicha temática, el gobierno federal no la promovió y, en cambio, sí garantizó la prevalencia de la intolerancia. Así, un elemento clave de la secularización no fue patrocinado, pero sí fue desmentido. También para la notable historiadora era “relativamente fácil” seguir el curso de la disputa porque “las posiciones ideológicas estaban claramente delineadas”.15 Sin embargo, el presente texto ofrece otro horizonte tanto de la riqueza conceptual como de la variedad política en torno a la problemática.
El objetivo primordial del texto es la presentación de la pluralidad reformista durante la experiencia de 1833-1834, así como la delimitación de los alcances de la administración de Gómez Farías en cuanto a la tolerancia religiosa. El artículo se divide en cinco partes, incluida la presente introducción. La segunda se enfoca en algunas posibilidades jurídicas para la obtención de la tolerancia. La tercera aborda la pretensión de defenderla al amparo de la libertad de opinión. La cuarta explora las alternativas éticas para el reconocimiento de la pluralidad religiosa. Las consideraciones finales presentan algunos comentarios y los proyectan hacia futuras investigaciones.
De alternativas, omisiones y resquicios: una tolerancia sin controversia
La inquietud respecto a la tolerancia no apareció de manera súbita con la emancipación. Fue parte de un proceso con expresiones variadas y resultado de maduraciones diversas. El tema fue analizado desde la filosofía ilustrada, debatido durante la elaboración de la Constitución de Cádiz (1812) y divulgado en periódicos como El Español(1810-1814) de José María Blanco White. En tal horizonte, fue abordado casi desde el momento mismo de la independencia. José Joaquín Fernández de Lizardi reclamó la tolerancia no sólo como un medio facilitador de la colonización extranjera, sino como un instrumento purificador de la doctrina católica. En el Constituyente de 1824, Juan de Dios Cañedo la pretendió, de manera solitaria, ante un congreso federalista. Durante la gestión de Vicente Guerrero (1829) hubo algunas versiones al respecto, y a lo largo de la presidencia de Bustamante existió alguna controversia en la opinión pública. En 1831 Rocafuerte la reivindicó dentro de un horizonte no de aplicación inmediata pero sí de preparación política.16
El entorno del debate era distinto al de los años precedentes. La libertad de prensa estaba en proceso de ajuste. Bustamante había intentado restringir la publicación de papeles y periódicos. Si bien aún advertibles, los folletos de la década de 1820 estaban en declive dentro de un proceso de control estudiado por Rafael Rojas. También ahora el gobierno pretendía impedir el voceo de tales publicaciones. Este hecho impactó en las formas de postulación de la tolerancia. Si bien hubo folletos propicios y adversos, las peticiones se efectuaron sobre todo en publicaciones periódicas.
La disputa en torno a una reforma comenzó en 1833.17 Según El Fénix de la Libertad, a partir de la caída de Bustamante, la prensa había facilitado la discusión de “cuestiones vitales”.18 Dicho periódico fue fundado en 1831 por Rocafuerte y contaba con figuras como Andrés Quintana Roo, Mariano Riva Palacio y Manuel Crescencio Rejón. Al menos respecto a la temática, el diario sería más contundente que el gobierno reformador. En tal contexto y aún bajo la administración de Gómez Pedraza (1832-1833), el periódico informaba de la circulación de escritos favorables a la tolerancia en Michoacán.19 Aducía que Polonia gozaba de una “perfecta tolerancia religiosa e igualdad de derechos civiles”.20 Si bien la referencia parecía distante, cobraba sentido dada la índole católica de la nación eslava. En un entorno más cercano, anunciaba el establecimiento de la libertad de culto en Centroamérica. Noticias diversas abonaban la actualidad de los debates.
El tema aún no se transformaba en disputa, pero ya era objeto de atención política. Los rumores en torno a un cambio adverso a la religión iniciaron antes del gobierno de Gómez Farías. Durante el interinato de Gómez Pedraza periódicos como El Fénix exigían limpiar a la religión de la “superstición” y el “fanatismo”. Además, publicó una declaración de principios entre los cuales se hallaba: “El derecho que tiene toda potestad secular para admitir y mantener en el país los hombres de otras creencias”.21 En respuesta a las aprensiones nacidas de visiones similares, una circular del ministro de Relaciones, Bernardo González Pérez de Angulo, acusaba a los opositores de propagar “las especiotas [sic] de que se trata de atacar la religión de Jesucristo, exclaustrar a las vírgenes consagradas y ocupar las temporalidades religiosas”. Con tal motivo, el presidente había instruido desmentir tales versiones y asegurar “al público” y a los “prelados y preladas religiosos”, que el gobierno jamás atacaría los “estatutos sagrados” ni se apropiaría de objetos piadosos.22 El temor no era del todo fortuito. El gabinete estaba integrado, entre otros, por Ramos Arizpe en el Ministerio de Justicia y Negocios Eclesiásticos y Joaquín Parres en el de Guerra. Incluido González Pérez de Angulo, eran personajes muy próximos a Gómez Farías, quien además era ministro de Hacienda. Como ha descrito Rojas, un ambiente de crispación precedía al gobierno reformista. Pareciera que si bien Pedraza ejercía la presidencia de manera interina,23 los hombres de Farías controlaban el gabinete de forma determinante.
Muy pronto los cambios políticos condujeron a algunas afirmaciones llamativas. Lorenzo de Zavala, gobernador del Estado de México, celebraba que en los Estados Unidos concurrieran a las mismas aulas infantes de todos los cultos.24 Los vecinos, “nuestros americanos del norte”, ejercían la libertad de conciencia. Pero, además, los estudiantes de distintas confesiones participaban de las mismas clases. Es decir, la pluralidad religiosa no significaba un problema ético porque “la moral es una misma en todas las ciencias”.25
Los alcances de una reforma eran sugeridos desde los comienzos. Retirado Santa Anna a Manga de Clavo, Gómez Farías se hacía cargo del ejecutivo federal el 1 de abril de 1833. En mayo, Santa Anna juraba el cargo de presidente. Durante la ceremonia Quintana Roo, presidente del Congreso, reiteraba su respeto a la religión, pero sugería que eran posibles algunas “reformas saludables que abusos inveterados exigen imperiosamente”.26 El yucateco, quien durante el imperio de Iturbide había favorecido la tolerancia religiosa, enunciaba de forma genérica la agenda reformista. Por su parte, Gómez Farías reiteraba su compromiso con la Constitución. El enunciado político no era una fórmula retórica. Para el jalisciense la carta de 1824 era el punto de partida para una “buena administración”, pero añadía: “Es cierto que el respeto y la observancia del pacto social no es suficiente para el bienestar del pueblo; son necesarias las leyes secundarias”.27 El mensaje era transparente tanto por lo que omitía como por lo que enfatizaba. El gobierno no plantearía modificaciones constitucionales: la reforma se gestionaría mediante leyes y decretos.
La omisión de inclinaciones transformadoras en el discurso vicepresidencial era acompañada del silencio por parte del principal teórico reformista. El conocido programa del doctor Mora estaba integrado por ocho puntos que abarcaban desde la libertad “absoluta” de opiniones hasta la “creación de colonias que tuvieran por base el idioma, usos y costumbres mexicanas”.28 El sacerdote no hacía mención de la tolerancia como derecho de los mexicanos ni como concesión a los extranjeros.
El guanajuatense no era el único reformador que omitía la temática. Manuel Eduardo de Gorostiza es uno de esos personajes decimonónicos entre la gloria del momento y el olvido de la posteridad. Famoso hombre de teatro aunque desconocido funcionario de gobierno, en su juventud fue cercano a los entornos reformistas y después participó en el régimen unitario.29 En tal horizonte, su Cartilla política escrita durante 1831 y publicada en 1833 no enumeraba la libertad de cultos entre los derechos del hombre. Dirigida a las “clases pobres”, versaba alrededor de las formas de gobierno y las garantías individuales. Consagraba la “libertad personal, de opiniones, de pensar, de hablar, de escribir y de publicar” los pensamientos con un límite exacto: “el sosiego público”.30 En consonancia con Mora, Gorostiza acentuaba la libertad de expresión y prescindía de la libertad de cultos. Dos hombres cercanos a Gómez Farías no mencionaban la tolerancia en sus escritos.
La alternativa de la omisión no resultaba exclusiva de los hombres comprometidos con los cambios. Aún El Fénix esgrimía que la Constitución no debería abordar cuestiones espirituales ni contener prohibiciones religiosas.31 Por su parte, Mora tampoco favorecía la inserción de la libertad de culto en el código político, sino la omisión del punto confesional porque “la opinión religiosa escapa a la autoridad civil”.32 La libertad de culto se consagraría a través no de su inclusión sino de su exclusión en el máximo ordenamiento legal. El silencio era una forma de la libertad. La exclusión pretendía no sólo evadir controversias, sino también marcar distancias entre la norma jurídica y la temática religiosa, acorde a la separación tanto entre el Estado y la Iglesia como entre la moral civil y la virtud religiosa.33 Según El Fénix, “la religión divina” estaba muy distante de la “política terrena”. Además, argüía que en los países tolerantes las religiones eran sólo una parte de la sociedad.34 Tal enunciado apuntala la precisión hecha por Roberto Di Stefano en el sentido de que durante la época no había distinción tajante entre la Iglesia y la sociedad. Si ningún culto estaba prohibido y si ninguna confesión era exclusiva, el campo quedaba abierto a la pluralidad religiosa. El silencio jurídico abriría el sendero de la diversidad espiritual. Por tanto, la posibilidad de dejar sin mención la variedad de cultos no surge en el Constituyente de 1857 como alternativa al rechazo del artículo 15 del proyecto original. Es una posibilidad no sólo previa sino razonada.
El espectro de matices en torno a la admisión de la libertad de culto era muy amplio. Abarcaba la omisión jurídica, pero también un contenido subyacente poco atendido. El Fénix apuntaba una tensión doctrinal. Por un lado, el artículo 3 de la Constitución establecía: “La religión de la nación mexicana es y será perpetuamente la católica, apostólica, romana. La nación la protege por leyes sabias y justas, y prohíbe el ejercicio de cualquier otra”. Por el otro, el artículo 30 del Acta Constitutiva enunciaba: “La nación se obliga a proteger por leyes sabias y justas los derechos del hombre y del ciudadano”. Quizás en una aspiración al equilibrio, ambos textos salvaguardaban con medidas idénticamente ilustradas y equitativas, tanto la exclusividad del culto católico como la vigencia de los derechos del ser humano. El periódico interpretaba que la libertad de conciencia estaba presente en las garantías individuales reconocidas por el Acta Constitutiva y exigía aplicar tal disposición.35 Ya no sería indispensable una modificación del más alto nivel. Un análisis jurídico está pendiente. Pero más allá de interpretaciones legales, cabe enfatizar la exploración de alternativas e incluso de resquicios en las normas republicanas. Entre la omisión política y la tensión doctrinal, la búsqueda de la tolerancia no se circunscribía a un esquema binario de confrontación inevitable entre posiciones irreductibles. El silencio legal, por un lado, y la sutileza jurídica, por el otro, eran posibilidades que buscaban evadir una rotunda oposición.
La libertad de culto al amparo de la libertad de opinión
Entre la prudente omisión y la interpretación legal, se ofrecía otro sendero aducido por personalidades y periódicos como José Fernando Ramírez, Ponciano Arriaga y algunos textos de El Fénix de la Libertad.36 Para un joven Ramírez, la tolerancia estaba incluida en la libertad de opinión.37 Así, “el culto exterior” era “una consecuencia” del “derecho natural paralelo a la libertad de prensa”.38 Para el duranguense, la tolerancia era una garantía individual y provenía del derecho de gentes.39 Una libertad ya vigente, la de expresión, ampararía un derecho indiscutible pero aún no garantizado, el de religión. No obstante, la regulación de la imprenta también era objeto de delimitación política.40 En una tónica semejante, el diario reformista El Demócratatambién pretendía incluir la libertad de culto dentro de la irrenunciable libertad de pensamiento.41
Las disquisiciones de Ramírez no eran voces aisladas. El periódico veracruzano El Procurador del Pueblotambién identificaba la tolerancia con el derecho natural.42 Las posibilidades descritas evidencian tanto el fortalecimiento del jusnaturalismo, proceso estudiado por Marcello Carmagnani, como la diversidad política en torno al método práctico y los supuestos teóricos para volver posible la pluralidad espiritual. Sin embargo, el horizonte no era halagüeño. El Fénix lamentaba que resultase problemático opinar sobre “materias religiosas”.43 Por su parte, algunas voces contrapuestas expresaban su desacuerdo. La Antorcha no admitía que los actos y planteamientos religiosos estuviesen protegidos por la libertad de opiniones.
Una libertad en definición salvaguardaría una libertad en discusión. Pero el alcance de la imprenta no estaba muy bien delimitado. La reglamentación del primer imperio (1822-1823) establecía que los autores no deberían atacar ni aludir, sin censura previa, la religión católica. No obstante, dicha reserva fue flexibilizada durante la primera república federal.44 En tal contexto, la ampliación de la libertad de expresión fue una preocupación inmediata en la Cámara de Diputados. Después del juramento de Gómez Farías, los diputados Escudero, Riveroll y Riva Palacio solicitaron la aprobación de un revelador proyecto de ley. La propuesta señalaba: “Todo ciudadano o habitante de la República Mexicana tiene derecho de imprimir sus ideas políticas y religiosas sin sujetarse a previa censura ni responsabilidad sean cuales fueren sus producciones”.45 Tal derecho no se circunscribía a los mexicanos, sino que incluía a los extranjeros en tanto habitantes. La introducción del elemento religioso implicaba no sólo una ampliación de la libertad de opinión sino una protección del debate. Cabe anotar que existe un paralelismo entre la postura descrita y la expresada lustros antes por José María Blanco White en El Español. El exiliado ibérico en la isla británica también incluía la libertad de creencia en la libertad de opinión. Podía admitir que el catolicismo fuera por siempre el culto de las naciones, siempre que se respetara el derecho al ejercicio público de otras congregaciones.46
No obstante, sería erróneo conceptuar las propuestas a partir de un criterio de linealidad. Diversas estructuras de pensamiento se imbrican e interactúan, se superponen y se solidifican. La concepción moderna de libertad entraba en tensión con la cosmovisión teológica de la predestinación. Según Mora, la fe íntima no era necesariamente fruto de la elección individual: “Las opiniones religiosas son un efecto del nacimiento, de la fortuita situación de los hombres sobre la tierra, o una gracia particular de la divinidad”.47 La ortodoxia y la heterodoxia no eran un acierto del hombre o un error de la humanidad, sino una determinación celeste manifestada en las herméticas formas del azar y las ambivalentes expresiones del destino.
Tolerancia religiosa y aceptabilidad ética: una libertad limitada
Aparte de la omisión constitucional y las interpretaciones jurídicas, los partidarios de la tolerancia examinaban otros senderos. Uno era la aceptación de los cultos que compartieran la moral bíblica con la fe católica. El objetivo era disminuir los temores que identificaban la libertad de culto con la anarquía de las conciencias y el libertinaje de las pasiones, perfilada por Bautista Morales. Se temía que no existiese una serie de referentes que propiciaran conductas adecuadas. Con el fin de aligerar recelos, algunos reformistas expusieron otras posibilidades. Ramírez estaba en contra de una fe dominante, pero proponía que los nuevos cultos deberían someterse a la virtud cristiana: “todas (las religiones) tienen igual derecho para ser protegidas y respetadas cuando prediquen una moral pura”.48 Por este camino, la tolerancia no sólo era más aceptable y menos temida, sino que reafirmaba su espíritu cristiano: atesoraba la “sublime moral que respira el evangelio”.49 La proposición del erudito deja traslucir algunas tensiones. Por un lado, reconocía la libertad de conciencia como un derecho inherente a los seres humanos; por el otro, limitaba su aplicación a las congregaciones evangélicas. Más que posturas rígidamente doctrinarias u obcecadamente teorizantes, existen búsquedas de acoplamiento a las aprensiones de los mexicanos.
La proposición de una libertad ceñida por la ética presentaba algunas variaciones. Desde San Luis Potosí, Ponciano Arriaga era favorable a la libertad de culto, pero contrario a una reforma de la Constitución para incluir el siguiente principio: “Todo hombre tiene derecho de adorar a Dios conforme le dicte su conciencia”. Si bien calificaba al mismo tiempo de “imprudente” la redacción del artículo 3 y de “saludable” una reforma legal, juzgaba ajena a las circunstancias una alteración semejante. En cambio, como corredactor de El Yunque de la Libertad,50 periódico oficial de la entidad, sugería una tolerancia para “los cultos moderados y honestos”.51 Aducía que la libertad de conciencia equivalía a una aceptación oficial de todos los cultos, otorgando así a todas las confesiones una inadmisible igualdad teológica. Por tanto, debía salvaguardarse “la moral de una nación establecida bajo los principios de la razón y la naturaleza”. Las religiones a introducirse deberían respetar no sólo las leyes sino las “sanas costumbres”.
La tolerancia de cultos no debería amenazar la convivencia establecida sobre los referentes cristianos. Arriaga exigía “que la moral de los mexicanos sea siempre la evangélica”. Se trata de la admisibilidad de congregaciones ajenas a la autoridad del papa, pero convergentes con la Biblia. El peligro era no tanto la presencia de otras liturgias como la coexistencia con otros valores. La ética sería un límite de la autonomía. No se trataba de la simple aplicación de una Constitución extranjera; tampoco, el anhelo caprichoso de un derecho a rajatabla. Era un principio abstracto, pero entendido de forma contextual. La ley era concebida dentro de la ética cristiana y resultaba obedecible tanto por ser expresión de la representación popular, como por estar en concordancia con la moral prevaleciente.
La aceptación de la disidencia religiosa implicaba el robustecimiento de la autoridad civil. Una acusación recurrente contra los partidarios de la libertad de culto era que defendían la “tolerancia teológica”, denostada de forma unánime. Es decir: “aquella libertad que deja a los hombres en aptitud de profesar los cultos más absurdos”52 y que sostenía que la salvación podía obtenerse por medio de cualquier religión. Una ética pura y no la corporación católica era el camino para la redención espiritual. Por tal camino, las llaves del cielo eran las virtudes del hombre y no las determinaciones del sacerdocio. Según una representación publicada por El Mosquito Mexicanode Carlos María de Bustamante, la tolerancia teológica era totalmente reprobable, aunque aceptaba con matices la tolerancia de opiniones.53 Ante dichas censuras, Arriaga mostraba sus cautelas ante una libertad sin limitaciones. Por su parte, Ramírez detallaba: se aceptaría el ejercicio de cultos acordes a la visión católica y, además, aceptados por la autoridad civil.
La tolerancia teológica sería combatida no por la jerarquía eclesiástica sino por el Estado nacional. Para Ramírez, constituía un error inocultable; así, se inquiría: “¿quién pues, dirán, es el que debe designar los cultos que se permiten?”, y respondía: “sólo el gobierno”.54 Sin caer en un razonamiento silogístico, las congregaciones admisibles serían, precisamente, las seguidoras de las virtudes profesadas por los gobernantes. La tolerancia, aun para sus partidarios, no era un derecho innegociable sino condicionado: estaba circunscrito a la ética prevaleciente y sería regulado por el gobierno civil. El razonamiento contenía un vicio tautológico: confesiones aceptables desde la visión cristiana serían seguramente cultos cristianos. Los recelos ante la tolerancia teológica favorecían que la admisibilidad religiosa no rebasara el ámbito de la moral prevaleciente, clave de la convivencia y llave de la salvación.
Arrillaga y Ramírez si no son símbolos, sí son ejemplos del variado devenir en el campo liberal. El potosino votaría a favor de la tolerancia en 1856, por la vía de la omisión, plasmada en el artículo 15. El duranguense retomaría una libertad ajustada a las congregaciones bíblicas durante el Segundo Imperio (1863-1867).55 Arrillaga exhibía una postura templada, pero para 1856 sería un resuelto reformista. En contraste, Ramírez era un connotado reformador, aunque después sería un distinguido moderado y un ministro imperial. Los caminos de la tolerancia son relevantes indicadores de los ajustes decimonónicos.
El argumentario delata un deslizamiento. La entidad facultada para establecer la admisibilidad de una confesión era el gobierno y no el episcopado. El juicio ético provendría de la autoridad gubernativa y no de la jerarquía eclesiástica. El Estado adquiría una doble facultad: la aceptación jurídica de las congregaciones religiosas y la ponderación axiológica de sus escalas éticas. El Fénix opinaba en términos semejantes: el gobierno tendría la facultad de reprimir los cultos “cuando trastornen el orden establecido”.56 El condicionamiento ético era inseparable de la vigilancia conductual. La libertad de culto era teóricamente intrínseca al ser humano, pero el gobierno tendría plena jurisdicción para “admitir y mantener en el país [a] los hombres de otras creencias”.57 La regulación de la tolerancia, el juicio sobre la conducta de la feligresía y la preservación del orden significaban nuevas atribuciones para el Estado nacional. El espacio público sería normado por la autoridad civil.
La postulación de la virtud cristiana como reguladora de la libertad religiosa no implicaba una aceptación acrítica de la enseñanza ética de la corporación católica. Un ilustrado como Ramírez censuraba que se haya “olvidado del todo el espíritu primitivo del cristianismo: que la moral y las costumbres se han perdido, sin que haya esperanzas de corregirlo: que nuestra religión en nada se parece a la fundada por Jesucristo”.58 La ética vigente debía ser la del cristianismo originario y no la subordinada a la política papal.59 Además, para el norteño la tolerancia había sido admitida y practicada por la Iglesia antigua.60 El reformismo pretendía la conciliación con la Escritura y la patrística, la purificación de la virtud cristiana así como la relativización del ministro católico. La descalificación de la “corrompida” práctica barroca conducía al enaltecimiento de la “auténtica” visión cristiana, rectora de la vida social bajo cierta modulación estatal. En suma, la evocación reformista de la Iglesia primigenia no era un acto nacido de la moda de la nostalgia: conducía tanto a una depuración de la creencia bajo la óptica civil como al fortalecimiento del Estado secular.
Por encima de diferendos, las confesiones nacidas de la Reforma eran aceptables porque compartían el sustrato de la moral evangélica. El estudio de la tolerancia insinúa que esta inclinación explícita contiene un problema implícito: la aceptación de los no cristianos con una ética distante de la escritura bíblica o, al menos, no fundamentada en la doctrina evangélica. La verdad de Buda, el pensamiento de Confucio y el Corán de Mahoma parecían ajenos y resultaban exóticos. Incluso El Fénix no mostraba simpatías por confesiones abrahámicas pero no bíblicas.61 Por su parte, Arriaga condenaba una libertad que abriría “franca puerta a la idolatría, y a los cultos bajos y miserables de los chinos y los salvajes”.62 En cambio, aducía que los protestantes eran “cristianos separados de la comunión romana”.63 El rechazo a una plena aceptación de la disidencia espiritual perfila tanto los límites de la tolerancia religiosa como de la convivencia civil propuesta por los reformistas. La relevancia de las virtudes muestra que los tolerantes no eran ajenos a una preocupación de los partidarios de la intolerancia: la inexistencia de una moral común entre los habitantes del país conduciría a la insurrección y la concupiscencia. El recurso ante tal amenaza era, justamente, una pluralidad ceñida a los referentes cristianos compartidos tanto por los habitantes del país como por los provenientes de otras naciones. En suma, la diversidad permite entrever tanto los límites culturales de la aceptación social del otro, como los supuestos inconvenientes de una convivencia con cultos de escalas éticas distintas a las prevalecientes.
Una reforma sin tolerancia
Las respuestas rápidas pretenden ser remedios efectivos. Ante los resquemores, la flamante administración esclarecía que el tema no se hallaba entre sus propósitos. Ramos Arizpe buscaba tranquilizar a la opinión. En mayo de 1833 se dirigió al Congreso y recordó que el país había adoptado la fe católica “por suya exclusivamente en el Acta Constitutiva y en su Carta Federal y sirve como base para la potestad temporal y espiritual”.64 El coahuilense, en su doble papel de pastor de la fe y ministro del gobierno, no sólo reiteraba la vigencia de la intolerancia sino también la unidad entre Estado e Iglesia. La cruz era el origen compartido de la autoridad civil y eclesiástica.
Ramos Arizpe se había destacado en 1824 como promotor del federalismo, así como un silencioso partidario de la intolerancia. El sacerdote puntualizaba que la administración: “Resolvió emitir su opinión en materia de tanta trascendencia, asegurando que siendo la religión católica, apostólica, romana, la religión exclusiva de la nación mexicana según su constitución jurada, miraba como un deber el guardar y hacer guardar en esta parte esa misma constitución y leyes anexas”.65
El mensaje coincidía con la realidad. El Demócrataera partidario de Gómez Farías. Dirigido por Zavala y Rejón, únicamente se publicó durante 1833.66 Sin embargo, el periódico no abordó la problemática de forma sustancial. El contraste entre la omisión de El Demócratay el estruendo de El Fénix era muy visible. Pero había una diferencia: el primero era muy próximo al gobierno; el segundo, estaba conformado por liberales no necesariamente comprometidos con la administración. Por tanto, la postura de figuras próximas al gobierno reformista coincide con el enunciado de Ramos Arizpe.
Unas semanas después La Antorcha, con lenguaje encendido, aceptaba el planteamiento gubernamental. Reconocía que los partidarios de las reformas creían que serían útiles aunque, decía, aceptaban que no había llegado el momento de establecerlas.67 La formulación era significativa porque se trataba de un diario opositor, pero agregaba: la inquietud existía. Recordaba que la Memoria presentada a la legislatura local a comienzos de abril de 1833 por Zavala asumía como incompatibles la soberanía popular, la libertad de imprenta y las “cámaras populares” con la intolerancia religiosa,68 entendida como un privilegio que implicaba un monopolio. Además, acusaba al ahora ministro de Hacienda de recomendar la lectura de Rocafuerte. Desde el inicio se pretendió vincular al gobierno con la tolerancia.
La Antorcha no desperdiciaba ocasión para hurgar en las disonancias intrarreformistas: enfatizaba que las posturas de Ramos Arizpe eran contrarias a las opiniones de Zavala y Rocafuerte.69 Para los opositores a Gómez Farías resultaban indiscutibles no sólo las distintas sensibilidades, sino también los mensajes cruzados en los segmentos reformadores. Una pluralidad colindante con la división convergía con el desprestigio adyacente a la tolerancia.
Si bien se extraña un trabajo prosopográfico en torno a los hombres de 1833, es posible adelantar algunos indicios. Parres, primer ministro de Guerra de Gómez Farías, había defendido públicamente la tolerancia en 1823.70 Mora la había vindicado años antes, aunque en su programa la omitía. El guanajuatense siguió siendo un crítico del episcopado, pero mantuvo hasta el final su adscripción católica sin demérito de la promoción bíblica. Pérez de Angulo, presidente del Congreso en 1833, era miembro de la masonería, aunque favorable a la inmunidad eclesiástica.71 Herrera, segundo ministro de Guerra con Gómez Farías, tampoco había manifestado una posición novedosa. José María Bocanegra no ofrece evidencias de simpatías disidentes.72 Hasta donde se ha podido indagar,73 Gómez Farías tampoco había exteriorizado alguna inclinación por la diversidad religiosa. Como todo segmento dirigente el núcleo político de 1833-1834 era bastante diverso, pero se vislumbra alguna falta de coincidencia en temas divisivos.
Otros acontecimientos volvieron doblemente propicias las explicaciones. Si bien el gobierno negaba cualquier iniciativa, el tema era discutido a nivel regional. En 1833 el Congreso de Jalisco debatió una reforma al artículo 7 del código local, que instituía la exclusividad católica.74 Sin embargo, tal modificación estaría en contradicción con el texto federal debido a la vigencia de los artículos 3 y 171. Este último estipulaba que nunca se podrían alterar algunos preceptos como el relativo a la religión. En consecuencia, la tolerancia requeriría la modificación no de uno sino de dos preceptos. Para iniciar la reforma, los legisladores plantearon la supresión del artículo 171. La propuesta no era concebida como una voz aislada. Los tapatíos invitaron a las legislaturas de otras entidades a hacer eco de dicha petición. Así, algunos estados parecían ser la vanguardia de la libertad de culto. Yucatán declaró la tolerancia, aunque ya la había dictado previamente para extranjeros en su Constitución de 1827.75 Mientras el gobierno nacional la descartaba, la legislatura jalisciense la promovía. La reforma no tenía una voz única y sí era un movimiento diverso no sólo en lo temático sino también en lo regional.
El caso de Jalisco fue quizás el más enérgico, pero no el único. Un decreto del gobierno de Tamaulipas tenía como propósito el fomento de la colonización. La medida aprobada por el Congreso local sostenía que era inconveniente insistir en medidas ineficaces y justificaba que se favorecieran otras determinaciones. Censuraba las “mezquindades” contra los extranjeros al tiempo que se consumían sus manufacturas. Identificada tal ambivalencia, abría una oportunidad para la acogida de migrantes sin cortapisas porque: “Un gobierno liberal respeta y acoge a todos los hombres, y no les distingue sino por sus virtudes, sus talentos y sus servicios”.76
La recepción de extranjeros sería facilitada por el respeto a sus creencias. Al igual que otras voces, las autoridades tamaulipecas comprendían la libertad de culto dentro de la libertad de opinión y proclamaban que “El hombre es libre para pensar”. De igual forma inquirían: “por qué se ha de obligar al hombre a seguir una opinión contraria a lo que su conciencia le aconseja”.77 No obstante, también reconocían un límite a la “libertad de opinar”: el orden público. La restricción estaba dirigida a disipar temores por la convivencia con extranjeros. Después de tal justificación, el artículo 1 anunciaba que el estado admitiría a todos los extranjeros sin ser molestados ni reconvenidos por sus “opiniones políticas y religiosas” siempre que no turbaran el orden público.78 La sacralidad de la conciencia propiciaba la aceptabilidad de una opinión y las dos amparaban la legitimidad de una liturgia. En contraste, el decreto federal sobre colonización en Coahuila-Texas no aludía a la tolerancia de cultos ni enumeraba mayores garantías para los inmigrantes.79 La diferencia era notoria.
El panorama estaba en movimiento, acorde con el momento reformador dentro de un horizonte líquido. A pesar que la tolerancia no aparecía en su programa, Mora publicó un texto favorable a la misma el 1 de enero de 1834.80 Sus palabras bien pudieron extender las sospechas y presagiar la profundización de las reformas. Aducía que no se podía obligar a un hombre a profesar determinadas creencias. Juzgaba que existía una contradicción entre el federalismo y la intolerancia, puntales del código de 1824. En su opinión, el artículo 3 “sobra y perjudica a la Constitución”, pero prefería no la reforma de dicho artículo sino la omisión del punto religioso. A partir de casos bíblicos y parábolas evangélicas, citas de la patrística y lecciones de la historia, reclamaba para la libertad de culto una historia no sólo inmemorial sino sagrada, y una legitimidad tanto humana como divina. No era un postulado reciente de filósofos libertinos. Cabe añadir que la explícita acusación de incongruencia doctrinal era un implícito reproche a Ramos Arizpe, alma del constituyente de 1824 y ahora ministro de Justicia y Negocios Eclesiásticos. Las disonancias persistían.
El inicio de 1834 parece un instante acelerador de significativas peticiones de mudanzas. El Fénix reproducía un artículo del diario El Zapoteco que enarbolaba la reforma del artículo 3 constitucional: la mutación sería consecuente, decía, con los principios inherentes a las repúblicas. La contradicción doctrinal, en su opinión, entre el Acta Constitutiva y la Constitución federal, era acompañada de una contradicción política. Indicaba que ya se habían dictado varias medidas útiles para el progreso de la nación, pero faltaban otras como la tolerancia, indispensable para el fomento de la inmigración e incluso el logro de la felicidad.81 No obstante, la exigencia era una voz aislada.
El 1 de julio de 1834 estalló la revuelta de Gabriel Durán en Tlalpan, eco a su vez del pronunciamiento de Gabriel Escalada en Morelia. En un afán de esclarecimiento, a través de una misiva Gómez Farías negaba personalmente a Durán cualquier ataque al catolicismo “religión que el gobierno protege, profesa y ha jurado defender”.82 De igual forma, ante la pastoral del obispo de Puebla Francisco Pablo Vázquez que conceptuaba al cólera como un castigo de Dios, encargó a Ramos Arizpe un nuevo desmentido. El ministro puntualizó que “el gobierno nunca ha relajado su atención ni su mano, de nada que no sea la preservación de la religión católica”, según el artículo 3 constitucional.83 A pesar de algunos pedimentos, no se pretendió modificar la intolerancia reconocida.
La formulación del vicepresidente respecto a la prevalencia exclusiva de la fe católica fue advertible desde su asunción al poder y constante a lo largo de su gestión. En consecuencia, resulta comprensible que las conocidas reformas consistieran sobre todo en leyes y decretos. Eran cambios significativos que no necesitaban mudanzas constitucionales. El código de 1824 había establecido un lapso de diez años para iniciar alguna modificación, cuyo proceso era arduo y abarcaría dos legislaturas. Sin embargo, como ha mostrado Catherine Andrews, desde el inicio de la década de 1830 hubo mucho interés en transformar la Constitución.84 Pero de acuerdo con su mensaje inicial, Gómez Farías impulsó cambios significativos en distintas materias mediante legislación secundaria, aunque no promovió transformaciones que afectasen la exclusividad católica.
Sin embargo era evidente que los temores servían no sólo para agitar a la población, sino también para legitimar la rebelión castrense. El fantasma de la pluralidad religiosa daba cuerpo a la revuelta militar. Al respecto, El Mosquito Mexicano identificaba que el artículo 3 era “la muralla que nunca deben traspasar las reformas”.85 Will Fowler ha enunciado que la fama de “radical” de Gómez Farías fue más un invento de sus antagonistas que una consecuencia de las propuestas del jalisciense.86 En tal horizonte, la tolerancia era un elemento muy útil para generar un enorme desprestigio. En el caso de Gómez Farías, su presunta simpatía por aquélla acentuó de manera concluyente su aura de secularizador. El daño reputacional estaba hecho y sería perdurable. Pero no deja de ser curioso que el descrédito generado por la oposición antirreformista haya sido absorbido, aunque reivindicado, por la historiografía liberal. El estigma ciertamente ilusorio se tornaba en un mérito no menos discutible. Las confrontaciones por el relato tienen sorprendentes puntos de contacto.
Por su parte, el presidente se mostraba ambiguo ante las revueltas y se presumía un árbitro entre las facciones. Aunque finalmente derrotó los pronunciamientos, se consolidaba como intermediario político entre grupos confrontados. Un mes después de la promulgación del Plan de Cuernavaca (1834), Santa Anna reasumía la presidencia y declaraba ser “voluntad de la nación” “conservar ilesa” la fe católica. También manifestaba por escrito al papa que los cambios en la administración anterior “hacían temer con fundamento ataques más directos a la religión”.87 Insistía en la aversión a la tolerancia, al tiempo que reconocía implícitamente que dicha libertad no se encontraba en el programa reformador.
El estudio de la temática conduce a repensar las divisiones habituales entre “puros” y “moderados”, ya cuestionadas por autores como Guy Thomson. La vindicación de un tema tan controversial sería actualizada, con similitudes y diferencias, no por los “radicales” de 1833-1834 sino por figuras presuntamente “moderadas”. En 1846 José María Lafragua la expondría en una Memoria como ministro de Relaciones. También desde el gabinete, Luis de la Rosa formularía en una circular de 1847 una tolerancia circunscrita a cultos evangélicos. Mariano Otero propondría en el proyecto sobre colonización de 1848 una tolerancia sin considerandos éticos, pero sólo vigente en las colonias de inmigrantes. La propuesta desataría la mayor disputa hasta el momento bajo la presidencia, por cierto, de un antiguo colaborador de Gómez Farías: José Joaquín de Herrera.
Consideraciones finales
Los caminos hacia la tolerancia eran sumamente diversos y nada unívocos. Entre 1833-1834 existen posturas favorables en diarios como El Fénix de la Libertad, autores como José Fernando Ramírez y Ponciano Arriaga, así como en expresiones locales de Jalisco, Yucatán y Tamaulipas. En cambio, Gómez Farías no impulsó iniciativas al respecto y sí mostró públicamente su apego a la intolerancia. Es decir: parte de la prensa, ciertas figuras y algunas regiones eran mucho más contundentes que el gobierno en cuanto a la vindicación de la libertad de cultos. Ya Reynaldo Sordo Cedeño ha observado que el Congreso de la Unión era, en ocasiones, más radical que el poder ejecutivo.88 De tal manera, dentro del horizonte reformista la administración federal era el segmento menos afín a la tolerancia religiosa. La recuperación de la pluralidad de 1833-1834 implica el reconocimiento de la interacción entre variados actores: personajes y publicaciones, el gobierno de la nación y los estados de la república. Así como es necesario matizar una supuesta linealidad teleológica, es conveniente modular una presunta unanimidad reformista.
La exploración de alternativas evidencia la diversidad de enfoques prácticos y la variedad de supuestos teóricos: de la tensión doctrinal al argumentario jusnaturalista, y de la libertad de expresión como amparo de la libertad de culto a una tolerancia de confesiones ceñida a referentes cristianos. En su conjunto, tales enfoques tienen un punto en común: la tolerancia no era imaginada de forma exclusiva como un permiso especial otorgado a futuros colonizadores entendidos como protestantes. Era conceptuada también como una libertad para los mexicanos sujeta a restricciones. Así, el debate ciertamente se vincula, pero no se limita, al anhelo de la colonización. Los planteos no eran exclusivamente teóricos ni puramente abstractos: ni deslumbramiento frente a las novedades ni ingenuidad ante los extranjeros. Las formulaciones interactuaban con las aprensiones comunes y las creencias compartidas tanto por partidarios como por adversarios de la pluralidad.
Fowler insinúa que Gómez Farías no estaba muy lejos de ser un “hombre de bien” con inclinaciones moderadas.89 Sin obviar las mutaciones sustanciales de 1833-1834, es factible ponderar al vicepresidente como un reformista dentro de la Constitución. Fue el líder de un cambio significativo en variadas materias, pero al mismo tiempo un paladín de la exclusividad católica.90 Por prudencia política o por la rigidez constitucional, no bosquejó suprimir las tensiones legales detalladas por Mora y Zavala.91 La administración no se inclinaba por alguna de las posibilidades esgrimidas: omisiones explícitas y contenidos implícitos, límites éticos y cambios jurídicos.
La reforma de 1833-1834 se enmarca dentro de la creencia católica de sus protagonistas, pero también de algunos vectores fundamentales del pensamiento liberal. No hacía falta ser cismático o agnóstico para ser crítico con la Iglesia; y ser católico no conducía a una postura resignada hacia las expresiones del episcopado. A final de cuentas, existe toda una corriente de crítica católica e ilustrada proveniente del siglo XVIII contra las estructuras institucionales y las prácticas devocionales de la corporación cristiana. De manera sugestiva, Staples advierte que la experiencia de 1833-1834 estaba más próxima al reformismo ibérico del siglo XVIII que a la supuesta laicización del siglo XIX. Por su parte, Alfredo Ávila propone, apoyado en Charles A. Hale, que los procesos reformistas en América Latina más que “antecedentes del liberalismo y de la separación Iglesia-Estado, eran continuación y radicalización del regalismo borbónico”.92 Además, se puede añadir la presencia dialógica de la economía política en su versión católica e hispánica. Ninguna de las doctrinas aludidas enunciaba la libertad de cultos. Tal vez, precisamente, la decisión de omitir la tolerancia es un indicio del horizonte conceptual de Gómez Farías, guiado más por el convencimiento en torno a la pertinencia de la exclusividad católica que por la incertidumbre ante las reacciones de sus antagonistas. Los censores de la reforma acusaban a sus dirigentes de jacobinos y anticristianos. En realidad, eran liberales en su gran mayoría de filiación católica y devoción pública.
Por último, la tolerancia perfila tanto los límites de la convivencia política como las fronteras de la armonía social. También sugiere algún tipo de xenofobia en determinados planteamientos. Además, la libertad de culto ponía a prueba los alcances de la libertad de expresión. No casualmente, las Siete Leyes (1835-1837) excluyeron la cuestión religiosa de la libertad de imprenta. La intolerancia traslucía tanto la evidente concepción de una concordia social regida por la virtud religiosa, como un notorio escepticismo ante una coexistencia pacífica entre confesiones distantes de la moral evangélica. No se trataba exclusivamente de la aceptación de otro culto, particularmente cuando fuese ajeno a la escritura bíblica. Se trata, quizás antes que nada, de la aceptación del otro, sobre todo cuando tuviera opiniones políticas evidentemente contrarias a las prevalecientes o resultara ajeno a los valores éticos dominantes. Es decir: el problema es no sólo la aceptación religiosa del hombre ajeno a la fe mayoritaria, sino también la normalización cívica del disidente respecto a la opinión dominante. La tolerancia religiosa era indisociable de la tolerancia política.